J.K. Rowling UNA VACANTE IMPREVISTA

para Neil

PRIMERA PARTE

6.11 Se produce una plaza vacante:

a) cuando un miembro electo de la administración local no comunica la aceptación del cargo dentro del plazo establecido; o

b) cuando presenta su carta de dimisión; o

c) el día de su muerte…

Charles Arnold-Baker

La administración local, 7.ª edición

Domingo

Barry Fairbrother no quería salir a cenar. Llevaba casi todo el fin de semana soportando un palpitante dolor de cabeza e intentando terminar a tiempo un artículo para el periódico local.

Sin embargo, durante la comida su mujer había estado tensa y poco comunicativa, y Barry dedujo que con la tarjeta de felicitación de aniversario no había logrado atenuar su delito de pasarse toda la mañana encerrado en el estudio. No ayudaba el hecho de que hubiera estado escribiendo sobre Krystal, por la que Mary, aunque lo disimulara, sentía antipatía.

—Quiero llevarte a cenar fuera, Mary —mintió para rebajar la tensión—. ¡Diecinueve años, niños! Diecinueve años y vuestra madre está más guapa que nunca.

Mary se ablandó un poco y sonrió; Barry llamó por teléfono al club de golf, porque quedaba cerca y porque allí siempre conseguían mesa. Intentaba complacer a su mujer con pequeños detalles, ya que, tras casi dos décadas juntos, había comprendido que a menudo la decepcionaba en las cosas importantes. No lo hacía adrede: sencillamente tenían ideas distintas acerca de lo que debía ocupar más espacio en la vida.

Los cuatro hijos de Barry y Mary ya eran mayores y no necesitaban canguro. Estaban viendo la televisión cuando Barry se despidió de ellos por última vez, y sólo Declan, el más pequeño, se volvió para mirarlo y le dijo adiós con la mano.

Barry seguía notando el palpitante dolor detrás de la oreja cuando hizo marcha atrás por el camino de la casa hacia las calles de Pagford, el precioso pueblecito donde vivían desde que se habían casado. Bajaron por Church Row, la calle de pendiente pronunciada donde se alzaban las casas más caras, dechados de lujo y solidez victorianos, doblaron la esquina al llegar a la iglesia de imitación estilo gótico donde Barry había visto a sus hijas gemelas representar el musical José el Soñador, y pasaron por la plaza principal, desde donde se podía contemplar el oscuro esqueleto de la abadía en ruinas que dominaba el horizonte del pueblo, en lo alto de una colina, fusionándose con el cielo violeta.

Mientras transitaba por aquellas calles que tan bien conocía, Barry no pensaba más que en los errores que sin duda había cometido al terminar deprisa y corriendo el artículo que acababa de enviar por correo electrónico al Yarvil and District Gazette. Pese a lo locuaz y simpático que era en persona, le costaba reflejar su encanto en el papel.

El club de golf quedaba a sólo cuatro minutos de la plaza, un poco más allá del punto donde el pueblo acababa con un último suspiro de viejas casitas dispersas. Barry aparcó el monovolumen frente al restaurante del club, el Birdie, y se quedó un momento junto al coche mientras Mary se retocaba con el pintalabios. Agradeció el aire fresco en la cara. Mientras observaba cómo la penumbra del anochecer difuminaba los contornos del campo de golf, Barry se preguntó por qué seguía siendo socio de aquel club. El golf no se le daba bien —tenía un swing irregular y un hándicap muy alto—, y había otras cosas que reclamaban su atención, muchas. Su dolor de cabeza no hacía sino empeorar.

Mary apagó la luz del espejito de cortesía y cerró la puerta del pasajero. Barry activó el cierre automático pulsando el botón de la llave que tenía en la mano. Su mujer taconeó por el asfalto, el sistema de cierre del coche emitió un pitido y Barry se preguntó si las náuseas remitirían cuando hubiera comido algo.

De pronto, un dolor de insólita intensidad le rebanó el cerebro como una bola de demolición. Apenas notó el golpe de las rodillas contra el frío asfalto; su cráneo rebosaba fuego y sangre; el dolor era insoportable, una auténtica agonía, pero no tuvo más remedio que soportarlo, pues todavía faltaba un minuto para que perdiera la conciencia.

Mary chillaba sin parar. Unos hombres que estaban en el bar acudieron corriendo. Uno de ellos volvió a toda prisa al edificio para ver si encontraba a alguno de los médicos jubilados que frecuentaban el club. Un matrimonio conocido de Barry y Mary oyó el alboroto desde el restaurante; dejaron sus entrantes y se apresuraron a salir para ver qué podían hacer. El marido llamó al servicio de emergencias por el teléfono móvil.

La ambulancia, que tuvo que desplazarse desde la ciudad vecina de Yarvil, tardó veinticinco minutos en llegar. Para cuando la luz azul intermitente alumbró la escena, Barry yacía inmóvil en el suelo, en medio de un charco de su propio vómito; Mary estaba arrodillada a su lado, con las medias desgarradas, apretándole una mano, sollozando y susurrando su nombre.

Lunes

I

—Agárrate fuerte —dijo Miles Mollison, de pie en la cocina de una de aquellas grandes casas de Church Row.

Había esperado hasta las seis y media de la mañana para hacer la llamada, tras pasar una mala noche llena de largos períodos de vigilia interrumpidos por algunos ratos de sueño agitado. A las cuatro de la madrugada se había percatado de que su mujer también estaba despierta y se habían quedado hablando en voz baja, a oscuras. Mientras comentaban lo que habían tenido que presenciar, intentando digerir el susto y la conmoción, Miles ya había sentido un leve cosquilleo de emoción al pensar en cómo le daría la noticia a su padre. Se había propuesto esperar hasta las siete, pero el temor de que alguien se le adelantara lo había llevado a abalanzarse sobre el teléfono un poco antes de esa hora.

—¿Qué pasa? —preguntó Howard con una voz resonante y ligeramente metálica; Miles había activado el altavoz para que su mujer pudiera oír la conversación.

La bata rosa claro realzaba el marrón caoba de la piel de Samantha; aprovechando que se había levantado temprano, se había aplicado otra capa de crema autobronceadora sobre el moreno natural, ya desvaído. En la cocina se mezclaban los olores a café instantáneo y coco sintético.

—Se ha muerto Fairbrother. Cayó redondo anoche en el club de golf. Sam y yo estábamos cenando en el Birdie.

—¡¿Fairbrother?! ¡¿Muerto?! —bramó Howard.

Su entonación daba a entender que ya contemplaba que se produjera algún cambio en las circunstancias de Barry Fairbrother, pero que ni siquiera él había previsto algo tan drástico como su muerte.

—Cayó redondo en el aparcamiento —repitió Miles.

—Cielo santo. ¿Qué edad tenía? Poco más de cuarenta, ¿no? Cielo santo.

Miles y Samantha oían respirar a Howard como un caballo exhausto. Por las mañanas siempre le faltaba un poco el aliento.

—¿Qué ha sido? ¿El corazón?

—No; creen que algo del cerebro. Acompañamos a Mary al hospital y…

Pero Howard no le prestaba atención. Miles y Samantha lo oyeron hablar lejos del auricular.

—¡Barry Fairbrother! ¡Muerto! ¡Es Miles!

Miles y Samantha bebieron a sorbos sus cafés mientras aguardaban a que volviera Howard. A Samantha se le abrió ligeramente la bata cuando se sentó a la mesa de la cocina, revelando el contorno de sus grandes pechos, que descansaban sobre los antebrazos. La presión ejercida desde abajo hacía que parecieran más turgentes que cuando colgaban libremente. En la curtida piel de la parte superior del escote podía verse un abanico de pequeñas arrugas que ya no se desvanecían cuando los pechos dejaban de estar comprimidos. En su juventud había sido una gran aficionada a los rayos UVA.

—¿Qué? —dijo Howard, que volvía a estar al teléfono—. ¿Qué dices del hospital?

—Que Sam y yo fuimos al hospital en la ambulancia —contestó Miles vocalizando con claridad—. Con Mary y el cadáver.

Samantha reparó en que la segunda versión de Miles ponía énfasis en lo que podría llamarse el aspecto más comercial de la historia. Samantha no se lo reprochó. La recompensa por haber compartido aquella desagradable experiencia era el derecho a contársela a la gente. Pensó que difícilmente lo olvidaría: Mary llorando; los ojos de Barry todavía entreabiertos por encima de aquella mascarilla que parecía un bozal; Miles y ella tratando de interpretar la expresión del enfermero; el traqueteo de la abarrotada ambulancia; las ventanas oscuras; el terror.

—Santo cielo —dijo Howard por tercera vez, ignorando las preguntas que le hacía Shirley, a la que también se oía, y dedicándole a Miles toda su atención—. ¿Y dices que cayó fulminado en el aparcamiento?

—Sí —confirmó Miles—. Nada más verlo comprendí que no había nada que hacer.

Ésa fue su primera mentira, y en el momento de decirla giró ligeramente la cabeza para no mirar a su mujer. Samantha recordó cómo Miles le había puesto a Mary su gran brazo protector sobre los temblorosos hombros: «Se recuperará… se recuperará…»

«Pero, bien mirado —pensó Samantha, justificando a Miles—, ¿cómo podía uno saberlo cuando a Barry todavía estaban colocándole mascarillas y clavándole agujas?» Era evidente que estaban intentando salvarlo, y ninguno de los dos supo con certeza que no lo habían conseguido hasta que, en el hospital, una joven doctora salió para hablar con Mary. Samantha tenía grabado en la retina, con una claridad espantosa, el rostro indefenso y petrificado de Mary, y la expresión de la joven de pelo lacio con gafas y bata blanca: serena, y sin embargo un poco precavida. Era una escena muy frecuente en las series de televisión, pero cuando pasaba de verdad…

—No, qué va —iba diciendo Miles—. El jueves Gavin jugó con él al squash.

—¿Y se encontraba bien?

—Ya lo creo. Barry le dio una paliza.

—Santo cielo. Quién iba a decirlo, ¿eh? Quién iba a decirlo. Un momento, mamá quiere hablar contigo.

Se oyó un golpe sordo y un repiqueteo, y a continuación la débil voz de Shirley.

—Qué horror, Miles. ¿Estás bien?

Samantha inclinó demasiado la taza de café y el líquido se le escapó por las comisuras de la boca, resbalándole por la barbilla. Se limpió la cara y el escote con la manga. Miles había adoptado el tono que solía emplear cuando hablaba con su madre: una voz más grave de lo habitual, de «lo tengo todo controlado y no me inmuto por nada», contundente y sin rodeos. A veces, sobre todo cuando estaba borracha, Samantha imitaba las conversaciones de Miles y Shirley. «No te preocupes, mami. Tu soldadito Miles está aquí», «Eres maravilloso, cariño: tan grandote, tan valiente, tan listo». Últimamente, un par de veces Samantha había hablado así delante de otras personas, y Miles, molesto, se había puesto a la defensiva, aunque fingiera reírse. La última vez habían discutido en el coche, de regreso a casa.

—¿Y fuisteis con ella el trayecto entero hasta el hospital? —iba diciendo Shirley por el altavoz.

«No —pensó Samantha—, a mitad de camino nos hartamos y pedimos que nos dejaran bajar.»

—Era lo mínimo que podíamos hacer. Ojalá hubiéramos podido hacer algo más.

Samantha se levantó y fue hacia la tostadora.

—Estoy segura de que Mary os estará muy agradecida —dijo Shirley.

Samantha cerró de un golpe la tapa de la panera y metió bruscamente cuatro rebanadas de pan en las ranuras. La voz de Miles adoptó un tono más natural.

—Sí, bueno, cuando los médicos le dijeron… le confirmaron que estaba muerto, Mary le pidió a Sam que llamara a Colin y Tessa Wall. Esperamos a que llegaran y entonces nos marchamos.

—Bien, Mary tuvo mucha suerte de que estuvierais allí —replicó Shirley—. Papá quiere decirte algo más, Miles. Te lo paso. Ya hablaremos más tarde.

«Ya hablaremos más tarde», repitió Samantha dirigiéndose al hervidor y moviendo burlonamente la cabeza. En su distorsionado reflejo se apreciaba que tenía la cara hinchada por haber dormido poco y los ojos castaños enrojecidos. Con las prisas por oír el relato de su marido, se había aplicado el bronceador artificial con descuido y se le había metido un poco entre las pestañas.

—¿Por qué no os pasáis un momento esta tarde? —preguntó Howard con su voz tonante—. No, espera. Dice mamá que jugamos al bridge con los Bulgen. Venid mañana a cenar. Sobre las siete.

—Déjame ver —repuso Miles, y miró a Samantha—. No sé si Sam tiene algo mañana.

Su mujer no le indicó si quería ir o no. Miles colgó y una extraña sensación de anticlímax se extendió por la cocina.

—No se lo podían creer —dijo, como si Samantha no lo hubiera oído todo.

Tomaron las tostadas y otra taza de café en silencio. La irritabilidad de Samantha fue disipándose a medida que masticaba. Recordó que de madrugada se había despertado sobresaltada en el dormitorio a oscuras, y que había sentido una gratitud y un alivio absurdos al notar a Miles a su lado, grandote y barrigón, oliendo a vetiver y a sudor. Luego imaginó que estaba en la tienda contándoles a las clientas que un hombre había caído fulminado delante de ella y que lo había acompañado al hospital. Pensó en diferentes formas de describir diversos detalles del trayecto, y en la escena culminante con la doctora. La juventud de aquella mujer tan dueña de sí había hecho que todo resultara aún peor. La persona encargada de dar una noticia así debería ser alguien de más edad. Entonces se animó un poco al recordar que esa mañana tenía una cita con el representante de Champêtre; por teléfono había estado muy zalamero.

—Más vale que espabile —dijo Miles, y se terminó la taza de café mirando cómo el cielo clareaba al otro lado de la ventana. Lanzó un hondo suspiro y le dio unas palmaditas en el hombro a su mujer al pasar para meter el plato y la taza en el lavavajillas—. Madre mía, esto les da otra dimensión a las cosas, ¿no te parece?

Y salió de la cocina negando con la cabeza de pelo entrecano cortado al rape.

A veces Samantha lo encontraba ridículo y, cada día más, aburrido. Con todo, en ocasiones le gustaba su pomposidad, de la misma manera que le gustaba usar sombrero cuando lo exigían las circunstancias. Al fin y al cabo, esa mañana lo apropiado era ponerse solemne y un poco trascendental. Se terminó la tostada y recogió las cosas del desayuno mientras pulía mentalmente la historia que pensaba contarle a su ayudante.

II

—Se ha muerto Barry Fairbrother —resolló Ruth Price.

Había subido casi a la carrera por el sendero del jardín para estar unos minutos más con su marido antes de que él se marchara al trabajo. No se detuvo en el recibidor para quitarse el abrigo, sino que, con la bufanda todavía al cuello y los guantes puestos, irrumpió en la cocina, donde Simon y los hijos adolescentes de ambos estaban desayunando.

Su marido se quedó inmóvil, con un trozo de tostada camino de la boca, y luego bajó la mano con lentitud teatral. Los dos chicos, ambos con el uniforme escolar, miraron alternativamente a su padre y su madre con moderado interés.

—Creen que ha sido un aneurisma —continuó Ruth, jadeando un poco todavía, mientras se quitaba los guantes tirando de la punta de cada dedo, se desenrollaba la bufanda y se desabrochaba el abrigo. Era una mujer morena y delgada, con ojos tristes de párpados gruesos; el azul intenso del uniforme de enfermera le sentaba bien—. Cayó fulminado en el club de golf. Lo trajeron Sam y Miles Mollison, y más tarde llegaron Colin y Tessa Wall…

Salió como una flecha al recibidor, donde colgó sus cosas, y volvió a tiempo para contestar la pregunta que Simon le había gritado:

—¿Qué es «una neurisma»?

—Un aneurisma. La ruptura de una arteria del cerebro.

Fue hacia el hervidor, lo encendió y, sin parar de hablar, empezó a recoger las migas que había en la encimera alrededor de la tostadora.

—Debe de haber sufrido una hemorragia cerebral masiva. Su pobre mujer… Está completamente destrozada.

Acongojada, Ruth se quedó un momento mirando por la ventana de la cocina y contempló la blancura crujiente del césped, cubierto por una costra de escarcha; la abadía, al otro lado del valle, ruinosa y desnuda, destacaba contra un desvaído cielo rosa grisáceo; la vista panorámica era lo mejor de Hilltop House. Pagford, que por la noche no era más que un puñado de luces parpadeantes en el fondo de una oscura hondonada, surgía a la fría luz de la mañana. Pero Ruth no veía nada de todo eso: seguía mentalmente en el hospital, viendo salir a Mary de la habitación donde yacía Barry, al que ya habían retirado los inútiles instrumentos de reanimación. La compasión de Ruth Price fluía más copiosa y sinceramente por aquellos con quienes, de un modo u otro, se identificaba. Había oído gemir a Mary —«No, no, no, no»—, y esa negación instintiva resonaba en su cabeza, porque le había dado la ocasión de imaginarse a sí misma en una situación idéntica.

Abrumada por esa idea, se dio la vuelta y miró a Simon. Aún conservaba una buena mata de pelo castaño claro, estaba casi tan delgado como cuando tenía veinte años, y las arrugas de las comisuras de sus ojos resultaban atractivas; pero desde que Ruth, tras una larga interrupción, había vuelto a trabajar de enfermera, era otra vez consciente del sinfín de disfunciones que podían afectar al cuerpo humano. Si bien de joven no era tan aprensiva, ahora consideraba que todos tenían mucha suerte de seguir con vida.

—¿Y no han podido hacer nada por él? —preguntó Simon—. ¿Por qué no le han taponado la vena?

Parecía frustrado, como si los profesionales de la sanidad, una vez más, la hubieran pifiado negándose a hacer lo que era obvio que había que hacer.

Andrew se estremeció con salvaje placer. Últimamente había notado que su padre acostumbraba a contrarrestar el empleo de términos médicos de su madre con comentarios burdos e ignorantes. «¿Hemorragia cerebral? Se tapona la vena.» Su madre no se daba cuenta de lo que se proponía su padre. No se enteraba de nada. Andrew siguió comiendo los Weetabix y ardiendo de odio.

—Cuando nos lo trajeron ya era demasiado tarde —explicó Ruth mientras metía unas bolsitas de té en la tetera—. Murió en la ambulancia, justo antes de llegar al hospital.

—Joder —dijo Simon—. ¿Qué tenía, cuarenta?

Pero Ruth se había distraído.

—Paul, tienes el pelo muy enmarañado por detrás. ¿Te has peinado?

Sacó un cepillo de su bolso y se lo tendió a su hijo menor.

—¿Así de golpe, sin ningún aviso? —preguntó Simon mientras Paul hincaba el cepillo en su tupida pelambrera.

—Por lo visto llevaba un par de días con dolor de cabeza.

—Ah, ya —dijo Simon masticando su tostada—. ¿Y no le hizo caso?

—No, no le dio importancia.

Simon tragó lo que tenía en la boca.

—No me extraña —dijo con solemnidad—. Hay que cuidarse.

«Qué inteligente —pensó Andrew con furioso desdén—; qué profundo.» Como si Barry Fairbrother tuviera la culpa de que le hubiera explotado el cerebro. «Engreído de mierda», le espetó Andrew a su padre en su imaginación.

Simon apuntó a su hijo mayor con el cuchillo y dijo:

—Y, por cierto, nuestro amigo Carapizza ya se está buscando un trabajo.

