Megan pasó el día presa de un torbellino de sensaciones contradictorias, incapaz de ahuyentar las visiones que se le presentaban continuamente. Era como estar en un río arrastrada por la corriente, ahogándose entre la espuma verdiblanca y, al momento siguiente, impulsada hacia la superficie luchando por respirar. Hasta tuvo una alucinación de Tommy columpiándose en el neumático que colgaba del gran álamo del jardín delantero y, dando un grito de felicidad, salió corriendo a abrazarlo sólo para pararse en seco delante de la rueda vacía. Al segundo siguiente se volvía, la mano en la oreja, segura de haber oído las pisadas inconfundibles de su padre en la escalera de la casa y tuvo que hacer un esfuerzo por no correr a saludar a un fantasma, obligándose a reconocer que no había vuelto, salvo en su imaginación.
Pensó en las pisadas de su padre, que tenían la ligereza propia de su avanzada edad. Se equivocan quienes afirman que todas las personas mayores caminan pesadamente, como encorvadas por las cargas de la vida. Para algunas de ellas llega un momento en que de repente se sienten más ligeras, como si con el peso de las obligaciones se hubiera evaporado también la fragilidad de los años. Los dos Tommys parecían tener alas en los pies. Somos los adultos de mediana edad los que caminamos con sólida determinación, inmersos como estamos en la rutina y en la preocupación.
Megan miró el cielo gris del atardecer. Una ráfaga de viento se llevó el último montón de hojas secas del jardín y, por un instante, éstas parecieron vivas, saltando y bailando al son de la brisa. Apoyó una mano en la ventana y sintió el frío que se colaba a través del vidrio.
El día que murió mamá hacía calor y el veranito de San Miguel mecía las hojas con un engañoso viento cálido. Se preguntó si su madre habría luchado contra la muerte o, por el contrario, la había aceptado con la misma resignación con que había aceptado casi todas las cosas. Murió de repente, mientras dormía; su corazón dejó de latir una mañana mientras descansaba en la mecedora del porche. El cartero la encontró y llamó a una ambulancia, pero ya era tarde. Era un hombre joven, con barba, que siempre tenía una palabra amable para Tommy. Ese día pasó por su casa y les dijo que cuando la encontró estaba sonriendo y al principio pensó que estaba dormida, pero la forma en que le colgaba el brazo le hizo reparar en que había muerto.
Ojalá hubiera tenido ocasión de despedirme antes de que se marchara así. Pero era su manera de hacer las cosas, en silencio y eficientemente.
Ojalá estuviera aquí ahora, pensó Megan de pronto. Ella sabría qué hacer y no pasaría el tiempo llorando y retorciéndose las manos en gesto de desesperación. En su lugar, tendría todo tipo de planes e ideas. Analizaría las emociones y las ordenaría y después decidiría qué hacer, en vez de limitarse a esperar que algo horrible ocurriera, como hago yo.
No permitiría que murieran.
Todos esos años siendo la compañera del juez le dieron a mi madre fuerza y confianza. Mi padre siempre fue una combinación de jugador de rugby, marine, juez y tipo duro. En las peleas nunca duda; se enfrenta a la vida como lo hace a los delincuentes: con decisión y tomando siempre el camino correcto.
Pero mamá era más sutil. Siempre veía las ramificaciones, los efectos secundarios de cada acción y tenía visión de conjunto. Era capaz de avanzar por el campo de minas que es la vida con paso ligero y delicado, esquivando todos los peligros. Qué ciega estaba cuando era joven y pensaba que se había sacrificado demasiado, abandonando sus estudios de Derecho para apoyar a su marido.
Megan se alejó de la ventana y se dirigió hacia la pared donde colgaban los retratos de la familia. Vio la fotografía de Tommy con el marco roto. Después de cortarse el dedo, Duncan había dudado si colgarla de nuevo o no. Finalmente había retirado los fragmentos de vidrio y la había devuelto a su sitio. Eso la tranquilizaba, pues no habría podido soportar que la fotografía de Tommy, aunque rota, no ocupara su lugar habitual en la pared, junto a la de las gemelas y sobre un retrato de la familia completa. Contempló todas las fotografías hasta detenerse en una del juez y su madre tomada pocos años antes de la muerte de ésta. Sus cabellos se habían vuelto plateados pero sus ojos estaban llenos de vida y energía.
Seré más como tú, pensó Megan. Seré más fuerte.
Miró a los ojos de su madre en la fotografía y pensó: Sé lo que harías en esta situación.
¿Qué, cariño?
Lucharías por tu hijo.
Por supuesto que lo haría, para eso estamos las mujeres.
Estamos para muchas cosas.
Desde luego, cariño, estamos aquí para ser abogadas y médicas y agentes inmobiliarios y cualquier cosa que queramos. Pero sobre todo estamos para nuestros hijos. Pensarás que eso suena tonto y conservador, pero es la verdad. Somos nosotras quienes los traemos al mundo y quienes debemos cuidarlos…
Pero Duncan…
¡Vamos, Megan! Ya sé que eres muy moderna, pero él es hombre y no lo sabe.
¿No sabe qué?
Que el dolor del parto es sólo el primero, después vienen muchos más.
Lo sé.
Entonces sabes lo otro, también.
¿Qué cosa?
Que una vez que traemos a estos niños al mundo nunca dejan de ser parte de nosotras, y por eso luchamos tanto por ellos. Luchamos para educarlos, después para verlos crecer y nunca nos rendimos, por muchas otras obligaciones que tengamos. Nunca.
Tienes razón.
Pues claro que la tengo. ¿Y sabes otra cosa?
¿Qué?
Que eso es lo que nos hace más fuertes de lo que nadie, ni siquiera nosotras mismas, supone. Por eso los hombres nos subestiman. Mira en tu interior y verás hierro y acero, nervios y músculos. Busca más adentro y los encontrarás. Y cuando necesites ser fuerte, lo serás.
Tengo miedo. Tengo miedo por los dos Tommys.
No hay nada de malo en tener miedo, cariño, siempre que no dejemos que nos impida cumplir con nuestra obligación.
¿Y cuál es?
Lo sabrás.
¿Estás segura?
Completamente.
– Entonces yo también lo estoy -dijo Megan en voz alta. Después respiró hondo y suspiró. Entonces oyó a Karen y a Lauren que la llamaban desde la cocina.
– ¡Mamá! ¿Estás bien? ¿Estás con alguien?
– No -contestó Megan-. Estaba hablando sola.
Se serenó y fue a ver a las gemelas.
Duncan estaba sentado a su mesa pensando en cómo conseguir el dinero para Olivia. Había pasado la mayor parte del día al teléfono con su agente de bolsa de Nueva York, con una agente de la propiedad en Vermont y otras personas relacionadas con sus inversiones. Todos habían reaccionado con consternación al escuchar la palabra «vender» y habían tratado de disuadirlo, aunque él había insistido simulando bromear, temeroso de dejar traslucir el pánico que sentía y que alguno de sus interlocutores adivinara sus motivos para vender. Así que contó chistes, anécdotas y simuló despreocupación tratando de dar la impresión de que aquello eran puros trámites, vender para invertir en otra parte y no el producto de una situación angustiosa.
A mediodía ya estaba en situación de calcular aproximadamente cuánto dinero había logrado reunir. Sabía que tendría que aceptar la primera oferta que le hicieran por el terreno, así que contaba con perder dinero en esa transacción. Y la venta de las acciones y los bonos le proporcionaría unos 86.000 dólares, pero ese cheque tardaría en llegar y pasarían semanas antes de que percibiera suma alguna por el lote de Vermont. La casa donde vivían ya estaba hipotecada, pero la hipoteca tenía más de doce años de antigüedad, de modo que poseía una línea de crédito basada en su valor de mercado. No quería canjear directamente esa cantidad ya que, suponía, más adelante lo necesitaría para reponer lo que pensaba robar. Ése es el problema del dinero en efectivo hoy día, que no se puede disponer de él inmediatamente como no sea atracando una licorería. El dinero en efectivo está pasado de moda, ahora está todo en documentos, en tarjetas de plástico y en las computadoras de los bancos. Si lo necesitas tienes que llenar formularios por triplicado, someterte a una inspección y, por último, esperar. Era parcialmente consciente de la ironía en este hecho: He obligado a tanta gente a pasar por estos mismos trámites, pensó, y ahora me toca a mí. Se consoló pensando que la semana siguiente le llegaría el cheque de su agente de inversiones, lo que bastaría para el primer pago de lo que debería al banco.
Debería llevarme el dinero a Las Vegas o a Atlantic City y jugármelo al blackjack o a las máquinas tragamonedas e intentar ganar más. Tendría las mismas oportunidades que aquí. Porque eso es lo que estoy haciendo: jugarme el dinero. Se encogió de hombros; haría lo que le habían pedido y después se enfrentaría a las consecuencias cuando éstas llegaran.
