QUINTA PARTE. EXPIACIÓN

25

El buen tiempo empezó a cambiar cuando el avión de Lynley tocó la pista asfaltada de Land's End. Espesas nubes grises llegaban desde el suroeste, y lo que en Londres era una brisa suave, aquí adquiría la fuerza de un viento que presagiaba lluvia. Esta transformación del tiempo, reflexionó Lynley, era una metáfora muy adecuada de la alteración que habían experimentado su estado de ánimo y las circunstancias. Porque había iniciado la mañana con gran optimismo, y transcurridas pocas horas de haber decidido que el futuro prometía paz en todos los aspectos de su vida, un oscuro recelo, que ya creía haber superado, había ensombrecido sus esperanzas.

Al contrario que la angustia de los últimos días, esta inquietud no tenía nada que ver con su hermano. Las conversaciones que había sostenido con Peter durante la noche le habían producido una sensación de renovación, como de volver a nacer. Si bien, durante su larga visita a New Scotland Yard, el abogado de la familia había descrito el riesgo que corría Peter con transparente sencillez, a menos que la muerte de Mick Cambrey pudiera relacionarse de manera concluyente con la de Justin Brooke, Lynley y su hermano habían pasado de una discusión sobre las ramificaciones legales de su situación a una frágil comunicación, en la que cada uno dio los primeros pasos vacilantes en orden a comprender el comportamiento anterior del otro, un preludio indispensable al perdón de los pecados. Gracias a las horas que Lynley había pasado conversando con su hermano, había entendido que la comprensión y el perdón van unidos. Aspirar a una equivale a experimentar el otro. Si la comprensión y el perdón debían considerarse virtudes (cualidades del carácter, mas no ilustraciones de la debilidad personal), había llegado el momento de aceptar que podían aportar armonía a la única relación de su vida que más necesitaba de la armonía. No sabía qué iba a decir, pero sí que ya estaba preparado para hablar con su madre.

Esta intención, que aligeraba sus pasos, erguía sus hombros y despertaba cánticos en su corazón, empezó a desintegrarse nada más llegar a Chelsea. El sol de la mañana brillaba en todo su esplendor y los pájaros cantaban en el aliso, frente a la casa de St. James. Lynley subió los peldaños, llamó con los nudillos a la puerta y se enfrentó cara a cara con su temor más irracional.

St. James salió a recibirle. Se mostró cordial cuando le ofreció una taza de café antes de marcharse, y confiado cuando le explicó su teoría sobre la culpabilidad de Justin Brooke en la muerte de Sasha Nifford. En otras circunstancias, la información sobre Brooke habría inyectado en Lynley la excitación que siempre experimentaba al saber que avanzaba hacia la resolución de un caso. En estas circunstancias, sin embargo, apenas escuchó las palabras de St. James, ni tan sólo comprendió hasta qué punto explicaban lo sucedido en Cornualles y Londres durante los últimos cinco días. En cambio, observó que el rostro de su amigo estaba pálido, como si sufriera una grave enfermedad; advirtió que las arrugas de su frente se habían acentuado; percibió la tensión soterrada bajo las explicaciones de St. James, y notó que un sudor frío rezumaba a través de su piel e invadía todos los órganos vitales de su cuerpo. Su confianza y voluntad, buques insignia del día, perdieron rápidamente la batalla contra su creciente desazón.

Sabía que sólo había una explicación para el cambio operado en St. James, que bajó la escalera escasos minutos después de su llegada, ajustando la correa de su bolso. Cuando Deborah llegó al vestíbulo y Lynley vio su cara, leyó la verdad y su corazón se partió. Quiso dar rienda suelta a la furia y los celos que experimentaba en aquel instante, pero generaciones de buena educación le ordenaron que se comportara. La exigencia de una explicación se transformó en conversación trivial, cuyo propósito era ayudarlos a superar la coyuntura sin que un cabello se moviera de sitio.

– ¿Has estado muy ocupada con las fotografías, querida? -preguntó, y añadió, porque hasta la buena educación tiene sus límites-: Tu aspecto indica que no has descansado ni un momento. ¿Has estado levantada toda la noche? ¿Has terminado de revelarlas?

Deborah no miró a St. James, que entró en el estudio y empezó a rebuscar en su escritorio.

– Casi.

Se acercó a Lynley, deslizó el brazo alrededor de su cuerpo, levantó la boca para besarle y habló entre susurros contra sus labios.

– Buenos días, querido Tommy. Te he echado de menos esta noche.

Él la besó, notó su inmediata reacción y se preguntó si todo lo que había presenciado era producto de su patética inseguridad. Se dijo que ésa era la verdad.

– Si aún te queda trabajo por hacer, no es necesario que nos acompañes -dijo, pese a todo.

– Quiero ir. Las fotografías pueden esperar.

Volvió a besarle, sonriente.

Durante todo el rato que retuvo a Deborah entre sus brazos, Lynley fue consciente de la presencia de St. James, más que nunca. Durante todo el trayecto hasta Cornualles, fue consciente de ambos, de todos los matices de su comportamiento con él, de su mutuo comportamiento. Examinó cada palabra, cada gesto, cada comentario, bajo el microscopio implacable de su suspicacia. Si Deborah pronunciaba el nombre de St. James, su mente lo transformaba en una velada declaración de amor. Si St. James miraba en dirección a Deborah, era una manifiesta declaración de deseo y compromiso. Cuando Lynley posó el avión sobre la pista de Land's End, sintió que la tensión se enroscaba como un muelle en su nuca. El dolor resultante era secundario, comparado con la repugnancia que experimentaba hacia sí mismo.

Sus enojosos sentimientos sólo le habían permitido entablar conversaciones ingeniosas durante el trayecto hacia Surrey y el vuelo posterior. Como ninguno de los tres poseía la capacidad de lady Helen para superar momentos difíciles mediante conversaciones divertidas, el silencio más absoluto había descendido sobre ellos, de tal forma que cuando llegaron a Cornualles reinaba una atmósfera enrarecida. Lynley adivinó que no fue el único en suspirar de alivio cuando salieron del avión y vieron a Jasper, esperando con el coche cerca de la pista.

El silencio durante el trayecto a Howenstow sólo se rompió cuando Jasper le dijo que lady Asherton había encargado a dos muchachos de la granja que se presentaran en la ensenada «a la una y media, tal como usted ordenó». John Penellin seguía retenido en Penzance, pero todo el mundo sabía ya la buena nueva de que «el señor Peter había aparecido».

– La señora rejuveneció diez años cuando supo que habían encontrado al muchacho -concluyó Jasper-. Salió a pasear provista de sus pelotas de tenis a las ocho y cinco.

No se pronunciaron más palabras. St. James ojeó los papeles que llevaba en el maletín, Deborah contempló el paisaje, Lynley intentó aclarar sus ideas. No se cruzaron con vehículos ni animales en los estrechos senderos, y no vieron a nadie hasta internarse en el camino de la finca. Nancy Cambrey estaba sentada en los peldaños delanteros del pabellón. Molly, en sus brazos, chupaba ávidamente el biberón.

– Para el coche -indicó Lynley a Jasper-. Nancy sabía desde el principio que Mick estaba preparando un artículo. Quizá pueda proporcionarnos los detalles si le contamos lo que sabemos.

St. James no parecía muy convencido. Un vistazo a su reloj reveló a Lynley que estaba preocupado por llegar a la ensenada y luego a la oficina del periódico antes de que pasara mucho más tiempo. Pero no protestó. Ni tampoco Deborah. Los tres salieron del coche.

Nancy se levantó al verlos. Los guió al interior de la casa y se volvió hacia ellos en el vestíbulo. Sobre su hombro derecho, un antiguo y descolorido bordado colgaba de la pared, una escena que representaba una merienda familiar en el campo, en la que intervenían dos niños, sus padres, un perro y un columpio vacío que pendía de un árbol. El mensaje era bastante oscuro, pero tal vez había hablado, con inexactitud bien intencionada, de las constantes recompensas de la vida familiar.

– ¿Mark no está? -preguntó Lynley.

– Ha ido a St. Ivés.

– ¿Tu padre aún no ha dicho nada al inspector Boscowan sobre él? ¿Sobre Mick, la cocaína?

Nancy no se molestó en fingir ignorancia.

– No lo sé -se limitó a decir-. No me han comunicado nada. -Entró en la sala de estar y dejó el biberón de Molly sobre el televisor, y a la niña en su cochecito-. Buena chica -dijo, y palmeó su espalda-. Molly es una niña muy buena. Ahora, dormirás un poquito.

Se acercaron a ella. Lo natural habría sido sentarse,, pero ninguno lo hizo, sino que tomaron posiciones como actores inseguros que no saben aún cómo representar su papel: Nancy, cogiendo con una mano la barra del cochecito; St. James, de espaldas a la ventana salediza; Deborah, cerca del piano; Lynley, junto a la puerta de la sala.

El aspecto de Nancy indicaba que aguardaba lo peor de aquella visita inesperada. Los observaba con inquietud, como un pajarillo nervioso.

– Tienen noticias acerca de Mick -dijo.

Lynley y St. James refirieron tanto hechos como conjeturas. Ella los escuchó sin hacer preguntas ni comentarios. De vez en cuando, parecía desolada por una tristeza pasajera, pero en general parecía ausente de todo. Era como si, mucho antes de su llegada, se hubiera anestesiado contra la posibilidad de sentir algo más, no sólo por la muerte de su marido, sino también por los aspectos menos honorables de su vida.

– ¿Nunca te mencionó Islington? -preguntó Lynley, cuando concluyeron su relato-. ¿Ni el onco-met, o a un bioquímico, Justin Brooke?

– Nunca. Ni una vez.

– ¿Era típico de él ser tan reservado sobre un artículo?

– Antes de casarnos, no. Hablaba de todo. Cuando éramos amantes. Antes de la niña.

– ¿Después de la niña?

– Se ausentaba cada vez más. Siempre a causa de algún artículo.

– ¿A Londres?

– Sí.

– ¿Sabías que tenía alquilado un apartamento? -preguntó St. James.

La joven negó con la cabeza.

– Pero, cuando tu padre habló de sus amantes -intervino Lynley-, ¿no pensaste que tenía una en Londres? Habría sido una conclusión razonable, considerando sus repetidos desplazamientos.

– No. No había…

Su vacilación fue testimonio de la decisión que sopesaba. Debía elegir entre la lealtad y la sinceridad, y si la sinceridad en este caso constituía una traición. Dio la impresión de que la balanza se decantaba. Levantó la cabeza.

– No había amantes. Eran puras sospechas de papá. Dejé que se lo creyera. Era más sencillo así.

– ¿Más sencillo que contar a tu padre la afición de Mick por vestirse de mujer?

La pregunta de Lynley pareció liberar a la joven de una pesada carga. Aparentó un alivio monumental.

– Nadie lo sabía -murmuró Nancy-. Nadie, excepto yo. -Se desplomó en la butaca cercana al cochecito-. Mickey. Oh, Dios, pobre Mickey.

– ¿Cómo lo descubriste?

Sacó un arrugado pañuelo del bolsillo de la bata.

– Justo antes de que Molly naciera. Había cosas en su buró. Al principio, pensé que se entendía con alguien y no dije nada porque… Estaba de ocho meses y Mick y yo no podíamos… Por eso pensé…

Sus explicaciones parecían de lo más razonable. El avanzado embarazo le impedía complacer a su marido, de modo que, si iba en busca de otra mujer, tendría que aceptarlo. Al fin y al cabo, ella le había arrastrado al matrimonio. Sólo ella era la culpable de que, como resultado, Mick la hiriera. Por lo tanto, no le restregaría por la cara la prueba de su traición. Sufriría en silencio y confiaría en recuperarle.

– Una noche llegué a casa, poco después de empezar a trabajar en El Ancla y la Rosa, y le encontré… Se había puesto mi ropa. Se había maquillado. Hasta se había puesto una peluca. Pensé que era culpa mía. Me gustaba comprar cosas. Me gustaba comprar vestidos nuevos. Quería ir a la moda. Quería estar bonita para él. Pensaba que así le recuperaría. Al principio, pensé que me había montado una escena por gastar dinero, pero pronto comprobé que aquello le… excitaba.

– ¿Qué hiciste después?

– Tiré los productos de maquillaje. Rompí los vestidos. Los destrocé con un cuchillo de carnicero en el patio trasero.

Lynley recordó que Jasper le había narrado la escena.

– Tu padre te vio, ¿verdad?

