Al principio el mundo parecía eléctrico, cargado de una energía que amenazaba con poseerlas a las dos: secuestrados. Al principio no habían sabido cómo reaccionar: nunca en sus vidas les había sucedido nada semejante; jamás habían sido víctimas de un crimen ni conocían a nadie que lo hubiera sido; no las habían atracado ni robado el coche. Una vez cuando estaban en el colegio un hombre las había seguido hasta casa, pero cuando su madre llamó a la policía resultó que aquel hombre misterioso era el hijo retrasado mental del director de la junta escolar. Se había perdido y parecía tan indefenso que las gemelas habían terminado por acompañarlo a casa y prepararle la cena.
Así que, mientras trataban de asimilar lo ocurrido, ambas se sentían confusas. También un poco culpables y enfadadas consigo mismas, porque las asustaba que la emoción y la fascinación atenuaran la preocupación que estaban obligadas a sentir por su hermano y su abuelo. Sin embargo, el peligro que se cernía sobre los dos Tommys les resultaba extrañamente difuso y la excitación amenazaba con sustituirlo. Se refugiaron en la cocina sintiéndose frustradas por tener que ocuparse de tareas tan mundanas como hacer café o prepararse algo de comer y se preguntaban cómo era posible que sus padres pensaran que podían tener hambre, que podían echarlas de la habitación, pero también cómo afectaría lo sucedido el resto de sus vidas y, sobre todo, qué ocurriría a continuación.
Pusieron agua a hervir y sirvieron en un plato restos de la cena del día anterior. Escuchaban a sus padres discutir pero eran incapaces de distinguir lo que decían. Aunque sabían que estaba mal escuchar las conversaciones ajenas, consideraron que situarse junto a la puerta abierta no podía calificarse de intrusión.
– Discuten sobre si contarnos o no la verdad -susurró Karen-. ¿Qué querrán decir?
– No lo sé. ¿Crees que nos lo contarán?
Karen se encogió de hombros.
– Nunca quieren contarnos nada, pero al final siempre lo hacen.
– ¿Crees que esconden algún secreto horrible? -preguntó Lauren jadeante. Era la más fantasiosa de las dos.
– ¿Mamá y papá? -contestó Karen con brusquedad. Ella era la práctica, incluso al hablar se parecía a su padre dando órdenes en el banco-. ¡Vamos! ¡Míralos, por Dios! ¿Es que tienen pinta de tener un pasado secreto?
– Bueno -contestó Karen algo desinflada y sin saber hasta qué punto se había acercado a la verdad-. Cualquier cosa es posible. Nosotras no los conocíamos entonces y casi nunca hablan de su vida antes de que naciéramos.
– Fueron hippies en una época, acuérdate. Hasta que papá entró a trabajar en el banco. Paz, amor y flores. Acuérdate de la foto de papá con el pelo largo y mamá con el vestido de flores…
– …y sin sujetador.
Las dos rieron.
Eran gemelas idénticas, delgadas como un palillo y con brazos fuertes y musculosos, como su padre, y el pelo castaño rojizo, los ojos azules y la habilidad para la gimnasia de su madre. En la universidad jugaban al fútbol y al baloncesto, estaban en el grupo de teatro y se esforzaban por estudiar idiomas. Karen tenía la costumbre de torcer las comisuras de los labios. Lauren, de enarcar las cejas. Karen solía separarse el cabello de la cara con las dos manos y después sacudirlo. Lauren, cuando estaba distraída pensando, se acariciaba la barbilla como en las caricaturas de los filósofos de la Antigüedad. Las dos llevaban una cadena de oro al cuello con su nombre grabado en una placa de plata, una concesión a la gente que no era de su familia, ya que sus padres nunca habían tenido problemas para distinguirlas. Duncan a menudo pensaba que bastaba una manera de mover la cabeza o un matiz en el tono de voz para saber cuál era cuál. En cuanto a Megan, ni siquiera consideraba la posibilidad de confundirlas; eran sus hijas y las habría reconocido al instante entre un millón.
Sin embargo, no ocurría lo mismo con los amigos o novios potenciales, que a menudo se sentían intimidados por su enorme parecido. Eso era algo que encantaba a las gemelas. Aunque habían tenido grupos de amigos desde el colegio, también en el instituto, en última instancia siempre recurrían la una a la otra a la hora de divertirse. Megan se había dado cuenta de que los pocos amigos en los que realmente confiaban eran invariablemente chicos y chicas solitarios, a menudo hijos únicos.
– ¿Crees que Tommy estará bien?
En sus vidas marcadas por las rutinas diarias siempre había existido una que trascendía a todas las demás: su hermano. A menudo comentaban el momento, años atrás, en que su madre había venido a hablar con ellas y les había explicado que, aunque no sabían aún qué le ocurría a Tommy, era un niño diferente.
El mensaje de su padre había sido otro. Las había llevado a cenar y a ver una película y después, de vuelta a casa, sentados en el coche, había esperado a que se calmaran y dejaran de hablar y les había dicho:
– No olviden nunca que se tienen la una a la otra, pero él está solo y deberán protegerlo siempre, porque también forma parte de ustedes. Todas las familias tienen dificultades que superar, y Tommy es la nuestra.
Lauren y Karen nunca olvidaron esas palabras. También opinaban que sus padres exageraban un poco las incapacidades y las ausencias de Tommy. Para ellas, que Tommy fuera «especial» había sido siempre algo único y maravilloso, como ser el niño protagonista de un cuento, que viaja hasta un país mágico, como Narnia o la Tierra Media, dijo Lauren en una ocasión. Seguramente disfrutará de sus viajes al espacio. A lo mejor es como el Principito y de vez en cuando atrapa un meteoro para darse una vuelta.
Y si Lauren había estado ligeramente celosa, Karen había sabido hacerse cargo de la situación. Cuando Tommy tenía sus rabietas, cuando se tiraba al suelo o se golpeaba contra las paredes, rojo de rabia por la lucha que se libraba en su interior, era siempre Karen, con su gran sentido práctico, la que conseguía calmarlo casi tan bien como lo hacía su madre. Se limitaba a rodearlo con sus brazos y a susurrarle tonterías al oído hasta que el niño poco a poco se tranquilizaba y terminaba por levantar la vista, sonriendo. Le recitaba versos absurdos de Ogden Nash y Lewis Carroll y le contaba chistes que siempre conseguían aplacar las explosiones de ira de su hermano.
