Poco antes del amanecer Duncan, sentado en el suelo de la habitación de Tommy, repasó su lista por enésima vez. La casa estaba en silencio salvo por los crujidos habituales durante las horas de oscuridad, como el ruido de la caldera, el viento azotando ramas contra una ventana y algún suspiro procedente del cuarto de las gemelas, que parecían dormir inquietas y con respiración desacompasada con los ritmos de la noche.
– Puedo hacerlo -se dijo en un susurro.
Dejó la lista sobre la cama de Tommy y se levantó. Las últimas horas antes de la mañana eran siempre las más difíciles. Recordó momentos pasados con su hijo meciéndolo en la oscuridad que precede al amanecer, sujetándolo con fuerza y sintiendo como si todos los problemas de Tommy lo arrastraran amenazándolo con llevarlo lejos, hasta un lugar inalcanzable. Sus ojos se posaron en la cómoda y alargó el brazo para tomar un caparazón de tortuga blanco y marrón y lo sostuvo en la mano, girándolo y pasando los dedos por su superficie seca y rugosa. ¿De dónde sacaría esto?, se preguntó, ¿y qué significa para él? Dejó el caparazón y tomó una piedra que parecía partida en dos, con un interior púrpura y blanco semejante al cuarzo. ¿Y qué secreto encerrará esta piedra? Dos docenas de soldaditos estaban alineados en filas opuestas, caballeros mezclados con figuritas de la Guerra de Secesión y comandos armados en una confrontación históricamente imposible. ¿De qué lado estabas tú, Tommy?
Sintió como lo envolvían todas las tensiones y el cansancio de las últimas horas y después, sencillamente, se disolvían, como una ola en la orilla. Extendió las manos y se preguntó: ¿Quién eres?
Soy un banquero.
No, no lo eres.
Sí, soy un hombre de negocios y un padre y un marido.
¿Y?
Eso es todo.
¿Y?
¡Eso es todo!
Mentiroso.
De acuerdo, me estoy mintiendo a mí mismo.
Miró la hoja de papel sobre la cama que contenía su lista y repasó los detalles del delito que planeaba cometer. También soy un delincuente, lo soy desde aquel día en Lodi. Es algo que ha estado siempre dentro de mí, esperando salir.
Entonces negó con la cabeza. Me robaron a mi hijo y tengo que recuperarlo, no hay nada que pueda interponerse en mi camino.
Pensó en su madre y después en Megan y por último en Olivia. Las tres mujeres de mi vida. Mi madre era distante e impersonal, ordenada, maniática y triste. Megan en cambio era animada y espontánea, vibrante; todo lo que mi madre nunca fue. ¿Y Olivia? Olivia era el peligro, la rebelión, la furia, el camino.
Recordó cuando la vio por primera vez en una manifestación en el campus en contra del reclutamiento forzoso de la Agencia Central de Inteligencia. Encabezaba un grupo de estudiantes que marchaban calle abajo entonando himnos, agitando pancartas y por último corriendo y entrando por la fuerza en el vestíbulo del edificio de administración increpando a las secretarias, encargados de admisión y otros funcionarios.
Esparcieron sobre las mesas sangre de oveja mientras los papeles volaban y el caos dominaba la escena. Sobre todo cuando llegó la policía. Parecía poseída, pensó, todo lo que tocaba parecía incendiarse, como si fuera una especie de combustible líquido. Y yo me sentí atraído irremisiblemente hacia ella, a sus mítines, a las charlas contra la guerra, las manifestaciones, los conciertos y, más tarde, las reuniones clandestinas en grupos reducidos después de medianoche y compartiendo botellas de vino y tratados marxistas, el aire espeso por el humo de los cigarrillos y el aroma a revolución.
Se sentó en la cama de Tommy y recordó qué fáciles eran entonces las cosas. Existían el bien y el mal y nosotros éramos la pesadilla de nuestros padres hecha realidad. Después negó con la cabeza. No, ésta sí que es la peor pesadilla de un padre. Recordó la primera vez que vio a Megan, mientras él deambulaba por la facultad de Bellas Artes en busca de un rincón tranquilo donde leer un texto de física y pasó delante de un aula donde los alumnos pintaban con una modelo. Megan posaba desnuda excepto por una toalla que le cubría el regazo, sus pechos señalando hacia arriba en actitud de desafío, retando a quien osara reírse de ella. Los alumnos dibujaban en silencio y Duncan se había quedado allí, incapaz de apartar sus ojos de aquella chica, hasta que el profesor reparó en él y le cerró la puerta en las narices. Los alumnos se habían reído pero él, en lugar de huir avergonzado, esperó a que la clase terminara y los alumnos salieran. Entonces trató de disculparse pero sólo acertó a farfullar alguna estupidez sin sentido, que ella escuchó con una media sonrisa que él interpretó como una invitación a seguir hablando, hasta que estuvo todo tan confuso que se sintió más expuesto en su deseo de pedirle una cita que cuando la había estado mirando mientras ella posaba.
El recuerdo lo hizo sentirse mejor. Nunca había entendido cómo Megan pudo sentirse atraída hacia él, pues encontraba que ella era cien veces más interesante mientras que su trabajo, sus estudios y su obstinación resultaban inmensamente aburridos. Él siempre tenía la cabeza llena de cifras y teoremas; ella en cambio, de colores y atrevidas pinceladas; ella siempre estaba segura de sí misma, él dudaba todo el tiempo. Nunca llegó a creer del todo que ella pudiera estar enamorada, que lo siguiera por su deambular universitario, inmutable en su amor, mientras él buscaba algo, que no sabía exactamente qué era.
Yo nunca me habría atrevido a quitarme la ropa delante de una clase entera, nunca me he sentido tan libre. Algo me faltaba y tenía que encontrarlo. Respiró hondo. Y a quien encontré fue a Olivia.
Se recostó de nuevo en la cama. En una cosa tiene razón: esto es una deuda de la que pensé que podría escapar, pero me equivoqué, nunca lo he hecho. Una parte de mí lleva dieciocho años esperando este momento.
De acuerdo Olivia, dijo en silencio. Has vuelto por tu desquite. Robaré para ti y entonces todo habrá terminado.
Entonces comprendió que, a partir de aquella noche nada volvería a ser igual y, también, que no le importaba tanto como había pensado.
Se levantó, impulsado por un deseo repentino de ver a las gemelas y avanzó a oscuras hasta la puerta de su dormitorio, se asomó y las vio tiradas sobre sus camas. El suelo estaba cubierto de ropas y por la ventana entraba la tenue luz del amanecer, suficiente para permitirle ver sus caras. Durante unos segundos se limitó a admirar sus cabellos esparcidos sobre las almohadas y cómo sus cuerpos parecían flexibles y relajados. Se preguntó si tenían alguna idea de la alegría que habían traído a su vida. Probablemente no. Los niños no entienden lo que significan hasta que crecen y se convierten en padres. Alegría, terror, preocupación y felicidad, todo ello junto en un nudo imposible de emociones. Movió la cabeza y miró por última vez a las figuras que dormían y las recordó, de golpe, de bebés, de niñas pequeñas y ahora casi adultas. Caminó a tientas hasta el dormitorio y vio a su mujer en la misma postura en que la había dejado unas horas antes. Se acercó y le tocó el brazo. Megan parpadeó, abrió los ojos y extendió el brazo hacia él, aún medio dormida. Se abrazaron y ella se despertó del todo. No dijo nada, pero se sorprendió a sí misma atrayéndolo hacia sí, olvidándose, sólo por unos segundos, de todo lo que había ocurrido y de todo lo que podía ocurrir.
En el desayuno Duncan anunció que ese día sería como todos los demás. Las gemelas irían al colegio, Megan a su agencia inmobiliaria y él al banco. Las protestas de Karen y Lauren no se hicieron esperar.
– ¡Pero, papá! ¡Y si pasa algo? -dijo Karen.
– ¡No habrá nadie en casa!
– De eso se trata -dijo Duncan-. Vayan al instituto, charlen con sus amigos, actúen como si nada hubiera pasado y vuelvan a casa a la hora de siempre. Hagan todo exactamente igual que si fuera un viernes normal y corriente.
– Eso va a ser imposible -murmuró Lauren.
– No -intervino Megan una vez que se recuperó de la sorpresa inicial ante las palabras de su marido-. Su padre tiene razón, hoy debemos actuar como si no pasara nada. Yo iré a trabajar y a sonreír y a comportarme como si no tuviera una sola preocupación. Tenemos que mantener esto en secreto y la mejor forma es no hacer nada extraordinario.
Las chicas parecían consternadas y Duncan trató de animarlas:
– Escuchen, pronto habrá terminado todo. Sé que son capaces de representar su papel un día, a mí me han engañado más de una vez…
– ¡Pero no en algo así! -protestó Lauren.
– No sé qué tiene que ver esto con actuar -añadió Karen.
– Tiene todo que ver -contestó Megan-. Aquí todos somos actores, hasta ahora hemos hecho de víctimas pero a partir de hoy vamos a empezar a comportarnos de una forma diferente. Vamos a hacer algo, ¡por el amor de dios! Hasta aquí hemos llegado.
Las gemelas asintieron despacio.
– ¿Saben? -dijo Lauren repentinamente contenta-. Esta noche hay un baile en el gimnasio; es el baile anual de la llegada del invierno… creo que Teddy Leonard me estará esperando. Y sé que Will Freeman ha estado persiguiendo a Karen.
– ¡De eso nada, Lauren! Es sólo que nos interesaba un problema de física y empezamos a hablar.
– Vamos -dijo Lauren-. Está en el equipo de básquet y es guapo y te sigue a todas partes y te llama cada vez que tiene una excusa, así que debo estar complemente equivocada si digo que le interesas…
– ¿Y qué pasa con Teddy, que te espera para llevarte a casa en coche todos los días? ¿Eh?
Las gemelas no estaban realmente peleándose sino bromeando y Megan las dejó continuar mientras sonreía a Duncan, que movió la cabeza simulando estar consternado. Cuando por fin se callaron Megan habló:
– Karen, Lauren, no creo que ir a un baile sea una buena idea ahora mismo.
– Pero, mamá, no lo decía en serio. Sólo estaba…
– Siendo un pelmazo -interrumpió Karen sacándole la lengua a su hermana, que le hizo una mueca.
– Bueno, está bien. Pueden decirles a esos chicos que están castigadas.
– Se lo creerán -dijo Lauren.
– Y recuerden: tengan cuidado.
– ¿Cómo?
– No lo sé -contestó Megan-. Simplemente estén alerta a cualquier cosa fuera de lo normal, por pequeña que sea. Y permanezcan juntas y pendientes de lo que ocurre a su alrededor.
Duncan intervino:
– Si tienen miedo se vienen a casa, o me llaman a mí o a su madre. O quédense con sus amigos, pero sin contarles lo que pasa. Lo que les dicte el sentido común.
Las chicas asintieron y Megan se preguntó por un instante si no estarían cometiendo una equivocación. Tuvo que controlarse para no pedirle a Duncan que dejara quedarse a las gemelas donde ella pudiera verlas, pero entendía lo importante que era hacer lo que él había sugerido y se obligó a sí misma a colaborar.
Las vio prepararse para salir y sus dudas la impulsaron a seguirlas hasta la puerta. Esperó en el frío mientras subían al coche y salían de la rampa y continuó mirándolas hasta que desaparecieron tras doblar la esquina. Vio a Lauren saludar con el brazo y luego desaparecieron.
