Capítulo 1

– Buen trabajo, chicos. ¡Allá vamos! Seguid así y ganaréis al West Hollywood Club el sábado que viene. Vamos a ser los mejores nadadores del estado de California.

Treinta y cinco chicos y chicas de seis a diecisiete años miraron extasiados a Lindsay Marshall desde la piscina olímpica. Ella se echó la larga coleta rubia sobre el hombro derecho y se puso de rodillas para hablar con ellos.

– Estaré tres semanas en las Bahamas, pero estaré de vuelta para la competición de junio contra Culver City. Mientras tanto, Bethany seguirá entrenándoos, así que haced todo lo que ella os diga. ¿Alguna pregunta antes de que empiece «la hora de las madres»?

– Sí -dijeron unos chicos de los mayores-. ¿Podemos ir contigo?

Los demás se rieron con ganas.

Lindsay sonrió.

– Me gustaría poder llevaros a todos, pero me temo que la gente que va a filmar los anuncios tendrían algo que decir al respecto. Voy allí a trabajar.

– ¿Será peligroso? -le preguntó una de las niñas.

Era una de las que ella entrenaba individualmente, niños que nadaban como terapia.

– Tengo miedo de los tiburones.

– No tienes que tenerlo, porque no molestan a la gente a no ser que se los provoque. Mi mayor miedo es que me quede enganchada a cinco metros de profundidad y tenga que quitarme el traje para salir.

– Eso no será nada malo -dijo el chico mayor de todos y los demás volvieron a reírse.

– Chico listo. Bueno, hemos terminado por hoy. Vaya, «la hora de las madres» ha empezado hace ya cinco minutos.

Cuando todos salieron de la piscina, Lindsay se puso las sandalias y la camiseta y se dirigió a la oficina para dejar allí el cronómetro y el silbato.

– Hola, Nate -le dijo al bronceado socorrista que se había quedado en la oficina en su lugar mientras daba la clase.

– Hola.

Le recorrió el cuerpo entonces con la mirada de una manera que le puso la piel de gallina. Aparentemente muchas chicas no encontraban nada ofensivo en ese comportamiento, ya que muchas habían salido con él desde que se incorporó en enero.

– Has tenido tres llamadas telefónicas, dos de ellas de hombres. ¿Cuándo te vas a rendir y vas a salir conmigo?

Lindsay se contuvo para no contestarle lo que se le había ocurrido. Estar trabajando en un sitio tan exclusivo significaba que se tenía que llevar bien con los demás empleados, incluyendo los ex famosos profesionales del tenis y el golf con su inflado sentimiento de importancia y socorristas con pinta de Mister Universo cuyos enormes bíceps le hacían la competencia en tamaño a sus egos.

– ¿Qué edad tienes, Nate? ¿Veintiuno, veintidós?

La sonrisa de él se esfumó.

– Tengo veinticuatro, y lo sabes.

– Bueno, yo voy a cumplir veintisiete y sólo salgo con hombres que no tienen pinta atlética. En otras palabras, no salgo con los que trabajan aquí.

Eso era cierto. Los hombres que trabajaban allí estaban demasiado ocupados admirándose a sí mismos y esperando ser descubiertos por algún cazatalentos de Hollywood y, contra eso, ninguna mujer podía competir.

– De todas formas, gracias por pedírmelo y gracias también por tomarme los mensajes. Te veré a final de mes.

Ignorando su mirada de disgusto, ella tomó las notas de las llamadas y su bolso, y abandonó la oficina.

Cuando llegó al aparcamiento le pareció que su coche era de lo más humilde en comparación con todos los Ferraris, Mercedes, Jaguars y Porsches que había allí.

Miró el primer mensaje y vio que era de Roger Bragg. Era el encargado del complejo de apartamentos cercano al suyo. Había salido una vez con él y fue un completo error. Antes de que terminara la velada había descubierto que él acababa de divorciarse y ya le estaba hablando de matrimonio. Tal vez mientras estuviera fuera se imaginaría que estaba enamorado de otra y la dejaría en paz.

