– Entonces, Mick debió dejar ambos números telefónicos en el apartamento de Tina Cogin -dijo St. James-. El de Trenarrow y el de Islington. Eso explica por qué Trenarrow no sabía quién era Tina.
Lynley no contestó hasta que dobló por la calle Beaufort, en dirección a Paddington. Acababan de dejar a Cotter en la casa que St. James poseía en Cheyne Row. El hombre había saludado la visión del edificio de ladrillo como a un hijo pródigo, precipitándose hacia el interior con una maleta en cada mano, el alivio y la alegría apresurando sus pasos. Era la una y diez de la tarde. El trayecto desde el aeródromo de Surrey hasta la ciudad había durado más de la cuenta, debido a un embotellamiento de tráfico producido por una fiesta de verano que se celebraba cerca de Buckland, y que por lo visto había batido récords de asistencia.
– ¿Crees que Roderick está implicado en este asunto?
St. James tomó nota no sólo del tono desapasionado de Lynley, sino de que había soslayado deliberadamente la palabra «asesinato». Al mismo tiempo, se fijó en la forma de conducir de su amigo, las manos sobre la parte superior del volante, la vista clavada en el frente. Conocía escasos detalles de la pasada relación de Lynley con Trenarrow, todos girando en torno a una antipatía general que se remontaba a la larga relación de lady Asherton con el hombre. Lynley necesitaría algo para compensar este desagrado si Trenarrow se hallaba implicado, aun de manera tangencial, en las muertes de Cornualles, y al parecer había elegido una escrupulosa imparcialidad como medio de equilibrar la animosidad que teñía su larga relación con el médico.
– Podría ser, aun de manera inconsciente.
St. James le refirió su encuentro con Trenarrow y la entrevista que le había hecho Mick Cambrey.
– Si Mick estaba trabajando en el artículo que causó su muerte, puede que Trenarrow le diera una simple pista, quizá el nombre de algún empleado de Islington-Londres en cuyo poder obraba la información que Mick necesitaba -concluyó St. James.
– Pero si, como acabas de decir, no había indicios en la oficina del periódico sobre ningún artículo relacionado con Roderick… -Lynley frenó en un semáforo. Lo natural habría sido mirar a St. James, pero no lo hizo-. ¿Qué te sugiere eso?
– No he dicho que no hubiera indicios, Tommy. He dicho que no había ningún artículo sobre él, o sobre la investigación del cáncer. Es diferente de que no haya notas. Puede que haya cientos de ellas. Fue Harry Cambrey el que registró los ficheros de Mick. Yo no tuve la oportunidad.
– Así que la información puede seguir estando en la oficina, sin que Harry se haya dado cuenta de su importancia.
– Exacto, pero la historia, fuera cual fuese, aunque esté conectada con la muerte de Mick, puede que no tenga una relación directa con Trenarrow. Puede que éste sólo sea un elemento secundario.
Entonces, Lynley le miró.
– No quisiste telefonearle, St. James. ¿Por qué?
St. James miró a una mujer que empujaba un cochecito de niño por la calle. El niño aferraba el borde de su vestido. El semáforo cambió. Coches y camiones se pusieron en movimiento.
– Es posible que Mick siguiera el rastro de una historia que ocasionó su muerte. Sabes tan bien como yo que sería absurdo alertar a alguien sobre el hecho de que quizá también nosotros seguimos ese rastro.
– Por lo tanto, crees que Roderick está implicado.
– No necesariamente. Puede que en nada, pero podría haber puesto sin querer a alguien sobre aviso. ¿Para qué telefonearle y arriesgarnos?
Lynley contestó como si no hubiera escuchado las palabras de St. James.
– Si lo está, St. James, si lo está…
Giró a la derecha y se internó en Fulham Road. Dejaron atrás las tiendas de ropas y antigüedades, los bares y restaurantes del Londres de moda, donde las calles estaban concurridas por gente vestida con elegancia y damas bien parecidas de camino a sus compromisos.
– Todavía no estamos en posesión de todos los datos, Tommy. Es absurdo que te atormentes ahora.
Una vez más, St. James intuyó que sus palabras no servían de nada.
– Destrozaría a mi madre -dijo Lynley.
Entraron en el barrio de Paddington. Deborah los recibió en el pequeño vestíbulo de los apartamentos Shrewsbury Court, donde los había esperado recorriendo de un lado a otro el suelo de baldosas negras y blancas. Abrió la puerta antes de que llamaran al timbre.
– Papá me ha telefoneado para avisarme de que veníais. Tommy, ¿te encuentras bien? Papá dijo que Peter continuaba en paradero desconocido.
Como respuesta, Lynley pronunció su nombre como un suspiro y la atrajo hacia sí.
– Este fin de semana habrá sido terrible para ti. Lo siento, querida.
– Estoy bien. No pasa nada.
St. James se obligó a desviar la mirada. El letrero conciérge clavado en una puerta cercana estaba escrito a mano, pero con mala caligrafía, y el punto sobre la i era borroso y se había convertido en parte de la segunda c. Concentró su atención en la palabra, examinando cada detalle, cada letra, los ojos clavados en el letrero hasta que Deborah habló.
– Helen nos espera arriba.
Avanzó con Lynley hacia el ascensor.
Lady Helen estaba llamando por teléfono en el apartamento de Deborah. No decía nada, se limitaba a escuchar, y, a juzgar por la mirada que le dirigió y la expresión de su rostro cuando colgó, St. James comprendió a quién había intentado localizar.
– ¿Sidney? -preguntó.
– No la encuentro, Simon. Su agencia me dio una lista de nombres de amigos suyos, pero nadie sabe nada. Acabo de llamar a su apartamento. Nada. También he llamado a tu madre, pero nadie contesta. ¿Sigo intentándolo?
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de St. James.
– No. Sólo conseguirás preocuparla.
– He empezado a pensar en la muerte de Justin Brooke -intervino lady Helen.
No necesitó decir nada más. St. James adivinó la dirección que habían tomado sus pensamientos, la misma que habían seguido los suyos en cuanto ella le dijo que su hermana aún no había aparecido. Se maldijo de nuevo por haber permitido que Sidney se marchara sola de Cornualles. Si estaba en peligro, si sufría algún daño… Notó que los dedos de su mano derecha se hundían en la palma y procuró relajarlos.
– ¿Ha regresado Tina Cogin?
– Todavía no.
– En ese caso, podríamos probar la llave. -Miró a Lynley-. ¿Las has traído?
– ¿Cómo? -preguntó lady Helen, confusa.
– Harry Cambrey nos proporcionó el juego de llaves de Mick que guardaba Boscowan -explicó Lynley-. Queremos comprobar si una de ellas abre la puerta de Tina.
La intriga sólo duró el tiempo que tardaron en llegar al apartamento de al lado e introducir la llave apropiada en la cerradura. La puerta se abrió. Entraron.
– Muy bien. Mick tenía una llave -dijo lady Helen-. ¿Adonde nos conduce eso, Tommy? No es sorprendente. Ya sabíamos que había estado aquí. Deborah nos lo contó. Todos sabemos que Tina le consideraba lo bastante importante para entregarle una copia de la llave de su apartamento.
– Cambia la naturaleza de su relación, Helen. No se trata de una prostituta y su cliente. Las prostitutas no suelen dar su llave.
St. James, de pie cerca de la diminuta cocina, escudriñó la habitación. Los muebles eran caros, pero no decían gran cosa del inquilino. No había objetos personales a la vista; ni fotos, ni recuerdos, ni colecciones. De hecho, daba la impresión de que un decorador de hoteles había diseñado el apartamento, como si la intención de su ocupante fuera rodearlo de tanto secreto como a ella. St. James se acercó al escritorio.
La luz roja del contestador automático parpadeaba, indicando un mensaje. Apretó el botón. La voz de un hombre dijo: «Colin Sage. Llamo por el anuncio», y dio un número de teléfono. Seguía otro mensaje del mismo estilo. St. James anotó ambos números y los entregó a lady Helen.
– ¿Un anuncio? -preguntó ella-. No creo que efectuara así sus contactos.
– ¿Dijiste que habías encontrado una cartilla de ahorros? -preguntó a su vez St. James.
Deborah se acercó.
– Toma -dijo-. También había esto.
Sacó de un cajón la libreta y una carpeta de papel manila. St. James examinó esta última, y frunció el ceño al ver la lista de nombres y direcciones pulcramente mecanografiados. Sobre todo de Londres, observó. La más alejada era de Brighton. Oyó que Lynley registraba la cómoda detrás de él.
– ¿Qué es esto?
St. James se hizo la pregunta a sí mismo, pero Deborah contestó.
– Al principio, pensamos que eran clientes, pero no puede ser. Hay mujeres en la lista. Aunque no hubiera mujeres, es difícil imaginar que alguien pudiera…
Vaciló. St. James levantó la vista. Deborah se había ruborizado.
– ¿Prestar sus servicios a tantos hombres? -terminó por ella.
– Bien, ella indicó en la etiqueta que sólo eran perspectivas, ¿no? Por eso pensamos al principio que estaba utilizando la lista para…, antes de abrir la carpeta y ver… Quiero decir, ¿cómo surge la clientela de una prostituta? ¿De boca en boca? -Su rubor se intensificó-. Señor, menudo juego de palabras.
– ¿Qué pensabas que hacía con la lista, enviar folletos? -comentó St. James.
– No sirvo para estas cosas, ¿verdad? -rió Deborah-. Cientos de pistas pululando a mi alrededor y no soy capaz de distinguir ninguna.
– Pensaba que habías llegado a la conclusión de que no era una prostituta. Pensaba que todos habíamos llegado a la misma conclusión.
– Tal vez deberíamos olvidarnos de lo que sugieren las apariencias -propuso Lynley.
Estaba frente al ropero, con lady Helen a su lado. Había bajado las cuatro cajas de sombreros del estante superior. Las abrió y las dispuso en fila sobre el suelo. Se inclinó sobre una y apartó los envoltorios de papel. Extrajo del fondo una peluca. Largo cabello negro, con flequillo. La balanceó.
Deborah la miró. Lady Helen suspiró.
– Maravilloso -dijo-. ¿Esa mujer lleva una peluca? Por lo tanto, lo poco que sabemos de ella, aparte de la descripción de Deborah, no sirve de nada. Es como una quimera, ¿verdad? Uñas falsas. Cabello falso.
Echó un vistazo a la cómoda. Debió pensar en algo, porque abrió un cajón y rebuscó entre la ropa interior. Sostuvo en alto un sujetador negro.
– Todo lo demás falso.
St. James se acercó. Cogió la peluca, caminó hacia la ventana, descorrió las cortinas y examinó el postizo a la luz del día. De la textura dedujo que el cabello era auténtico.
– ¿Sabías que utilizaba peluca, Deb? -preguntó Lynley.
– No, claro que no. ¿Cómo lo iba a saber?
– Es una pieza de calidad superior -dijo St. James-. Nadie podría imaginar que era una peluca.
La examinó con atención, recorriendo con los dedos el entramado interno. Mientras lo hacía, se desprendió un cabello, pero no de la peluca, sino un cabello más corto, propiedad de la persona que utilizaba la peluca, enredado en el entramado. St. James lo soltó del todo, lo alzó a la luz y devolvió la peluca a Lynley.
– ¿Qué es eso, Simon? -preguntó lady Helen.
St. James no contestó, sino que contempló el cabello que sujetaba entre los dedos, comprendiendo lo que implicaba y aceptando lo que esa implicación significaba. Sólo existía una explicación lógica, una explicación que aclaraba la desaparición de Tina Cogin. Sin embargo, sólo dedicó unos momentos a demostrar su teoría.
– ¿Te la has puesto, Deborah?
– ¿Yo? No. ¿Por qué lo preguntas?
St. James cogió una hoja de papel blanco del escritorio, depositó el cabello sobre ella y volvió a la ventana.
– El cabello es rojo -dijo.
Miró a Deborah y vio que su expresión cambiaba del asombro a la comprensión.
– ¿Es posible? -preguntó, porque como ella era la única que había visto a ambos, era la única que podía confirmarlo.
– Oh, Simon. No sirvo mucho para esto. No lo sé. No lo sé.
– Pero tú la viste. Estuviste con ella. Te trajo una bebida.
– La bebida -dijo Deborah.
Salió corriendo de la habitación. Los demás oyeron que su puerta chocaba contra la pared de su apartamento.
– ¿Qué sucede? -preguntó lady Helen-. No pensarás que Deborah tenga nada que ver con esto. La mujer es una incógnita, así de sencillo. Ha ido disfrazada todo el tiempo.
St. James dejó la hoja de papel sobre el escritorio. Dejó el cabello sobre ella. Repitió una y otra vez la palabra. «Incógnita.» «Incógnita.» Una broma monumental.
– Dios santo -exclamó-. Se lo decía a todo el mundo. Tina Cogin. Tina Cogin. ¡El nombre es un maldito anagrama!
Deborah entró en la habitación como una furia, sosteniendo en una mano la fotografía que había traído de Cornualles y en la otra una tarjeta. Se las entregó a Simon.
– Dales la vuelta -dijo.
No le hizo ninguna falta. Ya sabía que la letra de ambas era idéntica.
– Ésta es la tarjeta que ella me dio, Simon. La receta de su bebida. En el reverso de la foto de Mick…
Lynley se acercó. Cogió la tarjeta y la fotografía.
– Dios todopoderoso -murmuró.
– ¿Qué demonios ocurre? -preguntó lady Helen.
– La razón por la cual Harry Cambrey inventó la reputación de que Mick era un auténtico semental, diría yo -contestó St. James.
Deborah vertió agua hirviente en la tetera y la transportó hasta la pequeña mesa de roble que habían trasladado a la zona más despejada de su apartamento. Se sentaron alrededor de ella; Deborah y Lynley se acomodaron en la cama, lady Helen y St. James en sillas. St. James cogió la libreta de ahorros que descansaba entre otros objetos relacionados con la vida y muerte de Mick Cambrey: la carpeta de papel manila señalada como «perspectivas», la tarjeta en la que había escrito el número de teléfono de Islington-Londres, la servilleta del Talismán, su fotografía y la receta de la bebida que había ofrecido a Deborah el día que apareció, encarnada en Tina Cogin, en su apartamento.
– Fíjate en estas diez extracciones de la cuenta -dijo lady Helen-. Coinciden con el alquiler de Tina…, de Mick. La época concuerda con los hechos: de septiembre a junio.
– Mucho antes de que Mark y él empezaran a vender cocaína -apuntó Lynley.
– ¿Quiere decir que no sacó de la venta el dinero para pagar el apartamento? -preguntó Deborah.
– Según Mark, no.
Lady Helen recorrió con el dedo la página en que constaban los ingresos.
– Pero ha ingresado dinero cada dos semanas durante todo el año -dijo-. ¿De dónde demonios salía?›
St. James examinó los ingresos.
– Es evidente que tenía otra fuente de beneficios.
St. James observó que la cantidad de dinero ingresada en cada ocasión no era regular. A veces era importante, pero otras no. Por lo tanto, descartó la segunda posibilidad que había forjado en su mente sobre la regularidad de los ingresos en la cuenta. No podían ser producto del chantaje. Los chantajistas solían aumentar su cuota. La codicia se realimenta; el dinero conseguido con facilidad siempre exige más.
– Además -dijo Lynley-, Mark nos dijo que reinvirtieron sus beneficios en una segunda compra, más sustanciosa. El que cogiera la Daze confirma su versión.
Deborah sirvió el té. St. James añadió sus cuatro cucharadas de azúcar habituales, mientras lady Helen se estremecía y pasaba el azucarero a Deborah. Cogió la carpeta de papel manila.
– Mick debió de vender su parte de la cocaína en Londres. Si lo hubiera hecho en Nanrunnel, alguien habría terminado descubriéndolo. La señora Swann, por ejemplo. No se habría perdido semejante oportunidad.
– Resulta coherente -dijo Lynley-. En Cornualles era famoso como periodista. No habría echado por tierra su reputación vendiendo cocaína, pudiéndolo hacer en Londres con suma facilidad.
– Sin embargo, tengo la impresión de que también se había creado una reputación en Londres
– dijo St. James-. ¿No había trabajado aquí, antes de regresar a Cornualles?
– Pero no como Tina Cogin -señaló Deborah-. Habrá vendido la droga en su papel de mujer.
– Se convirtió en Tina en septiembre -dijo lady Helen-. Alquiló este apartamento en septiembre. Empezó a vender droga en marzo. Tiempo suficiente para hacer una lista de compradores.
– Tabaleó con los dedos sobre la carpeta-. Nos preguntábamos qué significaba «perspectivas», ¿verdad? Quizá lo sepamos ahora. ¿Intentamos averiguar qué clase de perspectivas eran?
– Si eran presuntos compradores de cocaína -indicó Lynley-, no lo admitirán alegremente.
Lady Helen sonrió con serenidad.
– A la policía, no, Tommy querido. Por supuesto.
St. James conocía el significado de la sonrisa angelical. Si alguien podía obtener información de un completo desconocido, era lady Helen. Su talento especial consistía en entablar desenvueltas conversaciones que conducían a las revelaciones y a la cooperación. Ya lo había demostrado con el administrador de los apartamentos Shrewsbury Court. Obtener la llave del apartamento de Mick había sido un juego de niños para ella. Esta lista de perspectivas era un simple paso adelante, un desafío moderado. Se convertiría en la hermana Helen del Ejército de Salvación, o en Helen la Redimida del programa de rehabilitación para drogadictos, o Helen la Desesperada en busca de una raya. En última instancia, de alguna manera, averiguaría la verdad.
– Si Mick vendía en Londres, es posible que un comprador le siguiera a Cornualles -dijo St. James.
– Pero, si vendía como Tina, ¿cómo iba a saber alguien quién era en realidad? -preguntó Deborah.
– Tal vez le reconocieron. Quizá un comprador, que le conocía como Mick, le vio cuando iba de Tina.
– ¿Y a Cornualles? ¿Para qué?
– Para chantajearle.
– ¿Decidió chantajearle?
– ¿Qué mejor manera de obtener cocaína? Si el comprador tenía dificultades para conseguir dinero, ¿por qué no chantajear a Cambrey para obtener la droga? -St. James cogió los objetos uno por uno, los estudió, toqueteó y colocó de nuevo sobre la mesa-. Cambrey no arriesgaría su reputación en Cornualles cediendo a un chantaje. El comprador y él discutieron. Recibió un golpe. Se dio en la cabeza y murió. El comprador se apoderó del dinero que había en la sala de estar. Cualquier persona ansiosa por drogarse, y que acaba de matar a un hombre, no desperdiciaría la ocasión de coger un dinero que tiene al alcance de la mano.
Lynley se levantó. Caminó hacia la ventana y se sentó en el antepecho. Miró a la calle. Demasiado tarde, St. James comprendió a quién había descrito mediante aquella serie de conjeturas.
– ¿Es posible que supiera lo de Mick? -les preguntó Lynley.
Al principio, nadie respondió. Se limitaron a escuchar el rugido creciente del tráfico en Sussex Gardens, a medida que los trabajadores se abrían camino hasta Edg-ware Road, terminada la jornada laboral. Un motor aceleró. En respuesta, unos frenos chirriaron. Lynley repitió la pregunta sin volverse.
– ¿Es posible que mi hermano lo supiera?
– Es posible, Tommy -contestó St. James. Cuando Lynley se volvió hacia él, prosiguió a regañadientes-. Formaba parte de la red de Londres. Sidney le vio no hace mucho en el Soho. Por la noche. En un callejón.
Calló, pensativo, recordando la información que su hermana le había proporcionado, recordando su estrafalaria descripción de la mujer a la que Peter había atacado: «Vestida de negro de pies a cabeza, y de abundante cabello negro.»
Tuvo la impresión de que lady Helen recordaba esa descripción al mismo tiempo que él, porque habló con el aparente propósito de aliviar la ansiedad de Lynley por buscar otro enfoque del asesinato.
