Duncan permanecía a la espera.
Durante toda la mañana, cada vez que sonaba el teléfono le había sobrevenido una oleada de ansiedad y emoción que inmediatamente se tornaban en consternación al comprobar que quien llamaba no eran los secuestradores, sino empresarios de la localidad y gente solicitando créditos. Había atendido cada petición con la mayor celeridad posible, haciendo su trabajo como un autómata. Uno de sus interlocutores, sorprendido por su brusquedad, le había preguntado si estaba enfermo y le contestó diciendo que creía que estaba por engriparse. Lo mismo le dijo a su secretaria cuando ésta le preguntó si iba todo bien al verlo algo distraído mientras intentaba informarle sobre la próxima junta de accionistas. Le preguntó también si no pensaba irse a casa y reaccionó con la suficiente rapidez como para decir que no, que tenía mucho papeleo por hacer pero que, dado su estado, sería mejor que cancelara todas sus citas para los dos días siguientes. Ella había asentido, solícita, y le había preguntado si quería un plato de sopa de pollo de la cafetería que había calle abajo.
Por un instante se sorprendió al darse cuenta de qué buena excusa era aquello de «la gripe»: para la gente del noreste resultaba una excusa válida para cualquier comportamiento fuera de lo corriente. Después se dispuso a seguir esperando, más nervioso aún que antes. Con cada hora que pasaba aumentaba su preocupación y no entendía por qué los secuestradores se demoraban tanto. ¿Acaso la rapidez no era su mejor aliado? Había esperado que Olivia se apresurara a formularle sus exigencias; la suya tendría que haber sido la primera llamada de la mañana. Que alargara todo el proceso innecesariamente lo desconcertaba; no estaba preparado para este paréntesis en los acontecimientos, se dijo. Después lo pensó mejor: en realidad no estaba preparado para nada de lo que estaba ocurriendo.
Cada minuto son sesenta segundos, aquí y en todas partes del mundo, se decía. El tiempo transcurre igual para todas las personas; pero no se lo creía.
Todo va a salir bien, se repetía. Llamará de un momento a otro. Tommy estará bien, desorientado y asustado, pero bien. El juez estará irascible y enfadado, pero bien. Olivia está haciéndome esperar un rato porque quiere atraparme con la guardia baja.
Todo saldrá bien.
Se meció atrás y adelante en la silla, dejando que el chirrido de los muelles metálicos sirviera de ruido de fondo a sus pensamientos. Miraba fijamente el teléfono de su mesa. Era de los modernos, de diseño italiano y muy ligero, pesaba apenas un kilo. Entonces deseó tener un teléfono de los antiguos, con un dial redondo de esos que suenan al marcar y un fuerte timbrazo en lugar de los zumbidos y tonos a los que ya se había acostumbrado.
Están vivos; tienen que estarlo.
Escuchó que alguien llamaba suavemente a la puerta, que se abrió dejando ver a su secretaria.
– Señor Richards, es casi la una y voy a salir a comer un sándwich con algunos compañeros. ¿Está seguro de que no quiere que le traiga nada?
– Gracias, Doris, estoy seguro. Por favor, di en recepción que sigo en el despacho y que me pasen las llamadas directamente.
– Muy bien, pero ¿está seguro? No me cuesta nada y parece un poco pálido.
– No gracias, de verdad. Hasta luego.
– Debería irse a casa y descansar.
– Gracias, Doris.
– Como quiera, pero se lo he avisado.
– Gracias, Doris.
– Una gripe mal curada puede acabar en neumonía.
– Gracias, Doris.
– Muy bien, señor Richards. Lo veré dentro de una hora más o menos.
– Tómese su tiempo.
Cerró la puerta y Duncan miró por la ventana. El sol había desaparecido tras una espesa capa de nubes grises, el viento era cortante e impregnaba la atmósfera de un frío húmedo que presagiaba el invierno. Se estremeció y confió en que Tommy estuviera en un lugar bien guarecido. Trató de recordar lo que llevaba puesto el día anterior: vaqueros y zapatillas, una camiseta con cuello y la vieja chaqueta roja con el logo de cuando los New England Patriots ganaron la copa hacía varios años. También llevaba guantes y la campera del año pasado, que estaba algo desgastada en los puños pero lo abrigaría. Pero no, la mañana había amanecido lluviosa, así que lo más probable era que Tommy llevase el impermeable, que era amarillo y no abrigaba mucho. Duncan se dio un puñetazo en la palma de la mano y giró en la silla, enfadado. No quiero que pase frío.
¿Dónde estará Olivia? Se levantó y caminó por el pequeño despacho. ¿Dónde estará y qué estará haciendo?
De pronto tuvo una visión de Olivia de la última vez que la vio, arrastrando a Emily Lewis por la calle del banco, intentando llegar hasta la furgoneta.