Ruth, sobresaltada, miró a su hijo. El acné de Andrew resaltaba, morado y brillante, en sus mejillas encendidas, mientras clavaba la vista en la papilla beige del cuenco.

—Sí —continuó Simon—. Este vago de mierda va a empezar a ganar dinero. Si quiere fumar, que se lo pague de su sueldo. Se acabó la paga semanal.

—¡Andrew! —exclamó Ruth con voz lastimera—. No me digas que has…

—Ya lo creo. Lo he pillado en la leñera —la interrumpió Simon. La expresión de su cara reflejaba puro desprecio.

—¡Andrew!

—No vamos a darte ni un penique más. Si quieres cigarrillos, te los compras —insistió Simon.

—Pero si dijimos… —gimoteó Ruth—, dijimos que como se acercaban los exámenes…

—A juzgar por cómo la ha cagado en los de práctica, será un milagro que apruebe. Más vale que empiece pronto en un McDonald’s y coja un poco de experiencia. —Simon se levantó y acercó la silla a la mesa, deleitándose con la estampa de un Andrew cabizbajo, la cara cubierta de oscuros granos—. Y no cuentes con nosotros para volver a examinarte, amiguito. O apruebas a la primera, o nada.

—¡Oh, Simon! —se lamentó Ruth con marcado tono de reproche.

—¡¿Qué?!

Simon dio dos pasos hacia su mujer, pisando fuerte. Ruth retrocedió y se apoyó en el fregadero. A Paul se le cayó de la mano el cepillo rosa de plástico.

—¡No pienso financiar los vicios de este capullo! Menudo morro. ¡¿Cómo se atreve a fumar en mi cobertizo?! —Simon se dio un golpe sordo en el pecho para enfatizar el «mi», haciendo estremecer a Ruth—. Yo llevaba un sueldo a casa cuando tenía la edad de este mierdecilla. Si quiere cigarrillos, que se los pague, ¿vale? ¡¿Vale?! —Tenía el cuello estirado y la cara a un palmo de la de Ruth.

—De acuerdo, Simon —musitó ella.

Andrew estaba muerto de miedo. Sólo diez días atrás se había hecho una promesa: ¿habría llegado ya el momento? ¿Tan pronto? Pero su padre se apartó de su madre, salió de la cocina y fue hacia el recibidor. Ruth, Andrew y Paul se quedaron quietos; como si hubieran prometido no moverse durante su ausencia.

—¡¿Has llenado el depósito?! —gritó Simon como hacía siempre que su mujer volvía de una guardia nocturna.

—Sí —contestó ella, esforzándose por aparentar alegría y normalidad.

La puerta de la calle chirrió y se cerró con estruendo.

Ruth se entretuvo con la tetera, a la espera de que la tensión del ambiente volviera a sus valores habituales. Guardó silencio hasta que Andrew se dispuso a ir a lavarse los dientes.

—Se preocupa por ti, Andrew. Por tu salud.

«Y una puta mierda. Cabrón.»

En su imaginación, Andrew era tan ordinario como Simon. En su imaginación, podía pelear con Simon en igualdad de condiciones.

En voz alta, le dijo a su madre:

—Sí. Ya.

III

Evertree Crescent era una calle en forma de media luna con casitas modestas de una sola planta construidas en los años treinta, a dos minutos de la plaza principal de Pagford. En el número 36, la casa que llevaba más tiempo habitada por los mismos inquilinos, Shirley Mollison, sentada en la cama y recostada sobre varias almohadas, bebía el té que le había llevado su marido. El reflejo que le devolvían las puertas de espejo del armario empotrado tenía un perfil difuso, debido en parte a que Shirley no llevaba puestas las gafas, y en parte a la luz tenue que proyectaban en la habitación las cortinas con estampado de rosas. Bajo esa luz brumosa y favorecedora, su rostro de tez clara con hoyuelos bajo un pelo corto y plateado adquiría un aire angelical.

El dormitorio tenía cabida justa para la cama individual de Shirley y la de matrimonio de Howard, apretujadas una contra otra como dos gemelas no idénticas. El colchón de Howard, que todavía conservaba su descomunal huella, estaba vacío. El chorro de la ducha se oía desde donde Shirley, sentada frente a su rosado reflejo, saboreaba la noticia que parecía flotar todavía en el ambiente, burbujeante como el champán.

Barry Fairbrother estaba muerto. Fiambre. Había estirado la pata. Ningún acontecimiento de importancia nacional, ninguna guerra, ningún desplome de la Bolsa, ningún atentado terrorista podría haber suscitado en Shirley el sobrecogimiento, el ávido interés y la febril especulación que en ese momento la consumían.

Siempre había odiado a Barry Fairbrother. Ella y su marido, por lo general en sintonía en todas sus amistades y enemistades, discrepaban un poco en este caso. Más de una vez, Howard había reconocido que encontraba divertido a aquel hombrecito con barba que siempre se encaraba con él, sin tregua, al otro lado de las largas y deterioradas mesas del centro parroquial de Pagford; Shirley, en cambio, no hacía distinciones entre lo político y lo personal. Barry se había enfrentado a Howard y le había impedido realizar la gran misión de su vida, y eso convertía a Barry Fairbrother en un enemigo a muerte.

La lealtad a su marido era la razón primordial, pero no la única, de la profunda antipatía que sentía Shirley. Sus instintos respecto a las personas estaban afinados en una única dirección, como los de un perro adiestrado para descubrir narcóticos. Siempre estaba alerta por si detectaba prepotencia, y su olfato la había detectado mucho tiempo atrás en la actitud de Barry Fairbrother y sus compinches del concejo parroquial. Los Fairbrother de este mundo daban por hecho que su formación universitaria los hacía mejores que las personas como ella y Howard, y que sus opiniones tenían más peso. Pues bien, ese día su arrogancia había recibido un buen golpe. La muerte repentina de Barry reafirmaba a Shirley en su fuerte convicción de que, pensaran lo que pensasen él y sus partidarios, Fairbrother pertenecía a una clase más baja y más débil que la de su marido, quien, además de sus diversas virtudes, había conseguido sobrevivir a un infarto hacía siete años.

(Ni por un instante había temido Shirley que su Howard fuera a morir, ni siquiera mientras estaba en el quirófano. Para Shirley, la presencia de Howard en la Tierra era algo que se daba por sentado, como la luz del Sol o el oxígeno. Así lo había explicado después, cuando sus amigos y vecinos hablaban de milagros y comentaban lo afortunados que eran por tener la unidad de Cardiología tan cerca, en Yarvil, y lo terriblemente preocupada que debía de estar ella. «Siempre supe que lo superaría —había dicho Shirley, impasible y serena—. Nunca tuve la menor duda.» Y allí lo tenía, vivito y coleando, y a Fairbrother en el depósito de cadáveres. Desde luego, quién iba a decirlo.)

La euforia de esa mañana trajo a la memoria de Shirley el día posterior al nacimiento de su hijo Miles. Años atrás, se encontraba sentada en la cama, exactamente como en ese momento, con el sol entrando a raudales por la ventana de la sala del hospital y con una taza de té que alguien le había preparado, esperando a que le llevaran a su precioso recién nacido para amamantarlo. Ante un nacimiento y ante una muerte tenía la misma conciencia de que la existencia pasaba a un plano más elevado y de que aumentaba su propia importancia. La noticia del fallecimiento repentino de Barry Fairbrother reposaba en su regazo como un rollizo recién nacido para que todas sus amistades se regodearan; y Shirley sería la fuente, porque había sido la primera, o casi, en recibir la noticia.

El placer que espumeaba y burbujeaba en su interior no se había hecho patente mientras Howard se encontraba en la habitación. Se habían limitado a los comentarios de rigor ante una muerte inesperada, y luego él había ido a ducharse. Como es lógico, Shirley sabía que, mientras intercambiaban tópicos como quien desliza las cuentas de un ábaco, Howard seguramente estaba tan extasiado como ella; pero expresar esos sentimientos en voz alta, siendo tan reciente la noticia de la defunción, habría equivalido a bailar desnudos y gritando obscenidades, y Howard y Shirley llevaban puesta una invisible capa de decoro de la que jamás se desprendían.

De pronto, Shirley tuvo otra feliz ocurrencia. Dejó la taza y el platillo en la mesilla de noche, se levantó de la cama, se puso la bata de chenilla y las gafas y recorrió el pasillo con paso suave hasta la puerta del cuarto de baño. Llamó con los nudillos.

—¿Howard?

Le contestó un murmullo interrogativo por encima del tamborileo del chorro de la ducha.

—¿Crees que debo poner algo en la página web? ¿Sobre Fairbrother?

—Buena idea —respondió él a través de la puerta, tras pensarlo un momento—. Una idea excelente.

Así pues, Shirley se dirigió al estudio. En otra época había sido el dormitorio más pequeño de la casa; hacía ya mucho que lo había dejado libre su hija Patricia, que se había marchado a Londres y a la que raramente mencionaban.

Shirley estaba sumamente orgullosa de lo bien que se manejaba con internet. Diez años atrás había asistido a clases nocturnas en Yarvil, donde era una de las alumnas de mayor edad y la más lenta. Con todo, había perseverado, pues estaba decidida a ser la administradora de la flamante web del Concejo Parroquial de Pagford. Entró en internet y abrió la página de inicio.

La breve declaración surgió con tanta fluidez que parecía que los dedos de Shirley la estuvieran redactando por su cuenta:

Concejal Barry Fairbrother

Lamentamos anunciar el fallecimiento del concejal Barry Fairbrother. Acompañamos en el sentimiento a su familia en estos momentos difíciles.

Leyó atentamente lo que había escrito, pulsó enter y vio aparecer el mensaje en el foro.

La reina había ordenado poner la bandera a media asta en el palacio de Buckingham cuando falleció la princesa Diana, y su majestad ocupaba un lugar muy especial en la vida interior de Shirley. Mientras contemplaba el mensaje que acababa de publicar en la página web, se sintió satisfecha y feliz por haber hecho lo que correspondía. Había que aprender de los mejores.

Navegó desde el foro del concejo hasta su página médica favorita y, tecleando concienzudamente, introdujo «cerebro» y «muerte» en el cuadro de búsqueda.

Aparecieron multitud de sugerencias. Shirley repasó todas las posibilidades, paseando su suave mirada arriba y abajo, preguntándose a cuál de todas esas afecciones mortales, algunas impronunciables, debía su actual felicidad. Shirley era voluntaria de hospital y desde que prestaba sus servicios en el South West General se había despertado en ella cierto interés por temas médicos; en ocasiones incluso ofrecía diagnósticos a sus amigas.

Pero esa mañana no se concentró en palabras largas ni en sintomatologías: su pensamiento divagó hacia cómo seguir divulgando la noticia, y empezó a componer y reorganizar mentalmente una lista de números de teléfono. Se preguntó si Aubrey y Julia se habrían enterado, y qué dirían; y si Howard le dejaría contárselo a Maureen o se reservaría para él ese placer.

Era todo muy, muy emocionante.

IV

Andrew Price cerró la puerta de la casita blanca y bajó detrás de su hermano pequeño por el empinado sendero del jardín, crujiente de escarcha, que conducía hasta una fría cancela metálica que había en el seto y el camino que allí empezaba. Ninguno de los dos se molestó en contemplar la vista que se extendía más abajo: el diminuto pueblo de Pagford recogido en una hondonada entre tres colinas, una de ellas coronada por las ruinas de una abadía del siglo XII. Un riachuelo serpenteaba bordeando esa colina y pasaba por el pueblo, donde lo cruzaba un puente de piedra que parecía de juguete. Para los hermanos, esa escena era tan sosa como un telón de fondo sin relieve; Andrew detestaba que, en las raras ocasiones en que la familia tenía invitados, su padre se atribuyera el mérito de todo aquello, como si él mismo lo hubiera diseñado y construido. Hacía poco, Andrew había llegado a la conclusión de que prefería un paisaje de asfalto, ventanas rotas y graffiti; soñaba con Londres y con una vida de verdad.

Los hermanos marcharon hasta el final del camino y se detuvieron en el cruce, donde éste se unía a una carretera más ancha. Andrew metió una mano en el seto, hurgó y sacó un paquete mediado de Benson & Hedges y una caja de cerillas un poco húmeda. Tras varios intentos frustrados, pues las cabezas de las cerillas se desmenuzaban al frotarlas contra la banda rugosa, consiguió encender una. Dio dos o tres caladas profundas, y entonces el gruñido del motor del autobús escolar rompió el silencio. Andrew separó con cuidado el ascua del cigarrillo y guardó el resto en el paquete.

El autobús siempre iba bastante lleno cuando llegaba al cruce de Hilltop House, porque ya había pasado por las granjas y casas más alejadas del pueblo. Los hermanos se sentaron separados, como de costumbre; ocuparon cada uno un asiento doble y se pusieron a mirar por la ventanilla mientras el autobús descendía hacia Pagford con gran estrépito y fuertes sacudidas.

Al pie de la colina había una casa erigida en un jardín con forma de cuña. Los cuatro hijos de los Fairbrother solían esperar fuera, frente a la cancela, pero ese día no había nadie allí. Todas las cortinas estaban corridas. Andrew se preguntó si lo normal cuando moría alguien era quedarse sentado a oscuras.

Unas semanas atrás, Andrew se había morreado con Niamh Fairbrother, una de las hijas gemelas de Barry, en la discoteca que habían montado en el salón de actos del instituto. Después de aquello, ella había mostrado la desagradable tendencia a seguirlo a todas partes. Los padres de Andrew apenas conocían a los Fairbrother; Simon y Ruth casi no tenían amigos, pero parecían sentir cierta simpatía por Barry, quien dirigía una minúscula sucursal bancaria, la única que quedaba en Pagford. El apellido Fairbrother había aparecido a menudo relacionado con asuntos como el concejo parroquial, las funciones teatrales del ayuntamiento o la competición parroquial. Todas eran cosas por las que Andrew no tenía ningún interés y en las que sus padres nunca se habían implicado mucho, salvo por alguna que otra aportación económica o algún número de rifa.

Mientras el autobús torcía a la izquierda y descendía lentamente por Church Row, dejando atrás las grandes mansiones victorianas dispuestas en hileras escalonadas, Andrew se permitió una pequeña fantasía en la que su padre moría tras recibir el disparo de un francotirador invisible. Se imaginó dándole palmaditas en la espalda a su desconsolada madre mientras él mismo telefoneaba a la funeraria. Con un cigarrillo en los labios, encargaba el ataúd más barato del catálogo.

Los tres hijos de los Jawanda —Jaswant, Sukhvinder y Rajpal— subieron al autobús al final de Church Row. Andrew había elegido un asiento que tenía otro vacío delante, y confiaba en que Sukhvinder se sentara en él, no porque le interesara (el mejor amigo de Andrew, Fats, la llamaba «la morsa tetuda»), sino porque ella casi siempre se sentaba al lado de Sukhvinder. Y quizá debido a que esa mañana sus poderes telepáticos eran especialmente poderosos, Sukhvinder decidió sentarse, efectivamente, en el asiento de delante de Andrew. Radiante de alegría, él se quedó mirando sin ver por la sucia ventanilla, y se acercó la mochila un poco más al cuerpo para ocultar la erección provocada por la fuerte vibración del autobús.

La expectación aumentaba con cada nuevo traqueteo a medida que el vehículo, torpe y pesado, avanzaba por las estrechas calles, doblaba la curva cerrada que conducía a la plaza del pueblo y se dirigía hacia el cruce con la calle de ella.

Andrew jamás había sentido un interés tan fuerte por una chica. Había llegado hacía poco, en una época del año muy extraña para cambiar de instituto, el último trimestre del curso de GCSE. Se llamaba Gaia, un nombre muy adecuado, porque él nunca lo había oído y ella era algo absolutamente novedoso. Había subido al autobús una mañana, como una sencilla afirmación de las sublimes alturas que puede alcanzar la naturaleza, y se había sentado dos asientos por delante de Andrew, que se quedó paralizado por la perfección de sus hombros y su nuca.

El pelo, castaño cobrizo, formaba ondas largas y sueltas que le llegaban justo por debajo de los omóplatos; la nariz, corta, estrecha y recta, realzaba la provocativa carnosidad de sus pálidos labios; los ojos, separados y con pestañas espesas, eran de un color avellana verdoso, muy moteados, como una manzana reineta. Andrew nunca la había visto maquillada, y ni un solo grano ni una sola imperfección le estropeaban la piel. Su rostro era una síntesis de simetría perfecta y proporción insólita; Andrew podría haberse pasado horas contemplándolo, tratando de descubrir de dónde surgía la fascinación que provocaba. La semana anterior había vuelto a casa tras una clase de dos horas de biología en la que, gracias a una providencial distribución aleatoria de mesas y cabezas, había podido observarla casi sin interrupción. Ya a salvo en su dormitorio, había escrito (después de masturbarse y quedarse media hora mirando fijamente la pared): «La belleza es geometría.» Había roto la hoja de inmediato, y se sentía ridículo cada vez que lo recordaba; sin embargo, había algo de verdad en esa frase. La hermosura de aquella chica radicaba en pequeños ajustes a un patrón de los que resultaba una armonía impresionante.

Llegaría en cualquier momento, y si se sentaba al lado de la sosa y malhumorada Sukhvinder, como solía hacer, estaría lo bastante cerca como para percibir el olor a nicotina de Andrew. A él le gustaba ver cómo los objetos inanimados reaccionaban al cuerpo de ella; le gustaba ver cómo el asiento del autobús cedía un poco cuando ella se dejaba caer sobre él, y cómo aquella melena de un dorado cobrizo se curvaba sobre la barra metálica del respaldo.

Cuando el conductor redujo la velocidad, Andrew desvió la mirada de la puerta y fingió estar absorto en sus pensamientos; se volvería cuando ella subiera, como si acabara de percatarse de que se habían detenido; se mirarían y seguramente se saludarían con un movimiento de cabeza. Aguardó a oír cómo se abrían las puertas, pero el suave zumbido del motor no se vio interrumpido por el habitual chasquido del mecanismo de apertura.

Andrew lanzó una ojeada y sólo vio Hope Street, corta, estrecha y deteriorada, formada por dos hileras de casitas adosadas. El conductor se había inclinado hacia el lado de la puerta para asegurarse de que ella no se acercaba. Andrew habría querido decirle que esperara, porque la semana anterior ella había salido deprisa de una de aquellas casitas y había echado a correr por la acera (Andrew pudo mirar, porque todos estaban mirando), y verla correr había bastado para tenerlo entretenido durante horas; pero el conductor asió el enorme volante y el autobús se puso en marcha de nuevo. Andrew siguió contemplando la sucia ventanilla y sintió una punzada en el corazón y en los testículos.

V

En otros tiempos, las casitas adosadas de Hope Street habían sido viviendas de obreros. Gavin Hughes estaba afeitándose, despacio y con una minuciosidad innecesaria, en el cuarto de baño del número 10. Era tan rubio y su barba era tan escasa que en realidad sólo necesitaba afeitarse dos veces a la semana; pero aquel cuarto de baño frío y un tanto mugriento era el único lugar de la casa donde podía refugiarse. Si se entretenía allí hasta las ocho, podría decir sin faltar a la verdad que debía marcharse inmediatamente al trabajo. Lo aterrorizaba tener que hablar con Kay.

