PRIMERA PARTE. TARDES LONDINENSES

1

Lady Helen Clyde se encontraba rodeada por los aderezos de la muerte. Sobre las mesas descansaban muestras encontradas en diversos escenarios de crímenes; fotografías de cadáveres colgaban de las paredes; espantosos elementos destacaban en armarios acristalados, y entre ellos descollaba uno particularmente horripilante, consistente en un mechón de pelo unido todavía a un fragmento de cuero cabelludo de la víctima. Sin embargo, pese a la naturaleza macabra del entorno, lady Helen no paraba de pensar en comer.

Como forma de distracción, consultó la copia de un informe de la policía tirado sobre la mesa de trabajo que tenía delante de ella.

– Todo coincide, Simon. -Desconectó el microscopio-. B negativo, AB positivo, O positivo. ¿No crees que la policía se alegrará?

– Hummm -fue la única respuesta de su acompañante.

Los monosílabos eran típicos de él cuando se hallaba enfrascado en su trabajo, pero su respuesta fue de lo más exasperante en aquel momento, pues pasaban de las cuatro y el cuerpo de lady Helen anhelaba, desde hacía un cuarto de hora, su ración de té. Indiferente a esta tragedia, Simon Allcourt-St. James empezó a destapar una hilera de botellas colocadas frente a él. Contenían fibras diminutas que deseaba analizar, pues basaba su creciente reputación como científico forense en su habilidad para tejer un conjunto de hechos a partir de hilos infinitesimales, empapados de sangre.

Lady Helen, al reconocer la fase preliminar de un análisis de tejidos, suspiró y se acercó a la ventana del laboratorio, situado en el último piso de la casa de St. James. La ventana se abría a la tarde de junio y dominaba un agradable jardín encerrado entre muros de ladrillo. Un vivido laberinto de flores componía una melodía de colores indisciplinados, invadiendo los senderos y el césped.

– Deberías contratar a alguien que se ocupara del jardín -comentó lady Helen. Sabía muy bien que no había sido cuidado como era debido en los últimos tres años. También sabía el motivo.

– Sí.

St. James cogió unas pinzas y una caja de placas. Una puerta se abrió y cerró en la planta baja.

Por fin, pensó lady Helen, y en su imaginación recreó a Joseph Cotter subiendo la escalera desde la cocina del sótano, sujetando en las manos una bandeja cubierta de panecillos recién hechos, nata, tartitas de cereza y té. Por desgracia, los sonidos que se acercaban (ruidos y golpes sordos, acompañados por un resuello) no sugerían que el refrigerio fuera inminente. Lady Helen esquivó uno de los ordenadores de St. James y echó un vistazo al vestíbulo.

– ¿Qué pasa? -preguntó St. James, cuando un golpe seco resonó en toda la casa, metal contra madera, un estruendo de mal agüero para los pasamanos de la escalera. Descendió con movimientos torpes del taburete y su pierna izquierda, sujeta por una abrazadera, aterrizó sin ceremonias sobre el suelo, produciendo un ruido desagradable.

– Es Cotter -contestó lady Helen-. Está luchando con un baúl y una especie de paquete. ¿Quieres que te ayude, Cotter? ¿Qué has traído?

– Me las arreglo muy bien, señorita -fue la ambigua respuesta de Cotter, desde tres pisos más abajo.

– Pero ¿qué demonios…?

Lady Helen percibió que St. James se alejaba con brusquedad de la puerta. Reanudó su trabajo como si no se hubiera producido la interrupción, como si Cotter no necesitara ayuda.

Entonces, lady Helen comprendió lo que pasaba. Mientras Cotter maniobraba con su carga en el primer rellano, un rayo de luz procedente de la ventana iluminó una enorme etiqueta pegada al baúl. Aun desde el piso superior, lady Helen pudo leer la inscripción en tinta negra: «D. Cotter/USA.» Deborah iba a regresar, y muy pronto, a juzgar por los indicios. Como si nada de esto estuviera ocurriendo, St. James siguió absorto en sus fibras y placas. Se inclinó sobre el microscopio y ajustó el foco.

Lady Helen descendió la escalera. Cotter intentó disuadirla con un ademán.

– Puedo arreglármelas -dijo-. No se moleste.

– Me encantan las molestias. Tanto como a ti.

Cotter sonrió ante su respuesta, porque sus esfuerzos nacían del amor de un padre por su hija pródiga, y lady Helen lo sabía. Cotter le tendió el enorme paquete plano que intentaba transportar bajo el brazo, pero no soltó ni un momento el baúl.

– ¿Deborah vuelve a casa?

Lady Helen habló en voz baja. Cotter la imitó.

– Sí. Esta noche.

– Simon no me ha dicho nada.

Cotter procedió a sujetar mejor el baúl.

– Muy propio de él, ¿verdad? -respondió con tono sombrío.

Subieron el tramo de escaleras restante. Cotter introdujo el baúl en el dormitorio de su hija, a la izquierda del rellano, mientras lady Helen se detenía ante la puerta del laboratorio. Apoyó el paquete contra la pared, y tabaleó con los dedos sobre ella mientras observaba a su amigo. St. James no levantó la vista de su trabajo.

Siempre había constituido su defensa más eficaz. Mesas de trabajo y microscopios devenían murallas que nadie podía escalar, y el trabajo incesante un narcótico que aliviaba el dolor de la pérdida. Lady Helen paseó la mirada por el laboratorio, y por una vez no lo vio como el centro de la vida profesional de St. James, sino como el refugio en que se había transformado. Era una habitación amplia, que olía débilmente a formalde-hído. Las paredes consistían en atlas anatómicos, diagramas y estanterías; el suelo, en madera dura, vieja y crujiente; el techo, en una claraboya por la cual penetraba una luz lechosa que proporcionaba una luminosidad impersonal. Los muebles se reducían a mesas destartaladas, taburetes altos, microscopios, ordenadores y diversos instrumentos para examinar cualquier cosa, desde sangre a balas. A un lado, una puerta comunicaba con el cuarto oscuro de Deborah Cotter. Pero esa puerta había permanecido cerrada durante todos sus años de ausencia. Lady Helen se preguntó qué haría St. James si ella la abría ahora, utilizándola como una inevitable invasión en las honduras de su corazón.

– ¿Deborah vuelve a casa esta noche, Simon? ¿Por qué no me lo has dicho?

St. James sacó una placa del microscopio y la reemplazó por otra, ajustando los tornillos para aumentar el tamaño. Después de estudiar este nuevo espécimen, tomó unas cuantas notas.

Lady Helen se inclinó sobre la mesa de trabajo y apagó la luz del microscopio.

– Deborah vuelve a casa -dijo con suavidad-. No me has comentado nada al respecto en todo el día. ¿Por qué, Simon? Dímelo.

En lugar de responder, Simon miró hacia atrás.

– ¿Qué sucede, Cotter?

Lady Helen giró sobre sus talones. Cotter estaba de pie en el umbral, el ceño fruncido, secándose la frente con un pañuelo de lino blanco.

– No será necesario que vaya a buscar a Deb al aeropuerto, señor St. James -dijo a toda prisa-. Lord Asherton se ocupará de ello. Yo también iré. Me telefoneó hace menos de una hora. Todo está arreglado.

El tic tac del reloj de pared fue la única respuesta al anuncio de Cotter, hasta que el frenético llanto de un niño, teñido de indignación, atronó la calle. St. James volvió a la vida.

– Bien, estupendo. Tengo una montaña de trabajo esperándome.

Lady Helen experimentó el tipo de consternación que exige ir acompañada de un grito de protesta. El mundo que conocía estaba adoptando una nueva forma, compuesta de piezas desafortunadas. Ansiosa por formular la pregunta obvia, desvió la vista de St. James a Cotter, pero la reserva de ambos se lo impidió. De todas maneras, adivinó que Cotter deseaba añadir algo más. Parecía esperar que el otro hombre hiciera el comentario adicional que le daría pie, pero St. James se limitó a pasear una mano por su rebelde cabello negro. Cotter cambió de posición.

– Bien, iré a ocuparme de mis obligaciones.

Salió de la habitación, despidiéndose con un movimiento de cabeza, pero sus hombros parecían más hundidos y su paso más lento.

– A ver si lo he comprendido bien -dijo lady Helen-. Tommy irá a buscar a Deborah al aeropuerto. Tommy. ¿Tú no?

Una pregunta bastante razonable. Thomas Lynley, lord Asherton, era un viejo amigo de St. James y de lady Helen, y también una especie de colega, porque durante los últimos diez años había trabajado en el departamento de Investigación Criminal de New Scotland Yard. En calidad de ambas cosas, había visitado con frecuencia la casa de St. James en Cheyne Row. Pero ¿cómo demonios había llegado a conocer tan bien a Deborah Cotter para ser la persona que la iba a recibir al aeropuerto después de su ausencia, para telefonear a su padre y comunicarle con toda frialdad que ya lo había dispuesto todo, como si fuera…? ¿Qué demonios significaba Tommy para Deborah? Lady Helen no cesaba de plantearse estas preguntas.

– Fue a verla a Estados Unidos -contestó St. James-. Varias veces. ¿No te lo contó, Helen?

– Santo cielo. -Lady Helen se mostró estupefacta-. ¿Cómo lo sabes? No creo que Deborah te lo dijera, y en cuanto a Tommy, sabe muy bien que tú siempre…

St. James la interrumpió.

– Cotter me lo dijo el año pasado. Supongo que ha dedicado cierto tiempo a preguntarse por las intenciones de Tommy, como haría cualquier padre.

Su tono seco y conciso era muchísimo más expresivo que cualquier comentario surgido de su boca. Lady Helen se compadeció de él.

– Habrá sido horrible para ti estar separado de ella todo este tiempo, ¿verdad?

St. James acercó otro microscopio y concentró su atención en eliminar una mota de polvo que, al parecer, se había adherido con terquedad al objetivo.

Lady Helen le observó, comprendiendo con toda claridad que el paso del tiempo, combinado con su defecto físico, se habían aliado para degradarle como hombre a sus propios ojos año tras año. Quiso explicarle lo equivocado e injusto de tal situación. Quiso decirle que en nada iba a cambiar las cosas. Sin embargo, sabía que bordearía peligrosamente la piedad, y no quería herirle al manifestar una compasión que él no deseaba.

El ruido de la puerta principal al cerrarse la salvó de añadir nada más. A continuación se oyeron unos pasos rápidos. Subían los escalones de tres en tres sin tomarse ni un descanso para respirar, como heraldos de la única persona que poseía la energía suficiente para subir una escalera tan empinada en tan poco tiempo.

– Sabía que te encontraría aquí -anunció Sidney St. James, besando a su hermano en la mejilla. Se dejó caer sobre un taburete y saludó con su estilo personal a lady Helen-. Me encanta ese vestido, Helen. ¿Es nuevo? ¿Cómo puedes tener un aspecto tan formal a las cuatro y cuarto de la tarde?