Olivia Barrow estaba sentada en una butaca gruesamente tapizada y llena de nudos del pequeño cuarto de estar de la granja intentando sin éxito ponerse cómoda. Durante un segundo o dos permaneció mirando por la ventana, al prado que había en la parte trasera y hasta la línea del bosque, en la dirección en que había estacionado el coche del juez, justo fuera de su campo de visión. Decidió que tendría que acercarse hasta allí y poner el motor en marcha unas cuantas veces para asegurarse de que funcionaba. Un rayo de sol entró por la ventana y la bañó en una luz cálida que la hizo cerrar los ojos con placer y recrearse en sus planes. Por un momento sintió el calor de la satisfacción pero después, conforme el rayo de sol desaparecía bajo una nube gris, también se esfumó su sensación de triunfo y la asaltaron las dudas. Se preguntó qué había hecho mal y repasó mentalmente su conversación con Megan. No eran las palabras en sí lo que le molestaba, pues Megan había respondido tal y como ella había previsto; el exceso de emotividad siempre había sido su principal flaqueza, pensó Olivia. Siempre ha dado demasiada importancia a cosas como la honestidad y la lealtad, y eso supone una gran debilidad. Pero había algo… No era arrogancia, Olivia la detectaba enseguida, sino algo en el tono de voz de Megan que la inquietaba, algo que sugería un matiz no previsto, un enfoque no calculado.
Ahuyentó estos pensamientos y paseó la vista por la habitación inspeccionando las paredes blancas, la chimenea desnuda y los escasos muebles. Podía oír a Bill y a Ramón moviéndose en diferentes partes de la casa; las paredes eran delgadas como el papel, pensó. Llevamos dos meses aquí preparándonos para estos pocos días y ahora casi ha llegado el momento de marcharnos. Se preguntó adónde irían, a algún sitio donde hiciera calor. Esta casa estaba llena de corrientes de aire y los helados vientos de Nueva Inglaterra se colaban por cada resquicio.
En la cárcel en cambio siempre hacía calor. Cuando llegaba el frío grandes calefactores pagados por el Estado bombeaban aire caliente que se mezclaba con las iras y frustraciones de las reclusas.
¿Qué haré cuando salga? Era la pregunta omnipresente en la cárcel, en cada conversación, cada horrible comida, cada día interminable, cada noche de insomnio. Salir. También a las condenadas por asesinato las obsesionaba la idea, incluso si aún les faltaban veinte o treinta años para salir. Encontraré a un hombre que me quiera. Me largaré de este puto estado. Recuperaré a mis hijos y sentaré cabeza, viviré sin barrotes, libre para hacer lo que me dé la gana. Volveré a mi pueblo y viviré al día. Me haré secretaria, oficinista, trabajaré de albañil, de mujer de la limpieza, de puta, de traficante. Haré la calle un tiempo hasta reunir suficiente dinero para comprarme un sitio donde vivir. Volveré a lo que estaba haciendo aunque esta vez seré más lista y no me atraparán. Daré un último golpe y después me retiraré para siempre.
Recordó cientos, miles, millones de conversaciones parecidas: Voy a hacer tal y tal cosa. Ninguno de esos propósitos se haría realidad y muchas de aquellas mujeres regresaban a la cárcel pasados un par de años con nuevos tatuajes y cicatrices, nuevos planes y propósitos para cuando salieran otra vez. Había una mujer en concreto, alta y esbelta, de raza negra, que Olivia recordó con una punzada de tristeza. La quise un poco, pensó, no tanto como quise a Emily, pero sí un poco. Era la única a quien Olivia había confiado su propia fantasía: Me voy a vengar de los que me metieron aquí. La mujer había asentido y después le había dicho: Ya no serás la misma persona que cuando llegaste aquí, así que tendrás que buscar una nueva forma de vengarte.
¿Habrá muerto?, se preguntó Olivia. ¿Se la habrían tragado las calles, como a tantas otras? Probablemente. Pero recordaba el consejo de la mujer y lo había guardado en su memoria junto con todas las conversaciones que había tenido con Megan y Duncan en los primeros días de la Brigada Fénix, conversaciones que siempre habían empezado de forma inocua, con preguntas del tipo ¿y tú, de dónde eres? O ¿tienes familia? O ¿cuándo fue la última vez que volviste a casa? Pero había tomado nota mentalmente de toda esta información y de mucha más, y sabía perfectamente adónde iría en cuanto saliera de la cárcel, igual que habría sido capaz de localizar a cualquier otro miembro de la brigada, incluso después de pasados dieciocho años.
Inspiró profundamente y después expulsó el aire despacio. Todo va bien y según lo planeado. Mantén el control, mantén el control.
Después se sintió mejor y fue en busca de Ramón, preguntándose si había llegado el momento de provocarlo un poco para hacer salir su lado violento.
Tommy se entretuvo un buen rato raspando con el clavo la mugre y la escayola que recubrían las paredes de madera del ático, sintiendo en su mano el aire frío que soplaba contra el costado de la casa. Pensó un instante que las cosas estaban al revés, el viento frío que soplaba fuera estaba encerrado y él trataba de liberarlo de su cautividad, soltando las cadenas y dejándolo subir disparado en dirección al cielo.
Desde aquella mañana, con su abuelo interrumpiéndolo de vez en cuando con sus consejos, Tommy había raspado ya media docena de tablones de madera. Cada vez que llegaba al punto donde parecía que el tablón iba a salirse de su marco el juez le ordenaba parar y entonces sacaba del somier metálico el muelle suelto que había encontrado antes y, colocándolo a modo de cuña, forzaba suavemente el tablón separándolo del marco de manera, de modo que bastara un empujón fuerte para desprenderlo del todo.
Era una tarea lenta. Cada vez que oían un ruido procedente del resto de la casa paraban, limpiaban la zona lo más rápidamente que podían y regresaban a sus catres. Luego, una vez se hacía el silencio de nuevo, Tommy regresaba a la pared y volvía a rasparla infatigable con el clavo, sin importarle los calambres que sentía en la mano, socavando poco a poco los límites de su celda. Mientras trabajaba soñaba con escapar y se veía saliendo por un agujero en la pared y saltando al tejado inclinado que sabía lo esperaba afuera. Después bajaría hasta el borde y se dejaría caer balanceándose hasta el porche y de ahí, de un nuevo salto, al suelo. Se veía correr por campos y carreteras en un día de invierno, respirando bocanadas de aire frío. Pasado el bosque habría un claro, después casas aisladas y por último las afueras de la ciudad. Podía ver las calles de Greenfield en su imaginación. Dejaría atrás su colegio, el banco de su padre, la oficina de su madre y el instituto donde estudiaban Karen y Lauren, para entonces, respirando ya normalmente y sin sentir el aire frío, libre ya del miedo y el cansancio y apenas tocando el suelo con los pies, enfilar la calle hacia su casa.
Raspó más fuerte. Una y otra vez, apretar y tirar, royendo la pared como un obstinado ratón. Soy un ratón, pensó, y estoy haciendo mi madriguera.
Vio su casa y a su familia esperándolo y apretó los dientes. Entonces la mano se le resbaló y una astilla se le clavó en el dedo, pero aguantó el dolor.
Soy un ratón soldado.
Raspó una última esquirla de madera de la pared y sintió un placer repentino al imaginarse ya en brazos de su madre. También pensó en los abrazos de oso que le daría su padre y el calor que desprendería su cuerpo. Karen y Lauren intentarían estrujarlo y besarlo una y otra vez, pero sonrió y decidió que por esta vez las dejaría, aunque en realidad ya estaba mayor para esa clase de cosas.
– Abuelo, creo que conseguí soltar otro. Trae el muelle.
El juez soltó el muelle del somier y lo ocultó en su mano imaginando por un momento que podría clavarlo en el cuello de uno de sus secuestradores. Después se acercó a la pared.
– Buen chico, Tommy. Pronto estaremos fuera de aquí. -Inténtalo.
El juez hizo palanca con el muelle bajo el tablón y tiró. Hubo un crujido sordo y después un chasquido cuando la madera cedió.
– Muy bien -dijo el juez.
– ¿Sigo?
El juez se enderezó.
– ¿Por qué no descansas un rato? -empezó a decir, pero enseguida se calló y levantó una mano-. ¡Sshh!
Tommy escuchó atento.
– ¡Creo que viene alguien! -dijo. Se sentía como si se hubiera quedado sin cuerda y jadeaba.
Ambos oyeron una puerta que chirriaba y después pasos. -¡Deprisa! -dijo el juez.
Tommy limpió el suelo a gran velocidad con la mano, empujando el polvo y el aserrín hacia las esquinas de la habitación, después corrió y escondió el clavo bajo el colchón de una de las camas. Mientras tanto el juez había vuelto a colocar el muelle suelto en la otra. Escucharon el cerrojo descorrerse y miraron hacia la puerta. Era Bill Lewis con la bandeja del almuerzo.
El juez se relajó y se puso de pie, no sin antes apoyar una mano en el hombro de Tommy, que respirada agitadamente, para tranquilizarlo.
No se dará cuenta, pensó. Olivia leería enseguida en nuestras caras que tramamos algo, pero Lewis no está tan alerta.
– Otra vez sándwiches, me temo. -La creciente familiaridad con que trataba a sus prisioneros había añadido un matiz jocoso a su voz.- En el tuyo puse más mermelada, Tommy, y esta noche intentaré prepararles algo caliente. O tal vez iré por pizza o pollo frito. ¿Qué prefieren?
– Pizza -contestó Tommy aún mareado.
– Pollo -dijo el juez.
Bill sonrió.
– Veremos -dijo mientras les alargaba la bandeja.
El juez tomó un sándwich tras decidirse entre fiambre y manteca de maní con mermelada y volvió a sentarse masticando un bocado de mortadela con mayonesa. Acercó la bandeja a Tommy, que sin mucho entusiasmo escogió un sándwich de mermelada y manteca de maní. El juez vio que le daba un mordisco al tiempo que miraba de reojo el lugar de la pared donde habían estado trabajando. Un escalofrío de miedo lo recorrió pero pronto se sobrepuso y dio una palmadita a su nieto en la rodilla, tratando de llamar su atención sin que resultara demasiado obvio. Después se volvió y sonrió a Lewis pensando: ¡Vete de aquí!, pero éste se sentó en la cama frente a ellos y comenzó a estirarse. ¡Maldito sea!, pensó el juez. ¡Déjanos en paz! Pero en lugar de eso dijo:
– ¿Qué tal van las cosas?
Bill sacudió la cabeza.
– Ella es quien da la información.
– ¡Claro! -contestó el juez.
– Lo siento, pero Olivia es quien dicta las reglas. Es la jefa, y hasta ahora todo ha salido exactamente como predijo. Así que, ¿por qué estropearlo?
– Bueno, no veo dónde está el peligro.
Lewis se encogió de hombros.
– Lo siento.
– Lo que quiero decir -continuó el juez- es ¿qué hay de malo en un poco de información? Sólo quiero saber si se ha avanzado algo; bastaría con un sí o un no. Mírenos, estamos aquí aislados de todo el mundo salvo de ustedes. No veo qué tiene de malo decirnos algo que nos pueda animar un poco.
– Lo siento, ya te lo he dicho. Paciencia -Bill miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la habitación y después susurró:- Supongo que estamos llegando al final, pero eso es todo lo que sé y tendrán que conformarse con ello.
El juez asintió.
– Es sólo que no me parece justo tenernos tanto tiempo sin información, especialmente al niño.
– La vida no siempre es justa.