Lo primero es recuperar a Tommy, pensó.
Seguía dándole vueltas a lo de robar el dinero y después tratar de adivinar cómo querría Olivia que se lo entregara. Tendrá que ser una entrega directa, pensó, debo convencerla de ello. Le daré el dinero y que me entregue a Tommy, no me fío de ella en absoluto. Siguió tratando de imaginar las maniobras futuras de Olivia, aunque no confiaba en tener más noticias de ella o de los otros secuestradores ese día.
Preferirá dejarme sufrir un rato, sabe muy bien que me ha puesto nervioso y ahora se mantendrá en silencio para aumentar la tensión. Sabe que cuanto más tenso esté yo, más fácil le será obligarme a hacer todo lo que me pida. Sabe perfectamente que para mí es tan terrible tener noticias de ella como no tenerlas.
Por un instante se sintió satisfecho con su comprensión de la situación. Conozco a Olivia, pensó, mejor de lo que ella cree y debo usar ese conocimiento en mi beneficio. He de encontrar la manera de desconcertarla, sólo un poco, no tanto como para asustarla sino lo suficiente para que se dé cuenta de que hasta ahora ha tenido el control, pero que llegado un momento tendremos que compartirlo.
Es necesario obligarla a desviarse un poco de sus planes, lo justo para que se dé cuenta de que esto son negocios. Entonces yo tendré la ventaja, porque sé cómo hacer un trato y ella no. Sé cómo apretarle las tuercas, primero haciéndola pensar que tiene las de ganar y finalmente neutralizándola.
Entiendo de dinero: cómo ganarlo y cómo robarlo.
De pronto lo invadió una oleada de confianza que se evaporó casi instantáneamente. Sí, pensó, entiendo de bancos y de acciones y bonos, de todo lo que tiene que ver con la administración de dinero, pero ella sabe administrar venganza.
Se esforzó por ahuyentar el pánico y se concentró en cómo robaría su propio banco. Era irónico, si sólo quisiera hacer un desfalco podría usar las computadoras, creando cuentas falsas para canalizar el dinero; así es como se hacían ahora estas cosas, con un poco de matemáticas creativas y unas cuantas transferencias de cuentas importantes. Se pasa el dinero a una cuenta falsa y después se transfiere a una cuenta personal en un banco en las Bahamas. Sabía de un competidor que había sido descubierto haciendo una operación similar. Lo habían atrapado porque cometió un error fatal: volverse demasiado ambicioso. El éxito es el padre de la avaricia. Si eres modesto y te conformas con una cantidad de dinero que te permita llevar una vida confortable, en lugar de hacerte rico, entonces no es tan difícil salirte con la tuya.
Recordó de pronto cuando, siendo niño, había entrado con uno de los muchachos de su vecindario en una tienda de «todo a diez centavos». Aquel niño era como un imán para los demás, algo mayor que el resto y con más experiencia, con la autosuficiencia propia de la juventud. Un chico de cara pecosa, cabello rojo y complexión fuerte, hijo de un agente de policía, lo que a los ojos de los otros niños le daba una especie de inmunidad. Fue el primero en bajar en bicicleta la ladera más empinada, el primero en fumar un cigarrillo a escondidas. También fue el primero en caminar sobre el estanque helado de Fisher, aun cuando éste crujiera bajo sus pies. También fue el primero en bañarse en el pantano, chapoteando en las negras y frías aguas, riéndose de los otros chicos que se preocupaban por minucias tales como los numerosos carteles de AGUAS PELIGROSAS. PROHIBIDO BAÑARSE. Y yo fui inmediatamente detrás, pensó Duncan. Un segundo de duda me impidió ser el primero, pero enseguida me tiré al agua. Entonces cualquier cosa suponía un desafío y yo siempre era el siguiente, mi duda inicial rápidamente transformada en sentimiento de culpa por no haberme atrevido a ser el primero e impulsándome a seguirlo.
Recordó a aquel chico caminando por uno de los pasillos de la tienda y después por otro, como si buscara algo en particular, pero en realidad esperando el momento adecuado para llenarse los bolsillos de caramelos. Después, con la bravuconería que daba la extrema juventud, se dirigió al mostrador y preguntó al dependiente si tenían tarjetas de «Ponte bien pronto» para su hermana, que estaba en el hospital. La mujer le señaló el pasillo correcto y el muchacho le respondió con un: «Gracias, pero ésas no son como las que quería», antes de salir. Una vez en la calle y después de enseñar a los demás lo que había robado, señaló a Duncan y le dijo: «Ahora te toca a ti».
Así que Duncan lo intentó. Vio cómo la mujer del mostrador lo seguía con la mirada mientras hacía lo mismo que su amigo, recorrer el pasillo una y otra vez y, en cuanto se dio la vuelta, agarró un solo caramelo de la estantería y se lo metió en el bolsillo. Después, exactamente igual a lo que había hecho su amigo, se dirigió a la mujer. «Supongo que tú también buscas una tarjeta para tu hermana. ¿No?», le preguntó ésta, sarcástica, y Duncan supo en ese momento que lo sabía todo y que había dejado a su amigo salirse con la suya por alguna razón desconocida. Así que, por toda respuesta, sacó diez centavos del bolsillo y los puso en el mostrador. Luego echó a correr, aunque había pagado por el caramelo y por lo tanto no estaba robando. La mujer lo llamó: «¡Eh, te olvidas del cambio!». No, había contestado él interiormente, pensando en los caramelos que se había llevado su amigo; te lo debemos. Y salió de la tienda a toda velocidad.
Entonces tenía nueve años.
Me traicionaron los nervios, pero era una ciudad pequeña y mi padre me habría castigado si llegaba a enterarse. Por primera vez en muchos años Duncan pensó en sus padres. Los dos habían sido profesores, aunque su padre había ascendido a director del instituto local, en el estado de Nueva York, antes de morir. Ambos habían muerto ya mayores, cuando él cursaba el último año en la universidad, en un accidente automovilístico, durante una lluviosa noche de otoño.
Un agente de la policía estatal le había comunicado la noticia por teléfono de forma fría y mecánica. Estaba en el teléfono del vestíbulo de la residencia y una docena de estudiantes se había acercado a él y escuchado descaradamente la conversación, pensando al principio que estaba hablando con una chica y preguntándose si ésta sería guapa y si se habían acostado y después escuchando con creciente curiosidad al comprobar que se trataba de otra cosa.
– Hola, ¿es usted Duncan Richards?
– Sí, ¿quién es?
– Soy el agente Mitchell, del cuartel de New Paltz. Me temo que tengo que darle una mala noticia.
– Ah.
– Sus padres han fallecido en un accidente en la carretera número 9, cerca de aquí.
– Ah.
– Una grúa que remolcaba un tractor en sentido contrario derrapó con las hojas mojadas que había sobre el asfalto. Murieron instantáneamente.
– Ah.
– Lo siento. Siento ser yo quien le dé la noticia.
– Agente, no entiendo muy bien. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?
– Hijo, me temo que yo no puedo contestarte esa pregunta.
Duncan recordó que su tío lo había llamado una hora más tarde. Era un hombre nervioso al que Duncan conocía sólo superficialmente y que estaba casi histérico. Sólo se calmó cuando supo que únicamente tenía que ocuparse de organizar el funeral. Todo pareció tan apresurado, tan rápido. Estaban vivos y al minuto siguiente los dos se habían ido; fue la única vez en su vida en que echó de menos tener un hermano o una hermana. El funeral había resultado bastante formal, sin verdaderas lágrimas ni emoción sincera, tan sólo una serie de familiares y conocidos cumpliendo con lo establecido, directores de colegio, profesores, políticos locales. Nada que ver con el funeral de la madre de Megan. La gente la quería. En cambio a mis padres no los conocían, así que acudieron a su funeral como quien cumple un trámite más.
Y no creo que yo los conociera mucho mejor. Por eso decidí que con mis hijos sería distinto, no dejaría que nada se interpusiera entre ellos y yo. Aunque en ocasiones les robara algo de tiempo de estar con ellos para hacer horas extras en el trabajo o jugar una partida de tenis, siempre se lo he compensado. Eso siempre lo tuve claro, entendí muy bien la deuda que los padres tienen con sus hijos. Somos como la ventanilla de un banco que está siempre abierta para retirar dinero. Nunca cierra, y así es como debe ser.
Se imaginó de nuevo a Tommy en aquella pequeña habitación. Podría perderte, pensó y recordó todas las ocasiones en que le había hablado con dureza o le había negado algún capricho y pensó: No podré compensarte. Todas esas veces en que te privé de algún pequeño placer, aunque fuera por enseñarte algo o por mantener la armonía familiar.