Cómo debe de odiarme. Todos estos años encerrada, pensando en mí y alimentando su odio. Los pecados de los padres. Caminó hasta la ventana. Si fuiste cobarde una vez, se preguntó, ¿lo serás siempre? Miró las ramas desnudas de un roble agitándose con el viento.
Detrás de él sonó el teléfono y de un salto lo descolgó.
– ¿Sí? Duncan Richards…
– Duncan, soy Megan. No sé nada de…
– Es que no ha pasado nada -la interrumpió-. Nada todavía.
– ¡Dios! -gimió Megan-. ¿Por qué no?
– No lo sé, pero no empieces a pensar cosas raras, no te dejes llevar por la imaginación. Es lo que llevo haciendo toda la mañana, esperar y esperar… Todo saldrá bien, ya lo verás.
– ¿Tú crees? -la voz de Megan sonaba incrédula.
– Sí, lo creo. Así que mantén la calma y todo saldrá bien. En cuanto haya hablado con Olivia o con quienquiera que esté con ella en esto te llamaré. ¿Están bien?
– Sí, no te preocupes por nosotras. Estoy bien, es sólo que odio esta espera y necesitaba oír tu voz.
– ¿Y Karen y Lauren?
– Están bien; ya las conoces. Lo único es que no les gusta estar encerradas.
– Bueno -contestó Duncan-. Pues no les queda más remedio.
– Estaremos bien.
– Bueno. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Colgó sintiéndose peor y miró furioso el teléfono: ¿Dónde te has metido, maldita sea?
Luego sonó otra vez y descolgó.
– ¿Sí? Duncan Richards.
– ¿Señor Richards?
Otra desilusión: era la recepcionista del banco. Su secretaria no debía de haber vuelto de comer todavía.
– Sí-repitió, abatido.
– Está aquí su cita de la una y media. ¿Le digo que pase? -¿Mi qué?
– Su cita de la una y media.
– ¡Vaya, por Dios! Espere un momento…
Buscó entre sus papeles tratando de averiguar con quién era la cita. Mierda, pensó, le dije a Doris que cancelara todos mis compromisos. ¡Mierda! No puedo atender una visita ahora.
Encontró la pequeña agenda de cuero, pero no vio ningún nombre apuntado y la cerró de golpe. Le he dicho mil veces que apunte todas las citas en la agenda. ¡Mierda, mierda!
Tomó aire despacio. De acuerdo, a ver cómo me puedo librar. La atenderé dos minutos y después se la paso a alguno de los encargados. Se preparó para recibir al visitante, quienquiera que fuera, rogando que el teléfono no sonara justo cuando estuviera hablando con él.
– Muy bien -le dijo a la recepcionista-. Que pase.
Recogió los papeles que tenía sobre la mesa y los guardó en el cajón superior. Se estiró la corbata, se pasó la mano por el cabello y se ajustó las gafas, después inspeccionó rápidamente el despacho buscando algún indicio que delatara su tormento interior. Al no ver nada se volvió hacia la puerta en el preciso instante en que ésta se abría. Vio como la recepcionista hacía pasar a su visita y se puso de pie preparándose para pedir disculpas.
– Hola, perdóneme. Parece ser que he olvidado nuestra… -no pudo seguir hablando.
– Hola, Duncan -dijo Olivia Barrow.
Se volvió hacia la recepcionista.
– Muy amable.
La joven sonrió y cerró la puerta dejándolos solos. Olivia esperó mientras Duncan la miraba perplejo.
– ¿No vas a ofrecerme una silla? -preguntó.
Megan caminaba por la casa hasta que encontró a Karen y a Lauren en la cocina haciendo deberes. Karen estaba escribiendo una redacción sobre Oliver Twist mientras Lauren le daba consejos. Por un instante Megan sintió deseos de gritarles por dedicarse a tareas tan ordinarias en un momento como aquél, en que todo estaba patas arriba. Pero luego respiró hondo y decidió que tal vez las gemelas estaban demostrando más sentido común que ella.
– Mamá -dijo Lauren levantando la vista-. ¿Ha sabido algo papá?
– Todavía no.
– ¿Y eso qué crees que significa?
– No lo sé. Es muy probable que no signifique absolutamente nada.
– Estoy preocupada por Tommy. Imagínate si pesca un resfriado o algo.
– Todo va a salir bien. Tienen que creerlo -replicó Megan.
Karen se levantó de la silla y fue a abrazar a su madre. Lauren también se acercó y la tomó de la mano. Megan se dejó inundar del calor que desprendían sus hijas. No me suelten, pensó.
– No te preocupes, mamá -dijo Karen-. Estamos aquí contigo y Tommy estará bien.