El segundo era de la agencia de viajes con la que iba a volar hasta Nassau. El hombre había llamado para decirle que todo estaba confirmado y que su billete estaría en el mostrador de la línea aérea por la mañana.

No le cupo duda de que el tercero era de sus padres. Suspiró y decidió que, para evitar otra discusión porque hubiera aceptado un trabajo tan peligroso bajo su punto de vista, lo mejor que podía hacer era llamarlos desde el aeropuerto antes de marcharse.

Ansiosa por terminar de hacer las maletas, arrancó y se dirigió hacia Santa Mónica. La idea de nadar en las luminosas aguas que rodeaban la isla de Nueva Providencia era un sueño hecho realidad. Ya que bucear en las cálidas aguas de las Bahamas era un paraíso comparado con hacerlo en las frías aguas de la costa de California.

Le estaba inmensamente agradecida a la mejor amiga de su madre por presentarla al agente de Hollywood que le consiguió el papel protagonista en los anuncios que se iban a filmar para una nueva marca de cosméticos. El contrato le iba a proporcionar cincuenta mil dólares limpios, y ese dinero, junto con sus propios ahorros, podía permitirle apuntarse al Scripp's Institute de San Diego como estudiante en el otoño. Si era cuidadosa con el dinero, no tendría que preocuparse por ganarse la vida hasta que recibiera su titulación de posgraduada.

La Universidad de California, en San Diego, tenía una de las mejores escuelas de oceanografía del mundo, el Scripp's Institute y, en su día, Lindsay pretendía trabajar en proyectos importantes que la llevarían a todas las partes del mundo.

Cuando estuviera en las Bahamas, pretendía pasarse todo el tiempo que tuviera libre visitando los lugares interesantes. Particularmente el que llamaban The Buoy, una especie de acantilado submarino de unos cuatro kilómetros de longitud, donde el director de buceo agitaba las aguas para atraer a los tiburones. Lindsay podría estar entonces tan cerca como quisiera de esas fascinantes criaturas. Sabía lo mucho que le iba a costar volver a California después de semejante experiencia.

Sólo la promesa de su futura carrera, que le daría la independencia que ansiaba, le haría soportable el pensamiento de tener que volver a Santa Mónica.


Andrew Cordell entró en el dormitorio de Randy y silbó cuando vio a su hijo de dieciocho años mirándose al espejo con su nuevo traje de buceo negro y rosa, con su máscara y aletas. Randy se lo había comprado con motivo de las vacaciones que iban a pasar en las Bahamas.

– Corta ya, papá -exclamó Randy sonriendo y arrojándole una bolsa, que su padre atrapó en el aire-. Me dijiste que comprara todo lo que necesitáramos, así que compré un equipo idéntico para los dos. Son perfectos para la temperatura del agua de por allí. Pruébate el tuyo para ver cómo te queda.

– Como confío en tu buen juicio, creo que esperaré a que lleguemos a Nassau mañana.

– Hey, papá, no tienes que avergonzarte. Eres un tipo de treinta y siete años que ya pasa de todo. Todavía tienes buen aspecto.

– ¿He oído correctamente? ¿Es que mi único heredero me está alabando por algo?

– Sí. En realidad, Linda, la otra instructora de buceo, está bastante interesada en ti.

– ¿Linda? No la recuerdo.

– Menos mal que no te ha oído decir eso. No para de pedirme información acerca de mi famoso padre. Dice que le recuerdas a Robert Redford cuando era joven, pero que estás mucho mejor. Esas fueron sus palabras exactas, te lo juro -dijo Randy gesticulando con las manos-. Tía Alex dijo exactamente lo mismo delante de tío Zack cuando fuimos a Hidden Lake el año pasado y él casi se salió de la carretera.

– ¿Ah, sí? -bromeó Andrew.

Todavía le parecía divertido que su cuñado, Zackary Quinn, el solterón más confirmado de toda Nevada hasta que Alexandra Duncan se cruzó en su camino, estuviera ahora felizmente casado. Zack estaba tan enamorado que no podía soportar no tener siempre a la vista a su pelirroja, hermosa y embarazada esposa.

