PARTE 1. MARTES POR LA TARDE

Capítulo 1. Megan

Se sentía increíblemente afortunada. A principios de mes había estado convencida de que no encontraría nada para los Wright, de que éstos terminarían gastándose todas sus ganancias en la bolsa en Hamden o Duchess County y encargarían a otro agente que les buscara la casa en el campo que querían. Pero después de mucho pensar se acordó de la vieja propiedad Halliday, en North Road. Llevaba años desocupada, probablemente desde que la anciana señora Halliday había muerto y sus herederos -sobrinas y sobrinos que vivían en Los Ángeles y Tucson- la habían puesto en manos de la agencia. Todos los agentes de la Inmobiliaria County States habían hecho la correspondiente visita de inspección de la propiedad y, después de tomar buena nota de las goteras del tejado, el mal estado de las cañerías y, en suma, la decrepitud que produce el paso del tiempo, habían sentenciado que no se vendería, sobre todo por su emplazamiento, en una comunidad que estaba experimentando un auge de la construcción. Después había caído en el olvido, como una tierra en barbecho a la que poco a poco invade la maleza del bosque vecino, el mismo por el que había llevado a los Wright en su coche, traqueteando por casi un kilómetro de barro hasta la entrada principal. Los últimos rayos de luz otoñal atravesaban la oscuridad del bosque con una claridad inusitada, buscando cada hoja seca, comprobando, inspeccionando, iluminando cada rincón y resquicio. La gran masa oscura de árboles sobresalía y anulaba la luz del sol que la atravesaba.

– Lógicamente tendrán que hacer bastante obra… -acababa de decir pero, para su felicidad, los Wright la habían ignorado, ocupados en admirar los últimos matices otoñales en la vegetación en lugar de la inminencia inexorable del invierno. Casi de inmediato habían empezado a hacer planes: Aquí haremos un invernadero y en la parte trasera una galería. El salón no me preocupa, seguro que podemos tirar ese tabique… Seguían hablando de decoración cuando, ya en la oficina, firmaban la oferta de compra. Mientras tomaba su cheque Megan se había unido a ellos, sugiriéndoles arquitectos, contratistas, decoradores. Estaba segura de que la oferta sería aceptada y de que los Wright convertirían la casa en una verdadera obra de arte. Tenían el dinero y las condiciones para ello: no tenían hijos (sólo un pastor irlandés), dos buenos sueldos y tiempo para gastarlos.

Esa mañana esa certeza se había visto confirmada con un contrato de venta firmado por los propietarios.

– Bueno -se dijo en voz alta mientras sacaba el coche del estacionamiento para volver a casa-. No lo estás haciendo tan mal.

Cuando llegó, vio el deportivo rojo de las gemelas bloqueando, como de costumbre, la rampa de entrada. Habrían vuelto del instituto y seguramente ya estarían prendidas del teléfono, Lauren en un aparato y Karen en el de la habitación contigua, pero sentada en la entrada de forma que pudieran verse, hablando en el dialecto propio de los adolescentes. Tenían su propia línea, una concesión a su edad y un pequeño precio que pagar a cambio de no tener que contestar el teléfono cada cinco minutos.

Sonrió y miró el reloj; Duncan no regresaría del banco hasta una hora después, eso suponiendo que no tuviera que trabajar hasta tarde. Decidió que hablaría con él acerca de las horas extra, que le robaban tiempo de estar con Tommy, sobre todo. Las chicas vivían en su propio mundo y mientras éste no incluyera alcohol, drogas o malas compañías, todo marchaba bien. Sabían dónde encontrarla si necesitaban hablar: siempre lo habían sabido. Durante un momento pensó con admiración en la relación tan especial que hay entre padres e hijas. La había vivido con Duncan, cuando las gemelas aún gateaban, los tres rodando por el suelo haciéndose cosquillas; también la había vivido con su padre. Entre padres e hijos era distinto, aquí entraban en juego las peleas y la competición, el territorio ganado y perdido, lo normal en la batalla de la vida. Al menos, así es como debía ser.

Su vista se detuvo en la bicicleta roja de Tommy, tirada entre los arbustos.

Pero con mi hijo no. El pensamiento la hizo ruborizarse y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Su hijo no tenía nada de normal.

Como siempre, notó que los ojos se le enrojecían. Entonces se dijo a sí misma con humor, como hacía siempre: Megan, ya has llorado todo lo que tenías que llorar. Y además está mejor, mucho mejor. Casi bien.

De repente le vino un recuerdo de su hijo, cuando aún era un bebé agarrado a su pecho. Ya en el parto había sabido que no sería como las gemelas, con sus ciclos ordenados de comidas, siestas, pubertad, adaptándose a cada nueva etapa con total naturalidad, como obedeciendo una plan maestro interno, sensato y lógico. Había mirado fijamente a esa forma diminuta y agitada, todo instinto y asombro, tratando de encontrar su pezón, y supo entonces que le rompería el corazón cien veces, y después otras cien más.

Salió del coche y se abrió paso hasta el cerco. Sacó la bicicleta del arbusto húmedo, conteniendo un insulto entre dientes al salpicarse la falda de agua de lluvia y, sujetando con cuidado el manillar tratando de no pisarse la punta del zapato, bajó el pedal de apoyo. La bicicleta quedó erguida en el camino de entrada.