Con Tommy era así, le quitaba cosas y le daba otras, intentando enseñarle lo que es la vida. En eso consiste ser padre y ahora es posible que no tenga ocasión de compensarlo por lo que le he quitado.
Pero no dejaré que eso ocurra. No tendré ninguna duda.
Se vio de nuevo siendo un niño, siempre dudando un instante. Pero ahora no, se dijo, y fue como dar una orden militar a su corazón. Esta vez no dudaré ni una milésima de segundo.
Se levantó, caminó hasta la puerta de su despacho y observó el resto del banco. Era casi la hora de cierre y percibió la acelerada energía de los empleados mientras remataban las tareas de la jornada. Mañana, pensó, el banco abrirá hasta tarde para atender a los numerosos clientes de los viernes. Horario de tarde: de cinco a siete.
Sólo que mañana cerrarían un poco más tarde.
En el ático, el juez Pearson y su nieto jugaban a piedra, papel o tijera para pasar el rato. Contaban juntos «¡Una, dos y tres!» y sacaban el puño cerrado, los dedos extendidos o la mano plana. El papel envuelve a la piedra, la piedra rompe las tijeras y éstas cortan el papel. Ganó Tommy, después el juez, luego Tommy otra vez. El tiempo pasaba despacio. Una y otra vez, piedra, papel o tijera.
El día había transcurrido entre sobresaltos. A mediodía Bill había prometido buscarles un mazo de naipes, pero luego volvió diciendo que no lo había encontrado. Les dijo que les compraría uno si Olivia lo mandaba salir, pero sólo con el permiso de ella. Confesó al juez de mala gana que Olivia se había negado a darles algo para leer o a subirles un televisor. Tommy pidió papel y lápiz para dibujar o escribir una carta, pero Bill negó con la cabeza. Tendrían que entretenerse como pudieran, lo sentía.
Así que los dos Tommys se dedicaron a distraerse con juegos de palabras. Al juez le recordaba las horas pasadas en un coche, en un atasco. Llegado un momento, había puesto al niño a hacer algunos ejercicios de gimnasia para que estirara las articulaciones y liberara parte de la energía que, sabía, estaba acumulándose de forma preocupante en su interior. Tras pensar un momento se unió a su nieto en los estiramientos, dándose cuenta de que tampoco a él le haría ningún bien dejar que el cuerpo se le entumeciera.
El aburrimiento le resultaba aún más odioso que el confinamiento y se despreciaba a sí mismo por permitir que su secuestro se hubiera convertido en una situación tan banal, tan pasiva. Debo forzarme a pensar, a estar alerta, se insistía a sí mismo, pero era incapaz de vencer la apatía que le producía la espera. Era casi un dolor físico, irritante, del tipo que produce una muela cariada o un tobillo torcido. Se daba cuenta de que estaba agotado y sin embargo no había hecho nada salvo ver pasar el tiempo lentamente. Era como si la tensión generada por la situación se hubiera interrumpido temporalmente y no podía evitar pensar que era posible que en cualquier momento Olivia o alguno de los otros entraran en la habitación y, simplemente, los mataran a los dos. Entonces, ¡cuán amargas habrían resultado esas últimas horas, desperdiciadas en el más completo hastío! Sería horrible morir después de pasar los últimos minutos de vida bostezando víctima del aburrimiento.
Miró a Tommy, que había agarrado el clavo que habían encontrado durante su primera inspección del ático y estaba raspando con él los paneles de madera de la pared. El ruido se asemejaba al de una rama azotada por el viento que araña el vidrio de una ventana. Vio cómo Tommy inscribía sus iniciales en la madera y después añadía las suyas y eso lo hizo sonreír.
– Pon también la fecha.
– Dale -dijo Tommy-, ¿y alguna cosa más?
– No -contestó el juez-. O sí, espera. Escribe un mensaje.
– ¿Para que lo lea alguien?
– Sí, como por ejemplo tu madre o tu padre.
– Ah -dijo Tommy-. Eso es fácil.
Se puso a escribir con la concentración y el cuidado propios de los niños cuando les interesa lo que están haciendo y pronto terminó. Pasado un momento su abuelo le preguntó:
– ¿Qué escribiste?
– Puse: Los echamos de menos y los queremos. ¿Está bien?
– Es perfecto.
– Es como la carta a papá y a mamá que no me dejan escribir.
– Desde luego.
Tommy le devolvió el clavo a su abuelo, que lo escondió bajo una de las almohadas. Quería preguntarle qué pasaría ahora, pero se dio cuenta de que nadie lo sabía y fue capaz de contenerse. Miró a su abuelo y pensó que su cara parecía más pálida, su pelo más blanco y que su piel estaba casi transparente y lo preocupó que estuviera debilitándose. Se estremeció y se acercó al anciano.
– ¿Qué ocurre, Tommy?
Éste movió la cabeza.
– Vamos, ¿qué es lo que pasa?
– Es que me asusté de repente; me daba miedo estar solo.
– Estoy aquí contigo.
– Ya lo sé, pero me daba miedo que no estuvieras.
El juez abrazó al niño y se rio un poco.
– Vamos, Tommy, no voy a desaparecer de repente, ya te lo he dicho: estamos juntos en esto y saldremos también juntos, así que no te preocupes. Apuesto a que muy pronto estaremos en casa de papá y mamá comiéndonos una pizza y contándoles nuestra aventura.
– ¿Tú crees?
– Estoy seguro, e imagínate lo divertido que será ver también a Karen y a Lauren. Apuesto a que querrán saber todo lo que nos ha pasado mientras estamos aquí.
– Eso seguro.
– Así que no te desanimes. Ya sé que es difícil estar aquí sentado sin hacer nada, pero pronto terminará todo y tendremos mucho que contar.
Tommy suspiró y su cuerpo se relajó. Pasados unos segundos habló de nuevo:
– Abuelo, ¿me cuentas una historia, por favor?
– Claro. ¿Qué clase de historia quieres?
– Una sobre ti cuando eras joven. De cuando fuiste un soldado valiente, un marine.
El anciano sonrió.
– El que ha sido marine lo será siempre -dijo-. Ése es el lema del cuerpo: Semper Fidelis. ¿Lo sabías?
– Sí-sonrió Tommy-. Ya me lo habías contado. Siempre fiel.
– ¿Ya te lo había contado? -el juez rio y pinchó al niño en las costillas, bromeando-. ¿Quieres decir que me repito?
Continuó haciéndole cosquillas a Tommy, que empezó a retorcerse y finalmente sonrió.
– Sí, sí, no, no, por favor, abuelo. No deberíamos reírnos.
– ¿Por qué?
– Pueden oírnos y enfadarse.
– Pues peor para ellos. No debemos dejar que nos asusten todo el tiempo y, además, la risa sienta bien. ¿Alguna vez te conté que reírme me salvó la vida?
– No. ¿Qué pasó?
– Pues fue en Guadalcanal, ya te hablé de ese sitio, ¿no?
Tommy asintió.
– Mi pelotón estaba en la vanguardia, eso quiere decir que éramos los primeros del batallón y avanzábamos por la selva. No sabíamos dónde estaba el enemigo y tampoco estábamos seguros de si nos atacaría él a nosotros o nosotros a él. Cuando por fin hicimos un alto para pasar la noche estaba oscuro y daba miedo y hacía calor. Nos atrincheramos y esperamos a que llegaran nuevas órdenes, tratando mientras tanto de dormir un poco, preocupados por lo que podría pasar. ¿No te había contado nunca esta historia?
– No, no. ¿Qué pasó?
– Bueno, estábamos convencidos de que habría problemas, porque el enemigo estaba cerca y sabíamos que estaba esperando el momento adecuado para atacarnos, así que estábamos muy nerviosos. Algo parecido a como estamos tú y yo ahora, cuando estás nervioso porque no tienes ni idea de lo que va a pasar.
– ¿Y qué tiene que ver lo de la risa?
– Ahora viene eso. Uno de los hombres del pelotón se llamaba Jerry Larsen y era de Nueva Jersey, así que lo llamábamos Jerry Jersey, y cada vez que se asustaba contaba un chiste, siempre el mismo.
– ¿Y qué chiste era?
El juez se recordó de pronto agazapado tras unos sacos de arena, joven, sudoroso y cubierto del polvo del campo de batalla y escuchando el chiste y su frase final: «He dicho moño, no coño». Miró a su nieto y se preguntó si conocería esa palabra. Puede que sí y puede que no; siempre es difícil adivinar lo que saben los niños, y más difícil aun lo que son capaces de entender.
– Bueno, era un chiste para adultos.
