PRÓLOGO

Tina Cogin sabía cómo extraer el máximo partido de lo poco que poseía. Le gustaba creer que era un talento innato.

Algunos pisos por encima del estruendoso tráfico nocturno, su silueta desnuda proyectaba gárgolas sobre la pared de la habitación, apenas iluminada. Sonrió cuando sus movimientos dotaron de vida a las sombras y crearon nuevas formas de negro sobre blanco, como en un test de Rorschach. Menudo test, pensó, practicando un gesto seductor. ¡Hermoso espectáculo para un asesino psicópata!

Rió en voz baja de su talento para la humildad, se acercó a la cómoda y dedicó una mirada afectuosa a su colección de ropa interior. Fingió vacilar para prolongar su placer y eligió por fin un atractivo conjunto de seda y encaje negros. Sujetador y bragas, de confección francesa, provistos de un relleno discreto que delataba la inteligencia del diseñador. Se los puso. Notó la torpeza de sus dedos, poco acostumbrados a prendas tan delicadas.

Tarareó por lo bajo una melodía indefinida, con voz gutural, como un himno en honor del atardecer, a tres días y noches de libertad sin límites, a la excitación de aventurarse por las calles de Londres sin saber exactamente qué iba a deparar la tibia noche de verano. Deslizó una larga uña pintada bajo la solapa precintada de una bolsa de medias, pero cuando las sacó rozaron su piel, más áspera de lo que deseaba admitir. El tejido se enganchó. Soltó un juramento, liberó las medias y examinó los daños, una incipiente carrera en la cara interna del muslo. Tenía que ir con más cuidado.

Mientras se las ponía, bajó la vista y suspiró de placer. El tejido se ajustaba con facilidad a su piel. Saboreó la sensación, casi similar a la caricia de un amante, e intensificó su goce recorriendo con la mano la distancia que separaba los tobillos de las pantorrillas, los muslos de las caderas. Carne firme, pensó, de tacto agradable. Hizo una pausa para admirar sus formas en un espejo de cuerpo entero, antes de extraer unas enaguas de seda negra de la cómoda.

El vestido que sacó del armario era negro. Cuello alto, mangas largas; lo había escogido por la forma en que se adaptaba a su cuerpo, como líquido de medianoche. Un cinturón ceñía su talle; una profusión de abalorios color azabache adornaba el corpiño. Era una creación de Knightsbridge cuyo coste, muy superior al que permitía su economía, había dado al traste hasta finales de verano con el lujo de desplazarse en taxi. En realidad, ese inconveniente carecía de importancia. Tina sabía que valía la pena sacrificarse por algunas cosas.

Se calzó unos zapatos negros de tacón alto antes de encender la lámpara colocada junto al sofá cama e iluminar un sencillo apartamento de una sola pieza que contaba con el lujo delicioso de un cuarto de baño privado. En su primer viaje a Londres, tantos meses atrás, recién casada y en busca de una vía de escape, cometió el error de alquilar una habitación en Edgware Road, donde compartió el baño con una turba de sonrientes griegos, todos ansiosos de observar los avatares de su higiene personal. Después de aquella experiencia, se le antojó inconcebible compartir siquiera un lavabo con otro ser humano, y aunque el gasto extra de un baño privado le resultó al principio sumamente oneroso, consiguió superar el problema de la forma pertinente.

Dio un repaso final a su maquillaje y aprobó la sombra de los ojos, que acentuaba su color y corregía su forma, el arco de las cejas, algo oscurecidas, el artístico sombreado de los pómulos, que suavizaba un rostro tirando a rectangular, y los labios, definidos tanto por el lápiz como por el color para expresar sensualidad y llamar la atención. Tiró hacia atrás su cabello, negro como su atuendo, y jugueteó con el mechón que caía sobre su frente. Sonrió. Lo lograría. Dios, claro que lo lograría.

Echó una última mirada a la habitación, recogió el bolso negro que había arrojado sobre la cama y comprobó que sólo llevaba dinero, las llaves, el nombre del club nocturno y dos bolsitas de plástico que contenían la droga. Terminados los preparativos, se marchó.

Bajó en el ascensor y se encontró al cabo de escasos segundos en la calle, respirando el perfume de la noche, la combinación sofocante de maquinaria y humanidad tan propia de este rincón de Londres. Como siempre, antes de dirigirse hacia la calle Praed, dedicó una mirada afectuosa a la fachada de piedra de su edificio; sus ojos se demoraron sobre las palabras «Apartamentos Shrewsbury Court», que hacían las veces de epígrafe sobre las puertas dobles del frente. Se abrían a su puerto y refugio, el único lugar del mundo donde podía ser ella misma.