– Pero por lo que dice Olivia sí lo es, ¿no? Usted no es como ella realmente, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que he dicho, que usted no es como ella.
– Claro que lo soy.
El juez negó con la cabeza.
– ¡Lo soy! -insistió Lewis-. Siempre lo he sido, desde que nos conocimos.
– ¿Cuándo fue eso?
– En el 65, unos pocos años antes de la Brigada Fénix. Siempre estábamos juntos, ya sabes, solidaridad y todo eso.
– Pero después ella fue a la cárcel.
– Sí, y su hija y su marido se hicieron ricos, y yo tuve que esconderme.
– ¿Por cuánto tiempo?
– Todavía sigo escondido -contestó Lewis con cierto tono de orgullo.
– Pero seguramente… -el juez se interrumpió.
– ¿Seguramente qué?
– No nada, no sabía…
– ¿Qué?
– Pues que debió de llegar un momento en que se imaginaría usted que habían dejado de buscarlo; a nadie lo persiguen toda la vida.
– Desde luego que sí. Vamos, juez…
Lewis se acomodó en la cama, parecía a gusto y deseoso de hablar. Tommy lo vio estirarse y siguió mordisqueando su sándwich, aunque cada bocado le resultaba más seco y amargo y difícil de tragar que el anterior. La cabeza le daba vueltas y sentía que iba a darle un ataque. ¡Ahora no! Se gritó interiormente. ¡Para!, pero las emociones eran demasiado intensas, lo dominaban y poco a poco sintió que lentamente todo se desvanecía…
– No te imaginas lo que es vivir escondido, juez. Llega un momento en que no sabes si siguen buscándote o no; es el peor. Porque ¿sabes? Huir no es tan malo. La adrenalina te empuja y estás siempre alerta, siempre preparado para lo que pueda venir, como con un chute de anfetaminas. Es la mejor parte de ser, digamos, un delincuente. Siempre en guardia; es emocionante y hasta divertido. Pero pasado un tiempo, años incluso, tal vez hasta diez, empiezas a dudar. Todo lo que te rodea ha cambiado, pero tú no. Incluso si estás trabajando, enseñando matemáticas en un instituto o construyendo casas -yo hice esas dos cosas- o trabajando en una plataforma petrolera en el golfo de México -eso sí que fue duro, juez-, incluso si estás haciendo todas esas cosas, en el fondo sabes que todo es mentira y que en realidad estás huyendo. Y eso es horrible, porque no sabes si hay alguien ahí afuera que sigue buscándote. Sin todos esos policías de civil y agentes secretos no haría falta esconderse, no tendría sentido. Así que te preguntas si tú también habrás dejado de tener sentido. Desperdiciando tu vida para terminar como una nota a pie de página en la tesis doctoral de un miembro de la policía científica.
– ¿Y qué hizo?
– Bueno, cuando llegué a ese punto Ramón y yo estábamos juntos. Decidí que no había manera de confirmar si seguían buscándome o no, así que elegí mi segunda opción.
– ¿Y cuál era?
– Contacté con Olivia.
– No lo entiendo.
– Ya la has visto, juez. ¿No lo has averiguado aún? A ella siempre la están buscando. Tiene algo que las autoridades odian y temen al mismo tiempo y siempre la odiarán por eso. Piénsalo. Si la llevaran ante ti para juzgarla por, digamos, por conducción temeraria o desorden público, ¿qué sentencia le impondrías?
– La máxima -contestó el juez sin dudar.
Lewis echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
– Yo haría lo mismo.
Los dos hombres se midieron unos segundos.
– Así que -continuó Lewis- eso es precisamente lo que ella me da, un pasaporte a la vida real. Otra vez me siento vivo, estoy haciendo algo y no me limito a ir de trabajo en trabajo preguntándome todo el tiempo qué será de mí y viendo a los demás planear sus vidas y sabiendo que la mía es sólo pasado.
El juez movió la cabeza, pensativo. No sabía cómo continuar la conversación, así que se aventuró a decir:
– Así que se puso en contacto con ella.
– Le escribí una carta.
– ¿Una carta?
– Claro, los vigilantes de la prisión son estúpidos, juez. No serían capaces de descifrar el código más simple. Recuerdo las primeras líneas: «Querida Olivia, gracias por tu nota. El primo Lew está muy bien, y Bill también. Están deseando saber de ti…». Lew y Bill; no le costó mucho saber de quién era la carta.
– Y entonces planearon esto.
– Bueno, digamos que seguimos en contacto.
– No me parece usted el tipo de hombre capaz de hacer algo así.
– ¡Ja! Eso demuestra lo poco que me conoces.
– Lo que quiero decir es que, puedo entender en parte el odio de Olivia, después de pasar tanto tiempo entre rejas, pero usted ha estado por ahí…
El juez dejó de hablar cuando vio la cara que ponía Lewis, quien se puso de pie bruscamente; era alto como un jugador de básquet, y erguido frente a ellos resultaba amenazador. De pronto se inclinó y acercó su cara a escasos milímetros de la del juez, que se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. El rostro desencajado de Lewis era una mezcla de sonrisa despectiva y mueca de asco que a duras penas ocultaba una gran furia.
– ¡Tus putos hijos, cerdo! Me hicieron pagar tanto como a ella. ¿Acaso crees que mi cárcel fue diferente? ¿Crees que vivir huyendo y escondido se diferencia en algo de estar en la cárcel? ¿Sabes quién murió ahí, en la puta calle de Lodi? ¡Era mi amor, mi mujer! Y los dos la queríamos a Olivia. Duncan lo jodió todo, mi futuro. ¡Maldito sea! Toda mi vida, juez, toda mi vida. ¿Sabe que tan sólo me faltaba leer la tesis sobre ingeniería aplicada para ser doctor? Podía haber trabajado de ingeniero, podía haber llegado a ser algo en el mundo nuevo si ese hijo de puta no se hubiera acobardado dejándonos allí tirados. Yo salí corriendo, juez, y llevo corriendo desde el momento en que mató nuestro futuro. Ahora es el momento de cobrarme lo que me debe.
La intensidad de los recuerdos le hizo levantar los brazos y agitarlos como aspas de molino delante de Tommy y el juez. La cicatriz de su cuello estaba roja y tenía los puños fuertemente apretados.
Tommy al principio reculó un poco y después se lanzó directamente a los brazos del juez mientras éste, recuperado ya de su asombro inicial, permanecía sentado muy erguido con la mirada fija en Lewis y sin parpadear. Sentía su ira y notó cómo ésta lo hacía más fuerte. Recordó momentos en el juzgado cuando hombres que acababan de oír su sentencia lo habían increpado. Él los había mirado fijamente a los ojos con la misma expresión imperturbable con la que había puesto fin a innumerables disturbios en la sala de juicios. Sentía como los ojos se le entrecerraban, su mandíbula se tensaba y era como encontrar sus pantuflas en el fondo del armario y calzárselas. Olivia le había advertido lo inestable que era Lewis, pero se había quedado corta.
Lewis echó la cabeza hacia atrás.
– ¡Me lo deben! -gritó.
– ¿Por qué? ¿Porque las cosas les salieron bien a ellos? ¡No le deben nada!
– ¡No sabes una mierda, viejo cerdo! No tienes ni idea.
– Sé que lo que hicieron estuvo mal y que lo que están haciendo ustedes ahora, también.
– Ética de cerdos trasnochados.
– Retórica de hippies trasnochados.
Por un momento pareció que Bill le iba a dar un puñetazo al juez, pero entonces se volvió y caminó a grandes zancadas por el ático hasta detenerse precisamente frente al trozo de pared donde habían estado trabajando. El juez notó que Tommy se ponía rígido y daba un respingo.
Lewis parecía estar mirando directamente a los tablones sueltos. Desde donde estaba sentado el juez podía ver las marcas de arañazos y las pequeñas esquirlas de madera que dejaban muy claro lo que habían estado haciendo. Se quedó paralizado sin saber qué hacer.
Transcurrió un segundo terrible, después Tommy habló:
– Pero ¿por qué no se fue usted a casa?
– ¿Cómo? -Lewis se giró bruscamente desde la pared, todavía temblando de ira.
– ¿Por qué no se fue usted a casa? -insistió Tommy.
– No podía.
– Pero ¿por qué?
– ¡A casa! ¡A mi casa! ¿Por qué no? -Lewis rompió en grandes carcajadas, su cuerpo agitándose en grandes convulsiones. Por un momento pareció rojo de ira pero al instante siguiente, tan rápidamente como había estallado su furia ésta se desvaneció y suspiró largamente, como un globo que se desinfla. El juez tenía la impresión de estar viendo físicamente la ira de aquel hombre disipándose en el ático.
– Ojalá lo hubiera hecho -dijo entonces Lewis con voz queda-. Pero no tenía un hogar como el tuyo, Tommy. -Se dirigió de nuevo a la cama arrastrando los pies y miró desconsolado el plato de sándwiches.- ¿Puedo comer uno?
– Claro -contestó el juez.
Lewis dio un gran mordisco y después miró a Tommy.
– No tenía un hogar como el tuyo -repitió.
– ¿No?
– No, señor, mis padres no nos tenían gran aprecio ni a mí ni a Emily; prácticamente nos echaron a patadas. Mi viejo era militar, sargento de instrucción y no le gustaban mucho ni las melenas, ni la educación ni la política radical, y yo tenía bastante de todo eso. -Sonrió.- Sobre todo pelo. -Se llevó el dedo a la cicatriz de la garganta.- Esto me lo hizo cuando tenía siete años y era igual de alto que Tommy. No obedecí una orden suya lo suficientemente rápido, sacó el cinturón y ¡zas! -Lewis cerró las manos dando una palmada que sobresaltó a los dos Tommys.- Mi vieja incluso llamó a la policía militar cuando vio la sangre. Me llevaron a la base, me cosieron y eso fue todo.
Lewis sonrió.
– Todos tenemos nuestras cicatrices -dijo-. Sólo que ésta es más visible.
Eso, pensó el juez Pearson, era una gran verdad.
Los dos hombres continuaron comiendo, como ajenos a lo que acababa de ocurrir. El juez se relajó y dijo:
– Bueno, ¡al menos no le sale nada mal hacer sándwiches! ¡Algo es algo!
Lewis asintió:
– Siento todo esto, de verdad. Yo no tengo nada contra ti o contra Tommy, la verdad, pero hay un plan y hay que seguir los procedimientos, tú lo sabes mejor que nadie, juez. Así funcionan los tribunales, ¿no? A base de procedimientos.
El juez masticó y tragó.
– Eso es verdad. ¿Ha estado en algún juicio?
– No, sólo una vez por multas de tráfico, en Miami. Supongo que he tenido suerte.
Sonrió.
– ¿Sabe lo realmente absurdo de todo esto? Que en el 68, cuando estábamos juntos los de la Brigada, yo quería echar a Duncan y a Megan. Creía que les faltaba madera, por decirlo de alguna forma. No pensaba que estuvieran realmente comprometidos con la causa, con nuestra filosofía. Ojalá hubiera insistido.
– Así son las cosas. Calculo que tal vez en un sesenta por ciento de los casos que he juzgado hubo algo, un momento, en que las personas podrían haber cambiado las cosas, pero no lo hicieron y por eso acabaron allí.
– El destino es caprichoso -dijo Bill con una sonrisa.
El juez asintió.