– ¿Un chiste verde?
– Sí. ¿Quién te ha enseñado esa expresión?
– Karen y Lauren.
– ¿Y qué más te han enseñado?
– Nada más, dicen que soy demasiado pequeño.
– Y tienen razón.
– Anda, abuelo. Por favor…
– Lo eres.
– ¿Me vas a contar el chiste?
– Cuando seas mayor.
– ¡Abuelo!
– Cuando seas como Karen y Lauren.
– Bueno -aceptó Tommy de mala gana-. ¿Y luego qué pasó?
– Bueno, pues el caso es que todos habíamos oído ese chiste como un millón de veces, porque aquélla no era la primera vez que pasábamos miedo. Pero lo extraño era que siempre nos hacía gracia, aunque sabíamos el final, hasta las palabras exactas, pero siempre nos reíamos. Y no es que fuera un chiste especialmente bueno, pero por alguna razón, no sé cuál, supongo que tenía que ver con la tensión, todo el pelotón nos reíamos a carcajadas cada vez que lo contaba… Total, que eran como las tres de la mañana y casi todos estaban intentando dormir menos Jerry y yo y otros dos muchachos que estaban de guardia, y bastante nerviosos, porque en la jungla nunca hay silencio; da igual la hora que sea, siempre hay algo que se mueve y resulta difícil saber si se trata de animales o de personas. Hacía calor y estábamos cansados y de repente oigo a Jerry a pocos metros de mí empezando a contar el chiste. A principio me enfado, tengo miedo e intento hacerlo callar, pero sigue contando el chiste y me empiezo a reír. No muy fuerte, sólo un poco. Pero el hombre que estaba durmiendo a mi lado se despierta y se vuelve y me pregunta: «¿Qué pasa?», y yo le contesto que Jerry ha vuelto a contar su chiste. Me responde con un gruñido pero, como él también se sabe el chiste de memoria, no puede evitar reírse, lo que despierta al teniente y a unos cuantos más, y en pocos segundos estamos todos despiertos y susurrando, intentando enfadarnos con Jerry Jersey por no dejarnos dormir y entonces yo oigo un ruido, totalmente distinto y delante del pelotón.
– ¿Y qué era?
– Pues resultó que era un escuadrón enemigo avanzando hacia nuestra posición.
– ¿Y qué pasó?
– Pues que combatimos y ganamos.
– ¿De verdad?
– De verdad.
– ¿Con disparos y todo?
– Sí, usamos la artillería también, así que hubo explosiones. Era como estar en medio de los fuegos artificiales del 4 de julio. Terrible y hermoso al mismo tiempo.
– ¿Y le disparaste a alguien?
– Sí y no.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que estaba tan oscuro que no se veía nada. Yo disparaba mi rifle, como todos los demás, pero no sé si alcancé a alguien. Pero ésa no es la cuestión, la cuestión es que si no nos hubiéramos despertado con el chiste el enemigo nos habría tomado por sorpresa y tal vez no hubiéramos ganado el combate.
– Ya veo. ¿Y qué pasó después?
– Por la mañana hubo una gran batalla, pero ésa es otra historia. Aunque te diré algo: después de esa noche teníamos una regla: cada vez que la cosa se ponía fea, Jerry Jersey contaba el chiste. Era como nuestro amuleto, porque nos había salvado la vida aquella noche.
– ¿Como un conjuro mágico?
– Exacto.
– Deberíamos inventarnos uno nosotros.
– De acuerdo, veamos…
El juez sintió de pronto una aspereza interior. No era el mejor de los conjuros: recordó haber pasado, meses más tarde, junto al cuerpo sin vida de su amigo, en una isla diferente. Un francotirador le había disparado en la frente y su cuerpo estaba rígido, como en un simulacro de muerte, como si pretendiera ocultar su envidia por los vivos. El juez recordó cuán terrible le había resultado la visión de aquellos hombres muertos de un solo disparo o por un único trozo de metralla. Por alguna extraña razón prefería ver cadáveres destrozados por grandes explosiones, cuerpos despedazados por las ametralladoras o las minas. Era como si sus muertes le resultaran menos caprichosas, menos concretas. Si Jerry Jersey hubiera agachado la cabeza una milésima de segundo antes habría vivido. En una batalla donde pedazos letales de metal volaban por el aire, la muerte resultaba algo lógico y en cierto modo comprensible. ¿Quién podría esperar sobrevivir a una tormenta de fuego? Pero la idea de que alguien matara a otra persona de un solo disparo dirigido a su corazón o a su cabeza le resultaba intolerable.
Incluso después de morir Jerry siguieron contando su chiste. Y pareció funcionar, al menos un poco.
– Abuelo, ésta es una adivinanza que aprendí en el colegio: Soy animal que viajo: de mañana a cuatro pies, a mediodía con dos y por la tarde con tres.
El abuelo rio:
– Es una buena adivinanza -dijo.
– ¿Cómo podemos convertirla en conjuro mágico? -preguntó el niño.
– Simplemente diremos: cuenta la adivinanza de los pies y los dos sabremos de qué se trata. ¿Qué te parece?
– La adivinanza de los pies. Muy bien.
Tommy agarró la mano de su abuelo y los dos se miraron con fingida solemnidad, después sonrieron y por fin soltaron una carcajada.
– ¿Crees que funcionará? -preguntó el niño.
– ¿Y por qué no?
– Sí-contestó Tommy con firmeza-. ¿Por qué narices no iba a funcionar?
– ¡Tommy! -exclamó el juez-. ¿Quién…?
– Bueno, es lo que dice papá cuando está enfadado y quiere sonar enfadado, como cuando me dice: «Tommy, ¿por qué narices no te metes en la bañera?», o cosas así.
El juez se rio ante lo bien que imitaba el niño la voz de su padre. A veces nos olvidamos que educamos a nuestros hijos a nuestra imagen y semejanza, pensó.
Tommy sonrió y se levantó.
– Abuelo, hay una cosa que me ha preocupado todo el día. Es la primera vez que paso todo un día sin mirar el cielo, y no sé qué tiempo hace afuera. Ni siquiera me pasa cuando estoy enfermo en la cama. Entonces tengo la ventana de mi habitación, e incluso cuando era pequeño y tenía que ir al hospital para hacerme todas esas pruebas, siempre lo sabía de alguna manera. Siempre podía mirar al cielo por algún sitio y ver qué día haría si estuviera afuera jugando. Pero aquí no sé si llueve o nieva o si hace viento o hay sol, o si hace un poco menos de frío y podría salir al patio en el colegio sólo con el suéter. Aquí no sabemos nada y eso me preocupa -movió la cabeza-. Es como estar en la cárcel.
El juez se levantó y se acercó al niño. La cárcel, pensó, y una extraña asociación de ideas se inició en su cabeza.
– Bien, veamos. Podemos intentar adivinar, ¿te parece? -dijo, pero en su cabeza no hacía más que darle vueltas a lo que había dicho su nieto.
– Pero ¿cómo?
– Bueno, si hubiera llovido habríamos oído las gotas golpeando contra el tejado y bajando por las canaletas. Deben de estar justo afuera del ático así que podemos descartar la lluvia.
– Bien, no llueve, pero ¿y nieve?
– Buena pregunta, pero cuando nieva de alguna manera se siente en el tejado, hace más frío. Ven, déjame que te levante y así tocarás el techo, dime si sientes más frío.
El juez estaba improvisando, pero aun así levantó al niño de forma que pudiera tocar el techo.
– Hace frío -dijo Tommy-, pero no tanto.
– Entonces, ¿qué opinas?
El juez había bajado al niño y éste se dirigió a la parte donde la pared era más delgada. Apoyó la oreja y permaneció unos minutos en silencio, después se estremeció.
– Sí, hace frío, y también escucho un poco de viento.
– Así que podemos suponer que ha bajado la temperatura y hace algo de viento.
– Pero ¿y qué hay del cielo? ¿Estará nublado o habrá sol? -preguntó Tommy.
– Ahí me atrapaste -repuso el juez-. A veces el viento se lleva las nubes; otras en cambio las hace acumularse.
Tommy se estremeció de nuevo.
– Creo que está nublado -dijo-. Creo que por la mañana había un montón de nubes grises y la gente fue con botas al colegio y a trabajar porque pensaba que iba a nevar. El aire se nota húmedo, como cuando empieza a hacer frío, pero todavía no ha nevado.
– Bueno, el año pasado tuvimos quince centímetros de nieve dos semanas antes de Acción de Gracias, ¿te acuerdas?
– En primavera anduvimos en trineo en Jones Farm.
– Así que podría estar llegando el invierno.
– Ojalá -dijo Tommy-. Este año voy a jugar al hockey sobre hielo en la liga de principiantes.