– Hablando de aspectos formales…

St. James echó un vistazo a la inusual indumentaria de su hermana.

Sidney lanzó una carcajada.

– Pantalones de cuero. ¿Qué pensabas? También hay un abrigo de pieles, pero se lo dejé al fotógrafo.

– Una combinación bastante calurosa para el verano -indicó lady Helen.

– ¿A que es brutal? -corroboró con alegría Sidney-. Me han tenido en el Albert Bridge desde las diez de la mañana, en pantalones de cuero, abrigo de pieles y nada más. Subida en un taxi de 1951, y el conductor… me gustaría que alguien me dijera de dónde sacan esos modelos masculinos, me miraba como un pervertido. Ah, sí, y un poco de exhibición au naturel aquí y allá. Mi au naturel, para ser exacta. Lo único que el chófer tenía que hacer era mirarme como Jack el Destripador. Le pedí prestada esta camisa a uno de los técnicos. Se ha decretado un descanso, así que se me ocurrió pasar a verte. -Paseó una mirada curiosa por la habitación-. Bien. Son más de las cuatro. ¿Dónde está el té?

St. James indicó con un movimiento de cabeza el paquete que lady Helen había dejado apoyado contra la pared.

– Nos has pillado en un momento de desconcierto.

– Deborah vuelve a casa esta noche, Sid -explicó lady Helen-. ¿Lo sabías?

El rostro de Sidney se iluminó.

– ¿Regresa al fin? Entonces, ahí habrá algunas de sus fotos. ¡Maravilloso! Vamos a echar un vistazo.

Saltó del taburete, agitó el paquete como si fuera un regalo de Navidad adelantado y procedió a quitar el envoltorio.

– Sidney -la reprendió St. James.

– Bah. Ya sabes que no le importaría.

Sidney tiró a un lado el grueso papel marrón, desató los cordeles de una carpeta negra y sacó el primer retrato del montón. Lo examinó y silbó entre dientes.

– Señor, maneja la cámara mejor que nunca.

Pasó la fotografía a lady Helen y continuó estudiando las demás.

«Autorretrato y baño.» Las tres palabras estaban garrapateadas apresuradamente en el borde inferior de la foto. Era un desnudo de la propia Deborah, situada ante la cámara en tres cuartos de perfil. Había dispuesto la escena con inteligencia; una bañera poco profunda; el delicado arco de su espalda; una mesa próxima sobre la que descansaban un jarro, cepillos para el pelo y un peine. Una luz filtrada bañaba su brazo izquierdo, la pierna izquierda, el pie izquierdo y la curva del hombro. Con una cámara y utilizándose a ella misma como modelo, había copiado El baño de Degas. El resultado era exquisito.

Lady Helen levantó la vista y vio que St. James asentía con la cabeza, como dando su aprobación. Volvió a sus instrumentos y empezó a rebuscar entre una pila de informes.

– ¿Lo sabíais? ¿Sabíais algo? -les estaba preguntando Sidney con impaciencia.

– ¿A qué te refieres? -preguntó a su vez lady Helen.

– A que Deborah está superenrollada con Tommy. ¡Tommy Lynley! Me lo dijo la cocinera de mamá, lo creáis o no. Según ella, Cotter se puso hecho una furia cuando se enteró. De verdad, Simon, deberías hablar con Cotter e inyectarle un poco de sentido común. Haz lo mismo con Tommy, a propósito, porque considero absolutamente injusto que la prefiera a mí. -Volvió a su taburete y se puso a dar vueltas sobre él-. Eso me recuerda algo. He de contaros algo acerca de Peter.

Lady Helen experimentó cierto alivio ante este afortunado cambio de tema.

– ¿Peter? -colaboró.

– Imagínate. -Sidney empleó las manos para dramatizar la escena-. ¡Peter Lynley y una dama de la noche, vestida toda de negro y de largo cabello negro, como una turista de Transilvania, sorprendidos en flagrante delito en una callejuela del Soho!

– ¿Peter, el hermano de Tommy? -intentó aclarar lady Helen, conociendo la tendencia de Sidney a pasar por alto detalles importantes-. No es posible. Está en Oxford, ¿no?

– Daba la impresión de estar inmerso en cosas mucho más interesantes que sus estudios. Olvidaos de la historia, la literatura y el arte.

– ¿De qué estás hablando, Sidney? -preguntó St. James cuando la joven saltó del taburete y empezó a pasear por el laboratorio como un cachorrillo.

Conectó el microscopio de lady Helen y echó una jijeada.

– ¡Caray! ¿Qué es esto?

– Sangre -dijo lady Helen-. ¿Y Peter Lynley?

Sidney ajustó el foco.

– Fue… Espera un momento… El viernes por la noche. Sí, exacto, porque me habían invitado a una espantosa fiesta en el West End el viernes y fue esa noche cuando vi a Peter. En el suelo del callejón. ¡Forcejeando con una prostituta! Seguro que a Tommy le haría mucha gracia.

– La conducta de Peter durante este año no le ha hecho ninguna gracia a Tommy -replicó lady Helen.

– ¡Y no lo sabe bien Peter! -Sidney miró a su hermano con aire afligido-. ¿Y el té? ¿Nos queda alguna esperanza?

– Nunca hay que rendirse. Continúa tu saga.

Sidney hizo una mueca.

– No hay mucho más que contar. Justin y yo nos topamos con Peter y esa mujer, que peleaban en la oscuridad. De hecho, Peter le estaba dando puñetazos en la cara, y Justin le apartó. La mujer, aunque parezca raro, empezó a reír como una loca. Debía estar histérica, desde luego. Antes de que pudiéramos comprobar si se encontraba bien, huyó. Acompañamos a Peter a casa. Un piso diminuto en Whitechapel, Simon, y una chica de ojos suspicaces que llevaba unos tejanos sucios esperándole en los peldaños de la entrada. -Sidney se encogió de hombros-. En cualquier caso, Peter no me comentó nada acerca de Tommy, Oxford o lo que fuera. Supongo que se sentía violento. Que una amiga le encontrara rodando por el suelo de un callejón debía ser lo último que se esperaba.

– ¿Qué estabas haciendo allí? -preguntó St. James-. ¿La idea de ir a Soho fue de Justin?

Sidney evitó su mirada.

– ¿Crees que Deb me hará una sesión de fotos? Tendría que empezar a trabajar en una nueva colección, ahora que me he cortado el pelo. No me has dicho ni una palabra, Simon, y lo llevo más corto que tú.

, St. James no estaba dispuesto a cambiar de tema.

– ¿Aún no te has hartado de Justin Brooke?

– Helen, ¿qué opinas de mi cabello?

– ¿Qué me dices de Brooke, Sid?

Sidney dirigió una disculpa silenciosa a lady Helen antes de volverse hacia su hermano. El parecido entre ambos era notable; compartían el mismo cabello negro rizado, las mismas facciones aquilinas, los mismos ojos azules. Eran como imágenes de espejos asimétricos: la resignada serenidad del uno sustituía a la vivacidad de la otra. Eran fotos de antes-y-después, pasado y presente, unidas por los inconfundibles lazos de la sangre.

Las palabras de Sidney, no obstante, dieron la impresión de constituir un esfuerzo por negar lo anterior.

– No me trates como a una niña pequeña, Simon.


Las campanadas del reloj despertaron a St. James con un sobresalto. Eran las tres de la mañana. Por un momento, medio dormido, se preguntó dónde estaba, hasta que un movimiento doloroso del cuello le despertó por completo. Se agitó en la silla y se levantó, poco a poco, sin que el cuerpo respondiera por completo. Se desperezó, caminó hacia la ventana del estudio y contempló Cheyne Row.

La luz de la luna bañaba de plata las hojas de los árboles, acariciaba las casas remozadas de la acera opuesta, el museo Carlyle, la iglesia de la esquina. Durante los últimos años, el barrio que bordeaba el río había experimentado un renacimiento que lo proyectaba desde su pasado bohemio hacia un futuro desconocido, lo cual agradaba a St. James.

Volvió a su silla. En la mesa contigua, una copa contenía todavía un dedo de coñac. La vació, apagó la lámpara y abandonó el estudio. Avanzó por el estrecho pasillo hasta la escalera. La subió lentamente, arrastrando su pierna lisiada, aferrándose a la barandilla para contrarrestar el peso muerto. Meneó la cabeza como para censurar su solitaria y extravagante espera del regreso de Deborah.

Hacía horas que Cotter había regresado del aeropuerto, pero su hija sólo había permanecido en casa un breve rato, sin salir de la cocina. St. James oyó desde el estudio las carcajadas de Deborah, la voz de Cotter, los ladridos del perro. Incluso recreó en su imaginación al gato, que saltaba desde el antepecho de la ventana para dar su bienvenida a la joven. Esta reunión se había prolongado durante media hora. Después, cuando esperaba que Deborah subiera a saludarle, fue Cotter quien entró en el estudio, para anunciarle que su hija había vuelto a marcharse, en compañía de lord Asherton. Thomas Lynley, el amigo más antiguo de St. James.

El embarazo de Cotter ante el comportamiento de Deborah sólo auguraba un empeoramiento de la ya incómoda situación.

– Ha dicho que no tardará -había tartamudeado Cotter-. Ha dicho que volverá directamente. Ha dicho…

St. James quiso detener el flujo de palabras, pero no se le ocurrió ninguna forma. Resolvió la situación mencionando la hora y anunciando su intención de acostarse. Cotter le dejó en paz.

Sabiendo que le iba a resultar imposible conciliar el sueño, se quedó en el estudio e intentó distraerse con la lectura de una revista científica. Pasaron las horas y continuó aguardando su regreso. Su parte inteligente insistía en que un encuentro entre los dos ahora carecía de sentido. Su parte imbécil lo anhelaba.

Qué idiotez, pensó, y siguió subiendo la escalera. Sin embargo, como si su cuerpo deseara contradecir lo que su intelecto le dictaba, no encaminó sus pasos hacia su dormitorio, sino hacia el de Deborah, en el último piso de la casa. La puerta estaba abierta.

La habitación era pequeña, amueblada de manera variopinta. Un antiguo armario ropero de roble, barnizado con esmero, se apoyaba contra la pared sobre unas patas desiguales. Sobre un tocador similar descansaba un solitario jarrón Belleek, de bordes rosados. Una alfombra otrora de alegres colores, hecha a mano por la madre de Deborah diez meses antes de morir, formaba un óvalo sobre el suelo. Cerca de la ventana se encontraba la estrecha cama metálica que había pertenecido a la joven desde su infancia.

St. James no había entrado en esta habitación durante los tres años que Deborah estuvo ausente. Ahora, lo hizo a regañadientes y se encaminó hacia la ventana abierta. Una suave brisa agitaba las cortinas blancas. Pese a la altura, percibió el perfume de las flores plantadas en el jardín. Era tenue, como un fondo apenas entrevisto sobre el lienzo de la noche.