Se encaminó hacia las luces de la estación de Paddington, donde tomó la línea del distrito hasta Not-ting Hill Gate, y allí transbordó a la central hasta Tot-tenham Court Road, percibiendo al salir las potentes emanaciones de los tubos de escape y la muchedumbre típica de un viernes por la noche.

Se dirigió a paso ligero hacia Soho Square, invadida por los clientes de los peep show cercanos. Sus voces, que hablaban con todos los acentos posibles, intercambiaban obscenas evaluaciones sobre las excitantes visiones de pechos, muslos y demás de que habían disfrutado. Era una masa bulliciosa de buscadores de emociones libidinosas. En otra noche cualquiera, Tina habría considerado la posibilidad de divertirse a su estilo con uno o dos de aquellos individuos, pero esta noche era diferente. Todo estaba programado.

En la calle Bateman, a corta distancia de la plaza, distinguió el letrero que iba buscando, balanceándose sobre un maloliente restaurante italiano. «Kat's Krad-le», anunciaba, y una flecha indicaba el oscuro callejón de al lado. La ortografía era absurda, [1] un intento de aparentar ingenio que Tina consideró de lo más repelente, pero ella no había elegido el lugar de la cita, así que caminó hasta la puerta y bajó la escalera que, como el callejón en que el club estaba ubicado, se hallaba cubierta por una capa de serrín y olía a alcohol, vómito y retretes.

Todavía era temprano y había poca gente en el Kat's Kradle, confinada en algunas mesas dispersas alrededor de una pista de baile, digna de un sello de correos. A un lado, los músicos tocaban una melancólica pieza de jazz, a base de saxo, piano y batería, mientras la cantante, apoyada contra un taburete de madera, fumaba con aire taciturno y aspecto de mortal aburrimiento, a la espera del momento apropiado para desgranar algunos sonidos en el micrófono cercano.

La oscuridad reinaba en la sala, apenas iluminada por un débil foco azul concentrado en el grupo, velas en las mesas y una luz en la barra. Tina se aproximó a ésta, tomó asiento en un taburete, pidió un gin-tonic al camarero y admitió para sus adentros que la elección del local, pese a su suciedad, había sido muy inspirada, lo mejor que el Soho podía ofrecer para que la transacción pasara inadvertida.

Bebida en ristre, procedió a un sucinto examen de los presentes, una primera ojeada de la que sólo obtuvo una impresión de cuerpos, una espesa nube de humo producida por los cigarrillos, el ocasional brillo de las joyas, la llama de un encendedor o una cerilla. Conversaciones, risas, intercambio de dinero, parejas deslizándose sobre la pista de baile. Y entonces le vio, un joven sentado a solas en la mesa más alejada de la luz. Sonrió ante la visión.

Era muy propio de Peter escoger un lugar de estas características, donde no correría el riesgo de ser visto por su familia o alguno de sus amigos pijos. Nadie le censuraría en el Kat's Kradle. Eludía el temor a tener problemas, a ser malinterpretado. Había elegido bien.

Tina le observó. Notó una sensación cosquilleante en el estómago, anticipando el momento en que él la vería a través del humo y las parejas que bailaban. Sin embargo, ignorante de su presencia, tenía la vista clavada en la puerta y recorría con los dedos su corto cabello rubio, presa de una nerviosa agitación. Tina le examinó con interés durante varios minutos, le vio pedir y vaciar dos copas en rapidísima sucesión, notó que la expresión de su boca se endurecía a medida que transcurrían los minutos y su necesidad se hacía más perentoria. A juzgar por lo que veía, iba muy mal vestido para ser el hermano de un conde; llevaba una chaqueta de cuero raída, tejanos y una camiseta con la inscripción semiborrada Hard Rock Cafe. Un pendiente de oro colgaba de un lóbulo, y de vez en cuando lo manoseaba como si fuera un talismán. Mordisqueaba sin cesar las uñas de la mano izquierda. Se golpeaba espasmódicamente la cadera con el puño derecho.

Se levantó con brusquedad cuando un grupo de ruidosos alemanes entró en el club, pero se derrumbó en la silla cuando comprendió que la persona a la que buscaba no venía con ellos. Extrajo un cigarrillo de un paquete que guardaba en la chaqueta y se palpó los bolsillos, pero no sacó ni encendedor ni cerillas. Un momento después apartó la silla, se levantó y caminó hacia la barra.