– La muerte de Mick podría desembocar en algo diferente por completo. Lo hemos pensado desde el principio y no creo que debamos desecharlo ahora. Al fin y al cabo, era un periodista. Es posible que estuviera escribiendo un artículo. Hasta es posible que estuviera preparando algo sobre los travestidos.
St. James meneó la cabeza.
– No escribía sobre travestidos. Era un travestido. Se nota en el lujo del apartamento, en los muebles, en las ropas de mujer. No necesitaba todo eso para reunir información sobre un artículo. Piensa también en la oficina del periódico, cuando Harry Cambrey encontró aquella ropa interior en el escritorio de Mick, por no mencionar la trifulca entre ambos.
– ¿Harry lo sabía?
– Al menos, se lo habrá imaginado.
Lady Helen rozó con los dedos la servilleta del Talismán, como dispuesta a realizar un esfuerzo más por tranquilizar a Lynley.
– Pero Harry estaba seguro de que seguía una historia.
– Bien podría ser. Aún nos queda la relación con Islington-Londres.
– Quizá Mick estaba investigando alguna droga -sugirió Deborah-. Una droga que aún no estaba preparada para salir al mercado.
Lady Helen abundó en esta idea.
– Una que tuviera efectos secundarios, ya accesible a los médicos en ese momento, y defendida como inocua por la empresa.
Lynley volvió a la mesa. Todos se miraron entre sí, reconociendo la plausibilidad de esta conjetura. Recordaron la talidomida. Gracias a pruebas, regulaciones y restricciones, se había impedido hasta entonces la posibilidad de otra siniestra pesadilla teratológica. Sin embargo, a los empresarios sólo les interesan los beneficios rápidos. El hombre siempre ha sido así.
– Cabe la posibilidad de que, investigando un asunto diferente por completo, Mick se hubiera enterado de algo sospechoso -aventuró St. James-. Siguió el rastro hasta aquí. Entrevistó a empleados de Islington-Londres, y eso fue la causa de su muerte.
A pesar de sus esfuerzos, Lynley no se mostró de acuerdo con él.
– Pero ¿y la castración? -Se sentó en la cama y se frotó la frente-. Ninguna de las teorías que hemos apuntado lo explica todo.
Como para subrayar la decepción que implicaban sus palabras, el teléfono sonó. Deborah contestó. Lynley se puso en pie de un salto un segundo después de que la joven hablara.
– ¡Peter! ¿Dónde demonios estás? ¿Qué ocurre? No entiendo… Peter, por favor… ¿Que has llamado adonde? Espera, está aquí.
Lynley se precipitó hacia el teléfono.
– Maldita sea tu estampa, ¿dónde te has metido? -gritó-. ¿No sabes que Brooke…? Cállate y escúchame por una vez, Peter. Brooke está tan muerto como Mick… Me importa un bledo lo que tú quieras… ¿Qué?
Lynley calló, petrificado. Su cuerpo se puso rígido, pero su voz recobró de inmediato la calma.
– ¿Estás seguro? Escúchame, Peter, has de serenarte… Lo entiendo, pero no has de tocar nada. ¿Me has entendido, Peter? No toques nada. Déjala tal como está. Bien, dime tu dirección… Muy bien. Sí, ya la tengo. Voy enseguida.
Colgó el teléfono. Los demás tuvieron la impresión de que pasaba un minuto entero antes de que se volviera hacia ellos.
– Algo le ha pasado a Sasha.
– Creo que está colocado -dijo Lynley.
Lo cual explicaba, pensó St. James, por qué Lynley había insistido en que Deborah y lady Helen se quedaran en el apartamento. No quería que ninguna de las dos, en especial Deborah, viera a su hermano en ese estado.
– ¿Qué ha pasado?
El coche se adentró en Sussex Gardens, y Lynley maldijo cuando un taxi le cortó el paso. Se dirigió hacia Bayswater Road, atajando por la plaza Radnor y media docena de calles laterales para evitar los embotellamientos de las tardes.
– No sé. Gritaba sin cesar que Sasha estaba en la cama, que no se movía, que estaba muerta.
– ¿Por qué no le dijiste que llamara al teléfono de urgencias?
– Hostia, St. James, ¿y si está alucinando? Parecía que tuviera el mono. ¡Me cago en el puto tráfico!
– ¿Dónde está, Tommy?
– En Whitechapel.
Tardaron casi una hora en llegar, abriéndose camino entre una auténtica maraña de coches, camiones, autobuses y taxis. Lynley conocía la ciudad lo bastante bien para utilizar incontables calles laterales y callejones, pero cada vez que desembocaban en una arteria importante, su avance volvía a verse frustrado.
– Es por mi culpa -dijo Lynley, cuando circulaban por la calle New Oxford-. Sólo me ha faltado comprarle las drogas.
– No digas tonterías.
– Quería que tuviera lo mejor. Nunca le exigí que se lo ganara con su esfuerzo. Este es el resultado. Es culpa mía, St. James. El auténtico enfermo soy yo.
St. James miró por la ventanilla mientras meditaba una respuesta. Pensó en la energía que malgastaba la gente en evitar aquello que más necesitaba enfrentar. Llena sus vidas de distracciones y negativas, para descubrir al final que no existe escapatoria. ¿Desde cuándo intentaba evitar Lynley lo inevitable? ¿Desde cuándo hacía él lo mismo? Se había convertido en una costumbre para ambos. Al evitar escrupulosamente decirse mutuamente lo que debían, habían aprendido a adoptar la evasión en todos los planos significativos de sus vidas.
– No puedes responsabilizarte de todo en la vida, Tommy -dijo.
– Mi madre dijo prácticamente lo mismo la otra noche.
– Tenía razón. Te castigas cuando la responsabilidad recae también sobre otros. No lo hagas ahora.
Lynley le dirigió una rápida mirada.
– El accidente. Eso también, ¿verdad? Has intentado aliviarme de esa carga durante todos estos años, pero nunca lo conseguirás por completo. Yo conducía el coche, St. James. No importa que otros hechos atenúen mi culpabilidad; lo principal perdura. Yo conducía el coche aquella noche. Después, yo salí por mi propio pie, y tú no.
– No te culpé.
– No hizo falta. Ya me culpé yo.
Se desvió de la calle New Oxford e iniciaron otra serie de atajos por calles laterales y callejones, acercándose a la City y a Whitechapel, que estaba detrás.
– Debo culparme por lo de Peter; de lo contrario me volvería loco. El mejor paso que puedo dar a tal efecto en este momento es jurarte que, independientemente de lo que descubramos cuando lleguemos, será responsabilidad de Peter, no mía.
Encontraron el edificio en una calle angosta que partía de Brick Lane, donde un ruidoso grupo de niños paquistaníes jugaban al fútbol con una pelota de trapo. Utilizaban cuatro bolsas de plástico para basura como postes, pero una bolsa se había roto y su contenido estaba esparcido sobre la acera, aplastado y pisoteado por los pies de los niños.
Al ver el Bentley se interrumpió bruscamente el partido. Un círculo de rostros curiosos rodeó a Lynley y St. James cuando salieron del coche. Una atmósfera enrarecida flotaba en el ambiente, no sólo por la aprehensión que acompaña la aparición de extraños en un barrio cerrado en sí mismo, sino por el olor de posos de café, verduras podridas y frutas estropeadas. Los zapatos de los pequeños jugadores contribuían en gran medida al penetrante olor, como si estuvieran incrustados de deshechos orgánicos.
– ¿Qué pasa? -murmuró un niño.
– No sé -contestó otro-. El coche, ¿no?
Un tercero, más decidido que los demás, avanzó y se ofreció a «vigilarle el coche, señor. Mantendré apartada a esta pandilla». Indicó con un cabeceo a sus compañeros. Lynley alzó levemente la mano, un gesto que el muchacho tomó como una afirmación, pues apoyó una mano en el capó, la otra en la cadera, y un mugriento pie en el guardabarros.
Habían aparcado frente al edificio de Peter, una estrecha estructura de cinco pisos de altura. Los ladrillos primitivos habían estado pintados de blanco, pero el tiempo, el hollín y la falta de interés los habían teñido de un gris repelente. La madera de las ventanas y de la puerta principal parecía no haberse tocado durante décadas. Donde un precioso azul había formado un agradable contraste con el blanco de los ladrillos, quedaban meras manchas, puntos azules como pecas sobre una piel estragada por la edad. El que un inquilino del tercer piso hubiera intentado embellecer el aspecto del edificio, plantando fresias en una jardinera agrietada, no lograba disipar el aspecto general de pobreza y decadencia.
Subieron los cuatro peldaños que conducían a la puerta. Estaba abierta. Encima, alguien había escrito con pintura roja sobre los ladrillos: «Quedan pocos días.» Parecía un epitafio muy conveniente.
– Dijo que vive en el primer piso -explicó Lynley, dirigiéndose hacia las escaleras.
Los escalones, cubiertos en otro tiempo de linólio barato, estaban desgastados en el centro, donde asomaba la madera ennegrecida; los bordes que quedaban estaban incrustados de una combinación de cera vieja y suciedad reciente. Las paredes de la escalera estaban sembradas de grandes manchas grasientas; todavía se distinguían los agujeros de los tornillos que habían sujetado una baranda, así como huellas de manos y un enorme manchón que rezumaba de un piso más alto.
En el rellano encontraron un polvoriento cochecillo de niño que se sostenía sobre tres ruedas, rodeado de bolsas de basura, dos cubos de hojalata, una escoba y un estropajo ennegrecido. Un gato esquelético, cuyas costillas se marcaban en la piel y que presentaba una herida infectada en mitad de la frente, se escurrió junto a ellos mientras subían, asaltados por el olor a ajo y orina.
El edificio cobró vida cuando llegaron al pasillo del primer piso, carente de alfombras. Televisores, músicas, voces airadas, el súbito llanto de un niño, sonidos discordantes de personas sumidas en su vida cotidiana. No era el caso del apartamento de Peter, que encontraron en el extremo opuesto del pasillo, donde un rayo de luz procedente de la calle se colaba por una mugrienta ventana. La puerta estaba cerrada, pero sin echar el pestillo ni la llave, porque, cuando Lynley llamó con los nudillos, se abrió dejando al descubierto una única habitación, cuyas ventanas, cerradas y cubiertas por sábanas, parecían encerrar los olores de todo el edificio, mezclados con el penetrante hedor de cuerpos y ropa sucia.
Aunque el apartamento no era mucho más pequeño que el de Paddington, el contraste era abrumador. No había prácticamente muebles, sino tres grandes almohadones manchados tirados en el suelo, entre periódicos y revistas abiertas. En lugar de ropero o cómoda, una solitaria silla sostenía un montón de prendas sin doblar, que se desparramaban sobre cuatro cajas de cartón que contenían más ropa. Cajas de fruta vueltas del revés hacían las veces de mesas, y una lámpara sin pantalla proporcionaba luz a la habitación.
Lynley no dijo nada cuando entraron. Se quedó inmóvil un momento en el umbral, como si reuniera fuerzas para cerrar la puerta a su espalda y enfrentarse con la verdad: ni alucinaciones, ni delirium tremens, sino la cruda realidad.
Cerró la puerta para que nada se interpusiera ante sus ojos. Apoyado contra una pared cercana, un sofá raído se había transformado en una cama. En el suelo, al lado del sofá, Peter Lynley estaba acurrucado en posición fetal, cubriéndose la cabeza con las manos.
– ¡Peter!
Lynley corrió hacia él, se arrodilló, gritó su nombre por segunda vez.
Como despertado por el grito, Peter jadeó y realizó un movimiento convulsivo. Enfocó la vista y vio a su hermano.
– No se mueve.
Hundió parte de su camiseta en la boca, como para reprimir un grito.
– Llegué a casa y vi que no se movía.
– ¿Qué ha pasado, Peter? -preguntó Lynley.
– No se mueve, Tommy. Llegué a casa y vi que no se movía.
St. James se acercó al sofá. Apartó la sábana que ocultaba casi toda la figura. Debajo, Sasha yacía, desnuda, de costado sobre la sucia sábana, con un brazo extendido y el otro colgando por el borde de la cama. Su liso cabello le cubría el rostro, y la piel del cuello que quedaba al descubierto tenía un color grisáceo, como de suciedad. St. James apoyó los dedos sobre la muñeca de su mano extendida, aunque sabía que se trataba de una simple formalidad. En otro tiempo, había trabajado con el equipo de analistas forenses de la policía metropolitana. No era la primera vez que estudiaba un cadáver.
Se enderezó y cabeceó en dirección a Lynley. Éste se levantó y se acercó.
St. James apartó el cabello caído a un lado y movió el brazo para comprobar el rigor mortis. Sin embargo, dio un paso atrás cuando vio la jeringuilla clavada en la piel.
– Sobredosis -dijo Lynley-. ¿Qué ha tomado, Peter?
Regresó al lado de su hermano. St. James continuó investigando el cuerpo. Reparó en que la jeringuilla estaba vacía, con el émbolo bajado, como si la joven se hubiera inyectado una sustancia que le había causado una muerte instantánea. Costaba creerlo. Buscó algo, alguna indicación de esa sustancia mortal. No descubrió nada, salvo un vaso vacío sobre la caja de fruta contigua a la cama, con una cuchara oxidada dentro y restos de un polvo blanco en el borde. En la cama no había otra cosa que el cadáver. Retrocedió y examinó la parte de suelo que quedaba libre entre la cama y la caja. Entonces, presa de un súbito horror, lo vio.
Un frasco de plata estaba en el suelo, casi escondido. Había derramado un polvillo blanco, sin duda la misma sustancia adherida al borde del vaso, la misma sustancia que había terminado con la vida de Sasha Nifford. St. James, que no estaba preparado para ver aquello, notó que su corazón se aceleraba. Un súbito calor abrasó su cuerpo. La habitación tembló y osciló. Se negó a creerlo.
El frasco era de Sidney.
– Procura controlarte, Peter -estaba diciendo Lynley a su hermano. Cogió a Peter por el brazo y le obligó a ponerse en pie. Peter, sollozando, se aferró a él-. ¿Qué ha tomado?
St. James contempló el frasco. Oyó la voz de Sidney con total claridad, como si estuviera presente en la habitación. «Le llevamos en coche a casa», había dicho. «Un apartamento diminuto en Paddington.» Más tarde, en tono firme y decidido: «Cuando le encuentres, dile a Peter que quiero hablar con él de muchas cosas. Créeme, ardo en deseos de que llegue ese momento.»
El frasco centelleaba a la luz de la lámpara, le enviaba destellos, como exigiendo que lo identificara. St. James se rindió, lo admitió sin titubeos. Desde donde estaba, podía ver parte del grabado que reproducía sus iniciales, y él mismo había insistido en la delicadeza de aquel grabado, porque había regalado el frasco a su hermana cuatro años antes, cuando ella cumplió veintiuno.
«Eras la favorita de todos mis hermanos. Te quería más que a ninguno.»
No había tiempo. No podía permitirse el lujo de reflexionar sobre sus diversas opciones y sopesar la relativa moralidad de cada una. Sólo podía actuar o dejar que Sidney se las tuviera que ver con la policía. Eligió actuar. Se inclinó y extendió la mano.
– Bien. Lo has encontrado -dijo Lynley, acercándose-. Parece…
De pronto, pareció comprender el significado de la postura de St. James, de su mano extendida. St. James pensó, a juzgar por el frío que había sustituido al calor anterior, que Lynley había leído algo en la palidez de su rostro, porque en cuanto se apagó el eco de sus palabras, apartó a St. James de la cama.
– No le protejas por mi bien -dijo en voz baja-. Se ha terminado, St. James. Hablaba en serio en el coche. Si se trata de heroína, la única manera de ayudar a Peter es dejar que se enfrente a las consecuencias. Voy a telefonear a la policía metropolitana.
Salió de la habitación.
Una nueva oleada de calor invadió a St. James. La sintió en la cara y en las articulaciones. Sin hacer caso de Peter, que lloraba apoyado en la pared, avanzó como agarrotado hacia la ventana. Apartó la cortina improvisada para abrirla, pero descubrió que la pintura lo impedía. El calor era sofocante.
Menos de veinticuatro horas, pensó. El frasco iba marcado con la señal del orfebre, un pequeño y caprichoso escudo de armas labrado en la base. La policía no tardaría en descubrir la pista que conducía a la calle Jermyn, donde lo había comprado. Después, sería coser y cantar investigar en los archivos, examinar los pedidos, compararlos con el frasco, llamar a algunos clientes o realizar discretas indagaciones en casa de estos clientes. A lo máximo que podía aspirar era a veinticuatro horas.
Oyó a lo lejos la voz de Lynley, que hablaba por el teléfono del vestíbulo, y, más cerca, los sollozos de Peter. A todo ello se imponían unos estertores, que St. James reconoció como suyos.
– Ya vienen. -Lynley cerró la puerta y atravesó la habitación-. ¿Te encuentras bien, St. James?
– Sí, muy bien.
Para demostrarlo, se apartó, no sin un gran esfuerzo, de la ventana. Lynley había sacado las ropas amontonadas sobre la única silla de la habitación, tirándolas al pie de la cama. Daba la espalda al cadáver.
– La policía ya viene -repitió. Guió a su hermano hasta la silla y le obligó a sentarse-. Hay un frasco de algo junto al sofá que, probablemente, provocará tu detención. Sólo nos quedan unos minutos para hablar.
– No vi el frasco. No es mío.
Peter se secó la nariz con el brazo.
– Dime qué ha ocurrido. ¿Dónde has estado desde el sábado por la noche?
Peter frunció el ceño. Entrecerró los ojos, como si la luz los dañara.
– En ningún sitio.
– No juegues conmigo.
– Te digo que…
– Vas a enfrentarte tú solo a todo esto. ¿Eres capaz de comprenderlo? Completamente solo. Puedes elegir entre contarme la verdad o hablar con la policía. A mí me da igual, si quieres que sea sincero.
– Te estoy diciendo la verdad. Sólo hemos estado aquí.
– ¿Cuándo regresasteis?
– El sábado. El domingo. No sé. No me acuerdo.
– ¿A qué hora llegasteis?
– Después de amanecer.
– ¿A qué hora?
– ¡No sé a qué hora! ¿Qué más da?
– Ocurre que Justin Brooke ha muerto, ésa es la diferencia. Por suerte para ti, la policía piensa de momento que fue un accidente.
Peter torció la boca.
– ¿Tú crees que yo le maté? ¿Qué me dices de Mick? ¿También me acusas de eso, Tommy?
Su voz se quebró cuando pronunció el nombre de su hermano. Empezó a llorar de nuevo, y los sollozos estremecieron su delgado cuerpo. Se cubrió la cara con las manos. Tenía las uñas mordidas, incrustadas de su ciedad.
– Siempre piensas lo peor de mí, ¿eh?
St. James vio que Lynley se preparaba para una batalla verbal y se apresuró a intervenir.
– Te van a hacer muchas preguntas, Peter. A la larga, será más fácil contestarlas con Tommy de tu parte que ser interrogado por alguien a quien ni siquiera conocemos.
– No puedo hablar con él -lloriqueó Peter-. No me escuchará. No significo nada para él.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Lynley, airado.
– Porque es verdad, y tú lo sabes. Te has limitado a darme dinero. Siempre has hecho lo mismo. Tú y tu talonario, porque te resultaba más fácil así. No necesitabas implicarte. Nunca has hecho nada por mí. -Se inclinó hacia adelante, abrazándose el estómago con las manos, la cabeza apoyada en las rodillas-. Tenía seis años cuando él enfermó, Tommy. Tenía siete cuanto tú te marchaste. Tenía doce cuando murió. ¿Sabes lo que sufrí? ¿Puedes imaginártelo? Todo lo que tenía, todo lo que tenía, maldita sea, era al pobre Roderick. Se esforzaba en ser un padre para mí. Siempre que podía, pero siempre en secreto, para que tú no lo averiguaras.
Lynley le enderezó.