Mientras disfrutaba de la sutil fragancia, un coche plateado dobló la esquina de Cheyne Row con Lord-ship Place y frenó ante la antigua puerta del jardín. St. James reconoció el Bentley y a su conductor, que se volvió hacia la joven sentada a su lado y la tomó en sus brazos.

La luz de la luna, que antes había servido para iluminar la calle, hizo lo propio con el interior del coche. Mientras St. James miraba, incapaz de apartarse de la ventana aunque lo hubiera deseado (y no era así), la rubia cabeza de Lynley se inclinó sobre Deborah. Ella levantó el brazo, sus dedos buscaron primero el cabello de Lynley, y después su rostro, antes de apretarle contra su cuello, contra sus pechos.

St. James se obligó a desviar la vista hacia el jardín. Le escocían los ojos. Su piel parecía arder. Examinó sus sentimientos.

Conocía a Deborah desde el día en que nació. Había crecido en la casa de Chelsea, hija de un hombre que era para St. James niñera, criado, mayordomo y amigo a la vez. Ella había sido una fiel compañera durante la época más sombría de su vida, y su presencia le había salvado de lo peor que podía depararle su desesperación. Pero ahora…

Ha elegido, pensó, e intentó convencerse, enfrentado a esta revelación, de que no sentía nada, de que era capaz de aceptarlo, de que podría soportar la pérdida, de que podría continuar adelante.

Atravesó el rellano y entró en su laboratorio. Encendió una lámpara de alta intensidad que arrojó un círculo de luz sobre un informe de toxicologías. Dedicó los siguientes minutos a intentar leer el documento (un penoso esfuerzo por conservar la serenidad), y luego oyó el sonido del motor del coche al ponerse en marcha, seguido por los pasos de Deborah en el vestíbulo.

Encendió otra luz del cuarto y se acercó a la puerta. Experimentó una oleada de nerviosismo, la necesidad de encontrar algo que decir, una excusa para explicar su presencia en el laboratorio a las tres de la mañana, despierto y vestido. Pero no tuvo tiempo de pensar, porque Deborah subió la escalera casi con la misma rapidez que Sidney horas antes y puso fin a su separación.

Deborah llegó al final del rellano y se sorprendió al verle.

– ¡Simon!

«Maldita sea la aceptación.» Simon extendió una mano y ella se precipitó en sus brazos. Era muy natural. Estaba en su casa. Los dos lo sabían. Sin pensarlo dos veces, St. James inclinó la cabeza y buscó su boca, pero sólo encontró su cabello, al cual se había adherido el aroma de los cigarrillos que fumaba Lynley, un amargo recordatorio de quién había sido ella y de aquello en lo que se había convertido.

El olor le calmó y la soltó. Comprendió que el tiempo y la distancia habían provocado que le atribuyese una belleza superior, cualidades físicas que ella no poseía. Admitió lo que siempre había sabido. La belleza de Deborah era de un tipo nada convencional. Carecía de los rasgos delicados y aristocráticos de Helen, así como de las facciones provocativas de Sidney. En cambio, combinaba ternura y afecto, comprensión e ingenio, virtudes cuya definición se desprendía de su expresión vivaz, del caos de su cabello cobrizo, de las pecas que salpicaban el puente de la nariz.

Pero percibió cambios en ella. Estaba demasiado delgada y, cosa inexplicable, engañosas vetas de remordimiento parecían asomar bajo la superficie de su compostura. Sin embargo, le habló como siempre.

– ¿Has estado trabajando hasta ahora? No te habrás quedado levantado para esperarme, ¿verdad?

– Fue el único modo de conseguir que tu padre se acostara. Temía que Tommy te retuviera toda la noche.

Deborah lanzó una carcajada.

– Muy propio de papá. ¿Tú también pensaste lo mismo?

– Tommy no iba a hacer algo semejante.

St. James se asombró de la absoluta duplicidad que enmascaraban sus palabras. Mediante un rápido abrazo habían soslayado los motivos de Deborah para abandonar Inglaterra, en primer lugar, como si hubieran accedido a reanudar su antigua relación, aun sabiendo ambos que jamás podrían recuperarla. De momento, sin embargo, incluso una falsa amistad era mejor que la separación.

– Tengo algo para ti.

Avanzó hacia el cuarto oscuro de Deborah, seguido por ella, y abrió la puerta. La mano de la joven tanteó en busca de la luz y St. James oyó su jadeo de sorpresa cuando vio la nueva ampliadora de color que ocupaba el espacio de la vieja en blanco y negro.

– ¡Simon! -Se mordió el labio-. Esto es… Eres tan generoso. De veras… No tenías que… Y me has esperado levantado.

El color se expandió sobre su rostro como huellas digitales carentes de todo atractivo, recordándole que Deborah nunca había sabido disimular su malestar.

A pesar del pasado, St. James había dado por sentado que el obsequio la complacería. No era así. Estaba consternada. De alguna manera, el regalo representaba la violación inconsciente de una frontera jamás verbalizada. Notó el tacto frío y resbaladizo del pomo.

– Quería darte una especie de bienvenida -dijo. Ella no contestó-. Te hemos echado de menos.

Deborah acarició la superficie de la ampliadora.

– Expuse mi obra en Santa Fe antes de irme. ¿Lo sabías? ¿No te lo dijo Tommy? Le telefoneé porque, bueno, son esas cosas con las que siempre sueñas, ¿verdad? Gente que acude y aprecia lo que ve. Incluso compra… Me puse muy nerviosa. Utilicé una de las ampliadoras del colegio para hacer todas las copias. Recuerdo que me preguntaba cómo lograría comprar las nuevas cámaras que quería.

Se apartó de la ampliadora e inspeccionó el cuarto oscuro, las botellas de productos químicos, las cajas de accesorios, las nuevas placas para el baño de corte y el fijador. Se llevó los dedos a los labios.

– Lo has ordenado muy bien. Oh, Simon, esto es más de… No me lo esperaba, de veras. Todo es… Es exactamente lo que necesitaba. Gracias, muchas gracias. Te prometo que volveré cada día para utilizarlo.

– ¿Volver?

St. James se interrumpió con brusquedad. Su sentido común tendría que haberle indicado lo que iba a suceder cuando los vio juntos en el coche.

– ¿No lo sabes? -Deborah apagó la luz y volvió al laboratorio-. Tengo un piso en Paddington. Tommy lo encontró en abril. ¿No te lo dijo? ¿Papá tampoco? Me mudaré mañana.

– ¿Mañana? ¿Quieres decir ya? ¿Hoy?

– Supongo que debí decir hoy, ¿verdad? Si no nos vamos a dormir ahora mismo, estaremos los dos hechos polvo. Me iré a la cama, Simon. Gracias. Muchas gracias.

Rozó la mejilla con la suya, apretó su mano y se marchó.

De modo que así están las cosas, pensó St. James, siguiéndola con la mirada.

Se encaminó hacia la escalera.


Deborah, desde su habitación, le oyó alejarse. A sólo dos pasos de la puerta cerrada, la joven escuchó sus pasos, un sonido grabado en su recuerdo que la perseguiría hasta la tumba. La leve presión de la pierna sana, el golpe sordo de la muerta. El movimiento de su mano sobre la barandilla, convertida en un puño tenso por el esfuerzo. Su respiración contenida mientras conservaba un precario equilibrio. Y todo ello sin que la cara traicionara nada.

Esperó a oír que se cerraba su puerta en el piso de abajo para apartarse de la suya y acercarse a la ventana, aunque no sabía que él había hecho lo mismo minutos antes.

Tres años, pensó. ¿Cómo era posible que estuviera más delgado, más demacrado y enfermizo, un rostro deformado por arrugas y ángulos en los que una historia de sufrimientos estaba cincelada? El cabello, siempre demasiado largo. Recordó su suavidad entre sus dedos. Ojos inquietos que le hablaban incluso cuando él permanecía callado. Boca que cubría tiernamente la suya. Manos sensibles, manos de artista, que seguían la línea de su mentón, que la atraían hacia sus brazos.

– No. Nunca más.

Deborah susurró las palabras al inminente amanecer. Se alejó de la ventana, apartó la colcha de la cama y se tendió, completamente vestida.

No pienses en eso, se dijo. No pienses en nada.

2

Siempre era el mismo sueño atroz. Un paseo desde Buckbarrow a Greendale Tarn, bajo una lluvia tan placentera y pura que sólo podía ser fantasmagórica. Escalar salientes de roca, correr sin el menor esfuerzo por el páramo, resbalar despreocupadamente por el talud hasta llegar, jadeante y alegre, al agua. Sentía aquel júbilo, la excitación de la actividad, la sangre que corría por sus miembros hasta cuando dormía; estaba dispuesto a jurarlo.

Después despertar a la pesadilla, con un sobresalto estremecedor. Tendido en la cama, la vista clavada en el techo, con el anhelo de que la desolación se transformara en despreocupación. Pero sin conseguir jamás olvidar el dolor.

Se abrió la puerta del dormitorio y Cotter entró, cargado con la bandeja del desayuno. La colocó sobre la mesa contigua a la cama y miró a St. James con disimulo antes de descorrer las cortinas.

La luz de la mañana actuó como una corriente eléctrica que se transmitiera directamente desde sus ojos al cerebro. St. James notó que su cuerpo se agitaba.

– Le traeré su medicina -dijo Cotter. Se detuvo junto a la cama el tiempo suficiente para servir a St. James una taza de té, desapareciendo a continuación en el cuarto de baño.

Ya a solas, St. James luchó por incorporarse. El martilleo que torturaba su cabeza aumentaba la intensidad de cualquier sonido. La puerta del botiquín al cerrarse equivalió a un disparo de rifle; el correr del agua del baño, a un rugido de locomotora. Cotter volvió con una botella en la mano.

– Bastará con dos.

Le dio las pastillas y no dijo nada más hasta que St. James las tragó.

– ¿Vio a Deb anoche? -preguntó después, con indiferencia.

Como si la respuesta no le importara, Cotter regresó al cuarto de baño donde, como St. James sabía, comprobaría la temperatura del agua. Era una cortesía completamente innecesaria, un acto que reafirmaba la manera que Cotter había empleado para formular la pregunta. Practicaba el juego del amo y el criado; sus palabras y actos implicaban un desinterés que no sentía.

St. James añadió abundante azúcar al té y sorbió varias veces. Se recostó contra las almohadas y esperó a que la medicina surtiera efecto.

Cotter reapareció en la puerta del cuarto de baño.

– Sí, la vi -contestó St. James.

– Algo cambiada, ¿no cree?

– Como era de esperar. Ha estado ausente mucho tiempo.

St. James añadió más té a su taza. Hizo un esfuerzo y miró a Cotter a los ojos. La determinación que reflejaba el rostro de Cotter le advirtió que, si decía algo más, sería como extender un cheque en blanco para recibir revelaciones que no deseaba escuchar.

Pero Cotter no se movió de su sitio. La conversación había llegado a un callejón sin salida. St. James se rindió.