Mientras los dos hombres hablaban, Tommy dejó su sándwich a medio comer y se separó del juez, sentándose con cuidado en el borde de la cama. Tenía la mente dividida en dos secciones, la primera de las cuales le gritaba instrucciones y la otra lo conminaba a ignorarlas. ¡Hazlo!, decía la primera. Quédate donde estás!, gritaba la otra. ¡Adelante! ¡Quieto! ¡Adelante! ¡Quieto! No sabía con seguridad si era el único en haberse dado cuenta de que Lewis no había echado el cerrojo al entrar en el ático. Se preguntaba cómo podría volverse invisible y levantarse tan despacio y tan en silencio que nadie notara su marcha, sin que sus pisadas hicieran ruido alguno.
Entonces vio a Lewis alargar la mano de nuevo hacia la bandeja de comida, dándole parcialmente la espalda.
¡Ahora! La orden era tan enérgica que lo sobresaltó. ¡Ahora! ¡Adelante!
Sentía sus músculos tensarse y la cabeza le daba vueltas, como si se encontrara nadando contra la marea, arrastrado por las olas y pugnando por mantener la cabeza fuera del agua.
¡Ahora!
Se puso de pie de un salto.
– ¡Eh!
– ¡Tommy!
Las voces sorprendidas de Bill y de su abuelo le sonaron distantes, tenía la sensación de estar volando hacia la puerta.
Se dirigió hacia las escaleras, tropezando en su huida y tuvo que apoyarse contra la pared para sujetarse. Después se lanzó salvajemente contra la puerta del ático buscando el picaporte y sólo vagamente consciente de los dos hombres que corrían detrás de él.
– ¡Alto! -La voz de Bill Lewis era aguda y sonaba angustiada.
– ¡Párate ahora mismo! ¡Por Dios, Tommy, quieto ahí!
Tommy agarró el picaporte y abrió la puerta de par en par, a sólo unos metros de las manos que intentaban sujetarlo.
– ¡Dios! ¡Olivia, Ramón! ¡El niño! ¡Ayuda! -gritó Lewis.
Tommy cruzó la puerta huyendo de los gritos de éste mientras escuchaba a su abuelo a sus espaldas.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Corre!
– ¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Ayuda! ¡Maldita sea, ven aquí!
Lewis estaba sólo a un paso detrás de Tommy, quien cerró la puerta con fuerza, golpeando el brazo extendido del hombre.
– ¡Mierda! ¡Maldita sea, ayuda! -el vozarrón de Lewis parecía envolver a Tommy, azotándolo como un viento racheado.
– ¡Corre, Tommy, corre! -oyó gritar a su abuelo-. ¡Sal de aquí, escapa!
Tommy atravesó corriendo el rellano y dejó atrás varias puertas y el cuarto de baño en dirección a la escalera. Los objetos pasaban ante sus ojos como pequeñas ráfagas: un lavabo, un dormitorio, un montón de ropa sucia, algunas armas y munición sobre una cama. Las ignoró y siguió corriendo, escuchando únicamente el ruido de sus pisadas que avanzaban por el suelo de madera. Sentía a Lewis detrás de él y sabía, sin necesidad de volverse, que tenía los brazos extendidos intentando sujetarlo. Le esquivó de un salto y, agarrándose de la barandilla, se columpió liberándose de los dedos de Lewis que habían logrado asir su suéter. Escuchó un golpe seco y más palabras malsonantes conforme Bill se resbalaba y caía. Miró hacia abajo y vio a Olivia y a Ramón empuñando armas y corriendo escaleras arriba hacia él. Se volvió y vio a Lewis ponerse de pie e intentar atraparlo una vez más. Lo esquivó haciéndolo resbalar de nuevo y provocando una nueva sarta de obscenidades. Entonces corrió por el pasillo y entró en uno de los dormitorios, cerrando la puerta detrás de él y dirigiéndose a la ventana.
A su espalda oyó a Olivia gritar:
– ¡Voy a disparar! ¡Voy a disparar!
Pero la ignoró y siguió corriendo hacia la ventana. Una vez allí intentó desesperadamente abrirla. Veía el tejado del piso inferior y, más allá, una línea de árboles bajo un cielo gris y nublado. Escuchaba su propia respiración y se asustó, como si procediera de otro lugar. Se dio cuenta de que tenía varias personas a su espalda y podía sentir su furia.
Hubo una gran explosión cuando una de las armas se disparó. El ruido hizo retroceder y caer al suelo a Tommy en medio en una nube de polvo y astillas procedentes de la pared.
Estoy muerto, pensó, pero inmediatamente se dio cuenta de que no era así. Podía oír a su abuelo bramando furioso:
– ¡Déjalo en paz, sádica! ¡Si lo tocas te mataré!
Y el grito de contestación de Olivia:
– ¡Quítate de en medio, viejo, o te dispararé a ti!
Las voces parecían mezclarse, gritos de dolor, de ira e insultos llenaban la habitación mezclados con el olor a pólvora. De pronto se dio cuenta de que él también estaba chillando una sola cosa: ¡A casa!
Se puso de pie esquivando las manos que intentaban sujetarlo y tomó una silla y apuntó con ella a la ventana, pensando: ¡rómpela y salta! Pero entonces una mano lo agarró del cuello y lo hizo retroceder; otras manos le sujetaron los brazos y lo obligaron a bajarlos y soltar la silla, que cayó al suelo con un fuerte ruido. Un aliento caliente y furioso le quemaba la cara como si fuera sangre. Era consciente de que lo estaban zarandeando, pegando y dando patadas como si fuera un felpudo. Por un segundo alcanzó a mirar por la ventana y vio un trozo de cielo azul que asomaba brevemente detrás de una nube para enseguida desaparecer, y pensó: Valió la pena sólo por ver eso, no importa si me pegan. Se hizo un ovillo intentando protegerse de los golpes, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos para no oír todas las voces que le gritaban. Se dijo: Ahora me matarán. Esperaba que su abuelo contara al resto de la familia que al menos había intentado escapar y se imaginó que estarían orgullosos de él. En medio de todo aquel ruido y tumulto distinguió su voz profunda, tratando de defenderlo, lo que lo consoló un poquito antes de poner los ojos en blanco y perderse en su oscuridad particular.
Megan se balanceaba atrás y adelante en su silla de la oficina, incapaz de estarse quieta y pensando en Olivia.
Recordó su voz, que tenía una profundidad inusitada, una masculinidad gutural que intimidaba a las mujeres y fascinaba a los hombres. Recordó su gran mata de pelo y su belleza altiva. Sabía muy bien dónde residía su gran talento: era capaz de urdir el plan más descabellado y hacerlo parecer un juego de niños. La invadió una furia repentina y sintió deseos de dar un puñetazo a la mesa. ¿Cómo pude ser tan obtusa?, se preguntó.
Porque no era más que una niña.
Recordó la casa de Lodi. Debería haberme marchado de allí y arrastrado a Duncan conmigo. Debería haber dicho algo, pero Olivia siempre tenía respuestas para todo. Era como si nadie tuviera nada que decir respecto a sus planes; todo tenía que hacerse según sus deseos o, si no, no hacerse. Se recordó repasando con ella la ruta de huida una y mil veces hasta que se aprendió todo de memoria, incluso la duración de los semáforos. Una de las veces había tratado tímidamente de sugerir una calle alternativa, pero Olivia no quiso ni oír hablar de ello. Y sin embargo, pensó Megan, lo hicimos todo mal, practicamos cosas innecesarias y memorizamos instrucciones que luego no sirvieron para nada. En realidad no sabíamos lo que hacíamos, por mucho que Olivia pretendiera que todo estaba planeado al detalle. Fue todo un espejismo.
Alguien llamó a la puerta y ésta se abrió. Dos de los otros agentes inmobiliarios estaban poniéndose los abrigos en el pasillo. Uno de ellos dijo:
– Megan, ¿vienes a comer?
Megan negó con la cabeza.
– No, gracias. Voy a tomar un yogur aquí en el despacho.
– ¿Seguro que no quieres venir?
– Gracias, pero no.
La puerta se cerró y ella volvió a sus recuerdos. Pensó de nuevo en la casa de Lodi; era un lugar odioso, sucio y decrépito y desvencijado, pero todos pensábamos que era especial porque vivíamos continuamente engañados. Recordó ir en coche con Olivia a ver al casero, a quien Olivia había pagado el alquiler de dos meses por adelantado y con quien había coqueteado ligeramente. Entonces se acordó de la importancia que daba Olivia a las apariencias; parecían una pareja de chicas hippies con sus novios también hippies. Olivia había insistido en que Megan se quitara el sujetador y llevara una amplía blusa estampada. Chiquillos inofensivos, defensores de la paz, del amor y de las flores que, como mucho, fumaban marihuana de vez en cuando o se tomaban una pastilla de ácido. Recordó cómo Olivia los había aleccionado sobre cómo hacerse pasar por alguien distinto; según ella, ésa era la clave del plan. También recordó al casero, un hombre cordial de mediana edad que se sonrojó hasta las orejas cuando coquetearon con él y que parecía encantado con las atenciones que le demostraba aquella pareja de traviesas muchachas. Lo engatusaron por completo.
De pronto se enderezó en su silla. Recuerdos fragmentados y retazos de conversaciones la asaltaron.
¿Por qué Lodi? ¿Por qué era tan importante vivir allí?
Allí era donde estaba el banco.
¿Y por qué aquella casa?
Porque Olivia insistía en alojarse en el mismo lugar donde harían el robo. Quería que la base de operaciones estuviera cerca del escenario del delito.
¿Por qué?
Para estudiar el lugar, para aprender todo lo que pudiera del banco y de las entregas de dinero procedente de la planta química.
¿Por qué?
Para que Olivia siempre tuviera el control. Así podría adelantarse a cualquier imprevisto; eso era para ella de importancia capital.
¿Qué quiere decir eso?
Que lo sabe todo. Lleva tiempo planeando esto y aquí. Conoce la rutina de Duncan en el banco y la hora a la que las gemelas vuelven del instituto. También tenía que saber cuándo recoge el juez a Tommy del colegio y cuándo vuelve a casa en autobús. Sabe dónde está mi despacho y adónde voy a comer. Y sabe todas esas cosas porque no ha cambiado; es la misma Olivia de siempre, sólo que esta vez nosotros somos su objetivo en vez del banco, y nos está estudiando.
Así que ¿dónde está?
En una casa parecida a la de Lodi, la habrá alquilado hace dos o tres meses, pagando en efectivo y haciéndose pasar por otra persona.
Está cerca de aquí, no tanto como para que podamos verla, pero sí lo suficiente como para poder vigilarnos. Está en una casa desde donde puede venir a vernos cuando quiere y sentirse segura cuando no lo hace, donde puede mantener escondidos a mi padre y a Tommy, pero no muy lejos de aquí, eso seguro.
Se levantó como en trance, abrumada por lo evidente de sus conclusiones y se dirigió hacia la estantería situada en el rincón del despacho y sacó varias carpetas. Cada una llevaba escrito en letras doradas: GUÍA DE DIRECCIONES DE GREENFIELD -Greenfield, Westfield, Deerfield, Pelham, Shuttesbury, Sunderland y zonas rurales -JULIO/AGOSTO, SEPTIEMBRE/ OCTUBRE, NOVIEMBRE/DICIEMBRE, VENTA Y ALQUILER.
Se sentó despacio y abrió el cajón superior, de donde sacó un mapa detallado, que extendió sobre la mesa; a continuación tomó un lápiz bien afilado, acariciando su punta e imaginando que era una espada. Sacó una libreta de notas y sostuvo el lápiz sobre ella. Entonces hizo una pausa, atenta al silencio que la rodeaba.