Tommy nunca había tenido problemas para distinguir a las gemelas, ni siquiera cuando éstas intentaban engañarlo intercambiándose la ropa. Era uno de sus juegos preferidos y a él le encantaba.
– Seguro que está bien. Es demasiado duro para cualquier secuestrador. Por Dios, si es como una roca. Acuérdate de cuando tenía cuatro años y se cayó del columpio, se rompió la muñeca y no dijo nada durante dos días. Hasta que tú te diste cuenta de que la tenía negra e hinchada y entonces mamá le llevó al doctor Schwartzman.
Lauren sonrió.
– Me acuerdo. Pero es que, ya sabes, si tiene otro de sus ataques de ausencia, cuando se queda callado y quieto mirando al vacío. Cuando le pasaba eso siempre me preocupaba, cualquiera podría haberle hecho daño. ¿Y si tiene uno y los secuestradores no lo entienden? Pueden hacerle daño.
– El abuelo está allí y se lo explicará.
– Si lo dejan. Y además, también pueden hacerle daño a él.
– ¡Pero bueno! ¿Es que no sabes nada de secuestros? No les conviene hacer daño a quien tienen secuestrado. Entonces no cobrarían.
– Ya lo sé, todo el mundo lo sabe. Pero a veces la gente se asusta. Y el abuelo probablemente los pondrá furiosos, porque es un viejo gruñón y no va a dejar que lo avasallen. Eso es lo que me preocupa.
– ¿Dónde están la leche y el azúcar?
– Debajo de tu nariz, tonta.
– Ah, ya los veo.
– Y además, ¿por qué querría nadie secuestrar al abuelo y a Tommy?
– Eso es lo que no entiendo. Normalmente se secuestra a gente rica, a hijos de petroleros y eso, o a estrellas de cine.
– ¿Y cómo van a pagar mamá y papá?
– Bueno, seguramente tienen dinero suficiente.
– ¿Cómo lo sabes?
– Vi el talonario de papá, y tenía más de siete mil dólares.
– Pero los secuestradores suelen pedir millones.
– Podría pedirlo prestado.
– ¿A quién?
– No sé.
– Bueno. Y entonces, ¿de qué están discutiendo?
– Eso, ¿y por qué no han llamado a la policía?
– Los secuestradores siempre te dicen que no llames a la policía o matarán a los rehenes.
– Sí, pero en la televisión siempre la llaman.
– O, si no, a un detective privado, como Spenser o Magnum.
– ¿Crees que harán eso?
– No lo sé. No creo que haya detectives privados en Greenfield. Desde luego, no he visto a nadie con pinta de uno.
– ¿Crees que mañana tendremos que ir al colegio?
– No lo había pensado.
– Pobre Tommy, seguro que está asustado.
– Sí, seguramente. ¿Crees que lo habrán atado?
– No. Bueno, quizá los pies. Seguramente no saben lo rápido que puede correr.
– Desde luego, más rápido que tú, foca.
– Pesamos exactamente lo mismo, así que…
– Nada de eso, yo adelgacé casi tres kilos. Lo que pasa es que no te lo había dicho.
– ¡Vamos!
– En serio.
– Apuesto a que es por el zumo de pomelo que estuviste bebiendo. ¡Qué asco!
– Bueno, sigue siendo más rápido que nosotras.
– ¿Y si lo matan?
Lauren se tapó la boca nada más hacer la pregunta. Luego añadió rápidamente:
– No me hagas caso. Ni lo pienses, no sé cómo pude decir eso.
– Pero ¿y si lo hacen? -preguntó Karen.
– No los dejaré -gritó Lauren-. No los dejaré. No es más que un niño pequeño y no es justo.
– Tenemos que hacer algo -dijo Karen-. Si le pasa algo a Tommy… Mierda, yo tampoco lo permitiré.
– Pero ¿qué podemos hacer?
– No lo sé, pero si le hacen daño a Tommy, aunque sea un poquito pues, los matamos.
– Eso. Con nosotras no se juega. ¿Te acuerdas de Alex Williams? ¿De cuando le pegaba a Tommy? Le diste su merecido.
– No creía que fuera a pegarle.
Karen sonrió.
– No. Porque eres un chica y adolescente. Bueno, pues no somos tan jóvenes. Incluso podríamos estar en el ejército si quisiéramos.
– Tienes que tener dieciocho.
– Y qué, nos faltan sólo nueve meses. Y además te dejan entrar antes con el permiso de tus padres. ¿Te acuerdas del que vino a reclutar al instituto?
– Sí.
– Chis. ¿Te das cuenta?
– Están callados, dejaron de discutir.
– ¿Entramos?
– Creo que sí.
Pero antes de que pudieran moverse oyeron la voz de su padre llamándolas. Se sentaron en el sofá frente a sus padres y esperaron calladas su explicación. Megan fue la primera en hablar:
– Chicas, no tenemos mucha información, pero esto es lo que podemos contarles. A Tommy y al abuelo se los llevaron unas personas. No sabemos quiénes son ni lo que quieren, todavía no. Llamaron por teléfono a papá justo antes de que se marchara del banco y dijeron que volverían a ponerse en contacto pronto. Así que eso es lo que estamos esperando.
– ¿Y están bien?
– Dijeron que los dos están bien y no creo que tengan intención de hacerles daño -calló un momento-. Bueno, no sabemos cuáles son sus planes, pero quieren dinero.
– ¿Cuánto?
– Todavía no lo sabemos.
– ¿Por qué no llaman a la policía? -preguntó Lauren.
Duncan tomó aire. Ha llegado el momento, pensó.
– Bueno… Nos amenazaron o, más bien, amenazaron con hacerles daño a Tommy y al abuelo si llamamos a la policía. Así que, por ahora, creo que no debemos hacerlo.
– Pero la policía sabe cómo tratar con secuestradores.