– ¿De modo que te diste a las drogas por mi culpa? No te atrevas a acusarme de eso.
– No te acuso de nada -replicó su hermano-. Sólo te desprecio.
– ¿Piensas que no lo sé? Cada segundo de tu vida lo empleas en herirme. Hasta robaste las cámaras de Deborah para vengarte de mí, ¿verdad?
– Eso ha sido fantástico, Tommy. Bien, lárgate de aquí, ¿quieres? Déjame en manos de la policía.
St. James, impulsado por la necesidad de obtener información, se obligó a intervenir.
– ¿Qué tomó, Peter? -preguntó con insistencia-. ¿De dónde lo obtuvo?
Peter se frotó la cara con su raída camiseta. Era vieja, descolorida, adornada con un esqueleto, un macizo de rosas y las palabras «Grateful Dead».
– No lo sé. Yo había salido…
– ¿Adonde? -preguntó Lynley.
Peter le dirigió una mirada de desdén.
– A comprar pan y huevos. -Indicó con la mano la bolsa tirada en el suelo junto a la pared, que contenía ambos productos. Siguió hablando con St. James-. Cuando volví, la encontré así. Al principio pensé que dormía, pero después intuí… Lo comprendí. -Vaciló. Sus labios temblaron-. Llamé a la oficina de Tommy pero me dijeron que no estaba. Llamé a su casa, pero Denton dijo que estaba en Cornualles. Llamé a Cornualles, pero Hodge dijo que estaba en Londres. Yo…
– ¿Por qué me buscabas? -preguntó Lynley.
Peter dejó caer las manos y clavó la vista en el suelo.
– Eres mi hermano -dijo con voz hueca.
Dio la impresión de que a Lynley le arrancaban el corazón.
– ¿Por qué haces estas cosas, Peter? ¿Por qué? Santo Dios, ¿por qué?
– ¿Qué más da? -contestó Peter.
St. James oyó las sirenas. Se habían dado prisa. Tenían la ventaja de poder abrirse camino en el tráfico con aquellas sirenas estruendosas y los faros destellantes. Habló con rapidez, decidido a saber lo peor.
– Junto a la cama hay un frasco de plata. ¿Era de Sasha?
Peter lanzó una breve carcajada.
– No creo. Si hubiera tenido algún objeto de plata, lo habría vendido hace mucho tiempo.
– ¿Nunca te lo enseñó? ¿Nunca lo viste entre sus cosas? ¿Nunca te dijo de dónde lo había sacado?
– Nunca.
El tiempo se había agotado. El ruido de las sirenas aumentó de intensidad y se apagó de repente. St. James se acercó a la ventana y apartó la cortina. Vio dos coches de la policía, otros dos camuflados y una furgoneta que se detenían detrás del Bentley. Ocuparon casi toda la calle. Los niños se habían dispersado, dejando las bolsas de basura que servían de postes.
Mientras un agente uniformado se quedaba de guardia frente al edificio, enlazando el pasamano de los peldaños delanteros y una farola cercana con un cordón policial, el resto del grupo penetró en el interior. Gracias a sus años en el Yard, St. James reconoció a casi todos, fuera por el nombre o por la ocupación: dos detectives del DIC, los analistas del escenario del crimen, un fotógrafo, el forense. Era poco habitual que llegaran todos al mismo tiempo, lo cual indicaba su conocimiento de que un colega había llamado. Por eso Lynley había telefoneado a la Metropolitana en lugar de a la comisaría local, Bishopgate, a cuya jurisdicción pertenecía Whitechapel. Si bien quería que Peter se enfrentara a las consecuencias derivadas de la muerte de Sasha Nifford, no pretendía que lo hiciera sin su participación indirecta. Una cosa era desentenderse de Peter en un asunto de drogas, y otra muy diferente dejarle a su suerte en una situación que tal vez podía dar lugar a una investigación de una naturaleza muy distinta.
Porque, si Peter sabía lo de las drogas, si se las había pasado a Sasha, si la había ayudado a tomarlas, con la intención de pincharse después de volver del mercado… St. James sabía que Lynley era muy consciente de todas estas posibilidades, que podían configurar diversos grados de homicidio. Lynley quería que un equipo de confianza se responsabilizara de la investigación, por eso había llamado a la Metropolitana. St. James se preguntó qué oficial de la calle Victoria estaría telefoneando en este preciso momento a la comisaría de Bishopgate, explicando por qué el Yard invadía terreno ajeno.
Los oficiales subieron la escalera. Lynley salió a recibirlos en la puerta.
– Angus -saludó al hombre que encabezaba el grupo.
Era el inspector detective Angus McPherson, un fornido escocés que solía vestir trajes de lana antiguos que le hacían preguntarse a uno si los utilizaba por la noche como pijamas. Movió la cabeza en dirección a Lynley y caminó hacia la cama. El otro oficial le siguió. Sacó un pequeño cuaderno del bolso y un bolígrafo del bolsillo de la arrugada blusa color castañorrojizo. La sargento detective Barbara Havers, compañera de McPherson. St. James conocía a los dos.
– ¿Qué tenemos aquí? -murmuró McPherson. Rozó la sábana con las puntas de los dedos y miró hacia atrás cuando el resto del equipo entró en la habitación-. ¿Has movido algo, Tommy?
– Sólo la sábana. Estaba tapada cuando llegamos.
– Yo la tapé -dijo Peter-. Creí que estaba dormida.
Havers arqueó una expresiva e incrédula ceja. Escribió en su cuaderno. Miró a Lynley, a su hermano, y después al cadáver tendido sobre la cama.
– Fui a comprar huevos, y pan -añadió Peter-. Cuando volví…
Lynley se situó detrás de su hermano y apoyó una mano en el hombro de Peter. Fue suficiente para silenciarle. Havers volvió a mirarlos.
– ¿Cuándo volvió? -preguntó, sin la menor inflexión.
Peter miró a su hermano, como si pidiera consejo. Primero su lengua, y después sus dientes, buscaron el labio superior.
– Estaba así -dijo.
Los dedos de Lynley se apoyaron con más fuerza en el hombro de su hermano. Resultó evidente que la sargento Havers se había fijado, porque exhaló un breve bufido. Era una mujer que no poseía ninguna afinidad con Lynley, ni tampoco sentía la menor compasión por su situación. Se volvió hacia la cama. McPherson le habló en voz baja y rápida. La mujer continuó tomando notas.
Cuando McPherson hubo terminado su inspección preliminar, se reunió con Peter y Lynley. Los guió hasta el rincón más alejado de la habitación, mientras el forense ocupaba su lugar, poniéndose unos guantes de plástico. Escudriñó, tocó, palpó y examinó. Al cabo de pocos minutos, todo había concluido. Murmuró algo a Havers y dejó paso a los analistas del escenario del crimen.
St. James los observó mientras recogían pruebas, todos sus sentidos concentrados en el frasco de plata perteneciente a Sidney. Introdujeron en una bolsa y marcaron el vaso de agua que descansaba sobre la caja de fruta, al igual que la cuchara. Un fino residuo de polvo, que St. James no había visto en su primera inspección de la caja, fue cuidadosamente barrido de su superficie y guardado en un recipiente. Después, apartaron un poco la caja y recogieron el frasco. Cuando fue introducida en otra bolsa, las veinticuatro horas empezaron a contar.
St. James indicó a Lynley que iba a marcharse. Su amigo se acercó.
– Van a llevarse a Peter -dijo Lynley-. Iré con él. -Entonces, como si creyera que la intención de acompañar a su hermano desmentía su anterior decisión de que Peter afrontara su responsabilidad, añadió-: Debo hacerlo, St. James.
– Es muy comprensible.
– ¿Se lo dirás a Deborah? No tengo ni idea de cuánto tardaré.
– Por supuesto.
St. James pensó en la manera de formular su siguiente pregunta, sabiendo que Lynley, en cuanto la escuchara, llegaría a una conclusión que tal vez le impulsara a negarse. Aun así, necesitaba enterarse de los detalles, y tenía que hacerlo sin que Lynley supiera por qué. Procedió con suma cautela.
– ¿Me proporcionarás cierta información del Yard, en cuanto la obtengas?
– ¿Qué clase de información?
– La autopsia. Lo más completa posible. Cuanto antes.
– No pensarás que Peter…
– Se darán prisa por ti, Tommy. Es lo máximo que pueden hacer, dadas las circunstancias, y lo harán. ¿Me conseguirás esa información?
Lynley miró a su hermano. Peter había empezado a temblar. McPherson rebuscó en el montón de ropa caída en el suelo hasta encontrar una camiseta a rayas que tendió a Havers, quien a su vez la inspeccionó con deliberada lentitud antes de entregarla a Peter.
Lynley suspiró. Se frotó la nuca.
– Muy bien. La conseguiré.
En el asiento trasero del taxi que se dirigía hacia St. Paneras, St. James intentó extirpar de su mente cualquier pensamiento sobre su hermana, sustituyendo su imagen por un esfuerzo infructuoso de concebir algún plan de acción. Sólo consiguió invocar una legión de recuerdos, cada uno más apremiante que el anterior, cada uno exigiendo que la salvara. Se había detenido brevemente en Paddington para comunicar a Deborah el mensaje de Lynley. Aprovechó para llamar por teléfono al piso de su hermana, a la agencia de modelos, a su casa, sabiendo que estaba repitiendo los anteriores esfuerzos de lady Helen; lo sabía pero no le importaba, ni tan siquiera lo pensaba, sólo trataba de localizarla, sin ver otra cosa que el frasco de plata en el suelo y el trabajado grabado de las iniciales que lo identificaban como propiedad de Sidney.
Era consciente de la cercanía de Deborah, que miraba y escuchaba. Estaba sola en el piso (Helen se había marchado para investigar los mensajes grabados en el contestador automático de Mick y la carpeta etiquetada como «perspectivas») y St. James leyó su preocupación en las finas arrugas aparecidas en su frente mientras él no paraba de llamar, no paraba de preguntar por su hermana, no paraba de cosechar fracasos. Descubrió que, sobre todo, quería ocultar a Deborah la auténtica naturaleza de sus temores. La joven sabía que Sasha había muerto, y pensaba que estaba preocupado por la seguridad de Sidney. St. James tenía la firme intención de que siguiera abrigando esa idea.
– ¿No hay suerte? -preguntó Deborah, cuando St. James colgó el teléfono definitivamente.
Él negó con la cabeza y se acercó a la mesa sobre la que habían dejado los papeles encontrados en el apartamento de Mick Cambrey. Los dobló y guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Puedo hacer algo? -preguntó Deborah-. Cualquier cosa. Por favor. Me siento tan inútil… Déjame ayudarte. -Parecía afligida y asustada-. No puedo creer que alguien quiera hacer daño a Sidney. Se habrá ido a algún sitio apartado, Simon. La muerte de Justin ha sido un golpe muy duro para ella. Necesita estar sola.
St. James sabía cuan cierta era la penúltima afirmación. Había sido testigo del dolor de su hermana en Cornualles, había percibido la furia que ese dolor provocaba. Pero se había marchado, y él lo había permitido. Sería responsable en gran parte de lo que pudiera ocurrirle a Sidney.
– No hay nada que puedas hacer -dijo.
Se dirigió a la puerta, impasible. Todas sus facciones se concentraron en dar cuerpo a una máscara impenetrable. Sabía que Deborah no comprendería esta reacción a su ofrecimiento. La interpretaría como un rechazo, como una venganza infantil por lo que había pasado entre los dos desde su regreso. Pero era inevitable.
– Simon, por favor.
– No se puede hacer nada más.
– Puedo ayudar. Tú lo sabes.
– No es necesario, Deborah.
– Déjame ayudarte a encontrarla.
– Espera a que llegue Tommy.
– No quiero…
Se interrumpió. St. James vio que una vena latía descontroladamente en su garganta. Aguardó a que continuara, pero Deborah respiró hondo y aguantó su mirada.
– Iré a Cheyne Row.
– Eso es absurdo. Sidney no irá allí.
– No me importa. Me voy.
No tenía tiempo ni ganas de discutir con ella. Se fue, dispuesto a llevar a cabo el propósito que le había impulsado a regresar a Londres, confiando en que una visita a Islington-Londres tal vez revelara la verdad oculta tras la muerte de Mick Cambrey. Confiando en que esta tercera muerte en Whitechapel estuviera relacionada con las dos primeras. Porque relacionarlas serviría para exculpar a Sidney. Y relacionarlas significaría perseguir el fantasma de Mick Cambrey. Estaba decidido a encarnar a este espectro de Cornualles. Al parecer, Islington-Londres era su última oportunidad en este sentido.
Pero, en el asiento posterior del taxi, notó que su mente agotada perdía la batalla contra fuerzas que atacaban su calma, devolviéndole a un tiempo y un lugar que pensaba haber dejado atrás para siempre. Se encontró de nuevo en el hospital y distinguió rostros confusos que surgían de la niebla creada por los estados de conciencia alternos y la droga que apaciguaba sus sufrimientos más inmediatos. David y Andrew consultaban entre susurros con los médicos; su madre y Helen, destrozadas por el dolor; Tommy, destrozado por la culpa, y Sidney. Diecisiete años, cabello revuelto y pendientes como satélites de comunicaciones. La extravagante Sidney, que le leía el más ridículo de los periódicos londinenses, que reía a carcajada limpia de sus groseros y sensacionalistas artículos. Siempre estaba a su lado, cada día, impidiendo que se hundiera por completo en la desesperación.
Más tarde, en Suiza. Recordó la amargura con que había contemplado los Alpes desde la ventana del hospital, detestando su cuerpo, despreciando su debilidad, enfrentándose por primera vez a la incuestionable realidad de que nunca más podría caminar con facilidad por aquellas montañas (ni por ningunas otras). Pero Sidney estaba con él, arrastrándole con gritos y reprimendas hacia la curación, negándose con tozudez a dejarle morir, a pesar de que él rezaba cada noche por ello.
Al recordar todo esto, se revolvió contra los hechos que no podía negar: la presencia de Sidney en el Soho, su relación con Justin Brooke, el fácil acceso a las drogas que su clase de vida, amistades y trabajo le permitía. Mientras intentaba convencerse una y otra vez de que ella no conocía a Mick Cambrey, de que era imposible y, por lo tanto, no podía estar relacionada con su muerte de ninguna manera, no olvidaba que, como Deborah le había contado, Sidney había visto a Tina Cogin en su apartamento. La propia Sidney había visto a Peter golpeando a una mujer en el Soho, una mujer cuya descripción encajaba con la de Tina. Existía una relación, aunque tan tenue, que podía considerarse insignificante. No debía pasarla por alto. Se preguntó dónde estaba. Sidney y qué había hecho, mientras veinticinco años de historia mutua insistían en que debía encontrarla antes que la policía.
Islington-Londres ocupaba un feo edificio no lejos de Gray's Inn Road. Su aspecto era sencillo y funcional, dos virtudes muy apreciadas por los arquitectos durante la Revolución Industrial. Un pequeño patio rodeado de verjas separaba el edificio de la calle, y en él se apretujaban media docena de coches y una furgoneta en la que se veía la inscripción islington sobre un mapa de Gran Bretaña, así como estrellas blancas esparcidas en los tres países, que indicaban la localización de las sucursales. Había diez en total; la más al norte Inverness, la más al sur Penzance. Parecía una empresa sólida.
Las gruesas paredes y la mullida alfombra del vestíbulo apagaban los ruidos de la calle. Una cinta de música ambiental reproducía en estos momentos una versión orquestal de Lucy in the Sky with Diamonds. Grandes y modernos lienzos al estilo de David Hockney colgaban de las paredes, sobre los sofás de diseño. Frente a ellos, una recepcionista con aspecto de adolescente que había decidido abandonar el colegio, atacaba el teclado de un ordenador con uñas de color magenta imposiblemente largas. Se había teñido el cabello a juego. Por lo visto, distinguió la presencia de St. James por el rabillo del ojo, porque, sin desviar la vista de la pantalla, movió los dedos en dirección a una pila de papeles que había sobre el escritorio. Hizo explotar el chicle antes de decir:
– Coja una solicitud.
– No he venido a pedir trabajo.
La muchacha no respondió. St. James reparó que llevaba unos auriculares minúsculos, de los que se utilizan para recibir dictados o tragar música de rock and roll que, por suerte, nadie más puede oír. Repitió la frase en voz alta. La chica levantó la vista y se quitó los auriculares a toda prisa.
– Lo siento. Una se acostumbra a la respuesta automática. -Atrajo un libro hacia sí-. ¿Tiene cita?
– ¿La gente que viene suele haber concertado una cita?
La chica masticó el chicle con aire pensativo y lo miró como si buscara un significado oculto.
– Por lo general -contestó-. Sí.
– ¿Nadie viene a efectuar compras?
El chicle explotó en la boca de la recepcionista.
– Las ventas se realizan en el exterior. Nadie viene aquí. Algún encargo telefónico de vez en cuando, pero no es como una farmacia.
Contempló a St. James mientras éste extraía los papeles doblados del bolsillo de la chaqueta y sacaba una foto de Mick Cambrey. Se la tendió y su mano entró en contacto con las brillantes uñas, que rozaron su piel. Llevaba una diminuta nota musical pegada a la uña del dedo anular, como si fuera una joya extravagante.
– ¿Ha concertado una cita este hombre para ver a alguien? -preguntó.
La joven sonrió cuando sus ojos se posaron en la foto.
– Ha estado aquí, en efecto.
– ¿Hace poco?
La muchacha tabaleó sobre el escritorio con las uñas mientras reflexionaba.
– Es un poco difícil, ¿no? Hace unas semanas, creo.
– ¿Sabe a quién vio?
– ¿Se llama…?
– Mick, Michael, Cambrey.
– Déjeme ver.
Abrió el libro y examinó varias páginas, una actividad que pareció proporcionarle la oportunidad de exhibir ampliamente sus uñas, pues, cada vez que pasaba una página, utilizaba una diferente para seguir la columna de días y nombres.
– ¿Un registro de visitantes? -preguntó St. James.
– Todo el mundo firma al entrar y salir. Seguridad, ya sabe.
– ¿Seguridad?
– Investigación de drogas. Nunca se es demasiado precavido. Aparece algo nuevo y todo el West End se muere de ganas por probarlo esa noche con una bebida. Ah, aquí está. Firmó la entrada a Pruebas Experimentales, departamento veinticinco. -Ojeó varias páginas más-. Aquí está otra vez. El mismo departamento, a la misma hora. Justo antes de comer. -Retrocedió varios meses-. Era muy regular.
– ¿Siempre el mismo departamento?
– Eso parece.
– ¿Puedo hablar con el director del departamento?
La joven cerró el libro y compuso una expresión afligida.
– Es un poco difícil. Sin cita previa. El pobre señor Malverd se ocupa de dos departamentos al mismo tiempo. ¿Por qué no me deja su nombre?
Se encogió de hombros, como sin prometer nada.
St. James no estaba dispuesto a rendirse.
– Este hombre, Mick Cambrey, fue asesinado el viernes por la noche.
El rostro de la recepcionista reflejó un inmediato interés.
– ¿Es usted de la policía? -preguntó, y añadió, en tono esperanzado-: ¿ De Scotland Yard?
St. James pensó por un momento en lo fácil que hubiera resultado todo si Lynley le hubiera acompañado. Sacó su tarjeta y se la tendió.
– Se trata de un asunto privado -dijo.
La recepcionista echó un vistazo a la tarjeta, movió los labios como si la leyera, y después le dio la vuelta, como si hubiera más información impresa en el reverso.
– Un asesinato -jadeó-. Déjeme ver si localizo al señor Malverd. -Apretó tres botones de la centralita y se guardó la tarjeta en el bolsillo-. Por si algún día la necesito -dijo, guiñándole un ojo.