Ven a los brazos de mamá, pensó Tina sonriendo para sus adentros. Hay algunas cosas en la vida absolutamente predestinadas a suceder.

Cuando su acompañante aparcó el Triumph en un espacio libre de Soho Square, Sidney St. James comprendió que el joven tenía los nervios a flor de piel. Todo su cuerpo estaba tenso. Incluso sus manos aferraban el volante con un evidente esfuerzo por controlarse. Estaba a punto de estallar, pero intentaba disimularlo. Admitir la necesidad sería como dar un paso hacia admitir la adicción. Y él no era un adicto. No, Justin Brooke, científico, bon vivant, director de proyectos, ensayista, acaparador de premios, no era un adicto.

– Te has dejado las luces encendidas -le dijo Sidney con severidad. Él no respondió-. He dicho que te has dejado las luces encendidas, Justin.

Las apagó. Sidney presintió más que vio un movimiento en su dirección, y un momento después notó sus dedos en la mejilla. Quiso apartarse cuando se deslizaron sobre su cuello y se posaron sobre el pequeño bulto de sus pechos, pero en cambio sintió la rápida respuesta de su cuerpo a la caricia, dispuesto a entregarse, como si fuera una criatura sobre la que careciera de control.

Entonces, un ligero temblor en la mano de Justin, nacido de la ansiedad, le dijo que su caricia era falsa, un apaciguamiento momentáneo de los sentimientos que experimentaba ella, previo a la repugnante transacción. Le apartó.

– Sid.

Justin esgrimía un grado respetable de provocación sensual, pero Sidney sabía que estaba subyugado en mente y cuerpo por aquel callejón mal iluminado que nacía en el extremo sur de la plaza. Él se esforzaba por ocultárselo. Incluso ahora se inclinó hacia ella, como para demostrar que lo más importante de su vida en este momento no era su necesidad de la droga, sino el deseo de poseerla. Sidney reunió fuerzas para rehuir su tacto.

Sus labios, seguidos de su lengua, se movieron sobre el cuello y los hombros de Sidney. Cerró la mano sobre su pecho. El pulgar rozó su pezón con caricias deliberadas. Murmuró su nombre. La volvió hacia él. Y, como siempre, fue como fuego, como una pérdida, como una completa abdicación de todo sentido común. Sidney deseó besarle. Abrió la boca para recibirle.

Él gruñó y se apretó más contra ella, la tocó, la besó. Sidney deslizó la mano sobre su muslo para acariciarle a su vez. Y entonces comprendió.

Fue un brusco descenso a la realidad. Se apartó de él, le miró a la luz mortecina de las farolas.

– Fantástico, Justin. ¿Creías que no lo iba a notar?

Él desvió la mirada. La cólera de la joven aumentó.

– Ve a comprar tu jodida droga. Para eso hemos venido, ¿verdad? ¿O debía pensar que era para otra cosa?

– Quieres que vaya a esa fiesta, ¿no? -preguntó Justin.

Era un viejísimo intento de sacudirse de encima la culpa y la responsabilidad, pero esta vez Sidney se negó a seguirle el juego.

– No me vengas con ésas. Ni te atrevas. No me cuesta nada ir sola, si es necesario.

– Entonces, ¿por qué no lo haces? ¿Por qué me telefoneaste, Sid? ¿No fue tu dulce voz la que me llamó esta tarde, ansiosa por acostarte conmigo cuando finalizara la velada?

Sidney no contestó, sabiendo que tenía razón. Una y otra vez, después de jurarse que ya estaba harta de él, volvía a por más, odiándole, despreciándose, pero volvía igualmente. Era como si su voluntad estuviera encadenada a la de él.

Por el amor de Dios, ¿qué era él? No era tierno. No era guapo. No era fácil de desentrañar. No respondía a ninguna característica del hombre ideal que alguna vez había soñado llevarse a la cama. Era, simplemente, un rostro interesante en el que cada rasgo parecía luchar contra todos los demás para dominar el cráneo huesudo que había debajo. Era una piel oscura, olivácea. Era unos ojos hundidos. Era una leve cicatriz que recorría la línea del mentón. No era nada, nada, excepto una manera de mirarla, de tocarla, de convertir su delgado cuerpo de muchacho en algo sensual, hermoso e inflamado de vida.

Se sintió derrotada. Tuvo la impresión de que un aire insufriblemente caliente llenaba el coche.

– A veces, pienso en contárselo -musitó ella-. Dicen que es la única forma de curarlo.

– ¿De qué coño estás hablando?

