SEGUNDA PARTE. MARCA SANGRIENTA

4

Nancy Cambrey arrastró los pies por el sendero de grava que serpenteaba desde la casa hasta la gran mansión. Levantaba delicadas motas de polvo, parecidas a nubes de lluvia en miniatura. El verano había sido muy seco hasta el momento, y una pátina grisácea de tizne vestía las hojas de los rododendros que flanqueaban la carretera, y los árboles que se curvaban sobre ella, en lugar de proporcionar sombra, capturaban el aire seco y pesado entre sus ramas. El viento procedente del Atlántico, que se dirigía a Mount's Bay, se deslizaba por debajo de los árboles, empujado desde Gwennap Head, pero el aire pendía inmóvil como la muerte sobre el camino que Nancy seguía, y olía a follaje calcinado por el sol.

Quizá, pensó, la presión que atenazaba sus pulmones no era obra del aire. Quizá nacía del temor. Porque se había prometido a sí misma que hablaría con lord Asherton la primera vez que le viera, durante una de sus escasas visitas a Cornualles. Ahora, estaba en camino. Tenía que verle.

Se pasó la mano por el cabello. Lo notó débil al tacto, y las puntas quebradizas. En los últimos meses había adoptado la costumbre de recogerlo en la nuca con una goma, pero hoy se lo había lavado y secado después al aire libre; el corte era recto y sencillo, enmarcaba su rostro y abrazaba sus hombros. No le sentaba bien. Sabía que no le sentaba bien, carente de atractivo y gracia, cuando antes había sido un motivo de tímido orgullo.

«Cómo brilla tu cabello, Nancy.» Sí. Cómo había brillado.

Se detuvo al oír voces delante de ella y escudriñó entre los árboles. Vagas figuras se movían cerca de una mesa dispuesta sobre el césped, bajo un viejo roble que proporcionaba bastante sombra. Dos sirvientas de Howenstow se atareaban en alguna ocupación.

Nancy reconoció sus voces. Eran chicas que conocía desde la infancia, conocidas que nunca habían llegado a ser amigas. Pertenecían a esa parte de la humanidad que vivía tras la barrera que separaba a Nancy de las demás personas integradas en la propiedad, una barrera que le impedía intimar tanto con los Lynley hijos como con los hijos de los arrendatarios, los trabajadores eventuales y los criados..

Nancy de Ningún Lugar, se había etiquetado, y toda su vida había constituido un esfuerzo para crearse un lugar al que pudiera llamar suyo. Ahora tenía ese lugar, tal vez sólo de nombre, pero decididamente suyo, un mundo que se circunscribía a su hija de cinco meses, Gull Cottage y Mick.

Mick. Michael Cambrey. Graduado universitario. Periodista. Viajero del mundo. Hombre de ideas. Marido de Nancy.

Le había deseado desde el primer momento, había deseado bañarse en su encanto, gozar de su viril atractivo, escuchar su conversación y su risa fácil, sentir sus ojos sobre ella y confiar en ser la causa de su alegría. De modo que cuando encontró a Mick en lugar de a su padre, durante una de sus visitas semanales al periódico del anciano para ocuparse de la teneduría de libros, como había hecho durante dos años, aceptó de buen grado su invitación a quedarse un rato más y charlar.

Cómo le gustaba a él hablar. Cómo le gustaba a ella escuchar. Sin otra contribución que su admiración, sin embargo, con qué facilidad había llegado a la creencia de que necesitaba contribuir más a su relación. Lo hizo…, sobre el colchón del viejo molino de Howens-tow, donde pasaron todo el mes de abril haciendo el amor, y engendraron la niña que nació en enero.

No había pensado en el cambio que experimentaría su vida. No había pensado en el cambio que experimentaría Mick. Sólo existía el momento, sólo importaba la sensación. Sus manos y su boca, su fuerte y viril cuerpo, insistente y anhelante, el leve sabor salado de su piel, su gruñido de placer cuando la poseía. La idea de que él la deseaba suprimía cualquier reflexión sobre las posibles consecuencias. Eran insustanciales.

Ahora todo era diferente.

– ¿Podemos hablar del asunto, Roderick? -había oído decir a Mick-. Tal como está nuestra situación económica, detesto que vayas a tomar una decisión semejante. Hablaremos de ello cuando vuelva de Londres.

Había escuchado, lanzado una carcajada, colgado el auricular y, al volverse, la vio agazapada en el umbral, una espía ruborizada. Pero su presencia no le preocupó. Se limitó a no hacerle caso y reanudó su trabajo, mientras en el dormitorio de arriba la pequeña Molly lloraba, sin que nadie le prestara atención.

Nancy le miró mientras pulsaba el teclado de su nuevo ordenador. Le oyó murmurar y vio que cogía el manual y leía unas páginas. No entró en la habitación para hablar con él. En cambio, se retorció las manos.

«Tal como está nuestra situación económica…» Gull Cottage no era suyo. Pagaban un alquiler mensual, pero iban justos de dinero. Mick lo gastaba con excesiva generosidad. No habían pagado los dos últimos meses. Si el doctor Trenarrow se lo aumentaba, si ese aumento se añadía a lo que ya debían, se hundirían. Ella lo sabía. Si eso ocurría, ¿adonde podrían ir? A Howenstow no, desde luego, pues tendrían que vivir en la casa de su padre, acogiéndose a su irritada caridad. No podían hacer eso.

– El mantel tiene un agujero, Mary. ¿Has traído otro?

– No. Pon un plato encima.

– ¿Quién demonios va a sentarse en mitad de la mesa, Mary?

Las risas de las sirvientas mientras extendían un mantel blanco llegaron hasta Nancy. Una súbita ráfaga de viento, que había logrado encontrar un hueco en la armadura de los árboles, hinchó el mantel entre sus manos. Nancy levantó la cara para sentir la caricia del viento, pero éste capturó un puñado de hojas muertas y polvo y las arrojó hacia ella.

Alzó una mano para limpiarse la cara, pero el esfuerzo agotó sus energías. Suspiró y continuó caminando hacia la mansión.


Una cosa era hablar de amor y matrimonio en Londres, y otra muy diferente comprender todas las implicaciones ocultas tras aquellas fáciles palabras cuando las vio desplegadas frente a ella en Cornualles. Cuando bajó de la limusina que los había recogido en el aeródromo de Land's End, Deborah Cotter se sentía decididamente aturdida. Tenía el estómago revuelto.

Como sólo había conocido a Lynley en el ambiente y las condiciones impuestos por ella, no había pensado en lo que significaría entrar a formar parte de su familia mediante el matrimonio. Sabía que era un conde, por supuesto. Había ido en su Bentley, frecuentado su casa de Londres y hasta conocido a su mayordomo. Había comido en su vajilla de porcelana, bebido en sus copas de cristal tallado y contemplado cómo se ponía sus ropas hechas a medida. Sin embargo, todos estos elementos se integraron en una categoría de comportamiento que ella llamó «el estilo de vida de Tommy». Jamás habían afectado su vida para nada. Sin embargo, ver Howenstow desde el aire, mientras Lynley daba dos vueltas sobre la propiedad, le sirvió como primera indicación de que su vida habitual durante veintiún años se enfrentaba a un cambio en potencia… y radical.

Aquella mansión era una enorme estructura jacobina que adoptaba la forma de una E jaspeada, desprovista de la barra central. Una gran ala secundaria surgía en dirección opuesta a la barra oeste del edificio y al noreste, justo al otro lado de su espina dorsal, se alzaba una iglesia. Más allá de la casa brotaban edificios anexos y establos, tras los cuales se extendía el parque de Howenstow en dirección al mar. En este parque pastaban vacas entre altísimos sicómoros que crecían en abundancia, protegidos del, en ocasiones, inclemente tiempo del sudoeste por una fortuita ladera natural. En el perímetro de todo esto, la muralla de Cornualles, hábilmente dispuesta, marcaba el límite de la finca, aunque no el fin de la propiedad Asherton que, como Deborah sabía, comprendía granjas lecheras, terrenos agrícolas y minas abandonadas que en otros tiempos habían proporcionado hojalata a la región.

Enfrentada a la realidad tangible e innegable que era el hogar de Tommy, en lugar del escenario nebuloso de fiestas que duraban todo el fin de semana, tantas veces comentadas por St. James y lady Helen a lo largo de los años, la mente de Deborah alumbró la idea risible de que ella, Deborah Cotter, la hija de un criado, se introduciría alegremente en la vida de esta propiedad como si fuera Manderley y Max de Winter [3] languideciera entre sus muros, aguardando a que el amor de una mujer sencilla le rejuveneciera. Muy poco propio de ella, pensó.

Toda la situación se le antojaba un sueño, en el que elementos quiméricos se iban amontonando unos sobre otros. El vuelo en avión, la primera visión de Howenstow, la limusina y el chófer uniformado que esperaban en el aeródromo. Ni siquiera el frívolo saludo de lady Helen al hombre («¡Por Dios, Jasper! ¡Tienes un aspecto espléndido! La última vez que vine ni siquiera te molestaste en afeitarte») logró calmar la incertidumbre de Deborah.

Al menos, durante el trayecto hasta Howenstow sólo se esperaba de ella que admirase Cornualles, cosa que hizo. Era una parte agreste del país, que comprendía páramos desolados, colinas rocosas, ensenadas arenosas cuyas cuevas ocultas utilizaban los contrabandistas como refugio desde tiempo inmemorial, repentinos bosques lujuriantes en que el campo se hundía en desfiladeros; y por todas partes laberintos de celidonias, amapolas y vincapervincas, que invadían los senderos estrechos.

De uno de ellos nacía el camino principal a Howenstow, que los sicómoros cubrían y los rododendros flanqueaban. Pasaba frente a un pabellón, bordeaba el parque, se internaba bajo un portal Tudor ornamentado, daba la vuelta a un jardín de rosas y moría frente a una maciza puerta sobre la cual un sabueso y un león luchaban esplendorosamente en el escudo de armas de los Asherton.

Salieron del coche con el desorden habitual que acompaña a las llegadas. Deborah dedicó al edificio una mirada fugaz. Daba la impresión de que estaba vacío. Lo deseó con todas sus fuerzas.

– Mira, ahí está mi madre -dijo Lynley.

Deborah se volvió y observó que Tommy no miraba hacia la puerta, donde ella esperaba divisar a una condesa de Asherton de punta en blanco, con una pálida mano extendida a modo de bienvenida, sino hacia la esquina sudeste de la casa, donde una mujer alta y esbelta avanzaba a buen paso hacia ellos, abriéndose paso entre los arbustos.

El aspecto de lady Asherton no pudo sorprender más a Deborah. Llevaba un viejo equipo de tenis y una toalla azul echada sobre los hombros, que utilizaba para secarse vigorosamente el sudor de su cara, brazos y cuello. Tres enormes perros le pisaban los talones. Se detuvo, cogió una pelota y la tiró con la precisión de un jugador de bolos al otro extremo del jardín. Lanzó una carcajada cuando los tres animales se lanzaron tras ella, contempló la escena un momento y fue a reunirse con el grupo que aguardaba frente a la puerta principal.

– Tommy -dijo con voz agradable-. Te has hecho un corte de pelo algo diferente, ¿no? Me gusta. Mucho.

No le tocó, pero abrazó a lady Helen y a St. James, antes de volverse hacia Deborah e indicar con un gesto de pesar sus ropas de tenis.

– Perdona mi apariencia, Deborah. No suelo recibir a mis invitados de esta guisa, pero, si quieres que te diga la verdad, soy terriblemente perezosa, y si no hago mis ejercicios a la misma hora cada día, encuentro mil excusas para no hacerlos. Dime que no eres una de esas espantosas obsesas de la salud que corren cada mañana cuando sale el sol.

No se trataba de un recibimiento tipo «bienvenida-a-nuestra-familia», pero tampoco era el tipo de acogida astuta que lograba combinar la cortesía exigida con una desaprobación inconfundible. Deborah no sabía cómo responder.

Como si lo comprendiera y quisiera abreviar la tensión de los primeros instantes, lady Asherton se limitó a sonreír, apretó la mano de Deborah y se volvió hacia su padre. Cotter se había mantenido apartado hasta el momento. El sudor cubría su cara. Estaba consiguiendo que sus ropas parecieran confeccionadas para un hombre varios centímetros más alto y mucho más grueso que él.

– Señor Cotter -dijo lady Asherton-, ¿puedo llamarte Joseph? Me alegro sobremanera de que tú y Deborah entréis a formar parte de nuestra familia.

Ése sí que era el recibimiento convencional. La madre de Lynley lo había reservado para la persona que, según le dictaba su intuición, más lo iba a necesitar.

– Gracias, señora.

Cotter enlazó las manos a su espalda, como temeroso de que una se descontrolara y empezara a agitar el brazo de lady Asherton.

Lady Asherton sonrió. Era la misma sonrisa torcida de Tommy.

– Me llamo Dorothy, aunque, por motivos que jamás he comprendido, mis familiares y amigos siempre me han llamado Daze, aunque siempre es mejor que Diz, supongo, puesto que sugiere «distraída», y temo que debería vetar algo que se acerca tan peligrosamente a describir mi personalidad.

El hecho de que la viuda de un conde le estuviera invitando a tutearla desconcertó a Cotter. Con todo, tras un momento de reflexión, asintió con la cabeza y contestó:

– Daze está muy bien.

– Bien -dijo lady Asherton-. Estupendo. Parece que vamos a gozar de un fin de semana espléndido, ¿verdad? Ha hecho bastante calor, desde luego, y hoy también, pero confío en que esta tarde soplará un poco de brisa. Por cierto, Sidney ya ha llegado, acompañada de un joven muy interesante. Sombrío y melancólico, diría yo.

– ¿Brooke? -preguntó St. James, sin la menor alegría.

– Sí. Justin Brooke. ¿Le conoces, Simon?

– Más de lo que quisiera, a decir verdad -intervino lady Helen-. Pero me ha prometido que se portará bien, ¿verdad, Simon querido? Ni veneno en las gachas, ni duelos al amanecer, ni peleas en el salón. Cortesía irreprochable durante setenta y dos horas. Una dicha perfecta, de las que hacen rechinar los dientes.

– Atesoraré cada momento -replicó St. James.

Lady Asherton lanzó una carcajada.

– Por supuesto que sí. No hay reunión completa sin esqueletos surgiendo de cada armario y un poco de temperamento exaltado. Conseguís que me vuelva a sentir joven. -Cogió a Cotter del brazo y entraron en la casa-. Voy a enseñarte algo de lo que estoy absurdamente orgullosa, Joseph -oyeron que decía, mientras señalaba el recargado taraceado de la entrada-. Unos trabajadores del pueblo lo colocaron justo después del gran incendio que padecimos en 1849. Bien, no te lo vas a creer, pero la leyenda afirma que el fuego…

No lograron escuchar sus palabras, pero al cabo de un momento retumbó la risa de Cotter, profunda y sincera.

Entonces, el estómago de Deborah dejó de estar tan revuelto. El latido de su corazón se normalizó. El alivio se extendió por sus músculos como un muelle que liberase la tensión, y comprendió que este primer encuentro entre ambos progenitores la había puesto muy nerviosa. Pudo haber resultado desastroso. Habría sido desastroso, si la madre de Tommy no hubiera sido de la clase que elimina la timidez de los extraños con unas cuantas palabras amables.. Es maravillosa, sintió Deborah la necesidad de decir en voz alta a alguien, y, sin pensarlo, se volvió hacia St. James.

Su cara transparentaba una total aprobación. Las arrugas que cercaban sus ojos se hicieron más pronunciadas. Sonrió un breve instante.

– Bienvenida a Howenstow, querida.

Lynley rodeó sus hombros con el brazo y la condujo al interior de la mansión. El techo alto y el suelo de mosaico proporcionaban frío y humedad al aire, un cambio que se agradecía después del calor que reinaba fuera.