Y qué, pensó, eso me hizo quererlo aún más.

Sonrió. Siempre supe que ésa era la mejor terapia. Quererlo más todavía.

Se quedó mirando la bicicleta. Y tenía razón.

Los médicos habían cambiado el diagnóstico dos docenas de veces: retraso mental, autismo, esquizofrenia infantil, problemas de aprendizaje… así que decidieron que era mejor esperar y ya verían qué pasaba. En cierto modo estaba orgullosa de la manera en que Tommy había desafiado cualquier clasificación demostrando que cada opinión de los expertos era equivocada, rebuscada o sencillamente inexacta. Es como si dijera: al cuerno con todos, y se limitara a seguir su camino en la vida tirando del resto de la familia, unas veces acelerando, otras frenando, pero siempre siguiendo su ritmo interior.

Estaba siendo un camino difícil, y Megan se sentía orgullosa.

Se volvió y miró su casa. Era de estilo colonial, pero nueva y situada a unos cuarenta metros de la carretera, en la mejor zona de Greenfield. No era la casa más grande de la calle, pero tampoco la más pequeña. Había un gran roble en el centro del césped y recordó como, hacía seis años, las gemelas habían colgado de él un neumático viejo, no tanto para columpiarse ellas como para atraer a los niños del vecindario y hacer así nuevos compañeros de juegos. Siempre iban un paso por delante. El neumático seguía ahí, colgando inmóvil en la creciente oscuridad. Pensó otra vez en Tommy y en el tiempo que pasaba allí columpiándose atrás y adelante, hora tras hora, ajeno a los otros niños, al viento, a la lluvia, sus ojos indómitos abiertos mirando fijamente al cielo, absorbiéndolo.

Esas cosas ya no me asustan, pensó. Ya no lloraba ante sus excentricidades: que se cepillara los dientes durante dos horas, que pasara tres días sin comer. Cuando se negaba a hablar una semana entera o cuando no quería dormirse porque tenía demasiado que decir y le faltaban palabras. Miró el reloj. Ya estaría en casa, y ella le prepararía caldo de carne y pizza casera, su comida favorita. Además habría helado de durazno, para celebrar la venta de la casa de Halliday. Mientras pensaba en el menú calculó mentalmente su comisión. Daría para pasar una semana en Disneylandia este invierno. A Tommy le gustaría, las gemelas protestarían, dirían que era un plan para niños, pero luego lo pasarían en grande. Duncan en el fondo disfrutaría con las atracciones y ella descansaría en la piscina tomando sol. Asintió para sí. ¿Y por qué no?

Miró calle arriba buscando el coche de su padre y murmuró una oración de gracias. Tres días a la semana su padre, ya jubilado, recogía a Tommy en su nuevo colegio. Prefería que sólo tuviera que ir en autobús dos días y se sentía feliz de ver cómo su anciano padre, canoso y arrugado, lograba divertir a su nieto, su tocayo. Entraban en casa como una tromba llenos de planes impracticables y contando anécdotas del colegio. Los dos Tommys, pensó; se parecen más de lo que creen.

Abrió la puerta principal y gritó:

– ¡Chicas! ¡Estoy en casa!

Oyó los inconfundibles susurros de adolescentes al teléfono y por un momento la asaltó la inquietud de costumbre. Ojalá Tommy estuviera aquí, pensó. Odio cuando está de camino a alguna parte, cuando no lo tengo en mis brazos, sin hacer caso de sus quejas de que lo estoy asfixiando. Exhaló despacio y escuchó un coche que se acercaba. Deben de ser ellos, pensó aliviada y al mismo tiempo ligeramente irritada consigo misma por sentirse aliviada.

Colgó la gabardina y se quitó los zapatos. Se dijo: No, no cambiaría nada. Ni lo más mínimo. Ni siquiera todos los problemas de Tommy. Soy afortunada.

Capítulo 2. Los dos Tommys

Cuando sonó la campana, el juez Thomas Pearson ya estaba en el colegio. A ambos lados del pasillo se abrieron puertas y pronto el vestíbulo se llenó de niños. La marea de jóvenes voces lo inundó, un caos alegre de niños recogiendo mochilas y abrigos, apartándose para dejarlo pasar, después juntándose otra vez. Se hizo a un lado para esquivar un trío de chiquillos que pasaron corriendo a su lado, arrastrando sus abrigos como capas de espadachín y se dio de bruces con una pequeña pelirroja, peinada con colitas y lazos.

– Perdón -dijo la niña, con modales de buena colegiala.

El juez dio un paso atrás, inclinando la cabeza en un gesto de exagerada cortesía y la niña se rio. Oírla era como estar en la orilla del mar, sintiendo la espuma de las olas rompiéndose bajo los pies.

Saludó a algunos conocidos y sonrió a otros, confiando en disimular así su altura, su edad y su aspecto serio, en poder confundirse entre los colores vivos y las luces del pasillo escolar. Vio el aula de Tommy y se abrió camino entre los pequeños cuerpos hacia la puerta, en la que había un globo de colores pintado junto a una placa que decía «Sección Especial A».