– Apuesto a que el abuelo se las está haciendo difícil -dijo Lauren-. ¡Me parece que cometieron un error secuestrándolos! Gruñirá y se quejará y les estropeará la diversión, mamá, ya lo sabes.
Megan tomó aire como tratando de tomar prestado un poco de la confianza que transmitían sus hijas.
– Estoy segura de que tienen razón -dijo.
Las gemelas la estrujaron fuerte y luego la soltaron.
– No queda nada de leche, mamá…
– Ni refrescos sin azúcar.
Megan se quedó pensando…
– Pensaba hacer hoy la compra, pero ahora no puedo.
– Danos la lista y vamos nosotras -dijo Karen.
– No. Quiero que se queden aquí donde pueda verlas. No sabemos nada de esas personas, y si se les ocurriera secuestrarlas también a ustedes… Bueno, no creo que su padre y yo pudiéramos soportarlo.
– Pero, mamá, eso es absurdo.
– ¿Cómo lo sabes?
Las muchachas permanecieron en silencio mirando fijamente a su madre.
Supongo que esto es como un examen, pensó Megan. ¿Hasta qué punto confío en ellas? ¿Hasta qué punto las considero adultas? Dudaba. En realidad, no entienden nada de lo que está pasando, todavía son unas niñas. No entienden lo que está pasando porque no les parece real; sólo saben que algo ha ocurrido pero para ellas la vida sigue.
– Muy bien -dijo Megan finalmente-. Leche, refrescos, algo de fiambre y pan. Eso es todo. Ah, y café instantáneo también. Les daré veinte dólares y pueden ir en el coche hasta la tienda de East Prospect. Directo allí y después directo a casa. No hablen con nadie ni se paren a hacer nada. Si ven a alguien que les parece sospechoso, quiero que dejen inmediatamente lo que estén haciendo y vengan directamente a casa. ¿Entendido?
– Mamá…
– ¿Entendido?
– Sí, sí. Está bien. Pero ¿podemos comprar al menos alguna revista?
– Sí, y un periódico -contestó Megan. Buscó en su monedero y sacó varios billetes-. Y nada de chicles, aunque sean sin azúcar.
Les dio el dinero y se sintió tonta por estar tan preocupada, después más tonta todavía por no estar más preocupada. Cuando las chicas salieron por la puerta delantera corrió a la ventana y las vio subir al coche. Lauren se puso al volante, algo que la tranquilizó porque era mejor conductora que su hermana. Karen la saludó con la mano mientras el coche arrancaba y se marchaba calle abajo.
Megan volvió a la cocina.
¡Mierda!, dijo Bill Lewis en voz alta aunque estaba solo en el coche de alquiler en su puesto de vigilancia en la calle. Las gemelas pasaron junto a donde estaba estacionado en el deportivo rojo. Las hijas van a algún sitio. ¡Mierda!
Pensó rápido en lo que debía hacer. Megan estaba sola en la casa y las hijas habían ido a alguna parte. Las instrucciones de Olivia era que vigilara la casa, permaneciendo estacionado unos minutos y después pasando por delante cada tres cuartos de hora más o menos, con la suficiente frecuencia para saber si algo había cambiado en la casa, pero no tanta como para que alguien lo viera o sospechara de él. Llevaba traje y corbata, lo que minimizaba el riesgo de llamar la atención en un vecindario como aquél. Sabía que tenía que detectar cualquier indicio de presencia de la policía o del FBI, pero no se había imaginado que los miembros de la familia se dispersarían.
Se dio cuenta de la oportunidad que se le presentaba y por un instante se preguntó: ¿Qué haría Olivia en esta situación?
Sonrió para sí y tomó una decisión.
Duncan era incapaz de articular palabra. Sus ojos estaban fijos en Olivia, de pie frente a él. Es ella, se decía. Tragó saliva y señaló una silla preguntándose por un instante por qué no se abalanzaba a su cuello y la estrangulaba. La vio tomar asiento y hacerle un gesto para que hiciera lo mismo. Era apenas consciente de sus movimientos: primero estaba de pie y al segundo siguiente sentado frente a ella, al otro lado de su enorme mesa de despacho. Era como un personaje salido de Alicia en el país de las maravillas, que tan pronto estaba delante de sus narices, casi tocándolo, como a kilómetros de distancia. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca, así que cuando por fin consiguió hablar su voz salió como un graznido:
– ¿Dónde están? ¿Dónde está mi hijo?
– No muy lejos de aquí -respondió Olivia con la mayor tranquilidad, como quien habla del tiempo.
– Quiero… -empezó a decir Duncan, pero ella lo interrumpió.
– Sé lo que quieres -dijo- y apenas tiene importancia. ¿Te gusta mi pelo? -Se llevó la mano a la peluca.