La noche anterior había conseguido atajar una discusión iniciando el polvo más prolongado y lleno de inventiva que habían echado desde los primeros tiempos de su relación. Kay había reaccionado de inmediato y con un entusiasmo desconcertante: pasaba de una postura a otra; levantaba las robustas piernas para hacerle sitio; se contorsionaba como una acróbata eslava (y ciertamente lo parecía, con su piel aceitunada y su cortísimo pelo negro). Gavin tardó demasiado en comprender que ella interpretaba aquel inusitado acto de reafirmación como una confesión tácita de las cosas que él estaba decidido a callar. Y lo besaba con avidez. En los inicios de la relación, él había encontrado eróticos aquellos besos húmedos e intrusivos, pero ahora le resultaban vagamente repugnantes. A Gavin le costó lo suyo correrse, pues el horror que le producía lo que había puesto en marcha amenazaba todo el rato con aflojarle la erección. Hasta eso operaba en su contra, pues ella pareció interpretar su excepcional aguante como una exhibición de virtuosismo.

Cuando por fin hubo acabado todo, Kay se acurrucó contra él en la oscuridad y le acarició el pelo un rato. Abatido, Gavin se quedó mirando el vacío, consciente de que sus confusos planes para aflojar lazos no habían servido de nada, más bien, involuntariamente, los habían estrechado. Kay se había dormido, y él se había quedado acostado con un brazo atrapado bajo aquel cuerpo, con la sábana húmeda incómodamente adherida al muslo, sobre un colchón lleno de bultos y con muelles viejos, lamentando no tener el valor de ser un capullo, largarse de allí y desaparecer para siempre.

El cuarto de baño de Kay olía a moho y esponjas húmedas. Había pelos adheridos a uno de los lados de la pequeña bañera. La pintura de las paredes estaba desconchada.

—Necesita algunos arreglillos —había comentado Kay.

Gavin se había cuidado mucho de ofrecerle ayuda. Las cosas que no le había dicho eran su talismán y su salvaguarda; las ensartaba mentalmente e iba pasándolas como cuentas de un rosario. Nunca le había hablado de amor. Nunca le había hablado de matrimonio. Nunca le había pedido que se mudara a Pagford. Sin embargo, allí estaba ella y, aunque Gavin no supiera explicárselo, lo hacía sentirse responsable.

Ahora, el reflejo de su rostro lo miraba fijamente desde el espejo desazogado. Tenía ojeras y el pelo, rubio y no muy espeso, reseco y encrespado. La bombilla desnuda que colgaba del techo iluminaba con crueldad forense su cara de chivo cansado.

«Treinta y cuatro años —pensó—, y aparento por lo menos cuarenta.»

Levantó la maquinilla de afeitar y segó con delicadeza los dos gruesos pelos rubios que crecían a ambos lados de su prominente nuez.

Golpes en la puerta del cuarto de baño. Gavin dio un respingo; se le fue la mano y la sangre que brotó en su delgado cuello le salpicó la camisa blanca.

—¡Tu novio todavía no ha salido del cuarto de baño y yo voy a llegar tarde! —gritó una furiosa voz femenina.

—¡Ya voy! —gritó Gavin a su vez.

El corte le dolía, pero ¿qué más daba? Acababan de brindarle la excusa que necesitaba: «Mira lo que me ha hecho hacer tu hija. Ahora tendré que pasar por casa a cambiarme de camisa antes de ir al trabajo.» Casi de buen humor, cogió la chaqueta y la corbata que había colgado en el gancho y abrió la puerta.

Gaia pasó a su lado, cerró de un portazo y echó el cerrojo. Fuera, en el reducido rellano, donde apestaba a goma quemada, Gavin recordó los crujidos de la barata cama de pino de la noche anterior, el golpeteo del cabecero contra la pared, los gemidos y gritos de Kay. A veces era fácil olvidar que su hija estaba en la casa.

Bajó apresuradamente la escalera sin enmoquetar. Kay le había comentado que pensaba lijarla y barnizarla, pero, a juzgar por lo abandonado que tenía su piso de Londres, dudaba mucho que llegara a hacerlo. En realidad, estaba convencido de que ella confiaba en irse a vivir con él en un futuro no muy lejano, pero no iba a permitirlo; ése era su último baluarte, y allí, llegado el caso, opondría resistencia.

—Pero ¡¿qué te has hecho?! —chilló Kay al ver la sangre en la camisa de Gavin. Llevaba un kimono rojo barato que a él no le gustaba, pero que le sentaba tan bien…

—Gaia se ha puesto a golpear la puerta, me ha dado un susto y me he cortado. Tendré que ir a casa a cambiarme.

—Pero ¡si te he preparado el desayuno! —se apresuró a decir ella.

Entonces Gavin comprendió que no olía a goma quemada, sino a huevos revueltos. Unos huevos anémicos y demasiado hechos.

—No puedo, Kay. Tengo que cambiarme de camisa. Tengo una…

Pero ella ya había empezado a servir cucharadas de aquella masa grumosa en los platos.

—Cinco minutos. Seguro que puedes…

El teléfono móvil, que Gavin tenía en el bolsillo de la chaqueta, emitió un fuerte zumbido. Lo sacó y se preguntó si se atrevería a fingir que era un mensaje urgente.

—Dios mío —dijo, sinceramente horrorizado.

—¿Qué pasa?

—Barry. ¡Barry Fairbrother! Se ha… ¡hostia!, se ha… ¡se ha muerto! Es un mensaje de Miles, ¡joder, qué fuerte!

Kay dejó la cuchara de madera.

—¿Quién es Barry Fairbrother?

—Juego al squash con él. ¡Sólo tiene cuarenta y cuatro años! ¡Dios!

Releyó el mensaje de texto. Kay lo miraba desconcertada. Sabía que Miles era el socio de Gavin en el bufete, pero nunca los habían presentado. Para ella, Barry Fairbrother no era más que un nombre.

Se oyó un fuerte estrépito en la escalera: Gaia bajaba a toda prisa.

—Huevos —constató, asomándose por la puerta de la cocina—. Como los que no me preparas a mí todas las mañanas. Y gracias a éste —añadió, dirigiendo una mirada asesina a la nuca de Gavin—, seguramente he perdido el maldito autobús.

—¡Mira, si no hubieras pasado horas peinándote…! —le gritó Kay a la espalda de su hija, que no le contestó, sino que se precipitó por el pasillo, con la mochila rebotando contra las paredes, y cerró de un portazo al salir a la calle.

—Tengo que irme, Kay —dijo Gavin.

—Pero ¡si ya están listos! Come un poco antes de…

—Tengo que cambiarme de camisa. Mierda, además le hice el testamento a Barry, tendré que buscarlo. No, lo siento, he de marcharme. Es increíble —añadió, releyendo una vez más el mensaje de Miles—. No me lo puedo creer, el jueves pasado jugamos al squash. No puedo… ¡Dios!

Había muerto un hombre; Kay no podía decir nada sin quedar mal. Gavin le dio un beso rápido en los labios que ella no le devolvió y se retiró por el estrecho y oscuro pasillo.

—¿Nos vere…?

—¡Ya te llamaré más tarde! —la interrumpió él, fingiendo no haberla oído.

Cruzó la calle hacia su coche, a buen paso, aspirando el aire frío de la mañana y sujetando mentalmente la noticia de la muerte de Barry como quien sujeta una ampolla de líquido volátil que no se atreve a agitar. Al girar la llave en el contacto, se imaginó a las hijas gemelas de Barry tumbadas boca abajo en sus literas, llorando. Las había visto así, una cama encima de la otra, jugando con sus respectivas nintendos, al pasar por delante de la puerta de su dormitorio la última vez que lo habían invitado a cenar.

Los Fairbrother eran la pareja más unida que conocía. Ya no volverían a invitarlo. Siempre le decía a Barry que era muy afortunado. Pues bien, por lo visto no lo era tanto.

Alguien caminaba por la acera hacia él; temiendo que fuera Gaia, con la intención de abroncarlo o pedirle que la llevara al instituto, dio marcha atrás demasiado bruscamente y golpeó el coche que tenía detrás: el viejo Vauxhall Corsa de Kay. El transeúnte llegó a la altura de su ventanilla, y resultó ser una anciana escuálida y renqueante con pantuflas. Sudoroso, Gavin maniobró hasta salir del estacionamiento. Al acelerar, miró por el retrovisor y vio a Gaia entrando otra vez en casa de Kay.

Le costaba respirar hondo y notaba una fuerte presión en el pecho. Hasta ese momento no había sido consciente de que Barry Fairbrother era su mejor amigo.

VI

El autobús escolar había llegado a los Prados, una urbanización que se extendía desordenadamente a las afueras de Yarvil. Casas grises y sucias, algunas con iniciales y obscenidades pintarrajeadas con espray; alguna que otra ventana cegada con tablones; antenas parabólicas y hierba sin cortar… Nada de todo aquello era más digno de la atención de Andrew que la abadía en ruinas de Pagford, recubierta de reluciente escarcha. En otros tiempos, a Andrew le habían intrigado e intimidado los Prados, pero la costumbre los había convertido en algo normal y corriente.

Por las aceras pululaban niños y adolescentes camino del instituto, muchos con camiseta de manga corta pese al frío. Andrew divisó a Krystal Weedon, una alumna que, por su apellido, era objeto de bromas y chanzas.[1] Iba caminando con desenvoltura, riendo a carcajadas, en medio de un grupo de adolescentes de ambos sexos. Lucía múltiples pendientes en las orejas, y la tira del tanga asomaba por los pantalones de chándal, que llevaba caídos. Andrew la conocía desde primaria, y aparecía en muchos de los recuerdos más memorables de su infancia. Se habían burlado de su apellido, pero en lugar de llorar, como habrían hecho la mayoría de las niñas, con solamente cinco años Krystal había aguantado con estoicismo mientras los otros niños reían socarrones y le gritaban: «¡Se ha hecho pipí! ¡Krystal se ha hecho pipí!» Una vez se bajó las bragas en medio de la clase y simuló orinar. Andrew conservaba un vívido recuerdo de su vulva rosácea; fue como si se les hubiera aparecido Papá Noel, y recordaba a la señorita Oates, con las mejillas muy coloradas, obligando a Krystal a salir del aula.

A los doce años, cuando ya iba al instituto y se había convertido en la niña más desarrollada de su curso, un día Krystal se había entretenido más de la cuenta en el fondo de la clase, adonde los alumnos debían llevar las hojas de ejercicios de matemáticas cuando los terminaban para dejarlas y coger la siguiente hoja de la serie. Andrew (siempre de los últimos en terminar los problemas de matemáticas) no tenía ni idea de cómo se había iniciado aquello, pero llegó a las cajas de plástico que contenían las hojas de ejercicios, pulcramente alineadas en lo alto de los armarios del fondo, y encontró a Rob Calder y Mark Richards turnándose para coger los pechos de Krystal en el hueco de sus manos y apretárselos. Los otros chicos los miraban boquiabiertos, electrizados, manteniendo en alto los libros de texto para que el profesor no pudiera verles la cara; mientras que las niñas, rojas como tomates, simulaban no ver nada. Andrew comprendió que a la mitad de los niños ya les había tocado su turno, y que todos esperaban que él aprovechara el suyo. Quería hacerlo y no quería. No eran los pechos de Krystal lo que le daba miedo, sino su expresión de desafío e insolencia; lo que le daba miedo era hacerlo mal. Cuando el profesor Simmonds, un individuo despistado e incompetente, levantó por fin la cabeza y dijo: «¿Qué haces ahí tanto rato, Krystal? Coge una hoja y siéntate», Andrew sintió un alivio casi total.

Si bien hacía mucho que estaban en grupos diferentes, todavía pertenecían a la misma clase, y por eso Andrew sabía que Krystal faltaba a menudo y casi siempre estaba metida en algún lío. No le temía a nada, igual que los chicos que iban con tatuajes que se hacían ellos mismos, o con un labio partido, o fumando, o contando historias de enfrentamientos con la policía, consumo de drogas y sexo fácil.

El Instituto de Enseñanza Secundaria Winterdown estaba en las afueras de Yarvil; era un edificio de tres plantas grande y feo, cuya estructura exterior consistía en una serie de ventanas con paneles pintados de turquesa intercalados. Las puertas del autobús se abrieron con un chirrido, y Andrew se unió a la caterva de estudiantes con jersey y blazer negro que atravesaban el aparcamiento camino de las dos entradas principales del instituto. Cuando se disponía a pasar por el atasco que se formaba en la puerta de doble batiente, vio llegar un Nissan Micra; se apartó un poco y se quedó esperando a su mejor amigo.

Tubby, Tubs, Tubster, Flubber, Wally, Wallah, Fatboy, Fats… Stuart Wall era el chico del instituto con más apodos. Sus andares de pasos largos, su delgadez, su cara chupada de piel cetrina, sus grandes orejas y su permanente expresión de pena bastaban como rasgos característicos; pero era su humor incisivo, su indiferencia y su aplomo lo que lo distinguía. Conseguía desvincularse de todo cuanto pudiera haber definido un carácter menos elástico, sobreponiéndose al bochorno de ser el hijo de un subdirector ridiculizado e impopular y tener por madre a una orientadora escolar gorda que vestía ropa fea y anticuada. Era, por encima de todo, él mismo: Fats, un personaje destacado y todo un referente en el instituto. Hasta los chicos de los Prados le reían las bromas, y raramente se tomaban la molestia de burlarse de sus desafortunados vínculos familiares, debido a la frialdad y crueldad con que él devolvía las pullas.

Fats hizo gala de su aplomo esa mañana cuando, expuesto ante las hordas de alumnos libres de sus padres que lo rodeaban, tuvo que forcejear para salir del Nissan no sólo con su madre, sino también con su padre, quien normalmente iba al instituto en su coche. Andrew se acordó de Krystal Weedon y de la tira de su tanga mientras Fats se le acercaba al trote.

—Qué pasa, Arf —lo saludó.

—Fats.

Juntos, se mezclaron con la multitud, con las mochilas al hombro, golpeando con ellas a los chicos más bajitos y abriendo una pequeña estela a su paso.

—Tenías que haber visto a Cuby llorando —dijo Fats dirigiéndose con su amigo hacia la abarrotada escalera.

—Qué me dices.

—Sí, anoche murió Barry Fairbrother.

—Ah, sí, ya me he enterado —replicó Andrew.

Fats le lanzó la mirada socarrona y resabiada que empleaba cuando alguien se sobrepasaba y fingía saber más de lo que sabía, ser más de lo que era.

—Mi madre estaba en el hospital cuando lo llevaron —añadió Andrew, molesto—. Trabaja allí, ¿te acuerdas?

—Ah, sí —dijo Fats, y el resabio desapareció—. Bueno, ya sabes que Cuby y él eran coleguitas. Y Cuby piensa anunciarlo en la reunión. No mola, Arf.

Al final de la escalera se separaron y se dirigieron a sus respectivas aulas para el pase de lista. Casi todos los alumnos de la clase de Andrew ya estaban sentados sobre los pupitres y balanceando las piernas o apoyados en los armarios de ambos lados. Las mochilas estaban debajo de las sillas. Los lunes por la mañana siempre hablaban en voz más alta y con mayor libertad, porque a primera hora había reunión de profesores y alumnos, lo que implicaba salir del edificio e ir hasta el gimnasio. Su tutora, sentada a la mesa, iba marcando los nombres de los alumnos en la lista a medida que entraban. Nunca se tomaba la molestia de recitar la lista en voz alta; ése era uno de los numerosos gestos con los que pretendía ganarse a los chicos, y ellos la despreciaban precisamente por eso.

Krystal llegó justo cuando sonaba el timbre que anunciaba la reunión. Gritó «¡Estoy aquí, señorita!» desde el umbral, se dio la vuelta y salió de nuevo. Todos la siguieron sin parar de hablar. Andrew y Fats volvieron a encontrarse en lo alto de la escalera y se dejaron arrastrar por la corriente hacia la puerta trasera y a través del extenso patio de asfalto gris.

El gimnasio olía a sudor y zapatillas de deporte; el barullo de mil doscientos adolescentes que hablaban ávidamente resonaba en las tristes paredes encaladas. La dura moqueta que cubría el suelo, de un gris industrial y con muchas manchas, tenía marcadas diferentes líneas de colores que delimitaban las pistas de bádminton y tenis y los campos de fútbol y hockey; aquel material producía unas rozaduras tremendas si uno se caía con las piernas desnudas, pero no castigaba el trasero tanto como la madera cuando había que aguantar toda la reunión sentado en el suelo. Andrew y Fats habían conseguido el privilegio de sentarse en unas sillas de patas tubulares y respaldo de plástico dispuestas al fondo de la sala para los alumnos de quinto y sexto.

En la parte delantera, de cara a los alumnos, había un viejo atril de madera, y a su lado estaba sentada la directora, la señora Shawcross. El padre de Fats, Colin Wall, alias Cuby, ocupó su lugar junto a ella. Era muy alto, tenía una frente amplia que empalmaba con su calva y unos andares que era imposible no imitar, con los brazos pegados a los costados y cabeceando mucho más de lo necesario para desplazarse hacia delante. Todos lo llamaban «Cuby», o «Cubículos», a causa de su inefable obsesión de mantener perfectamente ordenado el mueble con hileras de compartimentos que había en la pared frente a su despacho. Las listas de asistencia iban a parar a esos compartimentos una vez marcadas, mientras que otros documentos se asignaban a un departamento en particular. «¡Asegúrate de ponerlo en el cubículo correcto, Ailsa!», «¡No lo dejes colgando así, se caerá del cubículo, Kevin!», «¡No lo pises, niña! ¡Recógelo y tráemelo, tiene que ir en su cubículo!»

El resto de los profesores los llamaban «casilleros». Se sobrentendía que lo hacían para distinguirse de Cuby.

—Arrimaos, arrimaos —les dijo el señor Meacher, el profesor de manualidades, a Andrew y Fats, que habían dejado un asiento vacío entre ellos y Kevin Cooper.

Cuby se colocó detrás del atril. Los alumnos no se callaron en el acto, como habrían hecho de haberse tratado de la directora. En el preciso momento en que se apagó la última voz, se abrió uno de los batientes de la puerta de la derecha y entró Gaia.

Paseó la mirada por la sala (Andrew se permitió mirar, ya que la mitad de los allí reunidos la estaban observando y quien iba a hablar era sólo Cuby; llegaba tarde, era nueva y guapa) y entró deprisa, pero no demasiado (porque tenía el don del aplomo, igual que Fats), bordeando la última fila de alumnos. Andrew no podía girar la cabeza para seguir contemplándola, pero de pronto le vino a la mente, con una fuerza que le hizo zumbar los oídos, que al arrimarse a Fats había dejado un asiento libre a su lado.

Oyó acercarse unos pasos rápidos y ligeros y de pronto ella estaba allí: se había sentado a su lado. Gaia empujó sin querer la silla de Andrew, rozándolo con el codo. Él percibió una débil ráfaga de perfume. Le ardía toda la parte izquierda del cuerpo por la proximidad de ella, y agradeció que la mejilla de ese lado tuviera mucho menos acné que la derecha. Nunca habían estado tan cerca, y no sabía si se atrevería a mirarla o dar alguna muestra de haberla reconocido; pero enseguida pensó que llevaba demasiado rato paralizado y ya era tarde para hacerlo con naturalidad.

Se rascó la sien izquierda para taparse la cara y desvió la vista hacia las manos de Gaia, recogidas sobre el regazo. Uñas cortas, limpias y sin pintar. En un meñique llevaba un sencillo anillo de plata. Fats le dio un discreto codazo a Andrew en el costado.