– ¿Crees que la policía de Greenfield sabe?
– Bueno, no, pero quizá la policía federal o el FBI…
Debería contárselo todo ahora mismo, pensó Duncan. Miró a Megan.
– No, Lauren. Por el momento vamos a esperar.
– ¡Esperar! Pero eso es…
Duncan la interrumpió:
– Sin discusiones.
Lauren se hundió en el sofá mientras Karen se inclinaba hacia adelante:
– No lo entiendo -dijo-. La policía podría ayudarnos. ¿Qué pasa si no tenemos suficiente dinero para los secuestradores?
– Tendremos que esperar a ver qué pasa.
Todos se quedaron callados, hasta que Karen habló:
– ¿Por qué pasó esto, mamá?
– No lo sé, cariño.
Karen negó con la cabeza.
– Es que no lo entiendo.
La habitación estaba en silencio.
Karen alargó la mano y tomó la de Lauren. Las dos se irguieron en sus asientos. Se sentía más fuerte cuando tocaba a su hermana. Lauren le apretó la mano en un gesto de ánimo.
– Sigo sin entenderlo. Piensan que somos unas niñas y que no pueden contárnoslo, pero Tommy es nuestro hermano y no entendemos nada. No es justo y no estoy de acuerdo. Creen que no queremos saber, pero sí queremos. Creen que no estamos preparadas para entenderlo, pero Tommy es nuestro hermano y queremos ayudar. ¿Y cómo vamos a ayudar si no sabemos nada?
Lauren empezó a llorar, haciendo suyas las lamentaciones de su hermana. También Karen tenía lágrimas en los ojos.
A Megan se le encogió el corazón. Se levantó y fue a sentarse entre las dos muchachas rodeándolas con sus brazos, apretándolas contra su pecho.
También Duncan se levantó y se sentó junto a Karen, sumándose al abrazo de Megan.
– Tienes razón -dijo con voz neutra-. No les hemos contado ni la mitad de lo que está ocurriendo.
Miró a Megan.
– Tienen que saberlo -dijo.
Ella asintió.
– Lo siento, tienes razón. Tenemos que contárselo.
Seguía abrazándolas fuerte y notó que sus músculos se tensaban y su atención se dirigía hacia su padre.
– No sé ni por dónde empezar -dijo-, pero antes contestaré algunas de sus preguntas. La razón por la que no hemos llamado a la policía es que… su madre y yo sabemos quiénes son los secuestradores.
– ¿Saben quiénes son?
– Es una mujer a la que conocimos hace dieciocho años, antes de que ustedes nacieran.
– ¿Cómo la conocieron?
– Estábamos en un grupo radical con ella.
– ¿Qué?
– Radical. Nos creíamos revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo.
– ¿Ustedes, cambiar el mundo?
Duncan se levantó y echó a andar por la habitación.
– No saben cómo eran las cosas entonces -dijo-. Fue por la guerra. Fue algo tan injusto y horrible que el país entero se volvió loco. Era 1968. Veíamos fotos de la ofensiva del Tet y de los marines montados en camiones y el asalto a la Embajada por un comando vietcong que después fue fusilado. Y luego el asesinato de Martin Luther King, al que le dispararon cuando saludaba desde un balcón en Memphis, y hubo revueltas en Newark y en Washington y en todas partes. Tuvieron que defender las escaleras del Capitolio con ametralladoras. Era como si todo el país pendiera de un hilo. Entonces mataron a Bobby Kennedy, pudimos ver su asesinato en directo, por la televisión, y parecía que nada era posible sin recurrir a la violencia. Después la convención de Chicago; no pueden imaginarse lo que fue aquello, policías por todas partes y niños heridos. Era como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Cada noche las noticias de la televisión eran las mismas: bombas, revueltas, manifestaciones… y la guerra. Siempre lo mismo, la guerra estaba por todas partes. Eso es lo que la gente no entendía, que la guerra se luchaba aquí tanto como en Vietnam.
Hizo una pausa y después repitió en voz baja:
– Mil novecientos sesenta y ocho.
Hizo una nueva pausa para ordenar sus pensamientos y continuó:
– Y la odiábamos. Pensábamos que había que pararla como fuera. Lo intentamos saliendo a la calle, manifestándonos, pero la guerra continuaba y nadie nos escuchaba. ¡Nadie! No pueden imaginar lo que fue. A nadie le importaba. Era como si la guerra simbolizara una sociedad que se desmoronaba, en la que nada era como debería ser y no había justicia. Así que decidimos que había que cambiar la sociedad y, para ello, había que destruirla y crear una nueva. Estábamos convencidos de lo que hacíamos, de verdad. Ahora suena estúpido y pueril y trasnochado, pero entonces era algo real y estábamos dispuestos a morir por la causa. Éramos prácticamente unos niños, pero creíamos en otro mundo. Vaya si lo hacíamos. Y fue entonces cuando conocimos a Olivia.
Se calló, pensativo.
– Olivia tenía planes, grandes planes que apelaban a nuestro lado más idealista. En lugar de limitarnos a dejarnos pegar y gasear por la policía, íbamos a hacer algo de verdad. Y lo que es peor, es una mujer capaz de convencerte de que cualquier cosa es posible. Cada vez que proponía hacer algo, que funcionara parecía algo natural. Era linda y lista y rápida. Nos tenía a todos -excepto a tu madre tal vez- totalmente entregados. Conmigo recurría al sarcasmo, a la humillación para espolearme. Con los otros utilizaba sus otras armas: el sexo, la argumentación, la lógica…
Las gemelas estaban inclinadas hacia adelante atentas a las explicaciones de su padre.
– Hicimos algo con ella -continuó Duncan cauteloso-. Bueno, yo sobre todo, porque tu madre siempre estuvo en contra, algo que considerábamos un acto revolucionario, un golpe en el corazón de la sociedad que tanto odiábamos. Sí, yo estaba totalmente convencido de que hacía lo correcto, y de que no tenía nada de ilegal. Éramos revolucionarios y aquello era un gesto de fervor revolucionario.