Encontraron a lady Asherton y Cotter en el gran salón, situado a la derecha de la entrada. Era una sala alargada, presidida por un hogar cuya chimenea, de granito desnudo de adornos, estaba coronada por la cabeza de una gacela salvaje. Relieves en yeso decoraban el techo y las paredes estaban chapadas en madera. De ellas colgaban retratos de tamaño natural de los condes de Asherton, representantes de cada generación, que observaban a sus descendientes en todo tipo de poses y atavíos.

Deborah se detuvo ante un retrato del siglo dieciocho que plasmaba a un hombre ataviado con pantalón nes color crema y chaqueta roja, con un látigo de jinete en la mano y un perro de aguas a sus pies.

– Dios mío, Tommy. Os parecéis como dos gotas de agua.

– Éste es el aspecto que tendría Tommy si pudiéramos convencerle de que se embutiera en esos deliciosos pantalones -comentó lady Helen.

Deborah notó que el brazo de Tommy se tensaba alrededor de sus hombros. Al principio, pensó que era la reacción a las risas que celebraron el comentario de lady Helen, pero entonces vio que se había abierto una puerta en el extremo norte del vestíbulo y que un joven alto, vestido con unos tejanos raídos, caminaba descalzo sobre el suelo de parquet, seguido por una chica de mejillas hundidas, también descalza.

Tenía que ser Peter, decidió Deborah. Aparte de su delgadez extrema, poseía el mismo cabello rubio, los mismos ojos pardos y los mismos pómulos, nariz y mentón bien marcados de los retratos que jalonaban las paredes. Sin embargo, al contrario que sus antepasados inmortalizados en los lienzos, Peter Lynley llevaba un pendiente, una cruz gamada que colgaba de una fina cadena de oro hasta el hombro.

– ¡Peter! ¿No estás en Oxford?

La pregunta de Lynley reflejó la clase de educación que proscribe enzarzarse en una disputa delante de los invitados.

Peter sonrió y se encogió de hombros.

– Vinimos a tomar un poco el sol y descubrimos que tú habías tenido la misma idea. Ya sólo falta Judy y estaremos todos los hermanos juntitos, ¿verdad?

Acarició el cierre del pendiente y atrajo a su compañera hacia él. En un gesto que reproducía el de Lynley, rodeó sus hombros con el brazo, saludando con un gesto de cabeza a St. James y a lady Helen.

– Os presento a Sasha. -Ciñó su cintura y hundió los dedos bajo los tejanos de la muchacha-. Sasha Nifford. -Sin esperar a que su hermano le imitara, saludó a Deborah-. Y ésta debe de ser tu futura esposa. Siempre has tenido un gusto excelente en cuestión de mujeres, como has demostrado muy bien a lo largo de los años.

Lady Asherton se adelantó. Miró a sus dos hijos y extendió la mano, como si quisiera unirlos de alguna manera.

– Me quedé sorprendida cuando Hodge me dijo que Peter y Sasha habían llegado. Después, pensé que era una idea encantadora tener a Peter en casa durante el fin de semana en que vas a anunciar tu compromiso.

– Lo mismo que he pensado yo -replicó Lynley-. ¿Quieres enseñar sus habitaciones a nuestros invitados, madre? Me apetece charlar unos minutos con Peter. Para ponernos al día.

– La comida se servirá dentro de una hora. Hace un día tan agradable que comeremos en el jardín.

– Estupendo. Dentro de una hora. Si te ocupas de todo el mundo…

Era más una orden que un ruego.

Deborah se sintió sorprendida al oírle. Miró a los demás para examinar sus reacciones, pero sólo captó en sus rostros la firme resolución de hacer caso omiso de la hostilidad que reinaba en la sala. Lady Helen estaba examinando una fotografía enmarcada en plata del príncipe de Gales. St. James admiraba la tapa de una caja de té oriental. Cotter estaba de pie frente a una ventana salediza y contemplaba el jardín.

– Querida -le dijo Lynley-. Si me disculpas un momento…

– Tommy…

– Discúlpame, Deb.

– Por aquí, querida.

Lady Asherton la empujó con suavidad.

Deborah no quería moverse.

– Dime que me has concedido esa maravillosa habitación verde que da al patio oeste, Daze

– intervino lady Helen-. Ya sabes a cuál me refiero. La que está encima de la sala de armas. Hace años que anhelo pasar una noche en ella, dormir con el excitante temor de que a alguien se le escapará un disparo accidental que atravesará el techo.

Cogió a lady Asherton por el brazo. Se dirigieron hacia la puerta. No había otra elección que seguirlas. Deborah se resignó, pero mientras se dirigía al pasillo miró a Lynley y a su hermano. Se hallaban frente a frente, como dos combatientes, dispuestos a iniciar la lucha.

Todo el calor humano que el fin de semana prometía se transformó en hielo al verlos y comprender de repente que apenas sabía nada de las relaciones de Tommy con su familia.


Lynley cerró la puerta de la sala de música y observó a Peter mientras se acercaba, con paso excesivamente cauteloso y preciso, a la ventana. Se sentó en el banco situado al pie de la ventana y acomodó su cuerpo larguirucho sobre el cojín de brocado verde. El papel de las paredes reproducía crisantemos amarillos sobre campo verde, y esa combinación de colores, añadida al intenso sol de mediodía, dotaba a Peter de un aspecto más demacrado del que tenía en el gran salón. Hacía lo posible por mostrar indiferencia hacia Lynley, siguiendo con el dedo el dibujo producido por una deformación del cristal.

– ¿Qué estás haciendo en Cornualles? Se supone que debes de estar en Oxford. Contratamos a un preceptor para el verano. Convinimos en que te quedarías en la universidad.

Lynley sabía que hablaba con voz fría y hostil, pero ver a su hermano le había sacado de quicio. Peter estaba esqueléticamente delgado. Sus ojos parecían amarillos. La piel que rodeaba su nariz se veía excoriada y cubierta de costras.

Peter se encogió de hombros, como aburrido.

– Es una simple visita, por el amor de Dios. No voy a quedarme. Volveré a Oxford. ¿Estás contento?

– ¿Qué estás haciendo aquí? No me vengas con la excusa de que querías tomar el sol, porque no me la voy a tragar.

– Me importa muy poco si te la tragas o no, pero piensa en lo afortunado de mi llegada, Tommy. Si no hubiera aparecido por sorpresa esta mañana, me habría perdido la fiesta. ¿O acaso era ésa tu intención? ¿Querías mantenerme al margen? ¿Otro desagradable secreto de la familia oculto para que tu pequeña pelirroja no se entere de demasiados a la vez?

Lynley se abalanzó hacia su hermano y le obligó a levantarse.

– Te pregunto de nuevo qué estás haciendo aquí, Peter.

Peter se soltó.

– He dejado los estudios, ¿vale? ¿Es eso lo que querías oír? Me he largado. ¿Vale?

– ¿Te has vuelto loco? ¿Dónde vives?

– Tengo un piso en Londres. No te preocupes, no he venido a pedirte dinero. Tengo suficiente.

Empujó a Lynley a un lado y se acercó al viejo piano Broadwood. Arrancó de las teclas un sonido disonante e irritante.

– Esto es absurdo.

Lynley intentaba hablar de una manera razonable, pero se sintió desazonado al comprender el significado oculto tras las palabras de Peter.

– ¿Quién es esa chica? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo la conociste? Ni siquiera va limpia, Peter. Parece una…

Peter se giró en redondo.

– Ni una palabra más sobre ella. Es lo mejor que me ha pasado nunca, no quiero que lo olvides. Es lo más decente que me ha ocurrido en años.

Algo poco creíble y que revelaba lo peor.

– Has vuelto a las drogas. Pensaba que te habías librado. Pensaba que te habías deshabituado en aquel programa que seguiste en febrero. Pero has vuelto a caer. Tú no has dejado Oxford, ¿verdad? Ellos te han dejado. Es eso, ¿no? ¿No es cierto, Peter?

Peter no contestó. Lynley sujetó el mentón de su hermano con el índice y el pulgar y le obligó a volver la cara, a muy pocos centímetros de la suya.

– ¿De qué vas ahora? ¿Ya te has lanzado a la heroína, o seguimos enganchados en nuestra devoción a la cocaína? ¿Has probado a mezclarlas, o has conocido esa experiencia religiosa de chutártela?

Peter permaneció mudo. Lynley insistió en recibir una respuesta.

– Piensas llegar a ese extremo, ¿verdad? ¿Has decidido ya que las drogas son lo único que vale la pena en la vida? ¿Qué me dices de Sasha? ¿Sostenéis una maravillosa y plena relación? La cocaína debe de ser una magnífica base para el amor. Es fácil trabar una estrecha relación con un adicto, ¿verdad?

Peter siguió negándose a contestar. Lynley le empujó hacia el espejo que colgaba de la pared situada detrás del arpa y le obligó a mirar su cara sin afeitar. Estaba descolorida. Tenía los labios agrietados. Un hilillo de mocos caía sobre el labio superior.

– Una hermosa visión, ¿no crees? -preguntó Lynley-. ¿Qué vas a contarle a mamá acerca de esto? ¿Que no te drogas, que se trata de un simple resfriado?

Soltó a Peter. Éste se frotó la cara donde los dedos de su hermano se habían hundido en la carne enfermiza.

– Da igual que hables con nuestra madre -susurró-. Da igual lo que digas. Dios, Tommy, ojalá te murieras.

5

Ni Peter ni Sasha acudieron a comer, y como si se hubiera preparado de antemano una respuesta apropiada al hecho, nadie lo mencionó. Antes al contrario, todo el mundo se concentró en pasarse fuentes de ensalada de camarones, pollo frío, espárragos y alcachofas gribiche, manifestando una indiferencia total hacia las dos sillas vacías colocadas en el extremo más alejado de la mesa.

Lynley agradeció su ausencia. Quería distraerse. No tardó ni cinco minutos en ver conseguido su ¡propósito, cuando el administrador de Lynley apareció por el ala sur de la casa y se encaminó sin vacilar hacia el roble. Sin embargo, no prestó atención al grupo congregado bajo el árbol, sino que clavó la mirada en los lejanos establos, donde un joven saltó con agilidad el muro de piedra seca y cruzó el parque corriendo. El sol dibujaba franjas de color sobre su figura, a medida que entraba y salía de la sombra arrojada por los árboles.

– Su hijo es un estupendo jinete, señor Penellin -gritó desde el establo Sidney St. James-. Nos llevó a dar un paseo esta mañana, pero Justin y yo casi le perdimos de vista.

John Penellin respondió con un breve cabeceo. Sus facciones célticas estaban petrificadas. Lynley conocía a Penellin desde hacía mucho tiempo y sabía cuándo procuraba contener su furia.

– Eso que Justin suele cabalgar muy bien, ¿verdad, querido? Pero Mark nos ha sorprendido a los dos.

– Es muy bueno, en efecto -se limitó a comentar Brooke, devolviendo su atención al pollo. Leves regueros de sudor resbalaban sobre su piel aceitunada.

Mark Penellin apareció bajo el roble justo a tiempo de oír los dos comentarios.

– He practicado mucho -dijo con modestia-. Los dos lo hicisteis muy bien.

Se pasó el dorso de la mano por la frente sudada. Una mancha de tizne robaba color a su mejilla. Era una versión de su padre menos rotunda y fornida. El cabello negro veteado de gris de Penellin era castaño en Mark, sus rasgos abruptos suavizados por la juventud de Mark. Los años y la angustia habían socavado al padre, pero el hijo se veía enérgico, saludable, vivaz.

– ¿No está Peter? -preguntó, después de inspeccionar la mesa- Qué raro. Me telefoneó a casa hace un rato y me dijo que viniera.

– Para que almorzaras con nosotros, sin duda -dijo lady Asherton-. Peter ha sido muy amable. Todo ha sido tan precipitado esta mañana, que ni siquiera pensé en telefonearte. Lo lamento muchísimo, Mark. A veces, creo que mi cerebro se ha deteriorado por completo. Mark, John, os ruego que compartáis nuestra mesa.

Indicó los lugares reservados para Peter y Sasha.

Era obvio que John Penellin no pretendía olvidar sus preocupaciones sentándose a comer con sus amos y los invitados de éstos. Para él era un día de trabajo, como cualquier otro. No había salido de la mansión para expresar su disgusto por haber sido excluido de una comida a la que, para empezar, no tenía el menor deseo de ser invitado, sino para reprender a su hijo.

Amigos desde la infancia, Mark y Peter eran de la misma edad. Habían sido inseparables durante muchos años, compartiendo juegos, juguetes y aventuras por la costa de Cornualles. Habían jugado, nadado, navegado y crecido juntos. Tan sólo su educación escolar había sido diferente; Peter estudió en Eton, como todos los varones de la familia antes que él, y Mark asistió a un externado de Nanrunnel y después a un colegio de segunda enseñanza de Penzance. Sin embargo, la separación no bastó para alejarlos. Su amistad se había mantenido intacta, a pesar del tiempo y la distancia.

Pero no iba a continuar, si John Penellin lograba [impedirlo. Lynley intuyó el pesar de la pérdida antes siquiera de que John Penellin hablara, aunque era razonable esperar que el hombre deseara proteger a su único hijo, apartarle como fuera de la influencia ejercida por los cambios operados en Peter.

– Nancy te está esperando en el pabellón -dijo Penellin a Mark-. No necesitas para nada a Peter en este momento.

– Pero me llamó y…

– No me interesa saber quién te telefoneó. Vuelve al pabellón.

– La comida será rápida, John -empezó lady Asherton.

– Gracias, señora. No nos hace falta.

Miró a su hijo, con sus ojos negros inescrutables y una expresión inflexible. Sin embargo, en sus brazos desnudos (llevaba subidas las mangas de la camisa) se distinguían las venas tensas como cables.

– Ven conmigo, muchacho. -Se despidió con un movimiento de cabeza y miró a Lynley-. Lo siento, señor.

John Penellin giró sobre sus talones y se encaminó hacia la mansión. Su hijo le siguió, después de dirigir una mirada a la mesa que expresaba súplica y disculpa al mismo tiempo. Dejaron tras de sí esa situación incómoda en que los miembros de un grupo han de decidir si deben discutir sobre lo que acaba de ocurrir u olvidarlo. Se mantuvieron fieles al acuerdo no verbalizado de pasar por alto cualquier cosa que pudiera aguar la fiesta. Lady Helen tomó la iniciativa.

– ¿Se le ha ocurrido a alguien pensar -preguntó, mientras pinchaba un grueso camarón- en el gran honor que supone ser entronizada, y no existe una palabra más feliz para ello, Deborah, en el dormitorio de la bisabuela Asherton durante el fin de semana de tu compromiso oficial? Considerando la forma en que he visto otras veces pasar a la gente de puntillas ante él con suma reverencia, siempre he tenido la clara impresión de que habían reservado esa habitación para la reina, si alguna vez pasaba por aquí de visita.

– Es la habitación que tiene esa cama terrorífica -comentó Sidney-. Cortinajes y miriñaques. Demonios y trasgos labrados en el cabezal, como en una pesadilla de Grinling Gibbons. Debe de ser la prueba del verdadero amor, Deb.

– Como la princesa y el guisante -dijo lady Helen-. ¿Has dormido alguna vez en ella, Daze?

– La bisabuela aún estaba viva la primera vez que vine de visita, así que, en lugar de dormir en la cama, tenías que pasar varias horas sentada a su lado, leyendo la Biblia. Recuerdo que tenía especial devoción por algunos de los pasajes más espeluznantes del Viejo Testamento. Minuciosas descripciones de Sodoma y Gomorra. Perversiones sexuales. Lascivia y lujuria. Sin embargo, no le interesaban los métodos que empleaba Dios para castigar a los pecadores. «Que el Señor se en cargue de ellos», decía, y agitaba una mano en mi dirección. «Continúa, muchacha.»

– ¿Y continuabas? -preguntó Sidney.

– Por supuesto. Sólo tenía dieciséis años. Creo que nunca he leído nada más delicioso en mi vida. -Rió de buena gana-. Considero a la Biblia responsable en gran parte de la vida pecaminosa… -Bajó la vista de repente y manoseó la servilleta. Su sonrisa se desvaneció, pero reapareció de una forma decidida-. ¿Te acuerdas de tu bisabuela, Tommy?