El juez se dio vuelta. Este año, pensó, y sintió unos deseos inmensos de esconder la cabeza como un avestruz y huir de la realidad, pero en lugar de ello miró a Tommy caminar de nuevo hacia la pared y palpar la madera suavemente, empujando los tablones.
– Abuelo -dijo-. Creo que deberíamos empezar a intentar arrancarlos. A lo mejor raspándolos con el clavo, como dijiste. Además, así tendría algo que hacer.
El juez vio la expresión de duda de su nieto y de pronto pensó: ¿Y por qué no? Se levantó y dijo:
– Maldita sea, Tommy, llevamos ya mucho tiempo sentados. Intentemos eso.
Se acercó a la pared y se arrodilló para inspeccionarla.
– Muy bien -dijo-. Vamos a empezar, sin hacer ruido.
Pero conforme se dirigía a sacar el clavo de su escondite oyó pasos en el rellano, junto a la puerta del ático.
– Vuelve a la cama, Tommy -susurró.
No podía dejar de darle vueltas a una idea. Ella ha querido encerrarnos como en una cárcel conscientemente, pero también nos ha dicho, sin darse cuenta, cómo debemos actuar. ¿Qué hizo ella cuando estuvo encerrada? El primer día le pegó al guardia; nos ha contado todos los detalles de cuando estuvo en la cárcel. Pero una cosa no hizo, y ésa es permanecer sentada compadeciéndose, como lo estoy haciendo yo.
Tommy cruzó el ático de un salto y el juez hizo lo mismo justo cuando la puerta se abría dando paso a Olivia. Llevaba un pequeño radiocasete.
– Hola, caballeros -dijo en tono animado-. Pasando el rato, ¿eh?
El juez se limitó a mirarla con expresión furiosa y se dio cuenta de que Tommy también fruncía el ceño en lugar de encogerse asustado.
– Durante mis dieciocho años de vacaciones pagadas por el gobierno pasé exactamente seiscientos treinta y seis en lo que llaman segregación administrativa, que no es más que un nombre burocrático para lo que cualquiera que haya visto las películas de Jimmy Cagney llamaría «el agujero». No era tan agradable como esta habitación, juez, pero supongo que comienzas a hacerte una idea.
– ¿Y ahora qué? -preguntó el juez irritado.
– Necesito una pequeña parte de ti, juez, y también del niño…
– Olvídelo -replicó el juez.
Olivia calló y dejó que el silencio entre ambos creciera por unos instantes.
– ¿Recuerdas el secuestro de Getty, juez? ¿El nieto del multimillonario? No fue hace tanto tiempo, en realidad. Bueno, el caso es que la familia dudaba de la sinceridad de los secuestradores y se negaba a pagar el rescate. Un asunto muy feo, la verdad. Así que tuvieron que demostrar la veracidad de sus intenciones de una forma digamos… gráfica. ¿Te acuerdas cómo fue?
El juez se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Las imágenes de los diarios y de las noticias de la noche se agolpaban en su cabeza, todas relatando el mismo detalle macabro: los secuestradores habían enviado a la familia una de las orejas de su nieto.
Todos los músculos del cuerpo se le tensaron y sintió cómo la furia lo invadía. Se acabó, pensó, no pienso dejar que siga amenazándonos, ya no. Entonces se dio cuenta de que se había puesto de pie y había empujado a Tommy detrás de él.
– Usted no va a tocar a nadie -dijo con voz fría y tranquila.
– No me des órdenes -contestó Olivia mientras situaba su cara a escasos centímetros de la del juez.
– No le pondrá una mano encima.
– ¿Y quién eres tú para decirme lo que puedo y no puedo hacer?
De pronto sacó un revólver y apoyó el cañón en la nariz del juez, quien no se movió y siguió como si nada hubiera ocurrido.
– No le pondrá una mano encima -repitió.
Por un instante los dos permanecieron como congelados en la misma posición, el juez consciente del cañón del arma contra su cara y del dedo de Olivia en el gatillo. Después ésta bajó el arma.
– Un tipo duro, juez. Sí, señor.
Dio un paso atrás y después simuló aplaudir.
– Impresionante, teniendo en cuenta que tienes las de perder. Admiro la fuerza de voluntad y la determinación, juez, son probablemente las dos cosas que más admiro -dejó escapar una carcajada-. Me parece que tenemos más en común de lo que crees -añadió.
El juez se relajó un poco, pero entrecerró los ojos y continuó mirándola con expresión furiosa.
– Sí -dijo-. Empezamos a conocernos mejor, ¿no?
Olivia calló un instante y no contestó directamente, sino que se limitó a asentir con la cabeza. Luego habló.
– Sigo necesitando algo de ustedes, y sé que cooperarán. Hasta se lo pediré por favor: Por favor.
Intentaba provocarlo con su sarcasmo pero por vez primera no lo consiguió y por un momento al juez le pareció ver una ira distinta en sus ojos, una ira que tal vez, sólo tal vez, encerraba un atisbo de duda. Aunque se disipó tan rápido como había aparecido y fue sustituida por la obstinada determinación habitual en ella.
El juez bajó la vista al casete y se recordó cuarenta años más joven, esperando que amaneciera en aquel agujero en plena jungla. Moño, no coño, estúpido. Repitió el chiste internamente y se sintió más fuerte y alerta, como en aquella horrible y calurosa noche.
Megan llamó a Karen y a Lauren:
– ¡Vamos, chicas!
En un momento estuvieron junto a ella preguntando ansiosas:
– ¿Pasa algo? ¿Qué?
Megan negó con la cabeza.
– No, es sólo que necesito tomar aire, todos lo necesitamos. Desconecté el teléfono y vamos a salir un par de minutos. Pónganse los abrigos.
Las chicas asintieron al unísono y empezaron a ponerse ropa. Megan las miraba, pensando en qué diferente era el amor que sentía por cada una de ellas, aunque siempre pensaba en las dos como un todo. Karen tiene la solidez y la frialdad de juicio de su padre, mientras que Lauren es muy emocional, más propensa a la fantasía y la aventura. Más como yo.
Hizo un gesto a las chicas:
– Vamos, tenemos que ver algo.
Ambas la siguieron afuera, curiosas. Megan vio desaparecer del cielo gris los últimos rayos de luz y el frío de la noche la envolvió. Sintió un escalofrío y vio cómo las gemelas se arrebujaban en sus abrigos. Caminó por el sendero de grava de la entrada, después se volvió y miró hacia la casa.
– ¿Cuánto llevamos viviendo aquí? -preguntó.
– ¡Pero, mamá! ¡Lo sabes perfectamente!
– Ocho años, desde justo después que Tommy naciera ¿Se acuerdan? -dijo Karen-. Me acuerdo de que al principio nada funcionaba y la casa nos parecía demasiado grande.
– Y la caldera se estropeó el primer invierno y una noche casi nos congelamos. Brrr, eso sí que no se me olvida -añadió Lauren rápidamente-. Karen parecía un marciano, con calcetines en las manos y ese gorro rojo ridículo. Y en el armario de abajo no había sitio suficiente para todos los abrigos y la televisión se veía fatal y no podíamos ver nuestros programas preferidos. Ahora podemos porque tenemos la tele por cable pero cuando nos mudamos aquí era una locura.
– ¿Saben por qué me gustó esta casa?
– ¿Por la zona? -preguntó Lauren.
– Hay buenos colegios -sugirió Karen.
– No -contestó Megan-. Porque era la primera casa que era realmente mía. Cuando ustedes nacieron todavía vivíamos con los abuelos. Luego nos trasladamos a un apartamento en Belchertown y después a una casa baja en South Deerfield; la compramos porque Duncan consiguió una buena hipoteca. Pero yo odiaba esos dos sitios porque no iban conmigo; esta casa sí. Ya sé que al principio muchas cosas no funcionaban pero siempre tuve la sensación de que era nuestro hogar más que ningún otro sitio. Aquí es donde se hicieron mayores y donde creció Tommy y superó tantos problemas. Y aquí fue donde pasamos las primeras Navidades después de que muriera la abuela, ¿se acuerdan? En vez de ir nosotros a su casa el abuelo vino a cenar aquí.
Ambas niñas asintieron.
– Esas Navidades tenía ganas de llorar, no porque mi madre hubiera muerto, aunque eso fue tristísimo y terrible y me hacía sentir sola -todavía la echo de menos-, sino porque por fin, de alguna manera, había dejado de ser la hija de alguien para empezar a ser yo misma. Ella lo habría entendido; ustedes no pueden todavía pero algún día lo harán. Querer tener una vida propia no es malo, como tampoco lo es querer estar sola, aunque a veces es difícil encontrar el camino.