Se agachó para abrir la puerta, distraído pensando en cómo disfrutaba recogiendo a su nieto y en lo joven que lo hacía sentirse, cuando ésta se abrió de par en par. Vaciló un momento mientras veía asomarse una mata de pelo castaño primero, después una frente y por último un par de ojos azules. Durante un segundo se quedó mirando esos ojos y vio en ellos a su mujer ya fallecida, después a su hija y, finalmente, a su nieto.

– Hola, abuelo. Sabía que eras tú.

– Hola, Tommy. Yo también sabía que eras tú.

– Ya casi he terminado. ¿Puedo terminar mi dibujo?

– Si quieres…

– ¿Quieres mirarme?

– Claro que sí.

Mientras su nieto le tomaba la mano el juez pensó en lo firme que era el apretón de un niño. Cómo se aferran a la vida, pensó, no como los adultos. Se dejó arrastrar de nuevo al aula y saludó con la cabeza a la profesora de Tommy, quien le sonrió.

– Quiere terminar su dibujo -dijo el juez.

– Muy bien. ¿No le importa esperar?

– En absoluto.

Notó que le soltaban la mano y esperó mientras su nieto se sentaba en una silla frente a una larga mesa en la que había otros cuantos niños dibujando. Todos parecían absortos en su trabajo. Se quedó mirando mientras Tommy tomaba un lápiz rojo y empezaba a colorear.

– ¿Qué estás pintando?

– Hojas ardiendo. Y el fuego se está extendiendo al bosque.

– ¡Vaya! -Acertó a decir.

– A veces resulta desconcertante.

Se volvió y vio a la profesora de Tommy de pie junto a él.

– ¿Cómo dice?

– Que es desconcertante. Ponemos a los niños a dibujar o a hacer manualidades y el resultado son escenas de batallas o una casa en llamas o un terremoto arrasando una ciudad. Uno de los otros niños dibujó eso la semana pasada. Muy completo, muy detallado. Hasta aparecía gente cayendo en una grieta.

– Resulta un poco… -el juez dudaba.

– ¿Macabro? Desde luego. Pero casi todos los niños de esta sección tienen tantos problemas con sus sentimientos que los animamos a que den rienda suelta a todas sus fantasías, si eso les ayuda a identificar lo que los asusta realmente. Es una técnica muy sencilla.

El juez Pearson asintió.

– Ya -dijo-. Pero apuesto a que preferirían que dibujaran flores.

La profesora rio.

– Sería un cambio. -Y añadió:- ¿Puede decirles al señor y la señora Richards que me llamen para concertar una cita?

El juez miró hacia Tommy, ocupado con su dibujo.

– ¿Hay algún problema?

La profesora sonrió.

– Supongo que es humano pensar siempre en lo peor. Al contrario; Tommy ha hecho grandes progresos este otoño, igual que en verano, y quiero que asista a las clases normales de tercer curso en un par de asignaturas después de las vacaciones de Navidad.

Hizo una pausa.

– Claro que ésta seguirá siendo su clase principal y es probable que tenga alguna recaída, pero pensamos que podemos estimularlo más. En realidad es muy inteligente, lo que pasa es que cuando algo no le sale…

– …pierde los estribos -el juez terminó la frase.

– Sí. En eso no ha mejorado, sigue poniéndose muy agresivo. Sin embargo lleva semanas sin tener crisis de ausencia.

– Lo sé -dijo el juez recordando cómo se había asustado la primera vez que vio a su nieto, todavía un bebé, mirando fijamente al vacío, ajeno por completo al mundo. Permanecía así durante horas, sin dormir, sin comer, sin hablar ni llorar, casi sin respirar, como si estuviera en otra parte, y después regresaba a la realidad abruptamente, como si nada hubiera pasado.

Bajó la vista hacia Tommy, que estaba terminando su dibujo pintando un cielo con grandes trazos de color naranja brillante. Cómo nos asustabas a todos. ¿Adónde vas en esos viajes?

– Se lo diré a sus padres y la llamarán enseguida. Parecen buenas noticias.

– Crucemos los dedos.


***

Caminaron hasta la puerta principal del colegio y por un momento el juez pensó con asombro en lo rápidamente que se disipaba la algarabía propia del final de la jornada escolar. Ya sólo quedaban unos pocos coches en el estacionamiento. Notó un aire frío que parecía colarse por la pechera de su abrigo, atravesar su suéter y su camisa y helarle la piel. Sintió un escalofrío y se abotonó la chaqueta.

– Abróchate, Tommy. Estos viejos huesos ya sienten el frío invernal en el aire.

– Abuelo, ¿qué son viejos huesos?

– Bueno, tú los tienes jóvenes. Tus huesos todavía están creciendo, haciéndose más grandes y fuertes. Los míos en cambio están viejos y cansados porque tienen muchos años.

– No tantos.

– Huy sí, casi setenta y un años.

Tommy se quedó pensando un momento.

– Eso es mucho. ¿Los míos crecerán tanto?

– Seguramente más.

– ¿Y cómo se sienten cosas con los huesos? Yo siento el viento en la cara y en las manos, pero no en los huesos. ¿Tú cómo lo haces?

El juez rio.

– Lo sabrás cuando te hagas mayor.

– Odio eso.

– ¿El qué?

– Cuando me dicen que espere. Yo quiero saber ahora.

El juez se inclinó y tomó la mano de su nieto.