Lynley estaba concentrado en su copa de vino, en su incapacidad para definir el color de un líquido que ¡basculaba entre el verde y el ámbar. Guardó silencio.

Deborah le tocó la mano, un contacto fugaz, como si no se hubiera producido.

– Cuando vi la cama, me pregunté si sería absurdo dormir en el suelo -dijo.

– Casi esperas que el mueble cobre vida después del anochecer -comentó lady Helen-, pero me muero de ganas por dormir en ella, desde el primer momento. ¿Por qué no se me ha permitido nunca pasar la noche en esa terrorífica cama?

– No sería tan horrible dormir acompañado. -Sidney miró a Justin Brooke y enarcó una ceja-. Con otro cuerpo consolador. Cálido, quiero decir. Incluso preferible a uno vivo. Si la bisabuela Asherton se dedica a rondar por los pasillos, preferiría que no entrara a proporcionarme calor, gracias. En lo que respecta a cualquiera de vosotros, basta con que llaméis dos veces.

– Supongo que unos serían mejor recibidos que otros -dijo Justin Brooke.

– Pero sólo si se portan bien -contestó Sidney.

St. James miró a su hermana y luego al amante de ésta, sin decir nada. Cogió un panecillo y lo partió en ilos.

– Ése es el resultado de hablar del Viejo Testamento durante la comida -dijo lady Helen-. Una sola mención del Génesis y nos convertimos en un grupo de reprobos.

La carcajada colectiva ayudó a superar el momento.


Lynley los vio partir en diferentes direcciones. Sidney y Deborah se dirigieron hacia la mansión, en donde la primera, al saber que Deborah se había traído sus cámaras, iba a ponerse algo seductor para lograr que Deborah alcanzara nuevas cimas artísticas; St. James y lady Helen atravesaron el portal y empezaron a recorrer el parque; lady Asherton y Cotter se marcharon juntos hacia el lado noreste de la mansión, en el que, protegida por un bosquecillo de hayas y tilos, la pequeña capilla de St. Petroc albergaba al padre de Lynley y a los demás Asherton muertos; y Justin Brooke murmuró alguna vaguedad acerca de hacer la siesta bajo un árbol, idea que Sidney desechó con un ademán.

Lynley se quedó solo. Una brisa fresca agitó el borde del mantel. Acarició el lino, apartó un plato y contempló los restos de la comida.

Tenía la obligación de ver a John Penellin después de una ausencia tan larga. Así lo esperaría el administrador de las tierras, sin duda le aguardaría en su despacho, preparado a repasar los libros y examinar las cuentas. Lynley temía ese encuentro. El temor no tenía nada que ver con la posibilidad de que Penellin sacara a relucir el estado de Peter y la obligación de intervenir que recaía sobre Lynley. El temor tampoco reflejaba falta de interés por la marcha de las tierras. La verdadera dificultad yacía en lo que implicaban tanto la preocupación como el interés: un regreso, aunque breve, a Howenstow.

Esta ausencia de Lynley había sido inusualmente larga, casi seis meses. Era lo bastante sincero consigo mismo para saber qué evitaba visitando Howenstow con tan escasa frecuencia. Exactamente lo mismo que había evitado durante tantos años, espaciando lo máximo posible sus visitas o acudiendo con un tropel de amigos, como si la vida en Cornualles fuera una larga fiesta de la que él era el centro, limitada a risas, charlas y champán. En esencia, este fin de semana que aprovechaba para anunciar su compromiso no era diferente de los desplazamientos a Cornualles que había realizado durante los últimos quince años. Había empleado la excusa de rodear a Deborah y a su padre de caras conocidas para que él no tuviera que enfrentarse solo a la única cara que no soportaba ver. Odiaba la idea y al mismo tiempo sabía que, durante este fin de semana en particular, debía dejar al margen la tormentosa relación que mantenía con su madre.

No sabía cómo hacerlo. Cualquier cosa que ella dijera, por inocua que pretendiera ser, le provocaba, despertaba sentimientos que rechazaba, alentaba recuerdos que deseaba soslayar, exigía acciones para cuya ejecución carecía de humildad o valentía. El orgullo, además del resentimiento, la ira y la necesidad de culpar a alguien, se interponía entre ambos. Su razón le decía que su padre habría muerto en cualquier caso, pero jamás había podido aceptar ese sencillo axioma. Era mucho más fácil creer que no le había matado una enfermedad, sino una persona. Porque a una persona se le podía echar la culpa, y él necesitaba culpar a alguien.

Suspiró y se levantó. Desde donde estaba, vio que las persianas del despacho estaban bajadas para mantener a raya al sol, pero no tenía la menor duda de que John Penellin le estaría esperando, en la confianza de que interpretaría el papel de octavo conde de Asherton, aunque no le hiciera la menor gracia. Se encaminó hacia la mansión.

El despacho se había ubicado con el fin de servir a sus propósitos. Situado en la planta baja, frente al salón de fumar y contiguo a la sala de billar, su emplazamiento lo hacía accesible tanto a los miembros de la familia como a los inquilinos que iban a pagar el alquiler.

La habitación no sugería en modo alguno ostentación. En lugar de alfombra, cubría el suelo una estera de cáñamo de bordes verdes. Las paredes, de las que colgaban viejas fotografías y planos de la finca, estaban pintadas. Dos lámparas de pantalla blanca colgaban del techo, sujetas por cadenas de hierro. Entre ellas, sencillas estanterías de pino alojaban décadas de libros de registro, algunos atlas y media docena de revistas. Los archivadores del rincón, rayados por generaciones de uso, así como el escritorio y la silla giratoria colocados detrás, eran de roble. Sin embargo, no era John Penellin el que se sentaba en la silla en este momento. Una delgada figura ocupaba su lugar acostumbrado, encogida como si tuviera frío, la mejilla apoyada en la palma de la mano.

Cuando Lynley llegó a la puerta abierta, vio que era Nancy Cambrey, sentada en la silla de su padre. Jugueteaba con un estuche de lápices, y aunque su presencia proporcionó a Lynley la excusa que necesitaba para pasar de largo y aplazar indefinidamente su entrevista con Penellin, vaciló al ver a la muchacha.

Nancy había cambiado mucho. Su cabello, que en otros tiempos era castaño con vetas doradas que centelleaban a la luz, había perdido casi todo su brillo y toda su belleza. Colgaba sin gracia alrededor de su rostro y rozaba sus hombros. Su piel, antes sonrosada y sembrada de pecas que dibujaban un cautivador antifaz sobre la nariz y las mejillas, había adquirido un tono pálido y parecía más gruesa, con el aspecto que adopta en los retratos cuando el artista añade una capa innecesaria de barniz y destruye, de esta forma, el efecto de juventud y belleza que intentaba crear. Todo en Nancy Cambrey sugería una destrucción similar. Su aspecto era marchito, desgastado, deslustrado, arrasado.

Lo mismo podía decirse de su ropa. Un vestido sin forma sustituía a las faldas, jerseys y botas que había llevado tiempo atrás. Además, el vestido era varias tallas más grande y colgaba sobre su cuerpo como un saco, similar a un guardapolvo, pero sin el estilo de un guardapolvo. Era demasiado viejo para ser de confección moderna, y, sumado a la apariencia de Nancy, el vestido hizo vacilar y fruncir el ceño a Lynley. Aunque era siete años mayor que ella, conocía a Nancy Cambrey de toda la vida, y la apreciaba. El cambio era perturbador.

Sabía que se había quedado embarazada. Se había casado con Mick Cambrey, de Nanrunnel, por causas de fuerza mayor, pero ahí acabó todo, según le había informado su madre en una carta. Unos meses después, recibió la notificación del nacimiento que le envió la propia Nancy. Respondió con un regalo de cortesía y no volvió a pensar en ella. Hasta ahora, cuando se preguntó si tener un hijo la habría cambiado hasta tal punto.

Otro deseo concedido, pensó con ironía, otra distracción. Entró en el despacho.

Estaba mirando por una rendija de las persianas que cubrían la hilera de ventanas. Mientras, se mordisqueaba los nudillos de la mano derecha, algo que debía hacer muy a menudo, pues se veían rojizos y en carne viva, demasiado como para ser obra de las tareas domésticas.

Lynley pronunció su nombre. Nancy se puso en pie de un salto y escondió las manos detrás de la espalda.

– Ha venido a ver a papá -dijo-. Supuse que lo haría. Después de comer. Pensé… confié… en adelantarme, milord.

Lynley, como siempre que oía aquella palabra, se sintió violento. En ocasiones, experimentaba la sensación de haber pasado los últimos diez años de su vida evitando toda situación en que pudiera oírla.

– ¿Me estabas esperando para verme?

– Sí.

Se apartó del escritorio y caminó hacia una silla situada bajo un plano de la finca que cubría la pared. Se sentó, cerró los puños y los colocó sobre su regazo.

Al final del pasillo, la puerta exterior golpeó contra la pared cuando alguien la abrió sin miramientos. Sonaron pasos sobre el suelo de losas. Nancy se aplastó contra el respaldo de la silla, como si quisiera esconderse de quien hubiera entrado en la mansión. Los pasos, en lugar de acercarse al despacho, se desviaron a la izquierda, hacia la despensa, y se perdieron en la zona de la servidumbre. Nancy exhaló un suspiro casi imperceptible.

Lynley se sentó en la silla de Penellin.

– Me alegro de verte.

La joven dirigió sus grandes ojos verdes hacia la ventana y habló más para ella que para él.

– Necesito pedirle algo. Me resulta difícil. No sé cómo empezar.

– ¿Has estado enferma? Te veo muy delgada, Nancy. ¿Al bebé le ha…?

Le mortificaba ignorar el sexo del bebé.

– No, Molly está bien -siguió sin mirarle-, pero las preocupaciones me están matando.

– ¿Qué pasa?

– Por eso he venido, pero… -Las lágrimas se agolparon de repente en sus ojos, sin llegar a derramarse. La humillación enrojeció su piel-. Papá no debe saberlo. No puede ni debe saberlo.

– Digas lo que digas, quedará entre nosotros.

Lynley sacó su pañuelo y se lo pasó por encima del escritorio. Ella lo estrujó entre sus manos, pero, en lugar de utilizarlo, controló sus lágrimas.

– ¿Has reñido con tu padre?

– Yo no. Mick. Nunca se llevaron bien. Por culpa de la niña, y de mí y la forma de casarnos. Pero ahora es peor que nunca.

– ¿Puedo ayudarte de alguna manera? Si no quieres que interceda con tu padre, no sé qué otra cosa…

Calló, esperando a que ella completara la frase. Vio que encogía el cuerpo, como si reuniera fuerzas para salvar un abismo.

– Sí puede ayudarme. Con dinero. -Retrocedió involuntariamente mientras pronunciaba las palabras, pero después continuó sin vacilar-. Aún me dedico a la teneduría de libros en Penzance, y en Nanrunnel, y trabajo por las noches en El Ancla y la Rosa. Pero no es suficiente. Los gastos…

– ¿Qué clase de gastos?

– El periódico. El pasado invierno operaron del corazón al padre de Mick, ¿sabe?, y Mick se ocupa del diario desde entonces, pero quiere modernizarlo. Quiere nueva maquinaria. Se niega a pasar el resto de su vida en Nanrunnel al mando de un periódico semanal que tiene las prensas medio rotas y máquinas de escribir manuales. Ha hecho planes. Buenos planes. El problema es el dinero. No para de gastar. Nunca hay bastante.

– No tenía ni idea de que Mick dirigía el Spokes-man.

– Él no quería. No era lo que había soñado. Su intención era tomar la responsabilidad hasta que su padre se pusiera bien, pero no se recuperó tan deprisa como pensaban, y después yo…

Lynley se hizo una idea bastante aproximada de la situación. Lo que para Mick Cambrey había empezado como una diversión, una forma de paliar el aburrimiento y las molestias que le ocasionaba el periódico de su padre, se había convertido en un compromiso de por vida con una esposa y una hija por las que sentía poco y más que un pasajero interés.

– Nuestra situación no puede ser peor -prosiguió Nancy-. Ha comprado ordenadores. Dos impresoras diferentes. Material para casa. Material para el trabajo. Toda clase de cosas. Pero no hay bastante dinero. Alquilamos Gull Cottage y nos acaban de aumentar el alquiler. No podemos pagarlo. Debemos los dos últimos meses, y si perdemos la casa… -desfalleció, pero volvió a controlarse- no sé lo que haremos.

– ¿Gull Cottage? -Era lo último que esperaba escuchar-. ¿Estás hablando de la vieja casa que Roderick Trenarrow posee en Nanrunnel?

Nancy alisó el pañuelo y tiró de un hilo que sobresalía de la A bordada en una esquina.

– Mick y papá no se entendían, y necesitábamos mudarnos en cuanto la niña naciera, de modo que Mick se puso de acuerdo con el doctor Trenarrow para quedarnos en Gull Cottage.

– Y ahora os encontráis desbordados.

– Hemos de pagar cada mes, pero Mick no ha pagado los dos últimos. El doctor Trenarrow le telefoneó, pero Mick ni se inmutó. Dice que vamos justos de dinero y que hablarán del asunto cuando vuelva de Londres.

– ¿De Londres?

– Está trabajando en un artículo, el que estaba esperando, según dice. El que le consagrará como periodista, la clase de periodista que quiere ser. Piensa que puede vender la historia como escritor independiente, al igual que hacía antes, incluso conseguir que rueden un documental para la televisión. Luego lloverá el dinero, pero ahora estamos a cero. Tengo miedo de que acabemos en la calle, o viviendo en la oficina del periódico, aquella habitación diminuta de la parte trasera que sólo tiene un catre. No podemos volver aquí. Papá no lo aceptaría.

– ¿Tu padre no sabe nada de todo esto?

– ¡Oh, no! Si se enterase…

Se llevó una mano a la boca.

– El dinero no es problema, Nancy -dijo Lynley, aliviado por el hecho de que sólo le pidiera dinero, en lugar de una pequeña charla de negocios con su casero-. Te prestaré lo que quieras. Puedes tardar cuanto necesites en devolvérmelo. Lo que no entiendo es por qué tu padre no puede enterarse. Los gastos de Mick, si intenta modernizar el periódico, me parecen razonables. Cualquier banco…

– Ella no se lo ha contado todo -dijo con acritud John Penellin desde la puerta-. La vergüenza se lo impide. Pura y simple vergüenza. Lo mejor que ha obtenido de Mick Cambrey.

Nancy lanzó un grito y se puso en pie de un salto, el cuerpo arqueado como para huir. Lynley se levantó para intervenir.

– Papá.

Nancy extendió una mano hacia él. La voz y el gesto pretendían apaciguarlo.

– Cuéntale el resto -dijo su padre. Entró en el despacho, pero cerró la puerta a su espalda para impedir que Nancy escapara-. Ya que has aireado la mitad de tu ropa sucia a su excelencia, cuéntale el resto. Has pedido dinero, ¿verdad? Pues cuéntale el resto, para que sepa qué clase de hombre se beneficiará de su inversión.

– No es lo que tú piensas.

– ¿No? -John Penellin miró a Lynley-. Mick ‹ ambrey gasta dinero en el periódico, de acuerdo. Eso es cierto. Pero el resto lo gasta en sus amiguitas. Y es el dinero de Nancy, ¿verdad, muchacha? El que gana con mis empleos. ¿Cuántos empleos, Nancy? Las tenedurías de libros en Penzance y Nanrunnel, y cada noche en El Ancla y la Rosa. Con la pequeña Molly metida en una cesta, en el suelo de la cocina de la taberna, porque su padre no puede molestarse en cuidar de ella, mientras Nancy trabaja para mantenerlos a todos. Sólo que no está ocupado en escribir, ¿verdad? Está ocupado en sus mujeres. ¿Cuántas son en este momento, Nance?

– Eso no es cierto -dijo Nancy-. Es cosa del pasado. Son los gastos del periódico, papá. Nada más.