Les dio la espalda, y continuó hablando:
– Era tan ingenuo, un estudiante estúpido con ideales también estúpidos, y nos metimos en algo que nos quedaba muy grande.
Se calló.
– No -dijo Megan-. Ahí te equivocas.
Duncan se volvió y la miró.
– Intentar cambiar las cosas no tenía nada de estúpido, tampoco querer poner fin a la guerra. -Tomó aire.- Simplemente seguimos a la persona equivocada, no pensamos por nosotros mismos.
– ¿Olivia? -preguntó Karen.
– Sabía ser muy convincente -dijo Megan-. No se imaginan cuánto, sobre todo cuando uno estaba deseando dejarse convencer.
Lauren habló:
– Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué no pueden llamar a la policía y hacer que la detengan?
Duncan se volvió de espaldas otra vez y Megan tomó aliento.
– Aquello que hicimos… pues, a ella la detuvieron y la metieron en la cárcel, pero nosotros escapamos. Fue hace dieciocho años.
– Pero…
Megan continuó rápidamente.
– Nunca nos delató. Si fuéramos ahora a la policía seguramente nos relacionarían con ella.
– Pero eso pasó hace dieciocho años y ahora todo es distinto.
– Hay algo que no ha cambiado -dijo Duncan secamente.
Las gemelas lo miraron y Megan apartó la vista.
– Murieron cinco personas.
– ¿Ustedes…? -empezó a decir Lauren.
– No, bueno, al menos no directamente. ¿Que si maté a alguien? Bueno, no con una pistola. Pero ¿si participé? Pues sí.
– Pero entonces, ¿qué pasó? -preguntó Karen.
Duncan tomó aliento.
– Intentamos robar un banco.
– ¿Qué?
– Intentamos robar un banco. Planeábamos entrar justo cuando llegara el furgón blindado con el dinero de una planta de productos químicos. Verán, esta planta estaba relacionada con la corporación responsable de la fabricación de napalm.
– ¿Y?
– Tienen que entenderlo. El napalm se usaba en la guerra y -se detuvo de nuevo-… Dicho ahora suena verdaderamente absurdo.
– Pero ¿por qué un banco?
– Para conseguir dinero con el que comprar armas y propaganda. Para darnos a conocer.
– Desde luego lo conseguimos -susurró Megan con amargura.
– Pero papá… -empezó Lauren.
– ¡Mira! Ya sé que todo esto suena estúpido, pero es lo que pasó.
– Pero, ¿qué pasó?
Duncan suspiró.
– Todo salió mal desde el principio. Los guardias no tiraron las armas al suelo como pensamos que harían, sino que empezaron a disparar. Dos de ellos murieron y también tres de los nuestros. Fue un auténtico desastre. Yo conducía la furgoneta en la que supuestamente teníamos que escapar; pero vi lo que estaba pasando y en lugar de ayudar salí corriendo. Tuve suerte. Encontré a tu madre y nos marchamos de allí tratando de olvidar lo que había ocurrido, escondiéndonos. Desde entonces el mundo ha cambiado y ahora estamos aquí.
– Pero ¿por qué no podemos ir a la policía? -insistió Lauren. La curiosidad había reemplazado al llanto.
– Porque yo tendría que ir a la cárcel.
– Ah.
La familia permaneció en silencio durante unos segundos. Duncan sabía que las chicas tenían todavía muchas preguntas, pero que se las reservaban para otro momento.
– Bien -dijo Karen con sorprendente firmeza-. Supongo que eso significa que tenemos que arreglárnoslas solos. ¿Podemos hacerlo? ¿Darles lo que piden y terminar con ello?
Duncan y Megan asintieron con la cabeza.
– Eso espero -dijo Megan.
El juez Thomas Pearson abrió los ojos y parpadeó por la luz que entraba en la habitación. Tenía el cuerpo entumecido, como si lo hubieran zarandeado mientras dormía. Con cuidado cambió de postura tratando de no despertar a su nieto que seguía durmiendo con la boca ligeramente entreabierta y la cabeza en el regazo de su abuelo. Gimió un poco y agitó las manos delante de la cara, como ahuyentando un mal sueño; después se dio la vuelta y siguió durmiendo. El juez se apartó con cuidado y después fue a buscar una manta para tapar al niño, que suspiró y continuó durmiendo.
Por un momento el juez consideró apagar la luz del techo, pero enseguida cambió de opinión. No quería que Tommy se despertara a oscuras y se asustara. Miró el reloj: eran las dos de la madrugada.
Soy un viejo, pensó, que no puede conciliar el sueño por la noche y después dormita durante el día. Es como si mi organismo fallara lentamente, ya no funciona como antes. Se vio a sí mismo como un reloj antiguo, de maquinaria tradicional, y no como uno de esos digitales de cuarzo y precisión dictada por un chip informático. Paseó por enésima vez la vista por la habitación. Bueno, pensó, aún me queda algo de cuerda.
Permaneció a la escucha, pero en la casa no se oía ruido alguno, excepto la respiración regular de Tommy. Se maravillaba de cómo se comportaba su nieto: Ha pasado miedo pero ahora está recuperando fuerzas. Se ha portado como un valiente; me pregunto si lo peor está por venir; no sé cuánto más podrá resistir. El recuerdo del episodio del cuarto de baño lo hizo estremecer.
Esa mujer me enseñó algo, pensó. Que puede ser cruel y que sabe jugar con la gente. Había sido una demostración de fuerza impresionante, que le había hecho ver cuán frágil era su situación. Probablemente el sótano húmedo y oscuro del que había hablado ni siquiera existía, pero la amenaza había funcionado. Decidió alertar de alguna manera a su nieto sobre esa posible manipulación. Obligarla a centrarse en cosas concretas, reales. Nada de pintarles situaciones aterradoras para hacernos más vulnerables.
El juez movió la cabeza. Si estuviera yo solo les diría que me pegaran un tiro y ya está.
Miró a Tommy y en un gesto involuntario le acarició el cabello. Pero no estoy solo y no puedo permitir que nos separen. Ésa sería su primera victoria, aunque ellos no lo supieran. No dejaré que nos separen ni un solo instante, por muchas armas que saquen. Si gano esta pequeña batalla, pensó dándose ánimos, veré cómo puedo prepararme para la grande que está por llegar. Quieren dinero y no se arriesgarán a poner en peligro a su presa sólo por demostrar que tienen el control.