– ¿Qué pasa?

– Lord Asherton y Deb. -Cotter se alisó su escaso cabello-. Sabía que Deb se entregaría algún día a un hombre, señor St. James. La vida me ha enseñado muchas cosas, pero sabiendo lo que ella sentía por… Bueno, yo pensaba que… -La confianza de Cotter pareció flaquear. Se sacudió un hilo de la manga-. Estoy preocupado por ella. ¿Qué puede desear de ella un hombre como lord Asherton?

Convertirla en su esposa, por supuesto. La respuesta fue instantánea como un reflejo, pero St. James no la verbalizó, a pesar de que hubiera proporcionado a Cotter la tranquilidad que ansiaba. Al contrario, deseó pregonar advertencias sobre el carácter de Lynley, pintar a su viejo amigo como una especie de Dorian Gray. Este deseo le disgustó.

– No lo que tú piensas -consiguió articular.

Cotter recorrió la jamba de la puerta con los dedos, como si buscara polvo. Asintió, pero su rostro no reflejó una mayor convicción.

St. James alcanzó sus muletas y se enderezó. Atravesó la habitación, confiando en que Cotter tomara esta actividad como el final de su conversación, pero fracasó en su intento.

– Deborah tiene un piso en Paddington. ¿Se lo ha dicho? Lord Asherton la mantiene como si fuera una prostituta.

– Te equivocas -contestó St. James, anudándose el cinturón de la bata que Cotter le había alcanzado.

– ¿De dónde saca el dinero, pues? -preguntó Cotter-. ¿Quién lo paga, sino él?

St. James se dirigió al cuarto de baño. El chorro del agua le avisó de que Cotter, en su agitación, había olvidado que la bañera se llenaba enseguida. Cerró los grifos y buscó una forma de poner fin a la discusión.

– Pues habla con ella, Cotter, si eso es lo que piensas. Tranquiliza tu mente.

– Lo que yo pienso es lo que usted también piensa, y no puede negarlo. Está tan claro como la luz del día, lo leo en su cara. -Cotter volvió a su tema favorito-. He intentado hablar con la muchacha, pero no hubo manera. Anoche se fue con él antes de que tuviera la oportunidad. Y esta mañana también se ha marchado.

– ¿Ya? ¿Con Tommy?

– No. Esta vez, sola. A Paddington.

– Pues ve a verla. Habla con ella. Quizá le agrade la perspectiva de pasar un rato a solas contigo.

Cotter pasó frente a él y procedió a desplegar sus útiles de afeitado con innecesaria minuciosidad. St. James observó sus movimientos con preocupación. Su intuición le dijo que lo peor aún no había llegado.

– Una charla larga y tendida. En eso estoy pensando, pero no soy yo quien debe hablar con la muchacha. Un padre está demasiado cerca. Ya sabe a qué me refiero.

Por supuesto que sí, se dijo St. James.

– No estarás insinuando…

– Deb le aprecia mucho. Desde siempre.

El rostro de Cotter transparentó el desafío oculto detrás de sus palabras. No era hombre que soslayara el chantaje sentimental si le guiaba por el camino que él (y St. James) consideraba pertinente.

– Podría alertar a la muchacha. Es lo único que le pido.

¿Alertarla? ¿Cómo podía hacerlo? «No te encariñes con Tommy, Deborah. Si lo haces, bien sabe Dios que tal vez termines convertida en su esposa.» Ni hablar.

– Sólo una palabra -insistió Cotter-. Ella confía en usted. Igual que yo.

St. James reprimió un suspiro de resignación. Maldijo la incuestionable lealtad que Cotter le había manifestado durante todos los años de su dolencia. Maldijo lo mucho que le debía. Siempre se acaba pagando.

– De acuerdo -dijo St. James-. Si me das su dirección, quizá me deje caer un momento.

– Muy bien -contestó Cotter-. Ya verá cómo Deb se alegra de escucharle.

Ya lo creo, pensó St. James con sarcasmo.

El edificio que albergaba el piso de Deborah recibía el nombre de «Apartamentos Shrewsbury Court». St. James lo localizó con relativa facilidad en Sussex Gardens, emparedado entre dos pensiones destartaladas. Era un edificio alto, recién restaurado, con la fachada de impoluta piedra Portland, una verja de hierro en la entrada. Se accedía a la puerta mediante un estrecho pasadizo de hormigón suspendido sobre la cavernosa entrada a unos pisos adicionales, situados bajo el nivel de la calle.

St. James apretó el botón contiguo al apellido «Cotter». En respuesta, un zumbido le dio entrada a un pequeño vestíbulo, cuyo suelo estaba cubierto de baldosas negras y blancas. Al igual que el exterior del edificio, estaba escrupulosamente limpio, y un tenue olor a desinfectante delataba que pretendía continuar del mismo modo. Carecía de mobiliario; un sencillo pasillo conducía a los pisos de la planta baja. Un discreto cartel, escrito a mano, que colgaba en una puerta rezaba conaérge como si una palabra extranjera confirmara la respetabilidad del edificio. También había un ascensor.

El piso de Deborah estaba en la última planta. Mientras subía, St. James reflexionó sobre la absurda posición en que Cotter le había puesto. Deborah era una mujer adulta. No aceptaría de buen grado ninguna intrusión en su vida. Mucho menos la suya.

Ella abrió la puerta en cuanto St. James llamó, como si hubiera esperado toda la tarde su llegada. Su expresión osciló rápidamente de la alegría a la sorpresa, y vaciló una fracción de segundo antes de dejarle entrar.

– ¡Simon! No tenía ni idea de… -Hizo ademán de ofrecerle la mano a modo de saludo, se lo pensó mejor y la dejó caer a un lado-. Menuda sorpresa me has dado. Esperaba que… Esto es realmente… ¿Por qué balbuceo? Entra, por favor.

La palabra «piso» se reveló como un eufemismo, pues su nuevo hogar consistía en poco más que un apartamento de un solo ambiente. De todos modos, se había hecho lo posible para dotarlo de comodidad. Las paredes estaban pintadas de un verde estimulante y primaveral. Apoyada contra una de ellas había una cama cubierta con una colcha de alegres colores y almohadas bordadas. En otra colgaba una colección de fotografías tomadas por Deborah, lugares que St. James nunca había visto y que debían ser el resultado de los años de aprendizaje en Estados Unidos. De la cadena estéreo cercana a la ventana surgía música suave: La siesta de un fauno, de Debussy.

St. James se dispuso a hacer algún comentario sobre la habitación (tan lejana del eclecticismo adolescente del dormitorio que la joven ocupaba en casa), cuando reparó en un pequeño hueco a la izquierda de la puerta. Albergaba una cocina y una mesa diminuta, sobre la que estaba dispuesto un servicio de té para dos.

Tendría que haberlo comprendido en cuanto la vio. No era propio de su carácter remolonear en casa en pleno día, ataviada con un vestido veraniego en lugar de sus acostumbrados tejanos.

– Esperas una visita. Lo siento. Tendría que haber llamado.

– Aún no me han conectado la línea. Da igual. De veras. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?

Toda la pieza constituía lo que pretendía ser: un lugar de paz y femineidad donde un hombre desearía tenderse a su lado, trocando las cargas del día por el placer de hacer el amor. Pero ésta no era la respuesta que Deborah deseaba escuchar de sus labios. Para evitar darle una, se acercó a las fotografías.

Aunque más de una docena colgaban de la pared, estaban agrupadas de tal forma que sus ojos se fijaron en un impresionante retrato en blanco y negro de un hombre que daba la espalda a la cámara, la cabeza de perfil, el cabello y la cabeza (iluminados ambos por un resplandeciente reflejo del agua) contrastando con un fondo de color hueso.

– Tommy es muy fotogénico.

Deborah se detuvo a su lado.

– ¿Verdad que sí? Intenté dar un poco de definición a su musculatura, pero no estoy segura de haberlo logrado. La iluminación no me convence. No sé. En un momento dado me gusta y al siguiente pienso que es tan sutil como la foto de una jarra.

St. James sonrió.

– Sigues siendo tan dura contigo misma como siempre, Deborah.

– Supongo que sí. Nunca me satisface nada. Así ha sido siempre mi historia.

– Yo diría que es una obra excelente. Tu padre se mostraría de acuerdo. Traeremos a Helen para que aporte una tercera opinión. Después, celebrarás tu éxito negándolo todo y proclamando que, como jueces, no servimos para nada.

– Al menos no voy suplicando halagos -rió la joven.

– No, nunca lo has hecho.

St. James se volvió hacia la pared y el breve placer de su conversación se desvaneció.

Junto al retrato en blanco y negro se había colocado un tipo de estudio muy diferente. También era de Lynley, sentado desnudo en una vieja cama de hierro. Una arrugada sábana de lino cubría la parte inferior de su torso. Con una pierna levantada y el brazo apoyado sobre la rodilla, miraba hacia la ventana frente a la cual Deborah se encontraba de pie, de espaldas a la cámara. La luz del sol brillaba sobre la curva de su cadera derecha. Las cortinas amarillas se ondulaban hacia atrás, ocultando sin duda el cable que le permitió a la joven tomar la instantánea. La fotografía parecía totalmente espontánea, como si ella se hubiera despertado al lado de Lynley y aprovechado la oportunidad que le proporcionaba la luz, en contraste con las cortinas y el cielo de la mañana.

St. James contempló la foto, intentando fingir que podía apreciarla como una obra de arte, sabiendo todo el rato que confirmaba las sospechas de Cotter en cuanto a la verdadera relación entre Deborah y Lynley. A pesar de que les había visto juntos en el automóvil anoche, St. James sabía que se había aferrado a un hilo de esperanza insustancial, que se rompió ante sus ojos. Miró a Deborah.

Dos manchas de color aparecieron sobre las mejillas de la joven.

– Cielos, no soy una anfitriona muy buena, ¿verdad? ¿Te apetece beber algo? ¿Un gin-tonic? Tengo whisky. Té. Tengo té, montones de té. Estaba a punto de…

– No, no quiero nada. Esperas a alguien. No me quedaré mucho rato.

– Quédate a tomar el té. Hay sitio para uno más.

Se encaminó a la diminuta cocina.

– No, Deborah, por favor -se apresuró a decir St. James, imaginando el pavoroso trago de tomar el té y tres o cuatro biscotes digestivos, mientras Deborah y Lynley sostenían una educada conversación con él, deseando todo el rato que se marchara-. No es justo.

Deborah se detuvo ante el armario de la cocina, con una taza y un platillo en la mano.

– ¿Qué no es justo? ¿A qué te refieres? No me cuesta…

– Escucha, cariño.

Sólo deseaba decir lo que debía, cumplir su miserable misión, mantener la promesa que había hecho a su padre y largarse.

– Tu padre está preocupado por ti.

Deborah, con estudiada precisión, dejó sobre la mesa el platillo, y después, con más cuidado todavía, la taza, ambos objetos paralelos al borde de la mesa.