– No aumentes tu vergüenza disfrazándola con una mentira. Mick Cambrey no es una buena persona. Nunca lo fue, y nunca lo será. Bueno, tal vez sea lo bastante bueno para quitarle la ropa a una chiquilla inexperta y hacerle un hijo, pero no lo bastante para responsabilizarse de ello sin que le obliguen. Fíjate en ti misma, Nancy, un maravilloso ejemplo del afecto que ese hombre te depara. Fíjate en tu ropa. Fíjate en tu cara.

– No es culpa suya.

– Fíjate en qué te has convertido, gracias a su ayuda.

– Él no sabe que estoy aquí. Nunca me permittiría pedir…

– Pero aceptará el dinero, ¿no es cierto? Nunca preguntará de dónde lo has sacado, siempre que cubra sus necesidades. ¿Y cuáles son sus necesidades esta vez, Nancy? ¿Tiene otra querida? ¿Tal vez dos o tres?

– ¡No! -Nancy miró a Lynley con desesperación-. Es que yo…

Meneó la cabeza, con una expresión de absoluta desdicha.

Penellin se acercó con paso decidido al plano de la finca. Estaba pálido.

– Fíjate en lo que te ha hecho. -Miró a Lynley-. Fíjese en lo que Mick Cambrey ha hecho a mi hija.

6

– Simon y Helen también vendrán con nosotros -anunció Sidney.

Momentos antes, había sacado un vestido color coral del montón de prendas esparcidas por su habitación. Daba la impresión de que el tono no le iba a sentar bien, pero la moda triunfó sobre la apariencia en este caso. Remolinos de crespón la cubrían desde el hombro hasta la mitad de la pantorrilla, como una nube en el ocaso.

Deborah y ella atravesaron el jardín en dirección al parque, donde St. James y lady Helen paseaban juntos entre los árboles. Sidney los llamó.

– Venid a ver cómo me fotografía Deborah. En la ensenada. Con la mitad del cuerpo dentro de un bote destrozado y la otra mitad fuera. Una sirena seductora. ¿Vendréis?

Ninguno de los dos respondió hasta que Deborah y Sidney los alcanzaron.

– Considerando las implicaciones de tu invitación -dijo entonces St. James-, no hay duda de que se congregará una multitud, todo el mundo dispuesto a ver qué clase de sirena tienes en mente.

Sidney lanzó una carcajada.

– Tienes razón. Las sirenas no llevan ropa, ¿verdad? Bueno, ¿y qué? Estás celoso porque, por una vez, no vas a ser el modelo de Deborah. Sin embargo -admitió, dando vueltas en la brisa-, la obligué a jurar que no te fotografiaría. No necesita más, si quieres que te diga la verdad. Ya tendrá unas mil en su colección. La verdadera historia de Simon-en-la-escalera, Simon-en-el-jardín, Simon-en-el-laboratorio.

– Recuerdo que no tuve otra elección.

Sidney sacudió la cabeza y siguió andando por el parque, seguida de los demás.

– Una excusa muy pobre. Ya has accedido a la inmortalidad, Simon, así que no oses situarte hoy frente a la cámara para arrebatarme mi oportunidad.

– Creo que podré contenerme -replicó con sequedad Simon.

– Yo temo que no puedo prometer lo mismo, queridos -dijo lady Helen-. Pienso competir sin el menor escrúpulo con Sidney para estar en primer plano de todas las fotos que le hagan. Me aguarda un gran futuro como modelo, a la espera de ser descubierta en el jardín de Howenstow.

Sidney, que encabezaba la marcha, rió y se desvió hacia el sudeste, en dirección al mar. Descubrió numerosas fuentes de inspiración bajo los enormes árboles del parque, donde el fértil olor a humus impregnaba el aire. Subida a una maciza rama derribada por alguna tormenta invernal, era un impío Ariel, liberado de su cautividad. Abrazando un ramo de consueldas se convertía en Perséfone, rescatada del Hades. Apoyada en el tronco de un árbol, con una corona de hojas sobre la cabeza, era Rosalinda, que soñaba con el amor de Orlando.

Después de explorar todas las permutaciones de poses clásicas para la cámara de Deborah, Sidney siguió corriendo, llegó al extremo del parque y desapareció por un antiguo portal practicado en el muro de piedra. Al cabo de unos momentos, la brisa transportó hacia los rezagados su grito de placer.

– Ha llegado al molino -dijo lady Helen-. Iré a vigilar que no caiga al agua.

Se puso a correr, sin esperar respuesta, sin dedicar a los otros dos ni una mirada. Al cabo de un momento, ella también desaparecía por el portal.

Deborah agradeció la oportunidad de quedarse a solas con Simon. Había mucho que hablar. No le había visto desde el día en que discutieron, y cuando Tommy le informó de que formaría parte del grupo, comprendió que debería hacer o decir algo que sirviera de disculpa, con el fin de reconciliarse.

Sin embargo, ahora que se le presentaba la oportunidad de entablar una conversación, sólo se le ocurrían los comentarios más impersonales. Sabía muy bien que había cercenado en Paddington los últimos lazos que la unían a Simon, y no existía ninguna forma de borrar las palabras que habían servido de bisturí.

Continuaron en la dirección que había tomado lady Helen, a paso lento, dictado por la cojera de St. James. En aquel silencio, sólo roto por los incesantes chillidos de las gaviotas, el sonido de los pasos de Simon parecía una deformidad amplificada. Deborah habló por fin, ansiosa de apartar aquel sonido de sus oídos, y buscó en el pasado algún recuerdo que compartieran.

– Cuando mi madre murió, abriste la casa de Chelsea.

St. James la miró con curiosidad.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– No tenías que hacerlo. Entonces, no lo supe. Mi mente de siete años lo aceptó como algo perfectamente razonable, pero no tenías que hacerlo. No sé por qué he tardado hasta hoy en darme cuenta.

Simon sacudió una maraña de trébol blanco de una pernera del pantalón.

– No hay forma de suavizar una pérdida como aquélla, ¿verdad? Hice lo que pude. Tu padre necesitaba un lugar donde olvidar o, al menos, donde seguir adelante.

– Pero tú no tenías que hacerlo. Podríamos haber acudido a algún hermano tuyo. Ambos vivían en Southampton. Eran mucho mayores. Habría sido lo más razonable. Tenías… ¿De veras que sólo tenías dieciocho años? ¿Se puede saber en qué pensabas, cargando con la responsabilidad de una casa cuando sólo tenías dieciocho años? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué demonios te lo permitieron tus padres?

Notó que cada pregunta aumentaba de intensidad.

– Era lo justo.

– ¿Por qué?

– Tu padre necesitaba algo con qué llenar la pérdida. Necesitaba cicatrizar su herida. Tu madre había muerto apenas dos meses antes. Estaba destrozado. Temíamos por él, Deborah. Nunca le habíamos visto de aquella manera. Si atentaba contra su vida… Ya habías perdido a tu madre. Ninguno de nosotros quería que también perdieras a tu padre. Nosotros habríamos cuidado de ti, por supuesto. No nos cabía la menor duda. Pero no es lo mismo que un padre de verdad, ¿no crees?

– Pero tus hermanos, Southampton…

– Si hubiera ido a Southampton, no habría tenido nada que hacer, se habría encontrado perdido, compadecido por todos. Pero, en Chelsea, la casa vieja le proporcionó algo que hacer. -St. James sonrió-. Has olvidado en qué condiciones se hallaba la casa, ¿verdad? Convertirla en un lugar habitable exigió todas sus energías, y también las mías. No tenía tiempo para destrozarse por la muerte de tu madre, como antes. Tuvo que empezar a desprenderse del dolor. Tuvo que tirar adelante con su vida, y también con la tuya y la mía.

Deborah jugueteó con la correa de la cámara. Era firme y nueva, muy diferente de la cómoda correa desgastada de la vieja y mellada Nikon que había utilizado durante tantos años, antes de marcharse a Estados Unidos.

– Por eso has venido este fin de semana, ¿verdad? -preguntó-. Por papá.

St. James no contestó. Una gaviota revoloteó sobre el parque, tan cerca de ellos, que Deborah notó la fuerza con que sus alas batían el aire.

– Esta mañana lo comprendí -prosiguió-. Eres muy considerado, Simon. Quería decírtelo desde que llegamos.

St. James hundió las manos en los bolsillos del pantalón, un gesto que, por un momento, puso de relieve la deformación que la abrazadera producía en su pierna izquierda.

– No tiene nada que ver con la consideración, Deborah-contestó.

– ¿Por qué no?

– Porque no.

Siguieron caminando, cruzaron el macizo portal de abedul y entraron en la parte boscosa del valle que descendía hasta el mar. Sidney gritaba algo ininteligible más adelante y las carcajadas puntuaban sus palabras.

– Siempre has detestado la idea de que alguien te considerase un buen hombre, ¿verdad?

– insistió Deborah-. Como si la sensibilidad fuera una especie de lepra. Si no has acompañado a papá por consideración, ¿por qué ha sido?

– Por lealtad.

Ella le miró fijamente.

– ¿A un criado?

Los ojos de St. James se ensombrecieron. Era curioso que ella hubiera olvidado por completo los súbitos cambios de color que experimentaba cuando era presa de una emoción.

– ¿A un tullido? -replicó él.

Sus palabras la derrotaron, porque los encerraban en un círculo que jamás se alteraría.


Subida en una roca que dominaba el río, lady Helen vio que St. James se acercaba con parsimonia entre los árboles. Le esperaba desde que Deborah había aparecido minutos antes, andando a buen paso por el sendero. St. James empujó a un lado una rama llena de hojas, desprendida de uno de los numerosos árboles ecuatoriales que crecían en el bosque.

Más abajo, Sidney chapoteaba en el agua, los zapatos sujetos en una mano y el borde del vestido flotando en el río. Cerca, cámara en ristre, Deborah examinaba la inutilizada rueda del molino, inmóvil sobre un matojo de hiedra y lirios. Saltó entre las rocas que jalonaban la orilla del río. Sujetaba la cámara con una mano y extendía la otra para mantener el equilibrio.

Aunque la fotogenia del viejo edificio de piedra resultaba obvia, incluso para un ojo inexperto como el de lady Helen, el minucioso examen que Deborah dedicaba al conjunto era innecesario, como si hubiera tomado la decisión de concentrar todas sus energías en determinar los ángulos de cámara y la profundidad de campo adecuados. Estaba muy irritada.

Cuando St. James se reunió con ella sobre la roca, lady Helen le observó con curiosidad. Su rostro, que la sombra de los árboles ocultaba en parte, no traicionaba nada, pero sus ojos seguían todos los movimientos de Deborah y sus gestos eran bruscos. No me extraña pensó lady Helen, y se preguntó por enésima vez a qué recursos de su excelente educación tendrían que apelar para superar el interminable fin de semana.

Su paseo finalizó en un claro de forma irregular que ascendía hasta un promontorio. A unos quince metros más abajo, la ensenada de Howenstow, a la que se accedía gracias a un sendero empinado que serpenteaba entre matorrales y pedruscos, centelleaba bajo el sol; era la meta perfecta de una tarde soleada. La fina arena arrojaba visibles olas de calor sobre la orilla cercana. Junto al borde del agua, diminutos charcos formados por piedra caliza y granito bullían de crustáceos. De no ser por las olas que alteraban su superficie, habría dado la impresión de que el agua era una hoja de cristal. Era un lugar peligroso para navegar, teniendo en cuenta el fondo rocoso y la entrada protegida por arrecifes, pero ideal para tomar el sol. Tres personas lo estaban utilizando a este propósito.

Sasha Nifford, Peter Lynley y Justin Brooke estaban sentados sobre una formación rocosa que bordeaba el agua. Brooke se había quitado la camisa. Los otros dos iban desnudos. Peter parecía un esqueleto. La masa de Sasha era un poco más consistente, pero colgaba de ella sin tono ni definición, en particular los pechos, que oscilaban como péndulos cuando se movía.

– Hace un día excelente para estirarse al sol -comentó lady Helen, vacilante.

St. James miró a su hermana.

– Quizá deberíamos…

– Espera -le interrumpió Sidney.

Mientras miraban, Brooke tendió a Peter Lynley una bolsita, y éste derramó sobre la palma de su mano un poco de polvo. Se inclinó sobre él y, tal fue su frenesí, que incluso desde lo alto pudieron ver que su cuerpo se tensaba por el esfuerzo de absorber cada partícula. Se lamió la mano, la chupó, y después la alzó hacia el cielo, como si diera las gracias a un dios invisible. Devolvió la bolsa a Brooke.

Sidney, ante la evidencia, no pudo contenerse más.

– ¡Me lo prometiste! -chilló-. ¡Maldita sea tu estampa! ¡Me lo prometiste!

– ¡Sid!

St. James sujetó el brazo de su hermana. Notó que sus débiles músculos se tensaban cuando la adrenalina se esparció por su cuerpo.

– ¡No, Sidney!

– ¡Déjame!

Sidney se liberó de su presa. Se desprendió de los zapatos y empezó a bajar la cuesta, resbalando en el polvo, desgarrándose el vestido con una piedra, sin dejar de maldecir a Brooke.

– Oh, Dios mío -murmuró Deborah-. ¡Sidney!

Sidney llegó a la ensenada y se precipitó por la estrecha franja de arena hacia la roca. Los tres compinches la contemplaban con sorpresa, aturdidos.

Se lanzó sobre Brooke. Cayeron sobre la arena. La joven empezó a darle puñetazos en la cara.

– ¡Me dijiste que lo habías dejado, mentiroso, repugnante mentiroso! Dámelo, Justin. ¡Dámelo ya!

Sidney forcejeó con él, trató de introducirle los dedos en los ojos. Brooke levantó los brazos para impedirlo y dejó la cocaína al descubierto. Ella le mordió la muñeca y se apoderó de la droga.

Brooke gritó cuando ella se puso en pie. La agarró por las piernas y la tiró al suelo, pero no antes de que Sidney se tambaleara en dirección al agua, abriera la bolsa y esparciera su contenido en el mar.

– Ahí tienes tu droga -chilló-. Ve a por ella. Suicídate. Ahógate.

Peter y Sasha se pusieron a reír como idiotas cuando Justin logró levantarse, aferró a Sidney y la arrastró hacia el agua. Ella le arañó la cara y el cuello, hasta hacerle sangrar.

– ¡Se lo diré a todos! -gritó.

Brooke trató de dominarla. Sujetó sus brazos y los retorció salvajemente a su espalda. Sidney lanzó un alarido. Él sonrió y la obligó a arrodillarse. La empujó hacia adelante. Aplicó un pie a su hombro y hundió su cabeza en el agua. Cuando Sidney se debatió en busca de aire, volvió a hundirla.

St. James intuyó, cegado, que lady Helen se volvía hacia él. Tenía el cuerpo paralizado de horror.

– ¡Simon!

Su nombre jamás había sonado de una forma tan aterradora.

Brooke obligó a Sidney a ponerse en pie. Ahora que tenía los brazos libres, se precipitó sobre él, inasequible al agotamiento.

– ¡Te mataré!

Sollozaba, falta de aliento. Dirigió un inofensivo golpe a su cara, intentó hundirle la rodilla en la entrepierna.

Brooke la sujetó por el cabello, empujó hacia atrás su cabeza y la golpeó. La bofetada, y las que siguieron a continuación, resonaron huecamente en el acantilado. Sidney, a la defensiva, consiguió rodearle la garganta con las manos. Hundió los dedos en las venas hinchadas y apretó. Él se liberó de sus manos y sujetó los dos brazos a la vez, pero ella reaccionó esta vez con mayor rapidez. Movió la cabeza y hundió los dientes en su garganta.

– ¡Hostia!

Brooke la soltó, retrocedió tambaleándose hacia la playa y se desplomó sobre la arena. Se llevó la mano al punto en que Sidney le había mordido. Cuando apartó la mano, vio que estaba manchada de su propia sangre.

Sidney luchó por salir del agua. El vestido colgaba sobre su cuerpo como una segunda piel. Tosió y se secó las mejillas y los ojos. Estaba agotada.

Brooke se movió. Maldijo entre dientes, se irguió, la agarró y la tiró al suelo. Se montó a horcajadas sobre su cuerpo. Cogió un puñado de arena y lo esparció sobre su cabello y su rostro. Peter y Sasha contemplaban la escena con curiosidad.