Diez minutos después, un hombre entró en la sala de recepción, cerrando tras él una pesada puerta chapada. Se presentó como Stephen Malverd, le estrechó la mano brevemente y se tiró del lóbulo de la oreja. Llevaba una bata blanca que colgaba por debajo de sus rodillas, y que dirigía la atención hacia lo que cubría sus pies: sandalias, más que zapatos, y gruesos calcetines de lana. Estaba muy ocupado, dijo, sólo podía dedicarle unos minutos, si el señor St. James quiere seguirme…
Se dirigió con paso rápido hacia el corazón del edificio. Al andar, su cabello, que brotaba de su cabeza rebelde y desordenado, como virutillas de acero, se movía arriba y abajo, y su bata flotaba como una capa. Aminoró el paso cuando reparó en la cojera de St. James, pero miró la pierna con aire acusador, como si también le robara preciosos momentos de su trabajo.
Oprimió el botón del ascensor cuando llegaron al final de un pasillo que desembocaba en las oficinas administrativas. En su interior, ejecutivos bien vestidos hablaban por teléfono, concertaban citas y escribían en gruesos blocs de papel, mientras sus secretarias tecleaban silenciosamente en los ordenadores y orquestaban las idas y venidas de docenas de personas. Visitantes como él, imaginó St. James, así como vendedores, inversionistas y científicos.
Malverd no dijo nada hasta que estuvieron dentro del ascensor, camino de la tercera planta.
– Esto ha sido un caos durante los últimos días -dijo-, pero me alegro de que haya venido. Al principio, creí que sería más complicado.
– Entonces, ¿recuerda a Michael Cambrey?
El rostro de Malverd se demudó de repente.
– ¿Michael Cambrey? Pero la chica me dijo… -Movió la mano en dirección a la zona de recepción y frunció el ceño-. ¿Cuál es el motivo de su visita?
– Un hombre llamado Michael Cambrey visitó Pruebas Experimentales, departamento veinticinco, varias veces durante los últimos meses. Fue asesinado el viernes pasado.
– No entiendo en qué puedo ayudarle. -Malverd parecía perplejo-. Por lo general, no me ocupo del veinticinco. Me he responsabilizado de él de forma transitoria… ¿Qué desea usted?
– Cualquier cosa que usted, o quien sea, pueda decirme sobre lo que hacía Cambrey aquí.
Las puertas del ascensor se abrieron. Malverd tardó unos segundos en salir, como si dudara entre hablar con St. James o librarse de él y volver a su trabajo.
– ¿Tiene algo que ver esta muerte con Islington? ¿Con algún producto Islington?
St. James comprendió que era una posibilidad, aunque no en la forma que Malverd pensaba.
– No estoy seguro -contestó-. Por eso he venido.
– ¿Policía?
St. James sacó otra tarjeta.
– Científico forense.
El interés de Malverd pareció aumentar moderadamente. Al menos, así lo proclamaba su expresión, estaba hablando con un colega.
– Vamos a ver qué podemos hacer -dijo-. Sígame.
Precedió a St. James por un pasillo de baldosas de linóleo, muy diferente de la recepción y las oficinas administrativas. A cada lado se abrían laboratorios, poblados por técnicos sentados en altos taburetes y distribuidos por áreas de trabajo que el tiempo, el desplazamiento de equipo pesado y la exposición a los productos químicos habían teñido de gris, degradando el negro primitivo.
Malverd saludaba con la cabeza a sus colegas al pasar, pero sin decir nada. En una ocasión sacó una agenda del bolsillo, la estudió, consultó su reloj y maldijo. Caminó más deprisa, sorteó un carrito de té alrededor del cual se habían congregado un grupo de técnicos para tomarse un descanso, y abrió una puerta de un segundo pasillo que partía del primero.
– Este es el veinticinco -dijo.
Era un laboratorio grande y rectangular, muy bien iluminado por largos fluorescentes situados en el techo. Al menos, había seis incubadoras sobre la mesa de trabajo que corría a todo lo largo de una pared. Entre ellas, descansaban centrifugadoras, algunas abiertas, otras cerradas, y otras en funcionamiento. Entre los microscopios destacaban docenas de medidores de pH, y había vitrinas por todas partes, llenas de productos químicos, vasos de precipitación, frascos, tubos de ensayo y pipetas. Dos técnicos, sumergidos entre tanto artilugio científico, copiaban los números digitales anaranjados que parpadeaban en una incubadora. Otro trabajaba en un aparato cuya cubierta de vidrio había sido bajada para proteger a los cultivos de la contaminación. Otros cuatro aplicaban el ojo a microscopios, mientras uno más preparaba una serie de especímenes en platinas.
Varios levantaron la vista cuando Malverd condujo a St. James hacia una puerta cerrada en el extremo del laboratorio, pero ninguno habló. Cuando Malverd golpeó la puerta con los nudillos una vez y entró sin esperar la respuesta, los pocos que le habían prestado atención perdieron todo su interés.
Una secretaria, que parecía tan apresurada como Malverd, levantó la vista de un archivo cuando entraron. Un escritorio, una silla, un ordenador y una impresora láser la asediaban por todas partes.
– Para usted, señor Malverd. -Le entregó un montoncito de mensajes telefónicos sujetos con una presilla-. No sé qué decirle a la gente.
Malverd los cogió, ojeó y tiró sobre el escritorio.
– Déles largas -dijo-. Déles largas a todos. No tengo tiempo de contestar a llamadas telefónicas.
– Pero…
– ¿Guardan registro de las citas, señora Courtney? ¿Han conseguido evolucionar hasta ese punto, o es esperar demasiado?
Los labios de la mujer palidecieron, a pesar de que sonrió y se esforzó por tomar la pregunta como una broma, algo que el tono de Malverd dificultaba por completo. Se abrió paso hasta el escritorio y sacó un volumen encuadernado en piel que le tendió.
– Siempre guardamos los registros, señor Malverd. Creo que lo encontrará todo en orden.
– Eso espero. Será lo primero que encuentre en orden. No me iría mal un poco de té, ¿y a usted? -St. James negó con la cabeza-. Encárguese, ¿quiere? -fue el comentario final de Malverd a la señora Courtney, que le dirigió una mirada de potencial nuclear antes de ir a cumplir sus órdenes.
Malverd abrió una segunda puerta que daba acceso a una segunda habitación, más grande que la primera, pero igualmente atestada. Era la oficina del director de proyectos, y eso parecía. Viejas estanterías de metal sostenían volúmenes dedicados a la química biomédica, a los fármaco-cinéticos, a la farmacología y a la genética. Les disputaban el espacio colecciones encuadernadas de revistas científicas, así como un medidor de presión, un antiguo microscopio y un conjunto de balanzas. Una treintena de cuadernos de piel, como mínimo, ocupaba el estante más próximo al escritorio, y St. James supuso que contenían los resultados de los experimentos llevados a cabo por los técnicos del laboratorio exterior. El escritorio era un mueble antiguo de roble castigado por el tiempo, con una vieja puerta, decorada como los tres cajones, que permitía extraer una bandeja para la máquina de escribir. Sobre el mueble descansaba un pequeño ordenador. Encima del escritorio, una larga gráfica clavada en la pared seguía los progresos de algo con líneas verdes y rojas. Debajo, cuatro estuches enmarcados contenían una colección de escorpiones, abiertos en canal como para demostrar el poder del hombre sobre los seres inferiores.
Malverd frunció el ceño al verlos, mientras se sentaba tras el escritorio. Dirigió otra mirada significativa a su reloj.
– ¿En qué puedo ayudarle?
St. James apartó un montón de hojas escritas a máquina que ocupaban la otra silla de la habitación. Se sentó, echó un vistazo a la gráfica y empezó a hablar.
– Mick Cambrey visitó este departamento cierto número de veces durante los últimos meses. Era periodista.
– ¿Ha dicho que le asesinaron? ¿Cree que existe alguna relación entre su muerte e Islington?
– Varias personas piensan que estaba trabajando en un artículo. Podría existir una relación entre este hecho y su muerte. Aún no lo sabemos.
– Pero usted ha dicho que no es de la policía.
– En efecto.
St. James imaginó que Malverd utilizaría esta excusa para poner fin a su conversación. Tenía todo el derecho de hacerlo. Por lo visto, su mutuo interés en la ciencia fue suficiente para proseguir la entrevista, porque Malverd cabeceó con aire pensativo y abrió al azar el libro de registro.
– Bien -dijo-. Cambrey. Vamos a ver.
Se puso a leer, siguiendo con el dedo las columnas, como había hecho la recepcionista minutos antes.
– Smythe-Thomas, Hallington, Schweinbeck, Ba-rry…, ¿qué querría ver éste?, Taversly, Powers… Ah, aquí está: Cambrey, a las once y media del… -Forzó la vista para distinguir la fecha-. El viernes de hace dos semanas.
– La recepcionista dijo que había venido otras veces. ¿Consta su nombre en otro día que ese viernes?
Malverd, servicial, repasó el libro. Cogió un trozo de papel y apuntó las fechas. Entregó el resultado a St. James cuando completó la inspección.
– Un visitante muy regular -dijo-. Cada tres viernes.
– ¿Hasta cuándo se remonta el libro?
– Sólo hasta enero.
– ¿Podemos examinar el libro del año pasado?
– Voy a averiguarlo.
Cuando Malverd salió del despacho, St. James observó con más atención la gráfica de la pared. La ordenada recibía el nombre de «Crecimiento del tumor», en tanto la abscisa se llamaba «Tiempo posterior a la inyección». Dos líneas señalaban la progresión de dos sustancias: una descendía rápidamente y llevaba la identificación «Droga», en tanto la otra, marcada como «Solución salina», experimentaba una subida constante.
Malverd regresó con una taza de té en la mano y un libro de registro en la otra. Cerró la puerta con el pie.
– También estuvo aquí el año pasado -dijo.
Copió los datos a medida que los localizaba, interrumpiéndose de vez en cuando para sorber su té. El silencio que reinaba en el laboratorio y en el despacho era casi inhumano. El único sonido perceptible era el roce del lápiz sobre el papel. Por fin, Malverd levantó la vista.
– Antes de junio, nada -dijo-. El dos de junio.
– Más de un año -comentó St. James-. ¿Alguna indicación del motivo de sus visitas?
– Ninguna. No tengo ni idea. -Malverd hizo una tienda de campaña con las manos y contempló la gráfica con el ceño fruncido-. A menos que fuera el oncomet.
– ¿El oncomet?
– Una droga que el departamento veinticinco está experimentando desde hace unos dieciocho meses o más.
– ¿Qué clase de droga?
– Para el cáncer.
La entrevista de Cambrey con el doctor Trenarrow acudió de inmediato a la mente de St. James. La relación entre aquella entrevista y los viajes de Mick a Londres ya no era teórica ni insustancial.
– ¿Una especie de quimioterapia? ¿Cuál es su efecto?
– Inhibe la síntesis de las proteínas en las células cancerígenas. Confiamos en que impedirá la reproducción de oncogenes, los genes que causan el cáncer.
Señaló la gráfica con un movimiento de cabeza y luego la línea roja que descendía en picado, una diagonal bien definida que indicaba el porcentaje de crecimiento tumoral inhibido en relación al tiempo transcurrido tras la administración de la droga.
– Como puede ver, todo parece indicar un tratamiento prometedor. Los resultados en ratones han sido extraordinarios.
– ¿No ha sido empleada en seres humanos?
– Aún tardaremos años. Los estudios toxicológicos acaban de empezar. Ya sabe a qué me refiero. ¿Qué cantidad constituye una dosis inocua? ¿Cuáles son sus efectos biológicos?
– ¿Efectos secundarios?
– En efecto. Los seguimos con mucha atención.
– Si no existen efectos secundarios, si nada demuestra la peligrosidad del oncomet…, ¿qué ocurrirá entonces?
– Lanzaremos la droga al mercado.
– Con beneficios considerables, diría yo -señaló St. James.
– Una fortuna -contestó Malverd-. Representa un gran salto hacia adelante. No cabe la menor duda. De hecho, yo diría que Cambrey estaba preparando un artículo sobre el oncomet. Ahora bien, si ha sido la causa potencial de su muerte… -hizo una pausa significativa-, no sé cómo.
St. James pensó que sí: algo descubierto al azar, una fuente de preocupación, una idea comunicada por alguien con acceso a la información interna.
– ¿Cuál es la relación entre Islington-Londres e Islington-Penzance? -preguntó.
– Penzance es uno de nuestros centros de investigación. Hay varios por todo el país.
– ¿Cuál es su finalidad? ¿Más experimentos?
Malverd meneó la cabeza.
– Las drogas se crean en los laboratorios de investigación. -Se reclinó en la silla-. Cada laboratorio, por lo general, trabaja en un campo diferente del control de las enfermedades. Tenemos uno para el parkinson, otro para la epilepsia, otro nuevo para el sida. Incluso tenemos un laboratorio dedicado a la gripe, lo crea o no -sonrió.
– ¿YPenzance?
– Es uno de nuestros tres centros dedicados al cáncer.
– ¿Ha producido Penzance oncomet, por casualidad?
Malverd volvió a mirar la gráfica con aire reflexivo.
– No. Nuestro laboratorio de Bury, en Suffolk, fue el responsable.
– ¿Y dice que no experimentan con las drogas en esos centros?
– No tan exhaustivamente como aquí. Las pruebas iniciales sí, por supuesto. Eso sí. De lo contrario, ¿cómo sabrían lo que han desarrollado?
– ¿Sería posible suponer que alguien de esos laboratorios tuvo acceso a los resultados? No sólo a los resultados de ese laboratorio, sino también a los de Londres.
– Por supuesto.
– ¿Podría haber observado alguna inconsistencia? ¿Algún detalle pasado por alto en las prisas por lanzar al mercado un nuevo producto?
La bonachona expresión de Malverd sufrió un cambio. Sacó la barbilla y volvió a entrarla, como si ajustara la médula espinal.
– Eso es muy improbable, señor St. James. Este lugar está consagrado a la medicina, no a escribir novelas de ficción científica. -Se levantó-. Debo regresar a mi laboratorio. Hasta que encontremos un hombre nuevo que se encargue del veinticinco, iré sobrecargado de trabajo. Estoy seguro de que me comprende.
St. James le siguió y salieron del despacho. Malverd entregó a la secretaria los libros de registro.
– Estaban en orden, señora Courtney. La felicito.
Ella respondió con frialdad mientras cogía los libros.
– El señor Brooke lo tenía todo en orden, señor Malverd.
Una gran sorpresa invadió a St. James cuando oyó el apellido.
– ¿El señor Brooke? -preguntó.
No podía ser posible.
Malverd demostró que sí. Le indicó que entrara de nuevo en el laboratorio.
– Justin Brooke-dijo-. El bioquímico que se hallaba a cargo de esta parte. El muy idiota se mató en un accidente el pasado fin de semana, en Cornualles. Al principio, pensé que usted había venido por ese motivo.
Antes de indicar al agente que abriera la puerta de la sala de interrogatorios, Lynley atisbó por la mirilla. Su hermano sujetaba en las manos una bandeja de plástico con té y bocadillos. Estaba sentado a la mesa, la cabeza gacha, y con los dedos de la mano derecha se pellizcaba las uñas de la izquierda. Aún llevaba la camiseta a rayas que McPherson le había dado en Whitechapel, pero la protección que le había proporcionado ya no era la adecuada. Peter temblaba de pies a cabeza. Lynley imaginó que todos sus músculos internos también se estremecían.
Cuando le dejaron en la sala treinta minutos antes (solo, a excepción de un guardia encargado de evitar que se autolesionara), Peter no había dicho nada. No había formulado ninguna pregunta, no había pedido nada. Se había quedado de pie, las manos apoyadas en el respaldo de una silla, examinando la fría sala, tan impersonal. Una mesa, cuatro sillas, el suelo de linóleo, dos luces en el techo, de las que sólo una funcionaba, un cenicero rojo mellado de hojalata sobre la mesa. Antes de sentarse, había mirado a Lynley y abierto la boca, como si fuera a hablar. Todos sus rasgos expresaban súplica. Pero no dijo nada. Era como si Peter hubiera comprendido por fin los daños irreparables que había causado a la relación con su hermano. Si aún creía que podía recurrir a los lazos de sangre que los unían inextricablemente para salvarse, no lo mencionó.
Lynley cabeceó en dirección al agente, que abrió la puerta y volvió a cerrarla con llave cuando Lynley en tro. Éste pensó que el sonido de la llave al rozar contra el metal era más ominoso que nunca, ahora que entrañaba el cautiverio de su hermano. No esperaba esta sensación. No esperaba sentir el deseo de rescatar, o la perentoria necesidad de proteger. Por alguna razón ficticia, había creído que, al enfrentarse Peter a las consecuencias de la vida delictiva que había escogido durante los últimos años, experimentaría la sensación de que algo concluía. Sin embargo, ahora que la justicia se había abatido sobre Peter, Lynley descubrió que no se sentía recompensado por haber sido el hermano decantado hacia la vida ética, limpia, moral, la vida que le garantizaría un puesto de honor en la sociedad. En cambio, se sintió como un hipócrita y supo, sin la menor duda, que, si debía aplicarse un castigo al gran pecador, al hombre que había recibido lo máximo y dilapidado, por tanto, lo máximo, él era el candidato más apropiado.
Peter alzó los ojos, le vio y desvió la mirada. Sin embargo, la expresión de su cara no era hosca, sino aturdida, a causa de la confusión y el miedo.
– Los dos necesitamos comer algo -dijo Lynley.
Se sentó frente a su hermano y colocó la bandeja sobre la mesa, entre ellos. Como Peter no hiciera el menor movimiento, Lynley desenvolvió un bocadillo, forcejeando con el cierre. El crujido del papel le recordó el crepitar del fuego al devorar la madera. Se le antojó inusitadamente intenso.
– La comida del Yard es impresentable -continuó-. O serrín, o gachas institucionales. Ordené que trajeran estos bocadillos de un restaurante que hay siguiendo calle abajo. Prueba el de pastrani. Es mi preferido. -Peter no se movió. Lynley cogió la taza de té-. No recuerdo cuánto azúcar te pones. He traído unos cuantos paquetes, y también un cartón de leche.
Agitó su té, desenvolvió el bocadillo y reflexionó sobre la manifiesta imbecilidad de su comportamiento. Sabía que estaba actuando como una madre protectora, como si creyera que la comida iba a curar la enfermedad.
Peter levantó la cabeza.
– No tengo hambre.
Lynley observó que tenía los labios agrietados, enrojecidos de mordérselos durante la media hora que le habían dejado solo. Habían empezado a sangrar en un punto, pero la sangre ya se había secado, dejando una mancha oscura e irregular. Más sangre, que adoptaba la forma de pequeñas costras, estaba adherida al interior de su nariz, mientras fragmentos de piel seca habían resbalado entre sus pestañas.
– El ansia es lo primero -dijo Peter-. Después, viene lo demás. Tú no te das cuenta de lo que está pasando. Piensas que estás de coña, mejor que nunca. Pero no comes. No duermes. Trabajas cada vez menos y, al final, lo dejas. Lo único que importa es la coca. Sexo. A veces, sexo. Pero al final, ni siquiera eso. La coca es mucho mejor.
Lynley, con infinito cuidado, dejó el bocadillo, intacto, sobre el papel en que iba envuelto. De repente, se había quedado sin hambre. Lo único que deseaba era no sentir nada en absoluto. Cogió la taza y la rodeó con sus manos. Un calor indefinido pero agradable emanaba de ella. Tenía mucho frío, pero surgía de su interior. Al igual que los temblores de Peter, era una reacción.
– ¿Dejarás que te ayude?
La mano derecha de Peter aferró la izquierda. No contestó.
– No puedo cambiar la clase de hermano que fui cuando me necesitabas -dijo Lynley-. Sólo puedo ofrecerte lo que soy ahora, por poco que sea.
Peter pareció retroceder ante estas palabras, o tal vez ocurrió que el frío -interior o exterior- le estaba disminuyendo de tamaño a fin de conservar las energías, de reunir las escasas fuerzas que le quedaban. Cuando por fin respondió, sus labios apenas se movieron. Lynley tuvo que esforzarse para oírle.