Esta decisión le dio fuerzas. Sin darse cuenta había apoyado la mano en el hombro de Tommy y podía sentir su respiración a través de la áspera manta. Sonrió. Es virtualmente imposible, pensó, ver a un niño dormido y no sentir deseos de acariciarle la cabeza y arropado.
Después se sentó en el otro catre y se entregó a sus pensamientos. Pensó primero en su mujer, algo lógico, ya que el niño le recordaba tanto a ella. Se alegraba de que no estuviera viva y ahorrarle así la preocupación. Era un pensamiento egoísta, pero no podía evitarlo. Recordó su funeral y lo estúpido que se había sentido, avergonzado de estar vivo estrechando la mano de sus viejos amigos. Era una tarde de principios de otoño y las hojas comenzaban a cambiar de color, pero hacía calor y recordaba hacerse sentido incómodo enfundado en su traje negro. Habría querido quitárselo, gritar que aquello era injusto, que era evidente que alguien le estaba jugando una mala pasada. No había prestado atención a las palabras del pastor ni a las expresiones de pésame de los asistentes al funeral. Tan sólo había mirado las nubes espesas y grises que formaban una tormenta en la distancia y había deseado que la lluvia llegara hasta donde él estaba, envolviéndolo en una cortina de agua. Sonrió al recordar cómo las gemelas lo habían tomado por los hombros y lo habían alejado de la tumba y revivió la sensación de juventud que le habían transmitido. Finalmente no llovió; el día se volvió soleado y cálido y la vida continuó.
Y sin embargo le parecía absurdo seguir vivo cuando ella ya no estaba. Era una posibilidad que nunca había contemplado durante los años que pasaron juntos. Siempre había dado por hecho, con una arrogancia típicamente masculina, que él moriría primero y que debía asegurarse de que no le faltara nada. Con esa idea, estaban contratados sus seguros de vida; sólo su testamento contemplaba la posibilidad de que ella muriera antes que él. Recordó qué estúpido se había sentido, sentado en el despacho del médico, consciente por primera vez de que ella se había marchado. Esto no tiene sentido, había pensado, seguro que hay una manera de arreglarlo. No había visto lo absurdo de considerar la muerte como un trámite legal más.
Sonrió al recordar todo aquello. El problema de la ley es que te acostumbra a verlo todo en función de precedentes legales y opiniones, susceptible de ser revisado. Es tan frío, un mundo gobernado por reglas, rígido, que trata de encerrar las infinitas variantes de la naturaleza humana en un sistema de leyes. Ella en cambio siempre había sabido ver cómo afectaba el lenguaje legal a las personas de carne y hueso y eso era lo que convertía las leyes en algo vivo. Todas esas decisiones: vida y libertad; todos esos años de dictar sentencia: inocente o culpable, ella había formado parte de cada una de ellas hasta que murió y entonces no pude seguir.
Eso fue hace diez años y aquí estoy. Pensé que me derrumbaría y moriría, pero no fue así y aún me sorprende.
Ojalá esa zorra estuviera aquí; me la comería viva.
El pensamiento lo hizo sonreír, aunque no era cierto. Se tumbó en el catre y se acurrucó bajo una manta. Esta noche va a helar y falta poco para que nieve. En esta habitación hace frío porque las paredes son muy delgadas y el aire se cuela por un lugar que debo recordar muy bien.
Se preguntó qué clase de casa sería. Seguramente una vieja granja con un cuerpo central de dos plantas y dos alas laterales. Y seguramente aislada en el bosque, sin vecinos, ni tráfico cerca, se dijo, irritado.
Bueno, pensó con un suspiro, no importa. Ningún lugar está tan lejos de la civilización que sea imposible encontrarlo. Ningún lugar está a salvo del brazo de la ley.
Pensó en sus secuestradores y se irritó aún más. Ni siquiera hay uno vigilando la puerta. Están tan convencidos de lo que hacen que se fueron todos a dormir. No nos temen ni a Tommy ni a mí, ni a Duncan y a Megan, y tampoco a la policía que, si mi deseo se cumple, echará abajo esa puerta muy pronto y los freirá a tiros.
Este último pensamiento lo avergonzó; debería querer verlos arrestados y juzgados, engullidos por el sistema. Pero he sido juez durante treinta años y no confío en los de mi profesión, no señor. Su cinismo lo sorprendió y volvió a concentrarse en su situación actual.
¿Por qué están tan confiados? Deberían estar nerviosos, sudorosos, ansiosos, caminando por la casa sin dormir, en tensión. Y sin embargo está todo en silencio, como si fuéramos una típica familia de un barrio de las afueras reponiendo fuerzas para una nueva jornada de trabajo. No lo entendía; deberían estar alerta, vigilándolo todo. No les preocupa que les veamos la cara; no tiene ningún sentido.
El juez se revolvió incómodo en el catre. Durante treinta años en su sala del tribunal había presidido numerosos juicios por secuestro. Trató de recordar algún caso que se pareciera a éste pero no conseguía concentrarse, sólo podía pensar en aquella mujer y en la amarga sonrisa con la que los miró en el estacionamiento.
¿Qué es lo que hicieron? Nos secuestraron y esa mujer se comporta como si nos conociera, o como si supiera algo sobre nosotros. Aquí está pasando algo que no entiendo.
Sintió el frío de la noche y se arrebujó en la manta. Es muy peligrosa, pensó. Los otros lo son menos, a pesar de que van armados; no tienen su determinación. Acabará por contarme lo que pasa, es parte de su arrogancia; ella dicta las reglas.
Se tumbó otra vez en el catre. No podía cerrar los ojos así que permaneció mirando fijamente la bombilla, esperando que amaneciera.