– Pensó que yo había descubierto cosas que alguien se había dejado. Creyó que Mick se entendía con otras mujeres. Dejé que lo creyera. ¿Cómo podía decirle la verdad? Además, Mick me prometió que no volvería a hacerlo. Yo le creí. Me desembaracé de todos mis vestidos bonitos para que no sintiera tentaciones. Intentó portarse bien. Lo intentó, pero no podía remediarlo. Empezó a traer cosas a casa. Las encontré. Traté de hablar. Los dos intentamos hablar, pero no funcionó. Empeoró. Era como si cada vez necesitara más vestirse de mujer. Una vez lo hizo en la oficina del periódico y su padre le sorprendió. Harry se enfureció.

– ¿De modo que su padre lo sabía?

– Le golpeó de mala manera. Mick volvió a casa, sangrando y maldiciendo, y llorando también. Pensé que entonces lo dejaría.

– Pero, en cambio, inició una segunda vida en Londres.

– Yo pensaba que estaba mejor. -Se secó los ojos y se sonó-. Pensé que se había curado. Pensé que podríamos ser felices. Como cuando éramos amantes. En aquella época lo éramos.

– ¿Sabía alguien más lo de su travestismo? ¿Mark, alguien del pueblo, o del periódico?

– Harry. Nadie más. Dios mío, sólo yo.


Jasper se había adelantado. Se dirigían a la mansión por el camino privado. El cielo había perdido sus últimos vestigios de azul, adoptando el color del peltre viejo. Deborah caminaba entre ambos, rodeando con la mano el brazo de Lynley. Éste miraba a St. James por encima de su cabeza.

– Desde el primer momento ha parecido un crimen pasional -contestó St. James-. Un golpe en el mentón que le envió contra el friso de la chimenea. Nadie premedita un asesinato así. Siempre hemos estado de acuerdo en que se produjo una discusión, pero hemos intentado relacionarla con la profesión de Mick. ¿Quién fue el primero en insinuarlo?

St. James asintió, como aceptando con pesar la realidad.

– Harry Cambrey.

– Tuvo la oportunidad. Tuvo un móvil.

– ¿El travestismo de su hijo?

– Ya habían llegado a las manos anteriormente.

– Harry Cambrey también tenía otros motivos de queja -indicó Deborah-. ¿No llevó a cabo Mick mejoras en el periódico? ¿No solicitó un préstamo bancario? Quizá Harry quería saber exactamente en qué se gastaba el dinero. Cuando descubrió que lo gastaba en aquello que Harry odiaba más, el travestismo de Mick, perdió los estribos.

– ¿Cómo explicas el estado de la sala?

– Un subterfugio -dijo Lynley-. Para apoyar su teoría de que Mick fue asesinado a causa de un artículo.

– Pero eso no explica las otras dos muertes -repuso St. James-. Vuelve a poner en peligro a Peter. Si Brooke no se cayó por accidente, alguien le empujó, Tommy.

– Siempre volvemos a Brooke.

– Lo cual debería convencernos de que él fue el responsable, independientemente de los detalles escabrosos que descubramos en las relaciones de Mick con otras personas.

– La ensenada y la oficina del periódico, entonces.

St. James asintió.

– Confío en que de ahí extraigamos la verdad.

Pasaron bajo el portal Tudor y cruzaron el camino. En el jardín se detuvieron para acariciar a un perdiguero de lady Asherton, que corrió hacia ellos con una pelota de tenis entre las fauces. Lynley la recuperó, arrojándola hacia el patio oeste, y vio como el perro la perseguía entre alegres ladridos. Como en respuesta a éstos, la puerta principal se abrió y lady Asherton salió de la casa.

– He comido mientras os esperaba -dijo a modo de saludo y siguió hablando, pero esta vez sólo a Lynley-. Peter ha telefoneado. El Yard le ha dejado en libertad, pero con la condición de que no salga de Londres. Preguntó si podía ir a Eaton Terrace. ¿Hice bien en decir que tú no te opondrías, Tommy? No estaba muy segura de que accedieras a tenerle en tu casa.

– Ningún problema.

– Le encontré muy diferente de otras veces. Me pregunto si… esta vez está preparado para un cambio positivo.

– Lo está. Sí, creo que sí. Yo también. -Lynley, nervioso, miró a St. James y Deborah-. ¿Me concedéis unos minutos?

Su inmediata comprensión le tranquilizó. Se dirigió a la entrada con su madre.

– ¿Qué pasa, Tommy? -preguntó lady Asherton-. ¿Hay algo que no me hayas dicho, acerca de Peter?

– Voy a hablar de él con el DIC de Penzance hoy -dijo Lynley. El rostro de su madre palideció-. Él no mató a Mick. Tú y yo lo sabemos, pero estuvo en la casa el viernes después que John. Mick seguía vivo. Ésa es la verdad. La policía ha de saberlo.

– ¿Sabe Peter…?

Dio la impresión de que no se atrevía a completar la frase. Lynley lo hizo por ella.

– ¿Que tengo la intención de hablar con la policía? Sí, lo sabe. St. James y yo pensamos que hoy podremos demostrar su inocencia. Peter confía en que lo logremos.

Lady Asherton forzó una sonrisa.

– En ese caso, yo también confiaré en vosotros.

Hizo ademán de querer dirigirse hacia el interior de la mansión.

– Madre.

Ni siquiera en este momento sabía si podría hacerlo, ignoraba cuánto le costaría hablar. Casi dieciséis años de amargura habían creado un campo de minas entre ellos. Intentar cruzarlo ahora exigía cierta fortaleza de carácter que no estaba seguro de poseer.

Su madre vaciló, con la mano apoyada en la puerta para abrirla. Aguardaba sus palabras.

– Me he portado muy mal con Peter. Lo he complicado todo.

Lady Asherton ladeó la cabeza. Una sonrisa irónica se dibujó en sus labios.

– ¿Te has portado mal con él? Peter es mi hijo, Tommy. Es mi responsabilidad. No te eches culpas innecesarias.

– No tuvo padre. Yo pude sustituirle. No quise. Pude volver a casa y dedicar más tiempo a Peter, pero, como no lo podía soportar, le dejé abandonado a su suerte.

Vio que su madre comprendía la intención oculta tras sus palabras. Dejó caer la mano y se acercó al camino, donde él se encontraba. Lynley miró el escudo de armas de Asherton, situado sobre la puerta de la mansión. Nunca había pensado en la divisa heráldica como algo más que un anacronismo divertido, pero ahora la vio como una declaración de energía. El sabueso y el león trabados en combate, el perro superado por la fuerza del león, pero sin dar muestras de temor.

– Sabía que amabas a Roderick -prosiguió-. Lo leí en tu rostro. Quise castigaros.

– Pero yo también te quería a ti. Lo que sentía por Roddy no tenía nada que ver contigo.

– El problema no residía en que tú no me quisieras. Era incapaz de comprenderte y perdonarte por lo que eras.

– ¿Por querer a alguien más que a tu padre?

– Por entregarte al deseo en vida de papá. No pude soportarlo. No pude soportar lo que significaba.

Lady Asherton desvió la vista hacia el portal Tudor.

– Me entregué -reconoció-. Sí, lo hice. Ojalá hubiera poseído la nobleza, el coraje o lo que fuera de romper con Roddy cuando me di cuenta de lo mucho que le amaba, pero carecía de la energía necesaria, Tommy. Otras mujeres habrían sido capaces, probablemente, pero yo era débil. Necesitaba amor. Me pregunté si era malo que Roddy y yo nos amáramos con sinceridad. ¿Cometíamos una grave equivocación si hacíamos caso omiso de las conveniencias sociales y actuábamos a tenor de nuestro amor? Yo le quería. A fin de tenerle y sobrevivir, dividí mi vida en compartimientos bien definidos: mis hijos en uno, tu padre en otro y Roddy en el tercero, y actué de forma diferente con cada uno. Lo que no esperaba es que salieras del compartimiento que te había reservado y vieras a la persona que amaba a Roddy. Nunca pensé que me vieras tal como era.

– ¿Qué eras en realidad, madre? Un ser humano, ni más ni menos. No pude aceptarlo.

– No te atormentes. Te comprendo.

– Tenía que hacerte sufrir. Sabía que Roderick quería casarse contigo. Juré que no lo conseguiría jamás. Tú debías lealtad a la familia y a Howenstow, antes que a otra cosa. Sabía que no se casaría contigo a menos que tú prometieras abandonar la propiedad. Así que te mantuve en ella como una prisionera, durante todos esos años.

– Eso es imposible. Yo elegí quedarme.

Lynley negó con la cabeza.

– Te habrías marchado de Howenstow en cuanto yo me casara. -Leyó en su rostro que era verdad. Lady Asherton bajó la vista; un músculo se agitó en su mejilla-. Lo sabía, madre. Utilicé esa certeza como un arma. Si yo me casaba, tú quedabas libre. Por eso no me he casado.

– Nunca encontraste a la mujer adecuada.

– ¿Por qué demonios no me dejas cargar con la culpa que merezco?

Su madre levantó la vista.

– No quiero que sufras, querido. No lo quise entonces, y no lo quiero ahora.

Nada podría haber provocado en él un mayor remordimiento. Ni censuras, ni recriminaciones, ni merecido castigo. Se sintió como un canalla.

– Por lo visto, piensas que todo el peso recae sobre tus hombros -dijo su madre-. Ignoras que miles de veces he deseado que no nos sorprendieras juntos, no haberte abofeteado, haber hecho algo, cualquier cosa, para aliviar tu dolor. Porque era dolor lo que sentías, Tommy. Tu padre se estaba muriendo en esta misma casa, y yo había destruido también a tu madre. Sin embargo, era demasiado orgullosa para consolarte. Qué monstruo de arrogancia, pensé. ¿Cómo se atreve a condenarme por algo que ni siquiera comprende? Que hierva de rabia. Que llore. Que se enfurezca. Menudo puritano. Ya volverá. Pero no lo hiciste. -Tocó su mejilla levemente con el dorso de la mano, una caricia vacilante que él apenas percibió-. El mayor castigo fue distanciarnos. Casarme con Roddy no habría cambiado nada.

– Te habría dado algo.

– Sí. Aún es posible.

Un toque de alegría en su voz, una dulzura soterrada, le reveló lo que ella aún no le había contado.

– ¿Te lo ha vuelto a pedir? Bien. Me alegro. Es un perdón mayor del que merezco.

Ella le cogió del brazo.

– El momento pasó, Tommy.

Le ofrecía un perdón capaz de borrar el resentimiento que los había separado.

– ¿Así de sencillo? -preguntó Lynley.

– Así de sencillo, querido Tommy.


St. James caminaba unos pasos atrás de Lynley y Deborah. Le proporcionó la excusa el deseo de Lynley de hablar con Deborah sobre su madre. Dejó que le precedieran por el parque, separados primero por un metro, después por dos, luego por tres, hasta que casi fueron una docena. Contempló su avance, examinó su proximidad. Memorizó los detalles: el brazo de Lynley que rodeaba la espalda de Deborah, el de ella alrededor de su cintura, el ángulo de las cabezas mientras conversaban, el contraste de color entre sus cabellos. Vio que caminaban manteniendo un ritmo perfecto, con pasos de igual longitud, ágiles y alados. Los miró y trató de no pensar en la noche anterior, en el descubrimiento de que ya no podía seguir huyendo de ella y vivir solo, en el momento que, estupefacto, había asumido por fin el hecho de que así debería ser.

Cualquier hombre que la conociera menos habría calificado sus acciones de la víspera de inteligente manipulación, ejercida con el propósito de presenciar un sufrimiento que vengara el que él había infligido. Una confesión de su amor adolescente hacia él; una confesión del deseo inherente a aquel amor; un encuentro que combinaba los elementos más enconados de la emoción y la excitación; una brusca conclusión cuando ella adquirió la seguridad de que St. James ya no iba a eludirla. De todos modos, aunque él deseara considerar su comportamiento como despecho de una mujer calculadora, no podía. Porque ella no sabía que él saldría de su habitación y entraría en el estudio, no podía haber anticipado que, tras años de separación y rechazo, St. James se desembarazaría por fin de sus peores temores. No le había pedido que se reuniera con ella, no le había pedido que se sentara en la otomana a su lado, no le había pedido que la tomara en sus brazos. St. James sólo podía culparse de haber traspasado los límites de la traición y de haber asumido, en la pasión del momento, que ella también deseaba traspasarlos.

Había doblegado su voluntad, había exigido una decisión. Ella la había tomado. Si quería sobrevivir, sabía que debería hacerlo solo. Si bien la idea le resultaba insoportable en estos momentos, intentó creer que el tiempo la suavizaría.