– Quería ser como tú.
– ¿Como yo? ¿Por qué?
– Eras perfecto. Eras mi modelo. Quería ser como tú. Cuando descubrí que no podía, tiré la toalla. Si no podía ser como tú, no quería ser otra cosa.
Su tono era concluyente. Sus palabras no sólo parecían el fin de la conversación, sino también el final de cualquier posibilidad de reconciliación. Lynley buscó algo (palabras, imágenes, una experiencia común) que le permitiera superar aquellos quince años y llegar al corazón del niño que había abandonado en Howenstow. No pudo encontrar nada. No había manera de volver atrás y enmendar los errores.
Se sentía abatido. Hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la pitillera y el encendedor y los dejó sobre la mesa. La pitillera había sido de su padre, y el tiempo había borrado casi la A grabada en la tapa. Algunas partes habían desaparecido por completo, pero le tenía cariño, por mellada y arañada que estuviera. Jamás se le habría ocurrido cambiarla por otra. Al mirarla, pequeño símbolo rectangular de todo aquello de lo que había huido, de todos los aspectos de su vida que había preferido negar, del tumulto de sentimientos que había rehusado afrontar, encontró las palabras.
– Era cosa sabida que se acostaba con Roderick mientras nuestro padre estaba aún vivo. Yo no podía soportarlo, Peter. Me daba igual que estuvieran enamorados, que no lo hubieran planeado, sino que, simplemente, hubiera ocurrido. No me importaba que Roderick tuviera la intención de casarse con ella cuando fuera libre. No importaba que ella aún quisiera a nuestro padre…, y yo sabía que le quería, porque veía cómo actuaba con él, incluso después de iniciar la relación con Roderick. Sin embargo, no lo entendía, y no podía soportar mi ciega ignorancia. ¿Cómo podía querer a los dos? ¿Cómo podía entregar su devoción a uno, cuidarle, bañarle, leerle, velarle hora tras hora y día tras día, alimentarle, estar sentada a su lado…, y acostarse con otro? ¿Cómo podía Roderick entrar en la alcoba de mi padre, hablar con él acerca de su estado, consciente todo el rato de que después poseería a nuestra madre? No podía entenderlo. Me parecía imposible. Quería que la vida fuera sencilla, y no lo era. Son unos salvajes, pensaba. No tienen decencia. No saben comportarse. Hay que enseñarles. Yo les enseñaré. Yo los castigaré. -Lynley cogió un cigarrillo y empujó la pitillera hacia su hermano-. El que yo me marchara de Howenstow, el que volviera con tan escasa frecuencia, no tenía nada que ver contigo, Peter. Fuiste la víctima de mi necesidad de vengar algo que nuestro padre siempre desconoció. Sé que no sirve de nada, pero lo siento.
Peter sacó un cigarrillo, pero lo sostuvo entre sus dedos sin encenderlo, como si ese acto significara un paso adelante que no deseaba dar.
– Quería que estuvieras conmigo, pero no lo estabas -respondió-. Nadie me decía cuándo ibas a volver. Creía que, por algún motivo, era un secreto. Por fin, comprendí que nadie me lo decía porque nadie lo sabía. Dejé de preguntar. Al cabo de un tiempo, dejó de importarme. Cuando volviste a casa, resultó más fácil odiarte, para que, cuando volvieras a marcharte, cosa que hacías siempre, no me importara.
– ¿Sabías lo de nuestra madre y Trenarrow?
– Tardé mucho tiempo en averiguarlo.
– ¿Cómo lo descubriste?
Peter encendió el cigarrillo.
– Un día de los Padres, en el colegio. Vinieron los dos. Unos compañeros me lo dijeron. «Ese Trenarrow se está tirando a tu mamá, Peter. ¿Eres tan burro que no te enteras?» Fingí indiferencia. Fingí que ya lo sabía. Pensaba que algún día se casarían, pero no lo hicieron.
– Yo me ocupé de eso. Quería que sufrieran.
– No podías controlar sus vidas.
– Sí, las controlaba. Sabía. Lo utilicé para herirla.
Peter no pidió más explicaciones. Dejó el cigarrillo en el cenicero y contempló el hilo de humo que se elevaba. Lynley eligió sus siguientes palabras con suma cautela, tanteando un terreno que debía serle familiar, pero que era completamente desconocido.
– Quizá podamos superar juntos esta situación -dijo-. Es imposible volver atrás, por supuesto, pero intentaremos seguir adelante.
– ¿A modo de compensación por tu parte? -Peter sacudió la cabeza-. No tienes que compensarme por nada, Tommy. Oh, ya sé que lo piensas, pero yo elegí mi camino. No eres responsable de mí. -Como si creyera que la frase era petulante, añadió-: De veras.
– Esto no tiene nada que ver con la responsabilidad. Quiero ayudarte. Eres mi hermano. Te quiero.
Esas sencillas afirmaciones constituyeron un golpe para Peter. Se encogió. Sus labios agrietados temblaron.
– Lo siento -dijo por fin-. Tommy.
Lynley no dijo nada hasta que su hermano bajó la cabeza. Estaba a solas con Peter en la sala de interrogatorios gracias a la compasión del inspector McPherson. La sargento Havers había protestado a voz en grito cuando Lynley solicitó estos escasos minutos. Había citado normas, procedimientos, diligencias y el código penal, hasta que McPherson la había silenciado con un sencillo: «Conozco la ley, muchacha. Créeme, te lo aseguro», y le ordenó que aguardara junto a un teléfono para averiguar los resultados de los análisis toxicológicos del polvo encontrado en el apartamento de Peter. Después, McPherson se había esfumado, dejando a Lynley ante la puerta de la sala de interrogatorios con las palabras «Veinte minutos, Tommy», sin mirar atrás. Por ello, a pesar de que era necesario profundizar en los años de sufrimiento que Peter y él se habían causado mutuamente, quedaba poco tiempo para reunir información y ninguno para renovar la relación que habían destruido. Habría que esperar.
– Necesito hacerte preguntas sobre Mick Cambrey -dijo Lynley-, y también sobre Justin Brooke.
– Aún piensas que yo los maté.
– Lo que yo piense no importa, Peter. Lo único que importa es lo que piensa el DIC de Penzance. Peter, no puedo permitir que John Penellin cargue con la muerte de Mick.
Peter frunció el entrecejo.
– ¿Han detenido a John?
– El sábado por la noche. ¿Ya te habías marchado de Howenstow cuando vinieron a por él?
– Nos fuimos en cuanto terminamos de cenar. No sabía…
Extendió un dedo hacia el bocadillo que tenía delante y lo empujó a un lado con una mueca de desagrado.
– Necesito saber la verdad -insistió Lynley-. Es lo único que puede ayudarnos. La única manera de que John quede en libertad, pues él no va a hacer nada por ayudarse, es contar a la policía lo que ocurrió en realidad el viernes por la noche. Peter, ¿viste a Mick Cambrey después de que John fuera a Gull Cottage?
– Me detendrán -murmuró su hermano-. Me llevarán a juicio.
– Si eres inocente, no has de temer nada. Si eres sincero. Si dices la verdad. Peter, ¿estuviste allí, o es que Brooke mintió?
La escapatoria estaba al alcance de Peter. Lynley comprendió que le había dado pie con la última pregunta. Una simple negativa bastaría. Acusar a Brooke de mentiroso. Inventar una explicación de su comportamiento, teniendo en cuenta que estaba muerto y no podía contradecirle. Existían diversas respuestas posibles. También tenía que decidir si ayudaba a un hombre que había formado parte de la familia durante toda la vida de Peter.
Peter se humedeció sus secos labios.
– Estuve allí.
Lynley no supo si sentir alivio o desesperación.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
– Creo que Justin no confiaba en que yo supiera manejarme. O no podía esperar.
– ¿La coca?
– Se trajo una cantidad a Howenstow.
Peter refirió brevemente la escena entre Sidney y Justin Brooke en la playa.
– Ella la tiró al agua -concluyó-. Así estaban las cosas. Yo ya había telefoneado a Mark para conseguir más, pero no me quedaba dinero suficiente y él no quería fiarme, ni por unos pocos días.
– Entonces, ¿fuiste a ver a Mick?
Una respuesta afirmativa sería la primera fisura en la versión de Brooke, pero no se produjo.
– Pero no a por coca -dijo Peter, corroborando sin saberlo la primera parte de la versión de Brooke-, sino a por dinero. Me acordé de que preparaba los sobres de la paga cada dos viernes.
– ¿Sabías que Mick era también un travesti?
Peter sonrió con cansancio, casi con una pizca de admiración, un fantasma del niño que había sido.
– Siempre pensé que llegarías a ser un buen detective.
Lynley se calló que su talento para la deducción había influido muy poco en el descubrimiento de la segunda vida de Mick Cambrey en Londres.
– ¿Desde cuándo lo sabías? -se limitó a preguntar.
– Un mes. Le compré por casualidad en Londres, un día que mis otros proveedores no tenían. Nos encontramos en el Soho. Hay una callejuela cerca de la plaza donde se realiza el tráfico. Nos encontramos en un club cercano. Le compré un gramo, medio, quizá menos. Lo que el dinero me permitió.
– Eso fue peligroso. ¿Por qué no os citasteis en tu apartamento, o en el suyo?
Peter le miró de reojo.
– Ni siquiera sabía que tenía un apartamento, y no quería que viera el mío, desde luego.
– ¿Cómo os pusisteis en contacto? ¿Cómo lo arreglasteis?
– Ya te lo he dicho. A veces, mis otros proveedores se quedaban sin materia prima. Le telefoneé a Cornualles. Si tenía que venir a Londres, nos pondríamos de acuerdo para la transacción.
– ¿ Siempre en el Soho?
– Siempre en el mismo sitio. En ese club. Allí descubrí que era un travesti.
– ¿Cómo?
Peter se ruborizó mientras lo contaba. Había esperado una hora a que Mick apareciera en el Kat's Kradle; una mujer le había abordado cuando se acercó a la barra para pedir cerillas; habían tomado juntos tres copas; por fin, salieron a la calle.
– Hay una especie de nicho por allí-dijo Peter-. Es íntimo…, más o menos. Yo ya estaba muy borracho. No sabía lo que hacía, ni me importaba, así que, cuando empezó a sobarme, me puse a cien… Después, cuando habíamos llegado todo lo lejos que a él le dio la gana, se puso a reír, como una histérica. Entonces descubrí que era Mick.
– ¿No lo adivinaste antes?
Peter negó con la cabeza.
– Mick daba el pego, Tommy. Aún no sé cómo lo logró, pero daba el pego. Una tía buena. Creo que habría engañado a su propio padre. Me engañó por completo.
– ¿Cuándo te diste cuenta de que la mujer era Mick?
– Quería darle una buena paliza, pero estaba demasiado borracho. Caímos al suelo. Al menos, sé que acabamos en el suelo. Entonces, Sidney St. James apareció como por arte de magia. Hostia, fue como una pesadilla. Iba con Brooke. Este me apartó de Mick y Mick se escapó. No volví a verle hasta el viernes por la noche en Nanrunnel.
– ¿Cómo descubriste que Mick traficaba con cocaína?
– Mark me lo dijo.
– ¿No intentaste comprarle cocaína en Nanrunnel?
– Allí no vendía. Solamente en Londres.
– No iba a Londres tan a menudo, ¿verdad? ¿Quiénes eran sus compradores?
– Existe toda una red, Tommy. Los camellos conocen a los clientes, y los clientes conocen a los camellos. Todo el mundo conoce a todo el mundo. Te dan un teléfono. Llamas. Llegas a un acuerdo.
– ¿Y si la persona a la que llamas resulta ser un agente de narcóticos?
– La has cagado, aunque puedes evitarlo si eres listo, y si sabes montar tu red. Mick sabía hacerlo. Era periodista. Sabía establecer buenos contactos. Buscaba un tipo diferente de contacto cada vez que iniciaba una venta. Tenía cientos de conexiones.
Eso era cierto, pensó Lynley. Debió ser sencillo para un hombre en la posición de Mick.
– ¿Qué pasó entre vosotros dos el viernes por la noche? Los vecinos oyeron una pelea.
– Yo estaba desesperado. Mark se dio cuenta por la tarde y aumentó el precio. Yo no tenía dinero, así que fui a ver a Mick para pedirle prestado. Se negó en redondo. Le prometí que se lo devolvería. Juré que no tardaría ni una semana.
– ¿Cómo?
Peter contempló sus uñas mordidas. Lynley comprendió que estaba luchando con su conciencia, decidiendo hasta dónde iba a llegar y sopesando las consecuencias.
– Mediante objetos de Howenstow -contestó por fin-. La cubertería de plata. Pensé que podría vender algunas piezas en Londres sin que nadie se enterara. Al menos, durante un tiempo.
– ¿Por eso fuiste a Cornualles?
Lynley aguardó la respuesta y trató de considerar con indiferencia la idea de que su hermano se proponía vender objetos que habían pertenecido a la familia durante generaciones, sólo para satisfacer su adicción a la droga.
– No sé por qué fui a Cornualles. Tenía la mente confusa. En un momento dado estaba allí para comprar droga a Mark, al siguiente para robar una pieza de plata y venderla en Londres, y al otro para pedir dinero a Mick. Así son las cosas. Pasado un tiempo, ya no sabes lo que haces. Te sientes aturdido.
– ¿Y cuando Mick se negó a prestarte el dinero?
– Cometí una estupidez. Le amenacé con pregonar por el pueblo lo que hacía en Londres. El travestismo. El tráfico de drogas.
– Supongo que no le convenciste de que te prestara unas cuantas libras.
– En absoluto. Se rió en mi cara. Dijo que, si quería dinero, debía amenazarle con la muerte, no con el chantaje. La gente paga mucho más por seguir viva que por ocultar un secreto, dijo. Eso es lo que da dinero. No paraba de reír. Como provocándome.
– ¿Qué hacía Brooke?
– Intentaba callarnos. Se dio cuenta de que yo había perdido los estribos. Tenía miedo de que ocurriera algo raro.
– ¿Os callasteis?
– Mick me azuzó. Dijo que, si yo quería airear sus trapos sucios, él haría lo mismo con los míos. Dijo que a ti y a nuestra madre podría interesaros mi recaída en las drogas. Me importó un pimiento. -Peter se mordisqueó la uña del pulgar nerviosamente-. No me importaba que te lo dijera, porque ya lo habías adivinado. En cuanto a mamá… No me importaba otra cosa que colocarme. No sabes lo que es desear sólo una buena dosis de cocaína.
Una admisión capaz de condenar a cualquiera. Lynley agradeció que, por suerte, ni McPherson ni Havers estuvieran presentes. Sabía que el primero podría tomarlo como un lapsus sin importancia, pero la sargento se lanzaría sobre esas palabras como un perro callejero muerto de hambre.
– Estallé en ese momento -siguió Peter-. Era eso o empezar a suplicar.
– ¿Fue entonces cuando Brooke se marchó?
– Intentó que le acompañara, pero me negué. Dije que quería terminar lo que había empezado con aquel maricón.
De nuevo, una mala elección de palabras. Lynley se encogió por dentro.
– ¿Qué pasó después?
– Le dije de todo a Mick. Me enfurecí. Chillé. Estaba fuera de mí y necesitaba…
Cogió su taza de té y engulló una buena cantidad. Un reguero de líquido resbaló sobre su barbilla.
– Terminé mendigando cincuenta libras. Me echó a patadas.
El cigarrillo de Peter se había consumido en el cenicero, transformándose en un perfecto cilindro de ceniza gris. Le dio un golpecito con la uña rota del dedo índice. El cilindro se desmenuzó.
– El dinero seguía allí cuando me fui, Tommy. No tienes por qué creerlo, pero el dinero seguía allí, y Mick estaba vivo.
– Te creo.
Lynley intentó transmitir a sus palabras la certidumbre de que su credulidad bastaría para devolver a Peter a la seguridad que representaba la familia, pero no era otra cosa que una fantasía irresponsable. Tal como estaban las cosas, en cuanto Peter narrara su versión a la policía de Penzance, sería procesado, y cuando el jurado se enterara de su repetido uso de las drogas, se encontraría en una situación peligrosa, pese a las anteriores aseveraciones de Lynley, en el sentido de que valía la pena decir la verdad.
Las palabras de su hermano parecieron consolar a Peter, animarle a continuar; la revelación había establecido entre ellos un frágil vínculo.
– Yo no lo robé, Tommy. Soy incapaz. -Lynley le miró con semblante inexpresivo. Peter continuó-. Tampoco robé las cámaras. Yo no fui. Lo juro.
El hecho de que Peter estuviera dispuesto a vender objetos familiares restaba credibilidad al supuesto respeto manifestado hacia Deborah. Lynley evitó una respuesta directa.
– ¿A qué hora dejaste a Mick?
Peter reflexionó unos momentos.
– Fui a El Ancla y la Rosa y tomé una pinta -dijo-. Debían ser las diez menos cuarto.
– ¿No eran las diez, ni más tarde de las diez?
– Cuando llegué, no.
– ¿Seguías allí a las diez? -Cuando Peter asintió, Lynley preguntó-: Entonces, ¿por qué volvió Justin en autostop a Howenstow?
– ¿Justin?
– ¿No pudiste acompañarle en coche? ¿Es que no estaba en la taberna?
Peter le miró, confuso.
– No.
Lynley notó que su pulso se aceleraba al escuchar esto. Era la primera información capaz de exculpar a su hermano. El hecho de que se la hubiera proporcionado con tal inconsciencia de su importancia, convenció a Lynley de que Peter decía la verdad. Era un detalle que debía verificarse, un fallo en la versión de Brooke, la vaga promesa de que un abogado podría destruir el caso contra Peter.
– Lo que no entiendo -dijo Lynley- es por qué te fuiste de Howenstow tan repentinamente. ¿Fue por la discusión que sostuvimos en la sala de fumar?
Peter esbozó una sonrisa.
– Considerando la cantidad de discusiones que hemos sostenido en el pasado, una más no me habría impulsado a salir pitando, ¿verdad?
Desvió la mirada. Al principio, Lynley pensó que estaba inventando una historia, pero observó las manchas de color que habían aparecido en la cara de su hermano y comprendió que se sentía violento.
– Fue Sasha -siguió Peter-. No me dejaba en paz. Insistió en que regresáramos a Londres. Había robado una caja de cerillas de la sala de fumar, aquella pieza de plata que suele estar sobre el escritorio, y en cuanto supo que Mick no me iba a prestar dinero, ni Mark quería suministrarme droga, se empeñó en volver a Londres para venderla allí. Tenía mucha prisa. Estaba loca por la coca. Tomaba mucha, Tommy. Sin cesar. Más que yo.
– ¿La compraste tú? ¿Obtuviste así lo que ella ha tomado esta tarde?
– No encontré ningún camello. Todo el mundo sabe que la caja es peligrosa. Estoy sorprendido de que no me detuvieran.
Las palabras «hasta ahora» quedaron en el aire, pero ambos pensaron en ellas. La llave giró en la puerta. Alguien la golpeó con energía. McPherson entró. Se había aflojado la corbata y quitado la chaqueta. Llevaba las gafas de montura gruesa subidas sobre la frente. Detrás de él, apareció la sargento Havers. No intentó disimular una sonrisa de complacencia.
Lynley se puso en pie, pero indicó a su hermano con un ademán que continuara sentado. McPherson apuntó al pasillo con el pulgar. Lynley le siguió y cerró la puerta.
– ¿Tiene abogado? -preguntó McPherson.
– Por supuesto. No hemos telefoneado, pero… -Lynley miró al escocés. Su semblante, en contraste con el de Havers, era grave-. Ha dicho que no reconoce ese frasco, Angus, y seguro que encontramos cantidad de testigos que confirmarán la historia de que fue a comprar pan y huevos mientras Sasha tomaba la droga.