Estás muy cerca, Olivia. Te conozco como si fueras yo, sólo que no me había dado cuenta hasta ahora. No has previsto todo hasta el último detalle como te imaginas; hay un elemento en esta ecuación que no has tenido en cuenta.
Éste es mi territorio.
Abrió la carpeta y empezó a repasar el listado de casas en alquiler del pasado verano.
En su última hora libre, Karen y Lauren se reunieron en la biblioteca del instituto. Era una habitación de techos bajos, con tubos fluorescentes y mesas largas e incómodas. Aparte de ellas, sólo estaba la bibliotecaria ayudante, una mujer de mediana edad ocupada clasificando libros detrás del mostrador. Levantó la vista y sonrió a Karen susurrándole, probablemente por la fuerza de la costumbre, porque no había nadie a quién molestar:
– Tu hermana está allí, al fondo -y señaló una fila de estanterías.
Karen se dio la vuelta y vio a Lauren cargada con media docena de gruesos libros; señaló con la cabeza en dirección a una de las mesas situadas en el rincón y Karen se apresuró a reunirse con ella.
– ¿Lo encontraste? -preguntó nerviosa.
– No lo sé, pero de estar en alguna parte, tiene que ser en uno de éstos.
Las dos muchachas esparcieron los libros sobre la mesa y Karen tomó uno y lo abrió al azar. De entre las páginas cayó una fotografía de seis helicópteros en formación sobre la jungla. Sus siluetas se recortaban contra el cielo gris del amanecer y se veía a un soldado colgando de cada costado de los helicópteros disparando hacia el suelo con una ametralladora. Los regueros de pólvora de las balas parecían manchas amarillas. Karen pasó la página y vio otra fotografía, esta vez de un agente de policía con casco y blandiendo una porra, disponiéndose a aplastar con ella el cráneo de un manifestante. Se quedó mirando la imagen, hipnotizada por la expresión de locura en los ojos del policía y comprobó que el manifestante era en realidad una mujer joven, probablemente no mucho mayor que ella. Pasó el libro a su hermana, quien a su vez pasó la página para mostrarle la fotografía de una calle de una ciudad en llamas con un soldado de la guardia nacional en primer plano; después un estudiante de largas melenas con anteojos de sol y fumando un puro, sentado a la mesa presidencial. Continuó pasando páginas, y con ellas fotos de tanques rusos invadiendo Checoslovaquia, atletas olímpicos de pie con las cabezas inclinadas y el puño en alto escuchando el himno de su país, bebés de vientres hinchados agonizando de hambre en Biafra y líderes políticos asesinados a balazos.
Pasados unos instantes Lauren suspiró:
– Veo todo esto y no entiendo nada.
Karen no contestó y se limitó a tomar un grueso volumen titulado Anuario de 1968.
– Tiene que estar aquí -dijo y miró el reloj de pared y añadió en un susurro-: No tenemos mucho tiempo, mamá estará esperándonos.
Lauren asintió:
– Tú busca ahí, debería estar a finales del año y yo seguiré mirando a ver si encuentro alguna fotografía.
Durante unos minutos ambas permanecieron en silencio pasando páginas. Entonces Karen se puso rígida y dio con el codo a su hermana, señalando un pequeño bloque de texto. Lauren inclinó la cabeza y leyó:
Por todo el país hubo una variedad de pequeñas manifestaciones de desobediencia civil por parte de grupos radicales. California se convirtió en foco central de los autodenominados «revolucionarios», en espacial el área de San Francisco, donde se registraron actos violentos esporádicos. En Berkeley una bomba estalló en las oficinas del Banco de América. Un grupo de manifestantes irrumpió en el cuartel general del Servicio de Reclutamiento en Sacramento y vertió sangre sobre los archivos. Hubo una serie de asaltos a bancos, con los que los radicales buscaban una forma rápida de reunir fondos para futuras actividades revolucionarias. Uno de estos atracos, ocurrido en Lodi, California, resultó en la muerte de dos guardias de seguridad y tres radicales cuando estalló un tiroteo.
– ¿Eso es todo? -preguntó Lauren.
Karen resopló:
– Necesito saber más, quiero comprender lo que hacían.
Su hermana miró una de las fotografías de los libros abiertos sobre la mesa y vio una imagen inquietante de un grupo de estudiantes con las bocas abiertas como gritando de rabia. En el centro de la fotografía uno de ellos hacía un gesto obsceno con el dedo en dirección a la cámara.
– ¿Qué es eso? -preguntó Karen.
Lauren leyó el pie de foto:
– Chicago, la convención Nacional de Demócratas. -Suspiró.- Miro estas fotos y todo me parece historia antigua, como si hubiera ocurrido hace millones de años.
Karen movió la cabeza.
– El mundo se volvió loco y ellos también. Eso es todo. -Excepto que ellos siguen igual.
– Probablemente mucha gente -contestó Karen-. Sólo que lo disimulan mejor.
– Me pregunto -dijo Lauren con voz queda- si realmente creían en algo. Quiero decir, de verdad, y si nosotras deberíamos hacer lo mismo.
Karen se disponía a contestarle pero se detuvo. Sonó la campana y se apresuraron a devolver los libros a sus estantes y regresar a casa, dejando la última pregunta en suspenso con las fotografías y las palabras que acababan de examinar.
Un poco más tarde de las tres, Duncan llamó a su secretaria por el intercomunicador:
– Doris, salgo un momento a comprar unas cosas, defiende el fuerte hasta que yo vuelva, ¿de acuerdo?
– Pero, señor Richards, ¿por qué no se marcha a casa? Podemos arreglárnosla…
Duncan la interrumpió.
– Lo haré, pero aún me quedan algunas cosas que hacer. Cuando vuelva le avisaré.
Colgó el teléfono y tomó su abrigo de un perchero que había en un rincón del despacho. Mientras se lo ponía se preguntó si el calor que empezaba a sentir se debería al miedo o a la excitación. Llegó a la conclusión de que ambas cosas iban de la mano. Tomó su maletín, que previamente había vaciado, y se dirigió a la puerta.
Lo primero que hizo fue sacar el coche del estacionamiento y llevarlo a otro, público, situado a unas tres cuadras. Era un lugar cubierto y la mitad de las plazas estaban vacías;
subió a la segunda planta y estacionó en el rincón menos iluminado que encontró.
Al tomar el ascensor para bajar a la calle reparó en una colilla aplastada en el suelo. La tomó con cuidado y la metió en un sobre que guardó en bolsillo de su traje. Después se detuvo frente a una peluquería unisex cuyos clientes eran principalmente estudiantes. La recepcionista lo miró con una sonrisa.
– ¿En qué podemos ayudarlo?
Duncan respiró hondo y sonrió.
– Quería que me cardaran el pelo -contestó.
La mujer lo miró asombrada.
– ¿En serio? Bueno, podemos… -dijo. Y entonces vio la sonrisa de Duncan y continuó-: Me está tomando el pelo, ¿no?
– Bueno, quizás en otro momento -contestó Duncan-. En realidad vengo a buscar un champú que me han encargado mis hijas; el problema es que no me acuerdo del nombre.
– ¿Redken? ¿Natural Wave? ¿Uno sin aminoácidos? ¿Cómo tienen el pelo sus hijas?
– Viene en un frasco rojo y blanco.
– ¿Cómo éste?
– Puede ser.
La joven sonrió.
– ¿Por qué no mira en la zona de lavabos, tal vez lo reconozca. -Hizo un gesto hacia la parte trasera del establecimiento.
Duncan asintió. Tenía la mano en el bolsillo y tocaba las llaves del coche, esperando el momento adecuado. En cuanto vio lo que estaba buscando cruzó el local y las dejó caer al suelo. Se agachó con cuidado a recogerlas junto con varios mechones de pelo cortado. Luego se metió ambas cosas en el bolsillo y se dirigió al estante de los champús. Después volvió a la recepción.
– Creo que es éste -dijo.
– Muy bien. -Lo metió en una bolsa.- Son 12 dólares.
Duncan pareció asombrado.
– ¿Por doscientos mililitros?
– Doscientos cincuenta, en realidad.
– Creo que me he equivocado de profesión -dijo Duncan-. Debería hacerme vendedor de champús.
La mujer rio mientras tomaba el dinero y le dijo adiós con la mano.
Una vez en la calle sacó los mechones de pelo y los metió en el sobre junto con la colilla. Después se dirigió a la droguería que había en la esquina y compró dos pares de guantes de látex, bolsas de basura, varias cintas adhesivas y remedios contra el resfriado. No le costó mucho encontrar un taxi que lo condujo hasta el centro comercial más cercano. Después de pagar al taxista entró rápidamente consultando la hora en su reloj, asegurándose de no permanecer demasiado tiempo fuera del banco. El centro comercial era de los más antiguos y ocupaba un terreno que, Duncan recordaba, antes había sido zona de pastos verdes y hermosos, con vacas y caballos paciendo tranquilamente y maizales mecidos por la brisa de verano. Pero ahora era terreno rentable. Dieciocho años atrás, ser capaz de aceptar ese hecho lo habría entristecido, y lo avergonzaba que ya no fuera así. El banco se había encargado de gestionar la hipoteca y había colaborado a financiar la construcción; ése había sido uno de sus primeros proyectos y tras su inauguración lo había visitado varias tardes para contar el número de vehículos estacionados. Durante las vacaciones había recorrido los pasillos del centro calculando la cifra de visitantes y sintiéndose aliviado al comprobar que eran numerosos.
Entró por una de las puertas laterales y se dirigió a una de las tiendas de ropa deportiva, donde encontró a un dependiente vestido con una camisa a rayas como las que llevaban los árbitros. Le hizo un gesto:
– Necesito unas buenas zapatillas para mi sobrino -dijo.
– ¿Qué número?
– El cuarenta, ancho D.
– ¿Cuánto quiere gastar?
– ¿Treinta dólares?
El dependiente negó con la cabeza.
– De tela; dan mucho calor y baja sujeción.
– ¿Cuarenta?
– Tenemos algunas en cuero rebajadas a cincuenta dólares.
– ¡Madre mía! Cuando yo las usaba costaban alrededor de diez dólares.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el dependiente.
– En la prehistoria, en tiempos de los dinosaurios.
El hombre rio y fue a buscar las zapatillas. Duncan pensó: serán perfectas, un número menos que el mío. Perfectas.
Eligió también un buzo gris y pagó todo en efectivo.
En una tienda de ropa cercana compró un suéter de punto azul y rojo; era de los baratos, del tipo que se compraría un estudiante para ponérselo hasta que se cayera a pedazos, cosa que no tardaría en ocurrir, para luego comprarse otro exactamente igual. También aquí pagó en efectivo.
Después, en una ferretería, compró cables y enchufes, un juego de destornilladores y un martillo pequeño. Dentro del banco estará oscuro, pensó, y tomó también una pequeña linterna y pilas. Luego vaciló un instante, mirando a la gente y pensando en lo anónimo que debía de resultar y en cómo las personas perdían su identidad en los centros comerciales. Daba igual que estuviera bien iluminado, la gente se volvía invisible. Luego se dirigió a una salida lateral.