Dioses propiciatorios contenían la lluvia, aunque el cielo era mucho más tenebroso cuando llegaron a la ensenada. Mar adentro, el sol se abría paso a través de un desgarrón en las nubes, y arrojaba rayos dorados sobre las aguas. Era un simple paréntesis. Aquella transitoria belleza no habría engañado a ningún marinero o pescador.

Dos adolescentes fumaban en las rocas que salpicaban la playa. Uno era alto y huesudo, con una masa de cabello naranja brillante, y el otro pequeño y flaco, de rodillas nudosas. A pesar del tiempo, iban en traje de baño. A sus pies había unas cuantas toallas, dos gafas de buceo y dos tubos de respiración.

El chico de cabello naranja alzó la vista, vio a Lynley y agitó la mano. El otro miró hacia atrás y tiró el cigarrillo a un lado.

– ¿Dónde supones que Brooke tiró las cámaras? -preguntó Lynley a St. James.

– Estuvo en las rocas el viernes por la tarde. Imagino que se alejó tanto como pudo y lanzó el estuche al agua. ¿De qué es el fondo?

– De granito, sobre todo.

– Las aguas son transparentes. Si el estuche está ahí, lo veremos.

Lynley asintió y comenzó el descenso, dejando a Deborah y a St. James en el risco. Le vieron atravesar la playa y estrechar la mano de los muchachos. Sonrieron. Uno hundió los dedos en el cabello y se rascó la cabeza, el otro removió los pies. Dio la impresión de que tenían frío.

– No parece que haga el tiempo más adecuado para darse un chapuzón -comentó Deborah.

St. James se mantuvo en silencio.

Los chicos se pusieron las gafas y los tubos y se dirigieron al agua. Cada uno fue por un lado de las rocas. Lynley trepó al saliente de granito y luego caminó hacia el punto más alejado.

En la superficie del agua reinaba una calma extraordinaria, pues un arrecife natural protegía la ensenada. Desde el risco, St. James pudo ver que crecían anémonas en la parte del saliente hundida bajo el agua; sus estambres oscilaban en la suave corriente. Sobre y alrededor de ellos, serpenteaban gruesas algas, bajo las cuales se ocultaban cangrejos. La ensenada era una combinación de arrecife y charcos de marea, vida marina y arena. Era un lugar poco adecuado para nadar, pero ideal para librarse de un objeto que se deseara esconder durante años. Dentro de unas semanas, el estuche estaría cubierto de percebes, erizos de mar y anémonas. Dentro de unos meses, perdería forma y definición, convirtiéndose en una roca más.

Si el estuche estaba allí, los muchachos tenían dificultades en encontrarlo. Salieron a la superficie una y otra vez, con las manos vacías. En cada ocasión negaron con la cabeza.

– Diles que vayan más lejos -gritó St. James, cuando emergieron por sexta vez sin éxito.

Lynley levantó la vista, asintió y agitó la mano. Se acuclilló en las rocas y habló con los muchachos. Se hundieron en el agua de nuevo. Eran buenos nadadores. Habían entendido claramente lo que debían buscar, pero no hallaban nada.

– Parece inútil -murmuró Deborah, hablando más para sí misma que para St. James.

– Tienes razón. Lo siento, Deborah. Pensé que al menos podría ayudarte a recuperar algo.

La joven captó la indirecta.

– Oh, Simon, por favor. No pude. Cuando llegó el momento, me sentí incapaz de hacerle eso. ¿Puedes hacer un esfuerzo y comprenderlo?

– El agua salada las habría estropeado, en cualquier caso, pero al menos te quedaría un recuerdo de tu éxito en Estados Unidos. Aparte de Tommy, por supuesto.

Deborah se puso rígida. Él supo que la había herido y experimentó una fugaz sensación de triunfo, reemplazada casi al instante por una oleada de vergüenza.

– Eso ha sido imperdonable. Lo siento.

– Me lo merezco.

– No, no te lo mereces. -Se alejó de ella y Concentró su atención en la ensenada-. Diles que lo dejen, Tommy -gritó-. Las cámaras no están ahí.

Los dos muchachos emergieron una vez más. No obstante, esta vez uno de ellos sujetaba un objeto en la mano. Largo y estrecho, centelleó a la mortecina luz cuando lo tendió a Lynley. Mango de madera, hoja metálica. Tenía aspecto de llevar en el agua muy pocos días.

– ¿ Qué es? -preguntó Deborah.

Lynley lo sostuvo en alto para que ambos pudieran verlo desde lo alto del risco. St. James experimentó una instantánea oleada de excitación cuando comprendió la importancia de lo que los chicos habían encontrado.

– Un cuchillo de cocina -dijo.

26

Una lluvia perezosa había empezado a caer cuando llegaron al aparcamiento del puerto de Nanrunnel. No era precursora de ningún vendaval del sudoeste, sino heraldo de un breve chubasco veraniego. Miles de gaviotas la acompañaban, chillando desde el mar y buscando refugio en lo alto de chimeneas, a lo largo del muelle y sobre la cubierta de las embarcaciones sujetas a los muros del puerto.

En el sendero que bordeaba la circunferencia del puerto, pasaron junto a esquifes volcados, montones de redes de pesca impregnadas de intensos olores marinos y edificios situados a la orilla del agua, cuyas ventanas reflejaban la máscara gris inalterada del tiempo. Ninguno de ellos habló hasta que llegaron al punto en que el sendero se inclinaba entre dos edificios y conducía al corazón del pueblo. Fue entonces cuando Lynley advirtió que el pavimento ya estaba mojado de lluvia. Miró a St. James con inquietud.

– Me las arreglaré, Tommy -contestó su amigo.

Habían hablado poco acerca del cuchillo, sólo que se trataba sin duda de un utensilio de cocina, de forma que, si Mick Cambrey lo había utilizado y Nancy podía identificarlo como perteneciente a su casa, serviría como prueba accesoria de que la muerte de su marido no había sido premeditada. Su presencia en la ensenada no absolvía a Justin Brooke de la culpa. El cuchillo cambiaba sus motivos para haber acudido al lugar: no para deshacerse de las cámaras de Deborah, sino de algo mucho más incriminatorio.

Las cámaras seguían constituyendo una pieza que no podía colocarse en el rompecabezas del crimen. Todos coincidían en que era razonable continuar pensando que Brooke las había robado de la habitación de Deborah, pero permanecía el enigma de dónde las había ocultado.

Al doblar la esquina de una antigua platería de La-morna Road, descubrieron que las calles del pueblo estaban vacías. Era un fenómeno veraniego habitual en una zona en que las vicisitudes del tiempo obligaban a los veraneantes a ser flexibles en lo concerniente a cómo pasar el rato. Si el sol los incitaba a pasear por las calles del pueblo, explorar el puerto y tomar fotos del muelle, la lluvia provocaba una súbita necesidad de probar suerte en los juegos de azar, una repentina ansia de devorar una ensalada de cangrejo y una sorprendente sed de auténtica cerveza. Una tarde inclemente era una bendición para los propietarios de bingos, restaurantes y tabernas.

Así se demostró en El Ancla y la Rosa. La taberna estaba atestada de pescadores obligados por el tiempo a permanecer en tierra, así como de visitantes que buscaban refugio de la lluvia. La mayoría se apretujaban en la barra. El salón, sin embargo, estaba casi vacío.

En circunstancias diferentes, dos grupos tan diversos, forzados a cohabitar en el mismo agujero, difícilmente formarían una unidad cohesionada, pero la presencia de un adolescente que tocaba la mandolina, un pescador ducho en el silbato irlandés y un hombre de piernas blancas que llevaba pantalones cortos y jugaba con cucharas había roto las barreras de clase y ambiente, dando lugar a una mezcla abigarrada. El humo de los cigarrillos llenaba la sala. Pintas de cerveza goteantes pasaban sobre las cabezas. Gente sin nada en común reía y conversaba como si se conociera de toda la vida.

En el amplio mirador que dominaba el puerto, un pescador de piel correosa, iluminado desde atrás por la mortecina luz del exterior, jugaba a la cunita con un niño vestido a la moda. Sus manos curtidas por la intemperie tendieron la cuerda al niño, una sonrisa reveló sus dientes rotos.

– Ánimo, Dickie. Cógela. Tú sabes jugar muy bien -le alentó su mamá.

Dickie colaboró. Risas de aprobación lo celebraron. El pescador apoyó su mano sobre la cabeza del niño.

– Es de foto, ¿verdad? -dijo Lynley a Deborah en la puerta, donde se habían detenido a contemplar la escena.

– Tiene una cara maravillosa, Tommy -sonrió la joven-. Fíjate en que la luz apenas la roza por un lado.

St. James subía la escalera, en dirección a la oficina del periódico. Deborah y Lynley le siguieron.

– Voy a decirte una cosa -continuó Deborah, parándose un momento en el rellano-. Durante un tiempo estuve preocupada por si Cornualles me proporcionaría un buen escenario para mis fotografías. No me preguntes por qué. Me apego mucho a las costumbres, supongo, y estaba acostumbrada a realizar casi todo mi trabajo en Londres. Pero me encanta esto, Tommy. Hay una fotografía en todas partes. Es genial, de veras. Lo pensé en cuanto llegué.

Sus palabras alegraron el corazón de Lynley. Éste se sintió avergonzado de sus dudas anteriores.

– Te quiero, Deb.

La expresión de la joven se suavizó.

– Y yo a ti, Tommy.

St. James ya había abierto la puerta de la oficina del periódico. Harry Cambrey y sus empleados se hallaban inmersos en el trabajo. Dos teléfonos sonaban, Julianna Vandale tecleaba frente al ordenador, un joven fotógrafo limpiaba media docena de lentes de cámara alineadas sobre un escritorio, y en uno de los cubículos tres hombres y una mujer sostenían una conversación. Harry Cambrey se encontraba entre ellos, «anuncios y tirada» estaba pintado en letras negras descoloridas sobre la mitad superior de la puerta de madera y vidrio. El rumor apagado de la multitud que llenaba la taberna se filtraba a través de las viejas tablas del suelo.

Harry Cambrey los vio y abandonó la reunión. Llevaba pantalones de traje, camisa blanca y corbata negra.

– Le hemos enterrado esta mañana -dijo, como explicando su aspecto-. A las ocho y media.

Qué raro que Nancy no lo haya mencionado, pensó Lynley, pero explicaba la aceptación con que había acogido su llegada. Un entierro poseía algo de definitivo. No borraba el dolor, pero facilitaba la asunción de la pérdida.

– Media docena de policías merodeaba en el cementerio -continuó Cambrey-. Lo primero que han hecho, aparte de colgar el muerto a John Penellin. Menuda idea, ¿verdad? John asesinando a Mick.

– Quizá tuvo un motivo -dijo St. James. Tendió el juego de llaves de Mick Cambrey a su padre-. El travestismo de Mick. ¿Mataría un hombre a otro por esa causa?

El puño de Cambrey se cerró sobre las llaves. Dio la espalda a sus empleados y bajó la voz.

– ¿Quién lo sabe?

– Usted lo encubrió muy bien. Casi todo el mundo cree que Mick era tal como usted lo pintaba: un hombre de pies a cabeza., un mujeriego insaciable.

– ¿Qué coño iba a hacer? -preguntó Cambrey-. Era mi hijo, maldita sea. Era un hombre.

– Que sólo se excitaba vistiéndose de mujer.

– Nunca pude quitarle ese vicio. Lo intenté.

– ¿ No era algo reciente, pues?

Cambrey se guardó las llaves en el bolsillo y meneó la cabeza.

– Lo hizo durante toda su vida, a temporadas. Yo le vigilaba. Le zurraba de lo lindo. Le saqué a la calle desnudo. Le até a una silla, le pinté la cara y fingí que iba a cortarle la polla. Nada resultó.

– Excepto matarle -dijo Lynley.

Cambrey era lo bastante inteligente para comprender que sus últimas palabras eran suficientes para neutralizar todas las protestas de inocencia que pudiera proclamar, pero no pareció importarle.

– Protegí al chico lo mejor que pude -se limitó a decir-. Yo no le maté.

– La protección funcionó -apuntó St. James-. La gente le veía como usted deseaba, pero al final no necesitó su protección contra el travestismo, sino contra un artículo, tal como usted sospechaba.

– El tráfico de armas, ¿verdad? -Cambrey chasqueó los dedos-. Lo que yo decía.