Duncan parpadeó. Era la primera vez que se daba cuenta.
– Es rojo -dijo.
Olivia rio.
– Así es.
– No lo recordaba de ese color.
Se le borró la sonrisa.
– Nada es como lo recordabas, excepto una cosa: yo estoy al mando y tú cumples mis órdenes. Sólo que esta vez no vas a joderla, ¿eh, Duncan?, porque esta vez te la juegas de verdad. No se trata de salvar tu culo esta vez, sino el de tu hijo. Y el del viejo, no te olvides del viejo. Piénsalo, Duncan, piensa en cómo debo odiar todo lo que ese desgraciado representa, en lo poco que me costaría deshacerme de él, tal y como hicieron sus colegas conmigo.
– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Duncan angustiado.
– Ya lo he dicho: cerca. En mi poder -hizo un gesto de desprecio con la mano.
– Por favor…
Olivia levantó la mano y Duncan interrumpió lo que iba a decir.
– Duncan, contrólate. Así todo será más fácil.
Asintió de nuevo con la cabeza y trató de controlarse. Podía escuchar los latidos de su corazón y las sienes le palpitaban.
Olivia se reclinó en su asiento y se puso cómoda. Sonrió a Duncan.
– Es hora de que negociemos, ¿no te parece?
– Sí, lo que tú digas -Duncan tomó aire y se enderezó en la silla. Entrecerró los ojos y apoyó las manos en el regazo, de modo que Olivia no notara cómo temblaban.
– Bien.
– Quiero que me devuelvas a mi hijo. Si se te ocurre hacerle daño…
– ¡No se te ocurra amenazarme!
– No te estoy amenazando, sino haciendo una promesa.
Olivia rio y se inclinó hacia delante.
– ¿Me vas a soltar uno de tus discursitos? ¿Hay algo que quieras contarme? ¿Demostrarme lo valiente que eres? ¿Lo hombre que eres o lo buen banquero?
– Podría llamar a seguridad.
– Y estarían muertos antes de media hora.
– Eso es mentira.
– ¿Eso crees, matemático? Pues llámalos.
Duncan no se movió.
– Vamos, señor banquero importante. Llama a seguridad. ¡Adelante!
Siguió sin moverse.
– Supuse que no lo harías.
– ¿Por qué viniste?
– Ahora sí que vamos al grano. ¡Bien!
– Sí, ¿por qué no nos dejas en paz?
– Ya te lo he explicado.
– Pues no lo entiendo.
– Lo harás.
Duncan se quedó en silencio, percibiendo su odio.
– ¿Por qué nos haces esto? -preguntó de nuevo.
– Por todo lo que me hicieron ustedes a mí. Repasemos: traición, la muerte de Emily, dieciocho años de mi vida. Ustedes sacaron beneficio de todo eso. ¿No crees que ahora me toca a mí?
Duncan no contestó.
– ¡Vamos, Duncan! ¿Qué te hace pensar que no vendría a cobrarme lo que me deben?
– No lo sé.
Olivia río, cruel.
– Ya ves, ésa es la parte que más me gusta. Durante los dieciocho años que pasé encerrada aprendí algo sobre leyes. La cárcel es la mejor escuela para eso, probablemente tan buena como Harvard o Yale, y desde luego, con un programa de prácticas mejor. En fin, Duncan, supongo que, técnicamente, eres cómplice de asesinato, lo mismo que yo. Intento de robo armado. Intento de asesinato. Robo de un banco, robo de un coche, posesión de armas. Y saliste inmaculado, Duncan. De eso también es posible que te acusen. Así que, pongámonos en lo mejor: prescripción de la acción penal: no es aplicable a delitos de sangre. Pero, digamos que contratas a un buen abogado que alega que ahora mismo eres un buen ciudadano, pilar de la comunidad y que además sólo eras el conductor, bla, bla, bla. Esos dos hombres que murieron habían sido policías, y eso es algo que no se olvida. Así pues, ¿de qué estamos hablando? ¿Libertad vigilada? ¿Condena condicional, sin ir a la cárcel? No es muy probable, Duncan. Tal vez para Megan -no olvidemos que ella está metida también en todo esto-, pero, ¿tú, Duncan? No creo que lo fueras a tener fácil, la verdad…
Sonrió e hizo una pausa.
– Aunque, desde luego, podría estar completamente equivocada. Tal vez las autoridades se limiten a darte una reprimenda y decir lo pasado, pasado está. ¿Tú qué crees?
– Continúa.
La voz de Olivia rezumaba odio.
– Por eso nunca se lo conté, Duncan, aunque me hubiera ayudado a salir antes. Porque no quería que pagaras tu deuda con el estado de California, sino conmigo.