– Tienes toda la razón. Cuando quieras aprender algo no dejes que la gente te diga que esperes. Tú apréndelo.

– ¿Huesos?

– Bueno, en realidad es una forma de hablar. ¿Sabes lo que significa?

Tommy asintió.

– Lo que quiere decir en realidad es que cuando te haces mayor tus huesos se vuelven frágiles y no tienen tanta vida. Así que cuando viene un viento frío lo siento dentro de mí. No es que duela, es sólo que lo noto más. ¿Lo entiendes?

– Creo que sí.

El niño dio unos pasos en silencio. Luego murmuró, casi para sí:

– ¡Hay tantas cosas que aprender…! -y suspiró.

Su abuelo sintió ganas de reír en voz alta, tan extraordinaria le había parecido la observación. En lugar de ello agarró más fuerte la mano de su nieto y caminaron por la tarde gris hasta el coche. Vio que junto a él había estacionado un Sedan último modelo y, conforme se acercaban, una mujer salió del asiento trasero. Parecía de mediana edad, era alta y robusta y llevaba un enorme sombrero de ala ancha bajo el que caían largos y desordenados mechones de cabello pelirrojo. Llevaba anteojos de sol grandes y oscuros. ¿Cómo vería? Aflojó la marcha y observó a la mujer caminando hacia ellos con paso firme y seguro.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó el juez.

La mujer se desabrochó la gabardina marrón y buscó algo en su interior. Sonrió.

– Juez Pearson -dijo. Bajó la vista hacia el niño-. Y éste debe de ser Tommy. Eres igual que tu padre y tu madre. Clavadito, una mezcla de los dos.

– Disculpe -comenzó a decir el juez-. ¿La conozco?

– Usted fue juez de lo criminal, ¿no? -siguió la mujer, ignorando la pregunta. Seguía sonriendo.

– Pues sí, pero…

– Durante muchos años.

– Sí, pero, dígame…

– Entonces seguro que esto le resultará familiar.

Sacó despacio una mano del bolsillo de la gabardina. Empuñaba un gran revólver con el que apuntó al estómago del juez, quien se quedó mirando el arma, asombrado.

– Es una Magnum 357 -continuó la mujer. El juez notó que la firmeza de su voz era sólo producto de la rabia-. Le haría un gran agujero a usted, y uno grandísimo a Tommy. Primero le dispararía a él, de forma que sus últimos segundos de vida los pasara sabiendo que ha causado la muerte a su nieto. Así que no me haga tener que poner fin a esto, ahora que acaba de empezar, y suban al asiento trasero de mi coche.

– Lléveme a mí, pero… -empezó a decir el juez. Su cabeza empezó a pasar lista automáticamente a todos los casos que había tenido, las sentencias que había dictado, preguntándose cuál de ellas había desencadenado esos hechos que iban más allá de las habituales amenazas, quién podría querer vengarse de él así. Pero no recordaba a ninguna mujer, y desde luego no a ésa, que presionaba suavemente el cañón de un revólver contra sus costillas.

– Nada de eso -prosiguió la mujer-. Él tiene que venir también, es esencial en esto.

Hizo un ademán con el revólver.

– Con mucha calma. Permanezca tan tranquilo como yo. Nada de movimientos bruscos, juez; piense en lo absurdo que sería si murieran aquí los dos. Lo que le estaría robando a su nieto. Su vida, juez. Todos esos años. Claro que usted ya sabe lo que es eso. Robar años a la gente es algo que hace muy bien. ¡Cerdo! ¡Así que ni se le ocurra!

El juez vio que se había abierto la puerta del coche y había gente adentro. Le vinieron mil ideas a la cabeza: salir corriendo, gritar, pedir ayuda, defenderse.

Pero no hizo ninguna de ellas.

– Haz lo que dice, Tommy -dijo-. No te preocupes, estoy aquí contigo.

Sintió que unas manos fuertes lo agarraban y lo empujaban bruscamente al suelo del coche. Durante un momento sintió un olor a cuero de zapatos y a suciedad mezclado con sudor agrio. Vio pantalones vaqueros y botas, después alguien le tapó la cabeza con una bolsa de tela negra. De pronto imaginó que era un saco como los que emplean los verdugos para tapar la cara a sus víctimas e intentó resistirse hasta que un par de manos fuertes lo sujetaron y empujaron hacia abajo. Sintió el cuerpecillo de Tommy sobre él y soltó un gruñido. Trató de hablarle, buscando palabras de consuelo: No tengas miedo, estoy aquí, pero sólo consiguió gemir. Oyó una voz masculina que decía con calma, pero también con ironía:

– Bienvenido a la revolución. Ahora duérmase, viejo.

Sintió que algo pesado le golpeaba la cabeza y después todo se volvió oscuro; se desmayó.

Capítulo 3. Duncan

Su secretaria tocó suavemente en el vidrio de la puerta de su despacho y después asomó la cabeza:

– Señor Richards, ¿necesita que me quede hoy hasta tarde? Puedo quedarme pero tendría que llamar a mi compañera de piso para que haga la compra…

Duncan Richards levantó la vista de la hoja de cálculo que tenía delante y sonrió.

– Aún tengo para un rato, Doris, pero no hace falta que se quede. Quiero terminar el papeleo de la solicitud de la compañía Harris.