– ¿Eso es lo que les pasó a papá y a ti? -preguntó Karen-. Quiero decir, en los sesenta.
– Más o menos; estábamos a la búsqueda de algo, como todo el mundo entonces y nos llevó algún tiempo encontrarlo.
Megan recordó los símbolos pacifistas y las largas melenas, la quema de banderas de Estados Unidos, los pantalones de campana y las raídas chaquetas de cuero. La música de la revolución resonaba en sus oídos, el compás del bajo y el chirrido de las guitarras eléctricas, Columbia, Berkeley, Haight. El verano del amor, la generación de Woodstock y después Altamont y Kent State, la música de Up Against the Wall. El pulso se le aceleró.
– Lo que hicimos no es que estuviera mal -dijo-. Ahora puede parecerlo pero entonces no era malo. No… -dudó un momento y después continuó-: Bueno, robar no siempre era malo y parecía un delito menor comparado con todo lo que estaba pasando en el mundo.
– Pero luego cambiaron…
– Bueno, sí y no, fue el mundo el que cambió y nosotros lo seguimos. Era como si todos quisiéramos olvidar las cosas que habían pasado y al mismo tiempo que nos olvidaran a nosotros. Tal vez eso fue una equivocación, tal vez la gente debería haber seguido preocupándose por las mismas cosas que nos preocupaban entonces. Pero supongo que tanta intensidad llegó a hacerse insostenible, así que las cosas se tranquilizaron.
– Pero Olivia, ella no cambió, ¿no?
– Exacto.
– ¿Y cómo iba a hacerlo? -intervino Karen-. Estaba en la cárcel y sólo podía ver lo que cambiaba allí dentro.
– Eso también es cierto -respondió Megan con suavidad.
– Por eso probablemente nos odia tanto -añadió Lauren.
Megan asintió. Estaba a punto de decir algo pero en lugar de ello miró al cielo. Podía ver la luna sobre los árboles y su tenue luz se colaba por entre las ramas desnudas.
– El año en que nacieron ustedes, 1969, el hombre pisó la Luna. Tal vez eso no les diga gran cosa, y ya están hartas de oír hablar de la exploración espacial y todo eso. Para Duncan y para mí también fue algo natural. Habíamos crecido con la bomba atómica y la tecnología era algo a lo que estábamos acostumbrados. Recuerdo estar sentada con los abuelos y cuidándolas a ustedes dos mientras veíamos la televisión. Lo increíble no era que la nave hubiera aterrizado en la Luna sino la expresión de sus abuelos mientras miraban la pantalla, fascinados. Decían que era porque ellos habían nacido en los años veinte, cuando apenas había tecnología. Eran hijos de la Gran Depresión, cuando apenas acababa de inventarse el aeroplano. Habían crecido con Buck Rogers y nunca pensaron que el hombre podría llegar a la Luna; para ellos eso era ciencia ficción.
Miró otra vez en dirección a la casa.
– Yo crecí en esta ciudad -continuó-. Igual que ustedes y que Tommy; éste es nuestro hogar y siempre lo será. Incluso cuando ustedes y Tommy hayan crecido y se marchen, siempre podrán volver aquí y sentirse en casa, no importa cuánto hayan cambiado las cosas.
– Mamá -dijo Lauren con expresión perpleja-. Hablas como Scarlett O'Hara.
Karen ahogó una carcajada y añadió:
– O como Judy Garland en El mago de Oz. No hay otro lugar como…
Megan miró a sus hijas, vio cómo se intercambiaban una mirada y sonrió para sí. Deben de pensar que estoy loca o algo así. La tensión me está trastornando.
Tal vez tengan razón.
Movió la cabeza para ahuyentar esos pensamientos y dejó que el aire gélido llenara sus pulmones y recorriera su cuerpo entero. Recordó una ocasión en que su padre la llevó de campamento a los bosques de Maine. Ella tenía entonces unos diez años y se había alejado del campamento con su madre para recoger moras. Mientras se inclinaban sobre las zarzas vieron a una gran osa parda y a sus dos oseznos a unos metros de distancia. La osa se había levantado sobre sus patas traseras y estaba quieta mirándolas. Las dos familias se observaron la una a la otra durante unos segundos, compartiendo el mismo prado y las mismas moras. Luego los oseznos echaron a andar sin el menor indicio de estar asustados. Megan recordó que su padre le había advertido que nunca debían interponerse entre una osa y sus oseznos porque podía volverse salvaje y peligrosa y recordó también el comentario de su madre: «Yo haría lo mismo».
Se volvió hacia las gemelas y dijo:
– Hay algo que deben saber: no vamos a perder a nuestra familia. No lo permitiré.
– ¡Pero, mamá! -protestó Lauren-. ¡Ya lo sabemos!
– No te preocupes, mamá -intervino Karen-. Nuestra forma de vida no tiene nada de malo, y ustedes hicieron lo que creían correcto. Se esforzaron mucho.
– ¿Por qué tendríamos que sentirnos culpables? -preguntó Lauren.
– Es verdad -replicó Megan y tras pasar un brazo por los hombros de cada una de las gemelas las atrajo hacia sí.
Por primera vez se dio cuenta de que los ojos de Lauren estaban rojos y al borde de las lágrimas y que Karen apretaba la mandíbula con determinación. Vio a ésta dar un puñetazo cariñoso en el brazo de su hermana como para alejar todo sentimentalismo y sobreponerse a la emoción. Mi hija la sargento, pensó, y mi hija la poeta. Vio como Lauren se erguía y asentía con la cabeza y por un instante sintió que el calor que emanaban las gemelas ahuyentaba el frío del atardecer.
Henchida de orgullo materno, pasó los brazos por los hombros de las gemelas y juntas caminaron de vuelta a la casa, unidas por los lazos invisibles de la determinación.
Sentado en su despacho, Duncan repasaba su lista.
Verdaderamente, soy una persona organizada, pensaba. Incluso en una situación tan desesperada como ésta necesito escribir una lista detallada de todo lo que tengo que hacer. Estate preparado. Sonrió. Había sido boy scout y después jefe de sección. Me dieron una estrella, ¿y cuántas condecoraciones más? Unas cuantas, por ser el mejor haciendo nudos, remando en canoa, dirigiendo el tráfico y cortando leña. Movió la cabeza ante tantos recuerdos: ésas fueron las únicas medallas que realmente me gané. Volvió a su lista. ¿Me darían una por robar un banco? Tal vez, pero desde luego no por aquella primera vez.
La lista estaba escrita en papel con membrete y se titulaba DENTRO DEL BANCO. Después estaban los apartados SISTEMA DE ALARMA, BÓVEDA PRINCIPAL, CAJEROS AUTOMÁTICOS y PISTAS FALSAS. A pie de página garabateó una admonición: Destruir esta página/Destruir las seis páginas siguientes. El FBI disponía de espectógrafos capaces de descifrar las minúsculas impresiones que dejaba la punta de un bolígrafo en las hojas en blanco siguientes a su lista.
Soy bueno haciendo listas, pensó.
Cuando se iban de vacaciones en familia hacía lo mismo; siempre era él el encargado de asegurarse que llevaban zapatos de repuesto y medias y suéteres por si se mojaban, de que hubiera galletas y jugo para los niños. También se ocupaba siempre de pagar las facturas a tiempo y los sábados por la mañana iba al supermercado y hacía la compra para toda la semana. Se preguntaba por qué disfrutaba tanto con esas cosas. Siempre sabía el pronóstico del tiempo, si para una fiesta había que llevar chaqueta y corbata o bien ropa informal. Si alguna vez llovía y él se había olvidado de meter los impermeables en la maleta su mujer y sus hijos no lo podían creer.
Miró otra vez el papel y un único pensamiento lo asaltó: debería haber planeado yo el maldito robo de Lodi; habría previsto la reacción de los guardias de seguridad, habría hecho ensayos y pasado semanas vigilando el banco. Y entonces ninguno de nosotros estaría ahora en esta situación.
Decidió apartar de su mente esos pensamientos cuando se dio cuenta de la conclusión a la que lo llevaban: que habría sido mucho mejor delincuente que Olivia. Se levantó, fue hacia la puerta y miró hacia el interior del banco. El vestíbulo principal parecía brillar con luz y actividad; los preparativos para echar el cerrojo estaban en marcha. Los cajeros estaban haciendo el arqueo de las cajas y ordenando recibos y cheques de ventanilla; todo era pura rutina, como les gusta a los empleados del banco, pensó.