– Sí.

Randy le sonrió de una forma que siempre le recordaba a Wendy y sintió el ya habitual destello de dolor, aunque su esposa llevaba ya tres años muerta.

– ¿Has empezado ya a hacer las maletas? -añadió Randy.

Andrew miró suplicantemente a su hijo.

– Creía qué ibas a venir a ayudarme. Me temo que…

– Te temes que la reunión que has tenido con tus jefes de departamento se ha prolongado más de lo que esperabas. Tenías muchas cosas que dejar listas porque nos vamos dos semanas -dijo Randy, bromeando.

Andrew sonrió a su hijo, que sólo era dos o tres centímetros más bajo que él, que medía casi un metro noventa, dándose cuenta como nunca antes de lo mucho que lo quería. También estaba orgulloso de él, por aceptar un trabajo después del colegio en la tienda de equipos de submarinismo e ir a clases de buceo por las noches, clases que se pagaba con sus propias ganancias. Randy había logrado el título que le permitía bucear en mar abierto y le gustaba mucho, por lo que había convencido a Andrew de que se sacara el título también.

Andrew se había apuntado a ese curso de seis semanas para estar más con su hijo, nunca se le había ocurrido que se haría un adicto a ese deporte. Lo que más le gustaba de él era la sensación de ingravidez, pero lo más importante era que bucear le resultaba tremendamente relajante y creaba camaradería, lo que había ayudado a que su hijo y él estuvieran más cerca todavía.

Ahora que estaban en el mes de junio y Randy se había graduado en el instituto, Andrew estaba tan excitado como su hijo por la que iba a ser su primera aventura real bajo el agua; era su regalo de posgraduación para Randy y una forma perfecta para olvidarse de los líos de su oficina política.

– Casi no puedo esperar a estar allí -dijo y lo hizo muy en serio.

– Sí, yo también. Está bien eso de que salgamos del país. Si no fuera así, tu trabajo se interpondría, aunque trataras de evitarlo. Es cierto lo que todo el mundo dice de ti, ya sabes.

Randy se quitó el traje de buceo, se puso una camiseta y pantalones cortos y siguió a su padre hasta su habitación, en la planta alta de la mansión del Gobernador en Carson City.

– Trabajas demasiado. Ya era hora de que tuvieras unas vacaciones de verdad, unas que no estuvieran mezcladas con el trabajo.

– No podría estar más de acuerdo contigo -murmuró Andrew.

Sabía que los comentarios de Randy eran bienintencionados, pero la verdad dolía. Le recordaba el poco tiempo que había tenido para su hijo desde que lo eligieron Gobernador de Nevada. Y la muerte de Wendy nada más salir elegido empeoró las cosas. Su propio dolor había sido demasiado profundo como para ayudar a Randy a superar la pérdida de su madre y, mucho menos, para ayudarlo con los cambios a los que se había visto abocado como adolescente que, de repente, se ve expuesto a la vista de todo el mundo como hijo del Gobernador.

Como resultado, Randy se había metido en problemas serios, cosa que los periódicos habían recogido implacablemente. Pero hizo falta que se escapara con Troy Duncan, el hermano de dieciocho años de Alex, para que Andrew se diera cuenta de sus fallos como padre. Alex había conocido a Troy el verano anterior y se habían metido en un negocio ilegal de ventas por correo. Lo que vendían eran fotos de la hermana de Troy, Alex. Fotos de las que ella no tenía ni idea.

El siempre leal Zack había encubierto a los chicos y había evitado que su tontería llegara a los titulares de los periódicos mientras Andrew estaba fuera del país. Pero, finalmente, se había visto forzado a afrontar la dolorosa verdad.