– ¿Está seguro, señor Richards? No tengo problema… Él negó con la cabeza.

– Llevo demasiados días trabajando hasta tarde -dijo-. Somos banqueros. Deberíamos hacer horario de banco.

La secretaria sonrió.

– Estaré aquí hasta las cinco, de todas formas.

– Muy bien.

Pero en lugar de volver a sus papeles, Duncan Richards se reclinó en su silla y se colocó las manos detrás de la cabeza, girándose de modo que pudiera mirar por la ventana. Era casi de noche y los coches que abandonaban el estacionamiento habían encendido los faros, cortando la oscuridad con pequeñas ráfagas blancas. Apenas podía distinguir la silueta de los árboles de Main Street contra los últimos rayos grisáceos de luz del día. Por un instante deseó estar aún en el viejo edificio del banco, calle arriba. Era demasiado pequeño y en los despachos faltaba espacio, pero estaba apartado de la carretera, y en un piso alto, por lo que tenía más vistas. En cambio el edificio nuevo era de arquitectura sólida e impersonal. Nada de vistas, salvo de coches, mobiliario moderno y seguridad de última generación. Desde que el banco inició su actividad las cosas habían cambiado mucho. Greenfield había dejado de ser una pequeña ciudad universitaria y ahora se habían trasladado a ella hombres de negocios, promotores, gente rica de Nueva York y Boston.

La ciudad está perdiendo su anonimato, pensó. Tal vez todos lo estemos haciendo.

Pensó en la solicitud que tenía delante, la misma que había visto una docena de veces en los últimos seis meses; una pequeña empresa constructora que quería comprar un terreno agrícola con vista a las Green Mountains; diez hectáreas que se convertirían en seis bloques de viviendas. A un precio de trescientos mil dólares cada una, esta empresa constructora pasaría automáticamente de pequeña a mediana empresa. Las cifras parecían correctas, pensó; redactaremos el contrato de préstamo para la compra y probablemente tendremos las hipotecas sobre las casas cuando éstas empiecen a venderse. No necesitaba hacer números para calcular los beneficios de esa operación para el banco. Le preocupaban más los constructores. Suspiró pensando en que ahora debían de estar sin un centavo. Arriésgate, hipoteca todo lo que tienes. El estilo americano. Siempre ha sido así.

Pero un banquero debe ser infinitamente cauteloso y decidir sin prisas, sin presiones.

Eso está cambiando también. Pequeñas entidades como el First State Bank de Greenfield estaban siendo presionadas por los megabancos. El Baybanks de Boston acababa de abrir una sucursal en Prospect Street y Citicorp había comprado Springfield National, antes su principal competidor.

Tal vez a nosotros nos compren también, somos un objetivo atractivo y las cifras del próximo cuatrimestre revelarán un gran crecimiento. Decidió ejercer su opción sobre acciones, por si acaso. No ha habido rumores, y generalmente los hay. Se preguntó si debería hablar con el viejo Philips, el presidente del banco, y luego decidió no hacerlo. Siempre me ha protegido, desde el primer día. No va a dejar de hacerlo ahora.

Recordó cuando, dieciocho años atrás, había cruzado el umbral del banco por primera vez. El padre de Megan le había sujetado la puerta mientras él dudaba. Su nuevo corte de pelo lo incomodaba y no hacía más que pasarse la mano por la cabeza, sintiéndose igual que si le acabaran de amputar un brazo o una pierna.

Se le encogió el estómago al recordar su miedo y los esfuerzos por ocultarlo durante todo el día.

¿Por qué pienso en eso ahora?

Volvió a mirar por la ventana y, aunque trataba de apartarlos, más recuerdos le venían a la cabeza. Era una mañana luminosa y en el banco había mucha actividad. Gente, luz y actividad suficientes para que mi nerviosismo pasara inadvertido. Entonces pensaba que nunca podría entrar otra vez en un banco. Philips dijo que empezaría de cajero, puesto que el juez Pearson me avalaba; eran compañeros de golf. Me temblaron las manos la primera vez que toqué el dinero y cada vez que se abría la puerta delantera. Pensaba que era el fin. Entrarían hombres con semblante serio y trajes grises que vendrían por mí.

¿Cuánto le había durado aquel estado de ansiedad? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año?

¿Por qué pienso en eso ahora?

Ya pasó. Hace dieciocho años de ello y ya pasó.

No recordaba cuándo fue la última vez que había pensado en sus comienzos en el mundo de los bancos. Desde luego hacía años. Se preguntó por qué le venía ahora ese recuerdo y se pasó la lengua por los dientes, como quien borra un mal sabor. Y no volveré a hacerlo, se prometió. Todo es distinto ahora. Tomó la hoja de cálculo y miró las cifras. Aprobación condicionada, pensó. Lo pasaré al comité a ver qué dicen. Las compañías ya no quebraban como en la década de 1980, pero la Reserva Federal había subido la tasa prima medio punto aquella mañana, así que tal vez que tuviera que dedicar tiempo al asunto en la siguiente reunión de directivos. Que los analistas hagan su trabajo. Hizo un apunte en su agenda.

El teléfono de su mesa sonó y se encendió en intercomunicador. Era su secretaria.

– Señor Richards, su esposa al teléfono.