—Por último —dijo Cuby, y Andrew se dio cuenta de que ya le había oído decir esas palabras dos veces, y de que el silencio reinante en la sala se había solidificado al cesar todo movimiento, quedando el ambiente preñado de curiosidad, regocijo e impaciencia—. Por último —repitió Cuby, y le tembló la voz—, tengo que comunicaros… tengo que comunicaros una noticia muy triste. El señor Barry Fairbrother, que con tanto éxito entrenaba a nuestro equipo femenino de… de… de remo desde hace dos años… —se pasó una mano por los ojos—, ha fallecido…

Cuby Wall estaba llorando delante de todo el instituto; había agachado la cabeza hasta pegar la barbilla al pecho, mostrando su calva a la concurrencia. Un suspiro colectivo y un murmullo de risitas recorrieron simultáneamente el gimnasio, y muchas caras se volvieron hacia Fats, que permanecía indiferente, con gesto un tanto burlón, pero por lo demás imperturbable.

—… falleció… —sollozó Cuby, y la directora se puso en pie con cara de enfado—, falleció… anoche.

Un chillido se alzó entre las hileras de sillas del fondo de la sala.

—¡¿Quién se ha reído?! —bramó Cuby, y el ambiente, cargado de tensión, crepitó deliciosamente—. ¡Cómo se atreve! ¡Ha sido una chica! ¿Quién ha sido?

El señor Meacher ya se había levantado y gesticulaba frenético en dirección a alguien que estaba en el centro de la fila, justo detrás de Andrew y Fats; la silla de Andrew volvió a sacudirse, porque Gaia había girado el torso para mirar, como todos. El cuerpo de Andrew parecía haberse vuelto supersensorial, y notaba cómo el de Gaia se arqueaba hacia él. Si se volvía en la dirección opuesta, se encontrarían cara a cara.

—¿Quién se ha reído? —repitió Colin Wall, y se puso de puntillas, como si desde su posición pudiera descubrir al culpable.

Meacher articulaba palabras y hacía señas, enardecido, a quien había señalado como responsable.

—¿Quién es, señor Meacher? —exigió saber el subdirector.

Meacher parecía poco dispuesto a revelar esa información; aún no lograba convencer al culpable de que se levantara de su asiento, pero cuando Colin Wall amenazó con abandonar el atril para investigar por su cuenta, Krystal Weedon se alzó de un brinco, roja como un tomate, y avanzó de lado ante la hilera de sillas.

—¡Ven a verme a mi despacho inmediatamente después de la reunión! —le ordenó Colin Wall—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué falta de respeto! ¡Fuera de aquí!

Pero Krystal se paró al llegar al final de la hilera, le enseñó el dedo corazón al subdirector y gritó:

—¡Yo no he hecho nada, gilipollas!

Se produjo una erupción de risas y excitada cháchara. Los profesores intentaron en vano sofocar el bullicio, y hubo un par que se levantaron para intimidar a los alumnos y restablecer el orden.

La puerta de doble batiente se cerró detrás de Krystal y el señor Meacher.

—¡Basta! —ordenó la directora, y un silencio precario, salpicado de susurros, volvió a extenderse por la sala.

Fats mantenía la mirada al frente, aunque por una vez su indiferencia presentaba un aire forzado, y su piel, un matiz más oscuro.

Andrew notó que Gaia se dejaba caer en la silla. Hizo acopio de valor, miró de soslayo hacia la izquierda y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

VII

Aunque la tienda de delicatessen de Pagford no abría hasta las nueve y media, Howard Mollison había llegado temprano. Era un hombre desmesuradamente obeso de sesenta y cuatro años. Su inmensa barriga le caía hacia los muslos como un delantal, de modo que lo primero en lo que pensaba mucha gente cuando lo conocía era en su pene, preguntándose cuándo se lo habría visto por última vez, cómo se lo lavaría, cómo se las ingeniaría para realizar cualquiera de las actividades para las que está diseñado. Debido en parte a que su físico daba lugar a esas elucubraciones, y en parte a la agudeza de sus bromas, Howard conseguía incomodar y desarmar casi en igual medida, y sus clientes casi siempre compraban más de lo que tenían previsto. Hablaba sin cesar mientras con una mano de dedos rechonchos deslizaba adelante y atrás la máquina de cortar fiambre, de la que caían unas lonchas de jamón finas como la seda, que iban plegándose sobre sí mismas en el celofán colocado debajo; siempre tenía un guiño a punto en los ojos, azules y muy redondos, y, de risa fácil, con cada carcajada le temblaban los carrillos.

Howard se ponía un disfraz para trabajar: camisa blanca, un rígido delantal de lona verde oscuro, pantalones de pana y una gorra de cazador con orejeras en la que había pinchado varios anzuelos de mosca. La gorra tal vez pareciera una broma al principio, pero hacía mucho que había dejado de serlo. Se la encasquetaba todas las mañanas laborables, ajustándosela sobre la mata de rizos canosos con precisión obsesiva, valiéndose del espejito del lavabo para el personal.

Le procuraba un gran placer abrir la tienda. Le encantaba estar allí cuando lo único que se oía era el débil rumor de las neveras, y disfrutaba devolviéndolo todo a la vida. Encendía las luces, subía las persianas, destapaba los tesoros guardados en la nevera expositora: las alcachofas de un verde claro y grisáceo, las aceitunas negro ónix, los tomates secos enroscados como caballitos de mar rojos, flotando en aceite aderezado con hierbas.

Sin embargo, esa mañana su entusiasmo tenía una buena dosis de impaciencia. Su socia Maureen ya llegaba tarde y, como le había sucedido a Miles poco antes, Howard temía que alguien se le adelantara y le revelara aquella sensacional noticia, porque Maureen no tenía teléfono móvil.

Se detuvo junto al arco recién abierto en la pared que separaba la tienda de delicatessen de la antigua zapatería que pronto se convertiría en la nueva cafetería de Pagford, y revisó el estado de la lámina de plástico industrial transparente que impedía que entrara el polvo. Tenían previsto abrir la cafetería antes de Semana Santa, a tiempo para atraer a los turistas que visitaban el West Country y para quienes todos los años Howard llenaba los escaparates de productos típicos del lugar, como sidra, queso y figuritas de paja.

La campanilla tintineó a su espalda; Howard se dio la vuelta, y su remendado y reforzado corazón se aceleró a causa de la emoción.

Maureen era una mujer de sesenta y dos años, menuda y muy cargada de espaldas, y la viuda de quien originalmente había sido el socio de Howard. Su postura encorvada la hacía parecer mucho mayor de lo que era, aunque se esforzaba para aferrarse a la juventud: se teñía el pelo de negro, vestía ropa de colores llamativos y se bamboleaba sobre unos zapatos de tacones imprudentemente altos que en la tienda se cambiaba por unas sandalias Dr. Scholl.

—Buenos días, Mo —la saludó Howard.

Le habría gustado no malgastar la noticia revelándosela precipitadamente, pero los clientes no tardarían en aparecer, y él tenía mucho que decir.

—¿Te has enterado?

Ella arrugó la frente y lo miró con gesto inquisitivo.

—Se ha muerto Barry Fairbrother.

Maureen se quedó boquiabierta.

—¡No! ¿Cómo?

Howard se dio unos golpecitos en la sien con un dedo.

—Se le escacharró algo. Aquí arriba. Miles estaba allí, lo vio todo. En el aparcamiento del club de golf.

—¡No! —repitió ella.

—Muerto del todo —corroboró Howard, como si la muerte tuviera grados y la escogida por Barry Fairbrother fuera particularmente sórdida.

Maureen se santiguó sin cerrar la boca, los labios pintados de un rojo intenso. Su catolicismo siempre añadía un toque pintoresco a momentos como aquél.

—¿Miles estaba allí? —preguntó con voz ronca.

Howard adivinó en la voz de ex fumadora de Maureen su anhelo de conocer todos los detalles.

—¿Quieres poner agua a calentar, Mo?

Al menos podría prolongar la agonía de su socia unos minutos más. Con las prisas por retomar la conversación, Maureen derramó el té hirviendo y se quemó una mano. Se sentaron detrás del mostrador, en los altos taburetes de madera que Howard había colocado allí para los ratos de poca actividad, y Maureen se alivió la mano con un puñado de hielo que recogió de alrededor de las aceitunas. Juntos recorrieron el itinerario convencional de la tragedia: la viuda («debe de estar destrozada, vivía para Barry»), los hijos («cuatro adolescentes; menuda carga para una mujer sola»), la relativa juventud del difunto («no era mucho mayor que Miles, ¿verdad?»), hasta que por último llegaron al verdadero meollo del asunto, comparado con el cual todo lo demás eran divagaciones irrelevantes.

—Y ahora, ¿qué pasará? —preguntó Maureen con avidez.

—¡Ah! —exclamó Howard—. Bueno, ésa es la cuestión, ¿no? Tenemos una plaza vacante, Mo, y eso podría cambiarlo todo.

Howard era el presidente del concejo parroquial e hijo predilecto de Pagford. Con el cargo venía un collar dorado con incrustaciones de esmalte que ahora reposaba en la pequeña caja fuerte que Shirley y él habían hecho instalar en el fondo de su armario empotrado. Si a la parroquia de Pagford le hubieran concedido la categoría de municipio, Howard podría haberse hecho llamar alcalde; pero aun así, a todos los efectos, eso es lo que era. Shirley lo había dejado absolutamente claro en la página de inicio de la web del concejo, donde, bajo una fotografía de Howard, radiante y lozano, luciendo el collar de hijo predilecto, su marido manifestaba que aceptaría cualquier invitación para asistir a funciones civiles o empresariales de la localidad. Sólo unas semanas atrás, había entregado los certificados de aptitud ciclista en la escuela de primaria del pueblo.

Howard bebió el té a sorbitos y, sonriendo para rebajar el tono hiriente de sus palabras, dijo:

—Fairbrother era un cabronazo, Mo. No te olvides de que podía ser un auténtico tocapelotas.

—Sí, lo sé.

—Si no hubiese muerto, me las habría tenido que ver con él muy seriamente. Pregúntaselo a Shirley. Podía ser un tocapelotas y un hipócrita.

—Lo sé, lo sé.

—Bueno, ya veremos. Ya veremos. Esto podría zanjar definitivamente la cuestión. Entiéndeme, yo habría preferido no ganar así —añadió con un hondo suspiro—, pero pensando en el bien de Pagford… de la comunidad… no nos viene nada mal…

Miró la hora.

—Son casi y media, Mo.

Nunca abrían tarde ni cerraban antes de hora; llevaban el negocio con el orden y la regularidad de un templo.

Bamboleándose, Maureen fue a abrir la puerta y levantar las persianas.

La plaza fue revelándose a trocitos a medida que las subía: pintoresca y bien cuidada, en gran medida gracias a los esfuerzos coordinados de los vecinos cuyas propiedades daban a ella, lucía jardineras, cestillos colgantes y macetas por todas partes, con flores de diferentes colores, acordados de antemano cada año. Frente a Mollison y Lowe, en el lado opuesto de la plaza, estaba el Black Canon, uno de los pubs más antiguos de Inglaterra.

Howard iba y venía de la trastienda, de donde traía largas bandejas rectangulares de patés, adornados con relucientes bayas y rodajas de cítricos, que iba colocando ordenadamente en el mostrador expositor. Resoplando un poco por el esfuerzo físico, que se sumaba al exceso de conversación tan de buena mañana, Howard colocó la última bandeja y se quedó parado un momento, contemplando el monumento en memoria de los caídos erigido en el centro de la plaza.

Pagford estaba más bonito que nunca esa mañana, y Howard experimentó un sublime momento de júbilo por su propia existencia y la de aquel pueblo del que no sólo formaba parte, sino que, a su modo de ver, era su palpitante corazón. Él estaba allí, empapándose de tanta belleza —los relucientes bancos negros, las flores rojas y moradas, el sol dorando el extremo de la cruz de piedra—, y Barry Fairbrother, en cambio, ya no estaba. Resultaba difícil no intuir los designios de un ser superior en la súbita reorganización de lo que Howard concebía como el campo de batalla donde Barry y él se habían enfrentado durante tanto tiempo.

—Howard —dijo Maureen con brusquedad—. Howard.

Una mujer con gabardina cruzaba la plaza a grandes zancadas; una mujer delgada, de pelo negro y tez oscura que, con el cejo fruncido, se miraba las botas al andar.

—¿Tú crees que…? ¿Se habrá enterado ya? —susurró Maureen.

—Quién sabe —respondió Howard.

Maureen, que todavía no había tenido tiempo de quitarse los zapatos y ponerse las Dr. Scholl, estuvo a punto de torcerse un tobillo al apartarse precipitadamente del escaparate para colocarse tras el mostrador. Howard, con paso lento y majestuoso, se situó detrás de la caja registradora cual soldado de artillería que ocupa su puesto.

Sonó la campanilla, y la doctora Parminder Jawanda abrió la puerta de la tienda sin dejar de fruncir el entrecejo. Sin saludar a Howard ni a Maureen, se dirigió directamente al estante de los aceites. La mirada de Maureen la siguió sin pestañear, atentamente, con el embeleso de un halcón que vigila a un ratón de campo.

—Buenos días —la saludó Howard cuando la doctora se acercó al mostrador con una botella en la mano.

—Buenos días.

Parminder casi nunca lo miraba a los ojos, ni en las reuniones del concejo ni cuando se encontraban fuera del centro parroquial. A Howard le divertía tanto la incapacidad de aquella mujer para disimular la antipatía que le profesaba que invariablemente adoptaba con ella un tono jovial, exageradamente galante y cortés.

—¿Hoy no trabaja?

—No —contestó mientras rebuscaba en su bolso.

Maureen no pudo contenerse.

—Qué mala noticia —dijo con su voz ronca y cascada—. Lo de Barry Fairbrother.

—Hum —respondió la doctora, pero entonces añadió—: ¿Cómo?

—Lo de Barry Fairbrother —repitió Maureen.

—¿Qué pasa con Barry Fairbrother?

Parminder, que llevaba dieciséis años viviendo en Pagford, conservaba un marcado acento de Birmingham. La profunda arruga vertical que tenía entre las cejas le daba un aire de intensidad perpetua, que según cómo denotaba enojo o concentración.

—Ha muerto —anunció Maureen, mirando con fijeza y avidez el rostro fruncido de su interlocutora—. Murió anoche. Howard acaba de contármelo.

Parminder se quedó inmóvil, con la mano dentro del bolso. Entonces desvió la mirada hacia Howard.

—Cayó fulminado en el aparcamiento del club de golf —confirmó él—. Miles estaba allí, lo vio todo.

Transcurrieron unos segundos.

—¿Es una broma? —preguntó por fin con voz seca y aguda.

—Por supuesto que no —dijo Maureen, saboreando su propia indignación—. ¿A quién se le ocurriría hacer una broma semejante?

Parminder dejó bruscamente la botella de aceite sobre el mostrador de tablero de vidrio y salió de la tienda.

—¡Pues vaya! —suspiró Maureen dando rienda suelta a su desaprobación—. «¿Es una broma?» ¡Qué encanto!

—Ha sido la impresión —dijo Howard sabiamente, mientras miraba a Parminder Jawanda atravesar la plaza a toda prisa, la gabardina ondeando tras ella—. Debe de estar tan disgustada como la viuda. En fin —añadió, rascándose distraídamente el pliegue de la barriga, que le picaba a menudo—, será interesante ver lo que la doctora…

No terminó la frase, pero no importaba: Maureen sabía exactamente a qué se refería. Mientras miraban doblar la esquina y desaparecer a la concejala Jawanda, ambos cavilaban sobre la plaza vacante, y no la contemplaban como un espacio vacío, sino como el bolsillo de un mago, lleno de posibilidades.

VIII

La antigua vicaría era la última y más grandiosa de las casas victorianas de Church Row. Se erguía al fondo, en medio de un gran jardín triangular, ante la iglesia de St. Michael and All Saints, situada en la acera de enfrente.

Tras recorrer presurosa los últimos metros de la calle, Parminder forcejeó un poco con la cerradura y entró. No daría crédito a la noticia hasta habérsela oído a alguien más, no importaba a quién; pero el teléfono ya había empezado a sonar en la cocina, presagiando lo peor.

—¿Sí?

—Soy yo.

El marido de Parminder era cirujano cardiovascular. Trabajaba en el hospital South West General de Yarvil y raramente llamaba por teléfono a casa desde el trabajo. Parminder asía el auricular con tanta fuerza que le dolían los dedos.

—Me he enterado por casualidad. Tiene pinta de haber sido un aneurisma. Le he pedido a Huw Jeffries que le dé preferencia a la autopsia. A Mary le hará bien saber qué ha pasado. Es posible que se la estén practicando ahora mismo.

—Vale —susurró Parminder.

—Tessa Wall estaba allí. Llámala.

—Sí. Vale.

Pero después de colgar se dejó caer en una silla de la cocina y se quedó mirando embobada el jardín trasero, tapándose la boca con las manos.

Todo se había hecho pedazos. Que los objetos siguieran allí —las paredes, las sillas, los dibujos de los niños en las paredes— no significaba nada. Cada átomo de todo aquello había estallado para reconstituirse en un instante, y su permanencia y solidez aparentes en realidad eran risibles; se disolvería todo con sólo tocarlo, porque de pronto todo se había vuelto fino y desmenuzable como el papel de seda.

Parminder no podía controlar sus pensamientos; éstos también se habían desintegrado, y fragmentos aleatorios de memoria emergían para girar sobre sí mismos y salir despedidos. Se vio bailando con Barry en la fiesta de Nochevieja de los Wall, y recordó la absurda conversación que habían mantenido mientras volvían a pie de la última reunión del concejo parroquial.

—Vuestra casa tiene cara de vaca —le había dicho ella.

—¿Cara de vaca? ¿Qué significa eso?

—Es más estrecha por delante que por detrás. Da buena suerte. Pero está orientada hacia un cruce. Eso da mala suerte.

—Pues así, la buena y la mala suerte quedan compensadas —había dicho Barry.

Ya entonces la arteria de su cabeza debía de haber empezado a dilatarse peligrosamente, sin que ninguno de los dos supiera nada.

Parminder fue a ciegas de la cocina al salón, que siempre estaba en penumbra, hiciera el tiempo que hiciera, por la sombra del altísimo pino escocés que se alzaba en el jardín delantero. Odiaba ese árbol, y si seguía allí era únicamente porque Vikram y ella sabían que los vecinos armarían un escándalo si lo cortaban.

No conseguía calmarse. Recorrió el pasillo y volvió a la cocina; levantó el auricular y llamó a Tessa Wall, que no contestó. Debía de estar en el trabajo. Temblando, Parminder se sentó de nuevo en la silla de la cocina. Sentía un dolor tan grande y descontrolado que la aterrorizaba; era como si una bestia malvada hubiera surgido de entre las tablas del suelo. Barry, el pequeño y barbudo Barry, su amigo, su aliado.

Su padre había muerto de la misma forma. Entonces ella tenía quince años, y al volver del centro lo habían encontrado tumbado boca abajo en el jardín, junto al cortacésped, el sol calentándole el cráneo. Parminder detestaba las muertes repentinas. Para ella, el deterioro lento y prolongado que tanto temía mucha gente era una perspectiva reconfortante; así uno tenía tiempo para prepararse y organizarse, para despedirse del mundo.

Seguía tapándose la boca con las manos. Dirigió la vista hacia el grave y dulce semblante del gurú Nanak clavado en el tablón de corcho.

A Vikram no le gustaba aquel retrato.

—¿Qué hace eso ahí?

—A mí me gusta —había replicado ella, desafiante.)

Barry, muerto.

