Capítulo 8

Parece que Pete y los chicos ya han ido hacia el norte para unirse a la barbacoa -dijo Troy cuando los cuatro salieron de la furgoneta que los había llevado al rancho desde el aeropuerto y entraron en los establos-. Te daré a Cotton Candy, Lindsay. Zack dice que es la yegua más amable del rancho y será perfecta para tu primera monta.

– Gracias, Troy.

– Dado que Lindsay va a tardar un poco de tiempo en acostumbrarse a estar encima de un caballo, ¿por qué no vais vosotros por delante? Yo la presentaré a Cotton Candy y os alcanzaremos -dijo Andrew.

Ella se dio cuenta de la comunicación silenciosa que se produjo entre Randy y su padre.

– Muy bien, papá. Nos veremos más tarde. Vamos, Troy.

Después de que fueran a por sus caballos, Andrew se volvió hacia Lindsay con el rostro parcialmente cubierto por el ala del sombrero.

– Espera aquí un momento mientras saco la silla del almacén.

– De acuerdo -murmuró ella, cada vez más impaciente por estar a solas con él.

Una vez sola, Lindsay recordó lo que había podido averiguar de la familia Cordell en California. Sabía que habían hecho dinero como ganaderos y que Andrew en particular se había hecho con una fortuna a base de inversiones que le habían permitido hacer carrera política sin tener que recurrir a las habituales donaciones de grupos de presión.

También sabía que podía haber dilapidado su fortuna como hacían muchas estrellas de cine y que, sin embargo, había sido un estudiante excelente e, incluso, había terminado sus estudios en Yale. Poco antes de terminarlos, se había casado con Wendie Quinn y habían tenido un hijo. Nada de eso le había impedido terminar la carrera. Después había sido abogado en un bufete prestigioso para hacerse más adelante fiscal del distrito.

Todo aquello provocaba su más profunda admiración, ya que ahora estaba en su segundo mandato como gobernador del estado y no le sorprendería nada que terminara en Washington.

Al parecer, Andrew era un hombre de lo más trabajador y dedicado, sinceramente comprometido con la dirección del estado y sería recordado mucho tiempo por sus conciudadanos.

También era un padre amante al que Randy adoraba. Vio lo cerca que estaban el uno del otro cuando estuvieron en las Bahamas. Randy se estaba haciendo un joven atractivo y responsable, y él, Troy y el pequeño Sean recibirían una herencia a todos los niveles de la que podrían sentirse orgullosos y que, seguramente, se merecerían.

Más que nunca se maravilló de la suerte que había tenido por conocer a un hombre como Andrew y también por la temeridad de que había hecho gala al presentarse de aquella manera en el desfile sin avisar.

Gracias a Beth, que había llamado a la mansión del gobernador, Lindsay había descubierto que Andrew iba a participar en ese desfile. Una vez supo dónde encontrarlo, no había necesitado de más incentivos para irse a Nevada. Pero ahora que estaba allí, estaba de lo más nerviosa.

Entonces Troy y Randy salieron del establo con sus caballos, montaron y, después de despedirse, salieron al galope.

De repente, una mano apareció por encima de su hombro y cerró la puerta. Lindsay se dio la vuelta, sorprendida, y se encontró cara a cara con Andrew, qué se había, quitado el sombrero.

Él apoyó la otra mano al otro lado de su cabeza y la dejó atrapada.

El calor producido por sus cuerpos fue demasiado para ella. Se apoyó contra la puerta cerrada para no caerse al suelo, pero no debía haberse preocupado, Andrew la siguió con su poderoso cuerpo hasta que estuvieron virtualmente pegados el uno al otro.

– ¡Andrew!

– ¿Tienes idea de lo que me ha costado evitar abrazarte delante de los chicos?

¡Así que era por eso por lo que había evitado entrar en contacto con ella! ¡Porque no confiaba en poder contenerse!

– Espero que sea por esto por lo que has venido a Carson City, porque si no es así, ya es demasiado tarde -añadió él.