St. James miró a Lynley, como pidiendo una directriz o permiso para intensificar el pesar del hombre. Bastaría explicar las «notas» que Cambrey había descubierto en el escritorio de Mick. Gracias a su auténtico significado, casi todo quedaba al desnudo. No sólo el travestismo, sino también el tráfico de drogas. No sólo el dilapidar dinero frivolamente en lugar de utilizarlo para modernizar el periódico, sino dedicar la casi totalidad a financiar una doble vida.

Todo delirio de grandeza merecía la destrucción, pensó Lynley. Construir algo sobre una mentira (ya fuera una relación o toda una manera de vivir) era como confiar en que la arena permaneciera inmutable. Todo aquello que se construyera, por sólido que pareciera, terminaría derrumbándose. El único interrogante consistía en escoger el momento de destruir la visión inexacta que Cambrey tenía de su hijo.

Lynley miró al hombre, su rostro socavado por la edad y los fracasos, de color enfermizo. Observó que los huesos del pecho se destacaban contra su camisa, los dedos manchados de nicotina, la deformación artrítica de esos mismos dedos cuando se apoderaron de una botella de cerveza que descansaba sobre el escritorio. Que otro se lo diga, decidió. Que otro destruya sus fantasías.

– Sabemos que estaba preparando un artículo sobre una droga llamada oncomet -dijo Lynley.

St. James prosiguió.

– En Londres, visitaba con frecuencia una empresa llamada Islington y a un bioquímico de ésta llamado Justin Brooke. ¿Mick le habló alguna vez de Brooke, o de Islington?

Cambrey negó con la cabeza.

– ¿Ha dicho una droga?

Daba la impresión de que aún no había asimilado la idea de que su teoría acerca del tráfico de armas era errónea.

– Necesitamos examinar sus archivos, los de aquí y los de su casa, si queremos demostrar algo -explicó St. James-. El hombre que asesinó a Mick también está muerto. Sólo las notas de Mick pueden revelarnos el móvil y darnos algo en que basar la acusación.

– ¿Y si el asesino encontró las notas y las destruyó? ¿Y si las guardaba en casa y el tipo se apoderó de ellas?

– Si el asesino hubiera encontrado las notas, no habrían sucedido otras cosas.

Lynley pensó una vez más en las deducciones de St. James: Brooke había intentado eliminar a Peter porque éste había visto u oído algo en Gull Cottage aquella noche; había robado las cámaras de Deborah para apoderarse del carrete. Esta segunda circunstancia indicaba con más fuerza que cualquier otra la existencia de una prueba concluyente. Tenía que estar en algún sitio, si bien disimulada. Brooke lo sabía.

– Guardaba documentos en esos armarios -dijo Cambrey, señalándolos con un cabeceo-, y más en su casa. La policía ya los ha examinado y yo tengo la llave, si quieren probar. A trabajar.


Había tres armarios de cuatro cajones cada uno. Mientras los empleados se dedicaban a la confección de una nueva edición, Lynley, St. James, Deborah y Cambrey empezaron a registrar los cajones. Trabajaban sobre cualquier superficie apta: Deborah en el escritorio, St. James en una mesa, Lynley en una silla, Cambrey en el suelo. Buscad cualquier cosa parecida a un informe sobre el oncomet, les dijo St. James. El nombre de la droga, una mención al cáncer, un resumen de los tratamientos, entrevistas con médicos, investigadores o pacientes.

Iniciaron la búsqueda en carpetas, blocs y trozos de papel. Comprendieron al instante que la tarea no sería fácil. Los archivos de Cambrey carecían de lógica y organización. Tardarían horas, quizá días, en revisarlo todo, pues había que leer por separado cada documento y buscar la menor alusión al oncomet, al cáncer o a la investigación bioquímica.

– Si buscan notas, no se olviden del ordenador -les recordó Julianna Vandale, cuando ya llevaban una hora de investigación. Abrió un cajón del escritorio de Mick que contenía dos docenas, como mínimo, de disquetes.

Nadie protestó, aunque la expresión de Deborah transmitió desaliento y Harry Cambrey blasfemó. Siguieron investigando aquellos restos dispersos, hasta que el teléfono los interrumpió justo después de las cuatro. Alguien contestó en uno de los cubículos, y después asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Está el señor St. James? -preguntó.

– Salvados por la campana -suspiró Deborah, frotándose la nuca-. Quizá sea alguien que llama para confesar.

Lynley se irguió para estirar las piernas. Se acercó a la ventana. Continuaba lloviendo. Faltaban horas para que anocheciera, pero ya se habían encendido lámparas en dos edificios situados al otro lado de Paul Lane. En una casa, una familia sentada alrededor de una mesa tomaba té y comía bizcochos. En otra, una joven le cortaba el pelo a un hombre. Se concentraba en los lados, y se puso delante de él para examinar el resultado. El hombre se quedó quieto un momento; después, la atrajo entre sus piernas y la besó ruidosamente. Ella le tiró de las orejas, lanzó una carcajada y se rindió a sus avances. Lynley sonrió y se volvió hacia la oficina.

Vio que St. James le miraba desde el cubículo en que hablaba por teléfono. Su expresión era preocupada. Se pellizcaba el labio. La persona con quien hablaba llevaba casi todo el peso de la conversación. Pasaban largos intervalos antes de que St. James pronunciara alguna palabra. Cuando por fin colgó, pasó dos o tres minutos contemplando el teléfono. Lo cogió en una ocasión como si fuera a llamar, pero volvió a colgarlo sin hacerlo. Por fin, se reunió con ellos.

– Deborah, ¿te importa quedarte sola un rato? Tommy y yo necesitamos ocuparnos de algo.

La joven le miró, y después a Lynley.

– Por supuesto. ¿Seguiremos en la casa cuando terminemos aquí?

– Como quieras.

Sin decir nada más, se dirigió a la puerta. Lynley le siguió. Guardó silencio mientras bajaba la escalera. Casi al pie, esquivaron a dos niños que jugaban con una colección de camiones metálicos en miniatura sobre el pasamano. Pasaron de largo, se abrieron paso entre la multitud y salieron a la calle. Se subieron el cuello de los abrigos para protegerse de la fría lluvia.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lynley-. ¿Quién te ha llamado?

– Helen.

– ¿Helen? ¿Por qué demonios…?

– Ha investigado la lista de los clientes en perspectiva de Cambrey, Tommy, y los mensajes telefónicos del contestador automático de su apartamento.

– ¿Y…?

– Parece que todos tienen algo en común.

– A juzgar por tu expresión, no es cocaína.

– No es cocaína, sino cáncer.

St. James se encaminó hacia Paul Lane, con la cabeza inclinada.

Los ojos de Lynley se desviaron hacia el puerto, hacia la masa de aves marinas que se apelotonaban en el muelle, protegidas de cualquier daño por su elevado número. Después, miró las colinas que se elevaban sobre el pueblo, desdibujadas por la lluvia.

– ¿Adonde vamos? -preguntó a su amigo.

St. James se detuvo y habló sin volverse.

– Tenemos que hablar con el doctor Trenarrow.

A lady Helen le había costado bastante descubrir la verdad oculta tras la lista de clientes potenciales, explicó St. James. La primera docena de nombres que probó no le proporcionó ninguna pista, ni tampoco ninguna información decisiva sobre la que basar una investigación. De entrada, las personas a las que llamaba se mostraron poco locuaces, sobre todo cuando ella mencionó el nombre de Mick Cambrey. Considerando su reacción, era obvio que sabían algo de Mick, como también lo era su decisión de no revelar nada sustancial sobre su relación con Cambrey. ¿Les había entrevistado para un reportaje?, preguntó. ¿Pretendía que efectuasen alguna declaración? ¿Les había visitado en su casa? ¿Les había escrito cartas? Independientemente de la táctica que utilizara, de la personalidad ficticia que adoptara, del supuesto tema en el que dijera estar trabajando, todos parecían ir un paso por delante de ella, como si el primero de la lista hubiera llamado a los demás para advertirlos. Ni siquiera la mención de la muerte de Mick fue suficiente para arrancarles una admisión. De hecho, las pocas veces que inició la conversación con esa excusa (fingiéndose una periodista que buscaba información sobre el asesinato de un colega para un artículo de primera plana), el resultado había sido una reticencia todavía más rotunda que la despertada por sus otros subterfugios.

No fue hasta llegar al decimoquinto nombre cuando cambió la dirección de estas conversaciones infructuosas. Porque el decimoquinto nombre pertenecía a Richard Graham, y estaba muerto. Al igual que el decimosexto nombre, Catherine Henderford; y el decimoséptimo, Donald Highcroft; y el decimoctavo, el decimonoveno y el vigésimo. Todos muertos de cáncer. De pulmón, ovarios, hígado, intestinos; y todos muertos durante los últimos dos meses.

– Volví directamente al primer nombre de la lista -había dicho lady Helen-. Claro, ya no podía telefonear yo, así que fui a Chelsea y Cotter lo hizo por mí. Inventamos el nombre de una organización. Asociación Contra el Cáncer, algo por el estilo. Preguntamos cómo estaba el paciente. Hicimos lo mismo con la lista entera. Todos tenían cáncer. Los que estaban vivos se encontraban en estado de remisión, Simon.

Las dos personas que habían dejado mensajes en el contestador automático de Mick Cambrey habían llamado también por el tema del cáncer. La diferencia consistía en que habían hablado de muy buen grado con lady Helen. Habían telefoneado al número de Mick en respuesta a un anuncio aparecido durante meses en el Sunday Times: «Usted puede vencer al cáncer», seguido de un número telefónico.

– Se trata de mi esposa -dijo uno de los que habían llamado cuando lady Helen le telefoneó-. Estábamos desesperados. Probamos dietas, meditación, plegarias, terapias de grupo. Concentración mental. Toda clase de drogas. Cuando vi el anuncio, pensé que adelante, pero nadie contestó a mi llamada.

Porque Mick nunca la recibió. Porque Mick estaba ya muerto.

– ¿Qué estaba haciendo Mick, Simon? -preguntó Helen al terminar su relato.

La respuesta era sencilla: de periodista se había transformado en mercader de sueños. Vendía esperanza, vendía la posibilidad de la vida. Vendía onco-met.

– Conoció la existencia del oncomet durante su entrevista con Trenarrow -explicó St. James a Lynley mientras pasaban frente a la iglesia metodista, subiendo por Paul Lane. El viento había arreciado. La lluvia mojaba su cabello-. Siguió el rastro hasta Islington-Londres, donde Brooke le proporcionó más detalles. Imagino que ambos tramaron el plan. Era sencillo, noble si dejamos de lado que iban a conseguir una fortuna gracias a su esfuerzo conjunto. Venderían a los enfermos de cáncer una droga milagrosa, años antes de que se aprobara legalmente y se pusiera a la venta. Piensa en los incontables enfermos terminales que sólo se aferran a la esperanza de que algo los cure. Piensa en lo que hace la gente para lograr una remisión: dietas macrobióticas, laetrile, [7] curanderos. Mick no corría el riesgo de que faltara interés, ni de que la gente se negara a pagar el precio que pidiera a cambio de la oportunidad de salvarse. Sólo tenía dos problemas. El primero era contar con una provisión constante de droga.

– Justin Brooke -dijo Lynley. St. James asintió.

– Al principio, a cambio de dinero. Después, a cambio de cocaína, supongo. Sin embargo, una vez que Mick tuvo en su poder el oncomet, tenía que encontrar a alguien que lo administrara, controlara las dosis y evaluara los resultados. Por una parte de los beneficios, claro. Nadie correría ese riesgo sin alguna compensación.

– Santo Dios. El doctor Trenarrow.

– El ama de llaves de Trenarrow dijo a Cotter que pasa mucho tiempo visitando un sanatorio de St. Just. No pensé mucho en el detalle, pero el mismo Trenarrow me dijo que suelen utilizarse drogas experimentales en pacientes terminales. Observa lo bien que encajan estos dos datos para explicar lo que ha pasado. Una pequeña clínica en St. Just, donde Trenarrow atiende a un grupo selecto de pacientes, derivados por Mick Cambrey. Una clínica ilegal, que pasa por ser una clínica de reposo muy privada, donde los pacientes pagan una fuerte cantidad para que se les inyecte el oncomet. Los beneficios se dividen en tres partes iguales: Cambrey, Brooke y Trenarrow.

– ¿La libreta de ahorros de Mick?

– Su parte de las ganancias.

– Entonces, ¿quién le mató? ¿Por qué?

– Brooke. Algo se torció. Quizá Mick exigió más beneficios, o se fue de la lengua en presencia de Peter y los puso en peligro a los tres. Quizá fuera ése el motivo de que Brooke quisiera matar a Peter.