Desafortunadamente, había sido responsable en parte de la infelicidad de su hijo desde la muerte de Wendy. El refrán favorito de su suegro, que decía que ningún éxito compensa los fallos en el hogar, le resonó claramente en los oídos. Naturalmente, él había querido alcanzar el éxito, pero más que eso, había querido cumplir todas sus promesas de la campaña. Y había escondido su dolor trabajando duramente.

Se había vuelto un extraño para su hijo y había olvidado sus deberes como padre, su compromiso más importante. Pero, después de esa noche reveladora hacía ya once meses, cuando un arrepentido Randy se había presentado ante él sin que Zack le dijera nada y le contó todo, suplicándole su perdón, Andrew se había transformado en otro hombre.

Le había pedido a Randy que lo perdonara por haber desperdiciado tanto tiempo. Porque en su siempre abarrotada agenda no había habido nunca tiempo para su hijo. Habían llorado juntos y, desde ese momento, habían llegado al compromiso de poner su relación por encima de cualquier otra cosa. Y, desde ese día no habían permitido que nada se interpusiera entre ellos.

– ¿Hijo? ¿Te he contado lo que Jim nos ha preparado? -le preguntó mientras sacaba una de las bolsas.

– ¿Te refieres a además de dejarnos usar su casa?

– Me llamó hace un par de días desde su despacho en Sacramento y me dijo que un hidroavión nos estará esperando en Miami para llevarnos a la bahía de Nassau. Parece divertido, ¿no? ¿Qué te parece aterrizar en el agua?

– ¡Me parece increíble! El Gobernador Stevens y tú debéis ser buenos amigos.

– Nos caímos bien durante ese viaje del verano pasado. Mary y él tienen dos hijas de diecisiete y diecinueve años y los he invitado a que vengan aquí en julio.

Randy miró a su padre con interés.

– ¿Has conocido a sus hijas?

– No. Pero he visto fotos y las dos son muy guapas. Contaba con que Troy y tú les enseñarais los alrededores y Virginia City. ¿Crees que podríais hacerlo? -le preguntó tratando de permanecer inexpresivo.

– Sí -dijo Randy riéndose-. Papá, si no me necesitas, tengo algo importante que hacer.

– Buenas noches. No te olvides de poner el despertador.

– ¿Quién necesita un despertador? Estoy tan excitado que no voy a poder dormir. Oh, de paso, tío Zack ha llamado y ha dicho que él y su familia vendrán a las seis y media para llevarnos al aeropuerto.

– Muy bien. Ahora vete a descansar un poco.

– Lo intentaré, pero no te prometo nada. Buenas noches, papá.

Todavía sonriendo, Andrew hizo un par de llamadas telefónicas y luego terminó de hacer las maletas. Cuando por fin se metió en la cama y fue a apagar la luz se encontró cara a cara con la foto de Wendy que tenía sobre la mesilla y la miró sorprendido.

Por primera vez desde su muerte se había olvidado de meterla en la maleta. Una parte de él sintió un destello de culpabilidad por esa pequeña traición. Pero otra parte se dio cuenta de que, en algún momento, había dejado de lamentarse por su pérdida. Se preguntó cuándo había sucedido, cuando por fin la había dejado ir…


– Beth, no debería haberte dejado acompañarme al aeropuerto, sé lo mucho que te gusta dormir. Pero te agradezco que lo hayas hecho, me ha venido bien charlar. Papá y mamá se han puesto imposibles con este viaje.

Su mejor amiga detuvo el coche delante de la terminal y la miró.

– Se ponen siempre así hasta que empiezan a dar consejos. Mientras eso pasa, mi consejo es que te vayas a Nassau y disfrutes. Piensa en esas fabulosas noches tropicales y playas iluminadas por la luna con tipos guapos y bronceados esperando encontrarse a alguien como tú.

Lindsay arqueó las cejas.

– Ya veo bastantes de esos en el club. Voy a trabajar, ¿recuerdas?

Luego salieron del coche, Lindsay recogió su maleta del asiento trasero y se dieron un abrazo.

– Gracias por todo. No sé lo que habría hecho en mi vida hasta ahora sin ti.