Sidney se debatió bajo su peso. Tosió, chilló e intentó, sin éxito, desembarazarse de él.

– Quieres follar -gruñó él, aplastándole el cuello con un brazo-. Quieres follar, ¿eh? Muy bien, adelante.

Empezó a bajarse la cremallera de los pantalones y a quitarle la ropa.

– ¡Simon! -gritó Deborah.

Se volvió hacia St. James, sin decir nada más. Él comprendió por qué. Se sentía débil y aturdido, incapaz de moverse. Enfurecido. Sin miedo. Pero sobre todo lisiado.

– Es la pendiente -dijo-. Helen, por el amor de Dios. No puedo bajar por ahí.

7

Lady Helen dirigió una sola mirada al rostro de St. James antes de extender la mano hacia el brazo de Deborah.

– ¡Deprisa!

Deborah no se movió. Tenía la vista clavada en St. James. Cuando él desvió la mirada de ambas, ella movió la mano, como si quisiera tocarle.

– ¡Deborah! -Lady Helen cogió la cámara de Deborah y la tiró al suelo-. No hay tiempo. ¡Deprisa!

– Pero…

– ¡Ya!

El pánico que encerraban sus palabras obligó a Deborah a entrar en acción. Corrió junto a lady Helen por el sendero. Descendieron la pronunciada pendiente sin hacer caso del polvo que las rodeaba como humo.

En la playa, Sidney rechazaba a Justin Brooke con la energía renovada que nace del terror. Sin embargo, el hombre llevaba las de ganar, y su furia anterior se estaba convirtiendo rápidamente en una mezcla de excitación sexual y placer sádico. En su mente, Sidney se encontraba a punto de recibir lo que merecía desde hacía mucho tiempo.

Lady Helen y Deborah se abalanzaron sobre él al mismo tiempo. Era un hombre de gran envergadura, pero no pudo con las dos, sobre todo porque la cólera embargaba a lady Helen. Se lanzaron sobre él y el enfrentamiento duró menos de un minuto. Brooke quedó tendido sobre la arena, jadeando en busca de aliento y doliéndose de varias patadas certeras, dirigidas a sus riñones. Sidney, llorosa, se alejó de él. Maldijo y abrazó su vestido destrozado, como si quisiera encubrir su vergüenza.

– Uau. Uau -murmuró Peter Lynley. Adoptó una nueva postura y apoyó la cabeza sobre el estómago de Sasha-. El rescate. ¿Qué te parece, Sasha? Ahora que empezábamos a divertirnos.

Lady Helen levantó la cabeza. Le faltaba el aliento. Estaba cubierta de polvo. Su cuerpo temblaba hasta tal punto, que no estaba segura de poder caminar.

– ¿Qué te ocurre, Peter? -susurró con voz ronca-. ¿Qué te ha pasado? Se trata de Sidney. Sidney.

Peter lanzó una carcajada. Sasha sonrió. Se acomodaron mejor para disfrutar del sol.


Lady Helen aplicó el oído a la puerta del dormitorio de St. James y no oyó nada. No tenía muy claro qué esperaba de él. Cualquier cosa que depasara la introspección solitaria sería inusual, y St. James no era hombre que cometiera actos inusitados. Ahora, por ejemplo. El silencio que reinaba detrás de la puerta era tan absoluto que, si lady Helen no le hubiera visto en esta habitación dos horas antes, habría jurado que nadie la ocupaba. Pero sabía que estaba dentro, condenándose al aislamiento.

Bien, pensó, ya se ha flagelado bastante rato. Ha llegado el momento de sacarle de ahí.

Levantó la mano para llamar, pero, antes de que pudiera hacerlo, Cotter abrió la puerta, la vio y salió al pasillo. Echó un rápido vistazo al interior de la habitación (lady Helen observó que las cortinas estaban corridas) y cerró la puerta a su espalda. Cruzó los brazos sobre el pecho.

De haber sido proclive a alusiones mitológicas, lady Helen habría pensado que Cotter era Cerbero. Como no era el caso, se limitó a cuadrarse de hombros y se prometió que St. James no se libraría de ella por encargar a Cotter que vigilara la fortaleza.

– Ya se ha levantado, ¿verdad?

Habló con desenvoltura, pasando por alto a propósito el hecho de que la habitación estaba a oscuras, dando a entender que St. James no se había levantado ni tenía la intención de hacerlo enseguida.

– Tommy nos ha preparado una aventura en Nan-runnel esta noche. Simon no querrá perdérsela.

Cotter tensó los brazos.

– Me encargó que le excusara. Le dolía mucho la Cabeza. Usted ya sabe a qué me refiero.

– ¡No!

Cotter parpadeó. Helen le cogió del brazo y le arrastró por el pasillo hasta una hilera de ventanas excavadas en la piedra que dominaban el patio de la cocina.

– Cotter, por favor, no se lo permitas.

– Lady Helen, hemos de…

Cotter enmudeció. Su paciente reacción indicaba que deseaba razonar con ella. Pero lady Helen no quiso caer en la trampa.

– Sabes lo que ha ocurrido, ¿verdad?

Cotter, para soslayar la respuesta, sacó un pañuelo del bolsillo, se sonó la nariz y examinó los adoquines y la fuente del patio.

– Cotter -insistió lady Helen-. ¿Sabes o no lo que ha pasado?

– Sí. Me lo contó Deborah.

– Entonces, sabrás que no debemos permitir que siga torturándose.

– Pero sus órdenes fueron…

– Que se vayan al infierno sus órdenes. Has hecho caso omiso de ellas mil y una veces, y has actuado como te ha dado la gana si era por su bien. Sabes que esto es por su bien. -Lady Helen se detuvo para meditar sobre un plan que el hombre pudiera aceptar-. Bien, te requieren en el salón. Todo el mundo se ha reunido para tomar un jerez. No me has visto en toda la tarde así que no estabas aquí para impedirme entrar en la habitación del señor St. James y cuidarle a mi manera ¿De acuerdo?

Aunque no sonrió, el cabeceo de Cotter indicó aprobación.

– De acuerdo.

Lady Helen le vio alejarse en dirección al cuerpo principal de la casa. Volvió hacia la puerta y entró en la habitación. Distinguió la forma de St. James en la cama, pero él se removió cuando lady Helen cerró la puerta, y la mujer comprendió que no estaba dormido.

– Simon, querido -anunció-, perdona mi espantoso uso de la retórica, pero esta noche van a enriquecer nuestra conciencia cultural colectiva con una aventura en Nanrunnel. Dios sabe bien que deberemos fortalecernos con siete u ocho copas de potente jerez…, ¿puede ser potente el jerez?, si queremos sobrevivir. Me parece que Tommy y Deborah nos llevan ya una considerable ventaja en la cuestión de la bebida, así que deberás proceder con rapidez si queremos darles caza. ¿Qué vas a ponerte?

Cruzó la habitación mientras hablaba, se acercó a las ventanas y descorrió las cortinas. Las dispuso con sumo esmero, más para ganar tiempo que por gusto, y cuando ya no se le ocurrió ningún motivo para continuar manoseándolas, se volvió hacia la cama y descubrió que St. James la estaba observando, con aire divertido.

– Eres tan transparente, Helen. " Ella suspiró, aliviada. El problema nunca había residido en la autocompasión, por supuesto. Lo más preciso era decir que se odiaba a sí mismo, pero, después de los momentos que habían pasado a solas en el acantilado, cuando Deborah se llevó a Sidney a la mansión, quizá también este sentimiento se había evaporado.

«Brooke la habría podido matar o violar mientras yo miraba desde aquí como un voyeur inútil», dijo St. James. «Completamente a salvo, al margen, sin correr el menor riesgo. Parece la historia de toda mi vida.»

Sus palabras no contenían ira, sino humillación, que era mucho peor.

«¡A nadie le importa eso! ¡A nadie, excepto a ti!», le había gritado lady Helen.

Ella se limitó a decir la verdad, pero la verdad no mitigaba la reacción autopunitiva de St. James ante el incidente, como una cicatriz permanente sobre la frágil superficie de su autoestima.

– ¿Qué es? -le preguntó Simon-. ¿Un torneo de dardos en El Ancla y la Rosa?

– No, algo mejor. Una representación, sin duda espantosa, de Mucho ruido y pocas nueces, interpretada por los actores del pueblo en el patio de la escuela primaria. De hecho, esta noche se realiza una representación especial en honor al compromiso de Tommy. Al menos, según Daze, eso dijo el párroco cuando se presentó hoy a verla, con las invitaciones en la mano.

– ¿No será el mismo grupo…?

– ¿Que interpretó hace dos veranos La importancia de llamarse Ernesto? Sí, querido Simon. El mismo.

– Señor. ¿Cómo podrá igualar esta producción el galante homenaje de Nanrunnel a Oscar Wilde? La sin par elocuencia del reverendo señor Sweeney en el papel de Algernon, masticando bocadillos de pepinillo. Por no mencionar los panecillos.

– ¿Qué opinas, pues, del señor Sweeney en el papel de Benedick?

– Sólo un idiota se lo perdería.

St. James alcanzó sus muletas, se puso en pie, mantuvo el equilibrio y se ajustó su larga bata.

Lady Helen desvió la vista, empleando como excusa la necesidad de recoger tres pétalos de rosa, caídos de un ramo que descansaba sobre una mesita próxima a la ventana. Su tacto le recordó al raso. Buscó una papelera, evitando dar a entender que conocía la principal vanidad de St. James, esconder su pierna lisiada para parecer lo más normal posible.

– ¿Alguien ha visto a Tommy?

Lady Helen comprendió el significado oculto tras la pregunta de St. James.

– Ignora lo sucedido. Hemos procurado no encontrarnos con él.

– ¿También Deborah?

– Se ha quedado con Sidney. Se encargó de que se bañara, acostara y tomara un poco de té.

– Lanzó una breve carcajada, carente de alegría-. El té fue mi profunda contribución. No sé qué efecto se esperaba de la infusión.

– ¿YBrooke?

– ¿Podemos confiar en que haya regresado a Londres?

– Lo dudo. ¿Y tú?

– Más bien… Sí.

St. James se encontraba de pie junto a la cama. Lady Helen decidió salir para que pudiera vestirse en la intimidad, pero su manera de comportarse (un meticuloso con trol, demasiado frágil para ser creíble), la impulsó a quedarse. Tenían que hablar todavía de demasiadas cosas.

Conocía bien a St. James, mejor que a cualquier otro hombre. Durante la última década se había acostumbrado a su ciega devoción hacia la ciencia forense; su determinación de forjarse una reputación como experto. Había aceptado su incansable introspección, su deseo de perfección, su autocensura si fracasaba en un objetivo. Hablaban de todo esto durante la comida y la cena, en el estudio de St. James, mientras la lluvia repiqueteaba sobre las ventanas, de camino al Oíd Bailey, [4] en la escalera, en el laboratorio. Pero nunca hablaban de su defecto físico. Siempre había representado una parcela de su psique cerrada a cualquier intrusión. Hasta hoy, en la cima del acantilado. Incluso en aquel momento, cuando concedió a lady Helen la oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo, las palabras de ésta fueron totalmente inadecuadas.

¿Qué podía decirle, pues, ahora? No lo sabía. Se preguntó, no por primera vez, qué tipo de vínculo se habría forjado entre ellos de no haber abandonado su habitación del hospital ocho años atrás, tan sólo porque él se lo pidió. Obedecerle fue mucho más fácil que arriesgarse a penetrar en terreno desconocido. En cualquier caso, no podía marcharse sin tratar de decirle algo que, aunque fuera en una mínima parte, le ayudara a recobrarse.

– Simon.

– Mi medicina está en el estante que hay sobre el lavabo, Helen -dijo St. James-. ¿Quieres ir a buscarme dos comprimidos?

– ¿Medicina?

Lady Helen se sintió preocupada al instante. Pensaba haber juzgado correctamente las razones que habían impulsado a Simon a encerrarse bajo llave en su: cuarto durante la tarde. No actuaba como si padeciera dolor, pese a la advertencia anterior de Cotter.

– Simple precaución. Sobre el lavabo. -Sonrió fugazmente-. En ocasiones la tomo antes en lugar de durante. Funciona igual de bien. Si además he de soportar la interpretación del señor Sweeney, debo ir preparado.

Lady Helen rió y fue a buscar la medicina.

– La verdad es que no has tenido mala idea -dijo desde el cuarto de baño-. Si la representación de esta noche es como la otra que vimos, todos empezaremos a deglutir analgésicos antes de que finalice la velada. Quizá deberíamos llevarnos el frasco.

Lady Helen volvió con los comprimidos. St. James se había acercado a la ventana y estaba inclinado hacia adelante, apoyado en las muletas, mirando la parte sur de la propiedad. A juzgar por lo que indicaba su perfil, lady Helen dedujo que sus ojos no registraban nada. Verle en este estado negaba sus palabras, su educada cooperación, la ligereza de su tono. Comprendió que incluso su sonrisa había sido un engaño para acallarla, mientras él, todo el rato, existía solo, como siempre. Pero no quiso aceptarlo.

– Te podrías haber caído -dijo-. Por favor, Simon querido, el sendero era demasiado empinado. Te podrías haber matado.

– Cierto -respondió él.


El cavernoso salón Howenstow carecía de las cualidades necesarias como para sentirse en casa mientras se paseaba por él. Su tamaño era el de una pista de tenis más grande de lo normal, y los muebles (una aglomeración de antigüedades dispuestas para sostener conversaciones en grupos) se hallaban diseminados sobre una hermosa alfombra de felpilla. Constables y Turners colgaban de las paredes, así como un bello conjunto de piezas de porcelana. Era la clase de estancia en la que uno temía moverse precipitadamente en cualquier dirección.

Deborah, que se encontraba sola, avanzó con cautela hacia el piano de cola, con la intención de examinar las fotografías que descansaban sobre el instrumento.

Constituían la historia gráfica de los Lynley desde que eran condes de Asherton. La estirada quinta condesa la miraba con esa expresión hostil tan predominante en las fotografías del siglo diecinueve; el sexto conde estaba sentado a horcajadas sobre una amplia ventana y miraba una revoltosa jauría de sabuesos; la actual lady, ataviada para la coronación de la reina; Tommy y sus hermanos retozaban entre un grupo de jóvenes ricos y privilegiados.

Sólo faltaba el padre de Tommy, el séptimo conde. Al reparar en el detalle, Deborah recordó que no había visto en toda la mansión fotos o retratos del hombre, una circunstancia que consideraba decididamente extraña, pues había visto varias fotos del conde en la casa que Tommy tenía en Londres.

– Cuando te fotografíes para unirte a la colección, has de prometerme que sonreirás. -Lady Asherton se reunió con ella, una copa de jerez en la mano. Su vestido blanco la dotaba de un aspecto frío y adorable-. Yo quería sonreír, pero el padre de Tommy insistió en que eso no se hacía, y temo que cedí sin pensarlo dos veces. Yo era así en mi juventud, lamentablemente maleable.

Sonrió a Deborah, bebió un poco de jerez, se apartó del piano y fue a sentarse en el alféizar de una ventana próxima.

– He pasado una tarde deliciosa con tu padre, Deborah. Yo he hablado incesantemente, pero él ha sido muy amable, actuando como si todo lo que yo decía fuera la cumbre del ingenio y el buen sentido. -Dio la vuelta a la copa y dio la impresión de que admiraba la forma en que la luz incidía sobre el dibujo tallado en el cristal-. Estás muy unida a tu padre.

– Sí.

– Es lo que ocurre en ocasiones cuando un hijo pierde a uno de los padres, ¿verdad? Lo que podríamos llamar la bendición de la muerte.

– Yo era muy pequeña cuando murió mi madre -contestó Deborah, en un intento de disculparse por haber advertido el distanciamiento que existía entre Tommy y su madre-. Fue algo natural, imagino, que estableciera una relación más profunda con papá. Al fin y al cabo, asumió un doble papel, padre y madre de una niña de siete años. Tampoco tenía hermanos ni hermanas. Bueno, tenía a Simon, pero era más como… No estoy segura. ¿Un tío, un primo? Casi toda la responsabilidad de mi educación recayó sobre papá.