Lynley masculló un juramento y cogió a St. James del brazo.

– Peter me dijo que Mick había hecho un comentario. No lo recuerdo con exactitud, maldita sea. Peter amenazó con chantajearle por su travestismo y la cocaína, pero a Mick le dio igual. Aconsejó a Peter que buscara otra víctima. Dijo algo acerca de la gente que pagaría mucho más por seguir viva que por ocultar un secreto.

– Justin lo oyó, ¿verdad? Adivinó que Mick había estado a punto de irse de la lengua con Peter.

– Quiso marcharse de la casa, llevarse a Peter.

– Ya ves por qué. Brooke corría el riesgo de perderlo todo si Mick empezaba a airear su secreto. Su carrera, su reputación como científico, su empleo en Islington. Corría el riesgo de ir a la cárcel si el asunto salía a la luz. Debió volver a la casa cuando Peter se fue. Mick y él discutieron. Los ánimos se encresparon, bien sabe Dios que ambos habían violado suficientes leyes para acabar en prisión, y Justin le atacó. Así sucedió.

– ¿Y Trenarrow?

Lynley se detuvo frente al patio de la escuela primaria.

St. James contempló el patio. El escenario al aire libre continuaba montado. Se celebraban representaciones de todo tipo durante los meses de verano. Ahora, sin embargo, el terreno estaba empapado de lluvia.

– Trenarrow lo sabe todo. Apuesto a que lo adivinó en cuanto vio a Brooke en Howenstow el sábado por la noche. Estoy seguro de que no conocía a Brooke. ¿Para qué, si Mick hacía de intermediario? Cuando se lo presentaron, sin embargo, debió comprender el resto. La muerte de Mick, todo.

– ¿ Por qué se calló?

St. James miró al patio de la escuela cuando contestó.

– Ya sabes la respuesta.

Lynley desvió la vista hacia la colina. Desde donde estaban, sólo se veía el tejado de la villa y parte de su cornisa blanca recortados contra el cielo grisáceo.

– También se jugaba la cárcel. La clínica, la droga, los pagos que recibía. Su carrera. Sus investigaciones.

– Lo más importante…

– Se arriesgaba a perder a mi madre.

– Supongo que los honorarios de sus pacientes le permitieron adquirir la villa.

– Una casa de la que podía sentirse orgulloso y ofrecérsela.

– Por eso no dijo nada.

Continuaron la ascensión.

– ¿Cuáles crees que son sus intenciones, ahora que ya Brooke y Cambrey han muerto?

– Con Brooke muerto, se acabó el oncomet. Tendrá que cerrar la clínica de St. Just y seguir adelante con lo que haya conseguido ahorrar de los beneficios.

– ¿Cuál ha de ser nuestro papel, St. James? ¿Le denunciamos a la policía? ¿Telefoneamos a sus superiores? ¿ Aprovechamos la oportunidad de arruinarle?

St. James examinó a su amigo. Hombros anchos mojados, cabello que empezaba a gotear, labios apretados.

– Eso es lo malo, ¿eh, Tommy? La gran ironía: tener al alcance de la mano el deseo de toda tu vida. Justo en el momento que, supongo, lo acabas de desechar.

– ¿Debo decidirlo yo solo?

– Hemos establecido la pertinente relación entre Brooke y Cambrey. Tenemos las visitas de Mick a Islington, tenemos a Peter y a Justin juntos en Gull Cottage, tenemos la mentira de Justin, en el sentido de que estuvo más tarde en El Ancla y la Rosa, tenemos la adicción de Justin a la cocaína. A efectos de lo que la policía necesita, Mick era su camello, un trato salió mal y Justin le asesinó. También a Sasha. Así que, en efecto, el resto es todo tuyo. Tú eres el policía.

– ¿Incluso si eso significa ocultar parte de la verdad y dejar a Roderick al margen?

– No perderé el tiempo en juicios. Al fin y al cabo, Trenarrow intentaba ayudar a la gente. El que le pagaran por esa ayuda estropea el conjunto, pero al menos intentaba hacer el bien.


Recorrieron el resto del trayecto en silencio. Cuando se internaron por el camino de la villa, se encendieron las luces de la planta baja, como si se esperase alguna visita. Más abajo, las luces del pueblo empezaron a brillar en la penumbra; alguna ocasional aureola resplandeció detrás de los cristales.

Dora abrió la puerta. Iba vestida para cocinar, envuelta varias veces en un enorme delantal rojo manchado de harina sobre ambos pechos y a lo largo de los muslos. Más harina blanqueaba los pliegues de su turbante azul, así como una ceja.

– El doctor está en su estudio -dijo la mujer cuando preguntaron por él-. Entren. La lluvia no sienta bien al cuerpo. -Los condujo al estudio, llamó a la puerta y la abrió cuando Trenarrow contestó-. Traeré té para estos buenos hombres -añadió, cabeceó enérgicamente y se marchó.

El doctor Trenarrow se levantó. Había estado sentado tras su escritorio, limpiándose las gafas. Se las puso de nuevo.

– ¿Va todo bien? -preguntó a Lynley.

– Peter está en mi casa de Londres.

– Gracias a Dios. ¿Tu madre…?

– Creo que le gustará verte esta noche.

Trenarrow parpadeó, sin saber cómo tomarse la respuesta de Lynley.

– Estáis empapados -dijo. Se encaminó a la chimenea y encendió el fuego a la manera antigua, colocando una gruesa vela entre los carbones.

St. James esperó a que Lynley hablara. Se preguntó si sería mejor que mantuvieran esta entrevista final sin su presencia. Aunque había concedido a Lynley la oportunidad de tomar una decisión, estaba seguro de cuál sería. Aun así, sabía que no sería sencillo para su amigo hacer la vista gorda en lo tocante a la responsabilidad de Trenarrow en la venta ilegal del oncomet, por más nobles que hubieran sido los motivos del médico. Sería más fácil para Lynley estando a solas, pero la necesidad de St. James de conocer todos los detalles le clavó en su sitio, escuchando, tomando nota mental y decidido a permanecer callado.

Los carbones crepitaron. El doctor Trenarrow volvió a su escritorio. St. James y Lynley ocuparon los sillones de orejas, frente a él. La lluvia sonaba como delicadas olas contra las ventanas.

Dora volvió con el té y lo sirvió, marchándose con la suave advertencia de «Acuérdese de tomar la medicina cuando le toque» que Trenarrow aceptó con un cabeceo. Cuando estuvieron solos con el fuego, el té y la lluvia, Lynley dijo:

– Sabemos lo del oncomet, Roderick, y lo de la clínica de St. Just. Lo del anuncio en el periódico que te proporcionaba los pacientes. Lo de Mick y Justin y el papel que jugaron: Mick seleccionaba a los pacientes que podían costearse el tratamiento, y Justin suministraba la droga desde Londres.

Trenarrow se apartó unos milímetros del escritorio.

– ¿Se trata de una visita oficial, Tommy?

– No.

– Entonces, ¿qué…?

– ¿Conociste a Brooke antes del sábado por la noche?

– Sólo había hablado con él por teléfono, pero vino aquí el viernes por la noche.

– ¿Cuándo?

– Estaba aquí cuando volví de Gull Cottage.

– ¿Porqué?

– Por motivos obvios. Quería hablar de Mick.

– Pero no le denunciaste a la policía.

Trenarrow frunció el ceño y se removió en su silla.

– No -fue su sencilla respuesta.

– Pero sabías que le había matado. ¿Te explicó por qué?

Los ojos de Trenarrow examinaron a sus visitantes. Se humedeció los labios, cogió el asa de la taza y estudió su contenido.

– Mick quería aumentar el precio del tratamiento. Yo ya me había negado. Es evidente que aquella noche Justin también lo hizo. Discutieron. Justin perdió los estribos.

– Cuando te reuniste con nosotros en la casa, ¿ya sabías que Justin Brooke había matado a Mick?

– Aún no había visto a Brooke. Sabía tanto como tú.

– ¿Qué me dices del estado de la sala y la desaparición del dinero.

– No lo relacioné hasta que vi a Brooke. Buscaba algo que pudiera relacionarle con Cambrey.

– ¿Y el dinero?

– Lo ignoro. Puede que lo cogiera, pero no lo admitió.

– ¿El asesinato sí?

– Sí, eso sí.

– ¿ Y la mutilación?

– Para despistar a la policía.

– ¿Sabías que tomaba cocaína?

– No.

– ¿Y que Mick, además, vendía droga?

– Santo Dios, no.

St. James escuchaba y experimentaba la vaga inquietud de la incertidumbre. Un dato exasperante bailaba en el límite de su conciencia, algo que exigía su atención, algo que no terminaba de encajar.

Los otros dos hombres continuaron hablando, en voz baja, un murmullo que apenas constituía un intercambio de información, una clarificación de detalles, la planificación del futuro inmediato. Un súbito ruido interrumpió la conversación, un pitido procedente de la muñeca de Trenarrow. Éste apretó un diminuto botón situado en un lado de su reloj.

– Mi medicina -dijo-. La presión.

Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrajo una caja de plata y la abrió. Contenía una capa de píldoras blancas.

– Dora nunca me perdonaría si entrara una mañana y me encontrara muerto de un ataque.

Se metió una píldora en la boca y la tragó con té.

St. James contempló sus movimientos, con la sensación de estar pegado a la butaca. De repente, todas las piezas del rompecabezas ocuparon su lugar. Cómo, quién y por qué. Algunos en estado de remisión, había dicho lady Helen, pero el resto muertos.

El doctor Trenarrow bajó la taza y la depositó sobre el platillo. Mientras lo hacía, St. James se maldijo interiormente. Maldijo todas las pistas que había pasado por alto, todos los detalles que había soslayado, todas las informaciones que había desechado porque no encajaban en el rompecabezas del crimen. Una vez más, maldijo el hecho de que su campo era la ciencia, pero no el interrogatorio y la investigación. Maldijo el hecho de que su interés se dirigía a los objetos y a lo que revelaban sobre la naturaleza de un crimen. Si hubiera dirigido su interés a las personas, ya habría comprendido la verdad.

27

Por el rabillo del ojo, Lynley vio que St. James se inclinaba hacia adelante y apoyaba la mano sobre el escritorio. Con ese movimiento interrumpió su conversación.

– El dinero -dijo.

– ¿Perdón?

– Tommy, ¿a quién le contaste lo del dinero?

Lynley no comprendió la referencia.

– ¿Qué dinero?

– Nancy dijo que Mick estaba preparando los sobres de la paga. Dijo que aquella noche había dinero en la sala de estar. Tú y yo comentamos el detalle aquella misma noche, pero más tarde, en el pabellón, cuando ella nos lo contó. ¿A quién más se lo dijiste? ¿Quién más conocía la existencia del dinero?

– Deborah y Helen. Estaban presentes cuando Nancy nos lo dijo. También John Penellin.

– ¿Se lo contaste a tu madre?

– Claro que no. ¿Por qué demonios iba a hacerlo?

– Entonces, ¿cómo lo supo el doctor Trenarrow?

Lynley comprendió al instante el significado de la pregunta. Vio la respuesta en la cara de Trenarrow. Se esforzó por mantener la indiferencia profesional, fracasó y pronunció únicamente dos palabras:

– Santo Dios.

Trenarrow no dijo nada. Lynley comprendió que iba a suceder lo que su amigo había anunciado antes: su insano deseo de los últimos quince años iba a cumplirse.

– ¿Qué estás diciendo, St. James? -consiguió articular, aunque sabía la respuesta sin necesidad de oírla.

– Que el doctor Trenarrow mató a Mick Cambrey. No fue intencionado. Discutieron. Le golpeó. Mick cayó. Empezó a desangrarse. Murió al cabo de pocos minutos.

– Roderick.

Lynley deseaba que el hombre demostrara su inocencia de alguna manera, sabiendo que esa inocencia estaba íntimamente vinculada a la vida futura que le aguardaba, pero St. James prosiguió, con una calma total. Sólo importaban los hechos, y los fue desgranando de uno en uno.

– Cuando vio que Cambrey estaba muerto, procedió con rapidez. No fue un registro. Aunque Mick hubiera sido tan estúpido de guardar en su casa documentación referente a las transacciones del oncomet, no había tiempo para buscarlas. Sólo había tiempo de simular un registro, un posible robo o un crimen sexual. Sin embargo, no fue nada de esto. Fue una pelea por causa del oncomet.