– Entiendo. Has venido como emisario. No esperaba que te plegaras a ese cometido.

– Le dije que hablaría contigo, Deborah.

Al oír esto, quizá por el cambio de su tono, St. James observó que las manchas de color en las mejillas de la joven se acentuaban. Deborah apretó los labios, caminó hacia la cama, se sentó y enlazó las manos.

– Muy bien. Adelante.

St. James percibió que la cólera asomaba a su rostro. Notó el primer temblor de furia en su voz, pero decidió hacer caso omiso, continuar con su primitiva intención. Se dijo que su única motivación era la promesa hecha a Cotter, que había dado su palabra y, por tanto, se había comprometido, que no podía irse sin explicar a la hija de Cotter, en los términos más explícitos, la preocupación que embargaba al hombre.

– Tu padre está preocupado por tu relación con Tommy -empezó, de una manera, en apariencia, razonable.

Ella contraatacó sin más.

– ¿Y tú? ¿También estás preocupado?

– No tiene nada que ver conmigo.

– Ah. Debí figurármelo. Bien, ahora que ya me has visto, y también el piso, ¿volverás a entregar tu informe y justificar las preocupaciones de papá, o he de hacer algo para pasar tu inspección?

– Me has entendido mal.

– Has venido con engaños para verificar mi comportamiento. ¿Qué es exactamente lo que he entendido mal?

– El problema no es tu comportamiento, Deborah.

Se puso a la defensiva, decididamente incómodo. No esperaba que la entrevista tomara este curso.

– Es que tu relación con Tommy…

La joven se puso en pie de un salto.

– Me temo que no es asunto tuyo, Simon. En absoluto. Puede que mi padre represente poco más que un criado en tu vida, pero yo no. Nunca lo he sido. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí a entrometerte en mi vida? ¿Quién piensas que eres?

– Alguien que te quiere. Lo sabes muy bien.

– Alguien que…

Deborah se calló. Extendió los puños frente a ella, como para contener el flujo de palabras, pero fue un esfuerzo inútil.

– ¿Alguien que me quiere? ¿Te atreves a definirte como alguien que me quiere? Tú, que no te molestaste en escribirme una sola carta durante todos los años de mi ausencia. Yo tenía diecisiete años. ¿Sabes lo que pasé? ¿Tienes alguna idea, ya que me quieres tanto? -Se alejó con paso inseguro hacia el otro extremo de la habitación, como harta de hablar, pero luego giró sobre sus talones y se encaró con él de nuevo-. Me pasé meses y meses, esperando como una idiota, una jodida idiota, esperando una palabra de ti. Una respuesta a mis cartas. Cualquier cosa. Una nota. Una postal. Un mensaje enviado a través de mi padre. Lo que fuera, con tal de que procediera de ti. Pero no llegó nada. No sabía por qué. No entendía nada. Y al final, cuando fui capaz de hacerme a la idea, sólo esperé la noticia de que te habías casado con Helen.

– ¿Casarme con Helen? -preguntó con incredulidad St. James. No se paró a preguntarse por qué oía cómo su conversación iba rápidamente en camino de desembocar en una discusión-. ¿Cómo pudiste pensar eso, en el nombre de Dios?

– ¿Qué otra cosa podía pensar?

– Para empezar, lo más sensato hubiera sido apoyarse en lo que existió entre nosotros antes de que te marcharas de Inglaterra.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Deborah, pero las reprimió furiosamente.

– Oh, sí, pensé en eso, ya lo creo. Cada noche y cada mañana pensaba en eso, Simon. Tendida en la cama, intentando pensar en un buen motivo, uno sólo, para continuar adelante. Vivía en un vacío. Vivía en un infierno. ¿Te alegra saberlo? ¿Estás satisfecho ahora? Te echaba de menos. Te deseaba. Era una tortura, una enfermedad.

– Y Tommy fue la cura.

– Por completo. Gracias a Dios. Tommy fue la cura. Así que lárgate de aquí. Ahora. Déjame en paz.

– De acuerdo, me iré. Mi presencia aquí, en el nido de amor, resultaría violenta para Tommy cuando llegue a reclamar aquello por lo que ha pagado. -Señalaba cada objeto mientras hablaba-. El té preparado. Música suave. Y la dama en persona, dispuesta y a la espera. Comprendo que estorbaría un poco. Sobre todo si viene con prisas.

Deborah retrocedió.

– ¿ Lo que él ha pagado? ¿ Por eso has venido? ¿ Eso es lo que piensas, que soy demasiado estúpida y torpe para ganarme la vida, que éste es el piso de Tommy? ¿Qué soy, pues, Simon? ¿Quién coño soy? ¿Su juguete? ¿La mujer de la limpieza? ¿Su puta? -No esperó la respuesta-. Sal de mi casa.

Aún no, decidió él. Aún no, por Dios.

– Has dicho que padeciste una tortura, ¿verdad? ¿Qué crees que han supuesto estos tres años para mí? ¿Cómo crees que me sentí anoche, esperando verte, hora tras hora, después de tres jodidos años, sabiendo ahora que estuviste todo el rato con él aquí?

– ¡No me importa lo que sientes! Sea lo que sea, no tiene punto de comparación con la pena que me causaste.

– ¡Qué gran cumplido para tu amante! ¿Estás segura de que «pena» es la palabra apropiada?

– Así que todo se reduce a eso, ¿no? La cuestión es el sexo. Quién se está tirando a Deb. Bien, aquí tienes tu oportunidad, Simon. Adelante. Fóllame. Recupera el tiempo perdido. Ahí tienes la cama. Adelante. -Él no contestó-. Ánimo. Jódeme. Un polvo rápido. Eso es lo que quieres, ¿verdad? ¿No es eso, maldita sea?

Como él siguiera en silencio, Deborah se apoderó del primer objeto que encontró, enfurecida. Lo arrojó contra él con todas sus fuerzas. Se estrelló y rompió en mil pedazos contra la pared, cerca de su cabeza. Ambos vieron demasiado tarde que, impulsada por la rabia, había destruido un regalo de cumpleaños que él le había comprado en su infancia, mucho tiempo atrás: un cisne de porcelana.

El incidente aplacó la rabia.

Deborah quiso hablar y se llevó el puño a los labios, como si buscara las primeras palabras horrorizadas de disculpa, pero St. James no sentía el menor deseo de escuchar otra palabra. Miró los fragmentos esparcidos sobre el suelo y los aplastó con el pie, empleando un único y preciso movimiento para demostrar que el amor, al igual que la arcilla, es frágil.

Deborah lanzó un grito y se precipitó hacia los pedazos esparcidos, recogiéndolos.

– ¡Te odio! -Cálidas lágrimas resbalaron por fin sobre sus mejillas-. ¡Te odio! La única reacción que se podía esperar de ti. Cómo no, si estás lisiado por completo. Crees que sólo se trata de tu estúpida pierna, pero estás lisiado por dentro, y eso es mucho peor, te lo juro por Dios.

Sus palabras acuchillaron el aire, todas las pesadillas cobraron vida. St. James se encogió y caminó hacia la puerta. Se sentía aturdido, débil, terriblemente consciente de su torpe andar, como aumentado mil veces ante los ojos de la chica.

– ¡No, Simon! ¡Lo siento!

Tendió la mano hacia él y St. James reparó con interés en que se había cortado con el borde de un fragmento de porcelana. Una línea de sangre resbalaba desde la palma hasta la muñeca.

– No quise decir eso, Simon, tú lo sabes.

St. James se dio cuenta con sorpresa de que toda su rabia se había desvanecido. Nada importaba en absoluto, salvo la necesidad de escapar.

– Lo sé, Deborah.

Abrió la puerta. Marcharse significó un gran alivio.

Tuvo la impresión de que oleadas de sangre afluían a su cabeza, el habitual presagio de un dolor intolerable. Sentado en su viejo MG, aparcado frente a los apartamentos Shrewsbury Court, St. James luchó contra él, sabiendo que, si se rendía sólo un momento, la agonía sería tan insoportable, que regresar hacia Chelsea sin ayuda le resultaría imposible.

La situación era absurda. ¿Tendría que llamar a Cotter para que le ayudara? ¿Y por culpa de qué? ¿De una conversación de quince minutos con una chica que acababa de cumplir los veintiún años? Él, once años mayor, con todo un mundo de experiencias a sus espaldas, tendría que haber salido victorioso de la batalla. Claro que su estado en aquel momento, destrozado, débil y enfermo, no había contribuido a su éxito. Fantástico.

Cerró los ojos para protegerlos del sol, una incandescencia que crispaba sus nervios, aunque él sabía que no existía, era un mero producto de su cerebro enfebrecido. Dedicó una carcajada irónica a la torturada circunvolución de músculo, hueso y tendón que durante ocho años había constituido su prisión, su condena, el castigo final por el crimen de ser joven, estar borracho y conducir por una carretera sinuosa de Surrey mucho tiempo atrás.

El aire que respiraba era cálido y hedía a diesel, pero aspiró una profunda bocanada. Dominar el dolor al principio era fundamental, y no se detuvo a pensar que entregarse a él le habría eximido de meditar sobre las acusaciones que Deborah había proferido y, peor aún, admitir la verdad de cada una.

Durante tres años no le había enviado ningún mensaje, ni una carta, nada en absoluto. Lo más lamentable era que no podía aducir la menor excusa, ni explicar su comportamiento de una manera que ella pudiera comprender. Aun en este caso, ¿de qué le serviría ahora a Deborah saber que cada día sin ella había significado para él un paso más hacia la disolución? Porque, mientras él se permitía el lujo de morir un poco más cada día, Lynley se había apoderado de un lugar en la dulce circunferencia de la vida de Deborah, comportándose a continuación con su estilo habitual, desenvuelto y sereno, absolutamente seguro de sí mismo.

Al pensar en el rival, St. James se movió y buscó en su bolsillo las llaves del coche, decidido a que Lynley no le encontrara apostado frente al edificio de Deborah, como un colegial defraudado. Arrancó y se mezcló con el tráfico característico de las horas punta que invadía Sussex Gardens.

Cuando el semáforo cambió en la esquina de Praed con London, St. James frenó el coche y dejó vagar su mirada afligida, con un abatimiento que daba cuenta de su estado de ánimo. Sus ojos, incapaces de ver nada, resbalaron sobre los numerosos establecimientos comerciales que se amontonaban unos sobre otros en la calle Paddington, como niños ansiosos de llamar la atención en el pasillo del metro. A escasa distancia, bajo el letrero blanco y azul del metro, se hallaba de pie una mujer. Compraba flores a un vendedor callejero cuyo carrito mantenía un equilibrio precario, pues una de las ruedas colgaba sobre el bordillo. Echó hacia atrás la cabeza, coronada por una mata de cabello negro muy corto, escogió un ramo de flores veraniegas y rió en respuesta a un comentario del vendedor.