– Y como resultado, os unisteis mucho. Qué suerte la tuya.

Deborah no habría calificado a la relación con su padre de producto de la suerte, sino un resultado del transcurso del tiempo, de la paciencia paterna, de la comunicación transmitida de buen grado. Cotter, ligado a una niña cuya personalidad impetuosa no se parecía en nada a la suya, tuvo que ajustar su forma de pensar al esfuerzo constante por comprender la de su hija. Si ahora existía entre ellos aquella devoción, se debía a los años en que se plantaron y cultivaron las semillas de una futura relación.

– Usted y Tommy están bastante distanciados, ¿no es cierto? -preguntó impulsivamente.

Lady Asherton sonrió, pero aparentaba un gran cansancio. Por un momento, Deborah pensó que el agotamiento le haría bajar la guardia, la impulsaría a revelar algo sobre el origen del problema que la separaba de su hijo.

– ¿Te ha comentado Tommy la obra de esta noche? -se desmarcó lady Asherton-. Shakespeare bajo las estrellas. En Nanrunnel. -Oyeron voces procedentes del pasillo-. Dejaré que él te lo cuente, ¿de acuerdo?

Sin añadir nada más, concentró su atención en la ventana situada detrás de ella, por donde penetraba una ligera brisa que transportaba la fragancia salada del mar de Cornualles.

– Si nos fortalecemos lo suficiente, quizá podamos sobrevivir al mal trago con cierta apariencia de lucidez.

Lynley rió cuando entró en el salón. Se encaminó directamente a una vitrina y sirvió tres copas de jerez, eligiendo una botella de las que formaban un semicírculo. Pasó una a lady Helen, otra a St. James y vació la suya antes de advertir la presencia de Deborah y de su madre, al fondo del salón.

– ¿Le has contado a Deborah que vamos a interpretar esta noche los papeles de Teseo e Hipólita?

Lady Asherton levantó apenas la mano del regazo. El cansancio pareció lastrar el movimiento, como antes a su sonrisa.

.-Pensé que debías hacerlo tú.

Lynley se sirvió una segunda copa.

– Sí, estupendo. Bien -dedicó una sonrisa a Deborah-, nos espera un penoso deber. Me gustaría decirte que llegaremos tarde y nos escaparemos durante el intermedio, pero el reverendo Sweeney es un viejo amigo de la familia. Se sentiría cruelmente decepcionado si no asistiéramos a toda la representación.

– La representación será sin duda penosa -añadió lady Helen.

– ¿Podré sacar fotografías? -propuso Deborah-. Después de la obra, quiero decir. Si el señor Sweeney es un amigo tan especial, quizá recibirá con agrado la idea.

– ¡Tommy con la compañía! -exclamó lady Helen-. El señor Sweeney reventará de placer. ¡Una idea maravillosa! Siempre he dicho que tu lugar estaba en el teatro, ¿no es verdad, Tommy?

Lynley rió a modo de respuesta. Lady Helen continuó hablando. Mientras tanto, St. James cogió su copa y se encaminó hacia dos grandes jarrones chinos que se erguían a cada lado de una puerta que daba acceso a la larga galería isabelina que se abría en el extremo este del salón. Acarició la suave superficie de porcelana de uno, siguiendo con los dedos un dibujo particularmente complicado del vidriado. Deborah observó que, si bien se había llevado dos veces la copa a los labios, no había bebido nada. Parecía concentrado en evitar mirar a nadie.

Deborah no esperaba otra cosa después del incidente. De hecho, si hacer caso omiso de la presencia de los demás le ayudaba a olvidarlo todo, ella también experimentó el deseo de imitarle, aun sabiendo que no lograría olvidar, al menos de momento.

Ya había sido bastante espantoso apartar a Brooke de Sidney, sabiendo que su comportamiento no nacía del amor o el deseo, sino de la violencia y la necesidad de someterla por la fuerza. Resultó peor aún ayudar a Sidney a trepar por el acantilado, sin dejar de escuchar sus sollozos histéricos, agarrándola para impedir que cayera. Su rostro sangraba y empezaba a hincharse. Las palabras que farfullaba eran incoherentes. En tres ocasiones se detuvo; permaneció inmóvil y se limitó a llorar. Todo había sido como una pesadilla convertida en realidad, y después, al llegar a la cumbre, vieron a Si-; mon, apoyado contra un árbol, esperándolas. Tenía el rostro semioculto y la mano derecha clavada en el tronco del árbol con tal fuerza que los huesos sobresalían.

Deborah quiso acudir a su lado, sin saber por qué motivo, con qué fin. Su único pensamiento racional en aquel momento fue que no podía dejarle solo. Sin embargo, cuando dio un paso en su dirección, Helen la de tuvo y la empujó hacia Sidney, hacia el sendero que conducía a la mansión.

Aquel penoso recorrido de vuelta había constituido la segunda pesadilla. Recordaba con estremecedora claridad cada parte. Toparse con Mark Penellin en el bosque; murmurar excusas vagas acerca de la apariencia de Sidney y su lamentable estado; acercarse a la mansión con el nerviosismo creciente de que alguien las viera; deslizarse junto a la sala de armas y por el antiguo pasillo de los criados en busca de la escalera noroeste que, según insistía Helen, se encontraba cerca de la despensa; equivocarse de camino en el rellano de aquella escalera y terminar en el ala oeste de la mansión, ahora en desuso; y todo el tiempo aterrorizada por la idea de que Tommy se encontrara con ellas y empezara a hacer preguntas. Sidney había pasado de la histeria a la rabia, y de la desesperación al silencio, pero un silencio aturdido, que para Deborah era más aterrador que su tremenda agitación anterior.

La experiencia había sido mucho más que aterradora, y cuando Justin Brooke entró en el salón, vestido para la velada como si no hubiera intentado violar a una mujer aquella tarde delante de cinco testigos, lo único que Deborah pudo hacer fue mirar fijamente al hombre, sin chillar ni precipitarse sobre él para arrancarle los ojos.

8

– Santo Dios, ¿qué te ha pasado?

La voz de Lynley reflejó tal sorpresa, que St. James dejó de examinar la porcelana Kang H'si, se volvió y vio que Justin Brooke cogía la copa de jerez que le ofrecían con total desenvoltura.

Cristo, pensó St. James, Brooke se iba a unir a la partida, confiado en que su excelsa educación les impediría comentar lo ocurrido aquella tarde mientras Lynley y su madre estuvieran presentes.

– Me caí en el bosque.

Brooke paseó la mirada a su alrededor mientras hablaba, desafiándolos uno tras otro a llamarle mentiroso.

St. James notó que su mandíbula se apretaba automáticamente para callar lo que deseaba decir. Con una satisfacción atávica que no reprimió, observó el daño considerable que su hermana había logrado infligir al rostro de Brooke. Arañazos en las mejillas. Un morado en el mentón. El labio inferior hinchado.

– ¿Te caíste?

Lynley había concentrado la atención en los mordiscos inflamados de la garganta de Brooke, apenas ocultos por el cuello de su camisa. Dirigió una penetrante mirada a los demás.

– ¿Dónde está Sidney? -preguntó.

Nadie contestó. Una copa tintineó contra la superficie de una mesa. Alguien tosió. Fuera, a cierta distancia de la mansión, un motor cobró vida. Sonaron pasos en el vestíbulo y Cotter entró en el salón. Se detuvo a dos pasos de la puerta, como si hubiera captado enseguida el ambiente enrarecido y estuviera pensando en esfumarse. Miró a St. James, un acto reflejo en busca de consejo, que encontró en la indiferencia de Simon hacia la escena. No se movió.

– ¿Dónde está Sidney? -repitió Lynley.

Lady Asherton se puso en pie.

– ¿Le ha…?

Deborah se apresuró a intervenir.

– La vi hace media hora, Tommy. -Se ruborizó. El color compitió con el fuego de su cabello-. Pasó demasiado tiempo al sol esta tarde y pensó… Bueno, pidió que… la dejáramos descansar. Sí. Dijo que necesitaba un poco de descanso. Me pidió que la disculpara en su nombre y… Ya conoces a Sidney. Lleva una marcha que… Se entrega como si nada… No me extraña que esté agotada.

Sus dedos vagaban sobre su cuello mientras hablaba, como si deseara taparse la boca y evitar mentiras más descabelladas.

A pesar de sí mismo, St. James sonrió. Miró al padre de Deborah, que meneó la cabeza débilmente, reconociendo con afecto un hecho que ambos conocían demasiado bien. Helen habría salido mejor librada. Mentiras sin importancia para calmar los ánimos entraban dentro de su línea. Sin embargo, Deborah era una negada para esta forma concreta de prestidigitación verbal.

La aparición de Peter Lynley salvó al resto del grupo de embellecer la historia de Deborah. Los pies descalzos y una camisa limpia de gasa constituían el principal atractivo de su indumentaria para la cena. Le seguía Sasha, cuyo vestido amarillo acentuaba la palidez de su piel. Lady Asherton se encaminó en dirección al grupo, como si quisiera hablar con ellos o tratar de mediar en lo que intuía un conflicto inminente.

Peter no dio señas de ver a su madre. De hecho, no dio señas de ver a nadie. Se limitó a limpiarse la nariz con el dorso de la mano, se acercó a la bandeja de bebidas, se sirvió un whisky, que engulló de un solo trago, y después sirvió un segundo para él y otro para Sasha.

Se quedaron aparte, como una unidad aislada del resto del grupo, las botellas al alcance de la mano. Mientras la joven sorbía su bebida, deslizó su mano bajo la camisa de Peter y le atrajo hacia sí.

– Estupendo whisky, Sash -murmuró, y la besó.

Lynley dejó su copa sobre la mesa. Lady Asherton habló.

– Esta tarde he visto a Nancy Cambrey, Tommy. Me preocupa esa chica. Ha perdido mucho peso. ¿La has visto?

– La he visto.

Lynley contemplaba a su hermano y a Sasha. Su expresión era indescifrable.

– Parece terriblemente preocupada por algo. Creo que tiene relación con Mick. Trabaja en un reportaje que le mantiene alejado con frecuencia de casa estos últimos meses. ¿Has hablado con ella sobre el particular?

– Hemos hablado.

– ¿Y mencionó el reportaje, Tommy? Porque…

– Lo mencionó, sí.

Lady Helen intervino con su habitual desenvoltura, probando un nuevo ángulo de distracción.

– Llevas un vestido muy bonito, Sasha. Envidio lo bien que te sientan esos maravillosos estampados hindúes. Siempre que intento ponerme algo por el estilo, parezco un cruce entre Jemima Puddleduck y una criada. ¿Os encontró Mark Penellin? Le vimos en el bosque. Dijo que; os iba buscando.

– ¿Mark Penellin? -Peter acarició el liso cabello| de Sasha-. No, no le hemos visto.

Lady Helen desvió la vista hacia St. James.

– Pero nosotros le vimos. ¿No os encontró en la ensenada, por la tarde?

Peter exhibió una sonrisa perezosa y satisfecha.

– Esta tarde no hemos estado en la ensenada.

– ¿Que no estuvisteis…?

– Quiero decir, supongo que estuvimos, pero no estuvimos. De modo que, si quería encontrarnos, nos tuvo que ver, pero no nos vio. O quizá llegó después de que nos metiéramos en el agua, y entonces no nos vio. No vio dónde estábamos, y no creo que me hubiera apetecido verle. ¿Tú qué opinas, Sasha?

Rió por lo bajo y acarició la nariz de Sasha. Paseó los dedos sobre su boca. Ella, como un gato, los lamió.

Fantástico, pensó St. James, y sólo estamos a viernes.


Nanrunnel era una combinación muy conseguida de dos ambientes totalmente diferentes: un pueblo de pescadores fundado siglos atrás y un complejo turístico moderno. Formaba un semicírculo alrededor de un puerto natural. Los edificios trepaban a una colina sembrada de cedros, cipreses y pinos. Las fachadas, talladas de rocas extraídas en la región, eran enjalbegadas o de un color entre gris y pardo, gastado por la intemperie. Las calles eran angostas, lo bastante anchas para que pasara un solo coche, y seguían un peculiar dibujo en espiral que obedecía más a las exigencias de la colina que a las necesidades de los automóviles.

El puerto estaba lleno de barcos de pesca, que se balanceaban al compás de la marea y estaban protegidos por dos muelles largos en forma de media luna.

Edificios de formas peculiares, situados en el borde del puerto (casas, tiendas, hosterías y restaurantes), y un irregular sendero adoquinado, que corría paralelo al malecón, permitía a sus habitantes el acceso al agua. Cientos de aves marinas chillaban desde las chimeneas y los tejados de pizarra, mientras cientos más alzaban el vuelo, daban la vuelta al puerto y se dirigían hacia la bahía donde, a lo lejos, el monte de St. Michael se alzaba a la luz declinante del anochecer.

Una considerable multitud se había congregado en los terrenos de la escuela primaria, enclavada en la parte baja de Paul Lane. Allí, un humilde teatro al aire libre había sido creado por el reverendo Sweeney y su esposa. Consistía en tres únicos elementos. Una maciza plataforma servía de escenario. El público se acomodaba en sillas de madera plegables de antes de la guerra, y, en el extremo opuesto del patio, un puesto de bebidas estaba realizando ya un respetable negocio, con libaciones suministradas por la taberna más grande del pueblo, El Ancla y la Rosa. Lynley observó que Nancy Cambrey se encargaba de los barriles.

El párroco en persona recibió al grupo de Lynley en la entrada de la escuela; su rostro solemne exhibió una arrobada sonrisa de bienvenida. Llevaba una gruesa capa de maquillaje, bajo la cual sudaba abundantemente. Vestido ya para la representación, constituía una visión incongruente, en jubón y medias, y su cabeza calva brillaba bajo los haces de luz que barrían el patio de la escuela.

– Me pondré una peluca para representar a Benedick, por supuesto -se burló de sí mismo afablemente el señor Sweeney.

Saludó a St. James y a lady Helen con el cariño de un viejo amigo y luego exigió que le presentaran a De-borah, una convención social que desechó apenas la había adoptado, exclamando:

– Querida, nos complace en extremo que hayas venido esta noche. Los dos. Es fantástico.

Igual habría hecho una reverencia, de no ser porque la precaria posición de su protector genital de época impedía cualquier movimiento brusco.

– Os hemos reservado la primera fila, para que no os perdáis ni un detalle. Venid, es por aquí.

Perderse un detalle, perderse varios detalles, perderse toda la obra era una vana esperanza, pues los Comediantes de Nanrunnel eran ampliamente conocidos por la naturaleza estentórea de sus interpretaciones, más que por su arrebato histriónico. No obstante, bajo la férrea dirección del señor Sweeney (su esposa encarnaba a una Beatriz entrada en carnes y de corta estatura, y lograba exhibir un busto notablemente erguido durante parlamentos mucho más apasionados de lo que exigía el papel), el drama se desarrolló con feroz entusiasmo hasta el intermedio. En ese momento, el público se puso en pie como un solo hombre y se encaminó hacia el puesto de bebidas, para alegrar la tregua con cerveza.

La única ventaja de ser los invitados de honor se reveló en el veloz progreso de Lynley y su grupo hacia el puesto. La multitud, que segundos antes se había abalanzado como una exhalación hacia la bendita salvación de Watney's & Bass, dejó libre un pasillo para que Lynley y los otros accedieran cuanto antes al consuelo.

La única otra persona que aprovechó la brecha en la masa de agitada humanidad fue un hombre alto, de edad madura, que consiguió llegar al puesto de bebidas antes que nadie. Se volvió con una bandeja llena de vasos y se la ofreció a Lynley.

– Para usted, milord -dijo.

Lynley, sin dar crédito a sus ojos, miró a Roderick Trenarrow y a la bandeja que sostenía. Su intención era inequívoca e ineludible: un encuentro público, una exhibición de alegre camaradería. Como siempre, Trenarrow había elegido el momento con maestría.

– Roderick -dijo Lynley-. Has sido muy amable.