Hizo una nueva pausa y luego susurró con voz llena de odio:
– ¡Conmigo, hijo de puta!
Se reclinó en la silla.
– Y vas a seguir pagándome durante bastante tiempo. Porque, aunque recuperes a tu hijo -y eso si lo consigues, porque, personalmente, no creo que tengas lo que hace falta- siempre tendré ese as en la manga. ¿Sabes? Hay por ahí un fiscal al que le encantaría saber tu nombre, y lo mismo a un par de agentes del FBI. Y no olvidemos a los familiares de las víctimas; estoy segura de que querrán conocer los nombres de los otros miembros de la Brigada Fénix…
Duncan se estremeció.
– No lo han olvidado; aunque hayan pasado dieciocho años. Aunque pasaran cien no lo olvidarán.
Susurró de nuevo:
– Tal y como yo no he olvidado.
Sin saber cómo, Duncan se encontró recordando algo ocurrido durante los días siguientes al nacimiento de Tommy.
Aquella noche todas las cadenas de televisión hablaban de un niño de corta edad que se había quedado atrapado en una alcantarilla. Equipos de rescate habían trabajado toda la noche para liberarlo. Duncan se recordaba con Tommy en brazos dándole el biberón y viendo la noticia mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Recordó su sorpresa al ver que el niño era finalmente rescatado; por lo general estas historias no tienen un final feliz. Parece que el mundo conspira para matar a nuestros hijos; son un blanco tan fácil…
Olivia miró su reloj.
– Tengo que hacer una llamada -dijo bruscamente.
– ¿Cómo?
Olivia tomó el teléfono y tiró de él.
– Tengo que hacer una llamada. Si quieres que tu hijo siga vivo, entonces dime qué tengo que marcar para línea exterior.
– No lo entiendo.
– Duncan, no seas obtuso. Si no llamo a una serie de números cada diez minutos y digo a la persona que descuelga que estoy bien, entonces él -o ella- supondrá que fui traicionada otra vez y tiene órdenes de matar al juez y al niño. ¿Necesitas que te dé más detalles?
Duncan la miró horrorizado.
– ¿Qué tengo que marcar para línea exterior, Duncan?
– El nueve.
– Gracias. Todavía tengo un minuto.
Marcó rápidamente un número.
A tres cuadras de allí, Ramón Gutiérrez esperaba, consultando su reloj, sin saber muy bien qué haría si no sonaba el teléfono. Cuando éste sonó se sintió inmensamente aliviado. Descolgó:
– ¿Sí?
– Está todo bien.
– De acuerdo. ¿Voy al teléfono dos?
– Sí.
Ramón colgó, sonriendo.
Olivia colgó el auricular; después se quitó el reloj de la muñeca y lo dejó en la mesa, frente a ella.
– Será mejor que esté pendiente -dijo con una sonrisa-. Sería una pena que se me pasara la hora de la próxima llamada.
Miró a Duncan con dureza.
– Sería una manera estúpida de morir, ¿no? Sólo porque a alguien se le olvidó hacer una llamada. Como estar en el corredor de la muerte, de camino a la cámara de gas o a la silla eléctrica, lo que sea, y que a pocas cuadras de allí, en la oficina del gobernador, su ayudante busca frenético un trozo de papel con el número directo a la sala de ejecuciones y se da cuenta de que lo ha dejado en el bolsillo de los otros pantalones.
Rio.
– ¿Sabes que me amenazaron con eso, Duncan?
– ¿Con qué?
– Pena de muerte. Por suerte pronto la descartaron para mi caso, pero no para el tuyo, Duncan… aún no.
Cuando sonó el portero eléctrico de la entrada Megan se sobresaltó. Primero pensó que serían las gemelas, que se habían olvidado algo, pero luego se dio cuenta de que habrían abierto con su llave. Luego pensó que seguramente no se molestarían; ¿para qué perder tiempo buscando las llaves si su madre estaba en casa? Se apresuró a ir hasta la puerta y alargó la mano hacia el picaporte sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo. Abrió la puerta y se quedó petrificada.
Primero reparó en los grandes anteojos de sol, innecesarios en un día tan nublado; después en la media sonrisa que le recordaba algo. Miró al hombre de pie en el umbral de su puerta mientras éste se quitaba los anteojos; sus facciones parecían salidas de una pesadilla que confiaba haber dejado atrás hacía mucho tiempo. Se quedó mirándolo boquiabierta, como alcanzada por un rayo.
– Pero, creíamos que habías…
– ¿Muerto? ¿Desaparecido? ¿Esfumado? ¿Perdido en el espacio interestelar? ¿Qué pensabas, Megan, que salí corriendo del banco y ya está?
Se rio al ver la expresión de terror en la cara de Megan.