Sidney vio que los dedos de Justin se engarfiaban.

– Gente importante en la vida del adicto lo descubre. Su familia. Su jefe. Entonces, se derrumba. Y después…

La mano de Justin se apoderó de su muñeca y la retorció.

– Ni se te ocurra contárselo a nadie. Ni siquiera lo pienses. Te juro que, si lo haces, Sid, si lo haces…

– Basta ya. Escucha, no puedes continuar así. ¿Cuánto te gastas ya? ¿Quince libras al día? ¿Cien? ¿Más? Ni tan sólo podemos ir a una fiesta sin tu…

Justin soltó su muñeca con brusquedad.

– Pues lárgate. Búscate a otro. Déjame en paz.

Era la respuesta, la única respuesta, pero Sidney sabía que era incapaz de hacerlo, y odiaba el pensamiento de que, tal vez, jamás sería capaz.

– Sólo quiero ayudarte.

– Pues cierra el pico, ¿vale? Déjame ir a ese asqueroso callejón, comprar la mercancía y salir de aquí.

Abrió la puerta y la cerró con estrépito.

Cuando llegó a la mitad de la plaza, Sidney abrió su puerta y salió.

– ¡Justin! -gritó.

– Quédate ahí.

Habló con voz serena, no porque hubiera recuperado la serenidad, sino porque la plaza estaba abarrotada de gente, como ocurría todos los viernes por la noche en el Soho, y Justin Brooke no era un hombre propenso a montar escenas en público, como ella sabía bien.

Hizo caso omiso de su advertencia y corrió a reunirse con él, olvidando que lo último que debía hacer era ayudarle a fomentar su adicción. En lugar de ello prefirió caer en el engaño, diciéndose que, si ella no le vigilaba, podrían detenerle, estafarle o algo peor.

– Voy contigo -dijo cuando le alcanzó.

La tensión de sus rasgos le indicó que había cometido una imprudencia.

– Como quieras.

Justin encaminó sus pasos hacia la oscuridad del callejón.

El callejón parecía más oscuro y estrecho de lo normal, debido a las obras que se estaban realizando en aquella parte de la plaza. Sidney hizo una mueca de disgusto cuando percibió el hedor a orina. Era peor de lo que imaginaba.

Se cernían edificaciones a cada lado, sin luces ni letreros. Las ventanas estaban protegidas por rejas y los umbrales de las puertas cobijaban siluetas que gemían y se dedicaban a los asuntos ilegales que los clubs nocturnos del barrio parecían ansiosos por fomentar.

– Justin, ¿adonde piensas que…?

Brooke alzó una mano a modo de aviso. Más adelante, se oían las roncas maldiciones de un hombre. Provenían del extremo opuesto del callejón, donde un muro de ladrillo se curvaba sobre el lado de un club nocturno, formando un hueco protegido. En aquel punto, dos figuras se debatían en el suelo. Pero no se trataba de un escarceo amoroso. Era un asalto, y la figura que llevaba las de perder era la de una mujer ataviada de negro, superada en fuerza y envergadura por su furioso atacante.

– ¡Asquerosa p…!

El hombre, rubio y muy irritado, a juzgar por el tono de su voz, descargaba sus puños contra el rostro, las axilas y el estómago de la mujer.

Al presenciar la escena, Sidney se lanzó hacia adelante, y cuando Justin trató de detenerla gritó. -¡No! ¡Es una mujer!

Se precipitó hacia el extremo del callejón. Oyó a Justin lanzar un juramento a su espalda. La alcanzó a menos de tres metros de la pareja que luchaba en el suelo.

– Retrocede. Yo me ocuparé de esto -dijo con aspereza.

Justin agarró al individuo por los hombros y hundió los dedos en la chaqueta de cuero que llevaba. Su enérgica acción provocó que los brazos de la víctima quedaran libres, y la mujer se protegió instintivamente la cara. Brooke empujó al hombre hacia atrás.

– ¡Idiotas! ¿Queréis llamar la atención de la policía?

Sidney se plantó a su lado.

– ¡Peter! -gritó-. ¡Peter Lynley!

Brooke desvió la vista desde el joven a la mujer caída de costado, el vestido arrugado y las medias destrozadas. Se arrodilló y alzó su rostro, como para examinar el alcance de sus heridas.

– Dios mío -murmuró.

La soltó, se puso en pie, meneó la cabeza y soltó una carcajada.

La mujer consiguió ponerse de rodillas. Cogió su bolso, presa de las náuseas por un momento. Después, también se echó a reír.

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