La expresión del doctor Trenarrow era imperturbable. Movió los labios cuando habló, pero el resto de su cara permaneció inmóvil. Sus palabras apenas constituyeron algo más que un esfuerzo inútil, aunque lógico por negar las acusaciones. Carecían de convicción.

– El viernes por la noche estuve en la representación. Usted lo sabe muy bien.

– Una representación al aire libre en el patio de una escuela -dijo St. James-. No debió resultar difícil desaparecer un rato, sobre todo considerando que estaba en la última fila. Supongo que fue a su casa después del descanso, durante el segundo acto. El trayecto es corto, unos tres minutos a pie. Fue a verle. Sólo quería hablar con él del oncomet, pero en cambio le mató y volvió a la representación.

– ¿Y el arma? -preguntó Trenarrow. Su arrogancia era ficticia-. ¿Se supone que la paseé por todo Nanrunnel debajo de la chaqueta?

– No fue necesaria ningún arma para la fractura de cráneo. La castración fue otro asunto. Cogió el cuchillo de la casa.

– ¿Me lo llevé a la representación?

Ironía en esta ocasión, tan eficaz como la arrogancia anterior.

– Yo diría que la debió esconder de camino. En la plaza Virgin, o quizá en la calle Ivy. En un jardín, o en un cubo de basura. Volvió a buscarla más tarde y se desembarazó de ella en Howenstow el sábado. Donde también, imagino, se desembarazó de Brooke. Porque, cuando Brooke supo que Cambrey había sido asesinado, debió adivinar quién era el culpable. Sin embargo, no podía denunciarle a la policía sin ponerse en entredicho. El oncomet los relacionaba a los dos.

– Todo esto son simples conjeturas -dijo Trenarrow-. Considerando lo que ha dicho hasta ahora, me interesaba más conservar vivo a Mick que matarle. Si me proporcionaba pacientes, ¿ de qué me servía muerto?

– No tenía intención de matarle. Le golpeó en un arrebato de ira. A usted le interesaba salvar vidas humanas, pero a Mick sólo ganar dinero. Esa actitud provocó que usted perdiera los estribos.

– No hay pruebas. Usted lo sabe. No existen pruebas de que yo cometiera ese crimen.

– Ha olvidado las cámaras -replicó St. James.

Trenarrow le miró fijamente, sin alterar la expresión.

– Usted vio las cámaras en la casa. Dio por sentado que yo había tomado fotografías del cadáver. Durante-la confusión que siguió a la detención de John Penellin, usted tiró las cámaras desde la habitación de Deborah.

– Si eso es cierto -intervino Lynley, adoptando por un momento el papel de abogado de Trenarrow-, ¿por qué no llevó las cámaras a la ensenada? Si se libró del cuchillo allí, ¿por qué no hizo lo propio con las cámaras?

– ¿Y arriesgarse a que le vieran atravesando la finca con el estuche? No entiendo cómo no me di cuenta antes de la estupidez de esta idea. Podía ocultar el cuchillo en su persona, Tommy. Si alguien le veía por la finca, podía decir que había ido a dar un paseo para disipar los efectos del alcohol. Una historia muy creíble. La gente estaba acostumbrada a verle en Howenstow. Pero las cámaras, no. Imagino que las escondió en otro sitio, en su coche, por ejemplo, más avanzada la noche. Las llevó a algún lugar donde pudiera estar relativamente seguro de que nunca las encontrarían.

Lynley escuchaba, aceptando poco a poco la verdad. Todos habían estado en la cena. Todos habían escuchado la conversación. Todos se habían reído de la absurda idea de organizar excursiones turísticas a las minas. Dijo el nombre, dos palabras que significaban la aceptación definitiva del hecho incontrovertible que su corazón sabía.

– Wheal Maen. -St. James le miró, perplejo-. El sábado por la noche, durante la cena, tía Augusta se puso como una fiera cuando hablamos de sellar Wheal Maen.

– Simples suposiciones -le interrumpió Trenarrow-. Suposiciones y estupideces. Aparte del onco-met, no tiene nada en qué basarse, excepto lo que está inventando en esta habitación. Cuando nuestra mutua historia se haga pública, Tommy, ¿quién va a tragarse ésta? Si es que de veras quieres que nuestra mutua historia se haga pública.

– Al final, siempre volvemos a lo mismo, ¿eh? -dijo Lynley-. Todo empieza y termina con mi madre.

Por un instante, imaginó el escándalo que seguiría a su exigencia de justicia. Habría podido pasar por alto la utilización del oncomet por parte de Trenarrow, su clínica ilegal, los honorarios exorbitantes que sin duda pagaban los pacientes. Habría podido pasar por alto esto y permitido que su madre viviera en la ignorancia durante el resto de su vida. Pero el asesinato era diferente. Exigía un justo castigo. No podía pasarlo por alto.

Lynley entrevió lo que ocurriría durante los siguientes meses. Un juicio, sus acusaciones, los desmentidos de Trenarrow, la teoría que construiría la defensa, con su madre cogida en medio y aireada como el motivo oculto tras la denuncia pública llevada a cabo por Lynley contra su amante.

– Tiene razón, St. James -dijo con voz hueca-. Son conjeturas. Aunque saquemos las cámaras de la mina, el pozo principal está inundado desde hace años. La película estará estropeada.

St. James sacudió la cabeza.

– Hay una sola cosa que el doctor Trenarrow ignoraba. La película no está en la cámara. Deborah me la dio.

Lynley captó el siseo que escapaba de la boca de Trenarrow. St. James continuó.

– En la película está la prueba, ¿verdad? La caja de plata donde guarda las pildoras bajo el muslo de Mick Cambrey. Quizá pueda explicar todo lo demás, quizá pueda acusar a Tommy de manipular pruebas para separarle de su madre, pero jamás logrará borrar el hecho de que, en la fotografía del cadáver, aparece la caja. La misma que ha sacado del bolsillo hace unos minutos.

Trenarrow contempló la vista del puerto desdibujado por la bruma.

– No demuestra nada.

– ¿ Cuando aparece en nuestras fotos, pero no en las de la policía? Ése no es el caso, y usted lo sabe.

La lluvia repiqueteaba sobre las ventanas. El viento ululaba en la chimenea. Una sirena gimió a lo lejos. Trenarrow se removió en la butaca, mirando hacia la habitación. Aferró los brazos de la butaca sin decir nada.

– ¿Qué pasó? -preguntó Lynley-. Roderick, por el amor de Dios, ¿qué pasó?

Trenarrow tardó mucho rato en contestar. Sus ojos apagados estaban clavados en el espacio que separaba a Lynley de St. James. Jugueteó con el tirador del cajón superior de su escritorio.

– Oncomet -murmuró-. Brooke no podía sacar suficiente. Estaba falsificando las cifras de los libros de inventario. Pero necesitábamos más. Si supieras cuánta gente telefoneaba, y aún sigue telefoneando, con qué desesperación pedían ayuda. No teníamos bastante, pero Mick continuaba enviándome pacientes.

– En un momento dado, Brooke sustituyó el oncomet por otra cosa, ¿verdad? -dijo St. James-. Sus primeros pacientes entraron en fase de remisión, tal como habían indicado los investigadores de Islington, pero, después de un tiempo, la situación se degradó.

– Enviaba la droga desde Londres por mediación de Mick. Cuando fue imposible conseguir más y comprendieron que la clínica tendría que cerrar, efectuaron una sustitución. Los pacientes en fase de remisión empezaron a morir. Todos a la vez no, por supuesto, pero descubrí una pauta. Concebí sospechas. Analicé la droga. Era una solución salina.

– Ese fue el motivo de la pelea.

– Fui a verle el viernes por la noche. Yo quería cerrar la clínica. -Desvió la vista hacia el fuego. El brillo se reflejó en sus gafas como dos puntos incandescentes-. A Mick no le preocupaba. Para él no se trataba de personas, sino de fuentes de ingresos. «Mantenga la clínica en funcionamiento hasta que consigamos más material -dijo-. Si perdemos a unos cuantos, ¿qué más da? Ya vendrán más. La gente paga cualquier cosa por la oportunidad de sanar. ¿Por qué se enfada tanto? Gana dinero a espuertas, y no finja que le sabe mal.» -Trenarrow miró a Lynley-. Intenté razonar con él, Tommy. No pude hacerle ver… No pude hacerle entender. Seguí hablando. Él siguió rebatiéndome. Por fin… estallé.

– Cuando vio que estaba muerto, decidió darle la apariencia de un crimen sexual -dijo St. James.

– Pensaba que perseguía a todas las mujeres del pueblo. Intenté aparentar que un marido se había cansado por fin de él.

– ¿Y el dinero?

– También lo cogí. Después, revolví la sala, como si la hubieran registrado. Utilicé un pañuelo para no dejar huellas. Debí perder entonces la caja de las píldoras. Lo supe más tarde, en cuanto me arrodillé junto al cadáver.

Lynley se inclinó hacia adelante.

– Por oscura que parezca, la muerte de Mick fue un accidente, Roderick. Una pelea, un accidente. Pero, ¿y Brooke? Os protegíais mutuamente. ¿Qué temías de su parte? Aunque dedujera que habías matado a Mick, se habría callado. Denunciarte sólo serviría para arrastrarle contigo.

– Yo no temía nada de Brooke -contestó Trenarrow.

– Entonces, ¿por qué…?

– Sabía que iba detrás de Peter.

– ¿Detrás de…?

– Quería librarse de él. Estaba aquí el viernes por la noche cuando volví de la representación. No nos conocíamos personalmente, por supuesto, pero no le costó localizar la villa. Dijo que Mick había hablado delante de Peter. Estaba preocupado. Quería que yo hiciera algo para silenciar a Mick.

– Pero ya lo había hecho -señaló St. James.

Trenarrow aceptó la sombría afirmación sin la menor reacción.

– Cuando a la mañana siguiente se enteró del asesinato, fue presa del pánico. Vino a verme. Pensaba que Peter no tardaría mucho en relacionar algunos comentarios de Mick y, o bien acudiría a la policía, o empezaría a husmear para chantajear a alguien. Peter tenía que sufragar su adicción, carecía de dinero, ya había amenazado a Mick. Brooke le quería muerto. No iba a permitir que eso ocurriera.

– Dios mío. Oh, Dios mío.

Lynley sintió que una pena infinita le atravesaba como una espada.

– Dijo que no era peligroso, que fingiría una sobredosis. Ignoraba cuáles eran sus intenciones, pero pensé que podía detenerle. Le dije que yo tenía un plan mejor y le pedí que nos encontráramos en el acantilado después de la fiesta del sábado por la noche.

– ¿Y entonces le mataste?

– Había cogido un cuchillo, pero él estaba borracho. Fue fácil empujarle por el borde, y confiar en que pareciera un accidente.

Trenarrow guardó silencio unos momentos. Examinó los objetos dispuestos sobre el escritorio, unas carpetas, una revista, tres fotografías, una pluma.

– No lo lamenté. Ni por un instante. No me arrepiento.

– Pero ya le había pasado la droga a Sasha. Una mezcla de ergotamina y quinina. Le dijo que se la diera a Peter.

– He llegado demasiado tarde en todo momento. Qué horror. Qué desastre.

Trenarrow recogió unos cuantos papeles y los amontonó pulcramente. Paseó una mirada de afecto por la habitación.

– Construí esta casa para ella -dijo-. No podía ofrecerle Gull Cottage. Qué idea tan ridícula. Pero ella quería venir aquí, y el oncomet lo hizo posible, de modo que me pareció un bien doble. ¿Lo comprendes? Gente condenada a la muerte viviría y sanaría, mientras tu madre y yo viviríamos juntos por fin. -Sujetó los papeles con una mano y abrió con la otra el cajón situado en medio de los otros dos-. Si el oncomet hubiera existido entonces, le habría salvado, Tommy. Sin la menor vacilación. Sin pensarlo dos veces. Sin importar lo que sintiera por tu madre. Confío en que me creas. -Dejó los papeles sobre el escritorio y puso la mano encima-. ¿Lo sabe ella?

Lynley pensó en su padre, agonizante. Pensó en su madre, intentando aprovechar la vida. Pensó en su hermano, que se hizo mayor solo. Pensó en Trenarrow. Habló a costa de un gran esfuerzo.

– No lo sabe.

– Gracias a Dios. -La mano de Trenarrow se deslizó dentro del escritorio y volvió a salir. Un reflejo metálico. Sostenía un revólver-. Gracias a Dios -repitió, y apuntó a St. James con el arma.

– Roderick.