Vio a uno de los directores adjuntos dirigirse hacia los cajeros automáticos. Duncan sabía lo que se disponía a hacer: abrirlos y asegurarse de que tenían suficientes fondos para la noche. Haría lo mismo al día siguiente, sólo que entonces se aseguraría de que los depósitos estaban llenos. Había cuatro cajeros en el vestíbulo y cada uno contenía 25.000 dólares en billetes de diez y de veinte. Durante los fines de semana más ajetreados, como las vacaciones de la universidad o el Día del Trabajo o de Cristóbal Colón, cada uno de ellos dispensaría al menos la mitad de aquella cantidad en transacciones que podían ir desde los veinte a los doscientos dólares.
Pero este fin de semana no, pensó.
Vio como el director adjunto se alejaba de los cajeros en dirección a la oficina del presidente. Las llaves se guardaban en un cajón y prácticamente todos en el banco sabían que existían duplicados. En eso precisamente residía la ventaja del plan de Duncan, en que casi todos en el banco conocían sus medidas de seguridad, dónde se desconectaban las alarmas y dónde se guardaban las llaves maestras. Eso es lo que nos hace vulnerables, la seguridad aquí está diseñada para prevenir tres contingencias: que alguien acceda a nuestro sistema informático desde dentro o desde el exterior; que alguien entre en el banco una vez cerrado o que un atracador entre por la puerta en el horario de apertura y saque un arma.
Recordó cuando los ejecutivos del banco se habían reunido con los expertos en seguridad encargados de instalar el sistema de alarmas y de programar las computadoras para que detectaran los intentos de fraude más comunes. Éste había sido el único supuesto de robo que el banco, sus directivos incluidos, había contemplado. A ninguno se le ocurrió que un empleado pudiera robar a lo Jesse James o incluso a lo Willie Sutton.
Volvió a su lista y la repasó cuidadosamente antes de añadir una nueva categoría: ROPA, y debajo de ella escribió: guantes, zapatillas, vaqueros y buzo. En el centro comercial.
Su secretaria llamó a la puerta y entró en su despacho. Duncan no intentó ocultar la lista sino que la tomó junto con un lápiz y se reclinó en su silla, de forma que la mujer no pudiera leer lo que estaba escrito.
– Señor Richards, me voy. ¿Necesita algo?
– Gracias, Doris, yo también estoy a punto de irme.
– ¿Se encuentra mejor?
– En realidad no, viene y va. Podría ser un virus, supongo, llevo todo el día con fiebre.
– Debería quedarse en casa.
– Bueno, mañana es viernes, así que puede que aproveche para marcharme pronto y pasar todo el fin de semana en cama.
– No suena muy divertido.
– Bueno, Doris, cuando se tiene mi edad los fines de semana no son tanto para divertirse como para reponer fuerzas.
– Vamos, señor Richards, no es usted tan mayor…
– Gracias, Doris, sus halagos la harán llegar muy lejos en esta empresa.
La secretaria rio y se marchó tras hacer un saludo con la mano.
¿De verdad me estaré haciendo mayor?, se preguntó Duncan. ¿Estoy más cerca del final que del principio? Pensó en sus padres. Cuando yo nací eran ya mayores, y se hicieron más mientras yo crecía en aquella casa tranquila y solitaria. Siempre estaban cansados y me obligaban a vivir despacio. Trató de recordar algunos momentos realmente felices, como una mañana de Navidad o despertarse en el día de su cumpleaños libre de preocupaciones y cautelas innecesarias, pero no pudo. En su casa todo estaba siempre ordenado y cada momento, planeado; es algo que he heredado. Me convertí en un hombre de números. ¿Eso me producía rechazo?, se preguntó. Tal vez por esa razón busqué la espontaneidad de la revolución. Olivia era siempre tan vibrante; asimilaba ideas y actuaciones y las transformaba en una especie de combustible. La retórica, el entusiasmo, la lucha, qué momentos tan emocionantes. Entonces me sentía vivo… Se detuvo un momento y recapacitó: Aunque también aterrorizado.
Miró por la ventana y vio a otros empleados del banco caminando hacia el estacionamiento. Reían y caminaban deprisa, arrebujados en sus abrigos. Se preguntó por qué reían y los vio pasar por la primera fila de plazas del estacionamiento, la reservada a él y a otros directivos. Inmediatamente tomó la lista y escribió: COCHE.
Cuando levantó la vista el grupo había desaparecido y una luz púrpura procedente de un farol alumbraba la oscuridad. Se dio cuenta de cuánto quería a sus hijos. Yo podría haberme vuelto tan serio y aburrido como mis padres, pero no lo hice, y tenía mis razones para ello. Es como si hubiera abandonado mis ideales revolucionarios a cambio de responsabilidad.
Y ahora ¿me he vuelto mayor?, se preguntó de nuevo. ¿Todavía sabré luchar?
No estaba seguro de poder contestar a esa pregunta, pero lo que sí sabía era que tardaría muy poco en averiguarlo.
Megan y las gemelas se quitaron la ropa de abrigo y se dirigieron a la cocina. Las chicas charlaban sobre el frío que hacía y se preguntaban si nevaría pronto, mientras se disponían a preparar chocolate caliente. Eso le hizo recordar a Megan cuánto le gustaba a Tommy el chocolate caliente. Volvió a conectar el teléfono, por si Duncan llamaba, y al mirar su reloj se dio cuenta de que pronto estaría en casa. Trató de relajarse, pero se sentía incapaz.
Tommy debería estar aquí, pensó. Ya llevo cuarenta y ocho horas sin poder abrazarlo.
– Mamá, ¿quieres una taza? -preguntó Lauren.
– ¡Está bueno! -puntualizó Karen.
Megan tenía un nudo en la garganta, pero tragó saliva y contestó:
– Claro.
Mientras Karen le pasaba la taza de cacao sonó el teléfono.
– Es nuestra línea -dijo Lauren-. Yo atiendo.
Fue hasta el aparato que estaba en la pared, pulsó un botón y levantó el auricular.
– ¿Y dónde está tu también guapísima hermana? -preguntó la voz de Olivia Barrow.
Por un momento Lauren sintió que se ahogaba. Sabía quién estaba al otro lado, pero de todos modos preguntó:
– Está aquí, a mi lado. ¿Quién llama?
Megan vio como su hija palidecía y dejó caer la taza al suelo. Ésta se rompió con un ruido sordo que pasó inadvertido en medio de la tensión insoportable que se había instalado en la habitación. El chocolate se desparramó por el suelo sin que nadie reparara en ello.
– ¿Quién es? -preguntó Karen.
– Ah -dijo Olivia-. Reconozco la voz de tu padre, tienen el mismo timbre, la misma entonación. ¡También se parecen a él en otras cosas?
Karen no contestó, pero asintió con la cabeza.
– ¿Qué quiere de nosotras? -preguntó Lauren, que luchaba por controlar el temblor de su voz y miraba desesperada primero a su madre y luego a su hermana.
– Sólo quería oír sus voces -dijo Olivia-, saber cómo sonaban.
Karen no podía controlarse, las palabras se formaron en su cabeza y después salieron entre sus dientes fuertemente apretados.
– ¡Devuélvenoslos! -casi gritó, con voz una octava más aguda que lo normal-. ¡Queremos que nos los devuelvas!
Olivia se limitó a reír.
– Todo a su tiempo, chicas, todo a su tiempo. ¿No es eso lo que dice siempre la bruja mala?
Megan sintió la fuerza de la exigencia de Karen y dejó de sentirse paralizada. Tomó el auricular de las manos de Lauren.
– Estoy aquí, maldita sea.
– ¡Megan! ¡Qué alegría oír tu voz otra vez!
– ¿Qué quieres, Olivia?
– Ha pasado mucho tiempo, ya sabes, y he pensado mucho en ti; sabía que te convertirías en la perfecta amita de casa. Se te veía en la cara.
– ¿Qué quieres, Olivia?
– Y yo pasando tanto tiempo hablando con tu amorcito y sin hacerte caso a ti. Se ha convertido en un verdadero encanto -dijo-. Todo es tan bonito ahora…
– Olivia, por favor. ¿Por qué haces esto?
– Suponía que a estas alturas eso ya estaba bastante claro.
Megan tardó un momento en responder.
– ¿Crees que vengarte te hará sentir mejor? ¿Que torturarnos te devolverá los años perdidos? ¿En serio crees que esto te devolverá la paz?
Megan se asombró de las palabras que habían salido de su boca. Lauren retrocedió y la miró de forma extraña. Entonces soltó un «¡toma!» en voz baja y dio un puñetazo en el aire. Después corrió escaleras abajo para tomar el teléfono de la biblioteca. Las preguntas de Megan habían desconcertado a Olivia, que vaciló antes de contestar.
– Bueno, Megan, quizá tengas razón, quizá la venganza sea una cosa estúpida y una forma equivocada de solucionar esta… -Rompió a reír.- Pero es mejor que cualquier otra.