Al verla, St. James maldijo su imperdonable estupidez. Porque se trataba del invitado de Deborah. A fin de cuentas, no era Lynley, sino su propia hermana.


Empezaron a llamar a la puerta pocos segundos después de que Simon se fuera, pero Deborah no hizo caso. Se acuclilló cerca de la ventana, sosteniendo en la mano el fragmento roto de un ala estriada, y lo apretó contra su palma para sangrar un poco más. Alguna gota dispersa, donde los bordes eran más afilados, y luego un chorro más decidido, cuando aumentó la presión.

«Voy a contarte algo acerca de los cisnes», le había dicho él.

«Cuando eligen una pareja, es para toda la vida. Aprenden a vivir juntos en armonía, pajarito, y se aceptan mutuamente tal como son. Es una lección para todos nosotros, ¿no te parece?»

Deborah acarició con los dedos la delicada moldura superviviente del regalo de Simon y se preguntó cómo había llegado a cometer semejante traición, qué posible triunfo había obtenido, aparte de una breve y deslumbradora venganza que tenía como objetivo la completa humillación de Simon. Y, en definitiva, ¿qué había logrado demostrar la aterradora escena ocurrida entre ellos? Sólo que su filosofía adolescente, de la que le había hecho partícipe a los diecisiete años, había sido incapaz de superar la prueba de la separación. «Te quiero -le había confesado-. Nada conseguirá cambiar eso. Nunca.» Pero las palabras se demostraron falsas. Las personas no son como los cisnes. Y menos ella.

Deborah se levantó y secó sus mejillas con la manga del vestido, indiferente a que los tres botones de la muñeca arañaran su piel, más bien complacida de que fuera así. Se tambaleó hasta la cocina, donde encontró un paño que arrolló alrededor de su mano. Guardó el trozo de ala en un cajón. Sabía que era inútil abrigar la ridícula esperanza de que algún día conseguiría reparar el cisne.

Se encaminó a la puerta, pensando en qué excusa podría darle a Sidney para justificar su aspecto, pues las llamadas continuaban. Se secó las mejillas por segunda vez, giró el pomo, trató de sonreír, pero sólo dibujó una mueca.

– Qué follón. Estoy perfectamente… -balbuceó Deborah.

Una mujer de cabello negro, vestida de manera extravagante, pero no carente de atractivo, estaba de pie en el umbral. Sostenía en la mano un vaso lleno de un líquido lechoso verdusco, y se lo ofreció sin el menor comentario. Deborah, estupefacta, lo cogió. La mujer asintió con la cabeza vigorosamente y entró en el piso.

– Todos los hombres son iguales.

Su voz era hueca, con un acento regional que intentaba disimular. Avanzó descalza hacia el centro de la habitación y continuó hablando como si Deborah y ella se conocieran desde hacía muchos años.

– Bébetelo. Me atizo cinco al día, como mínimo. Te sentirás como nueva, te lo juro. Dios sabe que últimamente necesito sentirme como nueva después de cada… -Se interrumpió y rió, exhibiendo unos dientes blanquísimos y parejos-. Ya sabes a qué me refiero.

Era difícil ignorar a qué se refería la mujer. El salto de cama negro de raso, adornado con numerosos pliegues y volantes, anunciaba sin ambages su profesión.

Deborah alzó el vaso que le habían embutido en la mano.

– ¿Qué es esto?

Sonó el timbre de la calle.

– Este lugar está tan frecuentado como la estación Victoria -dijo la mujer. Se acercó a la pared y apretó el botón que abría la puerta.

Señaló el vaso con la cabeza, sacó una tarjeta del bolsillo de la bata y la entregó a Deborah.

– Sólo zumos y vitaminas, punto. Algunas verduras. Muy estimulante. Te he escrito la receta. No te importará que me haya tomado la libertad, pero, a juzgar por lo que he oído, vas a necesitarlo. Bebe. Adelante. -Esperó a que Deborah se llevara el vaso a los labios y empezó a examinar las fotografías-. Muy bonitas. ¿Las has hecho tú?

– Sí.

Deborah leyó la lista de ingredientes. Lo peor era la col, que siempre la había asqueado. Dejó el vaso sobre la encimera y se secó los dedos con el paño que llevaba arrollado en la palma. Levantó la mano hacia su mata de cabello enredado.

– Menuda pinta debo tener.

La mujer sonrió.

– Doy asco hasta la noche. No me arreglo mucho de día. Para qué, me digo. En cualquier caso, eres una visión perfecta, en lo que a mí respecta. ¿Te ha gustado la pócima?

– Es… No se parece a nada que haya probado en mi vida.

– Especial, ¿verdad? Tendría que envasar esa mezcla y venderla.

– Sí. Bien, es buena. Muy buena. Gracias. Lamento muchísimo la discusión.

– Fue fantástica. Como las paredes son de papel, lo oí casi todo, y por un momento pensé que acabaría a puñetazos. Vivo en la puerta de al lado. -Indicó hacia la izquierda con el pulgar-. Tina Cogin.

– Deborah Cotter. Me mudé anoche.

– ¿Y por eso tanto follón? -Tina sonrió-. Pensé que eras de la competencia. Bien, dejémoslo correr. No tienes pinta de estar en el rollo, ¿verdad?

Deborah se ruborizó. «Gracias» no parecía la respuesta más pertinente.

Como si considerase innecesaria la respuesta, Tina se dedicó a contemplarse en el espejo que cubría una fotografía de Deborah. Se arregló el cabello, examinó sus dientes y recorrió con una larga uña los dos de delante.

– Estoy hecha un asco. El maquillaje no lo soluciona todo, ¿verdad? Hace diez años, me bastaba con un poco de colorete. ¿Y ahora? Horas delante del espejo y sigo teniendo el mismo aspecto horroroso al terminar.

Sonó un golpe en la puerta. Sidney, decidió Deborah. Se preguntó qué diría Sidney acerca de esta inesperada visita que estaba examinando la foto de Lynley como si le considerase una fuente de futuros ingresos.

– ¿Quieres quedarte a tomar el té? -preguntó Deborah.

Tina giró sobre sus talones y enarcó una ceja.

– ¿Té?

Tina pronunció la palabra como si la sustancia no hubiera pasado por sus labios en toda su vida adulta.

– Eres muy amable, Deb, pero no. Tres en esta clase de situación son multitud. Ahórramelo. Ya lo he probado.

– ¿Tres? -balbuceó Deborah-. Si es una mujer.

– ¡Oh, no! -rió Tina-. Estaba hablando de la mesa, encanto. Es algo pequeña y yo soy muy torpe en esto de tomar el té. Acaba el mejunje y devuélveme el vaso más tarde. ¿De acuerdo?

– Sí, gracias. De acuerdo.

– Y sostendremos una agradable charla cuando lo hagas.

Tina abrió la puerta, agitando la mano a modo de despedida antes de salir, y pasó junto a Sidney St. James con una sonrisa eléctrica y desapareció al fondo del pasillo.

3

Peter Lynley no había elegido su piso de Whitechapel por sus comodidades o emplazamiento. Las primeras no existían, a menos que alguien considerase como tal las cuatro paredes y las dos ventanas, desnudas de todo ornamento. En cuanto a lo último, cierto que el piso se hallaba muy cerca de una estación de metro, pero el edificio era de la cosecha pre-victoriana, rodeado por otros de similar vetustez, y no se había hecho nada para limpiar o remozar los edificios o el barrio en treinta años, como mínimo. Sin embargo, tanto el piso como su emplazamiento servían a las necesidades de Peter, que eran pocas. En especial a su cartera, que hoy estaba casi vacía.

Había calculado que podían aguantar otra noche si actuaban de una manera conservadora y se limitaban a cinco líneas por cabeza. Bueno, quizá seis. Después, al día siguiente, empezarían a buscar trabajo con ahínco. Él, en ventas. Nuevas actuaciones para Sasha. Él tenía cerebro y personalidad para las ventas. Sasha aún poseía su arte. Podría utilizarlo en el Soho. Le llovían las ofertas. Coño, nunca habrían visto nada igual en el Soho, probablemente. Sería como en Oxford, el escenario vacío, un solo foco y Sasha sentada en una silla, dejando que el público le arrancara la ropa, desafiándolos a arrancárselo todo, a ponerse en contacto con ellos mismos, a saber lo que sentían, a expresar de viva voz lo que deseaban. Todo el rato sonriente, todo el rato superior, todo el rato la única persona de la sala que sabía cómo estar orgullosa de quién y qué era. La cabeza erguida, en actitud segura, los brazos caídos a los costados. «Yo existo -decía su postura-. Existo, existo.»

¿Dónde estará?, se preguntó Peter. Consultó la hora. Su reloj era un Timex de segunda mano carente de todo atractivo, que lograba proyectar un aire de funcionamiento defectuoso, por el simple hecho de existir. Había vendido el Rolex tiempo atrás y no tardó en descubrir que confiar en la precisión de este aparato vulgar era tan ridículo como confiar en que Sasha comprara coca sin abordar a un agente de la brigada de narcóticos por equivocación.

Consiguió alejar esa idea agitando nerviosamente la muñeca y mirando el reloj. ¿Se habían movido sus malditas manecillas en la última media hora? Lo aplicó a su oído, y soltó un juramento de incredulidad al escuchar su tic tac sosegado. ¿Sólo habían pasado dos horas desde que ella salió? Se le antojaban eones.

Inquieto, se levantó del hundido sofá, uno de los tres muebles de cuarta mano que había en la habitación, sin contar las cajas de cartón en que guardaban la ropa o la caja de verduras vuelta del revés que sostenía su única lámpara. El sofá se transformaba en una cama llena de bultos. Sasha se quejaba cada día de ella, decía que le estaba deformando la espalda, decía que no había gozado de una hora de sueño decente desde hacía por lo menos un mes.

¿Dónde coño estaba? Peter se acercó a una ventana y descorrió la cortina, en realidad una sábana que habían reconvertido a tal efecto. El exterior se veía tan sucio como el interior.

Mientras Peter escudriñaba la calle en busca de la forma familiar de Sasha, una fugaz visión del antiguo bolso de alfombra que llevaba, sacó un sucio pañuelo de los tejanos y se sonó la nariz. Fue una reacción automática, sin pensar. Y la breve punzada de dolor que la acompañó se desvaneció en un instante, de modo que resultó fácil considerarla irrelevante. Sin mirar el pañuelo o examinar las manchas nuevas de color rojizo que destacaban en el hilo, lo guardó y mordisqueó los padrastros de su dedo índice. Mordiscos de conejo. Dispersos puntos de tensión, dientes desgarrando la carne.

A lo lejos, en la boca de la estrecha calle en que vivían, los peatones pasaban por Brick Lane, trabajadores que volvían a casa. Peter intentó enfocar la vista en ellos, un ejercicio deliberado de intentar localizar a Sasha entre las cabezas que se movían, procedentes de, o en dirección a, la estación de Aldgate East. Ella vendría por la línea Norte, transbordaría en el Metropolitano y a casa. ¿Dónde estaba, pues? ¿Tanto costaba comprar una dosis? Das el dinero, recibes mercancía. ¿Por qué se retrasaba tanto?