Olivia Barrow se deslizó desnuda en la cama. El frío de la noche le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío, así que tomó una de las mantas de la cama y se la echó sobre los hombros como una capa. Vio cómo Bill cambiaba ligeramente de postura y después se quedaba dormido otra vez. Era un amante aburrido, que gruñía, jadeaba y se movía con una insulsez irritante. Se tumba encima de mí como si fuéramos a aparearnos y después de tener un orgasmo de desploma como si estuviera muerto. Se mordió el labio en un súbito gesto de nostalgia, recordando los momentos pasados en la cama con Emily.
Caminó hasta la ventana y observó la oscuridad sólo iluminada por la luna. Es luna de invierno, pensó, brilla con la luz de los muertos y hace que todo parezca más frío, cubierto de escarcha. La ventana daba a la parte trasera de la casa y miró por encima de la pequeña parcela de hierba hasta la hilera de árboles a menos de cincuenta metros. Era como estar en los límites del océano, los árboles haciendo las veces de crestas de las olas. Una vez ahí es fácil perderse.
Pero no para mí. He recorrido esta propiedad demasiadas veces; primero con esa estúpida agente inmobiliaria que insistía en enseñarme casas más cerca de la ciudad. Se había tragado su historia por completo: escritora recién divorciada que necesita un lugar aislado y tranquilo donde trabajar. La visión del dinero había atajado posibles preguntas. Y después cien veces más, hasta que me la aprendí de memoria.
Olivia repasó los acontecimientos del día y le parecieron extrañamente fragmentarios, era como si hubiesen ocurrido en varios días, incluso semanas y no en cuestión de horas. Todo había resultado notablemente fácil. Tuve suficiente tiempo para planearlo, como para que algo saliera mal. Desde el mismo día en que me metieron en la celda y cerraron la puerta.
Sonrió y recordó cómo la policía había pensado que, en cuanto pusiera un pie en la cárcel, se desmoronaría y les contaría todo lo que querían saber. Recordó al agente del FBI, con su impecable traje gris, camisa blanca y corte de pelo militar que le hablaba de revolución y de conspiraciones. Sentado frente a ella a una mesa pequeña, le había soltado un discurso sobre cómo las cosas serían más fáciles si hablaba. Podemos ayudarte, había dicho, conseguirte una condena corta y después ayudarte a empezar una nueva vida. Vamos, señorita Barrow, es usted una mujer inteligente, hermosa. No tire su vida por la ventana. ¿Cree que su lugar está aquí, entre putas y drogadictas? Se la comerán viva. Le arrancarán esa bonita piel a jirones, hasta que no quede nada y saldrá de la cárcel fea y vieja. ¿Y para qué? ¿Puede explicármelo?
El agente se había inclinado hacia adelante como un hurón. Por toda respuesta, ella le había escupido a la cara.
El recuerdo de aquello la hizo sonreír. Lo había tomado por sorpresa. Le recordó aquella vez en el instituto cuando desalentó al capitán del equipo de rugby.
La cárcel no la asustaba en lo más mínimo, había esperado un par de riñas, quizá, y después aceptación. En su fuero interno sabía que todas esas prostitutas y yonquis acabarían acudiendo a ella y estaría otra vez al mando. De alguna manera, pensó -aunque esto no se lo había dicho al agente del FBI ni a su padre, cuyas lágrimas no lograba comprender, ni al abogado que éste le había contratado y al que tanto había irritado que se negara a ayudar a su defensa, ni al juez, que dictó sentencia sobre su caso después de aburrirla con un sermón sobre el respeto debido al sistema-, había deseado ir a la cárcel.
Los primeros días allí lo más duro fue adaptarse, no tanto al hecho de estar encerrada, sino a lo limitado del espacio físico. La habían puesto en una celda individual en la llamada «zona clasificada». Pronto supo que seguiría allí hasta que las autoridades de la prisión decidieran qué tipo de prisionera iba a ser. En la celda había una cama, un lavabo y un retrete. Medía 240 por 180 centímetros. Había recorrido esta distancia una, dos, cien veces. Recordó los barrotes, los sonidos de la prisión con su sucesión casi constante de gritos, chillidos, ecos de pisadas, puertas cerrándose. En la distancia se escuchaba siempre ruido de porteros automáticos. Zumbidos, pitidos y más zumbidos que marcaban el ritmo de la vida carcelaria y eran un recordatorio constante de los confines del espacio y las limitaciones de movimientos.
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos recuerdos.
Pensaban que podrían clasificarme, rio interiormente. La primera vez que fue a la cafetería de la cárcel, al terminar de comer dejó caer la bandeja metálica al suelo con un gran estruendo. Después le tiró el café a la cara de la primera carcelera que se le acercó y le dio un puñetazo a la segunda, rompiéndole la mandíbula.
Me clasifiqué yo solita.
Recordó la paliza que le habían dado y como no le dolió. Sonrió y movió la cabeza: mentía, en realidad me hicieron polvo. Durante un mes estuve cubierta de cortes y moretones y pensé que me quedaría coja para siempre.
Pero nunca pudieron hacerme daño por dentro. Eso era lo que tenía que demostrarles, que no controlaban nada, excepto las puertas de entrada y salida. Pensó otra vez en el agente del FBI: las cosas podrían ser más fáciles si hablaba. Habían sido fáciles: desde el primero hasta el último minuto.
Sus ojos detectaron un ligero movimiento en la linde del bosque y vio a media docena de ciervos en el prado iluminado por la luna. Qué vida más terrible la del ciervo, pensó, siempre marcada por el miedo. Al más mínimo ruido sale corriendo. En invierno pasa frío, en el verano se lo comen las moscas. ¿Cuándo están tranquilos los ciervos? Desde luego, no durante el otoño, cuando los persiguen los cazadores desde Nueva Jersey a Canadá. Sonrió. Qué humillante debe de ser la muerte para un ciervo: abatido por un cazador aficionado que ha tenido suerte de no meterse un tiro en la pierna o en la de su compañero de caza, o a una vaca de una granja de los alrededores. O tal vez morir mientras intenta escapar cruzando una carretera, atropellado por un ejecutivo medio borracho, arrastrándose cojeando hasta la maleza para morir solo y con dolor, mientras el cerdo de turno se queja de que se le ha abollado el coche. Viven en constante temor; son unas criaturas asustadizas y estúpidas, incluso si resultan hermosas a la luz de la luna.