– ¿Tanto he cambiado? -preguntó tranquilo.
Megan negó con la cabeza.
– Eso pensaba. Bueno, ¿y no vas a invitarme a pasar?
Megan asintió.
Bill Lewis entró en la casa y echó un vistazo a su alrededor.
– Muy bonito -dijo-. Bonito y de calidad. ¿También se hicieron republicanos?
Megan era incapaz de responder.
– Contesta a mi pregunta, Megan -susurró Bill, furioso.
– No.
– Ya, seguro.
Ella lo miró mientras inspeccionaba la casa y su mirada se detenía en una mesa antigua que había en el vestíbulo.
– No está mal -dijo fríamente-. Bonito diseño. ¿Es de 1850? -Volvió la vista hacia Megan.- Te hice una pregunta -dijo pasando el dedo por la madera áspera del mueble.
– 1858 -respondió Megan.
– Es una pieza cara, por lo menos debe de costar dos de los grandes, ¿no?
– Supongo.
– ¿Lo supones? -su risa sarcástica sonó como un rebuzno. Miró hacia el salón y se acercó a unas fotos.
– Duncan ha engordado -comentó-. Tiene todo el aspecto de un pequeñoburgués. Ha perdido la chispa, ¿no? Adiós a la delgadez, al compromiso; ahora números grandes y sustanciosos balances, ¿eh?
Hizo una pausa mientras miraba a Megan.
– No -contestó ella-. Está en buena forma. Corre seis kilómetros todos los días.
Bill soltó una carcajada.
– Debí habérmelo imaginado, el deporte de los burgueses. Seguro que sale a correr con zapatillas de doscientos dólares y un jogging de marca que cuesta por lo menos trescientos… Cualquier gasto es poco con tal de mantener la línea.
Se calló y miró a Megan con dureza:
– Debería probar a dejar de comer. Lo mantiene a uno duro y en forma; eso y esconderse del FBI y de la policía. Es la combinación perfecta para mantenerse delgado.
Su sonrisa era más bien una mueca. Se dio la vuelta y tomó otra fotografía.
– ¡Vaya, vaya! -comentó-. Las chicas son tan guapas como tú e iguales a ti en aquella época. Igualitas. -A continuación tomó una fotografía de Tommy.- Aquí parece más contento -dijo-. Donde está ahora casi no sonríe.
Megan dejó escapar un grito ahogado.
– Tommy… -susurró.
Bill Lewis se volvió hacia ella con expresión salvaje.
– ¿Qué pasa? ¿Creías que Olivia estaba sola en esto? ¿No imaginabas que había alguien más ahí afuera pensando en cómo vengarse de Duncan y de ti?
– Tommy -repitió Megan-. Por favor, mi niño…
– Morirá. Morirá a no ser que hagan todo lo que les digamos. Y lo mismo ocurrirá con el viejo ese, sólo que para él será más doloroso.
Dejó la fotografía en su sitio y, por un momento, pareció detenerse a pensar; después la tomó de nuevo y la miró de cerca. Volvió la vista hacia Megan y de pronto, de forma violenta e inesperada, rompió la fotografía contra la esquina de la mesa haciendo pedazos el vidrio y el marco. El estallido de cristales rotos resonó en los oídos de Megan como un disparo y por un momento pensó que estaba sangrando.
– Ahora mandamos nosotros -dijo Lewis-, no lo olvides.
Se acercó a Megan y le agarró la cara con una mano, aplastándole las mejillas.
– Morirán todos, ¿entiendes? No sólo el niño y el viejo; después volveré y mataré también a las niñas. Piénsalo, Megan. Después mataré a Duncan, pero a ti te dejaré viva para que puedas sufrir. ¿Entiendes? ¿Entiendes?
Megan asintió.
– Todo esto, Megan, todas estas cosas, esta vida… ya puedes ir despidiéndote.
La soltó.
– Bien. Ahora vuélvete contra la pared y cuenta hasta sesenta. Después puedes seguir con lo que estabas haciendo antes de que tuviéramos esta agradable charla. Tareas domésticas, supongo. Limpiar un poquito, fregar los platos, zurcir unos calcetines… algo agradable y burgués. Me alegra haberte visto, después de tantos años… Muchos años, Megan.
La empujó hacia la pared y se dirigió a la puerta.
– Ah, y dale recuerdos a Duncan. Dile que tiene suerte de que no matara a su mujer hoy, tal y como él hizo con la mía.
Después se marchó dejando a Megan llorando, de cara a la pared.
Marcó el número de la segunda cabina con rapidez y cuando escuchó el breve «¿Sí?» de Ramón dijo secamente:
– Pasa al siguiente.
– Al tercer teléfono -dijo Ramón.