– Gracias.

Levantó el auricular.

– Escucha, Meg. No llegaré tarde. Estoy a punto de terminar…

– Duncan, ¿te dijo mi padre si iba a llevar a Tommy a algún sitio? No han vuelto todavía y he pensado que quizá te dijo algo a ti.

– ¿No han vuelto?

Duncan miró su reloj: casi una hora tarde. Midió la preocupación en la voz de su esposa. Mínima. No estaba asustada, sólo molesta.

– No.

– ¿Has llamado al colegio?

– Sí. Me han dicho que papá llegó a la hora, como siempre. Esperó un ratito mientras Tommy terminaba un trabajo y después se fueron.

– Bueno, yo no le daría demasiada importancia, seguramente lo ha llevado al centro comercial a jugar a los videojuegos. De hecho, hace un par de semanas que no van, así que me imagino que estarán allí.

– Le pedí que no lo llevara. Tommy se excita demasiado.

– Vamos, mujer, si lo pasan muy bien. Y de todas formas creo que a quien le gusta jugar realmente es a tu padre.

La voz de Megan sonaba más relajada.

– Pero le he preparado una cena especial, y seguramente estará comiendo una hamburguesa grasienta.

– Bueno, habla con tu padre, pero no creo que sirva de nada. Le encanta la comida basura. Quién lo diría, con setenta y un años.

Megan rio.

– Seguramente tienes razón.

Duncan colgó el teléfono, sacó una libreta y empezó a anotar algunas ideas para presentar el préstamo al comité. Oyó que tocaban en el vidrio y vio a su secretaria diciéndole adiós con la mano. Llevaba puesto su abrigo. Le devolvió el saludo y pensó: mañana terminaré esto.

El teléfono de su mesa sonó otra vez y descolgó, esperando oír la voz de su mujer.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo sin más preámbulos.

– ¿Ah, sí? -respondió una voz al otro lado de la línea-. Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Era como si con esas pocas palabras, esos sonidos que le resultaban horriblemente familiares, todo lo que lo rodeaba se desmoronara y de pronto se encontrara violentamente arrastrado por un fuerte vendaval. Se agarró a la mesa para tratar de recobrar el equilibrio, pero la cabeza le daba vueltas y más vueltas y lo supo al instante: Está todo perdido.

Todo.

Capítulo 4. Megan

Megan colgó el teléfono más irritada que preocupada. Duncan siempre tiene una explicación razonable para todo. Es tan equilibrado que a veces me dan ganas de gritar. Caminó hasta el salón y descorrió la cortina para ver la calle, que seguía oscura y desierta. Se quedó quieta, mirando, hasta que la irritación la hizo apartarse. Pasados unos instantes corrió la cortina y volvió a la cocina.

Se dijo: Haz la cena de todas formas, tal vez no hayan comido. Miró el reloj y sacudió la cabeza. Tommy siempre está muerto de hambre después del colegio.

Durante unos minutos estuvo ocupada con cacerolas y sartenes, comprobando la temperatura del horno. Fue al comedor y revisó la mesa, puesta para cinco. Tuvo una idea, volvió con paso rápido a la cocina y sacó otro tenedor, otro cuchillo y otra cuchara. Tomó un plato y un vaso de un aparador y un mantel individual de otro. Eso es, pensó, y colocó otro cubierto en la mesa. Cuando llegue papá verá que le he puesto un plato también a él. Tal vez así se sentirá culpable por atiborrar a Tommy de hamburguesas.

Comprobó que estaba todo y después oyó un coche. Inmensamente aliviada, regresó al cuarto de estar, donde volvió a descorrer la cortina, esta vez con cuidado, sin querer que la vieran pero pensando al mismo tiempo: Por enésima vez tendré que decirle a papá que puede llevarse a Tommy por ahí, pero debe avisarme primero.

Sin embargo, ya ha hecho esto antes y nunca me he puesto tan nerviosa. Sacudió la cabeza como para alejar esos pensamientos.

Miró otra vez afuera y soltó una palabrota al ver que el coche pasaba de largo y entraba en un jardín calle arriba.

¡Mierda!

Miró otra vez el reloj. De escaleras arriba llegaban risas, y decidió comprobar si tal vez las gemelas habían tomado algún recado y se habían olvidado de dárselo. Era algo tan lógico que le sorprendió no haberlo pensado antes. Miró otra vez en dirección a la calle desierta y después subió la escalera.

– ¡Lauren! ¡Karen!

– Estamos aquí, mamá.

Abrió la puerta de su habitación y las encontró tiradas en el suelo rodeadas de papeles y libros de texto.

– Mamá, ¿cuándo ibas al instituto tenías deberes?

– Claro. ¿Por qué?

– Quiero decir cuando estabas en el último curso, como nosotras.

– Pues, claro que sí.

– No me parece bien. O sea, el año que viene empezamos la universidad y no sé por qué tenemos que estar aquí perdiendo el tiempo con esta tontería de deberes. Diez problemas de matemática. Tengo la sensación de llevar haciendo problemas de matemática desde que era un bebé.

Karen empezó a reír e interrumpió a su madre antes de que ésta pudiera contestar.

– Bueno, Lauren, si te esforzaras un poco y los hicieras bien tal vez sacaras algo más que un aprobado alto.