Una vez fuera arrancó todas las etiquetas de la ropa y las tiró a una papelera; después metió sus compras en el maletín y lo cerró. Levantó la vista al cielo, cuyo color gris empezaba a oscurecer conforme se acercaba la noche. Anochece tan rápido, pensó; es como si la luz no tuviera fuerzas suficientes para combatir la oscuridad y se rindiera y muriera. Aspiró el aire frío y después lo soltó lentamente. Podía ver el vaho de su aliento delante de su cara. Es hora de empezar, pensó, y sintió que todos sus músculos se tensaban, el estómago se le encogía y, por un momento, las rodillas le flaqueaban. Permaneció quieto y se dejó bañar por el aire frío. Se sentía como un corredor en la línea de salida esperando el pistoletazo para echar a correr. Levantó un brazo al aire simulando sujetar una pistola. -Bang -dijo en voz baja.
Después se arrebujó en su abrigo y paró otro taxi para que lo llevara de vuelta al centro.
Por una vez, Ramón Gutiérrez no sentía el frío de la tarde, tan concentrado estaba esperando que las gemelas hicieran su aparición en el estacionamiento del instituto. Llevaba subido el cuello del abrigo, de todas maneras, y el gorro encajado hasta los ojos, observando sin ser visto desde una calle perpendicular mientras los estudiantes se repartían en variados vehículos, haciendo chirriar ruedas sobre la superficie del estacionamiento. Éste no era muy distinto del suyo en el sur del Bronx, excepto que allí, a la hora de salida, todos se dirigían hacia la parada de autobús o la estación del subte, en lugar de a sus coches y motocicletas. La salida del instituto era siempre un momento peligroso y emocionante, aquel en el que las bandas se reunían o la gente quedaba para el fin de semana. Ahora él estaba concertando su propia cita, aunque no lo sabían.
Vio a las gemelas subirse a un deportivo rojo y sonrió. Consiguieron atravesar la mitad del estacionamiento antes de que un grupo de chicos adolescentes, sentados en los alféizares de las ventanas las interrumpieran. No podía saber de qué hablaban, pero dejó volar su imaginación.
Por primera vez en muchos días se estaba divirtiendo.
Olivia le había dado las instrucciones todavía furiosa por el intento de huida del niño. Ramón lo recordó, enroscado en posición fetal en el suelo del ático. Nunca había visto morir a un niño y se preguntaba cómo sería. Lo que tenga que ser será, pensó, siempre que consigamos el dinero. El abuelo también se había resistido al principio, a consecuencia del susto y el miedo principalmente, hasta que Olivia había conseguido calmarlo. Mientras el viejo gritaba había soltado el seguro de la pistola y le había apuntado a la sien. Ramón recordaba sus palabras: «No me tiente, juez, porque no lo pensaré ni un segundo». Una vez que se aseguró de que los prisioneros estaban encerrados, su furia había estallado de forma incontrolable haciendo temblar las paredes de la casa. Sentado frente al volante la recordó, desfigurada por la rabia mientras insultaba a Bill, quien había permanecido inmóvil y cabizbajo, escuchando sin replicar.
Bueno, debería darle vergüenza, pensó Ramón. Estuvo a punto de mandarlo todo al garete, después de tanta planificación y una vez que lo más peligroso estaba hecho. ¡Dios!
Por un momento lo había preocupado que Olivia fuera a dispararle a Bill, pero después pensó que a quien dispararía sería a los rehenes. Había caminado a zancadas por el cuarto de estar agitando un arma y con el cuerpo retorcido por la furia. Lo que lo había sorprendido es que parecía tomar el intento de huida del niño como algo personal, como si el chico hubiera actuado contra ella, en lugar de, simplemente, intentar salir de allí.
Eso lo preocupaba. Si me secuestraran yo haría lo mismo, pensó, o al menos lo intentaría. Se recordó tratando de deslizarse por una canaleta del reformatorio sólo para torcerse un tobillo al caer al suelo y ser detenido inmediatamente. Tenía que admitir que el chico le inspiraba respeto. Odiaba recordar ciertos episodios de su infancia en que la gente se había portado mal con él y no había hecho nada al respecto; nunca se defendió, nunca escapó, nunca luchó.
Interrumpió sus pensamientos al ver el coche de las gemelas saliendo a la calzada y recordó las instrucciones de Olivia:
– Ve a hacerles una visita a las gemelas. Megan está en el trabajo y la casa está vacía. Haz que se asusten un poco, que pasen un mal rato.
– ¿Cómo?
– ¡Como mierda quieras!
El recuerdo de lo incómodo que se sintió al atar con cuerdas los brazos del niño prisionero se disipó como por arte de magia. Metió la marcha atrás y aceleró.
Karen y Lauren no repararon en el Sedan último modelo que las adelantó en Pleasant Street ni en la mirada de reojo que les dirigió su ocupante. Estaban inmersas en una discusión.
– Sigo pensando que deberíamos hacer algo -insistía Lauren mientras su hermana negaba con la cabeza.
– Ya lo estamos haciendo; estamos haciendo lo que nos han dicho.
– No sé si es suficiente.
– Bueno, no podemos saberlo, ¿no?
– No, y eso es lo que me pone nerviosa, no puedo creer que quieras quedarte sin hacer nada.
– Bueno, lo que desde luego no quiero hacer es nada que pueda estropear las cosas.
– ¡Pero no lo sabes! -insistió Lauren-. No hay forma de saber si su plan funcionará. Y además, ¿qué saben papá y mamá de cómo hay que tratar con esta gente? ¡Podría salir todo mal!
– Sí, pero también podría salir bien -replicó Karen con tono de Pepito Grillo.
– Te odio cuando hablas así, intentas parecer una persona mayor y no lo eres.
– ¿Y entonces qué quieres hacer?
Lauren no dijo nada. Luego habló:
– Todo esto es una locura.
– Por eso es importante que actuemos con sensatez.
– ¿Te acuerdas de cuando Jimmy Harris vio a aquel tipo robando un coche del estacionamiento del instituto? ¿Recuerdas lo que hizo? Apuntó la matrícula y llamó a la policía, que vino enseguida.
– No puedo creer lo que estás diciendo. Ayer era yo la que quería llamar a la policía y tú te negabas.
– Nada de eso.
– Claro que sí.
Lauren asintió por fin.
– Bien, tienes razón, ya me callo. Es sólo que me gustaría que pudiéramos hacer algo -suspiró-. Echo de menos a Tommy.
– Y yo.
– No, pero, quiero decir, de otra manera. Esta mañana cuando me levanté no podía creer que no estuviera allí intentando colarse en el cuarto de baño.
Karen rio.
– Y dejado la pasta de dientes sin tapar.
– Y las medias y calzoncillos en el suelo.
Karen negó con la cabeza.
– Tenemos que estar convencidas de que volverá. Mañana, eso es lo que ha dicho papá.
– ¿Y tú lo crees?
– Ni creo ni dejo de creer. Me limito a esperar.
– Llevo todo el día con ganas de llorar.
– Yo también, excepto en un par de momentos en que todo parecía normal y entonces me daba cuenta de que me había olvidado, y otra vez me entraron ganas.
– Te vi hablando otra vez con Will.
– Quiere que salgamos.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que me llame la semana que viene.
Lauren sonrió.
– Es simpático.
– Sí -rio Karen-. Me gusta.
– Y sexy. Me han dicho que salió con Lucinda Smithson el año pasado.
– Ya, pero no me importa. ¿Y qué hay de Teddy Leonard, eh? Este verano se fue a París en un viaje de intercambio y me han dicho que hasta fue a un burdel.
– No lo creo.
Karen rio.
– Le habría dado miedo.
Las dos sonrieron.
– ¿Sabes por qué me gusta Teddy? -preguntó Lauren, y continuó sin esperar contestación-: Porque cuando vino a casa estuvo un rato jugando con Tommy. A veces me preocupa que Tommy nunca esté con chicos mayores, sólo nos ve a nosotras. ¿Te acuerdas que Teddy se lo llevó afuera y estuvieron jugando al rugby como media hora? Tommy estaba feliz. ¿Te conté lo que me dijo después, esa noche? Fui a llevarle un vaso de agua, después de que apagara la luz y me dijo: «Lauren, me gusta ese chico. Puedes casarte con él». ¿Lo puedes creer?
Karen soltó una carcajada uniéndose a la risa de su hermana, pero en cuestión de segundos su alegría se esfumó dando paso a un escalofrío.
– Si le hacen daño, aunque sea un poco… -empezó a decir Karen.
– Los mataremos -terminó su hermana. Ninguna de las dos se paró a pensar en cómo lo harían y en lugar de ello continuaron en silencio. Cuando Karen doblaba la esquina para entrar en su calle dijo:
– No lo puedo creer, mamá no está en casa todavía.
– Probablemente está de camino.
Karen estacionó en la rampa pero ninguna de las dos salió del coche; se quedaron mirando la casa, incómodas. Afuera estaba oscuro.
– Ojalá papá hubiera instalado el sistema ese de iluminación automática -se quejó Karen.
– Nunca imaginé que nuestra casa pudiera dar miedo -musitó Karen.
– ¡Basta! -la atajó Karen-. No hagas que parezca peor de lo que es. Odio cuando te pones cagona, como si fueras un bebé. Vamos.
Cerró de un golpe la puerta del coche y Lauren la siguió. Karen abrió la puerta delantera de la casa con su llave, entró y encendió la luz, rompiendo la penumbra gris del interior de la casa. Ambas se quitaron los abrigos y los colgaron en el armario de la entrada. Después Karen se volvió hacia su hermana y le dijo:
– ¿Ves? No pasa nada. Vamos a hacernos un té y a esperar a mamá. Estará a punto de llegar.
Lauren asintió, pero siguió sin salir del coche.
Karen miró a su hermana, que parecía estar escuchando algo.
– ¿Qué pasa? -susurró.
– No lo sé -contestó Lauren.
– Si me estás tomando el pelo…
– Chisss.
– ¡No pienso callarme! -dijo Karen-. ¡Me estás asustando! ¡No hay que ponerse histéricas!
Lauren ignoró a su hermana y preguntó:
– ¿Por qué hace tanto frío?
– ¡Y yo qué sé! -se apresuró a contestar Karen-. Deben haber bajado el termostato antes de salir esta mañana.
– ¿No sientes el frío? Es como si hubiera una ventana abierta.
Karen iba a responder pero cambió de opinión.
– Tal vez deberíamos esperar afuera -dijo abruptamente.
– Yo creo que deberíamos echar un vistazo.
Karen miró a su hermana.
– Se supone que yo soy la sensata aquí-susurró-. Y creo que deberíamos largarnos de aquí ahora mismo.
– Todavía no.
Lauren caminó unos pasos en dirección al cuarto de estar.
– Dame la mano -dijo, y su hermana obedeció.
– ¿Oyes algo?
– ¡No!
Con gran cautela entraron en la cocina.
– ¿Qué? -preguntó Karen.
– Nada, pero hace un frío helador.
De repente Karen dio un respingo.
– ¡Madre mía!
Lauren se sobresaltó.
– ¿Dónde? -¡Mira!
Karen señalaba a la despensa. Cuando vio lo que había Lauren también se sobresaltó.
Ambas permanecieron quietas mirando el pequeño espacio. Una ventana había sido forzada desde afuera y los vidrios rotos estaban esparcidos sobre el suelo de linóleo.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -dijo Lauren.
– No, tenemos que inspeccionar la casa.
– ¿Crees que…?
– No lo sé.
– Bueno, podría ser…
– ¡No lo sé!
Karen caminó de puntillas a un cajón situado junto a la pileta y sacó un cuchillo de cocina de gran tamaño. Se lo pasó a su hermana y ella tomó un palo de amasar.
– Vamos -dijo-. Al piso de arriba.