Los vio pastar levantando la cabeza de vez en cuando, atentos a los ruidos de la noche. En poco tiempo se habían reunido más de dos docenas en el prado situado frente a la casa. Cuando por fin un ruido los alertó, salieron corriendo, como aguas rizadas en un estanque, y desaparecieron en el bosque. Entonces apartó sus pensamientos de ellos y los dirigió a los prisioneros del ático, después a Duncan y Megan. ¿Estarán llorando?, se preguntó. ¿Pasando la noche sollozando incapaces de dormir? ¿O tal vez están sentados esperando, impotentes? ¿Tienen alguna idea de lo que les espera?
Volvió la vista hacia Bill y decidió que jugaría un poco más con Ramón, espoleando su deseo hasta que no pudiera más. Me deseará, pensó. Y también a Bill. Escuchó a éste roncar y decidió que lo haría sufrir un poco más. Si mantengo la tensión, entonces no se darán cuenta de mis verdaderos propósitos. Tengo que conseguir tenerlos en vilo pendientes de mí. Son como todos los hombres, que piensan sólo con el pito. Lo que yo hago es asunto mío y sólo mío. Me ayudarán mientras piensen que hay algo más y luego estarán demasiado sorprendidos para entender lo ocurrido. Y estaré sola otra vez.
Se levantó dejando caer la manta al suelo y permitió que la luz de la luna bañara su cuerpo desnudo. Era como si la noche la penetrara, lenta y rítmicamente. Balanceó las caderas hacia adelante y abrió ligeramente las piernas, dejando que el aire frío la envolviera y acariciara. Se abrazó con fuerza, para retener a este nuevo amante cerca de sí.
Amanecía cuando Duncan recorrió con la vista el salón de su casa pensando en los problemas que traería el nuevo día. Megan se había quedado dormida en el sofá y en algún momento habían enviado a las gemelas arriba, a su habitación. Estaban en silencio, ignoraba si dormían pero lo sospechaba; conocía por experiencia propia la capacidad que tienen los adolescentes para dormir incluso en las situaciones más difíciles.
Estaba recostado en una butaca siguiendo con la mirada la sombra que se proyectaba en la pared que tenía enfrente, más tenue a cada segundo que pasaba. Por un momento pareció hipnotizado; después movió la cabeza, se espabiló e intentó concentrarse en el día que tenía por delante.
– Bien -dijo en voz alta-. ¿Qué es lo primero que tengo que hacer?
Revivió su conversación con Olivia. Le había advertido sobre acudir a la policía, cosa que no había hecho. Aparte de eso, sus amenazas habían sido vagas y sus instrucciones inexistentes. No le había ordenado que preparara el dinero ni que hiciera ninguna otra cosa.
Ya llegará, se dijo. Y yo, ¿qué hago mientras?
La respuesta era desesperante: únicamente esperar. La idea de ir a su habitación y elegir una camisa y una corbata limpias y un traje de chaqueta, después ducharse y vestirse, como hacía todos los días entre semana, casi le dio ganas de vomitar. ¿Cómo podría representar una pantomima así durante todo el día, sonriendo, estrechando manos, acudiendo a reuniones, revisando papeles?
Miró por la habitación en busca de objetos familiares. Todo parecía tan normal, tan ordenado. He trabajado mucho para mejorar las apariencias: coche nuevo, esta casa, vacaciones en la montaña. Proveer, eso es lo que he hecho, he provisto a mi familia con los frutos del dinero. Y no les ha faltado nada.
Por un instante pensó que envidiaba a Olivia. Solía pensar en ella durante aquellos primeros años, cuando pensé que cualquier día todo se acabaría. Se recordó intentando imaginar cómo sería su vida en la cárcel, el confinamiento, las palizas y las duras reglas que le esperaban también a él. Le llevó años comprender que ella se permitía el lujo de actuar según sus ideales, lo que significaba una suerte de libertad. En cambio él se había vuelto burgués y anodino, lo que en sí mismo es una forma de prisión. Olivia, en cambio, no necesitaba mirar a las gemelas, recién nacidas e indefensas, y darse cuenta de que transformar la sociedad es algo importante, pero no tanto como sacar adelante a tus hijos. Y entonces llegó Tommy y todo cambió.
Movió la cabeza. Para Olivia nada había cambiado. Todos esos años en prisión, donde cada día era exactamente igual al anterior.
Se levantó de la butaca y se colocó al lado de Megan dispuesto a despertarla, pero cambió de opinión. Tuvo el impulso de tocarla, como si eso pudiera servir para tranquilizarla, pero no lo hizo y la dejó seguir durmiendo. Es miércoles, pensó. Subió a ducharse. Primero abrió el agua caliente al máximo, dejando que el chorro ardiente lo cubriera. Después tomó el jabón y se restregó con fuerza todo el cuerpo, con violencia. Cuando el vapor empezaba a llenar el cuarto de baño abrió el grifo de agua fría y dejó que el chorro gélido lo castigara.
Megan se despertó con el ruido del cuarto de baño. Estaba sorprendida por haberse quedado dormida y no sabía muy bien si había descansado o no. Al instante todas las emociones de la noche anterior la envolvieron como una ola que rompe en la orilla.
Al principio se sintió furiosa; que Duncan malgastara el tiempo en algo tan mundano como ducharse la irritaba. Pensaba que todos debían permanecer sucios y desaliñados, que su aspecto exterior delatara lo que sentían en su interior.
Bajó las piernas del sofá y se sentó retirándose el cabello de la cara con las manos e intentando espabilarse. No, se dijo. Hace bien. Debemos estar frescos; no sabemos aún lo que nos deparará el día.
Se levantó y empezó a caminar. Algo tambaleante se dirigió escaleras arriba. Una vez en la habitación miró a Duncan.
– ¿Qué hacemos? -preguntó.
– No estoy seguro -contestó él. Se estaba secando vigorosamente, restregando con energía la toalla por su cuerpo, que tenía la piel enrojecida-. Supongo que esperan que nos comportemos como si nada hubiera sucedido. Se pondrá en contacto, eso me dijo.
– Odio eso.