– Son sólo números, no son tan importantes como las palabras. Y además, ¿tú qué sacaste en tu último examen de literatura?

– Eso no es justo. Era sobre Casa desolada, ¡y sabes que no pude terminar de leerlo porque tú me quitaste mi ejemplar!

Lauren tomó un almohadón y se lo tiró a su hermana, que rio y se lo lanzó de vuelta. Ninguna de las dos acertó el tiro.

Megan levantó una mano.

– ¡Tregua! -anunció.

Las gemelas se volvieron hacia ella y una vez más le impresionó lo idéntico de sus ojos, su pelo, la forma que tenían de mirarla, las dos a la vez. Son mágicas, pensó. Sienten lo mismo, piensan lo mismo, se consuelan la una a la otra. Nunca están solas.

– A ver -dijo Megan tratando de ocultar la ansiedad en su voz-. ¿Alguna de ustedes ha hablado con el abuelo hoy? Ha recogido a Tommy en el colegio y aún no han vuelto. Me preguntaba si le había avisado a alguna de ustedes que llegarían tarde.

Las gemelas negaron con la cabeza.

– No -contestó Karen. Había nacido noventa segundos antes que su hermana y era siempre la primera en hablar-. ¿Estás preocupada?

– No, no, es que no es propio del abuelo llevarse a Tommy al centro comercial sin avisar.

– Bueno -dijo Lauren-. Tampoco es raro que no haya llamado. El abuelo hace cosas así, como si pensara que el mundo es su sala del tribunal y hace lo que le parece porque él manda.

Lo dijo sin acritud, en tono informativo.

Megan sonrió.

– Sí, a veces se comporta así, ¿no?

– A Tommy lo trata de manera especial -añadió Karen.

– Es que Tommy es especial.

– Ya lo sé, pero…

– Sin peros. Lo es.

– Bueno, a veces parece que con nosotras dan por hecho que siempre estamos bien mientras que él recibe un trato distinto.

Era una queja ya antigua, aunque justificada.

– Karen, sabes que no es lo mismo. Cada uno recibe un trato distinto porque todos tienen necesidades distintas. Y Tommy tiene más que ustedes dos. Ya hemos hablado de esto.

– Ya lo sé.

– ¿Te preocupa que haya pasado algo? -interrumpió Lauren.

– No, estoy preocupada igual que lo estaría si una de ustedes no llegara del colegio a la hora de siempre. Es lo mismo.

Pero sabía que estaba mintiendo. Se preguntó por qué se sentía más vulnerable respecto de Tommy que respecto de sus hijas. Debería ser al revés.

– ¿Quieres que vayamos al centro comercial a buscarlos? Seguro que sé dónde están.

– Claro -dijo Karen-. En la galería, jugando al juego ese de los invasores del espacio. ¿Vamos, mamá? ¿Y volvemos enseguida?

Megan negó con la cabeza.

– No, seguro que están a punto de llegar. Además tienen que terminar los deberes. Si no, no hay tele.

Oyó a las gemelas rezongar mientras cerraba la puerta.

Fue a su dormitorio, se quitó la falda y las medias y se puso unos vaqueros viejos. Colgó la blusa en el armario y se puso un suéter, después se calzó unas zapatillas y caminó hasta la ventana. Incluso en la oscuridad desde allí podía ver mejor que desde el piso de abajo. La calle permanecía irritantemente silenciosa. Podía ver el salón de los Wakefield, al otro lado de la calle. Siluetas se movían de un lado a otro. Se volvió y vio que los dos coches de los Mayer estaban estacionados en la entrada de su casa, justo al lado. Miró otra vez calle abajo y después su reloj. Es tarde, pensó. Muy tarde.

Algo en su interior comenzó a bullir y sintió calor. Tarde, tarde, tarde, era todo lo que podía pensar. Se sentó con brusquedad en el borde de la cama.

¿Dónde?

Sentía la necesidad de hacer algo, así que tomó el teléfono y marcó el 911.

– ¿Policía y bomberos de Greenfield?

– Hola, soy la señora Richards, de Queensbury Road. No llamo por una emergencia, creo, pero… mire, mi padre y mi hijo se están retrasando en volver a casa del colegio. Hoy lo recogió y normalmente vienen directo a casa, por South Street y después la 116 y estoy preocupada y pensé…

La voz la interrumpió con experimentada diligencia:

– Esta tarde no ha habido ningún aviso de accidente, ni de atascos de tránsito en esa zona tampoco. Ni coches patrulla ni ambulancias. No me consta que haya habido actividad policial por allí, excepto por un choque en cadena en la interestatal cerca de Deerfield.

– No, ésos no han podido ser ellos, no van en esa dirección. Gracias.

– No hay de qué.

Cortaron la comunicación y Megan colgó sintiéndose algo tonta, pero también ligeramente aliviada. Una vez más la preocupación dio paso al enfado, una sensación más llevadera.

– Esta vez se va a ganar una reprimenda -dijo en voz alta-. Y no me importa si tiene setenta años y es juez.

Se levantó, alisó la colcha y regresó a la ventana. ¿Dónde? Se preguntó otra vez. Formular esa pregunta era como abrir de nuevo la ventana a la preocupación.