Lynley contempló el revólver. Pensamientos inconexos pasaron por su mente. Comprado en el mercado negro, una reliquia de la guerra, la sala de armas de Howenstow. Se había preparado para este momento. Ellos le habían dado a entender que era cuestión de días. Sus preguntas, sus entrevistas, sus llamadas telefónicas.

– Roderick, por el amor de Dios.

– Sí-dijo Trenarrow-, supongo que es justo.

Lynley desvió la mirada rápidamente. El rostro de St. James no se había alterado; no desvelaba la menor emoción. Un movimiento en el límite de su visión y Lynley volvió a mirar el arma. El dedo de Trenarrow descendía hacia el gatillo.

De repente, se materializó ante él la posibilidad, una repetición temática que no podía soslayar. Todos sus deseos más viles cumplidos.

Sólo le quedaba una fracción de segundo para tomar una decisión. Elige, se dijo con furia. Y lo hizo.

– Roderick, no esperarás…

El estampido del revólver interrumpió las palabras de Lynley.


Deborah se presionó con los puños la región lumbar para aliviar el cansancio de sus músculos. Hacía calor en la habitación y, a pesar de que la ventana estaba entreabierta, el humo de los cigarrillos que fumaba Cambrey creaba una atmósfera maloliente y enrarecida, que irritaba los ojos.

En la oficina, todo el mundo continuaba trabajando. Los teléfonos sonaban a intervalos, los teclados de los ordenadores no paraban, se abrían y cerraban cajones, sonaban pasos sobre el suelo. Deborah había examinado todo el contenido de un archivador, logrando como resultado tres cortes en los dedos y manchas de tinta en las palmas de las manos. A juzgar por los ruidos que emitía Harry Cambrey (gruñidos, suspiros, blasfemias masculladas), no tenía más suerte que ella.

Reprimió un bostezo, completamente exhausta. Apenas había dormido una o dos horas después del amanecer, y los sueños inconexos que la jalonaron la habían dejado física y psicológicamente destrozada. El esfuerzo de no pensar en la noche anterior se había cobrado su precio. Ahora, sólo deseaba dormir, en parte como descanso, pero sobre todo como escape. Los párpados le pesaban cada vez más. El sonido de la lluvia en el tejado era soporífico, hacía tanto calor en la habitación, el murmullo de las voces resultaba tan relajante…

El aullido de sirenas en la calle la reanimó por completo. Primero una, después otra. Un momento después, una tercera. Julianna Vandale se acercó a la ventana. Deborah se reunió con ella cuando Harry Cambrey se levantó.

Una ambulancia dobló la esquina de Penzance Road y se internó en Paul Lane. Algo más adelante, donde Paul Lane iniciaba el ascenso hacia las colinas, dos coches de la policía corrían bajo la lluvia. En ese preciso instante, un teléfono empezó a sonar en la sala de redacción. Julianna contestó a la llamada. El peso de la conversación recaía en su anónimo comunicante. La mujer se limitaba a intercalar comentarios escuetos, como «¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Fatal? Muy bien. Sí. Gracias».

Colgó y habló a Cambrey.

– Ha habido un tiroteo en casa de Trenarrow.

Deborah sólo tuvo tiempo de experimentar un escalofrío, de decir «¿Trenarrow?», y ya Cambrey se había puesto en movimiento.

Se precipitó hacia la puerta, cogiendo de paso dos cámaras y un impermeable. Abrió la puerta y gritó a Julianna Vandale, sin volverse:

– ¡Quédate junto a los teléfonos!

Mientras bajaba de tres en tres los escalones y salía a la calle, otro coche de policía pasó a toda velocidad. Indiferentes a la lluvia, los clientes de El Ancla y la Rosa, así como algunos habitantes de Paul Lane, salieron como una exhalación de las casas y siguieron sus pasos. Harry Cambrey se encontró atrapado entre la muchedumbre, con las cámaras rebotando sobre sus muslos, y luchó por abrirse paso. Deborah contemplaba la escena desde la ventana. Buscó en vano una cabeza rubia y otra morena. Tenían que estar entre la multitud, tenían que haber oído el nombre de Trenarrow, tenían que ir camino del pabellón.

– No lo sé. Muerto, me parece -ladró una voz procedente de la calle.

Las palabras fueron electrizantes. Al oírlas, Deborah vio la cara de Simon. Vio la expresión con que había mirado a Tommy, sombría y decidida a la vez, cuando se lo llevó de la oficina. Pensó, estremecida de horror: fueron a ver a Trenarrow.

Lanzó un grito, se apartó de la ventana y bajó corriendo la escalera. Se abrió paso a empujones entre el gentío congregado todavía en la puerta de la taberna y salió dando tumbos. La lluvia la dejó calada. Un coche que pasaba emitió un bocinazo. Los neumáticos atravesaron un charco y lanzaron al aire un chorro de agua. Pero nada de esto existía. Tan sólo la urgencia de llegar a casa de Trenarrow. Sólo existía el terror de un tiroteo. Durante los últimos tres años, Lynley sólo había aludido de pasada a los conflictos de su vida. Las alusiones se expresaban mediante actos, no palabras. Una preferencia por pasar la Navidad con ella, más que con su familia; una carta de su madre abandonada sin abrir durante semanas sobre el escritorio; un recado telefónico nunca contestado. Sin embargo, mientras caminaban juntos aquella tarde hacia la ensenada, le dijo que había superado todo aquello: la enemistad, los conflictos, la amargura, la ira. Que algo sucediera ahora era obsceno, impensable. Muerto, no. No.

Las palabras la transportaron en volandas hasta la ladera de la colina. El agua que caía de un tejado carente de canal golpeó sus mejillas y la cegó unos momentos, cuando se dirigía hacia la pendiente. Se detuvo para recobrar la vista, rodeada de gente que corría hacia las luces azules que destellaban en la distancia. Presagios de muerte flotaban en el aire. Si había un cadáver que ver, si había sangre que oler, aquí estaba el populacho que les haría los honores.

En el primer cruce, una encolerizada matrona que arrastraba a un niño lloriqueante por el brazo la empujó contra las ventanas del Talismán Cafe.

– ¡Chafardera! -escupió la mujer, con furia, a De-borah. Calzaba una especie de sandalias romanas atadas hasta las rodillas. Apretó el niño contra su costado-. Morbosos de mierda. Se creen que el pueblo es suyo.

Deborah no se molestó en contestar. Continuó adelante.

Más tarde, recordaría su carrera a través del pueblo y colina arriba como un collage cambiante: en la puerta de una tienda, un letrero borroneado por la lluvia, en el que las palabras «nata montada» y «pastel de chocolate» se confundían; un enorme girasol, con la flor inclinada; hojas de palmera caídas en un charco de agua; bocas abiertas al estilo de Munch, chillando palabras que no oía; la rueda de una bicicleta girando sin cesar, mientras el aturdido ciclista yacía en la calle. En aquel momento, sólo veía a Tommy, reproducido en incontables imágenes, cada una más vivida que la anterior, cada una acusándola de deslealtad, de traición. Éste era su castigo por aquel momento de flaqueza con Simon.

Por favor, pensó. Regatearía, prometería. Sin pensarlo dos veces. Sin el menor remordimiento.

Cuando llegó a la pendiente que se alzaba sobre el; pueblo, otro coche de la policía pasó a su lado, lanzando guijarros y agua desde la calzada. No necesitó pulsar el claxon para despejar la calle. Los buscadores de emociones menos intrépidos, empapados de pies a cabeza, ya habían abandonado la ascensión y empezado a buscar refugio, algunos en tiendas, otros en umbrales, y los demás invadiendo la iglesia metodista. Ni siquiera la perspectiva de la sangre y un cadáver recompensaba el deterioro de sus bonitas prendas veraniegas.

Sólo los curiosos más empecinados habían completado la ascensión. Deborah se apartó el cabello húmedo de la cara y los vio congregados frente a un camino particular, donde un cordón policial los mantenía alejados. El grupo se había sumido en un silencio contemplativo, sólo roto por la voz furiosa de Harry Cambrey, que discutía con un agente impávido e insistía en pasar. Más allá, la lluvia asolaba la villa de Trenarrow. Todas las ventanas estaban iluminadas. Hombres uniformados hormigueaban a su alrededor.

– Un disparo, según he oído -murmuró alguien.

– ¿No han sacado a nadie aún?

– No.

Deborah examinó la fachada de la villa, buscando alguna señal. Él estaba bien, estaba incólume, tenía que estar entre los policías. No le vio. Se abrió camino hasta el cordón policial. Oraciones infantiles acudieron a sus labios y murieron antes de pronunciarlas. Regateó con Dios. Le suplicó otra clase de castigo. Suplicó comprensión. Admitió sus culpas.

Se coló por debajo de la barrera.

– ¡Atrás, señorita!

El agente que había discutido con Cambrey gritó desde una distancia de diez metros.

– Pero es que…

– ¡Retroceda! -aulló-. ¡Esto no es un espectáculo!

Deborah, indiferente, continuó adelante. La urgencia de saber anulaba todo lo demás.

– ¡Oiga, usted!

El agente se lanzó en su persecución, preparándose para rechazarla hacia la multitud. En ese momento, Harry Cambrey pasó como una flecha a su lado, en dirección al camino.

– ¡Maldición! -gritó el agente-. ¡Cambrey!

Después de haber perdido a uno, no estaba dispuesto a perder al otro y cogió a Deborah por el brazo, haciendo señales a un coche camuflado que se había detenido muy cerca.

– Llévense a ésta -gritó a los oficiales-. El otro se me ha escapado.

– ¡No!

Deborah luchó por liberarse, sintiéndose mortificada por su absoluta impotencia. Ni siquiera pudo soltarse de la presa del agente. Cuanto más se debatía, más fuerte parecía él.

– ¿Señorita Cotter? Se giró en redondo. Ningún ángel habría sido mejor recibido que el reverendo Sweeney. Se erguía bajo un enorme paraguas, iba ataviado de negro y la miraba con solemnidad.

– Tommy está en la villa -dijo Deborah-. Señor Sweeney, por favor.

El sacerdote frunció el ceño. Entornó los ojos y escudriñó la casa.

– Oh, querida.

Su mano derecha se abrió y cerró sobre el mango del paraguas, como si sopesara sus opciones.

– Oh, querida. Sí, entiendo.

Con estas palabras pareció confirmar que había decidido actuar. El señor Sweeney se irguió en toda su estatura, que apenas alcanzaba el metro cincuenta y cinco, y se dirigió con decisión al agente que aún sujetaba a Deborah.

– Usted conocerá a lord Asherton, supongo -dijo con tono autoritario, un tono que habría sorprendido a cualquiera de sus feligreses que no le hubieran visto maquillado entre los actores de Nanrunnel, ordenando a Casio y Montano que depusieran sus espadas-. La señorita es su prometida. Suéltela.

El agente examinó la desastrosa apariencia de Deborah. Su expresión dejó bien claro que apenas daba crédito a que existiera una relación entre la joven y uno de los Lynley.

– Suéltela -repitió el señor Sweeney-. Yo mismo la acompañaré. Creo que debería preocuparle más el periodista que esta dama.

El agente dirigió a Deborah otra mirada escéptica. Ella esperó, angustiada, mientras el hombre tomaba su decisión.

– Muy bien. Adelante. Quítense de enmedio. Los labios de Deborah formaron la palabra «gracias», pero no emitió el menor sonido. Avanzó unos pasos, vacilante.

– Todo está arreglado, querida -dijo el señor Sweeney-. Sigamos. Cójase de mi brazo. El camino está un poco resbaladizo, ¿sabe?

Ella obedeció, aunque sólo una parte de su cerebro registró aquellas palabras. El resto se debatía entre la duda y el miedo.

– Tommy no, por favor -susurró, como una plegaria-. Él no, por favor. Soportaré cualquier otra cosa, pero Tommy no.

– Todo saldrá bien -murmuró el reverendo Sweeney, como distraído-. Se lo aseguro. Ya lo verá.

Caminaron con precaución sobre las aplastadas corolas de fucsias que cubrían el camino. La lluvia empezaba a amainar, pero Deborah estaba empapada de pies a cabeza, y la protección del paraguas ya no servía de nada. Se estremeció cuando se colgó del brazo del reverendo.

– Es horroroso -dijo el señor Sweeney, como en respuesta a su estremecimiento-, pero todo saldrá bien. Dentro de un momento lo comprobará.

Deborah oyó las palabras, pero sabía que la esperanza era inútil. No existía la menor posibilidad de que todo saliera bien. Una irónica forma de justicia irrumpía en la vida cuando se estaba menos preparado para su cumplimiento. Su hora había llegado, y lo sabía.