Bloqueó las intensas ganas de llorar con una frialdad que su madre siempre había deplorado, sobre todo tras la muerte de su padre, cuando sus otras hermanas, sus tías y primas sollozaban y se golpeaban el pecho. «¡Y además tú eras su favorita!» Pero Parminder guardaba sus lágrimas con celo en su interior, donde se sometían a una transformación alquímica para luego salir convertidas en ríos de lava de rabia que vertía periódicamente sobre sus hijos en casa y sobre las recepcionistas en el trabajo.

Todavía veía a Howard y Maureen detrás del mostrador, el uno inmenso, la otra escuálida, y en su imaginación ellos la miraban desde arriba y le decían que su amigo había muerto. Con un arrebato de ira y odio que casi agradeció, pensó: «Se alegran. Creen que ahora ganarán.»

Volvió a levantarse, fue al salón y cogió del estante más alto un volumen de los Sainchis, su flamante libro sagrado. Lo abrió al azar y leyó sin sorprenderse, más bien con la sensación de estar contemplando su expresión de desconsuelo en un espejo:

«El mundo es un abismo profundo y oscuro. Y la Muerte lanza sus redes desde todos los ángulos.»

IX

Al despacho destinado a las sesiones de orientación del instituto Winterdown se accedía por la biblioteca del centro. No tenía ventanas y lo iluminaba un único tubo fluorescente.

Tessa Wall, la responsable de orientación y esposa del subdirector, entró en la estancia a las diez y media, entumecida de cansancio y con una taza de café instantáneo bien cargado que se había llevado de la sala de profesores. Era una mujer feúcha, de escasa estatura, rolliza y de cara redonda, que se cortaba ella misma el canoso cabello —el flequillo casi siempre le quedaba un poco torcido— y llevaba ropa de tejidos naturales y bisutería de madera y abalorios. La falda larga que se había puesto ese día era de algo parecido a la arpillera, y la había combinado con una rebeca de punto grueso de color verde manzana. Tessa raramente se miraba en un espejo de cuerpo entero, y boicoteaba las tiendas donde hacerlo era inevitable.

Había intentado mitigar el parecido del despacho con una celda, colgando en la pared un tapiz nepalí que conservaba de su época de estudiante: un arco iris con un sol y una luna amarillo chillón que emitían rayos estilizados y ondulados. El resto de las paredes estaban adornadas con una serie de pósters que ofrecían consejos útiles para potenciar la autoestima o números de teléfono a los que se podía llamar anónimamente para pedir ayuda sobre diversos temas de salud mental y emocional. La directora había hecho un comentario un tanto sarcástico la última vez que había entrado en el despacho de orientación: «Ya veo: y si falla todo lo demás, llaman al teléfono de atención al menor», dijo, señalando con el dedo el póster más destacado.

Tessa se dejó caer en su silla con un débil quejido, se quitó el reloj, que le apretaba, y lo dejó encima de la mesa, junto a unas hojas impresas y unas notas. Dudaba que ese día fuera a avanzar mucho en los asuntos que tenía previstos; es más, hasta dudaba que Krystal Weedon fuera a presentarse. Ésta no tenía ningún reparo en marcharse del instituto cuando se enfadaba, se disgustaba o se aburría. A veces la detenían antes de que llegara a la verja y la hacían volver por la fuerza entre gritos y reniegos; otras veces eludía con éxito la captura y faltaba a clase varios días. A las once menos veinte sonó el timbre, y Tessa siguió esperando.

Krystal irrumpió en el despacho a las diez y cincuenta y un minutos y cerró de un portazo. Se sentó en una silla enfrente de Tessa, con los brazos cruzados sobre el amplio busto y con sus pendientes baratos oscilando.

—Puede decirle a su marido —empezó con voz temblorosa— que yo no me he reído, joder.

—No digas palabrotas, por favor.

—¡No me he reído, ¿vale?! —le gritó Krystal.

Un grupo de alumnos de sexto cargados de carpetas habían llegado a la biblioteca. Miraron a través del cristal de la puerta; uno sonrió burlonamente al ver la nuca de Krystal. Tessa se levantó, bajó el estor y volvió a sentarse delante del sol y la luna.

—Muy bien, Krystal. ¿Por qué no me cuentas qué ha pasado?

—Su marido ha dicho algo sobre el señor Fairbrother, ¿vale?, y yo no lo he oído bien, ¿vale?, y Nikki me lo ha repetido, joder, y yo he…

—¡Krystal!

—… y yo he flipado, ¿vale?, y he gritado, pero no me he reído. ¡Joder, yo no…!

—Krystal…

—¡No me he reído, ¿vale?! —volvió a chillar, con los brazos apretados contra el pecho y las piernas cruzadas y enroscadas.

—Está bien, Krystal.

Tessa estaba acostumbrada a enfrentarse al mal carácter de los alumnos que visitaban asiduamente el despacho de orientación. Muchos carecían del sentido ético más elemental; mentían, se comportaban mal y engañaban por rutina, pero cuando se los acusaba injustamente sentían una rabia genuina y sin límites. Tessa creyó reconocer aquello como indignación auténtica, a diferencia de aquella otra, artificial, que Krystal también era experta en aparentar. Fuera como fuese, el chillido que Tessa había oído en la reunión le había parecido de espanto y consternación más que de burla o diversión. Y se había alarmado al ver que Colin lo identificaba en público como una risa.

—Le he dicho a Cuby…

—¡Krystal!

—Le he dicho a su puto marido…

—Krystal, por última vez, basta de palabrotas.

—¡Le he dicho que no me había reído! ¡Se lo he dicho! ¡Y me hace la putada de castigarme igualmente!

Las lágrimas de rabia brillaban en sus ojos, muy perfilados. Estaba congestionada; con las mejillas enrojecidas, miraba a Tessa con odio, lista para largarse, para maldecir, para enseñarle también a ella el dedo corazón. Los casi dos años de confianza frágil como una telaraña, tejida laboriosamente entre las dos, estaban tensándose y amenazaban con romperse.

—Te creo, Krystal. Te creo cuando aseguras que no te has reído, pero no digas más palabrotas en mi presencia, por favor.

De pronto, la chica empezó a frotarse los ojos con unos dedos regordetes, emborronándose la cara de perfilador. Tessa sacó pañuelos de papel del cajón de su escritorio y se los ofreció. Krystal los cogió sin dar las gracias, se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz. Las manos eran su parte más conmovedora: tenía las uñas cortas y anchas, pintadas chapuceramente, y todos los gestos que hacía con ellas eran inocentes y directos como los de una niña pequeña.

Tessa esperó hasta que los resoplidos de la chica se calmaron. Entonces dijo:

—Ya veo que la muerte del señor Fairbrother te ha afectado mucho…

—Pues sí —saltó Krystal con súbita agresividad—. ¿Qué pasa?

De pronto, Tessa se imaginó a Barry escuchando aquella conversación. Le pareció ver su sonrisa atribulada y oírle decir con claridad: «Pobre chiquilla.» Cerró los ojos, que tenía irritados; no podía hablar. Oyó que Krystal se rebullía, contó despacio hasta diez y volvió a abrir los ojos. La chica la miraba fijamente, con los brazos cruzados, sonrojada y desafiante.

—Yo también siento mucho lo del señor Fairbrother —dijo Tessa—. Era amigo nuestro. Por eso el señor Wall está un poco…

—Le he dicho que yo no…

—Por favor, déjame acabar. Hoy el señor Wall está muy triste, y seguramente por eso… por eso te ha malinterpretado. Hablaré con él.

—No me quitará el pu…

—¡Krystal!

—Sé que no me quitará el castigo.

Krystal adelantó un pie y empezó a golpear una pata del escritorio, marcando un ritmo acelerado. Tessa levantó los codos para no notar la vibración y dijo:

—Hablaré con el señor Wall.

Compuso lo que ella consideraba una expresión neutral y esperó pacientemente a que Krystal cediera. Ésta permaneció callada, enfurruñada, golpeteando la pata y tragando saliva de vez en cuando.

—¿Qué le ha pasado al señor Fairbrother? —preguntó por fin.

—Creen que le estalló una arteria del cerebro.

—Pero ¿por qué?

—Por lo visto había nacido con ese problema y no lo sabía.

Tessa era consciente de que Krystal sabía más de muertes repentinas que ella misma. En el círculo de la madre de Krystal era tan frecuente que las personas murieran prematuramente que se diría que participaban en alguna guerra secreta de la que el resto del mundo no sabía nada. Krystal le había contado a Tessa que cuando tenía seis años había encontrado el cadáver de un joven desconocido en el cuarto de baño de su madre. Eso había dado pie a que, una vez más, la pusieran bajo la custodia de la abuelita Cath. La abuelita Cath ocupaba un lugar preponderante en muchas de las historias que la chica contaba sobre su infancia; era una extraña mezcla de salvadora y azote.

—Ahora el equipo se irá a la mierda —dijo.

—No tiene por qué, Krystal. Y no sigas con las palabrotas, por favor.

—Anda que no.

A Tessa le habría gustado contradecirla, pero el agotamiento diluyó ese impulso. Además, Krystal tenía razón, tal como decía la parte más realista del cerebro de Tessa. Aquello iba a ser el final de la embarcación de ocho remeras. Barry era la única persona del mundo capaz de meter a Krystal Weedon en un equipo y conseguir que permaneciera en él. Tessa estaba convencida de que ahora la chica lo abandonaría; probablemente Krystal también lo sabía. Se quedaron un rato calladas; Tessa estaba demasiado cansada para buscar las palabras que podrían haber rebajado la tensión. Tenía escalofríos y se sentía desprotegida, exhausta. Llevaba veinticuatro horas sin dormir.

(Samantha Mollison la había telefoneado desde el hospital a las diez en punto, justo cuando Tessa salía de darse un largo baño y se disponía a ver las noticias de la BBC. Había vuelto a vestirse apresuradamente mientras Colin hacía ruidos inarticulados y tropezaba con los muebles. Desde abajo le habían dicho a su hijo adónde iban, y luego habían corrido hasta el coche. Colin había conducido a excesiva velocidad hasta Yarvil, como si cubriendo el trayecto en un tiempo récord pudiese devolver a Barry a la vida, como si pretendiera tomarle la delantera a la realidad para modificarla.)

—Si no me dice nada, me voy —amenazó la joven.

—Por favor, no seas maleducada, Krystal. Esta mañana estoy muy cansada. El señor Wall y yo hemos pasado la noche con la señora Fairbrother en el hospital. Somos buenos amigos.

(Mary se había derrumbado al ver a Tessa: se le había echado a los brazos y había ocultado la cara en su cuello soltando un gemido desgarrador. Mientras lloraba ella también, y sus lágrimas resbalaban por la estrecha espalda de Mary, había pensado con asombrosa claridad que el ruido que estaba haciendo su amiga se llamaba plañido. El cuerpo que Tessa había envidiado tantas veces, menudo y ligero, había temblado en sus brazos, apenas capaz de contener el dolor que le exigían soportar.

Tessa no recordaba cuándo se habían marchado Miles y Samantha. No los conocía mucho. Suponía que se habrían alegrado de poder largarse de allí.)

—A su mujer la vi un día —dijo Krystal—. Una tía rubia, vino a una carrera.

—Ya —dijo Tessa.

Krystal se mordisqueaba las yemas de los dedos.

—Él quería que me entrevistaran para el diario —añadió bruscamente.

—¿Cómo dices? —se sorprendió Tessa.

—El señor Fairbrother. Quería que me entrevistaran. A mí sola.

Tiempo atrás, el periódico local había publicado un artículo sobre la embarcación de ocho de Winterdown, que se había clasificado en el primer puesto en las finales regionales. Krystal, que leía con dificultad, se había llevado un ejemplar del periódico al instituto para enseñárselo a Tessa, y ésta había leído el artículo en voz alta, intercalando exclamaciones de admiración y alegría. Aquélla había sido la sesión de orientación más feliz que Tessa recordaba.

—¿Iban a entrevistarte con relación al equipo? —preguntó Tessa—. ¿Querían publicar otro artículo sobre el remo?

—No. Era otra cosa. —Hizo una pausa y dijo—: ¿Cuándo es el entierro?

—Todavía no lo sabemos.

Krystal siguió mordisqueándose las uñas y Tessa no fue capaz de encontrar la energía necesaria para interrumpir el silencio que se solidificaba alrededor de ellas.

X

El anuncio de la muerte de Barry en la web del concejo parroquial cayó como un guijarro en el ingente océano, sin apenas dejar ondulaciones en el agua. Aun así, ese lunes las líneas telefónicas de Pagford estaban más ocupadas de lo normal y grupitos de peatones se congregaban en las estrechas aceras para comprobar, con gestos de consternación, la exactitud de sus informaciones.

A medida que la noticia se propagaba, fue produciéndose una extraña transmutación. Le pasó a la firma que aparecía en los documentos archivados en el despacho de Barry, y a los correos electrónicos que se acumulaban en las bandejas de entrada de sus numerosos conocidos: empezaron a adquirir el patetismo del rastro de migas de pan de un niño perdido en el bosque. Aquellos garabatos trazados deprisa, y los píxeles ordenados por unos dedos que nunca volverían a moverse, adquirieron el aspecto macabro de cáscaras vacías. A Gavin ya le repelía un poco ver los SMS de su difunto amigo en el teléfono, y una de las chicas del equipo de remo que salieron llorando de la reunión encontró en su mochila un formulario que Barry había firmado y se puso casi histérica.

La reportera de veintitrés años del Yarvil and District Gazette no tenía ni idea de que el cerebro de Barry, tan incansable hasta hacía muy poco, ahora sólo era una masa de pesado tejido esponjoso sobre una bandeja de metal en el South West General. Leyó lo que le había enviado por correo electrónico una hora antes de su muerte y lo llamó al móvil, pero nadie contestó. El teléfono de Barry, que él había apagado a petición de Mary antes de salir hacia el club de golf, reposaba silencioso junto al microondas en la cocina, con el resto de los efectos personales que le habían entregado a su mujer en el hospital. Nadie los había tocado. Esos objetos tan familiares —el llavero con cadena, el móvil, la cartera vieja y gastada— parecían partes del propio difunto; podrían haber sido sus dedos, sus pulmones.

La noticia se extendía en todas direcciones; salía en forma radiada, formando un halo, de quienes habían estado en el hospital. En todas direcciones hasta llegar a Yarvil, alcanzando a quienes sólo conocían a Barry de vista, de nombre o por su reputación. Poco a poco los hechos se fueron deformando y desenfocando; en algunos casos se distorsionaron. A veces el propio Barry desaparecía tras los detalles de su deceso y quedaba reducido a una erupción de vómito y orina, una catástrofe con forma de bulto espasmódico; y parecía incongruente, incluso grotescamente cómico, que un hombre hubiera muerto de manera tan impresentable en aquel club de golf tan elegante.

Simon Price, por ejemplo, uno de los primeros en enterarse de la muerte de Barry, en su casa en lo alto de la colina con vistas a Pagford, oyó otra versión en la imprenta Harcourt-Walsh de Yarvil, donde trabajaba desde que había terminado los estudios. Se la dio un joven empleado, conductor de carretilla elevadora, al que Simon encontró mascando chicle junto a la puerta de su despacho cuando volvía del lavabo a última hora de la tarde. El chico no había ido a verlo para hablar de Barry, ni mucho menos.

—Eso que comentaste que quizá podría interesarte… —masculló después de entrar detrás de Simon y cerrar la puerta—, podría hacerlo el miércoles, si todavía te interesa.

—¿Ah, sí? —respondió Simon, y se sentó a su mesa—. ¿No me dijiste que ya estaba a punto?

—Sí, pero no puedo organizar la recogida hasta el miércoles.

—¿Y cuánto dijiste que me costaría?

—Ochenta billetes, si es en cash.

El chico mascaba enérgicamente; Simon oía el borboteo de su saliva. Ver a alguien mascar chicle era una de las cosas que más detestaba.

—Pero será auténtico, ¿no? —preguntó—. No irás a colocarme una imitación barata, ¿eh?

—Está recién salido del almacén —replicó el chico irguiéndose un poco—. Es auténtico, todavía está embalado y todo.

—De acuerdo. Tráelo el miércoles.

—¿Cómo? ¿Aquí? —El muchacho negó con la cabeza—. No, tío, al trabajo no… ¿Dónde vives?

—En Pagford.

—¿Dónde de Pagford?

La aversión de Simon a mencionar su dirección rayaba en la superstición. No sólo le desagradaban los visitantes, invasores de su intimidad y potenciales saqueadores de su propiedad, sino que consideraba Hilltop House como algo inviolado, inmaculado, un mundo aparte de Yarvil y de la retumbante y chirriante imprenta.

—Ya iré a recogerlo yo después del trabajo —dijo, sin contestar la pregunta—. ¿Dónde lo tienes?

El otro no parecía satisfecho. Simon lo fulminó con la mirada.

—Bueno, necesitaría la pasta por adelantado —repuso el joven.

—Tendrás el dinero cuando yo tenga el material.

—Mira, tío, esto no funciona así.

A Simon le pareció que empezaba a dolerle la cabeza. No conseguía librarse de la espantosa idea, implantada por su imprudente esposa esa mañana, de que uno podía ir por ahí durante años con una diminuta bomba no detectada en el cerebro. El constante estruendo de la prensa del otro lado de la puerta no le hacía ningún bien, eso seguro; quizá aquel incesante fragor llevara años adelgazando las paredes de sus arterias.

—Está bien —gruñó, y se retorció en la silla para sacarse la cartera del bolsillo de atrás.

El chico se acercó a la mesa con una mano extendida.

—¿Por casualidad vives cerca del club de golf de Pagford? —preguntó, mientras Simon iba poniéndole billetes de diez en la palma—. Un colega mío estuvo allí anoche y vio morirse a un tío. Vomitó, se cayó seco y se fue al otro barrio en el puto aparcamiento.

—Sí, eso me han contado —repuso Simon, frotando el último billete entre los dedos antes de dárselo, para asegurarse de que no había dos pegados.

—Era un concejal corrupto, ese tío que la palmó. Aceptaba sobornos. Grays le pagaba para llevarse las contratas.

—¿Ah, sí? —dijo Simon afectando indiferencia, pero sumamente interesado.

«Barry Fairbrother. ¿Quién lo habría imaginado?»

—Pues ya te avisaré —continuó el chico guardándose las ochenta libras en el bolsillo de atrás—. Iremos a recogerlo juntos. El miércoles.

La puerta del despacho se cerró. Simon se olvidó del dolor de cabeza, que en realidad sólo había sido una punzada, ante la fascinación que le produjo la revelación de la deshonestidad de Barry Fairbrother. Barry Fairbrother, tan atareado y sociable, tan alegre y popular: y, entretanto, embolsándose los sobornos de Grays.

Esa noticia no conmocionó a Simon como habría hecho con prácticamente cualquiera que conociera a Barry, ni empeoró la opinión que tenía de él, sino todo lo contrario: le hizo sentir mayor respeto por el difunto. Cualquiera con dos dedos de frente intentaba, constante y encubiertamente, afanar cuanto pudiera; eso Simon ya lo sabía. Se quedó ensimismado, mirando sin ver la hoja de cálculo de la pantalla del ordenador y sin oír los chirridos de la prensa del otro lado del polvoriento cristal.

Si se tenía familia, no había más remedio que trabajar de nueve a cinco, pero Simon siempre había sabido que había caminos mejores, que una vida de lujo y facilidades colgaba por encima de su cabeza como una abultada piñata que él podría romper si tuviera un bastón lo bastante largo y supiese cuándo golpearla. Simon tenía la infantil creencia de que el resto del mundo existía como escenario para su propia obra teatral, de que el destino estaba suspendido sobre él, lanzándole pistas y señales. Así que no pudo evitar pensar que acababa de recibir una de esas señales, un guiño celestial.