Trenarrow sonrió.

– Tengo la ventaja de estar sentado cerca del puesto.

– Qué raro. Pensaba que Shakespeare no era santo de tu devoción.

– ¿Aparte de Hamlet, quieres decir? -preguntó Trenarrow.

Dedicó su atención al grupo de Lynley, esperando ser presentado. Lynley así lo hizo, esforzándose por aparentar indiferencia ante este inesperado encuentro.

Trenarrow se caló las gafas con montura de oro y dirigió sus palabras a los amigos de Lynley.

– Temo que la señora Sweeney me atrapó en el autobús de Penzance y, antes de que me diera cuenta, había comprado una entrada para la representación de esta noche y jurado que acudiría. Con todo, algo me consuela. Como estoy cerca del puesto de bebidas, si la representación se hace insostenible, podré atizarme seis o siete cervezas más y conservarme en alcohol.

– Justo lo que nosotros habíamos pensado -dijo Lady Helen.

– Cada verano se adquiere más experiencia gracias a las representaciones de Nanrunnel

– prosiguió Trenarrow-. El año que viene, imagino que el resto del público intentará sentarse conmigo en la última fila. Al final, nadie querrá ocupar las primeras filas y la señora Sweeney se verá obligada a representar la obra desde el interior del puesto de bebidas para retener nuestra atención.

Los demás rieron. Lynley, no. En lugar de ello, se sintió irritado por haber sucumbido a los deseos de Trenarrow, y escrutó al hombre, como si un análisis de sus características físicas revelara el origen de su encanto. Como siempre, Lynley se fijó en los detalles, pero no en el conjunto. Abundante cabello castaño que mostraba ya las señales de la edad, pues finas hebras plateadas despuntaban en sus sienes; un traje de hilo, antiguo pero bien cortado, inmaculadamente limpio y ceñido a su figura; un mentón firme y pronunciado, sin carne superflua, a pesar de que frisaría la cincuentena; carcajadas francas y espontáneas; y los ojos, que eran oscuros, rápidos en evaluar y comprender.

Lynley catalogó todos estos detalles sin utilizar ningún sistema de observación, sólo una serie de fugaces impresiones. No había forma de obviarlos, sobre todo con Trenarrow tan cerca, irguiéndose, como siempre, más grande que la vida.

– Veo que Nancy Cambrey trabaja en El Ancla y la Rosa, además de sus otros empleos -dijo Lynley a Trenarrow.

El hombre miró hacia el puesto de bebidas.

– Eso parece. Me sorprende que lo haya aceptado, con la niña y todo lo demás. Debe de ser difícil para ella.

– Pero supongo que la ayudará a aliviar sus problemas económicos, ¿no?

Lynley tomó un sorbo de cerveza. Estaba demasiado caliente para su gusto y habría preferido dejarla en alguna mano cercana, pero Trenarrow habría leído animosidad en esa acción, de modo que continuó bebiendo cerveza.

– Escucha, Roderick -dijo de repente-, voy a abonarte todo el dinero que te deben.

Tanto el anuncio como la manera de efectuarlo puso fin a la conversación que sostenían los otros. Lynley observó que la mano de lady Helen se posaba sobre el brazo de St. James, que Deborah se agitaba inquieta a su lado, y que Trenarrow le miraba con perplejidad, como si no tuviera ni idea de a qué se refería Lynley.

– ¿Abonarme el dinero? -repitió Trenarrow.

– No voy a permitir que Nancy vaya mendigando. En este momento no pueden permitirse un aumento de alquiler y…

– ¿Alquiler?

Lynley consideró aquellas suaves repeticiones aún más ofensivas. Trenarrow le estaba manipulando para que adoptara el papel de pendenciero.

– Tiene miedo de perder Gull Cottage. Le dije que yo abonaría el dinero. Ahora te lo digo a ti.

Trenarrow elevó poco a poco el vaso y observó a Lynley por encima del borde.

– La casa. Entiendo. -Dirigió una mirada pensativa al puesto de bebidas-. Nancy no necesita preocuparse por la casa. Mick y yo lo solucionaremos. No tenía que haberte molestado por el tema del dinero.

Muy propio del hombre, pensó Lynley. Cuan insufriblemente noble era, y cuan previsor. Sabía muy bien lo que hacía. Toda la conversación era una prolongación de la esgrima verbal que practicaban desde hacía muchos años, sembrada de palabras de doble sentido y significados ocultos.

– Dije que me encargaría yo y lo haré. -Lynley trató de alterar el tono tenso, ya que no la intención agazapada tras las palabras-. No tienes la menor necesidad de…

– ¿Sufrir? -Trenarrow miró un momento a Lynley, antes de ofrecerle una fría sonrisa. Terminó su bebida-. Su excelencia es muy amable. Si me disculpas, creo que ya he abusado bastante de tu tiempo. Tengo la impresión de que tus acompañantes te reclaman.

Se despidió con un movimiento de cabeza y se fue.

Lynley le vio alejarse, y reconoció la habilidad acostumbrada de Trenarrow para aprovechar la ocasión. Lo había hecho una vez más, dejando a Lynley con la sensación de haberse comportado como un bravucón. Tenía diecisiete años de nuevo. Siempre que se hallaba en presencia de Trenarrow, volvía a tener diecisiete años.

Las animadas palabras de lady Helen llenaron el vacío producido por la marcha de Trenarrow.

– Santo cielo, qué hombre tan fascinante, Tommy. ¿Has dicho que era médico? Todas las mujeres del pueblo pasarán por su consulta a diario.

– No es de esa clase de médicos -replicó Lynley de manera automática. Derramó el resto de la cerveza junto al tronco de un árbol y contempló el charco que se había formado en la tierra seca y agostada-. Se dedica a investigaciones médicas en Penzance.

Por eso había acudido a Howenstow, con sólo treinta años, llamado desesperadamente para que atendiera al conde agonizante. No había esperanza. Explicó, con aquella seriedad tan suya, que sólo cabía continuar con la quimioterapia, que no existía cura, pese a lo que quisieran creer y leyeran en los periódicos, que había docenas de tipos diferentes de cáncer, que era un término que lo englobaba todo, que el cuerpo moría por culpa de su incapacidad para frenar la producción de células, que los científicos no sabían bastante, que trabajaban y se esforzaban, pero pasarían años, décadas… Se expresaba con suaves disculpas. Con profunda comprensión y compasión.

El conde había languidecido, agonizado, sufrido y fallecido, y la familia le lloró. La región le lloró. Todo el mundo, excepto Trenarrow.

9

Nancy Cambrey guardó en una caja de cartón las últimas jarras de cerveza para transportarlas a El Ancla y la Rosa. Se encontraba muy cansada. No había cenado, para llegar a la escuela con tiempo para disponer los preparativos, de modo que también estaba algo mareada. Cerró y aseguró el paquete, aliviada porque el trabajo de la noche hubiera terminado.

No muy lejos, la formidable señora Swann, su jefe, manoseaba las ganancias de la velada con el apasionamiento que solía dispensar a los asuntos pecuniarios. Movía los labios mientras contaba las monedas y los billetes, y anotaba cifras en su gastado libro mayor rojo. Cabeceó, satisfecha. El puesto había logrado excelentes resultados.

– Me voy -dijo Nancy, con cierta vacilación.

Nunca sabía cómo iba a reaccionar la señora Swann, famosa por sus bruscos cambios de humor. Ninguna camarera le había durado más de siete meses. Nancy estaba decidida a ser la primera. Lo único que importa es el dinero, susurraba para sus adentros siempre que sufría las consecuencias de los violentos exabruptos de la señora Swann. Puedes soportar cualquier cosa, con tal que pague.

– De acuerdo, Nance -murmuró la señora Swann, agitando la mano-. Vete.

– Lamento muchísimo lo de la llamada telefónica.

La mujer bufó y se rascó la cabeza con un lápiz.

– A partir de hoy, llama a tu papá en tus horas libres. No malgastes el tiempo de la taberna. Ni el mío.

– Sí, lo haré. No lo olvidaré.

La serenidad era esencial. Se aferró con fuerza al puesto en un intento por no despertar las iras de la señora Swann, al tiempo que procuraba disimular su aversión hacia la mujer.

– Aprendo rápido, señora Swann. Ya lo verá. La gente nunca tiene que repetirme dos veces una cosa.

La señora Swann le dirigió una mirada penetrante. Sus ojos de rata centellearon mientras meditaba.

– ¿Aprendes rápido lo que te enseña tu hombre, muchacha? Toda clase de cosas nuevas, supongo. ¿No es cierto?

Nancy frotó una mancha de su blusa rosa descolorida.

– Me voy -dijo en respuesta, y pasó por debajo del puesto.

Aunque las luces seguían encendidas, en el patio sólo quedaba el grupo de Lynley y los Comediantes de Nanrunnel. Nancy los divisó frente al teatro. Mientras St. James y lady Helen aguardaban entre los asientos vacíos, Lynley posaba con la compañía y su prometida tomaba fotos. El flash iluminaba cada vez un rostro satisfecho distinto, plasmando en la película sus atavíos de otra época. Lynley se comportaba con su elegancia habitual; charlaba con el párroco y su esposa, reía de los jocosos comentarios que hacía lady Helen Clyde.

La vida le resulta muy fácil, pensó Nancy.

– No son diferentes, querida. Sólo lo aparentan.

Las palabras y su punzante agudeza sobresaltaron a Nancy. Se giró en redondo y vio que el doctor Trenarrow estaba sentado en la oscuridad, apoyado contra una pared del patio.

Nancy le había evitado durante toda la velada, apartándose de su campo de visión cuando se acercaba a beber. Ahora, sin embargo, no pudo evitar el contacto, puesto que se había levantado y acercado a la luz.

– Estás preocupada por la casa -dijo-. Olvídalo. No voy a echarte. Mick y yo lo arreglaremos todo.

Nancy notó que el sudor humedecía su nuca, a pesar de sus tranquilizadoras palabras. Era la pesadilla que había temido, encararse con él, tener que discutir la situación, tener que inventar excusas. Para colmo, a unos tres metros de distancia, la señora Swann había levantado la cabeza, olvidando la caja del dinero. El nombre de Mick había despertado su curiosidad.

– Conseguiré el dinero -balbuceó ella-. Lo conseguiré.

– No debes preocuparte, Nancy -insistió Trenarrow-. No necesitabas acudir a la caridad de lord Asherton. Tendrías que haber hablado conmigo.

– No, verá…

No podía explicarlo sin dar paso a la ofensa. Él no comprendería por qué podía pedir ayuda a Lynley, y no a él. No podía comprender que un préstamo de Lynley no implicaba caridad, porque lo concedía sin juzgar, por amistad y preocupación. Era la única persona que ayudaría a Nancy sin hacer hincapié en el fracaso de Mick y en el fracaso de su matrimonio. Incluso en este momento, percibía la forma en que el doctor Trenarrow consideraba su situación. Incluso en este momento, percibía su compasión.

– Porque un aumento del alquiler no es…

– Por favor.

Nancy emitió un leve sollozo y salió corriendo a la calle. Oyó que el doctor Trenarrow gritaba su nombre una vez, pero no se detuvo.

Frotándose los brazos, doloridos de sostener jarras de cerveza en la mano y manipular las espitas toda la noche, se internó por Paul Lane hacia la entrada de la calle Ivy, que conducía al corazón del pueblo, abigarrado conjunto de callejones y callejas tortuosos, pendientes inclinadas, estrechas callejuelas adoquinadas, inaccesibles a los coches. De día, los veraneantes acudían en masa a fotografiar los pintorescos edificios antiguos, de coloridos jardines y torcidos tejados de pizarra. De noche, sin embargo, la zona sólo estaba iluminada por los rectángulos de luz que dibujaban las ventanas de las casas. Era un lugar poco recomendable para demorarse en él, en tinieblas y habitado por generaciones de gatos que crecían en la colina que dominaba el pueblo y se alimentaban en los cubos de basura.

Gull Cottage se hallaba a cierta distancia del laberinto de calles. Ocupaba la esquina de la plaza Virgin, y semejaba una caja de cerillas enjalbegada, con adornos de un azul eléctrico en las ventanas y abundantes fucsias plantadas junto a la puerta. Las flores color rojo sangre que brotaban de las plantas cubrían el suelo.

Cuando Nancy se acercó a la casa, aminoró el paso. Oyó el ruido desde tres casas antes. Molly estaba llorando, chillando, de hecho.

Consultó su reloj. Era casi medianoche. Molly tendría que haber cenado, tendría que estar dormida. ¿Por qué demonios no se había ocupado Mick de la niña?

Nancy, exasperada por la idea de que su marido hiciera oídos sordos a los gritos de la niña, recorrió la distancia que la separaba de la casa, abrió el portal del jardín y se precipitó hacia la puerta.

– ¡Mick! -gritó.

Oía los chillidos de Molly arriba, en el único dormitorio. Una oleada de pánico la asaltó al imaginarse el rostro de la niña, rojo de rabia, su cuerpecito tenso de miedo. Abrió la puerta de un empujón.

– ¡Molly!

Ya dentro, subió los peldaños de dos en dos. Hacía un calor insoportable.

– ¡Molly, mi pequeña!

Se precipitó hacia el catre de su hija, la levantó y descubrió que estaba empapada de orina. Estaba muy caliente. Hilillos de cabello dorado se rizaban sobre su cráneo.

– Cariño, criatura. ¿Qué te ha pasado? -murmuró, y luego empezó a gritar-. ¡Michael! ¡Mick!

Nancy apoyó a Molly contra su hombro y descendió la escalera. Sus pies golpearon con estrépito la madera desnuda de camino hacia la cocina, situada en la parte posterior de la casa. Lo más importante era dar de comer a la niña. Con todo, se permitió un pequeño estallido de cólera.

– Quiero hablar contigo -gritó a la puerta cerrada de la sala de estar-. Michael, ¿me has oído? Quiero hablar contigo. Ahora.

Mientras hablaba, observó que la puerta no estaba cerrada. La abrió de una patada.

– Michael, ¿quieres hacer el favor de contestar cuando…?

Notó que se le erizaba el vello de los brazos. Mick yacía en el suelo. O alguien yacía en el suelo, porque sólo veía una pierna. Sólo una. No dos. Muy curioso, a menos que estuviera dormido con una pierna levantada y la otra completamente extendida. Pero ¿cómo era posible que estuviera dormido? Hacía calor. Mucho calor, y los gritos de Molly…

– Mick, ¿me estás gastando una broma de mal gusto?

No hubo respuesta. Los gritos de Molly se habían convertido en un sollozo apagado. Nancy entró en la sala.

– Eres tú, ¿verdad, Mick?

Nada. Pero sí, era Mick. Reconoció su zapato, un frívolo náutico rojo con una cinta plateada alrededor del tobillo. Una de sus nuevas adquisiciones, algo que no necesitaba, algo que costaba demasiado dinero, que robaba a la niña, otra sangría en el talonario. Sí, era Mick, tendido en el suelo. Y ella sabía muy bien qué pretendía, fingiendo que dormía para que ella no le regañara por hacer caso omiso de la niña.

En cualquier caso, era impropio de él no ponerse en pie de un brinco, reírse de su habilidad para asustarla con otra de sus bromas, y Nancy estaba asustada. Porque algo fallaba. El suelo estaba cubierto de papeles, muchos más de los que solía desparramar Mick. Los cajones del escritorio estaban abiertos, las cortinas, corridas. Un gato maullaba fuera, pero el silencio reinaba en la casa, y un hedor a heces y sudor impregnaba el aire caliente.

– ¿Mickey?

El sudor cubría sus manos, axilas, rodillas y codos. Molly se agitó en sus brazos. Nancy se obligó a avanzar. Dos centímetros. Dos más. Un paso entero. Quince centímetros. Y entonces comprendió por qué su marido no había oído los gritos de Molly.

Aunque yacía inmóvil en el suelo, no fingía dormir. Tenía los ojos abiertos, pero fijos y vidriosos. Mientras Nancy miraba, una mosca se paseó sobre la superficie de un iris azul.