Avanzaron por el pasillo y subieron las escaleras sin hacer ruido. Dos veces se pararon a escuchar y después siguieron; iban de la mano y con sus armas en alto. Al llegar arriba echaron un vistazo rápido al dormitorio de sus padres.
– Todo parece en orden -dijo Lauren, que empezaba a sentirse más tranquila-. Supongo que quienquiera que haya entrado se asustó al oírnos llegar.
– ¡Chisss! -dijo su hermana, asustándola otra vez-. Vamos a mirar en la habitación de Tommy. Seguro que vinieron a buscar algo suyo.
Caminaron en silencio hasta el dormitorio de su hermano.
– ¿Cómo vamos a saber si falta algo? -preguntó Karen-. Mira todo lo que hay.
Se deslizaron de nuevo por el pasillo, esta vez hasta su propio dormitorio; la puerta estaba entreabierta y Lauren la empujó con el pie.
– ¡Oh, no! -exclamó.
Karen dio un salto atrás y luego adelante, para ver la habitación.
– ¡Oh, no! -dijo también.
El dormitorio estaba patas arriba, ropa y sábanas mezcladas, los libros tirados por el suelo y objetos rotos por todas partes.
Lauren palideció y rompió a llorar. A Karen le temblaban las manos.
– ¡Fueron ellos! -exclamó.
– Pero, ¿por qué?
– No lo sé.
– Pero…
– No lo sé. -También Karen estaba a punto de llorar. Caminó hasta un montón de ropa y sacó una prenda: era un sujetador.
– ¡Oh, no! -gimió.
– ¿Qué? -preguntó Lauren.
– Mira -le respondió Karen mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Alguien lo había rasgado con un cuchillo.
Lauren se llevó la mano a la boca.
– Creo que voy a vomitar -dijo.
Entonces ambas escucharon un ruido, irreconocible, pero aun así extraño. No habrían sabido decir si era cercano o no, si se trataba de algo peligroso o inocuo. Era simplemente un ruido que las llenó de terror, sustituyendo el miedo que ya sentían por otro, peor e indescriptible.
– ¡Están aquí! -dijo Karen.
Ambas se miraron.
– ¡Corre!
Echaron a correr escaleras abajo olvidando toda cautela y sólo pensando en salir a la oscuridad. Lauren tropezó en el último escalón y casi cayó, pero Karen la sostuvo y ambas siguieron corriendo. Karen fue la primera en llegar a la puerta; agarró el picaporte y la abrió.
Afuera estaba Megan.
Las chicas chillaron, primero de miedo y luego de alivio.
Megan comprendió enseguida y alargó los brazos, abrazando a las gemelas y estrechándolas contra ella. Soltó las llaves, el maletín, el coche y tiró de ellas hacia afuera.
– ¿Qué pasa? -gritó-. ¿Qué ha pasado?
– ¡Hay alguien adentro!
– ¡Han destrozado nuestra habitación!
– ¡Han entrado!
Durante unos instantes las tres permanecieron abrazadas en la entrada. Megan consolaba a las chicas mientras miraba hacia el interior de la casa. Cuando las dos dejaron de llorar y respiraban con normalidad, dijo:
– De acuerdo, vamos a verlo.
– No quiero volver a entrar ahí -dijo Lauren.
– Hemos oído un ruido -continuó Karen.
– No -dijo Megan-. Es nuestra casa, vamos.
Con las gemelas pisándole los talones, entró en el recibidor y tomó el cuchillo y el palo de amasar de donde las chicas los habían dejado caer en su huida.
– De acuerdo -dijo-. A ver, ¿qué vieron exactamente y dónde?
– Empezó ahí detrás -contestó Lauren señalando la cocina-. Encontramos una ventana abierta.
Y entonces chilló.
Megan se sobresaltó y Karen dejó escapar un grito.
Lauren dio un paso atrás buscando a su madre, que acababa de ver de reojo la cara sonriente de un hombre mirándolas por la ventana que daba al patio trasero. Entonces, tan rápido como había aparecido, se desvaneció. Megan, impulsada por una mezcla de impotencia, rabia e instinto protector, levantó el cuchillo y corrió hacia la cocina.
Las chicas la siguieron, sorprendidas por la reacción de su madre.
El corazón de Megan latía apresuradamente y sentía que la cabeza le iba a estallar. Miró por la ventana pero no vio nada. Notó como se le encogía el estómago, tal era la tensión. Afuera se había hecho completamente de noche y no se distinguía un solo objeto. Por ahora pasó, pensó, pero entonces se dio cuenta: en realidad esto es sólo el principio.
Atrajo a sus hijas hacia sí y juntas se prepararon para la larga espera, hasta que Duncan llegara a casa.
Pocos minutos antes de las seis de la tarde, hora en que el banco cerraba hasta el lunes, Duncan ya estaba de pie en su despacho, preparado para actuar. Había bajado los estores de manera que no pudieran verlo desde el vestíbulo principal; no era algo usual, pero tampoco extraordinario. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero, su maletín estaba cerrado y aparentemente lleno de documentos y memorandos, pero en realidad, de los artículos que había comprado el día anterior. A través de la puerta abierta podía ver a una docena de personas haciendo cola en las ventanillas. Un director adjunto pasó por delante llevando unos documentos para archivar y se escuchaba el ruido de fondo de los empleados atendiendo las tareas propias de la víspera de un fin de semana: clientes que retiraban dinero o que venían a depositar sus cheques semanales. Los viernes eran siempre días ajetreados, un poco confusos y apresurados, ya que todos trabajaban rápido para marcharse a sus casas cuanto antes. Era el día más propenso a cometer errores. El único vigilante era un guardia ya mayor que se encargaba de conectar el sistema de alarmas una vez que todos se habían marchado.
Duncan vio a su secretaria preparándose para salir; esperó a que hubiera terminado de recoger sus cosas y entonces la llamó por el interno.
– Doris, ¿sigue usted ahí?
– Estaba preparándome para irme.
– Yo también. ¿Le importaría hacerme un favor?
– Claro.
Tomó un formulario y se reunió con su secretaria en la puerta del despacho. Se preguntó si le temblarían las manos, o la voz y sentía el sudor corriéndole por los brazos. Ella lo olería, pensó aterrorizado, sabrá que es miedo.
Cerró los ojos y respiró lentamente antes de hablar.
– Doris, creo que tendríamos que haber mandado esto esta mañana. ¿Le importaría hacer doce fotocopias de la primera página? No hace falta que las repartamos ahora, es sólo para tenerlas preparadas para el lunes.
– Claro, señor Richards. ¿Alguna cosa más?
Le dio los papeles y regresó a su mesa mientras continuaba hablando.
– No, creo que no. Espero librarme de este maldito catarro durante el fin de semana. A veces tengo la impresión de que voy a pasarme el invierno estornudando…
Se abotonó el abrigo, tomó su maletín y miró a su alrededor como quien se dispone a marcharse.
– Debería cuidarse un poco.
Forzó una sonrisa.
– Tal vez Megan consiga ganar suficiente dinero como agente inmobiliaria como para mudarnos a las Bahamas o algo así. Entonces podría seguir siendo banquero en un lugar cálido y también rentable. ¿Qué me dice, Doris? ¿Se suma?
La secretaria sonrió.
– Han dicho que esta noche descenderá la temperatura y que va a haber heladas. Creo que podrá usted convencerme, siempre que pueda llevarme a mis gatos.
Duncan soltó otra carcajada y permaneció de pie mientras cerraba la puerta de su despacho y hacía ademán de buscar las llaves bajo el abrigo. Con ellas en la mano miró a Doris.
– Puede marcharse en cuanto haya hecho eso. Se lo agradezco mucho, Doris.
– De acuerdo -dijo ella-. Hasta el lunes.
– Vaya, por Dios, he dejado la lámpara de la mesa encendida. Voy a apagarla. Hasta el lunes.
La observó mientras le daba la espalda y se dirigía al cuarto de la fotocopiadora. Luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se fijaba en él y después, tras inspirar profundamente, se deslizó de vuelta en su despacho. Cerró la puerta suavemente y echó el pestillo. A continuación fue hasta la mesa, apagó la lámpara y permaneció un instante de pie en la oscuridad, pensando. De lo que se acordará es de haberme visto de pie con el abrigo y el sombrero puestos disponiéndome a salir.
El vigilante hará su recorrido por la oficina comprobando todas las puertas antes de poner en marcha el sensor de movimiento; después saldrá corriendo por la puerta trasera, correrá el doble cerrojo y activará la alarma perimetral. Ni siquiera se dará la vuelta cuando se aleje, sabe que el edificio está seguro. Incluso si alguien lograra esquivar la alarma exterior, sólo tendría medio minuto para localizar y desactivar la de adentro. Difícil.
Pero nadie sospechaba que se pudiera hacer lo contrario. Sentía la frente empapada en sudor.
Saldrá bien, lo sé.
Se quitó el abrigo y el sombrero y los tiró en un rincón, después se agachó y gateó debajo de su mesa, escondiéndose todo lo que pudo y apoyando el maletín en las rodillas. Las manecillas luminosas de su reloj le indicaban que sólo habían pasado unos minutos desde las seis, así que se dispuso a esperar. Pensó en lo irónico de la situación: escondido en su propio despacho. En realidad, llevo escondiéndome aquí dieciocho años.
Después sacudió la cabeza y su imaginación se llenó de visiones de lo que estaba a punto de hacer y de su hijo. Eso le dio energía y le aclaró la mente, de modo que cuando pasados treinta minutos empezó a tener calambres en las piernas, sentía sólo dolor y no culpa. Trató de distraerse escuchando los últimos minutos de actividad en el banco, pero no oía nada. Tenía miedo de moverse, pues no sabía si el guardia de seguridad abriría la puerta de su despacho y después volvería a echar la llave o si se conformaría con cerrarla. Se imaginó que dependería de la prisa que tuviera. También lo asustaba que alguien de afuera detectara movimiento desde el estacionamiento y mirara hacia la ventana del despacho. Intentó masajearse las piernas y después se concentró en relajar los músculos. El dolor aumentó y después comenzó poco a poco a ceder. Consultó de nuevo el reloj y trató de imaginarse lo que ocurría fuera. Los últimos clientes estarían marchándose y los dos cajeros que quedaban estarían echando llave a sus cajones después de cerrar la caja en sus computadoras. Una vez que hubieran terminado, el superviso? volvería a comprobar las cerraduras de la caja fuerte. Todo esto se haría de forma apresurada, pues a nadie le gustaba hacer el último turno del viernes. La gente se volvía impaciente, con la sensación de que estaban perdiendo tiempo del fin de semana. El guardia de seguridad supervisaría todas estas operaciones y, una vez que todos se marcharan, empezaría la inspección final.
Duncan se preguntó por qué tardaba tanto.
Entonces se quedó paralizado al oír que el picaporte giraba. La puerta cascabeleó en el marco mientras el guardia tiraba de ella y comprobaba la cerradura.
No entres, rogó Duncan en silencio. No entres.
Contuvo el aliento e intentó controlar el temblor de las piernas. Tenía la impresión de que el corazón le latía tan fuerte que el guardia lo escucharía. Entonces la puerta dejó de temblar y Duncan respiró.
De acuerdo, ahora a comprobar la puerta y después el despacho de Philips.
Esperó dejando que el tiempo lo envolviera en una suerte de abrazo líquido. Así deben de sentirse los ahogados, pensó. Se imaginó al guardia en el centro del vestíbulo principal y recorriéndolo con la mirada; después se dirigiría a la pared donde estaba el sistema de alarma. En su imaginación Duncan lo veía teclear los siete dígitos. Y ahora ¡deprisa!, se dijo. Sólo tienes treinta segundos para llegar a las primeras puertas y a los cajeros automáticos.