Los chivatazos sobrenaturales explicaban varias decisiones aparentemente quijotescas que Simon había tomado en el pasado. Años atrás, cuando sólo era un modesto aprendiz en la imprenta, con una hipoteca que a duras penas podía pagar y una joven esposa embarazada, había apostado cien libras a un caballo muy bonito llamado Ruthie’s Baby en el Grand National, que había acabado penúltimo. Poco después de comprar Hilltop House, Simon había invertido mil doscientas libras, que Ruth reservaba para cortinas y alfombras, en un proyecto de multipropiedad dirigido por un viejo conocido suyo de Yarvil, un poco fanfarrón y chanchullero. La inversión de Simon se había esfumado junto con el director de la empresa; pero si bien había gritado y renegado, fuera de sí, e incluso había dado una patada a su hijo pequeño y lo había hecho caer desde la mitad de la escalera por ponerse en su camino, no había llamado a la policía. Se había enterado de ciertas irregularidades en el funcionamiento de la empresa antes de invertir en ella, y temía que le hicieran preguntas incómodas.

Con todo, contrapuestos a esas calamidades también había habido golpes de suerte, trucos que funcionaban, corazonadas confirmadas, y Simon les daba mucho valor cuando hacía balance; eran la razón por la que conservaba la fe en su buena estrella, y eso lo reafirmaba en su convicción de que el universo le tenía preparado algo más que esa idiotez de trabajar a cambio de un sueldo modesto hasta que te jubilas o te mueres. Chanchullos y fórmulas mágicas, cables y favores; todo el mundo lo hacía, incluso el pequeño Barry Fairbrother, quién lo hubiese dicho.

En su cuchitril, Simon Price dirigió su codiciosa mirada hacia una vacante entre las filas de privilegiados con acceso a un lugar donde, de momento, el dinero goteaba sobre un asiento vacío, sin ningún regazo aguardando para recogerlo.

(LOS VIEJOS TIEMPOS)

Ocupación ilegal

12.43 Frente a los intrusos (quienes, en principio, deben tomar las propiedades ajenas y a sus ocupantes tal como los encontraran)…

Charles Arnold-Baker

La administración local, 7.ª edición

I

El Concejo Parroquial de Pagford tenía un peso nada desdeñable, considerando su tamaño. Se reunía una vez al mes en un precioso edificio de estilo victoriano y llevaba décadas resistiéndose enérgicamente, y con éxito, a todo intento de reducir su presupuesto, limitar sus atribuciones o incorporarlo a algún organismo unitario de nueva creación. De todos los concejos dependientes de la Junta Comarcal de Yarvil, el de Pagford presumía de ser el más vociferante, discrepante e independiente.

Hasta la noche del domingo lo integraban dieciséis hombres y mujeres del pueblo. Como el electorado solía presuponer que el deseo de formar parte del concejo implicaba la capacidad para hacerlo, los dieciséis concejales habían obtenido sus plazas sin oposición alguna.

No obstante, y pese al clima amistoso en que se había constituido, en ese momento el organismo se hallaba en una situación de guerra civil. Una cuestión que llevaba más de sesenta años causando ira y resentimiento en Pagford había alcanzado una fase definitiva, y se habían formado dos bandos en apoyo de sendos líderes carismáticos.

Para comprender plenamente la causa de la disputa era necesario ahondar en la aversión y desconfianza que inspiraba en Pagford la ciudad de Yarvil, situada al norte del pueblo. Las tiendas, oficinas y fábricas de Yarvil, junto con el hospital South West General, proporcionaban la mayor parte del empleo de Pagford. Los jóvenes del pueblo solían pasar las noches de los sábados en los cines y salas de fiestas de Yarvil. La ciudad contaba con una catedral, varios parques y dos enormes centros comerciales, sitios todos ellos que siempre era agradable visitar cuando uno estaba un poco harto de los sublimes encantos de Pagford. Aun así, para los auténticos pagfordianos, Yarvil era poco más que un mal necesario. Esa actitud quedaba simbolizada por la alta colina, coronada por la abadía de Pargetter, que impedía ver Yarvil desde Pagford y proporcionaba a los del pueblo la feliz ilusión de que la ciudad se hallaba muchos kilómetros más allá de su verdadero emplazamiento.

II

Sin embargo, había algo más que la colina de Pargetter escamoteaba a la vista del pueblo, un sitio que Pagford siempre había considerado especialmente propio: la mansión Sweetlove, una casa solariega de estilo Reina Ana, color miel, rodeada de muchas hectáreas de jardines y tierras de cultivo. Quedaba dentro del término territorial de Pagford, a medio camino entre el pueblo y la ciudad de Yarvil.

Durante casi doscientos años, la finca había pasado sin contratiempos de una generación de aristócratas Sweetlove a otra, hasta que, finalmente, a principios del siglo XX la familia se había extinguido. Los únicos vestigios del prolongado vínculo de los Sweetlove con Pagford eran ahora la tumba más imponente del cementerio de St. Michael and All Saints y una serie de blasones e iniciales en documentos y edificios del pueblo, como huellas y coprolitos de animales extintos.

Tras la muerte del último Sweetlove, la mansión había cambiado de manos con una rapidez alarmante. En Pagford se vivía con el temor de que algún promotor adquiriera y mutilara tan apreciado monumento histórico, hasta que en la década de 1950 un tal Aubrey Fawley compró la finca. No tardó en saberse que Fawley poseía una cuantiosa fortuna que incrementaba mediante misteriosas actividades en la City de Londres. Tenía cuatro hijos y la intención de instalarse en Sweetlove de forma permanente. La aprobación de Pagford alcanzó las cotas más altas cuando corrió como la pólvora la noticia de que Fawley descendía, a través de una rama colateral, de los Sweetlove. Eso lo convertía, casi, en un pagfordiano auténtico, y garantizaba que establecería un vínculo natural con Pagford y no con Yarvil. La vieja guardia de Pagford pensó que el advenimiento de Aubrey Fawley significaba el retorno de una época dorada. Como sus antepasados antes que él, sería para el pueblo una figura que, cual hada madrina, colmaría sus calles adoquinadas de elegancia y glamour.

Howard Mollison aún recordaba el día en que su madre, emocionada, irrumpió en la minúscula cocina de Hope Street con la noticia de que le habían propuesto a Aubrey que fuera jurado de la exposición floral. Sus judías verdes llevaban tres años seguidos consiguiendo el premio a la mejor hortaliza, y anhelaba recibir el florero bañado en plata de manos de un hombre que, para ella, era ya una figura romántica de las de antaño.

III

Pero entonces, según aseguraba la leyenda local, llegó la repentina oscuridad que acompaña siempre al hada mala.

Mientras Pagford celebraba que la finca Sweetlove hubiese caído en tan seguras manos, Yarvil estaba sumida en la construcción de un barrio de viviendas de protección oficial al sur de su núcleo urbano. El desasosiego se apoderó de Pagford cuando se supo que la nueva urbanización ocuparía parte de las tierras que había entre la ciudad y el pueblo.

Era de sobra conocido que desde la guerra había una demanda cada vez mayor de vivienda barata, pero el pueblo, momentáneamente distraído por la llegada de Aubrey Fawley, empezó a bullir de desconfianza ante las intenciones de Yarvil. Las barreras naturales del río y la colina que siempre habían garantizado la soberanía de Pagford parecieron menguar con la misma rapidez con que se multiplicaban las casas de ladrillo. Yarvil llenó hasta el último palmo de tierra disponible con esas construcciones y sólo se detuvo en el límite septentrional de Pagford.

El pueblo exhaló un colectivo suspiro de alivio que no tardaría en revelarse prematuro. De inmediato, Yarvil consideró que la urbanización de Cantermill no bastaba para satisfacer las necesidades de su población, y la ciudad empezó a buscar otras tierras que colonizar.

Fue entonces cuando Aubrey Fawley (que para los vecinos de Pagford seguía siendo más mítico que humano) tomó la decisión que desencadenaría una enconada disputa que duraría más de sesenta años.

Puesto que no sacaba ningún provecho de los campos llenos de maleza que lindaban con la nueva urbanización, vendió los terrenos a buen precio al Ayuntamiento de Yarvil, y utilizó el dinero para restaurar los alabeados paneles de madera del salón de la mansión Sweetlove.

Pagford fue presa de una furia inconmensurable. Los campos de Sweetlove habían constituido parte importante de sus defensas contra el avance de la ciudad; y ahora, de pronto, el excedente de población de Yarvil ponía en peligro el antiquísimo límite del territorio del pueblo. Alborotadas reuniones del concejo parroquial, cartas furibundas al periódico y al Ayuntamiento de Yarvil, protestas directas a quienes ostentaban el poder; nada cambió el rumbo que habían tomado las cosas.

Las casas de protección oficial empezaron a avanzar de nuevo, pero con una diferencia. En el breve intervalo que siguió a la finalización de la primera urbanización, el municipio había caído en la cuenta de que podía construir más barato. Así pues, la nueva hornada no fue de ladrillo, sino de estructura metálica y prefabricado de hormigón. Esa segunda barriada se conocería en el pueblo con el nombre de los Prados, por los campos en que se había edificado, y se distinguía de la primera fase de Cantermill por sus materiales y su arquitectura de inferior calidad.

Y fue en una de esas casas de hormigón y acero de los Prados, que a finales de los sesenta ya estaban combadas y agrietadas, donde nació Barry Fairbrother.

IV

Pese a las vagas promesas del Ayuntamiento de Yarvil de asumir la responsabilidad de mantener la nueva barriada, Pagford —como sus furibundos vecinos habían pronosticado desde el principio— no tardó en encontrarse con nuevas facturas que afrontar. Mientras que la prestación de la mayor parte de los servicios a los Prados, y el mantenimiento de sus casas, recayeron en el consistorio de Yarvil, hubo cuestiones que el municipio, con su proverbial altanería, delegó en el pueblo: la conservación de las aceras, el alumbrado y los bancos públicos, las marquesinas de autobús y los espacios comunitarios.

Los puentes que cruzaban la carretera de Pagford a Yarvil se llenaron de pintadas; las paradas de autobús de los Prados fueron objeto de vandalismo; los adolescentes de la barriada alfombraron el parque infantil de botellas de cerveza y destrozaron las farolas a pedradas. Un sendero que discurría a las afueras del pueblo, uno de los enclaves favoritos de turistas y paseantes, se convirtió en el lugar elegido por la juventud de los Prados para reunirse y «cosas mucho peores», como expresó enigmáticamente la madre de Howard Mollison. Al Concejo Parroquial de Pagford le tocó ocuparse de limpiar, reparar y reemplazar, y desde el principio se tuvo la sensación de que los fondos destinados por Yarvil a tal efecto eran insuficientes para el tiempo y los gastos requeridos.

Ningún aspecto de esa carga no deseada produjo más rabia y amargura que el hecho de que los niños de los Prados quedaran dentro de la circunscripción de la escuela primaria anglicana de St. Thomas. Los niños de la barriada disfrutaban del derecho a lucir el codiciado uniforme azul y blanco, a jugar en el patio junto a la primera piedra colocada por lady Charlotte Sweetlove y a irrumpir en las pequeñas aulas con su molesto y estridente acento de Yarvil.

En Pagford pronto se extendió la creencia popular de que las casas de los Prados estaban convirtiéndose en premio y objetivo para cualquier familia de Yarvil beneficiaria de ayuda social y con hijos en edad escolar; y que en Cantermill había una auténtica pugna por cruzar la linde hacia los Prados, igual que los mexicanos entran en Texas. Su precioso colegio de St. Thomas —un imán para los profesionales que acudían a trabajar a Yarvil y que se sentían atraídos por las pequeñas aulas, los pupitres de persiana, el vetusto edificio de piedra y el exuberante verdor del campo de deportes— se vería invadido y desbordado por hijos de marginados, drogadictos y madres de retoños engendrados por distintos padres.

Ese escenario de pesadilla nunca había sido realidad del todo, pues, aunque el St. Thomas ofrecía ventajas, también tenía sus inconvenientes: la obligación de adquirir el uniforme o rellenar los formularios requeridos para optar a una ayuda para comprarlo; la necesidad de procurarse abonos de autobús y levantarse más temprano para que los niños llegaran puntuales. Para algunas familias de los Prados, esos obstáculos resultaban insalvables, y escolarizaban a sus hijos en la gran escuela primaria construida para cubrir las necesidades de la urbanización de Cantermill, donde los alumnos no llevaban uniforme. La mayoría de los niños de los Prados que acudían al St. Thomas harían buenas migas con sus compañeros de Pagford; a algunos, de hecho, llegarían a considerarlos chicos perfectamente normales. Ése sería el caso de Barry Fairbrother, que había pasado sus años de colegial representando su papel de payaso de la clase listo y popular, advirtiendo sólo muy de vez en cuando que a los padres y madres de Pagford se les congelaba la sonrisa cuando mencionaba dónde vivía.

No obstante, en el St. Thomas se veían obligados en ocasiones a admitir a algún alumno de los Prados indudablemente problemático. Krystal Weedon vivía con su bisabuela en Hope Street cuando le llegó el momento de empezar el colegio, de modo que no hubo forma de impedir que se matriculara en el centro, si bien el pueblo, cuando la niña regresó a los Prados con su madre a la edad de ocho años, abrigó grandes esperanzas de que no volviera nunca al St. Thomas.

El lento tránsito de Krystal por la escuela había sido parecido al de una cabra a través del cuerpo de una boa constrictor: un trayecto igualmente visible e incómodo para las dos partes implicadas. Tampoco era que Krystal estuviese siempre en las aulas: durante gran parte de su escolarización en el St. Thomas había recibido clases individuales de un profesor especial.

Un golpe de verdadera mala suerte quiso que Krystal estuviese en la misma clase que Lexie, la nieta mayor de Howard y Shirley. En cierta ocasión, Krystal la había abofeteado con tanta fuerza que le hizo saltar dos dientes. Que ya los tuviera flojos no les pareció a los padres y los abuelos de la niña un atenuante digno de consideración.

Fue la convicción de que a sus dos hijas les aguardarían aulas enteras de niñas como Krystal en el instituto Winterdown lo que decidió por fin a Miles y Samantha a sacarlas de la escuela para llevarlas a St. Anne, el colegio privado para niñas de Yarvil, donde estaban internas de lunes a viernes. El hecho de que Krystal Weedon les hubiera usurpado a sus nietas el sitio que les correspondía por derecho se convirtió rápidamente en uno de los ejemplos favoritos de Howard en sus conversaciones sobre la nefasta influencia de la barriada en la vida de Pagford.

V

El primer estallido de indignación de Pagford se había transformado en una sensación de agravio más templada, pero no por ello menos intensa. Los Prados contaminaban y corrompían un lugar lleno de paz y belleza, y los furiosos lugareños seguían resueltos a cortar amarras con la barriada y abandonarla a su suerte. Sin embargo, las sucesivas revisiones del perímetro territorial y las reformas llevadas a cabo en el gobierno local no se tradujeron en cambios reales: los Prados seguían formando parte de Pagford. Los recién llegados al pueblo aprendían con rapidez que aborrecer la barriada constituía un salvoconducto necesario para contar con la buena disposición de la vieja guardia de Pagford, que lo controlaba todo.

Pero ahora, más de sesenta años después de que el viejo Aubrey Fawley entregara aquel fatídico pedazo de tierra a Yarvil, tras décadas de paciente trabajo, de estrategias y peticiones, de recopilar información y arengar a subcomités, los vecinos de Pagford que se oponían a los Prados se encontraban, por fin, en el tembloroso umbral de la victoria.

La recesión estaba obligando a las autoridades locales a racionalizar, recortar y reorganizar. Entre las altas instancias de la Junta Comarcal de Yarvil había quienes preveían cierta ventaja en los resultados electorales si el municipio absorbía la barriada —que, con sus casas ruinosas, tenía pocas probabilidades de salir bien parada de las medidas de austeridad impuestas por el gobierno central— y sumaba su descontenta población al grueso de sus votantes.

Pagford tenía su propio representante en Yarvil: el consejero de la junta comarcal Aubrey Fawley. No se trataba del mismo hombre que había permitido la construcción de los Prados, sino de su hijo, el «joven Aubrey», que había heredado la finca Sweetlove y trabajaba de lunes a viernes como directivo en un banco mercantil de Londres. La implicación de Aubrey en los asuntos locales despedía cierto tufillo a penitencia, cierta sensación de que debía enmendar el daño que su padre había infligido tan despreocupadamente al pueblecito. Él y su esposa Julia donaban y entregaban los premios de la feria agrícola, participaban en una serie de comités locales y en Navidad celebraban una fiesta cuyas invitaciones eran muy codiciadas.

Howard sentía orgullo y placer ante la idea de que Aubrey y él fueran aliados tan estrechos en la incesante cruzada por adscribir los Prados a Yarvil, porque Aubrey se movía en altas esferas mercantiles que le inspiraban un fascinado respeto. Cada tarde, después de cerrar la tienda, Howard extraía el cajón de su anticuada caja registradora y contaba monedas y billetes sucios antes de guardarlos en la caja fuerte. Aubrey, por su parte, nunca tocaba dinero durante su jornada de trabajo, y sin embargo lo movía en cantidades inimaginables de un continente a otro. Lo administraba y lo multiplicaba y, cuando los pronósticos eran menos propicios, lo observaba desvanecerse desde su pedestal. Para Howard, Aubrey estaba rodeado de una mística en la que ni una crisis financiera global podría hacer mella; el dueño de la tienda de delicatessen mostraba impaciencia ante cualquiera que culpara a los iguales de Aubrey de la desastrosa situación en la que se encontraba el país. Su opinión, que no se cansaba de repetir, era que nadie se había quejado cuando las cosas marchaban bien, y le mostraba a Aubrey el mismo respeto que a un general herido en una guerra impopular.

Entretanto, como consejero de la junta comarcal, Aubrey tenía acceso a toda clase de estadísticas interesantes y estaba en buena posición para compartir con Howard gran parte de la información sobre el problemático satélite de Pagford. Ambos sabían qué cantidades exactas de recursos municipales se destinaban, sin contrapartidas ni mejoras aparentes, a las maltrechas calles de los Prados; que en la barriada nadie era dueño de su casa (mientras que por entonces casi todas las casas de ladrillo de Cantermill tenían propietarios que las habían embellecido tanto que costaba reconocerlas, con jardineras en las ventanas, porches y césped en los jardincitos delanteros); que casi dos tercios de los ocupantes de los Prados vivían de las ayudas estatales; y que una proporción considerable de su población frecuentaba la Clínica Bellchapel para Drogodependientes.

VI

Howard siempre llevaba consigo una imagen mental de los Prados, como el recuerdo de una pesadilla: pintadas obscenas en los tablones que tapiaban las ventanas; adolescentes que merodeaban por paradas de autobús siempre pintarrajeadas; antenas parabólicas por todas partes, vueltas hacia los cielos como óvulos desnudos de sombrías flores metálicas. A menudo se hacía preguntas retóricas: ¿Por qué no habían organizado y arreglado un poco aquel sitio? ¿Qué impedía a los residentes crear un fondo común con sus escasos recursos y comprar un cortacésped entre todos? Pero esas cosas nunca pasaban: los Prados esperaban a que las administraciones locales de la ciudad y el pueblo se ocuparan de limpiar, reparar y mantener; a que dieran y dieran y volvieran a dar.