Volvió al teléfono en la mesita de noche y marcó el número de su marido. No hubo respuesta. Al menos está en camino, pensó, y eso la tranquilizó. Caminó por la habitación pensando en qué hacer a continuación. Bajar a ver cómo va la cena.

Pero cuando salía del dormitorio vio por el rabillo del ojo una ráfaga de color detrás de la puerta de la habitación de Tommy. Se acercó y vio una pila de buzos rojos y pantalones vaqueros, medias y calzoncillos sucios, todos hechos un bollo y escondidos de la vista. Nunca aprenderá a usar el cesto de la ropa sucia, es incapaz. Recordó cómo durante un tiempo habían pensado que sería incapaz de hacer nada. Apartó esas noches de derrota y desesperación de su pensamiento. Ahora estamos ganando, pensó, por fin estamos ganando. Ahora parece capaz de cualquier cosa. Se dio cuenta de que se había entregado por primera vez a la clásica fantasía paterna, imaginar lo que sería su hijo cuando fuera mayor. Crecerá, pensó. Llegará a ser algo. Paseó la vista por la habitación, por la cama apenas hecha, los juguetes, los libros y los cachivaches que llenan las habitaciones de los niños, trastos inútiles pero también pequeños tesoros, e intentó encontrar algún indicio de los problemas de Tommy, pero no había ninguno. Pensó: No te engañes, están ahí. Pero por poco tiempo. Recordó que un médico les había sugerido hace años que acolcharan la habitación, en caso de que se volviera violento. Gracias a Dios que nos limitamos a seguir nuestro instinto.

Se sentó en la cama y tomó un soldadito de juguete. Siempre fue valiente como un soldado. Todas las pruebas, los pinchazos, los electroencefalogramas y los tests de estimulación sensorial… en todas lo pasó mal. En cambio para Duncan y para mí siempre fue fácil, lo único que teníamos que hacer era preocuparnos. Él fue quien nos enseñó lo que es ser valiente.

Dejó el juguete.

¿Dónde está?

¡Maldita sea!

Se levantó bruscamente, bajó las escaleras y se dirigió a la puerta principal. La abrió, salió al aire helado de la noche y permaneció allí hasta que le dolieron las piernas y los brazos del frío.

¿Dónde?

Volvió adentro y se agarró a la mesa de la entrada. No seas histérica, pensó. En un par de minutos, cuando crucen corriendo esa puerta pidiendo a gritos la cena te vas a sentir ridícula.

Esa autorreprimenda la tranquilizó, pero al poco tiempo el mismo miedo indefinido la atenazó de nuevo. Fue hacia la escalera y gritó:

– ¡Chicas!

Oyó a Karen y a Lauren contestar.

– No pasa nada. Quería decirles que la cena estará enseguida.

Era una verdad a medias. Había sentido la necesidad de oír sus voces, de asegurarse de que estaban bien.

Esto es absurdo, pensó. No, no lo es. Se están retrasando mucho, muchísimo.

Fue al teléfono de la cocina, marcó 91 y se detuvo. Su dedo vaciló antes de marcar el último dígito y se sentó, con el auricular todavía en la mano. Y entonces, como una ráfaga de luz en un cuarto oscuro, escuchó un coche detenerse en la entrada.

El alivio la invadió. Colgó el auricular y se dirigió a paso rápido hacia la puerta principal, la abrió y vio a su marido -no a su hijo ni a su padre- caminando hacia ella.

– ¡Duncan! -gritó.

Estuvo a su lado en tres zancadas. Incluso en la pálida luz que se colaba por la puerta Megan pudo ver que tenía los ojos rojos.

– ¡Duncan! ¡Dios mío! ¡Ha pasado algo! ¡Tommy! ¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien? ¿Dónde está papá?

– Creo que están bien -replicó Duncan-. Creo. ¡Dios, Megan! Se los han llevado. Todo se ha terminado. Todo.

– ¿Quién se los ha llevado? ¿Qué quieres decir? -Megan hacía esfuerzos por controlarse.

– He sido un idiota -continuó Duncan. No le hablaba a su esposa sino a la noche y los años pasados-. Todos estos años pensé que se había acabado, que era sólo un mal recuerdo, o quizás un mal sueño. Nunca sucedió, eso era lo que pensaba. Qué estúpido.

Megan hacía esfuerzos sobrehumanos por no gritar.

– ¡Dime! -insistió elevando el tono de voz-. ¿Dónde está Tommy? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde están?

Duncan la miró.

– El pasado -murmuró. Dejó caer los brazos y la empujó al interior de la casa, volviéndose en la puerta.

– Mil novecientos sesenta y ocho.

Se giró y dio un puñetazo en la pared.

– ¿Te acuerdas de ese año? ¿Te acuerdas de lo que pasó?

Megan asintió y le pareció que el mundo se detenía. Le vinieron a la cabeza cien imágenes horribles y cerró los ojos para tratar de ahuyentarlas. Mareada, los abrió y miró fijamente a su marido. Permanecieron así, uno frente al otro, incapaces de tocarse, en la pálida luz de la entrada que se mezclaba con la oscuridad exterior. En realidad no entendían nada, excepto que la desgracia de la que creían haber escapado para siempre los agarraba de nuevo por los talones y los envolvía poco a poco en sus grandes tentáculos

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