– Eso. -Olivia colgó el auricular y miró a Duncan a los ojos buscando indicios de rebeldía.
– Muy bien, Duncan, vamos al grano.
– Sí -contestó él.
– Saca lápiz y papel.
Por un momento Duncan se quedó mirándola preguntándose qué tramaba; después obedeció.
– Bien -dijo Olivia-. Vamos a ver, Duncan. ¿Cuánto dinero ganas?
– ¿Qué quieres decir?
– Duncan, no pongas a prueba mi paciencia. Te pregunté cuánto dinero ganas.
– Mi sueldo anual es de noventa mil dólares.
– ¿Y?
– Luego hay ingresos extras: seguro médico, coche, cuotas de beneficios que también suman.
– Haz un cálculo.
– Otros veinticinco mil.
– Continúa. ¿Fondo de pensiones?
– Mi mujer y yo tenemos un plan de pensiones cada uno de unos veinte mil. El banco cotiza parte de mi pensión. Y además de eso…
– Escríbelo.
Duncan garabateó unas cifras en una libreta.
– Bien -dijo Olivia-. Continúa.
Tengo una parcela en Vermont; aún no hemos construido nada. Pensábamos hacerlo el año que viene.
– Añádelo.
– Bueno… pagué treinta mil por dos hectáreas y media…
– ¿Cuándo?
– Hace siete años.
– ¿Cuánto costará ahora? ¿Cien mil? ¿Ciento veinte mil?
– Por lo menos.
– ¿Dónde está?
– Cerca de Killington.
Olivia sonrió.
– Bonito sitio, creo que es estupendo para esquiar. Y esta temporada parece que será buena. ¿Ha nevado ya por allí?
– Algo.
– Apúntalo. ¿Qué me dices de acciones, bonos?
– Tengo un pequeño paquete.
– No seas tan modesto. ¿Cuánto tienes?
– Sólo valores seguros.
– Lo que me imaginaba -señaló la libreta.
– ¿Qué más? -preguntó Duncan.
– Apunta también tu casa y lo de Megan. ¿Cuánto ganó el año pasado?
– Cincuenta mil dólares.
– No van mal las cosas por aquí, ¿no?
Duncan se limitó a asentir.
– ¿Quién habría pensado que el Noreste volvería a prosperar así? En los tiempos en que éramos amigos parecía que la economía se iba al bombo, pero cuando salí de la cárcel me di cuenta de que había un boom, de que todo el mundo se estaba haciendo rico.
Alargó la mano y tomó la hoja llena de números dejando escapar un silbido burlón.
– No está mal. Has estado ocupado, ¿eh?
Duncan asintió.
Olivia arrancó la hoja y se la guardó en el bolsillo. Después dejó de sonreír y se inclinó hacia adelante.
– Oye, Duncan -dijo con un susurro áspero-. Escucha con atención. Voy a abrir una cuenta.
– ¿Qué? -preguntó Duncan, confuso-. ¿Una cuenta?
– Eso mismo, matemático. Y esa cuenta eres tú.
– No lo entiendo.
– Ahora lo verás.
Duncan la miró y esperó. Era evidente que estaba disfrutando del momento.
– ¿No te preguntas por qué he venido aquí hoy?
Duncan negó con la cabeza.
– Tenía que verte; en persona. Todo esto lo podía haber hecho por teléfono, habría sido más seguro, pero quería verte con mis propios ojos, comprobar que te habías pasado al enemigo. Sabía que lo habías hecho, que no tendrías valor para resistir. Pero no imaginaba que hubieras caído tan bajo. -Se reclinó en la silla y rio.- ¿No te da vergüenza cuando te miras al espejo, Duncan? Todo lo malo de este país está reflejado en tu mezquina cuenta bancaria. ¿No te despiertas por la noche y recuerdas cuando eras alguien importante, cuando hacías algo de verdad? Entonces estabas en la lucha; trabajabas para cambiar el mundo y ahora mírate. Sólo te dedicas a ganar dinero, qué asco.
De pronto alargó la mano por encima de la mesa y agarró la de Duncan. Su apretón era de hielo y acero y Duncan sentía sus músculos esforzándose por estrujarlo.
– Eso es el compromiso, Duncan. Yo no he cambiado; nunca he dejado de creer en la lucha. Soy tan dura ahora como lo era entonces…
Lo soltó con un gesto brusco y se dejó caer de nuevo en la silla.
– Soy igual de fuerte… o más. Estar en la cárcel es como volver a nacer, Duncan. Te ayuda a ver las cosas en su justa perspectiva y cuando sales eres una persona nueva y más fuerte.
Lo miró y después una sonrisa asomó en sus ojos.