Reflexionó sobre este interrogante. ¿Qué retrasaba tanto a Sasha? De hecho, ¿qué impedía a la muy puta largarse con su pasta, la de él, quedarse la mercancía y no volver jamás al piso? En realidad, ¿por qué debería molestarse en regresar? Ya tenía lo que quería. Por eso continuaba rondando.

Peter llegó a la conclusión de que su idea era imposible. Sasha no le abandonaría. Ni ahora, ni nunca. Sin ir más lejos, la semana pasada le había dicho que nadie se lo había hecho mejor que él. ¿Acaso no lo suplicaba, prácticamente, cada noche?

Peter, pensativo, se secó la nariz con el dorso de la mano. ¿Cuándo lo habían hecho por última vez? Anoche, ¿no? Ella se puso a reír como una loca y él la acorraló contra la pared y… ¿No fue anoche? Sammy, el de la puerta de enfrente, aporreó la puerta y les dijo que basta, y Sasha gritaba, arañaba y jadeaba en busca de aliento, sólo que no gritaba, sino que reía, y su cabeza siguió golpeando la pared y él no pudo terminar, no pudo, pero ya no importaba porque los dos volaban en una nube.

Exacto. Anoche. Ella volvería después de la compra.

Se mordió un padrastro.

Bien. ¿Y si no había podido comprar nada? Había hablado largo y tendido, por la tarde, de Hampstead, una casa cercana al páramo, donde se hacían negocios si la pasta era gansa, así que dónde estaba ella, cuánto podía tardar en ir y volver, dónde cojones estaba.

Peter sonrió, probó el sabor de la sangre, allí donde los dientes habían perforado la carne. Hora de controlarse, decidió. Inhaló. Se estiró. Tocó las puntas de los pies.

De todos modos, no importaba. No sentía una auténtica necesidad. Podía dejarlo en cualquier momento. Todo el mundo lo sabía. Se podía dejar en cualquier momento. Pese a todo, lo tenía superado. El maestro manipulador, el rey del mundo.

La puerta se abrió a su espalda y al volverse vio que Sasha estaba de vuelta. Se quedó en el umbral y se apartó el lacio cabello de la cara. Su postura le recordó a un animal acorralado.

– ¿Dónde está? -preguntó.

Cierta emoción recorrió sus facciones. Cerró la puerta de una patada, caminó hacia el sofá y se sentó sobre los raídos almohadones de color pardo, dándole la espalda, la cabeza inclinada hacia adelante. Peter sintió los dedos esqueléticos de la alarma danzar sobre su piel.

– ¿Dónde está?

– No…No pude…

Sus hombros empezaron a temblar.

El control se desintegró en un instante.

– ¿Que no pudiste qué? ¿Qué coño ha pasado?

Corrió hacia la ventana y apartó unos centímetros la cortina. Hostia, ¿la había cagado? ¿La había seguido la bofia? Escudriñó la calle. No distinguió nada extraordinario. Ningún coche camuflado de la policía cuyos ocupantes vigilaran el edificio. Ninguna furgoneta aparcada ilegalmente junto al bordillo. Ningún policía de paisano oculto tras la farola. Nada de nada.

Se volvió hacia ella, que le estaba mirando. Sus ojos, de un peculiar tono entre amarillo y pardo, estaban húmedos, enrojecidos. Sus labios temblaban. Él comprendió.

– Jesucristo!

Se abalanzó sobre ella, la apartó de un empujón y se apoderó del bolso. Desparramó el contenido sobre el sofá y examinó los diversos objetos con manos torpes, pero su búsqueda no tuvo éxito.

– ¿Dónde coño…? ¿Dónde está el material, Sasha? ¿Dónde está? ¿Dónde?

– Yo no…

– Entonces, ¿dónde está el dinero? -En su cabeza aullaban sirenas. La pared oscilaba-. ¿Qué cojones has hecho con la pasta?

Sasha retrocedió hacia el otro extremo de la habitación.

– ¿Eso es todo? -gritó-. «¿Dónde cojones está la pasta?», pero no «¿Dónde has estado?» o «Estaba preocupado». «¿Dónde cojones estala pasta?»

Tiró hacia arriba la manga de su manchado jersey púrpura. Profundos arañazos cubrían su piel macilenta. Empezaban a aparecer morados.

– ¡Compruébalo tú mismo! ¡Me asaltaron, pequeño bastardo!

– ¿Que te asaltaron? -La pregunta implicaba una gran incredulidad-. ¡No me vengas con chorradas! ¿Qué has hecho con mi dinero?

– ¡Ya te lo he dicho! -chilló Sasha-. Me soplaron tu asqueroso dinero en el jodido andén de la jodida estación. He pasado las dos últimas horas en amable con- | versación con la jodida policía de Hampstead. Llámales si no me crees.

Se puso a llorar.

Peter no podía creerlo. No quería creerlo. Se negaba de plano.

– Hostia, eres una inútil, ¿sabes?

– Sí, y tú también. Si la hubieras comprado el viernes pasado, como dijiste que harías…

– Ya te lo dije, maldita sea. ¿Cuántas veces he de repetirlo? No salió bien.

– Por eso me has cargado el muerto a mí, ¿verdad?

– ¿Que te he cargado el muerto?

– ¡Sí! ¡Ya lo creo que sí! -Mientras vertía las acusaciones, la amargura se transparentó en su rostro-. Estabas tan aterrorizado que te rajaste, ¿verdad? Así que me lo cargaste a mí. No me des más la paliza.

Peter sintió en su palma la comezón de abofetearla, de ver el flujo rojo de la sangre en su cara. Se apartó de ella para ganar tiempo, serenarse, tratar de pensar en lo que debía hacer.

– Jesús, Sasha. Te expliqué todos los hechos con gran lujo de detalles.

– ¿Qué más habría dado si yo hubiera tenido problemas? Sasha Nifford. Nadie. Ni una línea en los periódicos, ¿verdad? Pero ¿qué pasaría si al honorable Peter le pillaran infraganti?

– No hables de eso.

– ¿Metido en asuntillos sospechosos, aprovechando el apellido familiar?

– ¡Cállate!

– ¿Dando al traste con trescientos años de Lynleys respetuosos de la ley? ¿Dando al traste con mamá? ¿Dando al traste con el hermano mayor que trabaja en Scotland Yard?

– ¡Maldita seas, cállate de una vez!

Alguien del piso inferior empezó a golpear en el techo y a exigir silencio. Indiferente, Sasha le miró con fijeza; su postura y expresión le desafiaban a negar lo que ella había dicho. Peter no pudo.

– Pensemos un poco -murmuró. Reparó en que sus manos temblaban, cubiertas de sudor, y las hundió en los bolsillos-. Siempre nos queda Cornualles.

– ¿Cornualles? -preguntó Sasha con incredulidad-. ¿Por qué coño…?

– Aquí no tengo bastante dinero.

Sasha abrió unos ojos como platos.

– No me lo creo. Si te has quedado sin blanca, pídele un cheque a tu hermano. Tiene dinero a patadas. Todo el mundo lo sabe.

Peter volvió junto a la ventana y se mordisqueó el nudillo.

– Pero no lo harás, ¿verdad? -continuó Sasha-. No te atreverás a pedirle un préstamo a tu hermano. El viaje a Cornualles será inútil, porque le tienes un pánico espantoso. La idea de que Thomas Lynley se entere de tus andanzas te paraliza por completo. Si se entera, ¿qué? ¿Acaso es tu guardián? ¿Un presumido que alardea de su título de Oxford? Jesús, eres tan débil que…

– ¡Basta!

– No quiero. ¿Por qué demonios hay que ir a Cornualles?

– Howenstow -replicó Peter.

La joven se quedó boquiabierta ante su respuesta.

– ¿Howenstow? ¿Una pequeña visita a mamá? Justo lo que esperaba de ti. O eso o chuparte el pulgar. O meneártela.

– ¡Puta de mierda!

– ¡Adelante! Pégame, patético idiota. Lo has deseado desde que entré por la puerta.

Abrió y cerró el puño. Dios, cómo lo deseaba. Años de buena educación y códigos de conducta al infierno. Deseaba golpearla en la cara, ver manar la sangre de su boca, romperle los dientes y la nariz, hincharle los dos ojos.

En lugar de ello, se marchó.


Sasha Nifford sonrió. Contempló la puerta cerrada, contando meticulosamente los segundos que Peter tardaría en bajar la escalera. Una vez transcurrido el tiempo suficiente, apartó la cortina de la ventana y aguardó a verle salir del edificio y tambalearse por la calle en dirección a la taberna de la esquina. No la decepcionó.

Rió por lo bajo. Sacarse de encima a Peter no había sido nada difícil. Su comportamiento era tan predecible como el de un chimpancé adiestrado.

Regresó junto al sofá. Cogió una polvera de entre los objetos dispersos de su bolso y la abrió. Dentro del espejo había un billete de una libra doblado. Lo quitó, lo enrolló y rebuscó en el escote de su jersey.

Los sujetadores poseen usos muy variados, pensó con frialdad. Extrajo una bolsita de plástico que contenía la cocaína que había comprado para los dos en Hampstead. A la mierda Cornualles, sonrió.

La boca se le hizo agua mientras vertía una pequeña cantidad de droga sobre el espejo de la polvera. Utilizó una uña para separar las líneas y el billete enrollado para inhalarlas con ansia.

El paraíso, pensó, reclinándose contra el sofá. Un éxtasis inigualable. Mejor que el sexo. Mejor que nada. El goce.


Thomas Lynley hablaba por teléfono cuando Dorothea Harriman entró en su despacho con una hoja de papel en la mano. La agitó de manera significativa y le guiñó un ojo, como un miembro de la misma conspiración. Al verlo, Lynley concluyó la conversación con el responsable de huellas digitales.

Harriman esperó a que colgara el teléfono.

– Lo ha conseguido, detective inspector -anunció, utilizando el título completo de su cargo con un estilo risueño y perverso. Harriman nunca se dirigía a nadie como señor, señorita o señora cuando tenía la oportunidad de encadenar seis o diez sílabas juntas, como si estuviera a cargo de las presentaciones en la corte de St. James-. O hay una conjunción estelar favorable, o el superintendente Webberly ha acertado la quiniela. Firmó sin mirarlo dos veces. Ojalá tenga yo tanta suerte cuando quiera un permiso.

Lynley cogió la hoja El nombre de su superior estaba garrapateado en la parte inferior, así como una nota apenas legible: «Ve con cuidado si vuelas, muchacho», seis palabras que telegrafiaban la aguda intuición de Webberly de que Lynley pensaba pasar en Cornualles el largo fin de semana. A Lynley no le cabía la menor duda de que el superintendente también había deducido el motivo del viaje. Al fin y al cabo, Webberly había visto y comentado la fotografía de Deborah que presidía el escritorio de Lynley y, aunque era soltero, el superintendente siempre era el primero en felicitar a los hombres bajo su mando que se casaban.