– Yo también. Pero ¿qué alternativa tenemos?
– Ninguna. -Megan hizo una pausa.- ¿Tú qué vas a hacer?
Duncan respiró hondo.
– Bueno, la otra vez me llamó a la oficina, así que voy a vestirme e ir al banco y hacer como que trabajo mientras espero.
– ¿Crees que estarán bien?
– Sí. Por favor, Megan, no pienses en eso. Sólo ha pasado una noche y estoy convencido de que están bien.
– ¿Y qué pasa con el colegio de Tommy? Lo estarán esperando.
– Llámalos y diles que tiene fiebre.
Megan asintió.
– ¿Y las gemelas?
– Dios, no lo sé. ¿Y tú? ¿No tenías hoy cosas que hacer?
– Nada que no pueda cancelar o mandar a alguien en mi lugar. Diré que tengo gripe también.
Hizo una pausa y continuó:
– No podría soportar no saber dónde están las gemelas. Tienen que quedarse en casa conmigo.
– Muy bien. Llama al colegio…
– Y les digo que están enfermas. ¿Y luego qué?
– Esperas a que yo te llame.
– Dios, no sé si voy a ser capaz.
– Tienes que serlo.
– No puedo soportar esto.
Duncan estaba de pie tratando de hacerse el nudo de la corbata. Lo intentó una vez pero el extremo inferior quedaba demasiado largo. Lo intentó una vez más con el mismo resultado. A la tercera el nudo salía torcido. Se arrancó la corbata del cuello y la tiró al suelo.
– ¿Te crees que disfruto con esto? ¿Crees que lo soporto mejor que tú? ¡Por Dios!, no lo sé. No lo sé. No lo sé. Ahí tienes la respuesta a todas tus preguntas. Tenemos que esperar, ¡maldita sea!
Megan parecía dispuesta a saltar, pero en el último momento se contuvo.
– Muy bien -dijo-. Está bien.
Por un momento los dos permanecieron en silencio.
– ¿Por qué no te duchas y te vistes? Prepararé algo de desayunar y cuando estés vestida despierta a las chicas.
Megan asintió con la cabeza y, casi sin pensar, empezó a desnudarse dejando caer sus ropas al suelo. Duncan, todavía luchando con el nudo de la corbata, salió de la habitación. Mientras bajaba las escaleras hizo un esfuerzo por no mirar hacia la habitación de Tommy.
Megan dejó que el chorro de agua caliente la empapara y lloró hasta hartarse. Cuando terminó se secó rápidamente y se puso unos vaqueros y un buzo. El olor a frito procedente de la cocina casi la hizo desmayar. Tragó saliva y entró en la habitación de las gemelas.
– Vamos, chicas. Arriba.
– ¿Pasó algo? -preguntó Lauren.
– ¿Dónde está papá?
– No pasó nada nuevo y papá está abajo preparando el desayuno. Lávense y vístanse, por favor.
– ¿Tenemos que ir al instinto?
– No, se quedan en casa conmigo.
Las chicas asintieron con la cabeza.
– Y hagan las camas.
– ¡Mamá!
– Escuchen, maldita sea, todavía somos una familia y vamos a comportarnos con normalidad. ¡Hagan las camas!
Karen y Lauren asintieron de nuevo.
Megan bajó despacio las escaleras mientras los pensamientos bullían en su cabeza. Una familia, todavía. Actuar con normalidad. Le repugnaba todo lo que había dicho, lo que había hecho. Oía a las gemelas en el cuarto de baño y le repugnaba el hecho de que se estuvieran lavando para empezar el día, que les hubiera ordenado hacer sus camas, algo que, pensaba, era lo más estúpido que se podía hacer al día siguiente de que hubieran secuestrado a tu hermano.
Entró en la cocina preguntándose si soportaría la luz de la mañana. Duncan la miró.
– ¿Más tranquila? -preguntó.
Megan no contestó.
– Anoche heló -dijo él-. Todo parece de cristal.
– Lo sé -replicó ella sin mirarlo. Sintió un escalofrío y se dio cuenta de que el sol de la mañana no lograría hacerla entrar en calor.
Olivia Barrow dejó el motor en marcha; bocanadas de humo salían del tubo de escape. Dentro del coche de alquiler hacía calor y se desabrochó el abrigo. Giró el espejo retrovisor y se ajustó el sombrero y la larga peluca pelirroja. Miró calle arriba y calle abajo observando a los coches que salían de los caminos de entrada a las casas en dirección a la ciudad. Después se miró de nuevo en el espejo y se limpió una mancha de maquillaje de la comisura del labio. Vestía una bonita falda y camisa blanca bajo un abrigo de lana costoso. En el asiento del copiloto había una cartera llena de papeles sin valor; era parte del disfraz. Estoy perfecta, pensó, la clásica mujer trabajadora que acaba de dejar a sus hijos en el instituto y se dirige a su trabajo. Este lugar resulta perfectamente burgués y predecible. Huele a hipotecas, a buenos sueldos, a paquetes de acciones, a prosperidad. Vallas de estilo neocolonial, coches de importación y universidades privadas. Sólo falta el golden retriever de turno cagándose por todas partes.
Miró calle abajo hacia la casa de Duncan y Megan. No había ningún indicio de presencia de la policía, ni coches sospechosos ni hombres vestidos de jardineros. Tampoco un operario haciendo que arreglaba los cables de teléfono, pero en realidad instalando un sofisticado sistema de escuchas que permitiera a la policía interceptar su próxima llamada. En un barrio así llamarían enseguida la atención, tendría que estar ciega para no verlos. Bien hecho, Duncan y Megan, obedecieron mi primera orden. Hasta el momento todo va bien.
La luz del sol la deslumbró a través del parabrisas y se puso unos anteojos oscuros. Miró su reloj. Vamos, Duncan, pensó. Es hora de ponerse en marcha.
Mientras hablaba consigo misma vio su coche salir del camino de entrada a la casa.
– Buenos días, Duncan -dijo y rio mientras veía el coche desaparecer calle abajo.
– Que tengas un buen día.
Metió la marcha atrás.
– Que tengas un jodido buen día, Duncan.