Las luces se apagaban automáticamente cuando se conectaba la alarma y una central volvía a encenderlas a las siete de la mañana. Duncan esperó. Echa la llave y compruébala. Bien. Ahora sal fuera para conectar el sistema perimetral. Miró su reloj, eran las siete y veinte. Aguarda un poco más, se dijo, y durante diez minutos trató de no pensar en nada.
Ya puedo, decidió. El guardia debió marcharse y estoy solo. Ya puedo moverme.
Pero no lo hizo y esperó otros diez minutos.
Se sentía extrañamente sereno y por un momento se preguntó si sería capaz de moverse, ahora que estaba seguro de estar solo. Intentó ordenar a sus piernas que se movieran, que se desdoblaran, pero éstas no respondían. Sintió deseos de reír; el lunes por la mañana me encontrarán aquí, pensó. Paralizado e incapaz de dar una explicación.
Muy despacio consiguió salir de debajo de la mesa y después avanzó a gatas por el despacho hasta las cortinas que había corrido previamente. Las descorrió despacio, mirando hacia afuera, como un adolescente que espía a su hermana en la bañera.
El banco estaba vacío y a oscuras. Vaciló por un momento observando las esquinas, las cámaras que cubrían las ventanillas de los cajeros y los rayos infrarrojos que detectaban cualquier movimiento. Las cámaras no eran un problema, lo sabía; operaban en el mismo circuito que el sistema de iluminación del banco y, por tanto, se apagaban de noche. Pero los sensores de movimiento eran otra cosa; son mi enemigo, pensó, y respiró hondo. Sólo cubren el área principal, pero son muy potentes y dispararán la alarma si intento tocarlos. La única manera de esquivarlos era desactivarlos, así que gateó de vuelta a su mesa y sacó su maletín. Sentado en el suelo, se quitó el traje y los zapatos y se vistió con el jogging, quedándose descalzo. Después rodó de espaldas y estiró las piernas tratando de desentumecerlas. Tienen que trabajar, ordenó histérico a sus músculos, tienen que obedecer mis instrucciones.
Una vez que hubo recuperado la sensibilidad en las articulaciones gateó de nuevo hasta la puerta y una vez allí se detuvo, permitiéndose una última oleada de miedo, tensión y angustia por lo que se disponía hacer. Después se sobrepuso y pensó: Es la única solución; no lo pienses y hazlo.
Descorrió el cerrojo.
Preparado, se dijo.
Listo.
¡Ya!
Abrió la puerta de su despacho y corrió por el vestíbulo. Sus pies desnudos resonaban en la oscuridad. Contaba interiormente: un-mil; dos-mil, tres-mil, cuatro-mil. Las luces grises y azuladas de los faroles de la calle daban al interior del banco un brillo sobrenatural. Al pasar por una de las mesas se golpeó la cadera y se tambaleó por el dolor. Tras recuperarse continuó corriendo hacia la pared; quince-mil, dieciséis-mil, diecisiete-mil. Se agachó junto al panel electrónico, alargó la mano, pero se detuvo antes de tocarlo. No te equivoques, no te equivoques. Respiró hondo, veintitrés-mil, veinticuatro. Era difícil ver los números con la escasa luz y se dio cuenta de que se había olvidado la linterna en el despacho. Ni siquiera tenía tiempo para lamentarse, así que se gritó interiormente: ¡Hazlo! Y entonces tecleó el código.
Por un segundo le pareció que lo había hecho mal. Cerró los ojos y se apoyó en la pared mordiéndose el labio y esperando a que sonara la alarma.
Pasó un minuto, quizá dos, antes de que se diera cuenta de que era libre. Se levantó tambaleándose y volvió a su despacho. Se sentó e intentó tranquilizarse. Se ordenaba a sí mismo: ¡Concéntrate! y pronto se sintió mejor. No pienses en lo que esto significa, no pienses en nada salvo en robar el dinero. Puso la mente en blanco. Seguir el plan, pensó, eso es todo.
De acuerdo, se dijo, primero el disfraz.
Sacó las zapatillas y se las calzó, después hizo lo mismo con los guantes de látex. Eran algo incómodos pero soportables. Del maletín sacó a continuación el buzo. De acuerdo, decidió, es hora de empezar. Caminó hasta los baños de mujeres situados al fondo, dio la luz y entró. Subido a uno de los inodoros podía desarmar uno de los paneles del falso techo. Trepó a la cisterna y echó un vistazo al agujero oscuro. Recordaba aquel lugar de las reuniones con los arquitectos antes de construir el banco. El baño de mujeres era adyacente a los conductos de aire acondicionado y en el falso techo se había dejado un espacio lo suficientemente amplio para que los técnicos pudieran acceder a él en caso de avería. Duncan se asomó y, ayudado de la linterna, dejó caer los mechones de pelo en el suelo del cubículo, después hizo lo mismo con la colilla. Por último, en la esquina desde donde había empujado el panel del techo, frotó el buzo hasta que estuvo seguro de que se habían pegado fibras suficientes.
Bajó y pensó: Esto entretendrá a la policía científica durante un tiempo.
A continuación forzó la puerta del despacho del presidente con la ayuda del martillo y un destornillador. Le sorprendió lo fácil que resultaba y de pronto sintió una oleada de vergüenza al pensar en lo complicado que le resultaría explicar todo aquello al viejo Philips cuando llegara el momento. Pero sabía lo esencial que era crear una impresión falsa del robo y en ese momento, ganar tiempo era más importante que conservar una amistad. Abrió los cajones de la mesa con el destornillador y empezó a desordenar papeles. Una vez que decidió que era suficiente, forzó otro cajón y sacó el juego de llaves que sabía que el presidente siempre guardaba a mano. Palpó debajo del cajón y encontró pegado el papel que buscaba: la lista de combinaciones. Igual que un adolescente que intenta esconder algo de sus padres, pensó. Todos en el banco sabían que el presidente guardaba las llaves y las combinaciones en su despacho.
Salió y se dirigió a una de las mesas de la oficina principal. Una vez allí encendió la máquina de escribir, deslizó una hoja de papel en el rodillo y tecleó la cifra de siete dígitos de la alarma interior y la de cuatro del sistema perimetral. Después arrugó el papel y lo guardó en el bolsillo de su buzo.
De acuerdo, pensó, ahora el dinero.
Fue hasta la caja fuerte donde los empleados de ventanilla guardaban el dinero del día y la abrió. Había ocho cajas con dinero que sumaban unos ocho mil dólares. Además, cada caja contenía un suplemento para casos de robo: fajos de mil dólares marcados y cuyos números de serie estaban grabados en el sistema informático del banco. Su función era usarse en casos de atraco. Duncan los tomó también pensando amargamente: Que se los quede esa zorra, pronto tendrá a los federales en los talones.
Metió todo el dinero en el maletín y abrió la segunda caja, donde se guardaban las reservas en efectivo del banco: 50.000 dólares en diferentes billetes distribuidos ordenadamente en tres compartimentos. Mientras los guardaba en el maletín la mano le temblaba. Notaba un sabor acre en la boca y sentía ganas de escupir, pero tenía la lengua demasiado seca.
Se quedó mirando el montón de dinero. De acuerdo, se dijo, sigamos.
Abrió la puerta del cuarto donde estaban los cajeros automáticos y los fue abriendo uno a uno. Tenían capacidad para 25.000 dólares, pero el banco solía meter menos. Cada lunes se llenaban. En el primero encontró 17.000, en el segundo 12.000, en el tercero 14.000 y en el cuarto sólo 8.000. Es lógico, pensó, es el más cercano a la puerta y el que más usa la gente. Dejó 2.000 dólares en cada cajero quedándose sólo con 43.000. Si los cajeros se quedaban vacíos una pestaña automática se activaba cerrando la ranura por la que se insertaban las tarjetas de crédito, y no quería que eso ocurriera en los cuatro cajeros a la vez, alguien del banco podría verlos durante el fin de semana y sospechar.
Regresó a la oficina principal y permaneció quieto un momento preguntándose si podría volver a poner los pies allí alguna vez. Después ahuyentó ese pensamiento y regresó a su despacho.
No miró el dinero; sólo confiaba en que fuera suficiente. Recordó haber preguntado: ¿Cuánto?, y la contestación de Olivia: ¿Cuánto vale una vida? Cerró los ojos y pensó: La mía no vale nada.
De pronto lo asaltaron la depresión y la consternación. Todo esto está mal, pensó. Después se sobrepuso: ¿Y qué si está mal? Tommy es lo primero. A continuación se quitó el buzo y se puso el traje; mientras se calzaba un zapato se dejó la zapatilla puesta en el otro pie. Guardó la ropa en una bolsa de plástico, sacó cable y cinta aislante y se dirigió al panel de la alarma. Lo desatornilló y sacó un poco los cables, después cortó algunos y los unió con la cinta. Perfecto, pensó, esto los despistará.
Regresó a su despacho y se puso el sombrero y el abrigo, después enrolló una bolsa de plástico alrededor del pie donde llevaba puesta la zapatilla. Por último, recogió el dinero, la ropa y las herramientas, echó llave a la puerta y se dirigió hacia la salida. Se detuvo un instante para mirar el vestíbulo y las tinieblas que había más allá. Éste es el momento más peligroso, pensó, si alguien entra ahora, todo habrá salido mal. Vaciló un segundo, pero acto seguido agachó la cabeza y echó a andar pensando: No te pares ahora. Salió con su propia llave, empujó la puerta del recinto de los cajeros automáticos y pronto estuvo en la calle. Cuando le dio la luz tuvo náuseas; después una fría oscuridad lo envolvió y se sintió aliviado. El panel de la alarma exterior estaba junto a la puerta principal. Sacó el papel con la combinación escrita a máquina y lo tiró entre los arbustos. Después pisó fuerte con el pie calzado con la zapatilla y envuelto en plástico, hasta que dejó una huella en el suelo. A continuación se la quitó y la guardó en otra bolsa de plástico. Se puso el zapato y se alejó rápidamente de la puerta principal. De pronto fue consciente de que estaba afuera y que la noche lo recibía con su gélido abrazo. Miró los faroles y sintió que su pálida luz lo envolvía como una suave niebla.
Echó a andar hacia el estacionamiento donde había escondido su coche. Tenía la sensación de que la bolsa y el maletín que llevaba, uno en cada mano, eran señales luminosas que anunciaban lo que acababa de hacer. Un coche se le adelantó y tuvo deseos de gritar. Los faros de otro lo iluminaron brevemente y sintió como si una ola gigantesca lo arrastrara. Dudó un instante y luego siguió caminando. Las calles de Greenfield se le antojaban extrañas, desconocidas. Los escaparates de las tiendas, normalmente tan familiares, le parecían salidos de otra época. Caminó de prisa a grandes zancadas y ganando velocidad hasta que rompió a correr. Siguió haciéndolo unos cuantos metros hasta que le faltó el aliento y tuvo que detenerse. Inspiró una bocanada de aire gélido y continuó a paso regular. Una marcha fúnebre, pensó, de cadencia lenta y acompasada, como la de un fantasma.
Ya está hecho, se dijo, ya he traicionado a todo el mundo. Excepto a mi hijo.
Apesadumbrado por lo que acababa de hacer, Duncan siguió caminando en la oscuridad.