La secretaria del superintendente estaba examinando la foto en este preciso momento. Bizqueó para enfocarla, pues una vez más había prescindido de las gafas, y Lynley sabía que las tenía escondidas en su escritorio. Llevar gafas estropeaba el marcado parecido de Harriman con la princesa de Gales, un parecido que hacía lo posible por aumentar. Hoy, observó Lynley, Harriman exhibía una reproducción del vestido azul y negro que la princesa había llevado cuando visitó la tumba del Soldado Desconocido en Estados Unidos. Prestó un aspecto muy esbelto a Su Alteza. A Harriman, sin embargo, le apretaba demasiado en las caderas.

– Se rumorea que Deb ha vuelto a Londres -dijo Harriman, devolviendo la fotografía a su sitio y frunciendo el ceño al observar el desorden que reinaba sobre el escritorio de Lynley. Reunió una colección de mensajes telefónicos, los grapó y enderezó cinco carpetas.

– Hace más de una semana que ha vuelto -contestó Lynley.

– Ahora comprendo el cambio experimentado en usted. Que le aproveche el matrimonio, inspector detective. No ha parado de sonreír como un bobo estos tres últimos días.

– ¿De veras?

– Estaba en las nubes, como si el mundo careciera de problemas. Si esto es amor, póngame una ración doble, gracias.

Lynley sonrió, inspeccionó las carpetas y le dio dos.

– Sólo puedo ofrecerle esto, por desgracia. Webberly las está esperando.

Harriman suspiró.

– Yo quiero amor y él me da -las examinó- informes de fibra óptica acerca de un asesinato ocurrido en Bayswater. Qué romántico. Creo que me he equivocado de trabajo.

– Pero es un trabajo noble, Harriman.

– Justo lo que necesitaba oír.

Harriman se marchó, mientras Lynley indicaba a alguien que atendiera el teléfono que sonaba en un despacho cercano, vacío en aquel momento.

Lynley dobló la hoja de permiso y consultó su reloj de bolsillo. Eran las cinco y media. Llevaba trabajando desde las siete. Todavía le aguardaban sobre su escritorio tres informes que debía comentar, pero había perdido la concentración, algo que consideraba levemente molesto. Esta falta de concentración significaba asuntos sin resolver, y la razón de su existencia le estaba esperando en la esquina de Broadway con Victoria. Ya era hora de ir a buscarla, decidió Lynley. Necesitaban hablar..

Salió del despacho, bajó al vestíbulo, atravesó las puertas giratorias y se encontró en Broadway. Caminó pegado al edificio (una improbable combinación de cristal, piedra gris y andamios protectores) en dirección al jardín.

Deborah continuaba en el lugar donde la había visto desde la ventana de su despacho, en la esquina de aquel trapecio deformado de césped y árboles. Estudiaba la parte superior del Suffragette Scroll y, a continuación, observaba el monumento a través de su cámara, montada sobre un trípode a unos tres metros de distancia.

Sin embargo, daba la impresión de que no lograba captar con la lente lo que deseaba, pues, mientras Lynley la observaba, se pellizcó la nariz, hundió los hombros como decepcionada y empezó a desmontar su equipo, que guardó en un estuche metálico de aspecto resistente.

Lynley prolongó el momento antes de cruzar el jardín y reunirse con ella, estudiando sus movimientos con delectación, saboreando su presencia, y aún más el hecho de que hubiera vuelto a casa. No le agradaba la tierna angustia de amar a una mujer de la cual le separaban nueve mil kilómetros. La ausencia de Deborah le había creado auténticos problemas. Se pasaba la mayor parte del tiempo pensando en cuándo la volvería a ver, en alguno de sus rápidos viajes a California. Pero ahora había vuelto. Estaba con él, y Lynley había tomado la firme decisión de que la situación continuara igual.

Atravesó el jardín, ahuyentando a las palomas que buscaban migas procedentes de las meriendas. Alzaron vuelo y Deborah levantó la vista. Su cabello, recogido hacia atrás mediante una precaria disposición de horquillas, quedó en libertad. Masculló entre dientes y empezó a manosearlo.

– ¿Sabes una cosa? -dijo, a modo de recibimiento-. Siempre quise ser una de esas mujeres cuyo cabello se describe como sedoso. Ya me entiendes. Tipo Estella.

– ¿Tenía Estella el cabello sedoso?

Le apartó la mano y se ocupó él en persona de aquella mata de pelo enmarañado.

– Debía tenerlo. ¿Te imaginas al pobre Pip enamorado de alguien que no tuviera el cabello sedoso? ¡Ay!

– ¿Te he hecho daño?

– Un poco. ¿No crees que es patético? En serio. Yo llevo una vida y mi cabello lleva otra.

– Bueno, ya está arreglado. Más o menos.

– Muy alentador.

Rieron y empezaron a recoger las pertenencias de Deborah, esparcidas sobre el césped. Había venido con el trípode, el estuche de la cámara y una bolsa de la compra que contenía tres piezas de fruta, un jersey viejo muy cómodo y el bolso.

– Te he visto desde mi despacho -dijo Lynley-. ¿En qué estás trabajando? ¿En un homenaje a la señora Pankhurst? [2]

– De hecho, estaba esperando a que la luz incidiera en la parte superior del monumento. Pensaba crear cierta difracción con la lente. Temo que las nubes me han derrotado por completo. Cuando decidieron alejarse, el sol también tuvo la misma idea. -Hizo una pausa y se rascó la cabeza-. Qué gran exhibición de ignorancia. Me refiero a la Tierra, creo.

Rebuscó en el bolso, sacó una pastilla de menta, la desenvolvió y se la metió en la boca.

Volvieron paseando hacia Scotland Yard.

– He conseguido librar el viernes -dijo Lynley-. También el lunes, así que estamos libres para ir a Cornualles. Estoy libre, quiero decir. Si no tienes ningún plan, he pensado que tal vez…

Se interrumpió, preguntándose por qué estaba introduciendo la disculpa verbal.

– ¿Cornualles, Tommy?

La voz de Deborah no se alteró cuando formuló la pregunta, pero no le miró, y Lynley no pudo ver su expresión.

– Sí, Cornualles. Howenstow. Creo que ya es hora, ¿no? Ya sé que acabas de regresar y quizá esté precipitando un poco las cosas, pero, al fin y al cabo, aún no conoces a mi madre.

– Ah, sí -se limitó a decir Deborah.

– Tu visita a Cornualles también proporcionaría a tu padre la ocasión de conocerla. Ya es hora.

Ella frunció el ceño, la vista clavada en sus zapatos, y no contestó.

– Deb, no podemos dilatarlo más. Sé lo que estás pensando. Son como la noche y el día. No encontrarán nada que decirse, pero todo cambiará. Se entenderán bien, créeme.

– Él no querrá hacerlo, Tommy.

– Ya he pensado en eso, y en la manera de arreglarlo. Le he pedido a Simon que nos acompañe. De hecho, todo está solucionado.

No incluyó en su información los detalles de su breve encuentro con St. James y lady Helen Clyde en el Ritz, ellos camino de una cena de negocios y él hacia una recepción en Clarence House. Tampoco mencionó el desagrado mal disimulado de St. James, ni la rauda excusa de lady Helen. Un montón de trabajo acumulado, dijo, que auguraba mantenerlos ocupados todos los fines de semana del mes siguiente.

El rechazo de Helen a la invitación había sido demasiado veloz para resultar creíble, y la velocidad de la negativa, combinada con el esfuerzo que realizó para no mirar a St. James, hizo ver a Lynley la importancia que otorgaban a su ausencia de Cornualles. Aunque hubiera querido engañarse, el comportamiento de los dos lo hubiera impedido. Sabía lo que significaba, pero los necesitaba en Cornualles por el bien de Cotter, y la mención de la posible incomodidad del anciano fue lo que decantó la balanza en su favor. Porque St. James jamás enviaría solo a Cotter como visitante de fin de semana a Howenstow para sufrir una desdichada entronización, y Helen jamás abandonaría a St. James durante lo que ella claramente consideraba cuatro días de absoluto padecimiento. De modo que Lynley los había utilizado. Todo por el bien de Cotter, se dijo, negándose a examinar las razones secundarias que le impulsaban, aún más acuciantes que el bienestar de Cotter, a llegar a Howenstow con un exceso de acompañantes.

Deborah estaba examinando las letras doradas que formaban el letrero giratorio del Yard.

– ¿Simon irá? -preguntó.

– Y Helen. También Sidney.

Lynley aguardó su reacción. Como no se produjo ninguna otra que el asentimiento de cabeza más imperceptible, decidió que, por fin, estaban a punto de adentrarse en la única parcela polémica que habían evitado desde tiempo inmemorial. Se interponía entre ellos, no verbalizada, como raíces de duda que debían ser extirpadas cuanto antes. Él estaba decidido a hacerlo.

– ¿Le has visto, Deb?

– Sí.

Pasó el trípode de una mano a la otra. No dijo nada más, arrojando toda la responsabilidad sobre él.

Lynley buscó en el bolsillo la pitillera y el encendedor, antes de que ella tuviera tiempo de reprenderle. Suspiró, al sentir el peso de una carga que no deseaba definir.

– Quiero que superemos esto, Deb. No, no es verdad. Necesitamos superarlo.

– Le vi la noche que llegué a casa, Tommy. Me esperó levantado, en el laboratorio, con un regalo de bienvenida para mí. Una ampliadora. Quería enseñármela. Vino a Paddington la tarde siguiente. Hablamos.

No lo habían comentado.

Lynley tiró el cigarrillo al suelo, irritado consigo mismo, preguntándose qué deseaba escuchar en realidad de labios de Deborah, preguntándose por qué esperaba que diera cuenta de una relación con otro hombre que se extendía a lo largo de toda su vida, preguntándose cómo demonios lograría hacerlo. Detestaba la creencia que estaba socavando su confianza, la torturante convicción de que, de alguna manera, el regreso de Deborah a Londres poseía la capacidad de aniquilar toda palabra y acto de amor compartido por ambos durante los últimos años. Tal vez, agazapada bajo el más perturbador de sus sentimientos, se ocultaba la auténtica razón que le impulsaba a llevarse con ellos a St. James a Cornualles: demostrar a su rival, de una vez por todas, que Deborah le pertenecía. Un pensamiento despreciable.

– Tommy.

Volvió a la realidad y descubrió que Deborah le estaba mirando. Deseó tocarla, abrazarla. Deseó decirle cuánto adoraba las vetas doradas que salpicaban sus ojos verdes, cuánto le recordaban al otoño su piel y su cabello. Aunque todo eso pareciera ridículo en aquel

momento.

– Te quiero, Tommy. Quiero ser tu esposa.

Eso, decidió Lynley, no era nada ridículo.

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