Trató de hablar en tono sereno y razonable, con la intención de que sus dos colegas sólo pensaran en la muerte de Sasha Nifford. La idea de que McPherson y Havers hubieran relacionado a Peter con las muertes de Cornualles era impensable. Sin embargo, la referencia a un abogado insinuaba otra cosa.
– Hablé con los expertos en huellas antes de venir a verle -siguió Lynley-. Evidentemente, sólo había las de Sasha en la aguja, y ninguna de Peter en aquel frasco. Para una sobredosis de ese tipo…
Una creciente preocupación se transparentaba en el rostro de McPherson. Levantó una mano para atajar el chorro de palabras de Lynley, y luego la dejó caer pesadamente.
– Sí, una sobredosis -dijo-. Sí, muchacho, sí. Pero se trata de algo más que una sobredosis.
– ¿Qué quieres decir?
– La sargento Havers te informará.
A Lynley le costó un gran esfuerzo desviar sus ojos de McPherson y mirar el feo rostro de la sargento, que sostenía un papel en la mano.
– ¿Havers? -dijo.
De nuevo, aquella leve sonrisa. Condescendiente, sabia y, además, complacida.
– El informe toxicológico indica que es una mezcla de quinina y una droga llamada ergotamina
– explicó-. Mezcladas de la forma adecuada, inspector, no sólo recuerdan, sino que saben exactamente igual que la heroína. Eso debió pensar la chica que era cuando se la inyectó.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Lynley.
McPherson removió los pies.
– Lo sabes tan bien como yo. Es un asesinato.
Deborah había cumplido su palabra. Cuando St. James regresó a casa, Cotter le dijo que ella había llegado una hora antes Con una maleta, añadió significativamente.
– Comentó que tenía mucho trabajo, revelar unas fotos recientes, pero creo que la muchacha está decidida a quedarse hasta que se sepa algo de la señorita Sidney.
Como si sospechara que St. James iba a interferir en sus planes, Deborah había subido directamente al cuarto oscuro, donde una luz roja que brillaba sobre la puerta le informó de que la joven no deseaba ser molestada. Cuando St. James llamó a la puerta y dijo su nombre, Deborah contestó en tono jovial:
– Salgo enseguida.
Dejó caer algo con innecesario vigor. St. James bajó a su estudio y llamó a Cornualles.
Encontró al doctor Trenarrow en su casa. Apenas se había identificado cuando Trenarrow se interesó por Peter Lynley, con una calma forzada que esperaba lo peor, pero fingía que, en el fondo, todo iba bien. St. James adivinó que lady Asherton estaba con él. A fin de aliviar sus preocupaciones, Trenarrow se mostraba seguro en su presencia. Teniendo en cuenta que la madre de Lynley era un testigo silencioso de, como mínimo, la mitad de la conversación de Trenarrow, St. James le proporcionó la mínima información posible.
– Le encontramos en Whitechapel. Tommy está con él en este momento.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Trenarrow.
St. James confirmó este extremo de la forma más indirecta posible, sin entrar en detalles, sabiendo que sólo Lynley tenía derecho a dar una completa explicación. Reveló a continuación la verdadera identidad de Tina Cogin. Al principio, Trenarrow pareció tranquilizarse al oír que su teléfono no había estado en posesión de una prostituta londinense desconocida, sino de Mick Cambrey. No obstante, el alivio fue transitorio, dio paso a la inquietud y, por fin, a la compasión, cuando comprendió todas las implicaciones de la doble vida de Mick Cambrey.
– Claro que no lo sabía -contestó a la pregunta de St. James-. Era algo que debía ocultar celosamente. Revelar a alguien ese secreto en un pueblo como Nan-runnel significaría la muerte…
Se interrumpió con brusquedad. St. James imaginó el proceso que habían seguido los pensamientos de Trenarrow. No se apartaban mucho de la realidad.
– Hemos rastreado las actividades de Mick hasta Islington-Londres -dijo St. James-. ¿Sabía usted que Justin Brooke trabajaba allí?
– ¿En Islington? No.
– Me pregunto si las visitas de Mick a la empresa tendrían algo que ver con aquella entrevista que le realizó hace unos meses.
St. James distinguió un tintineo de porcelana, cuando algo se vertió en una taza. Trenarrow tardó unos segundos en contestar.
– Es posible. Preparaba un reportaje sobre la investigación del cáncer. Yo le hablé de mi trabajo. Debí explicarle cómo funcionaba Islington, así que tal vez salió a colación la sucursal de Londres.
– ¿También el oncomet?
Una nueva pausa.
– ¿El oncomet? ¿Sabe usted…? -Un roce de papeles. La alarma de un reloj, rápidamente silenciada-. Un momento. -Un trago de té-. Es posible. Si no recuerdo mal, hablamos de los nuevos tratamientos, desde los anticuerpos de monoclonal a los avances en quimioterapia. Oncomet pertenece a la segunda categoría. Dudo de que lo haya pasado por alto.
– ¿Conocía la existencia del oncomet cuando Mick le entrevistó?
– Todo el mundo en Islington lo sabía. Le llamábamos «el bebé de Bury». El laboratorio de Bury St. Ed-munds lo desarrolló.
– ¿Qué puede decirme de él?
– Es un anti-oncogenes. Impide la reproducción del ADN. Ya sabe lo que es el cáncer, células que se reproducen y matan a la persona cuando las funciones del cuerpo se desequilibran por completo. Un anti-onco-gén pone punto final a esa situación.
– ¿Y los efectos secundarios de un anti-oncogén?
– Ése es el problema, en efecto. La quimioterapia siempre tiene efectos secundarios: caída del cabello, náuseas, pérdida de peso, vómitos, fiebre.
– Que son normales, ¿no?
– Normales, pero no por ello menos molestos. A menudo peligrosos. Créame, señor St. James, si alguien desarrollara una droga sin efectos secundarios, el mundo científico se quedaría anonadado.
– ¿Qué pasaría si una droga resultara ser un anti-oncogén eficaz, pero al mismo tiempo produjera efectos secundarios más graves?
– ¿En qué está pensando? ¿Disfunción renal, fallo de un órgano? ¿ Qué?
– Tal vez algo peor. Un teratógeno, por ejemplo.
– Toda forma de quimioterapia es un teratógeno. Nunca debe utilizarse en una mujer embarazada.
– ¿ Otra cosa, pues? -St. James consideró las posibilidades-. ¿Algo que dañara las células del progenitor?
Se produjo una pausa extremadamente larga, a la que el doctor Trenarrow puso fin con un carraspeo.
– Usted está sugiriendo una droga que causara defectos genéticos a largo plazo tanto en hombres como en mujeres. Lo considero imposible. Las drogas se someten a gran cantidad de pruebas. Se habría descubierto, en el curso de alguna investigación. No podría ocultarse.
– Suponga que sí -insistió St. James-. ¿Podría haberlo descubierto Mick?
– Quizá. Habría aparecido como una irregularidad en los resultados de las pruebas. En todo caso, ¿de dónde habría obtenido los resultados de las pruebas? Aunque hubiera acudido a la oficina de Londres, ¿quién se los habría proporcionado? ¿Por qué?
St. James pensó que sabía la respuesta a ambas preguntas.
Deborah estaba comiendo una manzana cuando St. James entró en el estudio, diez minutos más tarde. Había cortado la fruta en octavos, que había dispuesto en un plato junto con media docena de pedazos de cheddar. Puesto que se trataba de una actividad alimentaria, Peach y Alaska (la perra y el gato de la casa, respectivamente) aguardaban con sumo interés a sus pies. El ojo vigilante de Peach oscilaba entre el rostro de Deborah y el plato, en tanto Alaska, que consideraba la mendicidad un insulto a su dignidad felina, saltó sobre el escritorio de St. James y se contoneó entre lápices, bolígrafos, libros, revistas y correspondencia. Se acomodó junto al teléfono, como si esperara una llamada.
– ¿Has terminado tus fotografías? -preguntó St. James. Estaba sentado en su butaca de cuero, donde había pasado el rato posterior a su conversación con Trenarrow, meditando ante el hogar apagado.
Deborah se sentó frente a él, en el sofá, y cruzó las piernas. Colocó el plato de queso y manzana sobre las rodillas. Una larga mancha de algún producto químico recorría una pernera de sus tejanos desde el tobillo a la pantorrilla, y había otras de humedad sobre su camisa blanca.
– Por el momento. Me estoy tomando un descanso.
– Ha sido muy repentina esa necesidad tuya de revelar fotografías, ¿no crees?
– Sí -contestó ella plácidamente-. Sí, es verdad.
– ¿Son para una exposición?
– Es posible. Es probable.
– Deborah.
– ¿Qué?
La joven levantó la vista del plato y se apartó el cabello de la frente. Sostenía un trozo de queso en la mano.
– Nada.
– Ah.
Rompió un trocito de queso, otro de manzana, y los ofreció a la perra. Peach engulló ambos, meneó la cola y pidió más con un ladrido.
– Cuando te fuiste, le enseñé no pedir así -dijo St. James-. Me costó dos meses de esfuerzos, como mínimo.
En respuesta, Deborah dio a Peach otro trozo de queso. Palmeó la cabeza de la perra, tiró de sus sedosas orejas, y después miró a St. James. Su expresión era cándida.
– Sólo pide lo que quiere. No es nada malo, ¿verdad?
St. James percibió la provocación que encerraban las palabras. Se levantó de la butaca. Tenía que hacer llamadas telefónicas para recabar información sobre Brooke, sobre el oncomet; tenía que averiguar el para dero de su hermana; en el laboratorio le aguardaban media docena de estudios que no estaban relacionados con las muertes de Cambrey, Brooke y Nifford, por no mencionar otra media docena de buenos motivos para abandonar la habitación. Sin embargo, se quedó.
– ¿Quieres sacar a ese maldito gato de mi escritorio?
Se acercó a la ventana.
Deborah levantó al gato y lo depositó sobre la butaca de St. James.
– ¿Algo más? -preguntó, mientras Alaska se dedicaba con entusiasmo a frotarse contra el cuero desgastado.
St. James vio que el gato se enroscaba con la intención de aposentarse durante largo rato. Vio que la boca de Deborah se curvaba en una sonrisa.
– Descarada -dijo.
– Sinvergüenza -contestó ella.
La puerta de un coche retumbó en la calle. St. James se volvió hacia la ventana.
– Ha llegado Tommy -anunció.
Deborah salió para abrir la puerta.
St. James, cuando vio a Lynley, comprendió que no traía buenas noticias. Caminaba con paso lento, desprovisto de su garbo natural. Deborah salió a su encuentro en la calle y hablaron unos momentos. Tocó su brazo. Él negó con la cabeza, le cogió la mano y la apretó contra su mejilla.
St. James se apartó de la ventana y caminó hacia una estantería. Eligió un volumen al azar, lo bajó y lo abrió también al azar. «Ojalá supieras que has sido el último sueño de mi alma. A pesar de mi degradación, me he sentido menos degradado porque verte con tu padre y ver esta casa convertida por ti en un hogar, ha agitado viejas sombras…», leyó. Santo Dios. Cerró el libro con brusquedad. Historia de dos ciudades. Fantástico, pensó con ironía.
Devolvió el libro a su sitio y reflexionó sobre la siguiente elección. Lejos del mundanal ruido parecía prometedor, una buena pizca de sufrimientos en compañía de Gabriel Oak.
– … hablé con mi madre después -estaba diciendo Lynley cuando Deborah y él entraron en el estudio-. No se lo tomó muy bien.
St. James recibió a su amigo con un whisky corto que Lynley aceptó agradecido. Se derrumbó en el sofá. Deborah se sentó sobre el brazo del sofá, a su lado, y rozó su hombro con las puntas de los dedos.
– Por lo visto, Brooke dijo la verdad -empezó Lynley-. Peter estuvo en Gull Cottage después de que John se fuera. Mick y él se pelearon.
Les informó de su conversación con Peter, añadiendo también lo ocurrido en el Soho.
– Pensé que podía ser Cambrey la persona que peleaba con Peter en el callejón -dijo St. James cuando Lynley terminó-. Sidney me dijo que los había visto. La descripción parecía encajar
– añadió en respuesta a la pregunta que apareció de inmediato en el rostro de Lynley-. Por lo tanto, si Peter reconoció a Cambrey, es posible que Justin Brooke también lo hiciera.
– ¿Brooke? -se extrañó Lynley-. ¿Cómo? Sé que estaba en el callejón con Sidney, pero ¿qué tiene que ver eso?
– Se conocían, Tommy. Brooke trabajaba para Islington.
St. James resumió la información que había obtenido acerca del cargo de Brooke en Islington-Londres, las visitas de Cambrey al departamento veinticinco, el oncomet y el posible artículo.
– ¿Cómo encaja RoderickTrenarrow en todo esto, St. James?
– Por él empezó todo. Proporcionó a Mick Cambrey alguna información importante. Cambrey la utilizó para preparar un artículo. Creo que su participación termina en ese punto. Conocía la existencia del onco met, y habló de ello a Mick.
– Y Mick murió después. Trenarrow se encontraba en las inmediaciones aquella noche.
– Carece de móvil, Tommy. Justin Brooke lo hizo.
St. James explicó su teoría, bastante sencilla, producto de aquellos minutos de reflexión solitaria en el estudio. Se basaba en la promesa de cocaína a cambio de información esencial procedente de una fuente anónima, que se convertiría en un artículo importante sobre una droga potencialmente peligrosa. El acuerdo entre Cambrey y Brooke sufrió un proceso de deterioro, que culminó la noche que Brooke fue con Peter a Gull Cottage.
– Pero eso no explica la muerte de Brooke.
– Que la policía ha considerado un accidente desde el primer momento.
Lynley sacó la pitillera del bolsillo de la chaqueta y la contempló con aire pensativo antes de hablar. abrió el encendedor, pero no lo utilizó.
– La taberna -murmuró-. Peter dijo que Brooke no había estado en El Ancla y la Rosa la noche del viernes, St. James.
– ¿Después de marcharse de Gull Cottage?
– Sí. Peter fue a la taberna. Llegó a las diez menos cuarto y se quedó un rato. Brooke no apareció.
– Encaja, ¿no?
– ¿Sabía Justin Brooke que Peter le llevaba a ver a Mick Cambrey? -preguntó Deborah-. ¿Mencionó Peter a Mick antes de que se dirigieran al pueblo, o se limitó a decir que era alguien de Nanrunnel?
– No debía saberlo -dijo St. James-. Creo que no le hubiera acompañado de haber sabido que Mick era la persona a la que Peter pretendía pedir dinero prestado. No habría querido arriesgarse a que le reconociera.
– Da la impresión de que, quien corría un riesgo mayor, era Mick -adujo Deborah-. La cocaína, el travestismo, su segunda vida en Londres. Dios sabe lo que aún descubrirás.
Lynley encendió el cigarrillo y suspiró, lanzando una bocanada de humo.
– No nos olvidemos de Sasha Nifford. Si Brooke asesinó a Cambrey y después se mató en el accidente, ¿qué le pasó a Sasha?
St. James se esforzó por aparentar indiferencia.
– ¿Qué ha dicho la Metropolitana sobre ella? -se obligó a preguntar.
– Fue una mezcla de ergotamina y quinina. -Lynley sacó un sobre blanco del bolsillo interior y lo tendió a St. James-. Por lo visto, pensó que era heroína.
El pulso de St. James se aceleró. Leyó el breve informe. Le costó asimilar la información técnica, que en circunstancias normales era para él como un segundo idioma natural. Lynley siguió hablando, proporcionando datos que St. James conocía desde hacía años.
– Una dosis masiva constriñe todas las arterias. Los vasos sanguíneos del cerebro se rompen. La muerte es instantánea. Eso lo vimos, ¿no? Aún tenía la jeringuilla clavada en el brazo.
– La policía no lo considera un accidente.
– Exacto. Seguían interrogando a Peter cuando me fui.
– Pero, si no fue un accidente -dijo Deborah-, eso significa…
– Que hay un segundo asesino -concluyó Lynley.
St. James se acercó a las estanterías de nuevo. Estaba seguro de que sus movimientos, torpes e ineptos, le delataban.
– Ergotamina-dijo-. No estoy del todo seguro…
Se interrumpió, tratando de fingir una curiosidad natural, la típica reacción de un científico. Sin embargo, el miedo y la incertidumbre rezumaban a través de su piel. Bajó un volumen médico.
– Es una droga que se administra previa prescripción -estaba diciendo Lynley.
St. James pasó las páginas. Sus manos temblaban. Pasó la G y la H sin darse cuenta. Leyó sin ver una palabra.
– ¿Para qué sirve? -preguntó Deborah.
– Para aliviar las jaquecas, en especial.
– ¿De veras? ¿Para las jaquecas?
St. James intuyó que Deborah se volvía hacia él, y rogó mentalmente que no hiciera la pregunta, pero ella no atendió sus ruegos.
– Simon, ¿la tomas para tus jaquecas?
Por supuesto, por supuesto. Ella sabía que él la tomaba. Todo el mundo lo sabía. Nunca contaba las tabletas. El frasco era grande. Había entrado en su habitación. Había cogido lo que necesitaba. Las había triturado. Las había mezclado. Había creado el veneno, y se lo había dado, con la intención de que Peter lo tomara, pero matando en su lugar a Sasha.
Tenía que decir algo para empujarlos de nuevo hacia Cambrey y Brooke. Leyó durante unos momentos más, asintió como abismado en sus reflexiones y cerró de golpe el libro.
– Es necesario que volvamos a Cornualles -dijo con aplomo-. La oficina del periódico debería proporcionarnos la relación concreta entre Brooke y Cambrey. Después de la muerte de Mick, Harry estuvo buscando un artículo, pero empeñado en que era algo sensacionalista: tráfico de armas en Irlanda del Norte, prostitutas liadas con ministros del gabinete, ese tipo de cosas. Algo me dice que debió de pasar por alto el oncomet.
No añadió el resto. Calló que abandonar Londres mañana le daría tiempo, le alejaría de la policía cuando vinieran a interrogarle sobre un frasco de plata adquirido en la calle Jermyn.
– Yo me encargaré -dijo Lynley-. Webberly ha tenido la amabilidad de prorrogar mi permiso. Demostraré la inocencia de Peter. ¿Me acompañarás, Deb?
St. James observó que ella le miraba fijamente.
– Sí-contestó la joven-. Simon, ¿puedo…?
St. James no podía permitir esa pregunta.
– Si me disculpáis, he de ocuparme de varios informes en el laboratorio -dijo-. Debo darles al menos un toque antes de mañana.
No bajó a cenar. Deborah y su padre cenaron solos en el comedor, pasadas las nueve de la noche. Lenguado de Dover, espárragos, patatas nuevas, ensalada. Una copa de vino. Café en la sobremesa. No hablaron, pero Deborah observaba de vez en cuando que su padre la miraba.
Su relación se había enfriado desde que había vuelto de Estados Unidos. Si antes hablaban libremente, con gran afecto y confianza, ahora se mostraban cautelosos. Algunos temas eran tabú. Ella lo deseaba así. Se había mudado con tanta rapidez de la casa de Chelsea para evitar la posibilidad de hacer confidencias a su padre. Porque él la conocía mejor que nadie. Era la persona más capacitada para empujarla a examinar el pasado. Al fin y al cabo, arriesgaba más que nadie. Los quería a los dos.
Deborah empujó hacia atrás su silla y empezó a amontonar los platos. Cotter también se levantó.
– Me alegro de que te hayas quedado esta noche, Deb -dijo-. Igual que en los viejos tiempos. Los tres juntos.
– Los dos.
Sonrió de una manera que pretendía ser afectuosa y concluyente al mismo tiempo.
– Simon no ha bajado a cenar.
– Los tres juntos en casa, quería decir -explicó Cotter. Le tendió la bandeja del aparador. Su hija colocó los platos sobre ella-. Trabaja mucho, el señor St. James. Me tiene muy preocupado.