Howard se acordaba entonces de la Hope Street de su infancia, con sus diminutos jardines traseros, cuadrados de tierra apenas mayores que un mantel, pero casi todos, incluido el de su madre, rebosantes de judías verdes y patatas. Que él supiera, nada impedía a los habitantes de los Prados cultivar hortalizas, nada les impedía imponer disciplina a sus siniestros hijos encapuchados y grafiteros, nada les impedía aunar esfuerzos en una comunidad y enfrentarse a la mugre y la miseria; nada les impedía adecentarse y aceptar empleos; nada en absoluto. Y así, Howard se veía obligado a sacar la conclusión de que habían elegido libremente vivir como vivían, y que el ambiente de degradación ligeramente amenazador de la barriada no era más que una manifestación palmaria de ignorancia e indolencia.

En cambio, Pagford despedía, al menos en opinión de Howard, una especie de resplandor moral, como si el alma colectiva de la comunidad se hiciera patente en sus calles adoquinadas, en sus colinas, en sus casas pintorescas. Para Howard, el pueblo donde había nacido era mucho más que una serie de edificios y un río que fluía raudo entre sus arboladas riberas, con la majestuosa silueta de la abadía sobre los cestillos colgantes de la plaza. Para él, el pueblo era un ideal, una forma de ser; una microcivilización que se alzaba firmemente contra el declive nacional.

—Soy un hombre de Pagford —les decía a los veraneantes—, nacido y criado aquí.

Con esas palabras se hacía a sí mismo un gran cumplido disfrazado de lugar común. Había nacido en Pagford y allí moriría, y jamás había soñado con marcharse, ni ansiaba otro cambio de escenario que no fuera contemplar cómo las estaciones transformaban los bosques circundantes y el río, cómo la plaza florecía en primavera y brillaba en Navidad.

Barry Fairbrother sabía todo eso; de hecho, lo había comentado. Se había reído desde el otro extremo de la mesa en el centro parroquial, se había reído en la mismísima cara de Howard.

—¿Sabes, Howard? Para mí, Pagford eres tú.

Y Howard, sin alterarse ni un ápice (pues siempre había hecho frente a las bromas de Barry con sus propias bromas), había contestado:

—Voy a tomármelo como un gran cumplido, Barry, sea cual sea tu intención.

Podía permitirse reír. La última ambición que le quedaba en la vida estaba casi a su alcance: la devolución de los Prados a Yarvil parecía segura e inminente.

Entonces, dos días antes de que Barry Fairbrother cayera fulminado en un aparcamiento, Howard había sabido a través de una fuente fidedigna que su oponente había quebrantado todas las reglas conocidas de su cargo y acudido al periódico local con una historia sobre la bendición que había supuesto para Krystal Weedon estudiar en el St. Thomas.

La idea de exhibir a Krystal Weedon ante el público lector como ejemplo de la exitosa integración de los Prados y Pagford podría haber tenido gracia (eso dijo Howard), de no haber sido tan grave. Sin duda, Fairbrother habría aleccionado a la muchacha, y la verdad sobre sus groserías, sus molestas interrupciones en clase, las lágrimas de los demás niños, las asiduas expulsiones y readmisiones, se habría perdido entre mentiras.

Howard confiaba en la sensatez de los habitantes del pueblo, pero temía los sesgos interpretativos de los periodistas y la interferencia de los buenos samaritanos ignorantes. Su oposición, aunque basada en fuertes principios, también era personal: aún no había olvidado a su nieta llorando en sus brazos, con dos agujeros sanguinolentos donde tenía los dientes, mientras él trataba de calmarla con la promesa de un regalo triple del ratoncito Pérez.

Martes

I

La mañana del segundo día tras la muerte de su marido, Mary Fairbrother se despertó a las cinco en punto. Había dormido en el lecho conyugal con su hijo de doce años, Declan, que se metió llorando entre las sábanas poco después de medianoche. Ahora estaba profundamente dormido, de modo que Mary se levantó con sigilo y bajó a la cocina para dar rienda suelta a las lágrimas. A cada hora aumentaba su dolor, porque la alejaba más del Barry vivo y constituía un minúsculo anticipo de la eternidad que iba a tener que pasar sin él. Una y otra vez olvidaba, durante un fugaz instante, que Barry se había ido para siempre y ya no podría acudir a él en busca de consuelo.

Cuando su hermana y su cuñado llegaron para preparar el desayuno, Mary cogió el móvil de Barry y se fue al estudio, donde empezó a buscar los números de varios de los muchos conocidos de su marido. Sólo llevaba en ello unos minutos cuando el teléfono que tenía en las manos empezó a sonar.

—¿Sí? —susurró.

—¡Ah, hola! Quisiera hablar con Barry Fairbrother. Soy Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette.

La desenvuelta voz de la joven le sonó a Mary ruidosa y horrible como una fanfarria; su estridencia se llevó consigo el sentido de las palabras.

—¿Perdone?

—Soy Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette. Me gustaría hablar con Barry Fairbrother. Por su artículo sobre los Prados.

—Ah —dijo Mary.

—Sí, no nos ha facilitado los datos de esa chica de la que habla. Se supone que hemos de entrevistarla. Krystal Weedon, ¿sabe?

Para Mary, cada palabra era como una bofetada. Contra toda lógica, se quedó sentada e inmóvil en la vieja silla giratoria de Barry y dejó que le llovieran los golpes.

—¿Me oye?

—Sí —contestó, y se le quebró la voz—. Sí, la oigo.

—Ya sé que el señor Fairbrother tenía mucho interés en estar presente cuando entrevistáramos a Krystal, pero vamos mal de tiempo y…

—No podrá estar presente —la interrumpió Mary, y su voz se volvió un chillido—: ¡No podrá volver a hablar de los puñeteros Prados ni de ninguna otra cosa! ¡Nunca más!

—¿Cómo? —preguntó la joven.

—Mi marido está muerto. ¿Entiende? Muerto. Así que los Prados tendrán que seguir sin él, ¿no cree?

Le temblaban tanto las manos que el móvil se le escurrió entre los dedos y, durante los instantes que tardó en conseguir cortar la comunicación, supo que la periodista oía sus entrecortados sollozos. Entonces se acordó de que Barry había dedicado casi todo su último día en este mundo y su aniversario de boda a su obsesión por los Prados y Krystal Weedon; la furia brotó en su interior y arrojó el móvil con tanta fuerza que dio contra una fotografía enmarcada de sus cuatro hijos y la tiró al suelo. Empezó a gritar y llorar a la vez. Su hermana y su cuñado subieron corriendo la escalera e irrumpieron en la habitación.

Al principio, lo único que consiguieron sacarle fue:

—¡Los puñeteros Prados, los puñeteros Prados!…

—Barry y yo crecimos allí —musitó su cuñado, pero se abstuvo de comentar nada más por temor a avivar la histeria de Mary.

II

La asistente social Kay Bawden y su hija Gaia se habían mudado hacía sólo cuatro semanas, procedentes de Londres, y eran las vecinas más nuevas de Pagford. Kay no estaba familiarizada con la conflictiva historia de los Prados; para ella, era simplemente la barriada donde vivían muchos de sus asistidos. Lo único que sabía de Barry Fairbrother era que su muerte había provocado aquella desgraciada escena en su cocina, cuando su amante, Gavin, había huido de ella y de sus huevos revueltos, llevándose consigo todas las esperanzas que había alimentado su forma de hacerle el amor.

Kay pasó la hora del almuerzo del martes en un área de descanso entre Pagford y Yarvil, comiendo un bocadillo en el coche y leyendo un grueso fajo de notas. Una de sus colegas había pedido la baja por estrés, por lo que le habían endosado a ella un tercio de sus casos. Poco después de la una, emprendió el camino hacia los Prados.

Ya había visitado varias veces la barriada, pero aún no conocía bien el laberinto de calles. Por fin encontró Foley Road e identificó a cierta distancia la casa que parecía la de los Weedon. El expediente dejaba bastante claro con qué iba a encontrarse, y el aspecto de la casa no lo desmentía en absoluto.

Había un montón de basura contra la fachada: bolsas de plástico repletas de porquería, junto con ropa vieja y pañales usados. Algunos de esos desperdicios se habían desparramado por el descuidado jardín, pero el grueso de la basura seguía amontonado bajo una de las dos ventanas de la planta baja. En el centro del jardín había un neumático roto; lo habían movido recientemente, porque un par de palmos más allá se veía un círculo de hierba muerta, amarillenta y aplastada. Después de llamar al timbre, Kay reparó en un condón usado que brillaba en la hierba junto a sus pies, como la fina crisálida de una oruga enorme.

Sentía aquella leve aprensión que nunca había superado del todo, aunque no se podía comparar con los nervios de los primeros tiempos ante las puertas de los desconocidos. En aquel entonces, pese a toda su formación y a que solía acompañarla un colega, a veces había experimentado verdadero miedo. Perros peligrosos, hombres blandiendo cuchillos, niños con heridas atroces; se había encontrado con todo eso, y con cosas peores, en los años que llevaba visitando casas de extraños.

Nadie acudió a abrir, pero oía gimotear a un crío a través de la entreabierta ventana de la planta baja, a su izquierda. Probó a llamar con los nudillos y un pequeño copo de pintura crema se desprendió de la puerta para aterrizarle en la puntera del zapato. La hizo acordarse del estado de su nuevo hogar. Habría sido un detalle que Gavin se ofreciera a ayudarla con las pequeñas reformas, pero no había dicho palabra. A veces, Kay repasaba todas las cosas que él no decía ni hacía, como un usurero que revisara sus pagarés, y se sentía amargada, furiosa y decidida a obtener una compensación.

Volvió a llamar, antes de lo que lo habría hecho de no haber necesitado distraerse de sus sombríos pensamientos, y en esta ocasión oyó una voz distante:

—Ya voy, joder.

La puerta se abrió para revelar a una mujer con aspecto de niña y anciana a un tiempo, vestida con una sucia camiseta azul claro y unos pantalones de pijama de hombre. Era de la misma estatura que Kay, pero estaba encogida; los huesos de la cara y el esternón asomaban bajo la fina piel blanca. El pelo, teñido en casa, áspero y muy rojo, parecía una peluca sobre una calavera; las pupilas se le veían minúsculas y el pecho prácticamente plano.

—Hola, ¿eres Terri? Soy Kay Bawden, de los servicios sociales. Sustituyo a Mattie Knox.

Los brazos de la mujer, frágiles y grisáceos, estaban salpicados de pústulas blancuzcas, y tenía una llaga abierta y de un rojo furibundo en la cara interior de un antebrazo. En una extensa zona de tejido cicatrizado en el brazo derecho y la base del cuello, la piel le brillaba como si fuera plástico. En Londres, Kay había conocido a una drogadicta que en un descuido prendió fuego a su casa y tardó demasiado en comprender qué estaba sucediendo.

—Sí, vale —repuso Terri tras una larga pausa.

Al hablar parecía mucho mayor; le faltaban varios dientes. Le dio la espalda a Kay y se alejó con paso inestable por el pasillo en penumbra. Kay la siguió. La casa olía a comida rancia, sudor y mugre enquistada. Terri la condujo a través de la primera puerta a la izquierda, que daba a una diminuta sala de estar.

No había libros, cuadros, fotografías ni televisor; sólo un par de viejas y sucias butacas y una estantería rota. El suelo estaba alfombrado de porquería. Unas flamantes cajas de cartón apiladas contra la pared resultaban totalmente incongruentes.

De pie en el centro de la habitación había un niñito con las piernas desnudas, camiseta y un voluminoso pañal-braguita. Kay sabía, porque lo había leído en el expediente, que tenía tres años y medio. Parecía gimotear por inercia y sin motivo, emitiendo un ruido como de motor para indicar que estaba allí. Aferraba un paquete de cereales en miniatura.

—Éste debe de ser Robbie, ¿no? —dijo Kay.

El crío la miró cuando pronunció su nombre, pero siguió lloriqueando.

Terri apartó de un manotazo una lata de galletas vieja y rayada que había en una de las sucias y maltrechas butacas y se hizo un ovillo en el asiento, observando a Kay con los ojos entornados. Ella se sentó en la otra butaca, en cuyo brazo reposaba un cenicero lleno a rebosar. Varias colillas habían caído en el asiento; las notaba bajo los muslos.

—Hola, Robbie —le dijo al niño, al tiempo que abría el expediente de Terri.

El pequeño siguió con sus gimoteos, agitando el paquete de cereales; algo repiqueteaba en su interior.

—¿Qué tienes ahí? —quiso saber Kay.

Robbie se limitó a agitar el paquete con mayor energía. Una pequeña figura de plástico salió disparada de él, describió un arco en el aire y cayó por detrás de las cajas de cartón. Robbie empezó a berrear. Kay observó a Terri, que miraba a su hijo con rostro inexpresivo, hasta que por fin murmuró:

—¿Qué pasa, Robbie?

—¿Qué tal si intentamos sacarla de ahí? —propuso Kay, alegrándose de tener un motivo para levantarse y sacudirse la parte posterior de las piernas—. Echemos un vistazo.

Apoyó la cabeza contra la pared para escudriñar en el resquicio de detrás de las cajas. La figurita había quedado encajada a poca distancia. Metió una mano en el estrecho espacio. Las cajas eran pesadas y costaba moverlas. Consiguió aferrar la figura y, una vez la tuvo, comprobó que era de un hombre rechoncho y gordo como un Buda, todo de un morado brillante.

—Aquí tienes —le dijo al niño.

Robbie dejó de llorar; cogió la figura y volvió a meterla en el paquete de cereales, que empezó a agitar otra vez.

Kay miró alrededor. Bajo la estantería rota había dos cochecitos de juguete volcados.

—¿Te gustan los coches? —le preguntó a Robbie, señalándolos.

El pequeño no siguió la dirección de su dedo, sino que la miró entornando los ojos con expresión curiosa y desconfiada. Entonces se alejó a saltitos, recogió un coche y lo sostuvo en alto para que Kay lo viera.

Bruuum —dijo—. Coche.

—Eso es —repuso Kay—. Muy bien. Coche. Brum brum. —Volvió a sentarse y sacó el bloc de notas del bolso—. Bueno, Terri, ¿qué tal andan las cosas?

Hubo un silencio antes de que Terri contestara:

—Muy bien.

—Me alegro. Mattie está de baja, de modo que yo la sustituyo. Necesito repasar un poco la información que me ha dejado, para comprobar que no haya cambiado nada desde que te vio la semana pasada, ¿de acuerdo?

»Bien, vamos a ver. Robbie va ahora a la guardería, ¿no? ¿Cuatro mañanas y dos tardes a la semana?

La voz de Kay parecía llegarle a Terri como un eco distante. Era como hablar con alguien que estuviera en el fondo de un pozo.

—Ajá —dijo tras una pausa.

—¿Qué tal le va? ¿Lo pasa bien?

Robbie embutió el cochecito en el paquete de cereales. Recogió una colilla que se había desprendido de los pantalones de Kay y la metió también con el coche y el Buda morado.

—Ajá —repuso Terri con tono amodorrado.

Pero Kay estaba leyendo la última nota que Mattie le había garabateado antes de solicitar la baja.

—¿No debería estar hoy allí, Terri? ¿No es el martes uno de los días que va?

Terri parecía luchar contra el sueño. Cabeceó ligeramente un par de veces y por fin contestó:

—Le toca a Krystal llevarlo, pero pasa.

—Krystal es tu hija, ¿no? ¿Cuántos años tiene?

—Catorce —contestó Terri como en una ensoñación—, y medio.

Kay comprobó en sus notas que Krystal tenía dieciséis. Hubo un largo silencio.

A los pies de la butaca de Terri había dos tazones desportillados. Uno contenía restos de un líquido que parecía sangre. Había cruzado los brazos sobre el pecho.

—Ya lo tenía vestido —añadió Terri arrastrando las palabras desde lo más profundo de su conciencia.

—Perdona, Terri, pero debo preguntártelo: ¿has consumido droga esta mañana?

La mujer se pasó por la boca una mano como una garra de pájaro.

—Qué va.

—Tengo caca —intervino Robbie, y se precipitó hacia la puerta.

—¿Necesita ayuda? —se ofreció Kay cuando Robbie desapareció de la vista y lo oyeron correteando escaleras arriba.

—No; sabe hacerlo solo —balbuceó Terri.

Apoyó la cabeza en el puño y el codo en la butaca. Robbie empezó a gritar desde el rellano.

—¡Puerta! ¡Puerta!

Lo oyeron aporrear la madera. Terri no se movió.

—¿Lo ayudo? —insistió Kay.

—Ajá —repuso Terri.

Kay subió la escalera y accionó el endurecido picaporte para abrirle la puerta al niño. El baño apestaba. La bañera estaba gris, con sucesivos cercos marrones, y no habían tirado de la cadena. Kay lo hizo antes de permitir que Robbie se encaramase a la taza. El niño arrugó la cara e hizo ruidosos esfuerzos, sin inmutarse ante la presencia de Kay. Un sonoro chapoteo y un nuevo tufo se añadió a la atmósfera ya pestilente. El pequeño bajó de la taza y empezó a subirse el voluminoso pañal sin limpiarse; Kay lo sentó de nuevo y trató de que lo hiciera solo, pero por lo visto esa costumbre le era ajena. Acabó por limpiarlo ella. Tenía las nalgas prácticamente en carne viva: llenas de costras, rojas e irritadas. El pañal apestaba a amoníaco. Trató de quitárselo, pero el crío gritó, le dio una patada y se apartó de ella para volver corriendo a la sala de estar con el pañal a medio subir. Kay fue a lavarse las manos, pero no había jabón. Tratando de no inhalar, salió al rellano y cerró la puerta del baño.

Echó una ojeada a los dormitorios antes de volver a la planta baja. El contenido de los tres se desparramaba hasta el rellano lleno de trastos. Todos dormían en colchones en el suelo. Aparentemente, Robbie compartía habitación con su madre. Entre la ropa sucia esparcida por todas partes vio un par de juguetes baratos, de plástico, para una edad inferior. A Kay la sorprendió que tanto el edredón como las almohadas llevaran fundas.

De vuelta en la sala de estar, Robbie gimoteaba otra vez y golpeaba con el puño la pila de cajas de cartón. Terri lo observaba con los ojos apenas abiertos. Kay sacudió el asiento de la butaca antes de volver a sentarse.

—Terri, tú estás en el programa de metadona de la clínica Bellchapel, ¿correcto?

—Hum —musitó la mujer, medio dormida.

—¿Y qué tal te va, Terri? —Kay esperó con el bolígrafo a punto, fingiendo que no tenía la respuesta delante de las narices—. ¿Sigues yendo a la clínica, Terri?

—La semana pasada fui, el viernes.

Robbie seguía aporreando las cajas.

—¿Puedes decirme cuánta metadona te están dando?

—Ciento quince miligramos.

A Kay no la sorprendió que se acordara de eso y no de la edad de su hija.

—Mattie dice aquí que tu madre te ayuda con Robbie y Krystal: ¿es así?

Robbie arremetió con su cuerpecito contra la torre de cajas, que se tambaleó.

—Ten cuidado —le advirtió Kay.

—Deja eso —añadió Terri con lo más parecido a un tono espabilado que Kay había captado hasta entonces en su voz de zombi.

El niño volvió a dar puñetazos a las cajas, por el puro placer, por lo visto, de oír la hueca vibración que producían.

—Terri, ¿sigue ayudándote tu madre a cuidar de Robbie?

—Abuela, no madre.

—¿La abuela de Robbie?

—Mi abuela, joder. No… no está bien.