Ante ella, la imagen de Mick parecía fluctuar a causa del calor, parecía animada por una fuerza exterior a su cuerpo. Debería moverse, pensó ella. ¿Por qué está tan quieto? ¿Será otro truco? ¿No nota la mosca?

Entonces, vio las demás moscas. Siete u ocho. Como máximo. Por lo general, escogían la cocina como residencia y zumbaban mientras ella cocinaba. Pero ahora volaban en círculo alrededor de las caderas de su marido, donde los pantalones estaban rotos, donde se abrían por la cintura, donde alguien los había estirado brutalmente para acceder…, para mutilar…


Corría sin el menor sentido de la orientación y sin ningún propósito. Sólo pensaba en poner tierra de por medio.

Salió de la casa como una exhalación, cruzó el portal y desembocó en la plaza Virgin. La niña volvió a aullar en sus brazos. Tropezó con un adoquín y estuvo a punto de caer, pero se tambaleó tres pasos, chocó con un cubo de basura y se enderezó, agarrándose al desagüe de lluvia de una casa.

La oscuridad era total. La luz de la luna bañaba los techos y los costados de los edificios, pero arrojaba largas sombras sobre la calle y creaba charcos de ébano en los que Nancy chapoteaba, indiferente al pavimento irregular, a las ratas que correteaban en la noche. Divisó la entrada de la calle Ivy y se lanzó hacia ella, en busca de la seguridad que prometía Paul Lane, justo detrás.

– Por favor.

Su boca formó las palabras. Ni siquiera las oyó. Luego, por encima de los sonidos ásperos que surgían de sus pulmones, escuchó voces y risas, procedentes de Paul Lane.

– Muy bien, te creo. Ahora, localiza Orion -decía la voz afable de un hombre-. Oh, por el amor de Dios, al menos sabrás dónde está la Osa Mayor, Helen.

– La verdad, Tommy, sólo intento orientarme. Tienes la paciencia de un niño de dos años. Sé…

Nancy se abalanzó sobre ellos y cayó de rodillas.

– ¡Nancy!

Alguien la tomó en brazos, la ayudó a incorporarse. Molly aullaba.

– ¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien?

Era la voz de Lynley, y los brazos de Lynley la sujetaban por los hombros, como un salvador.

– ¡Mick! -gritó, tirándole con fuerza de la chaqueta. Después de pronunciar la palabra que necesitaba, empezó a chillar-. ¡Es Mick! ¡Es Mick!

Las luces de las casas cercanas se encendieron.


St. James y Lynley entraron juntos, dejando a las tres mujeres en el jardín. El cuerpo de Mick Cambrey se hallaba en la sala de estar, a menos de seis metros de la puerta principal. Los dos hombres se acercaron y contemplaron la escena, petrificados de horror.

– Santo Dios -murmuró St. James.

Había visto muchos espectáculos siniestros durante el tiempo que llevaba colaborando con Scotland Yard, pero el cuerpo mutilado de Cambrey le impresionó sobremanera: la mutilación que alienta el principal temor de un hombre. Desvió la mirada y advirtió que alguien había registrado a fondo la sala de estar, pues habían sacado todos los cajones del escritorio, esparcido correspondencia, sobres, papel de carta e incontables papeles. Habían roto marcos de fotografías y desgarrado el interior. Un billete de cinco libras estaba caído en el suelo, cerca de un raído sofá azul.

Fue una reacción automática, producto de su breve carrera con la policía y de su devoción por la ciencia forense. Más tarde, se preguntaría por qué se le ocurrió la | idea, considerando la desunión que provocó entre ellos.

– Vamos a necesitar a Deborah -dijo.

Lynley se había acuclillado junto al cadáver. Se puso en pie de un salto e interceptó a St. James en la puerta.

– ¿Has perdido la razón? No pensarás en pedirle…| Es una locura. A quien necesitamos es a la policía, lo sabes tan bien como yo.

St. James abrió la puerta.

– Deborah, ¿quieres…?

– Quédate donde estás, Deborah -le interrumpió Lynley. Se volvió hacia su amigo-. No lo permitiré. Lo digo en serio, St. James.

– ¿Qué sucede, Tommy?

Deborah avanzó un paso.

– Nada.

St. James contempló al otro hombre con curiosidad, intentando comprender, sin conseguirlo, el motivo de que advirtiera a Deborah.

– Sólo nos llevará un momento, Tommy -explicó-. Creo que es lo mejor. Quién sabe cómo será el DIC local. Es posible que soliciten tu ayuda, así que vamos a adelantarnos y tomar unas fotos. Después, telefonea. ¿Quieres traer la cámara, Deborah?

La joven caminó hacia él.

– Por supuesto. Toma…

– Quédate ahí, Deborah.

La explicación resultaba razonable a los oídos de St. James, pero no así la reacción de Lynley.

– ¿Y la cámara? -preguntó Deborah.

– ¡He dicho que te quedes ahí!

Se encontraban en un callejón sin salida. Deborah alzó una mano vacilante, miró a Lynley y después a St. James.

– Tommy, ¿pasa algo…?

Lady Helen la interrumpió, tocando apenas su brazo, y se reunió con los dos hombres.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó.

– Helen, alcánzame la cámara de Deborah -contestó St. James-. Mick Cambrey ha sido asesinado y quiero fotografiar la habitación antes de telefonear a la policía.

No dijo nada más hasta tener la cámara en sus manos. La examinó con minuciosidad y estudió su mecanismo en un silencio que se hacía más tenso y desagradable a cada segundo que transcurría. Se dijo que la principal preocupación de Lynley consistía en que Deborah no viera el cadáver, en que no le pidiera que hiciera las fotografías. En realidad, estaba seguro de que esa había sido la intención de su amigo cuando insistió en que se quedara fuera. Había malinterpretado a St. James. Había pensado que le pedía a Deborah que hiciera ella las fotografías. Ese malentendido había degenerado en una discusión, y aunque la discusión no había ido a más, el hecho de que hubiera tenido lugar cargaba la atmósfera de elementos tristes y desagradables.

– Quizá prefieras esperar fuera hasta que haya terminado -dijo St. James a su amigo. Entró en la casa.

St. James tomó fotografías desde todos los ángulos, cuidando de no tocar el cadáver, y sólo paró cuando terminó el carrete. Luego, salió de la sala de estar, cerró del todo la puerta y se reunió con los demás, a los que se había unido una pequeña multitud de vecinos. Formaban un grupo apostado a corta distancia del jardín. Murmuraban entre sí y estiraban las cabezas para ver mejor.

– Que entre Nancy -dijo St. James.

Lady Helen la condujo hacia la casa. Vaciló un solo momento antes de dirigir a Nancy hacia la cocina, una habitación de forma oblonga, curioso techo inclinado y suelo de linóleo gris, suelto en varios lugares. La sentó en una silla situada a un lado de la manchada mesa de pino. Se arrodilló a su lado, la miró fijamente a la cara, cogió su brazo y sostuvo su delgada muñeca entre los dedos. Frunció el ceño y tocó la mejilla de Nancy con el dorso de su mano.

– Tommy -dijo lady Helen, con sorprendente calma-, telefonea al doctor Trenarrow. Me temo que ha sufrido un shock. Supongo que podrá ocuparse de ella, ¿no? -Cogió la niña y se la pasó a Deborah-. Habrá leche infantil en la nevera. ¿Quieres calentar un poco?

– Molly… -susurró Nancy-. Hambre. Le… di de comer.

– Sí -contestó lady Helen con ternura-. La cuidaremos, querida.

Lynley estaba hablando por teléfono en la otra habitación. Hizo una segunda llamada y habló menos rato, pero el sonido de su voz, alterado pero formal, fue suficiente para informar a los demás de que estaba hablando con la policía de Penzance. Regresó a la cocina al cabo de pocos minutos, con una manta que utilizó para envolver a Nancy, a pesar del calor.

– ¿Me oyes? -le preguntó.

Los párpados de Nancy se agitaron. Tenía los ojos en blanco.

– Molly… Comida.

– Aquí la tengo -dijo Deborah. Le cantaba una nana a la niña en el extremo opuesto de la cocina-. La leche está al fuego. Espero que le guste caliente, ¿eh? Es una niña muy bonita, Nancy. La niña más bonita que he visto en toda mi vida.

Eran las palabras adecuadas. Nancy se relajó en su silla. St. James dedicó a Deborah un cabeceo de agradecimiento y volvió a la sala de estar. Se quedó inmóvil en el umbral. Empleó varios minutos en examinar, pensar, evaluar lo que veía. Lady Helen se reunió con él. Incluso desde la puerta, no resultaba difícil hacerse una idea del material disperso sobre el suelo, sobre el escritorio, apoyado contra las patas de los muebles. Cuadernos de notas, documentos, páginas manuscritas, fotografías. St. James recordó lo que había comentado lady Asherton acerca de Mick Cambrey, pero la índole del crimen daba al traste con la conclusión a la que habría llegado a partir de aquellas palabras.

– ¿Qué opinas? -le preguntó lady Helen.

– Era periodista. Está muerto. Es posible que ambos hechos tengan relación, pero el cadáver lo niega un millón de veces.

– ¿Porqué?

– Le han castrado, Helen.

– Santo cielo. ¿Fue la causa de su muerte?

– No.

– ¿ Cuál fue, entonces?

Un golpe en la puerta pospuso la respuesta. Lynley salió de la cocina para permitir la entrada a Roderick Trenarrow. El doctor entró en silencio. Miró alternativamente a Lynley, St. James y lady Helen, y después al suelo de la sala de estar, donde se veía parte del cuerpo de Mick Cambrey, incluso desde la puerta principal. Por un momento, dio la impresión de que iba a precipitarse hacia él, con la intención de salvar a un hombre para el que ya no existía salvación.

– ¿Están seguros? -preguntó a los demás.

– Por completo -contestó St. James.

Los labios de Trenarrow se movieron convulsivamente.

– ¿Dónde está Nancy?

Sin aguardar la respuesta, se dirigió a la cocina, donde las luces brillaban alegremente y Deborah parloteaba de niños, como si de esta forma confiara en anclar a Nancy a la realidad. Trenarrow ladeó la cabeza de Nancy y examinó sus ojos.

– Ayúdenme a llevarla arriba -dijo-. Rápido. ¿Alguien ha telefoneado a su padre?

Lynley asumió la responsabilidad. Lady Helen ayudó a Nancy a incorporarse y la sacó de la cocina, mientras el doctor Trenarrow las precedía. Deborah los siguió, sin soltar a la niña. Al cabo de un momento, se oyó la voz afectuosa del doctor Trenarrow, formulando preguntas en el dormitorio del piso superior, seguidas de las quejumbrosas respuestas de Nancy. Los muelles de la cama crujieron. Se abrió una ventana. La madera seca del bastidor chirrió.

– No contesta nadie en el pabellón -dijo Lynley-. Telefonearé a Howenstow. Quizá esté allí. Sin embargo, luego de una breve conversación con lady Asherton, continuaron sin conocer el paradero de John Penellin. Lynley consultó su reloj y frunció el ceño.

– Son las doce y media. ¿Dónde demonios podrá estar a estas horas de la noche?

– No fue a ver la obra, ¿verdad?

– ¿John? No. No creo que los Comediantes de Nanrunnel le atraigan para nada.

En el piso de arriba, Nancy lanzó un grito. Como en respuesta a esta única demostración de angustia, [sonó un golpe en la puerta principal. Lynley abrió y entró la policía local, encarnada en la persona de un agente regordete y de cabello rizado, cuyo uniforme distinguía por grandes manchas de sudor bajo las axilas y una de café en los pantalones. Aparentaba unos veintitrés años. No perdió el tiempo con presentaciones ni con las formalidades inherentes a una investigación de asesinato. Al cabo de escasos segundos, resultó patente que se sentía como en casa con un cadáver delante.

– ¿Se topó la chica con un crimen? -preguntó con indiferencia, como si cada día se produjeran asesinatos en Nanrunnel. Quizá para subrayar tal indiferencia, sacó un chicle y se lo metió en la boca-. ¿Dónde está la víctima?

– ¿Quién es usted? -preguntó Lynley-. Usted no es del DIC.

El agente sonrió.

– T. J. Parker -anunció-. Thomas Jefferson. A mamá le gustaban los yanquis.

Se encaminó hacia la sala de estar.

– ¿Es usted del DIC? -preguntó Lynley, mientras el agente apartaba de una patada una libreta de notas-. Dios todopoderoso. No toque nada.

– No se preocupe -contestó el agente-. El inspector Boscowan me ha enviado para que no se toque nada. Vendrá en cuanto se haya vestido. No debe preocuparse. Bien. ¿Qué tenemos aquí? -Echó el primer vistazo al cadáver y masticó el chicle con más rapidez-. Alguien le tenía manía a este tipo, ¿humm?

Empezó a dar vueltas por la habitación. Aunque no llevaba guantes, toqueteó varios objetos del escritorio de Cambrey.

– Por el amor de Dios -se enfureció Lynley-. No toque nada. Espere a que lleguen los técnicos.

– Robo -anunció Parker, como si Lynley no hubiera hablado-. Sorprendido in fraganti, diría yo. Una pelea. Un poco de diversión después con las tijeras de podar.

– Escuche, maldita sea…

Parker le apuntó con un dedo.

– Esto es trabajo de la policía, señor. Le agradeceré que espere en el vestíbulo.

– ¿Llevas encima tu tarjeta de identificación? -preguntó St. James a Lynley en voz baja-. Es capaz de poner la habitación patas arriba si no haces algo por impedirlo.

– No puedo, St. James. No es mi jurisdicción.

Mientras hablaban, el doctor Trenarrow bajó la escalera. Parker se volvió hacia la puerta de la sala de estar, echó un vistazo al maletín de Trenarrow y sonrió.

– Menudo follón tenemos aquí, doctor -anunció-. ¿Había visto nunca algo parecido? Eche una ojeada, si quiere.

– Agente.

La voz de Lynley apelaba a la razón y a la paciencia.

Trenarrow pareció comprender lo inapropiado de la sugerencia del agente.

– Quizá pueda hacer algo para mitigar el desastre -dijo en voz baja a Lynley, y se acercó al cadáver.

Se arrodilló, lo examinó a toda prisa, buscó el pulso, estimó la temperatura, movió un brazo para comprobar el avance del rigor mortis. Se trasladó al otro lado y se inclinó para examinar las numerosas heridas.

– Una carnicería -murmuró. Levantó la vista-. ¿Han encontrado algún arma?

Paseó la mirada por la habitación, palpó entre los papeles y objetos cercanos al cadáver.

St. James se estremeció ante el desbarajuste que estaba sufriendo el escenario del crimen. Lynley blasfemó. El agente no hizo nada.

Trenarrow indicó con un movimiento de cabeza un atizador apoyado junto a la chimenea.

– ¿Podría ser ésa su arma? -preguntó.

El agente Parker sonrió al estallar su chicle. Rió por lo bajo cuando Trenarrow se levantó.

– ¿Para hacer ese apaño? -preguntó-. Me parece que no está lo bastante afilado, ¿verdad?

La broma no divirtió a Trenarrow.

– Quiero decir el arma del crimen -replicó-. Cambrey no murió a causa de la castración, agente. Cualquier idiota se daría cuenta.

La reprimenda que implicaban las palabras de Trenarrow no pareció ofender a Parker.

– No le mató. Muy bien. Tan sólo puso punto final al asunto, ¿no cree?

Dio la impresión de que Trenarrow intentaba reprimir una furiosa réplica.

– En su opinión, ¿cuánto rato lleva muerto? -fue la genial pregunta siguiente de Parker.

– Unas dos o tres horas, pero imagino que alguno de sus compañeros vendrá para confirmárselo.

– Oh, sí. Cuando ella llegue con el resto del DIC -dijo el agente. Se meció sobre los talones, hizo estallar el chicle otra vez y consultó su reloj-. ¿Dos o tres horas, ha dicho? Eso nos lleva a las nueve y media o a las diez y media. Bueno… -suspiró y se frotó las manos con indisimulado placer-, por algo se empieza, ¿no? En el trabajo policial se debe empezar por algo.

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