– Eso es lo que te estoy diciendo siempre. Tres semanas es un largo tiempo. Llámame o me volveré loca pensando cómo estás.

– Te llamaré, pero seguramente tú estarás fuera con Doug. Tal vez debieras ser tú la que me llame porque seguramente estaré todas las noches en mi habitación después del trabajo, agotada.

– ¿Quieres apostarte algo? Escúchame, Lindsay Marshall. Eres como una luz brillando sobre una colina. Atraes a los hombres quieras o no. Y, una vez que esos anuncios aparezcan en la televisión, dirán que eres la Esther Williams de los noventa y los contratos te lloverán. Los hombres caerán rendidos a tus pies y nunca más te volveré a ver.

Lindsay se rió.

– Tú sabes mejor que nadie que la vida de una artista de cine no me atrae en absoluto. Voy a hacer esto por dinero y así poder seguir estudiando, por nada más. Ahora no tengo tiempo para los hombres.

– Famoso epitafio -dijo Beth mientras se marchaba y tomaba luego la curva de la terminal a una velocidad que sólo los conductores de Los Ángeles podían hacer sin sufrir un accidente.

Lindsay estuvo agitando la mano hasta que el coche de su amiga se perdió de vista.

Una vez que el avión hubo despegado sacó del bolso una novela de misterio y se dispuso a disfrutar de ella. Pero el problema no resuelto con sus padres le impidió concentrarse y dejó a un lado el libro y se dedicó a mirar por la ventanilla.

Sus padres la habían estado llamando todos los días durante la semana anterior, suplicándola que no aceptara el trabajo. Sólo el día anterior por la noche su padre la había llamado para decirle que su madre estaba en la cama con una fuerte migraña, que era su forma de ejercer presión sobre ella.

Pero ninguno de sus trucos había logrado que no se fuera de la casa familiar hacía dos años y ahora se negaba a que la manipularan. Por mucho que los amara y supiera que ellos la amaban a ella, no iba a permitirlo. Deseó por enésima vez que hubieran tenido más hijos con los que compartir su atención.

El hecho de que ella era hija única los hacía más protectores que la mayoría de los padres. Pero Lindsay sabía que un muy comprensible miedo por su seguridad descansaba en la raíz de su problema. Una vez, hacía ya varios meses, les había sugerido que hablaran con un profesional acerca de sus preocupaciones, pero eso sólo había logrado enfadarlos, así que no lo volvió a mencionar más.

Hasta que tuvo once años, la vida había sido de lo más normal en el hogar de los Marshall. Luego ella salió por primera vez de acampada con un grupo de niñas y su autobús chocó con un camión en una carretera de montaña y algunas niñas terminaron en el hospital.

Ella resultó con daños en la columna vertebral y necesitó algunas operaciones y años de terapia antes de poder caminar de nuevo. Durante un largo tiempo había tenido que recibir clases particulares en casa. Si no hubiera sido por la compañía de Beth y su madre, Lindsay se habría muerto de aburrimiento y soledad.

Sus padres eran los dos unos famosos guionistas y trabajaban en casa y siempre estaban a mano para proporcionarle ánimo, lo que a menudo era una forma de sobreprotección.

Cuando el doctor dijo que debía nadar para completar la terapia, sus padres construyeron una piscina y contrataron a un entrenador y un fisioterapeuta. Sus buenas intenciones y su amor no podían ser discutidos, pero su sobreprotección tuvo su origen en ese accidente.

Cuando estuvo lista para ir al instituto ya podía caminar normalmente de nuevo y le quedaban sólo unas pocas cicatrices en la espalda que le recordaran esa horrible experiencia. Pero sus padres siguieron tratándola como si fuera una inválida de once años. No querían perderla de vista e insistieron en que fuera a un instituto cerca de su casa.

Como ella les estaba agradecida por sus atenciones y era muy consciente de que habían dado años de sus vidas para que ella recuperara el uso de sus piernas, Lindsay cumplió sus deseos. Sabiendo lo mucho que se preocupaban cuando salía con sus amigos, solía invitarlos a su casa para que estuvieran contentos.