– Bien, Duncan, tú eres el banquero, el experto en préstamos, valores en apreciación de depreciación. Tú eres el que sabe lo que valen las cosas en el mercado hoy, en las condiciones económicas actuales…
Lo asustaba el giro que tomaba la conversación.
– Sí -contestó despacio.
– Entonces dime, ¿cuánto me das por el niño? ¿Y por el cerdo fascista? -dejó escapar una risa cruel-. ¿Cómo se cotizan en el mercado actual?
El pánico lo invadió y la frente le ardía.
– ¿Cómo quieres que…?
– ¡Te hice una pregunta, cerdo! ¿Cuánto cuesta una vida, Duncan? Tú eres el puto banquero, así que dímelo. ¿Cuánto cuesta el viejo? De todas maneras, no le quedan muchos años, su valor está depreciado… Pero el niño es fuerte y le queda mucha vida por delante, así que habrá que cotizarlo bien, ¿no te parece? Aunque, ahora que lo pienso, quizás haya que aplicarle un descuento; ha tenido algunos problemas, ¿no es así? ¿Ansiedad por estrés, no? Habrá que hacer una pequeña rebaja; buen material pero defectuoso. Deteriorado durante el transporte, ¿no, Duncan? ¿Qué te parece?
– ¡Zorra! -susurró éste.
– A palabras necias… -respondió Olivia, burlona.
– ¿Cómo puedes pedirme que le ponga precio a mi propio hijo?
– Tú lo hiciste, pusiste precio a mi vida, a la de Emily, a la de todos los demás. Hace dieciocho años le pusiste un precio a tu libertad y entonces no te resultó difícil, Duncan. Así que hazlo ahora otra vez.
Miró su reloj.
– Se acabó el tiempo -dijo-. Última llamada.
Tomó el teléfono y marcó. Cuando escuchó la voz de Ramón dijo:
– Casi he terminado. -Pero seguía mirando a Duncan.
Con exagerada lentitud, dejando que la ira que sentía se clavara bien hondo en el corazón de éste, colgó y sacó un sobre blanco de su bolso.
– En este sobre hay un mensaje, Duncan, cuando lo leas sabrás hasta qué punto hablo en serio. También explico lo que haré si no se hace lo que pido. Si no pagas.
Se levantó y Duncan la miró presa del pánico.
– Pero, entonces… ¿cuánto? No sé…
Olivia levantó una mano para interrumpirlo.
– Duncan, esto es lo que voy a decirte. El cuándo es fácil. Hoy es miércoles y supongo que te llevará el resto del día descifrar mi pequeño mensaje, que te recomiendo leas inmediatamente. Te despejará dudas acerca de mi sinceridad… -Lo miró, furiosa-. Te doy un día.
– ¡Un día! Es imposible…
– Muy bien, Duncan -dijo, mostrando de nuevo su sonrisa de gato de Chesire-. Estoy dispuesta a ser razonable. Te doy dos días, dos días laborables para reunir… -Calló un momento-. Eso es lo que le da emoción a la cosa, ¿no te parece? ¿Cuánto conseguirás reunir y será suficiente? Tal vez te baste sólo para recuperar a uno de los dos, tal vez te quedes muy corto y tengamos que seguir como hasta ahora. Tal vez, tal vez, tal vez. Tal vez me asuste. Por favor, Duncan, no subestimes lo poco que deseo volver a la cárcel y lo que estoy dispuesta a hacer para evitarlo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Supongo.
– Lo que quiero decir es que a la mínima señal de que no estás jugando limpio, morirán. -Hizo una pausa.- Morirán. Estarán muertos. ¿Te queda claro?
– Sí.
– Así que consigue el dinero, mucho. Hazlo.
– Pero no lo entiendes, no tengo tanto en efectivo. La mayor parte está en acciones, invertido. No puedo liquidar todo en dos días y dártelo. Lo haré, pero necesito tiempo. No puedo…
– Sí puedes, cerdo. -Se quedó mirándolo.- Sigues sin entender, ¿verdad?
– Supongo que no.
– Duncan, no espero que vendas todas tus propiedades en dos días, que vendas tus acciones, que canceles el plan de pensiones. Eso sería imposible en dos días. -Sonrió.- No, eso no es lo que espero.
– ¿Y entonces?
– La respuesta es bien sencilla, Duncan.
– No sé…
– Tendrás que robarlo.
Se desplomó en la silla; abrió la boca, pero no le salían las palabras. Olivia se inclinó sobre la mesa, de forma que su cara estaba a unos centímetros de la de Duncan. Su aliento ardía.
– Tendrás que robarlo, cerdo, atracar el banco.
Se levantó y lo miró despectiva.
– Termina lo que empezamos hace dieciocho años.
Dio un paso atrás e hizo un gesto con la mano aludiendo al banco.
– Róbalo -repitió.
Y se fue.