Luego bajó la cabeza y cubrió su boca con la de él con un ansia insoportable. Profundizó el beso e hizo explotar en ella un torbellino de sensaciones. Despertó un ardiente deseo dentro de ella que eliminó todas las inhibiciones que le pudieran quedar. Se sintió como si se estuviera ahogando y, de repente, saliera a la superficie y pudiera respirar.

Le pasó los brazos por la cintura, apretándose más todavía contra él. Llevaba tanto tiempo deseando eso… Realmente, desde que estuvieron juntos en esa habitación de detrás de la recepción en el hotel de Nassau.

– Eres preciosa, Lindsay. No me puedo creer que, por fin, estés en mis brazos.

De alguna manera, sus posiciones habían cambiado. Esta vez él estaba de espaldas a la puerta. Intercambiaron un beso detrás de otro y, para ella, cada uno de ellos fue natural, inevitable. Se olvidó de que, alguna vez, había tenido miedo de él.

Se apretó contra él de una manera que nunca antes había deseado estando en brazos de otros hombres.

– Te quiero -murmuró él.

– Y yo a ti.

Oyó un gemido que se le escapó a él. Luego Andrew se apartó y la miró fijamente a los ojos.

– Si te beso una vez más, no voy a poder detenerme y terminaremos tirados sobre el heno, que es el último lugar que tengo en mente para que estemos.

Lindsay movió la cabeza para aclarársela. El deseo que él había despertado la impedía decir nada. Eso fue todo lo que pudo hacer para recuperar el control de sí misma.

– Me haces sentirme un adolescente enamorado en su primera relación apasionada. Tengo treinta y siete años y dejé el colegio hace ya mucho tiempo. Tengo un hijo ya mayor al que quiero y responsabilidades que no puedo evitar. Pero ahora mismo, no puedo pensar en otra cosa que no sea perderme en ti. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? ¿Lo que estoy sintiendo?

– ¡Sí! -dijo ella por fin.

– ¿Te das cuenta de me va a ser imposible comportarme estando tú cerca de ahora en adelante? Ya se nos ha pasado de sobra la hora de la barbacoa y no me puede importar menos, porque no te quiero compartir con nadie más.

Lindsay gimió porque sabía exactamente lo que quería decir. Desde que se conocieron en las Bahamas, Andrew había sido en lo único que había podido pensar y nada más parecía tener importancia.

– Tal vez no debiera haber venido. Lo único que hago es irrumpir en tu vida.

Intentando pensar racionalmente, Lindsay se apartó de sus brazos y se volvió para recoger su sombrero del suelo, pero Andrew la volvió a abrazar, esta vez por detrás. Sus manos empezaron a acariciarle el vientre cada vez con más ansiedad.

– De acuerdo, has irrumpido en mi vida, desde el primer momento en que te vi nadando con el vestido de sirena. ¿Cómo me las voy a poder arreglar para pasar las próximas horas, cómo voy a poder hablar inteligiblemente con mi familia y mis amigos, cuando mi cuerpo está pidiendo a gritos que haga el amor contigo? Y no me estoy refiriendo a darnos besos y acariciarnos. Te estoy hablando de hacer el amor en la intimidad de mi dormitorio, sin preocuparnos por el tiempo o las responsabilidades.

– Yo me he estado preguntando lo mismo. Pero nunca podría tener un ligue rápido contigo, Andrew, no importa lo mucho que quiera estar a tu lado.

Él la hizo mirarlo.

– Si esa hubiera sido mi intención, te habría llevado a un motel cuando te fui a visitar a California. Sé que, tal vez, te habría podido convencer.

– Sí, probablemente lo habrías podido hacer -dijo ella nerviosamente-. Parece que yo tampoco tengo ningún control sobre mis emociones cuando estoy cerca de ti. Durante el desfile…

Lindsay se calló, pensando que era mejor que no dijera nada.

– Sólo hay una solución que parece que nos pueda servir. Y es no volver a vernos nunca más.

La horrorizada reacción de ella debió indicarle a él lo que quería saber, ya que la abrazó inmediatamente.

– ¿No te das cuenta de que he dicho eso sólo porque tenía que saber lo que sentías de verdad antes de pedirte que te cases conmigo?

Lindsay tragó saliva y lo miró, preguntándose si sólo se había imaginado lo que le había dicho.