Siguió riendo y Megan tragó saliva. Las dos mujeres permanecieron calladas unos instantes hasta que Olivia habló:
– Se salieron con la suya, ¿no? Siguieron con su vida perfectamente intacta, sin grietas ni cicatrices. A ustedes no les destrozaron la vida, ¿verdad? Claro que no, se escaparon por la tangente, como si todo hubiera sido un juego de niños. Sólo que no lo fue, ¿no?
– No.
– Yo fui la única que no se rajó -continuó Olivia-. La que nunca dudó y mira lo que tenemos ahora. Un gobierno que es incapaz de acatar sus propias leyes, un país que deja a la gente morirse de hambre en las calles. Donde hacerse rico es una religión. Los guetos son ahora los mismos que hace veinte años, su trabajo social da asco. ¡Asco, Megan! Y tú no eres más que una conformista, maldita zorra rica.
Megan hizo ademán de protestar, pero se contuvo.
– Crees que soy una criminal -dijo Olivia-, pero no es así, en eso no he cambiado, Megan, y nunca lo haré. Lo que para unos es compromiso para otros es delito.
– Por favor -pidió Megan-. Por favor, devuélvemelos.
– Tendrán que ganárselo -contestó Olivia-. Eso si se atreven. -Y a continuación añadió:- Tienen que pagar por ellos, así es como funcionan las cosas para mucha gente, ¿no? Todo tiene un precio y ellos también. ¿Cuánto pueden pagar?
– Lo que haga falta.
Olivia no contestó.
– ¿Qué quieres? -preguntó entonces Megan.
– Ya te lo he dicho, oír tu voz, y también las de las gemelas.
– Ya las has oído. ¿Qué más?
– Tengo un pequeño mensaje.
– Pues dámelo. Ya nos has enseñado que sabes aterrorizar a ancianos y niños pequeños. ¡Ahora deja en paz a mis hijas!
Su vehemencia la sorprendió, y pareció que también a Olivia, quien dejó que el silencio ocupara la línea de teléfono un tiempo antes de contestar.
– El terror es una expresión legítima de la ira, está demostrado.
– Ancianos y niños -repitió Megan.
– ¿Y por qué deberían ser inmunes? -preguntó Olivia de pronto-. ¿Acaso son realmente inocentes?
Megan no dijo nada, pero entonces sonó la voz de Karen.
– ¡Lo son! ¡Nunca harían daño a nadie!
– ¡Karen! -gritó Megan. Había olvidado que las chicas estaban escuchando la conversación-. ¡Cuelga el teléfono! Te…
– ¡No! Déjalas que escuchen -la interrumpió Olivia-. Deberían oír lo que voy a decir. Lauren, ¿estás ahí también?
– Sí -respondió ésta con voz algo menos enérgica que la de su hermana-. Estoy aquí.
Megan estaba a punto de decir algo pero se calló. Olivia tomó aire y preguntó:
– ¿Qué tal va Duncan?
– Según el plan -contestó Megan.
– Bien, es bueno tenerlo todo planeado -replicó Olivia-. Así se evitan metidas de pata.
– Hará lo que tenga que hacer.
– Lo sé, o al menos creo que lo sé. Pero tienes que admitir, Megan, que mi experiencia con Duncan no es como para confiar en él, la verdad. -Se rio amargamente-. Especialmente en lo relativo a los bancos.
– No sé qué quieres decir.
– Lo sabes perfectamente; ya la jodió una vez y murió gente. Si la vuelve a joder más gente morirá. Es así de sencillo.
Megan escuchó el grito sofocado de una de las gemelas, no sabía de cuál. Cerró los ojos y asintió en silencio.
– Lo entendemos.
– Bien; me gustaría saber si las gemelas también lo entienden.
– Te hemos oído -dijo Karen.
– Lo entendemos -añadió Lauren.
– Bien -contestó Olivia.
– Nunca te darás por satisfecha, ¿verdad? -susurró Lauren.
– ¿Cómo? -preguntó Olivia.
Las chicas no dijeron nada. Olivia se disponía a presionarlas pero en el último momento cambió de idea. Le molestaba lo que habían dicho, pero tenía que concentrarse en el motivo de su llamada. Acarició la pequeña caja negra que llevaba en la mano izquierda. Hacía frío en la cabina de teléfono junto a la tienda desde la que estaba llamando. Vio un coche conducido por un hombre de aspecto joven pero apresurado que estacionaba bruscamente junto a la acera y después entraba en la tienda. Seguramente necesitaba leche para su bebé, o pañales. Se sintió repentinamente incómoda por el curso que tomaba la conversación.
– De acuerdo. Escuchen atentamente.
Pegó la pequeña grabadora al auricular y apretó el botón de reproducir.
Megan oyó la voz de su padre como procedente de una gran distancia.
– Hola, Megan, Duncan, hola también a las chicas si están escuchando. Los dos estamos bien, nos tratan correctamente y Tommy está bien, aunque los echa de menos, igual que yo. Tuvo un ataque, pero parece haberse recuperado y ahora se encuentra bien. Queremos volver a casa. Ella no nos ha dicho lo que les ha pedido, pero sea lo que sea esperamos que se lo den y así poder salir de aquí…
Hubo una pequeña pausa en la grabación y después Megan oyó a su padre decir en tono brusco:
– Con esto es suficiente, ¿no?
Y después a Olivia contestar:
– Sí. Ahora Tommy.
Siguió otra pausa, antes de que sonara la voz del niño:
– Hola, papá y mamá y Karen y Lauren. Los echo mucho de menos y quiero volver a casa. Por favor, quiero volver porque los echo mucho de menos a todos. El abuelo está bien y yo también. Hacemos juegos y eso, pero aquí arriba no es como estar en casa, quiero irme a casa…
Megan notaba como la voz del niño temblaba ligeramente y era como si unas cuerdas negras la estrangularan.
– …Así que, adiós y los quiero mucho, de verdad, y espero verlos pronto porque los echo mucho de menos…
Después volvió a hablar Olivia:
– Eso está muy bien, Tommy. Es suficiente, gracias.
Después se oyó un clic seguido de un breve silencio, pasado el cual Olivia habló:
– ¿Sufres, Megan? Es duro, ¿eh?
No contestó.
– ¿Chicas?
Karen y Lauren fueron lo suficientemente sensatas como para permanecer calladas.
– Pensé que lo sería -siguió Olivia.
Megan respiró hondo.
– Lo hemos entendido -dijo-. Ahora sigamos.
– Habla con Duncan -susurró Olivia- y asegúrate de que lo entiende.
– ¿Cuándo nos vas a llamar?
– Cuando sepa que tiene el dinero.
– ¿Y cómo lo sabrás?
– Lo haré.
– Pero…
– Adiós, Megan. Adiós, chicas. Piensen en esto, ¿de acuerdo? Sólo llevan encerrados cuarenta y ocho horas, y yo lo estuve dieciocho años.
Y colgó bruscamente. ¡Mierda!, pensó. Tenía la desagradable sensación de haber hecho algo mal, pero no sabía qué era.
Caminó despacio por la primera oscuridad y el frío nocturnos hasta su coche, reviviendo los últimos minutos en su cabeza y pensando: no debo perder el control.
Megan sostuvo el teléfono un instante, escuchando el vacío antes de colgar. La voz de su hijo resonaba en su cabeza y apenas podía mantenerse de pie. Furiosa, dio un puñetazo en la mesa; se lo imaginó sentado solo en una pequeña habitación y sintió deseos irrefrenables de abrazarlo. Entonces la asaltó un recuerdo sorprendente: de cuando su médico le anunció que estaba embarazada, tal y como sospechaba. La noticia le produjo una mezcla de alegría y consternación; su vida con Duncan y las gemelas resultaba tan perfecta y ordenada que temía que la llegada de un nuevo bebé alterara aquella simetría. Sonrió al pensar en lo ingenua que había sido; no podía entonces ni imaginar hasta qué punto Tommy trastornaría sus vidas. Pero las gemelas son las hijas de mi juventud, pensó, mientras las veía entrar en la cocina; Tommy en cambio ha sido el hijo de mi madurez, el que marcó el comienzo de mi nueva vida, el fruto de un amor sólido y adulto y no de la loca pasión adolescente que Duncan y yo sentíamos cuando éramos jóvenes. Y si lo pierdo, perderé todo lo que he construido.
Se volvió hacia las chicas, que parecían pálidas pero serenas. Las saludó con la cabeza y después las abrazó. Se sentía como si algo se le hubiera roto por dentro, una especie de cascarón de cuyo interior salía algo nuevo, distinto. Apretó a sus dos hijas contra su pecho y dejó que su cabeza se llenara de odio e instinto asesino.