A pesar del número de hombres que invadían el terreno, un silencio sobrenatural descendió sobre ellos cuando se acercaron a la villa. Sólo se oía una radio de la policía, una voz femenina que daba instrucciones a la policía no lejos del lugar de los hechos. En el camino circular, tres coches de la policía estaban aparcados al azar bajo un espino, como si sus ocupantes hubieran salido sin molestarse en averiguar cómo o dónde habían aparcado. En el asiento posterior de uno, Harry Cambrey sostenía una airada discusión con un irritado agente, que le había esposado al interior del coche. Cuando vio a Deborah, Cambrey acercó el rostro a la ventanilla.

– ¡Muerto! -chilló, antes de que el agente le apartara por la fuerza.

Lo peor se había confirmado. Deborah vio que la ambulancia frenaba ante la puerta principal, no tan cerca como los coches de la policía, pues no era necesario. Sin decir palabra, aferró el brazo del señor Sweeney, pero el hombre indicó el pórtico, como si leyera sus temores.

– Mire -la apremió.

Deborah se obligó a mirar hacia la puerta principal. Le vio. Sus ojos examinaron febrilmente todo su cuerpo, buscando alguna señal, heridas, pero, aparte de la chaqueta mojada, estaba incólume, aunque terriblemente pálido, y hablaba con el inspector Boscowan.

– Gracias a Dios -susurró la joven.

La puerta principal se abrió. Lynley y Boscowan se apartaron para dejar paso a dos hombres que sacaban una camilla sobre la que yacía un cuerpo. Una sábana lo cubría de pies a cabeza, como para protegerlo de la lluvia y las miradas de los curiosos. Sólo cuando lo vio, cuando oyó que la puerta se cerraba con hueca rotundidad, Deborah comprendió. Aun así, escrutó frenéticamente el jardín de la villa, las ventanas iluminadas, los coches, la puerta. Le buscó, una y otra vez, como si pudiera cambiar una realidad inmutable.

El señor Sweeney dijo algo, pero no le oyó. Sólo escuchó su regateo: «Soportaré cualquier otra cosa.»

Su infancia, su vida, pasaron ante ella en un instante, dejando atrás por primera vez no la rabia y el dolor, sino una comprensión total que llegaba con mucho retraso. Se mordió el labio con tal fuerza, que notó el sabor de la sangre, pero no bastó para ahogar su grito de angustia.

– ¡Simon! -gritó, y se precipitó hacia la ambulancia, cuando ya habían introducido el cadáver.


Lynley se giró en redondo. Vio que Deborah corría entre los coches. Resbaló una vez en el pavimento, pero volvió a ponerse en pie, gritando su nombre.

Se abalanzó sobre la ambulancia y aferró la manija que abría la puerta posterior. Un policía intentó sujetarla, un segundo le ayudó, pero ella los rechazó. Pateó y arañó. Uno le cogió el brazo. Ella mordió. En todo momento siguió gritando su nombre, un monótono cántico de dos sílabas, agudo y estridente, que Lynley oiría, cuando menos quisiera oírlo, durante el resto de su vida. Un tercer policía acudió a reducirla, pero ella se soltó. Golpeó la puerta de la ambulancia.

Lynley apartó la vista, destrozado. Se encaminó hacia la puerta de la villa.

– St. James -dijo.

Su amigo estaba en el vestíbulo con el ama de llaves de Trenarrow, que ahogaba sus sollozos en el turbante que se había quitado de la cabeza. St. James miró a Lynley, abrió la boca para hablar, pero vaciló, el rostro nublado, cuando los gritos de Deborah aumentaron de intensidad. Acarició el brazo de Dora y se acercó a la puerta. Se paró en seco cuando vio que arrastraban a Deborah lejos de la ambulancia, a pesar de su desesperada resistencia. Miró a Lynley.

Éste apartó la vista.

– Ve con ella, por el amor de Dios. Cree que eres tú.

No podía mirar a su amigo. No quería verle. Sólo esperaba que St. James se ocupara de todo sin necesidad de que intercambiaran ninguna palabra. Su anhelo no se cumplió.

– No, lo que pasa es que…

– Ve, maldita sea. ¡Ve!

Pasaron varios segundos antes de que St. James se moviera, pero cuando por fin empezó a andar, Lynley encontró la expiación que buscaba desde hacía tanto tiempo. Se obligó a mirar.

St. James rodeó los coches de la policía y se acercó al grupo. Caminaba muy despacio. No podía avanzar con rapidez. Su cojera se lo impedía. La cojera que Lynley le había dado, un obsequio en honor de su amistad, que siempre le recordaría su crimen.

St. James llegó a la ambulancia. Gritó el nombre de Deborah. La agarró, la atrajo hacia sí. Ella se debatió con violencia, lloró y chilló, pero sólo hasta ver quién era. Después, se refugió en sus brazos, el cuerpo estremecido por terribles sollozos, la cabeza de St. James inclinada sobre la suya, las manos del hombre acariciando su cabello.

– No pasa nada, Deborah -oyó Lynley que decía St. James-. Lamento que te asustaras. Estoy bien, mi amor. -Después, murmuró sin necesidad-: Mi amor, mi amor.

La lluvia caía sobre ellos, los policías empezaron a dispersarse, pero sólo parecía importarles su mutuo abrazo.

Lynley se volvió y entró en la casa.


Un movimiento la despertó. Abrió los ojos. Enfocaron el lejano techo abombado. Lo miró, confusa. Volvió la cabeza y vio el tocador, cubierto de encaje, los cepillos de plata para el pelo, el antiguo espejo.

El dormitorio de la bisabuela Asherton, pensó. Reconocer la habitación le devolvió casi toda la memoria. Imágenes de la ensenada, la oficina del periódico, la ascensión a la colina, la visión del cuerpo amortajado, todo volvió a su mente. En el centro estaba Tommy.

Percibió otro movimiento al otro lado de la habitación. Las cortinas estaban corridas, pero un rayo de luz acariciaba una silla situada junto a la chimenea. En ella se sentaba Lynley, las piernas estiradas frente a él. Sobre la mesa contigua había una bandeja con comida. El desayuno, a juzgar por su aspecto. Distinguió la forma de una hilera de tostadas.

Al principio no habló, intentando recordar los acontecimientos posteriores a aquellos horripilantes momentos en la villa de Trenarrow. Recordó la copa de coñac que le habían puesto en la mano, el murmullo de voces, el timbre de un teléfono, el motor de un coche. De alguna manera, había vuelto a Howenstow desde Nanrunnel. De alguna manera, se había acostado.

Llevaba un camisón de raso azul que no reconoció. Una bata a juego yacía al pie de la cama. Se incorporó.

– ¿Tommy?

– ¿Estás despierta?

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas para que entrara un poco más de luz en la habitación. Las ventanas ya estaban abiertas unos centímetros, pero las abrió más. Los gritos de las gaviotas y cormoranes sirvieron de telón de fondo sonoro.

– ¿Qué hora es?

– Pasan unos minutos de las diez.

– ¿Las diez?

– Has dormido desde ayer por la tarde. ¿No te acuerdas?

– Apenas. ¿Desde cuándo esperas?

– Desde hace un rato.

Vio que vestía las mismas ropas que llevaba en Nanrunnel, que no se había afeitado, que grandes ojeras de cansancio aparecían bajo sus ojos. La visión le provocó un dolor inmenso.

– Has estado conmigo toda la noche.

Él no contestó. Se quedó junto a la ventana, lejos del lecho. Deborah vio un fragmento de cielo. El sol teñía de oro los cabellos de Lynley.

– He pensado que te llevaré de vuelta a Londres en avión. Cuando estés dispuesta. -Indicó la bandeja-. La han traído a las ocho y media. ¿Quieres que te consiga algo más?

– Tommy, ¿querrías…? ¿Puedo…?

Intentó examinar su rostro, pero su expresión era inescrutable, y las palabras no llegaron a salir de su boca.

Lynley hundió las manos en los bolsillos y volvió a mirar por la ventana.

– John Penellin ha vuelto a casa.

Ella le siguió la corriente.

– ¿Se sabe algo de Mark?

– Boscowan sabe que robó la Daze. En cuanto a la cocaína… – Suspiró-. En lo que a mí concierne, la decisión corresponde a John. Yo no la tomaré por él. No sé qué hará. Es posible que aún no esté preparado para denunciar a Mark. No lo sé.

– Tú podrías denunciarle.

– Podría.

– Pero no lo harás.

– Es mejor que lo haga John. -Continuó mirando por la ventana y levantó la cabeza hacia el cielo-. Hace un día precioso. Un día estupendo para volar.

– ¿Y Peter? ¿Han retirado los cargos? ¿Qué sabéis de Sidney?

– St. James opina que Brooke debió conseguir la ergotamina de un farmacéutico de Penzance. Es necesaria receta médica, pero no es la primera vez que un farmacéutico vende algo a un cliente por las buenas. Debió considerarlo inofensivo. Jaquecas repetidas, las aspirinas no servían de nada, los sábados están cerrados los consultorios médicos…

– ¿No cree que Justin cogió alguna de sus tabletas?

– Opina que Brooke ignoraba que las tomaba. Le dije que, a estas alturas, ya no importa, pero quiere exonerar a Sidney por completo, y a Peter. Se ha ido a Penzance.

Guardó silencio. Su relato había concluido.

Deborah notó que la garganta le dolía. La postura de Lynley indicaba una tensión insoportable.

– Tommy -dijo-, te vi en el porche. Supe que estabas a salvo. Pero cuando vi el cadáver…

– Mamá se ha llevado la peor parte -la interrumpió-. Fue horrible contárselo a mamá. Ver su cara y saber que todas mis palabras la estaban destruyendo. No lloró. Al menos, delante de mí, no. Porque los dos sabemos que el culpable de todo esto soy yo.

– ¡No!

– Si se hubieran casado hace años, si les hubiera dejado casarse…

– Tommy, no.

– Por eso no expresará dolor delante de mí. No permitirá que la ayude.

– Tommy, querido…

– Fue horrible. -Recorrió con los dedos el travesaño de la ventana-. Por un momento, pensé que iba a disparar sobre St. James, pero se introdujo el arma en la boca. -Carraspeó-. ¿Por qué será que nunca estamos preparados para una escena semejante?

– Tommy, le conozco desde siempre. Es como de mi familia. Cuando pensé que había muerto…

– La sangre. Las ventanas quedaron manchadas de tejido cerebral. Creo que lo veré hasta el fin de mis días. Eso y todo lo demás. Como una maldita película, proyectándose durante toda la eternidad cuando cierre los ojos.

– Oh, Tommy, por favor -dijo con voz entrecortada-. Por favor. Ven aquí.

Los ojos pardos de Lynley se clavaron en ella.

– No es suficiente, Deb.

Eligió sus palabras con mucho cuidado. Ella se asustó.

– ¿A qué te refieres?

– No es suficiente que yo te quiera, que yo te desee. Pensaba que St. James era mil veces idiota por no haberse casado con Helen en todos estos años. Nunca lo comprendí. Supongo que siempre he sabido el motivo, pero no quería reconocerlo.

Deborah hizo caso omiso de sus palabras.

– ¿Elegiremos la iglesia del pueblo, Tommy, o prefieres Londres? ¿Qué opinas?

– ¿Iglesia?

– Para la boda, querido. ¿Qué opinas?

Lynley agitó la cabeza.

– No quiero sacrificios, Deborah. No lo quiero así. No lo aceptaré.

– Pero yo te quiero -susurró Deborah-. Yo te amo, Tommy.

– Sé que quieres creerlo. Bien sabe Dios que yo también quiero creerlo. Si te hubieras quedado en Estados Unidos, si nunca hubieras vuelto a casa, si yo me hubiera reunido contigo allí, habríamos tenido una oportunidad. Pero, tal como está la situación…

Seguía de pie en el otro extremo de la habitación. Ella no podía soportar la distancia. Extendió una mano.

– Tommy, Tommy. Por favor.

Lynley continuó expresando sus pensamientos.

– Toda tu vida pertenece a Simon, no a mí. Lo sabes. Los dos lo sabemos.

– No, yo…

No pudo terminar la frase. Deseaba rebatir y negar lo que había dicho, pero Lynley había llegado al corazón de una verdad de la que ella había huido durante mucho tiempo.

Él contempló su rostro unos instantes antes de volver a hablar.

– ¿Te concedo una hora antes de marcharnos?

Deborah abrió la boca para suplicar, para negar, pero, en ese momento crucial, no pudo hacerlo.

– Sí. Una hora -respondió.

Загрузка...