– ¿Por qué te sorprendes tanto? ¿Te crees que fui a California sólo porque no tenía nada mejor que hacer?

Alucinada, ella susurró:

– Apenas nos conocemos.

– Te equivocas. Conocemos lo más importante. Nos amamos. Tú me amas, si no, no habrías venido a verme hoy. Y yo te amo, mi evasiva sirena. Me has encantado y quiero hacerte mi esposa tan pronto como sea posible. Tenemos años y años para descubrir todo lo demás. Mientras tanto, quiero meterme en la cama contigo todas las noches. Quiero tener más hijos. Quiero vivir, Lindsay. Vivir de verdad. Pero sólo contigo.

– Andrew…

– Ya es suficientemente malo pensar que algún tritón desconocido pueda llamarte la atención y llevarte a su guarida submarina -susurró él-. Y me aterroriza que algún brujo marino pueda venir a buscarte. Pero temo más todavía que un tiburón cualquiera pueda decidir que tú eres su cena y así te perdería para siempre. Me niego a dejar que eso suceda.

Lindsay seguía sin creerse que él le hubiera propuesto matrimonio de verdad.

– Pero tú eres el gobernador y necesitas una mujer…

– Shhh.

La hizo callar con un beso que duró hasta que los dos se quedaron sin respiración. Cuando se apartaron, le dijo:

– Ahora vamos a ir a donde la barbacoa. Después de un rato volveremos a Carson City. Quiero que pases la noche en la mansión con Randy y conmigo. Eso te dará la oportunidad de ver cómo vivimos.

– Pero…

– A primera hora de la mañana te meteré en un avión. Uno de mis hombres llevará de vuelta tu coche y te lo dejará en el aeropuerto de Los Ángeles a tiempo para que llegues a tu trabajo en el club a las ocho y media.

Ella lo miró, como atontada.

– No me digas que no, Lindsay. Nos debes a los dos el que aprendas todo lo que puedas de mí mientras estás aquí.

Tenía razón. Era por eso por lo que había ido allí.

Asintió lentamente. En ese momento no quería nada más que seguir como estaba.

– Gracias a Dios.

Luego él la besó una vez más.

Después, Andrew se apartó de nuevo y dijo:

– Un segundo más y no voy a poder dar ni un paso. Y mucho menos, subirme al caballo.

Ella se daba perfecta cuenta de lo que le estaba diciendo. Le costaba trabajo respirar y sentía las piernas como mermelada.

– Yo no… no sabía que pudiera ser así.

– Lo que compartimos es algo tan precioso que poca gente lo ha experimentado de verdad, Lindsay.

Lindsay supo que era cierto. Había tenido varios novios y en el instituto se había enamorado de Greg, pero nunca habían llegado a algo así. Nunca había querido meterse en la cama con él, ni mandar al infierno al mundo entero para satisfacer su ansia. Ahora se daba cuenta de que, si sus caricias la hubieran puesto así, habría desafiado a sus padres y se habría ido a pasar las vacaciones con él a la playa.

Se apartó y recogió el sombrero del suelo. Luego, sin atreverse a mirarlo, le dijo:

– Estoy lista. Lo que te pido es que no te rías de mí. Me resulta fácil tener gracia en el agua, pero montar a caballo va a ser otra cosa muy distinta.

– Ya no tienes la cola de sirena, así que no creo que vayas a tener muchos problemas. Salgamos a de aquí antes de que empecemos de nuevo.

Salieron del establo y se dirigieron al corral donde ya les estaban esperando sus caballos. Lindsay estuvo a punto de pedirle que volvieran dentro cuando vio a lo lejos a dos hombres montados. Sus guardaespaldas.

De repente, esa visión le amargó el día. Por un corto tiempo se había olvidado de ellos. Se había olvidado de todo porque se había visto envuelta por la tremenda atracción que existía entre ellos dos.

– Olvídate de que están ahí -le dijo él como leyéndole la mente.

Luego la ayudó a montar en su yegua y añadió:

– A no ser que nuestras vidas estuvieran amenazadas, nunca habrían entrado en el establo sin permiso.