Se desplazó hacia la puerta. De esta manera, Deborah no podía escapar, a menos que expresara claramente su deseo. Su padre aprovecharía esa circunstancia. Se mostró cooperativa.
– Está más delgado, papá, ¿verdad? Me he fijado.
– Sí lo está. -No dejó pasar la ocasión-. Estos últimos tres años no han sido fáciles para el señor St. James. Tú piensas lo contrario, pero te equivocas.
– Bueno, claro, se han producido cambios en las vidas de todos, ¿no? Supongo que no pensó mucho en mi ausencia hasta que me marché, pero luego debió acostumbrarse. Cualquiera puede ver…
– Mira, cariño -le interrumpió su padre-, jamás en tu vida te engañaste a ti misma. Lamento que ahora empieces a hacerlo.
– ¿Engañarme a mí misma? No seas ridículo. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Ya sabes la respuesta. Tal como yo lo veo, el señor St. James y tú conocéis mejor la respuesta. Sólo hace falta que uno de los dos tenga la valentía de decirla, y que el otro tenga la valentía de dejar de vivir una mentira.
Puso las copas de vino sobre la bandeja y se la quitó de las manos, Deborah sabía que había heredado la estatura de su madre, pero había olvidado que esa circunstancia facilitaba a su padre mirarla directamente a los ojos, cosa que hizo ahora. El efecto fue desconcertante. Le arrancó una confidencia cuando más deseaba reprimirla.
– Sé lo que a ti te gustaría -dijo-, pero no puede ser, papá. Has de aceptarlo. La gente cambia. Crece. Se distancia. El tiempo contribuye a su alejamiento.
– A veces -contestó Cotter.
– Esta vez.
Deborah vio que el hombre parpadeaba varias veces ante la firmeza de su voz. La bandeja tembló en sus manos, y la porcelana tintineó. Intentó suavizar el golpe.
– Yo era una niña. Él era como un hermano.
– Lo era.
Cotter se apartó para dejarla pasar.
Su reacción la entristeció. Sólo anhelaba su comprensión, pero no sabía cómo explicar la situación sin destruir el más querido de sus sueños.
– Papá, has de comprender que con Tommy es diferente. Para él no soy una niña. Nunca lo he sido. Para Simon, en cambio, siempre he sido…, siempre seré…
Cotter sonrió con dulzura a su hija.
– No hace falta que me convenzas, Deb. No es necesario. -Enderezó los hombros y adoptó un tono más animado-. Al menos, hay que llevarle un poco de comida a ese hombre. ¿Quieres subirle una bandeja? Aún sigue en el laboratorio.
Era lo menos que podía hacer. Le siguió hasta la cocina y le observó mientras disponía sobre una bandeja queso, embutidos, pan y fruta, que subió al laboratorio, donde St. James estaba sentado a una mesa de trabajo, contemplando unas fotografías de balas. Sostenía un lápiz entre los dedos, pero no lo utilizaba.
Había encendido varias luces, lámparas de alta intensidad diseminadas por la amplia sala. Creaban pequeños charcos de luz en el interior de grandes cavernas de oscuridad. En uno de ellos, las sombras ocultaban el rostro de St. James.
– Papá quiere que comas algo -dijo Deborah desde el umbral. Entró en la sala y dejó la bandeja sobre la mesa-. ¿Todavía trabajando?
No trabajaba. Deborah dudó que hubiera hecho algo durante todas las horas que había pasado en el laboratorio. Había un informe junto a una de las fotografías, pero en la primera página no se veía ninguna señal de que lo hubiera tocado, y aunque un bloc descansaba sobre la mesa que sostenía, no había escrito nada en él. Todo se reducía a un comportamiento rutinario por su parte, abismarse en el trabajo para olvidar.
La causa era Sidney. Deborah lo leyó en su rostro cuando lady Helen le dijo que no podía localizar a su hermana. Lo había leído de nuevo cuando él volvió a su apartamento y llamó una y otra vez, tratando de averiguar el paradero de Sidney. Todo cuanto había hecho desde aquel momento (el desplazamiento a Islington-Londres, la conversación con Tommy sobre la muerte de Mick Cambrey, la concreción de una teoría que relacionara las circunstancias del crimen, su necesidad de volver a trabajar en el laboratorio), eran maniobras de diversión, una forma de escapar a los problemas derivados de la desaparición de Sidney. Deborah se preguntó qué haría St. James, qué se permitiría sentir, si alguien había hecho daño a su hermana, si Sidney también estaba muerta. Esa idea la horrorizó. La idea del efecto que causaría en St. James aún era peor. Una vez más, Deborah deseó ayudarle de alguna manera, proporcionarle un poco de paz espiritual.
– Sólo un poco de embutido y queso -dijo-. Algo de fruta. Pan.
Todo lo cual era obvio. Tenía la bandeja ante sus ojos.
– ¿Tommy se ha marchado? -preguntó St. James.
– Hace siglos. Volvió con Peter. -Desplazó un taburete hasta el otro lado de la mesa y se sentó frente a él-. Me he olvidado de traerte algo de beber. ¿Qué quieres? ¿Vino, agua mineral? Papá y yo hemos tomado café. ¿Te apetece un café, Simon?
– No, gracias. Con esto me basta.
Sin embargo, no hizo el menor esfuerzo por comer. Se enderezó en el taburete y se masajeó los músculos de la espalda.
La oscuridad alteraba su cara. Suavizaba los ángulos pronunciados. Borraba las arrugas. Le quitaba años, y con ellos las huellas del dolor. Parecía más joven, más vulnerable, mucho más accesible, el hombre al que Deborah había contado todo en una época, sin miedo a recibir burlas o rechazo, segura de que él siempre la comprendía.
– Simon -dijo, y aguardó a que levantara la vista del plato de comida que no iba a tocar-. Tommy me explicó lo que intentaste hacer por Peter hoy. Fue maravilloso.
La expresión de St. James se nubló.
– ¿Lo que intenté…?
Ella cogió su mano.
– Dijo que ibas a esconder el frasco para que la policía no lo encontrara cuando llegara. A Tommy le conmovió muchísimo esa demostración de amistad. Te lo iba a decir esta tarde en el estudio, pero te fuiste antes de darle la oportunidad.
Vio que los ojos de St. James se posaban sobre el anillo de Tommy. La esmeralda brillaba a la luz como un líquido translúcido. Tenía la mano fría. Mientras ella aguardaba su respuesta, la mano se convirtió en un puño y se apartó. Ella también retiró la suya, como si la hubiera abofeteado, presintiendo que, si bajaba sus defensas, si intentaba acceder a él en nombre de la pura amistad, estaría condenada a fracasar una y otra vez. St. James se volvió hacia un lado. Las sombras profundizaron en los planos de su rostro.
– Dios -susurró.
La palabra y su expresión dieron a entender a Deborah que el rechazo no tenía nada que ver con ella.
– ¿ Qué pasa? -preguntó, notando que el miedo se enroscaba en su interior.
St. James se inclinó hacia la luz. Todas las arrugas reaparecieron y los ángulos se afilaron. Huesos dominantes parecían apretar la piel contra su cráneo.
– Deborah… No sé cómo decírtelo. No soy el héroe que piensas. No hice nada por Tommy. No pensé en Tommy. No me preocupaba Peter. No me preocupa Peter.
– Pero…
– El frasco pertenece a Sidney. Deborah retrocedió al oír la última frase. Separó los labios, pero sólo pudo mirarle con incredulidad.
– ¿Qué estás diciendo? -logró articular por fin, aunque ya sabía la respuesta.
– Ella cree que Peter mató a Justin Brooke. Quería equilibrar la balanza, pero en lugar de Peter…
– Ergotamina -susurró Deborah-. Tú tomas, ¿verdad? Para tus jaquecas.
St. James apartó la bandeja, pero fue la única reacción que se permitió. Sus palabras (aunque no sus connotaciones) fueron absolutamente frías.
– Me siento como un idiota. No sé qué hacer para ayudar a mi hermana. Ni siquiera puedo localizarla. Es patético. Es obsceno. Soy una nulidad, y todo el día sólo ha servido para confirmar este hecho.
– No lo creo -dijo Deborah-. Sidney no… Simon, me parece increíble que pienses eso.
– Helen ha buscado por todas partes, ha telefoneado a todas partes. Yo también. Sin el menor resultado. Descubrirán el origen de ese frasco antes de veinticuatro horas.
– ¿Cómo? Aunque tenga sus huellas dactilares…
– No tiene nada que ver con las huellas dactilares. Utilizó su frasco de perfume, comprado en la calle Jermyn. Eso no supondrá ninguna dificultad para la policía. Se presentarán aquí a las cuatro de la tarde de mañana. Te apuesto lo que quieras.
– Su perfume… ¡Simon, no ha sido Sidney! -De-borah saltó del taburete y corrió a su lado-. No ha sido Sidney -repitió-. Escúchame. No es posible. ¿No te acuerdas? Vino a mi habitación la noche de la cena. Se puso mi perfume. Dijo que el suyo había desaparecido. Alguien había ordenado su habitación. No encontraba nada. ¿Te acuerdas?
Por un momento, St. James aparentó estupor. Tenía la vista clavada en ella, pero no daba la impresión de verla.
– ¿Cómo? -susurró, y cuando habló lo hizo con voz más firme, más contundente-. Eso fue el sábado por la noche, antes de que Brooke muriera. Alguien ya planeaba en ese momento asesinar a Peter.
– O a Sasha.
– Alguien intenta inculpar a Sidney. Bajó del taburete, se dirigió al extremo de la mesa de trabajo, la rodeó y volvió. Lo hizo una segunda vez, con más rapidez y creciente agitación.
– Alguien entró en su cuarto. Pudo ser cualquiera. Peter, si Sasha era la futura víctima, Trenarrow, o cualquiera de los Penellin. Santo Dios, incluso Daze. Todo había quedado aclarado en un momento.
– No -dijo Deborah-. Fue Justin.
– ¿Justin?
– Siempre consideré extraño que fuera a su habitación el viernes por la noche, sobre todo después de lo que había ocurrido en la playa por la tarde. Tenía una cuenta pendiente con Sidney. La cocaína, la pelea, las risas de Peter y Sasha. Se reían de él.
– Así que fue a su habitación -dijo lentamente St. James-, hicieron el amor y cogió el frasco. Tuvo que ser él, maldita sea su alma.
– El sábado, que Sidney no le vio en casi todo el día…, ¿recuerdas que nos lo comentó?, debió apoderarse de la ergotamina y la quinina. Luego hizo la mezcla y se la pasó a Sasha.
– Un químico -dijo St. James con aire pensativo-. Un bioquímico. ¿Quién sabría más de drogas?
– Entonces, ¿a quién quería matar? ¿A Peter o a Sasha?
– A Peter, por supuesto.
– ¿Por la visita a Mick Cambrey?
– Registraron la sala. El ordenador estaba conectado. Había cuadernos y fotografías tiradas por el suelo. Peter debió de ver algo cuando fue con Brooke, y éste sabía que tal vez lo recordaría cuando Cambrey muriera.
– ¿ Por qué le dio la droga a Sasha? Si Peter moría, ella le hubiera contado a la policía quién se la había pasado.
– No. Ella también habría muerto. Brooke estaba seguro. Sabía que era una adicta. Por eso le dio a ella la droga, confiando en que Peter y ella la tomarían juntos y morirían en Howenstow. Cuando comprendió que el plan no iba a funcionar, intentó desembarazarse de Peter de una manera diferente, revelándonos la visita a casa de Cambrey para que Peter fuera detenido, apartado de su camino. Lo que ignoraba era que Sasha y Peter se marcharían de Cornualles antes de que Peter fuera detenido, y que la adicción de Sasha era peor que la de Peter. En especial, ignoraba que ella ocultaba drogas para tomarlas a solas, y que Peter iría a El Ancla y la Rosa, siendo visto por una docena de personas, como mínimo, que le proporcionarían una coartada para la hora en que murió Cambrey.
– Así que fue Justin. Todo lo hizo Justin.
– Me había cegado el hecho de que muriera antes que Sasha. Nunca pensé que él le había dado la droga.
– ¿Y su muerte, Simon?
– Un accidente.
– ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué estaba haciendo en el acantilado en plena noche?
St. James miró hacia atrás. Deborah se había dejado encendida la luz roja del cuarto oscuro. Arrojaba sobre el techo un siniestro resplandor rojo sangre, que le proporcionó la respuesta.
– Tus cámaras -dijo-. Fue a deshacerse de ellas.
– ¿Porqué?
– Estaba borrando todas las huellas de su relación Con Cambrey. Primero, el propio Cambrey. Después, Peter. Después…
– Mi película. Las fotos que tomaste en la casa. Debiste fotografiar lo que vio Peter.
– Lo cual significa que el estado de la sala era un subterfugio. No buscó nada. No cogió nada. Lo que quería era demasiado grande para llevárselo.
– ¿El ordenador? Aun así, ¿cómo averiguó que habías tomado fotografías?
– Sabía que el viernes por la noche llevabas la cámara encima. La señora Sweeney lo dejó bien claro durante la cena del sábado. Sabía en qué trabajo estoy especializado. Sidney se lo habría dicho. Debía saber que Tommy era de Scotland Yard. Pudo correr el riesgo de suponer que, pese a presentarnos en el escenario del crimen, nos limitáramos a llamar a la policía. Sin embargo, no podía arriesgarse si había algo en aquella sala, y también en la película, que le relacionara con Cambrey.
– Pero la policía habría acabado descubriéndolo, ¿no?
– Detuvieron a alguien. Penellin fue muy amable al confesar el crimen. Lo único que Justin podía temer era exactamente lo que sucedió: que alguien no aceptara la culpabilidad de Penellin. No tardó ni veinticuatro horas en ocurrir. Nos pusimos a husmear. Hicimos preguntas. Tenía que hacer algo para protegerse.
Deborah formuló la pregunta final.
– ¿Por qué todo mi equipo? ¿Por qué no se limitó a coger la película?
– No tenía tiempo. Era más sencillo cogerlo todo, tirarlo por tu ventana y luego bajar a vernos a Tommy y a mí en la salita, para contarnos las andanzas de Peter. Después, transportó las cámaras a la ensenada. Caminó sobre las rocas y las arrojó al agua. Trepó por el acantilado, y entonces fue cuando cayó.
Deborah sonrió y experimentó la liberación que acompaña al alivio. El aspecto de St. James sugería que se había sacado de encima un peso terrible.
– Me pregunto si lograremos demostrarlo.
– Claro que sí. En Cornualles. Primero iremos a la ensenada, para localizar las cámaras, y después a la oficina del periódico, para descubrir lo que Mick Cambrey estaba escribiendo sobre el oncomet. Mañana.
– ¿Y el carrete? Las fotografías.
– A la espera.
– ¿Quieres que las revele?
– ¿Te apetece?
– Por supuesto.
– Pues vamos a ello, pajarito. Es hora de poner a Justin Brooke en su lugar.
Deborah trabajaba con una alegría de corazón y espíritu que le habría parecido imposible dos horas antes. Se descubrió tarareando, incluso cantando estrofas de viejas canciones que le venían a la cabeza: los Beatles, Buddy Holly, incluso una antigua de Cliff Richard que ni siquiera recordaba saber. Revelaba el carrete en el cuarto oscuro, sin pararse a reflexionar sobre la tarea en sí o sobre la desenvoltura con que la realizaba, ni sobre cómo y por qué el tiempo y las circunstancias habían dado marcha atrás, permitiendo que su anterior afecto infantil hacia St. James floreciera, renovado, mientras hablaban en el laboratorio. Sentía agradecimiento por el hecho de que hubiera sucedido, y lo sentía por la promesa de que el mutuo rencor se desvanecería.
Había estado en lo correcto al seguir sus instintos y acudir a Chelsea para estar con Simon. Se había sentido feliz al ver el cambio operado en su rostro cuando comprendió que su hermana no era culpable de nada. También se había sentido feliz, y a gusto, cuando le siguió a su dormitorio, charlando y riendo mientras él sacaba el carrete. Eran camaradas de nuevo, compartían sus pensamientos, se escuchaban, discutían y reflexionaban.
El placer de la comunicación había sido la piedra angular de su relación antes de que marchara a Estados Unidos. Aquellos minutos pasados en el laboratorio, y después en su dormitorio, le habían devuelto el vivido recuerdo de aquel placer, ya que no toda su intensidad. Vio como en una serie de imágenes lo que Simon había sido para ella. Su mente la retrotrajo a la infancia y la adolescencia, aquellos enormes períodos de tiempo que habían compartido.
Él era su historia de mil maneras diferentes: escuchaba sus aflicciones, suavizaba los golpes de las decepciones, leía para ella, hablaba con ella, era testigo de su crecimiento. La había visto en sus peores momentos; sus berrinches, su testarudo orgullo, su incapacidad de aceptar la derrota, las exigencias de autoperfección, la dificultad de perdonar las debilidades de los demás. Había visto esto y mucho más, y lo había aceptado todo. Podía aconsejar, podía ordenar, podía advertir, podía reprender, pero siempre aceptaba. Y ella había sabido que siempre lo haría, desde el momento que, cuando Simon tenía dieciocho años, se arrodilló ante ella junto a la tumba de su madre, donde ella intentaba mostrarse valiente, mostrarse indiferente, dar a entender que a los siete años era capaz de soportar el terror de una pérdida devastadora que apenas comprendía, donde él la había arrastrado a sus brazos con sólo tres palabras que le permitieron convertirse en lo que sería el resto de su vida: «Llorar es bueno.»
La había ayudado a crecer, la había alentado en todos los sentidos, y la había dejado marchar cuando llegó el momento. Fue ese acto final -su manifiesta voluntad de que viviera como una adulta, de no decir o hacer nada que la impidiera abandonarle -lo que minó su relación y creó un resentimiento que la devoraba, y como su parte mala fue la que afloró a la superficie cuando se dio cuenta de que Simon estaba decidido a ceñir su relación a aquellos tres años de separación, agravados por el silencio, dejó que su alegría se marchitara, dejó que la ternura muriera y se entregó a la necesidad de herirle. Lo consiguió, asestando una venganza que al principio la satisfizo, pura y simplemente. Ahora, en cambio, comprendía que alcanzar aquel objetivo había constituido, a lo sumo, una victoria pírrica, y cualquier venganza que infligiera a Simon recaía sobre ella y la hería.
La única esperanza de reconstruir la amistad residía en decir la verdad. Sólo en la confesión, la expiación y el perdón residía la posibilidad de recuperar la alegría. Ella deseaba la alegría, deseaba volver a estar a gusto con él, deseaba estar y hablar con él como en la infancia, como su hermana pequeña, su camarada, su amiga. No deseaba otra cosa. Porque lo que más le dolía de su penosa separación de Simon era el deseo frustrado de acostarse con él, para así saber si él la deseaba de verdad, para así saber que no eran producto de su imaginación aquellos lejanos momentos en que él había dejado Entrever lo que ella creía sincero deseo. Pero las llamas de su amor por Tommy habían consumido mucho tiempo atrás la necesidad de aquella satisfacción y certidumbre. Ahora era Tommy quien le proporcionaba la valentía de decir la verdad. Porque, cuando alzó a la luz los negativos de la película, buscando las fotos de la casa de Cambrey, también vio las fotos de Lynley, posando con los actores de Nanrunnel. Examinó su imagen -la forma en que echaba hacia atrás la cabeza cuando reía, el brillo de su cabello, el contorno de su boca- y experimentó una oleada de gratitud y devoción. Sabía que en Tommy recaía su lealtad de adulta, que era el futuro hacia el cual ella avanzaba. Pero no podía entregarse a él por completo sin hacer las paces con el pasado.
Se concentró en ampliar las fotografías que St. James había tomado en casa de Cambrey. De la ampliadora al revelador, al baño de corte y al fijador. Su mente daba vueltas todo el rato en torno a lo que quería decirle, cómo lo diría, y si sus explicaciones y disculpas bastarían para poner fin a sus desavenencias.