Pero cuando Greg Porter apareció en escena, ella vio la situación como realmente era. La había invitado a pasar unas vacaciones con él y su familia en su casa de la playa en La Joya. Sus padres se mostraron muy insistentes al negarse a que fuera, diciéndole que, a no ser que estuvieran comprometidos, aquello estaba fuera de discusión. Ni siquiera los padres de Greg lograron convencerlos.

En vez de desafiar a sus padres, algo que nunca antes había hecho, Lindsay tuvo que rechazar la invitación de Greg. Él encontró a otra y así empezó una forma de comportamiento paterno que continuó hasta que ella se graduó en biología. Y coleccionó toda una serie de abortadas relaciones sentimentales.

Mirando hacia atrás, se daba perfecta cuenta de que habían sido saboteadas por sus padres.

Cuando ellos se negaron categóricamente a dejarla que fuera a la escuela de posgraduados a que estudiara biología marina, Lindsay se lo contó a su mejor amiga, Beth. Estaba en tratamiento para ayudarla a superar el cuarto matrimonio de su madre, una famosa actriz y mujer insegura a la que Lindsay quería mucho. La respuesta de Beth fue decirle que sus padres eran «disfuncionales» y que necesitaban ayuda psiquiátrica.

Al principio ella no quiso oírlo e, incluso, se enfadó con Beth. Pero con el tiempo se dio cuenta de que su amiga tenía razón. Fue entonces cuando empezó a trabajar a tiempo parcial como profesora de natación para niños para pagarse unas sesiones con un buen psiquiatra.

Cuatro meses de terapia transformaron su mundo y, aunque no pudo hacer nada con respecto a los miedos de sus padres, sí pudo ayudarse a sí misma. Utilizando la estrategia diseñada por el psiquiatra, Lindsay fue por fin capaz de romper. Se encontró a sí misma en un apartamento de Santa Mónica, cerca de la playa, donde podía nadar a diario y recibir clases de buceo para sacarse el título.

Vivir en Santa Mónica le había dado espacio, aunque seguía estando suficientemente cerca de Bel Air para que sus padres tuvieran la impresión de que no los había abandonado.

Ellos la dejaron sin dinero inmediatamente, esperando que, cuando se quedara sin nada, volvería a casa. Pero estar a sus expensas fue una experiencia liberadora para Lindsay. Dejó a un lado temporalmente sus planes de seguir estudiando y empezó a trabajar a tiempo completo en el club como monitora de natación y socorrista para mantenerse. Cuando creció su reputación como entrenadora de niños con discapacidades, pudo dar más clases, lo que le permitió aumentar sus ingresos. Vivía decentemente y se permitía ahorrar una cierta cantidad todos los meses.

Lo mejor de todo era que estaba libre para cometer sus propios errores y tomar sus propias decisiones. Cuando sus padres se dieron cuenta de que sus tácticas no estaban funcionando, se volvieron más manipuladores, jugando con su posible sentimiento de culpa. La llamada de su padre la noche anterior había sido de lo más típico. Pero Lindsay llevaba viviendo sola el tiempo suficiente y estaba demasiado excitada por la perspectiva de viajar al Caribe como para dejarse convencer por sus argumentos.

Lo único que podía hacer era seguir amándolos y seguir en contacto con ellos todo lo que le fuera posible. Tal vez, con el tiempo, superaran sus miedos obsesivos.

Salvo para sus padres, toda la gente que ella conocía y, sobre todo Beth, pensaba que trabajar como bióloga marina era una gran idea. Beth le había predicho que, al final, terminaría casándose con un biólogo marino como ella misma y viviendo una vida de reclusión en algún lugar remoto del mundo.

Pero un marido era lo último que Lindsay tenía en la cabeza. No tenía ninguna intención de colocarse a sí misma en una posición en la que podía ser controlada o manipulada, sobre todo cuando seguía peleando con ese problema con sus padres. Su libertad lo significaba todo.

Загрузка...