Una vez que la hubo instalado sobre la silla, él montó su caballo y, después de colocarse bien el sombrero, le dijo:

– Antes de que se te dispare la imaginación, vamos a dejar una cosa clara. Eres demasiado importante para mí, así que no voy a saltar encima de ti a la primera ocasión que se me presente. Todavía me quedan algunos escrúpulos. Quiero hacerte mi esposa antes de tocarte de la forma en que me muero de ganas de hacerlo. Pero no te equivoques, cuando te transformes en mi esposa, haremos el amor en cualquier parte y momento que nos apetezca, y te prometo que el resto del mundo no nos importará nada.

Esas palabras la hicieron ruborizarse.

– Lo único que necesita tu montura es un leve taconazo en los ijares. Sujeta firmemente las riendas y así ella sabrá que eres tú la que mandas, pero dale riendas suficientes como para que pueda mover la cabeza.

Agradeciendo tener que concentrarse en otra cosa, además de la propuesta de matrimonio de Andrew, Lindsay hizo lo que le había dicho y soltó una exclamación de sorpresa cuando la yegua empezó a andar.

– Lo estás haciendo bien. Ahora hazle dar una vuelta al corral para acostumbrarte a ella. Tira de la rienda hacia el lado que quieras hacerla ir.

Cuando completaron una vuelta completa, Lindsay ya había perdido parte de su nerviosismo, Andrew la sonrió brillantemente de una forma que la hizo derretirse y su confianza aumentó. Por fin le dijo que estaba lista y se dirigieron juntos al camino.

Fascinada por lo que él empezó a contarle acerca de los indios que, una vez, anduvieron por allí, Lindsay no hizo caso del dolor en la parte baja de la espalda que había empezado a sentir cuando se montó en la yegua. Dio por hecho que aquello era algo natural porque nunca antes había montado a caballo, así que no le dijo nada a Andrew y siguió escuchándolo.

Pronto abandonaron los campos cultivados y entraron en plena naturaleza salvaje. A lo lejos se veían los bosques de pinos de las faldas de la majestuosa Sierra Nevada. Andrew siguió entonces la dirección de su mirada.

– Ya casi estamos. Creo que mi sirena ya ha desarrollado sus piernas y está lista para galopar. ¿Quieres intentarlo?

Andrew parecía tan excitado como un escolar y, a pesar de que la espalda le dolía mucho más que antes, no quiso desanimarlo.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Dale otro taconazo y sígueme. Mantén firmemente agarradas las riendas, pero sigue dejándola mover la cabeza. Si quieres parar, simplemente tira de ellas.

Lindsay asintió, esperando que él no se diera cuenta de la dificultad con la que se estaba sentando en la silla.

– ¡Vamos!

Luego salió disparado como si saliera de una vieja película del Oeste.

Ella apretó los dientes e hizo lo que le había dicho. Entonces fue cuando sintió un fuerte calambre en las caderas que le recorrió las piernas hacia abajo.

El grito que soltó asustó a la yegua, que salió como una bala. Cada vez que sus cascos tocaban el suelo, el dolor de Lindsay aumentaba.

Andrew ya había parado a su caballo y la estaba mirando. Cuando vio que la yegua estaba fuera de control, le dio un grito diciéndole que tirara de las riendas.

El dolor la había mareado y temió ponerse a vomitar. Las riendas se le escaparon y golpeaban el cuello de la yegua mientras ella se agarraba con toda su fuerza del pomo. Cada movimiento del animal le producía oleadas de dolor. Trató de mantenerse de pie sobre los estribos, pero no tenía nada de sensibilidad en las piernas.

Entonces recordó lo que había sido despertarse después del accidente del autobús sin sentir nada por debajo de la cintura.

Sólo entonces fue vagamente consciente de que Andrew se había acercado y sujetaba sus riendas hasta que la yegua se detuvo.

– ¡Lindsay! ¿Qué te pasa?

Luego saltó de la silla a la velocidad del rayo. Estaba pálido de miedo.

– ¡Andrew! -gritó aterrorizada antes de que él sujetara su rígido cuerpo entre los brazo-. Andrew… -logró repetir antes de desmayarse por completo.

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