Era casi medianoche cuando completó su trabajo en el cuarto oscuro: revelado, baño, secado, esmaltado. Apagó las luces, recogió las fotografías y fue en busca de St. James.
Oyó sus movimientos en la escalera antes de verla. Había extendido sobre su cama todos los documentos pertinentes al caso, y los estaba examinando, decidiendo cuál podría utilizarse para exonerar no sólo a su hermana, sino también a Peter Lynley y John Penellin. Un centelleo en la puerta le arrancó de su abstracción. Era la camisa blanca de Deborah, que se destacaba contra las sombras del pasillo. Abrazaba las fotografías.
– ¿Has terminado? -dijo St. James sonriendo.
– Sí. Me costó más de lo que pensaba. No estoy acostumbrada a la ampliadora, porque es nueva y… Bueno, ya lo sabes, ¿no? Qué tonta.
Pensó que iba a darle las fotografías, pero no fue así. Se quedó de pie frente a la cama. Una mano apretaba las fotografías contra su costado, y la otra se curvó alrededor del pilar de la cama, alto y estriado.
– Necesito hablar contigo, Simon -dijo.
Algo en su rostro le recordó al instante un tintero derramado sobre una silla del comedor y la temblorosa confesión de una niña de diez años. Sin embargo, algo en su voz le dijo que, para Deborah, había llegado el momento de rendir cuentas, y como resultado experimentó aquella súbita debilidad que acompaña a la aparición del miedo.
– ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
– La fotografía. Sabía que algún día la verías, y quería que la vieras. Era mi deseo más ardiente. Quería que supieras que me acostaba con Tommy. Quería que lo supieras porque te haría daño. Yo quería hacerte daño. Ansiaba hacerte daño. Castigarte. Torturarte. Quería que pensaras en nosotros dos haciendo el amor. Quería que tuvieras celos. Quería que te preocuparas. Yo… Simon, me desprecio por haberte hecho esto.
Sus palabras eran tan inesperadas, que la sorpresa producida le dejó conmocionado. Durante un ridículo momento, pensó que había entendido mal, asumió que estaba hablando de las fotos de Cambrey, refiriéndose a ellas de una manera que no podía comprender. Tomó la rápida decisión de encauzar la conversación en esa dirección. «¿De qué estás hablando? ¿Celoso de Tommy? ¿Qué fotografía, Deborah?» O, mejor aún, desecharlo con una carcajada, indiferente. «Una broma pesada que no ha prosperado.»
Mientras reunía fuerzas para responder, ella continuó, abundando en el tema.
– Te quería mucho cuando me fui a Estados Unidos. Te amaba mucho, y estaba segura de que tú me amabas, no como un hermano, un tío o una especie de segundo padre, sino como hombre. De igual a igual. Ya sabes a qué me refiero.
Sus palabras eran tan dulces, su voz tan serena, que St. James se vio forzado a seguir mirando su cara. Estaba petrificado, incapaz de moverse, aunque cada fibra de su cuerpo insistía en que avanzara hacia ella.
– Ni siquiera sé si puedo explicar lo que sentía, Simon. Tan confiada cuando me marché, tan segura de nuestra relación. Después, esperé que respondieras a mis cartas. Al principio no entendía nada, llegué a creer que correos no funcionaba. Telefoneé al cabo de dos meses y te noté muy distante. Dijiste que tu carrera te exigía mucho. Las responsabilidades crecían. Conferencias, seminarios, informes. Responderías a mis cartas cuando pudieras. ¿Cómo va el colegio, Deborah? ¿Marcha bien? ¿Has hecho amistades? Estoy seguro deque todo saldrá bien. Tienes talento. Tienes dotes artísticas. Te aguarda un brillante futuro.
– Me acuerdo -fue lo único que consiguió articular St. James.
– Hice una disección de mí misma. -Una frágil sonrisa aleteó en su boca-. No era suficiente para ti, no era bastante bonita, no era bastante divertida, no era compasiva, no era cariñosa, no era deseable… No era suficiente.
– Eso no es verdad, ni entonces ni ahora.
– Me despertaba muchas mañanas y odiaba el seguir viva. Aún me aborrecía más. No era capaz de aceptar mi vida. Era una persona carente de todo valor, pensé. Estúpida, fea y completamente inútil.
Cada palabra era más difícil de soportar que la anterior.
– Quería morir. Rezaba por ello. Pero no tuve suerte. Seguí adelante. Como la mayoría de la gente.
– Siguen adelante. Curan sus heridas. Olvidan. Lo comprendo.
Confió en que aquellas cuatro frases bastaran para acallarla, pero comprendió que estaba decidida a proseguir la conversación hasta una conclusión pensada de antemano.
– Al principio, Tommy me ayudó a olvidar. Cuando venía a visitarme, reíamos. Hablábamos. La primera vez inventó una excusa para justificar su visita, pero la segunda ya no. Nunca me presionó, Simon. Nunca me pidió nada. Yo no le hablaba de ti, pero creo que él sabía algo y estaba decidido a esperar hasta que yo estuviera preparada para abrirle mi corazón, Escribía, telefoneaba, ponía unos auténticos cimientos. Cuando me llevó a la cama, yo lo deseaba. Había conseguido olvidarme de ti.
– Deborah, por favor, ya está bien. Lo comprendo.
Dejó de mirarla. Volver la cabeza fue el único movimiento que logró hacer. Clavó la vista en los papeles esparcidos sobre la cama. Le dolían los párpados.
– Tú me rechazaste. Estaba furiosa. Herida. Terminé contigo, pero por algún motivo creí que debía demostrarte cuál era la situación actual. Debía demostrarte que, si tú no me querías, otra persona sí. Por eso clavé esa fotografía en la pared de mi apartamento. Tommy no quiso que lo hiciera. Me lo pidió, pero yo hice hincapié en la composición, el color, la textura de las cortinas y las mantas, la forma de las nubes en el cielo. Sólo es una fotografía, dije, ¿te molesta lo que implica?
Calló unos momentos. St. James pensó que había terminado. Levantó la vista y vio que se había llevado la mano a la garganta, que apretaba los dedos contra la clavícula.
– Le dije una mentira terrible a Tommy. Sólo quería herirte, cuanto más mejor.
– Dios sabe bien que lo merecía. Yo también te herí.
– No. Una venganza semejante no tiene excusa. Es digna de un adolescente. Despreciable. Apunta cosas sobre mí que me ponen enferma. Lo siento mucho. De veras. Lo siento muchísimo.
«No es nada. Te lo aseguro. Olvídalo, pajarito.» No pudo pronunciar las palabras. No podía decir nada. No podía soportar la idea de que, por culpa de su cobardía, la había empujado a los brazos de Lynley. El sufrimiento era intolerable. Se consideró un ser despreciable. Mientras buscaba palabras que no sabía, mientras se sentía desgarrado por sentimientos que no quería poseer, Deborah colocó las fotografías sobre el borde de la cama, tirando de las esquinas hacia abajo para impedir que se doblaran.
– ¿Le quieres?
Dio la impresión de que arrojaba la pregunta como una lanza.
Deborah se había encaminado hacia la puerta, pero se volvió para contestar.
– Significa todo para mí -dijo-. Lealtad, decisión, afecto, ternura. Me ha dado…
– ¿Le quieres? -La voz le tembló en esta ocasión-. ¿Puedes decir que le quieres, Deborah?
Por un momento, pensó que se marcharía sin responder, pero entonces percibió que la influencia de Lynley se manifestaba en todo su cuerpo. Alzó la barbilla, enderezó los hombros, y asomaron lágrimas en sus ojos. Oyó la respuesta antes de que hablara.
– Le quiero. Sí. Le quiero.
Y se marchó.
St. James yacía en la cama y contemplaba las formas cambiantes que dibujaban en el techo las sombras y la tenue luz del exterior. La noche era calurosa, la ventana del dormitorio estaba abierta y las cortinas descorridas. De vez en cuando, oía el rugido de los coches que circulaban por Cheyne Walk, a una manzana de distancia, el estruendo de sus motores amplificado por la anchura del río. Su cuerpo debería estar cansado, exigir el sueño, pero, en cambio, le dolía; sentía los músculos del cuello y hombros insoportablemente tensos, las manos y brazos como electrizados, el pecho aplastado como bajo un gran peso. Su mente era un remolino, compuesto por fragmentos de anteriores conversaciones, brumosas fantasías a medio formar, cosas que era preciso decir. Intentó concentrarse en algo que no fuera Deborah. Un análisis de fibras que necesitaba terminar, una declaración que debía efectuar dentro de dos semanas, una conferencia en la que iba a presentar una ponencia, un seminario en Glasgow al que estaba invitado. Intentó volver a ser como durante su ausencia, el frío científico que encadenaba compromisos y responsabilidades, pero sólo consiguió ver al hombre que era en realidad, el cobarde que procuraba alejar de su vida todo riesgo de ser vulnerable.
Toda su vida era una mentira, basada en nobles aforismos que no creía. Que se marche. Que se abra su camino. Que se construya un mundo de amplios horizontes, habitado por gente que le ofrezca riquezas sin parangón con mi escasez. Que encuentre un alma gemela con la que emparejarse, desprovista de la debilidad que aqueja mi vida. Esta lista de normas escrupulosas que habían gobernado su comportamiento le salvaba de tener que enfrentarse a la verdad.
El temor le dominaba. Le dejaba inerme. Cualquier acto podía suponer el rechazo, de modo que se decantó por la pasividad, por dejar que pasara el tiempo, por creer que los conflictos, las dificultades y la confusión se resolverían espontáneamente a la larga. Así había sido. El resultado fue la pérdida.,
Comprendió demasiado tarde lo que tendría que haber sabido desde siempre: que su vida con Deborah había sido un tapiz tejido poco a poco, y que Deborah había manejado el hilo, creado el diseño y terminado por convertirse en la propia tela. Que ella le abandonara ahora era una forma de morir que no le proporcionaba la paz de los muertos, sino un infierno eterno de recriminaciones, producto de su pavor despreciable. Los años habían transcurrido y él no le había dicho que la amaba. Su corazón sangraba ante su presencia, pero él no quería pronunciar las palabras. Sólo podía agradecer a Dios que Lynley y ella proyectaran iniciar una nueva vida en Cornualles después de la boda. Si desaparecía de su presencia, de su vista, sería capaz de soportar lo que quedara de su vida.
Volvió la cabeza y miró los números rojos luminosos del reloj digital. Las tres y diez. Era inútil intentar dormir. Lo admitió, al menos. Encendió la luz.
El montón de fotografías todavía descansaba sobre la mesa contigua a la cama, donde las había dejado dos horas antes. En un acto deliberado de evasión, otra cobardía por la que se despreciaría al amanecer, las cogió. Como si esta acción pudiera borrar las palabras de Deborah, como si la certeza de saber que en un tiempo le había amado no destrozara su alma, empezó a examinarlas, indiferente a que su mundo se derrumbara.
Contempló sin la menor emoción el cadáver, la mutilación, su posición cerca del sofá. Observó los objetos esparcidos sobre el suelo de la sala: cartas y sobres, lápices y bolígrafos, cuadernos y carpetas, hojas de papel cubiertas de escritura, el atizador y los útiles de la chimenea caídos, el ordenador conectado, los disquetes tirados sobre el escritorio. Más cerca del cuerpo, un brillo plateado, tal vez una moneda, semioculta bajo su muslo; el billete de cinco libras, un pedazo roto de él en el suelo, cerca de la mano; la repisa de la chimenea, contra la que su cabeza había chocado; a la derecha, el hogar sobre el que había caído. St. James examinó las fotografías incesantemente, buscando algo que no hubiera identificado a pesar de haberlo visto. El ordenador, los disquetes, las carpetas, los cuadernos, el dinero, la repisa. Pero sólo pensaba en Deborah.
Tiró la toalla y admitió que no vendría el sueño, ni la paz, ni tan siquiera la posibilidad de un momento de distracción. Sólo le quedaba la alternativa de hacer más tolerables las horas que faltaban para el amanecer. Alcanzó sus muletas y se izó de la cama. Se puso la bata, la anudó con movimientos torpes y se dirigió a la puerta. Había coñac en el estudio. No sería la primera vez que buscaba su consuelo. Bajó la escalera.
La puerta del estudio estaba abierta en parte, y acabó de abrirla sin el menor ruido. Un suave resplandor, entre dorado y rosa oscuro, procedía de dos velas que solían estar sobre la repisa, pero que se habían colocado una al lado de otra y encendido sobre el hogar. Deborah, con las manos enlazadas alrededor de las rodillas, estaba sentada en la otomana y contemplaba la llama de las velas. Al verla, St. James quiso retroceder. Pero no se movió.
Deborah miró hacia la puerta y apartó los ojos en cuanto vio quién era.
– No podía dormir -dijo sin necesidad, como si considerase necesario explicar su presencia en el estudio, en bata y zapatillas, pasadas las tres de la madrugada-. No entiendo por qué. Debería estar agotada. Me siento agotada. No podía dormir. Demasiadas excitaciones estos últimos días.
Sus palabras fueron despreocupadas, bien elegidas e indiferentes, pero se percibía cierta vacilación en su voz, cierta falta de veracidad. Al oírlas, St. James avanzó y se sentó en la otomana, a su lado. Jamás lo había hecho. En el pasado, el lugar de Deborah era la otomana, mientras él se sentaba en la butaca o en el sofá, situándose por encima de ella.
– Yo tampoco podía dormir -dijo, dejando las muletas en el suelo-. Decidí bajar a tomar un coñac.
– Te lo traeré.
Deborah hizo ademán de levantarse.
Él la cogió por la mano y se lo impidió.
– No, da igual.
Ella no volvió la cabeza.
– Deborah.
Pronunció la palabra con serenidad. La masa de cabello rizado ocultaba el rostro de Deborah. Ésta efectuó un rápido movimiento, como a punto de elevar el cuerpo, y St. James pensó que iba a marcharse. En cambio, oyó su respiración entrecortada y comprendió con algo de sorpresa que la joven estaba conteniendo el llanto.
Tocó su cabello con tal suavidad, que ella no se dio cuenta.
– ¿Qué pasa?
– Nada.
– Deborah…
– Éramos amigos -susurró-. Tú y yo. Éramos compañeros. Quise recobrar eso. Pensé que, si hablaba contigo esta noche…, pero no fue posible. Todo ha terminado, y me…, me duele mucho saberlo. Si hablo con tigo, si te veo, todavía me siento destrozada. Quiero › acabar con ese sentimiento. No puedo afrontarlo de nuevo.
Su voz se quebró. Sin pensarlo, St. James rodeó su espalda con el brazo. Daba igual lo que dijera. Verdad o mentira, daba igual. Tenía que decir algo para aliviar su dolor.
– Sobreviviremos a esto, Deborah. Volveremos a ser lo que fuimos. No llores.
La besó en la cabeza. Ella se refugió en sus brazos. Él la acogió, acarició su cabello, la meció, pronunció su nombre. Al instante, una inmensa paz le invadió.
– No importa -susurró-. Siempre seremos amigos. Nunca perderemos eso. Te lo prometo.
Entonces, notó que los brazos de Deborah le rodeaban. Notó la suave presión de sus senos contra el pecho. Notó el latido de los corazones de ambos y aceptó la realidad de que había vuelto a mentir. Nunca serían amigos. La amistad era absolutamente imposible entre ellos, pues bastaba aquel simple movimiento (los brazos de Deborah rodeándole) para que todo su cuerpo se consumiera de pasión por ella.
Media docena de reproches pasaron por su cabeza. Deborah era de Lynley. Ya la había herido bastante. Iba a traicionar la amistad más antigua de su vida. Existían barreras entre ellos que no podían cruzarse. Tenía que aceptar los hechos. La felicidad no nos está destinada. La vida no siempre es justa. Oyó todos y cada uno, juró que se iría del estudio, se ordenó soltarla, pero no se movió. Sólo abrazarla, sólo disfrutar de este momento, sólo sentirla cerca de él, sólo aspirar el perfume de su piel. Era suficiente. No haría nada más…, salvo tocar su cabello de nuevo, salvo apartarlo de su rostro.
Ella levantó la cabeza para mirarle. Reproches, intenciones, barreras y decisiones fueron relegados al olvido. El precio era demasiado elevado. No importaba. Nada importaba. Sólo el momento compartido con ella.
Tocó su mejilla, su frente, siguió con el dedo la línea de sus labios. Ella susurró su nombre, una sola palabra que por fin destruyó el temor. St. James se preguntó cómo había podido temer perderse en el amor de esta mujer. Era como él. Ahora lo comprendió. Aceptó esa verdad. Era una forma de realizarse. Acercó la boca de Deborah a la suya.
Nada existía, salvo estar en los brazos de Simon. Nada importaba, salvo el calor de su boca y el sabor de su lengua. Era como si únicamente este momento importara, permitiendo que un beso definiera su vida.
Él murmuró su nombre, y una corriente de seguridad pasó entre ellos, extrayendo energía del pozo inagotable de su deseo. Borró el pasado y se llevó todas las creencias, todas las intenciones, todos los aspectos de su vida, excepto la certeza de que le deseaba, más que a la lealtad, más que al amor, más que a la promesa de un futuro. Se dijo que esto no tenía nada que ver con la Deborah que era de Tommy, que dormía en la cama de Tommy, que iba a ser la mujer de Tommy. Sólo tenía que ver con un ajuste de cuentas, una hora que aprovecharía para medir su valor.
– Mi amor -susurró Simon-. Sin ti…
Ella cubrió la boca de él con la suya. Mordió sus labios con suavidad y notó que se curvaban en una sonrisa. Ella no deseaba palabras. Sólo sensaciones. La boca de Simon en su cuello, describiendo una curva hasta el hueco de la garganta; las manos de Simon en sus pechos, acariciando y arrullando, descendiendo hasta la cintura, hasta el cinturón de la bata, desanudándolo, empujando la bata hacia atrás, bajando los delgados tirantes del camisón por sus brazos. Deborah se quedó inmóvil. El camisón cayó al suelo. Notó la mano de Simon sobre su muslo.
– Deborah.
Ella no quería palabras. Se inclinó sobre él, le besó, sintió que la apretaba contra su cuerpo, se oyó suspirar de placer cuando la boca de Simon encontró su pecho.
Ella empezó a acariciarle. Empezó a desnudarle.
– Te deseo -susurró él-. Deborah. Mírame.
Ella no quería. No podía. Vio el resplandor de las velas, la piedra que rodeaba el hogar, las estanterías llenas de libros, el centelleo de una lámpara de metal sobre el escritorio, pero no así sus ojos, su rostro o la forma de su boca. Aceptó sus besos. Le devolvió las caricias. Pero no le miró.
– Te quiero -susurró Simon.
Tres años. Deborah aguardaba una sensación de triunfo, pero no se produjo. En cambio, un candelabro derramó cera sobre el hogar. La llama murió con un siseo. La mecha consumida desprendió un hilillo de humo, cuyo olor era penetrante y molesto. St. James se volvió para averiguar de dónde procedía.
Deborah observó sus movimientos. La llama de la vela superviviente revoloteó como unas alas sobre su piel. Su perfil, su cabello, el contorno afilado de su mentón, la curva de su hombro, los movimientos seguros de sus manos… Deborah se levantó. Sus dedos temblaban cuando se puso la bata y manoteó inútilmente con el resbaladizo cinturón de raso. De pronto, se sintió débil, agotada. Ni una palabra, pensó. Lo que sea, pero ni una palabra.
– Deborah…
No podía.
– Por el amor de Dios, Deborah, ¿qué te pasa? ¿Qué ocurre?
Se obligó a mirarle. Un vendaval de sentimientos deformaba su rostro. Parecía joven, vulnerable, dispuesto a recibir el golpe.
– No puedo -dijo ella. Notó los labios rígidos-. No puedo.
Se alejó de él y abandonó la habitación. Subió corriendo la escalera. Tommy, pensó.
Como si su nombre fuera una oración, una invocación que la salvara de sentirse sucia y atemorizada.