Kay volvió a mirar a Robbie, con el bolígrafo preparado. No estaba por debajo de su peso; saltaba a la vista, pues iba medio desnudo, y además Kay lo había levantado en el lavabo. Llevaba una camiseta sucia pero, cuando se había inclinado sobre él, la había sorprendido comprobar que el pelo le olía a champú. No tenía moretones en los brazos ni en las piernas, blancos como la leche; sin embargo, ahí estaba ese pañal empapado que llevaba colgando a sus tres años y medio de edad.

—¡Tengo hambre! —exclamó Robbie, dándole un último e inútil mamporro a una caja—. ¡Tengo hambre!

—Puedes coger una galleta —masculló Terri, pero no se movió.

Los gritos de Robbie se convirtieron en ruidosos llantos y alaridos. Terri no hizo el menor ademán de levantarse de la butaca. Resultaba imposible hablar con aquel griterío.

—¡¿Voy a buscarle una?! —gritó Kay.

—Ajá.

Robbie adelantó corriendo a Kay para entrar en la cocina. Estaba casi tan sucia como el cuarto de baño. No había más electrodomésticos que nevera, cocina y lavadora; en las encimeras sólo se veían platos sucios, otro cenicero lleno a rebosar, bolsas de plástico, pan mohoso. El suelo de linóleo estaba pringoso y se le pegaban las suelas. La basura desbordaba el cubo, coronada por una caja de pizza en precario equilibrio.

—Y dentro —dijo Robbie señalando con un dedo el armario de cocina y sin mirar a Kay—. Y dentro.

En el armario había más comida de la que Kay esperaba encontrar: latas, un paquete de galletas, un bote de café instantáneo. Sacó dos galletas de chocolate del paquete y se las tendió al niño, que se las arrebató y echó a correr para volver con su madre.

—Dime, Robbie, ¿te gusta ir a la guardería? —le preguntó Kay cuando el pequeño se sentó en la alfombra a zamparse las galletas.

No contestó.

—Sí, le gusta —intervino Terri, un poco más despierta—. ¿A que sí, Robbie? Le gusta.

—¿Cuándo fue por última vez?

—La última vez. Ayer.

—Ayer era lunes, no puede haber ido ayer —repuso Kay tomando notas—. No es uno de los días que le toca ir.

—¿Qué?

—Hablo de la guardería. Se supone que Robbie debería estar hoy allí. Necesito saber cuándo fue por última vez.

—Ya te lo he dicho, ¿no? La última vez. —Tenía los ojos más abiertos. El timbre de su voz seguía siendo apagado, pero la hostilidad luchaba por salir a la superficie—. ¿Eres tortillera? —quiso saber.

—No —contestó Kay sin dejar de escribir.

—Tienes pinta de tortillera.

Kay siguió escribiendo.

—¡Zumo! —chilló Robbie con la barbilla manchada de chocolate.

Esta vez, Kay no se movió. Tras otra larga pausa, Terri se levantó con esfuerzo de la butaca y se dirigió al pasillo haciendo eses. Kay se inclinó para abrir la tapa suelta de la lata de galletas que Terri había apartado al sentarse. Dentro había una jeringuilla, un poco de algodón mugriento, una cuchara oxidada y una bolsa de plástico con polvos. Volvió a poner la tapa con firmeza mientras Robbie la observaba. Se oyó un trajín distante, y Terri reapareció con una taza de zumo que le tendió al crío.

—Toma —dijo, más para Kay que para su hijo, y volvió a sentarse.

No acertó en el primer intento y se dio contra el brazo de la butaca; Kay oyó el choque de hueso contra madera, pero no pareció que Terri sintiera ningún dolor. Se arrellanó entonces en los cojines hundidos y miró a la asistente social con soñolienta indiferencia.

Kay había leído el expediente de cabo a rabo. Sabía que casi todo lo que tenía algún valor en la vida de Terri se lo había tragado el agujero negro de su adicción: que le había costado dos hijos, que conservaba de milagro a los otros dos, que se prostituía para pagar la heroína, que se había visto implicada en toda clase de delitos menores, y que en ese momento intentaba seguir un tratamiento de rehabilitación por enésima vez.

Pero no sentir nada, que nada te importe… «Ahora mismo —se dijo Kay—, es más feliz que yo.»

III

Cuando daba comienzo la segunda clase de la tarde, Stuart Fats Wall se fue del instituto. No emprendía ese experimento con el absentismo escolar de forma precipitada; la noche anterior había decidido que se saltaría la clase doble de informática, la última de la tarde. Podría haberse saltado cualquier otra, pero resultaba que su mejor amigo, Andrew Price (al que Stuart llamaba Arf), estaba en otro grupo en informática, y Fats, pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido que lo bajaran de nivel para estar con él.

Quizá Fats y Andrew fueran igualmente conscientes de que en su relación la admiración fluía de Andrew hacia Fats; pero sólo Fats sospechaba que necesitaba a Andrew más que éste a él. Últimamente, Fats había empezado a considerar esa dependencia una especie de flaqueza, pero concluyó que, mientras siguiera gustándole disfrutar de la compañía de Andrew, bien podía perderse una clase de dos horas durante la que no podría disfrutarla.

Un informante de confianza le había contado que la única forma segura de salir del recinto de Winterdown sin que te vieran desde alguna ventana era saltar la tapia lateral que había junto al cobertizo de las bicicletas. Así pues, trepó por ella y se dejó caer al estrecho callejón del otro lado. Aterrizó sin contratiempos, echó a andar a buen paso y dobló a la izquierda hacia la transitada y sucia calle principal.

Una vez a salvo, encendió un pitillo y pasó ante las destartaladas tiendecitas. Cinco manzanas más allá, volvió a doblar a la izquierda y enfiló la primera calle de los Prados. Se aflojó la corbata con una mano mientras caminaba, pero no se la quitó. No le importaba que resultara evidente que era un colegial. Fats nunca había tratado de personalizar su uniforme de ninguna forma, ni de ponerse insignias en las solapas o hacerse el nudo de la corbata como dictaba la moda; llevaba las prendas escolares con el desdén de un presidiario.

Por lo que veía, el error que cometía el noventa y nueve por ciento de la humanidad era avergonzarse de la propia identidad; mentir sobre uno mismo, tratar de ser otro. La sinceridad era la moneda de cambio de Fats, su arma y su defensa. A la gente le daba miedo que fuera franco, los sorprendía muchísimo. Fats había descubierto que los demás eran presa de la vergüenza y la hipocresía, que los aterrorizaba que sus verdades salieran a la luz, pero a él lo atraía la crudeza, todo lo que fuera feo pero sincero, los trapos sucios que causaban humillación y repugnancia a las personas como su padre. Fats pensaba mucho en mesías y parias; en hombres tachados de locos o criminales; en nobles inadaptados rechazados por las masas atontadas.

Lo difícil, lo maravilloso, era ser realmente uno mismo, incluso si esa persona era cruel o peligrosa, especialmente si era cruel y peligrosa. No disfrazar al animal que uno lleva dentro era un acto de valentía. Por otra parte, había que evitar fingirse más animal de lo que se era: si se tomaba ese camino, si se empezaba a exagerar y aparentar, no se hacía sino convertirse en otro Cuby, en alguien tan mentiroso e hipócrita como él. «Auténtico» y «nada auténtico» eran palabras que Fats utilizaba con frecuencia en sus pensamientos; para él tenían un significado tan preciso como un láser cuando se las aplicaba a sí mismo y a los demás.

Creía poseer rasgos auténticos que, como tales, debía fomentar y cultivar; pero también tenía ideas que eran el producto poco natural de su desafortunada educación, y en consecuencia poco auténticas, por lo que había que purgarlas. Últimamente intentaba actuar de acuerdo con los que consideraba sus impulsos auténticos, e ignorar o suprimir la culpa y el miedo (nada auténticos) que dichos actos parecían suscitar. Sin duda, con la práctica se hacía cada vez más fácil. Quería endurecerse por dentro, volverse invulnerable, verse libre del miedo a las consecuencias: deshacerse de las falsas nociones del bien y del mal.

Una de las cosas que habían empezado a irritarlo de su dependencia de Andrew era que la presencia de éste a veces frenaba y limitaba la expresión de su yo auténtico. En algún lugar del interior de Andrew había un mapa trazado por él mismo de lo que constituía juego limpio, y desde hacía un tiempo Fats advertía expresiones de desagrado, confusión y decepción mal disimuladas en la cara de su viejo amigo. Andrew se echaba atrás ante el tormento y las burlas llevados al extremo. Fats no se lo tenía en cuenta; habría sido poco auténtico que Andrew participara si no lo deseaba de verdad. El problema era que Andrew mostraba demasiado apego a la moral contra la que Fats luchaba con creciente decisión. Intuía que la forma correcta de proceder, sin sentimentalismos, para llegar a ser plenamente auténtico habría significado romper con Andrew; sin embargo, seguía prefiriendo su compañía a la de cualquiera.

Estaba convencido de conocerse especialmente bien; exploraba los recovecos de su propia psique con una atención que había dejado de prestarle a todo lo demás. Pasaba horas interrogándose sobre sus propios impulsos, deseos y temores, tratando de discriminar los que le pertenecían realmente de los que le habían enseñado a experimentar. Analizó sus propios vínculos emocionales (estaba seguro de que ninguno de sus conocidos era jamás tan sincero consigo mismo: se dejaban llevar, medio adormecidos, por la vida), y sus conclusiones fueron que Andrew, al que conocía desde los cinco años, era la persona por la que sentía un afecto más nítido y sincero; que conservaba un vínculo afectivo con su madre que no era culpa suya, aunque ahora era lo bastante mayor para calarla; y que despreciaba intensamente a Cuby, que representaba el colmo y la cúspide de la falta de autenticidad.

En su página de Facebook, que atendía con un cariño que no dedicaba a casi nada más, había colgado una cita que encontró en la biblioteca de sus padres:

No quiero creyentes, me considero demasiado malévolo para creer siquiera en mí mismo… Me daría mucho miedo que algún día me declarasen santo… No quiero ser un santo, prefiero ser un bufón… y quizá lo sea…

A Andrew le gustó mucho, y a Fats le gustó que su amigo se quedara tan impresionado.

En el tiempo que le llevó pasar ante la casa de apuestas —cuestión de segundos—, los pensamientos de Fats se toparon con el amigo muerto de su padre, Barry Fairbrother. Tres rápidas zancadas ante los caballos de carreras en los carteles al otro lado del sucio cristal, y Fats vio la cara burlona de Barry, con su barba, y oyó la estentórea y patética risa de Cuby, que a menudo soltaba incluso antes de que Barry hubiese contado uno de sus chistes malos, por la mera emoción que le producía su presencia. No tuvo deseos de ahondar en esos recuerdos, no se interrogó sobre las razones de su instintivo estremecimiento, no se preguntó si el muerto había sido auténtico o no, se quitó de la cabeza a Barry Fairbrother y las ridículas angustias de su padre, y siguió adelante.

Últimamente sentía una curiosa tristeza, aunque seguía haciendo reír a todo el mundo tanto como siempre. Su cruzada para librarse de la moral restrictiva era un intento de recuperar algo que sin duda le habían reprimido, algo que había perdido al dejar atrás la infancia. Lo que Fats quería recobrar era una especie de inocencia, y la ruta que había elegido para volver a ella pasaba por todas las cosas que se suponían malas para uno, pero que, paradójicamente, a él le parecían el único camino verdadero hacia lo auténtico, hacia una suerte de pureza. Qué curioso cómo, muchas veces, todo era al revés, lo inverso de lo que le decían a uno; empezaba a creer que, si desechaba hasta el último ápice de sabiduría recibida, se encontraría con la verdad. Quería recorrer oscuros laberintos y luchar contra todo lo extraño que acechaba en su interior; quería resquebrajar la cáscara de la piedad y exponer la hipocresía; quería romper tabús y exprimir la sabiduría de sus sangrientos corazones; quería alcanzar un estado de gracia amoral, y retroceder para ser bautizado en la ignorancia y la ingenuidad.

Y así, decidido a incumplir una de las pocas normas escolares que no había infringido todavía, se alejó para internarse en los Prados. No se trataba sólo de que el crudo pulso de la realidad pareciera más cercano allí que en cualquier otro sitio; tenía asimismo la vaga esperanza de toparse con ciertas personas de mala fama por las que sentía curiosidad y —aunque no acababa de reconocerlo porque era uno de los pocos anhelos para los que no tenía palabras— andaba en busca de una puerta abierta, de que alguien lo reconociera y le diera la bienvenida a un hogar que no era consciente de tener.

Al pasar ante las casas de color piedra andando, no en el coche de su madre, advirtió que en muchas de ellas no había pintadas ni desechos y que algunas imitaban (o eso le pareció) el refinamiento de Pagford, con pulcras cortinas y adornos en los alféizares. Esos detalles eran menos evidentes desde un vehículo en movimiento, donde la mirada de Fats se veía irresistiblemente atraída por las ventanas tapiadas y la basura desparramada en los jardines. Las casas más dignas no tenían interés para él. Lo atraían los sitios donde el caos o la anarquía fueran bien visibles, aunque sólo se tratara de la pueril variedad de las pintadas con espray.

En algún lugar cerca de allí (no sabía exactamente dónde) vivía Dane Tully. La familia Tully tenía muy mala fama. Los dos hermanos mayores y el padre pasaban largas temporadas en prisión. Circulaba el rumor de que, la última vez que Dane se había enzarzado en una pelea (con un chico de diecinueve años, decían, de Cantermill), su padre lo había escoltado hasta la cita y se había quedado para enfrentarse a los hermanos mayores del rival de Dane. Luego, éste se había presentado en la escuela con cortes en la cara, un labio hinchado y un ojo morado. Todo el mundo coincidió en que había hecho una de sus infrecuentes apariciones con la simple intención de alardear de sus heridas de guerra.

Fats estaba casi convencido de que él habría actuado de otra manera. Darle importancia a lo que los demás pensaran de tu cara machacada no era nada auténtico. A él le habría gustado participar en la pelea y luego seguir con su vida de siempre, y si alguien se enteraba sería porque lo habían visto por casualidad.

A Fats nunca le habían pegado, pese a que solía ofrecer motivo para ello. Últimamente solía preguntarse qué se sentiría en una pelea. Intuía que el estado de autenticidad que buscaba incluiría alguna clase de violencia, o al menos no la descartaría del todo. Estar dispuesto a pegar, y a que te pegaran, le parecía una forma de valentía a la que debería aspirar. Nunca había necesitado los puños: le había bastado con la lengua; pero el Fats que estaba emergiendo empezaba a despreciar su propia elocuencia y a admirar la auténtica brutalidad. Las navajas eran otro cantar, debían considerarse con mayor cautela. Comprarse una navaja y permitir que se supiera que la llevaba supondría una falta de autenticidad, una lamentable imitación de tíos como Dane Tully; se le encogía el estómago con sólo pensarlo. Sería distinto si algún día se encontraba con la necesidad de llevar navaja. No descartaba la posibilidad de que llegara ese día, aunque la idea lo asustaba. Le daban miedo los objetos que penetraban en la carne, las agujas y los cuchillos. Era el único que se había desmayado cuando les pusieron la vacuna de la meningitis en el St. Thomas. Uno de los pocos métodos que Andrew había descubierto para perturbarlo era destapar cerca de él la EpiPen, la jeringuilla de adrenalina que debía llevar siempre encima por su peligrosa alergia a los frutos secos. Fats se mareaba cuando Andrew la blandía y fingía pincharlo con ella.

Paseando sin un destino concreto, en cierto momento se encontró en Foley Road. Krystal Weedon vivía allí. Fats no sabía si ese día había ido al instituto, pero no tenía intención de hacerle creer que había acudido en su busca.

Habían quedado en verse la noche del viernes. Fats les había dicho a sus padres que iría a casa de Andrew para hacer un trabajo para la clase de lengua. Krystal parecía comprender qué iban a hacer, y parecía dispuesta a hacerlo. Hasta entonces, le había permitido a Fats introducir dos dedos en su intimidad, caliente, firme y resbaladiza, además de sobarle los pechos cálidos y turgentes tras desabrocharle el sujetador. Fats había ido resueltamente en su busca durante el baile de Navidad de la escuela: la sacó de la pista ante la incrédula mirada de Andrew y los demás y se la llevó a la parte de atrás del edificio. Krystal parecía casi tan sorprendida como los otros, pero, tal como Fats esperaba, apenas ofreció resistencia. Su elección de Krystal había sido deliberada; y tenía lista una respuesta guay y descarada para cuando llegó el momento de enfrentarse a los abucheos y burlas de los colegas:

—Cuando uno quiere patatas fritas, no va a un puto bufet de ensaladas. —La analogía no ofrecía dudas, pero aun así tuvo que explicarla—: Tíos, vosotros seguid con vuestras pajas. Yo quiero follar.

Eso les había borrado la sonrisa de la cara. Todos, Andrew incluido, tuvieron que tragarse las burlas y admirar el absoluto descaro con que Fats perseguía el objetivo, el único y verdadero objetivo. Estaba claro que había elegido la ruta más directa para alcanzarlo y ninguno pudo discutirle su osado pragmatismo. Fats se percató de que hasta el último de ellos se preguntaba por qué no había tenido los huevos de considerar ese medio para llegar al anhelado fin.

—Hazme un favor y no le menciones esto a mi madre, ¿vale? —le había murmurado a Krystal cuando cogían aire entre las largas y húmedas exploraciones de la boca del otro y mientras los pulgares de Fats le frotaban una y otra vez los pezones.

Krystal soltó una risita y lo besó con mayor ímpetu. No le preguntó por qué la había elegido a ella, no le preguntó nada; parecía muy ufana por las reacciones de los conocidos de ambos, tan distintos entre sí, como si se jactara de la confusión provocada y hasta del asco que fingían sentir los amigos de Fats. Apenas habían cruzado palabra durante tres tandas más de exploración y experimentación carnal. Fats se había ocupado de organizarlas, pero ella había estado más disponible de lo habitual, dejándose ver en sitios donde él pudiese encontrarla con facilidad. La noche del viernes sería su primera cita fijada con antelación. Fats había comprado condones.

La perspectiva de llegar hasta el final guardaba alguna relación con hacer novillos para ir a los Prados, aunque no había pensado en la propia Krystal (o no en la que había más allá de sus espléndidos pechos y aquella vagina milagrosamente desprotegida) hasta que vio el rótulo de su calle.

Fats volvió sobre sus pasos, encendiendo otro pitillo. Leer «Foley Road» le había dado la extraña sensación de que aquél no era buen momento. Ese día, los Prados parecían banales e inescrutables, y lo que él buscaba, lo que esperaba reconocer cuando lo encontrara, estaba hecho un ovillo en alguna parte, fuera de la vista. Por tanto, emprendió el camino de vuelta al instituto.

IV

Nadie contestaba al teléfono. De vuelta en la Oficina de Protección de la Infancia, Kay llevaba casi dos horas marcando números una y otra vez, dejando mensajes y pidiendo que le devolvieran la llamada: al asistente de salud de los Weedon, al médico de cabecera, a la guardería de Cantermill y la Clínica Bellchapel para Drogodependientes. Tenía el expediente de Terri Weedon, grueso y manoseado, abierto sobre el escritorio.

—Vuelve a drogarse, ¿no? —dijo Alex, una de las compañeras de trabajo de Kay—. Esta vez le van a dar la patada en Bellchapel y no la dejarán volver. Dice que le da pánico que le quiten a Robbie, pero no se esfuerza lo suficiente para dejar el caballo.

—Es la tercera vez que pasa por Bellchapel —comentó Una.

Basándose en lo que había visto esa tarde, Kay pensaba que había que revisar el caso, reunir a los profesionales asignados a las distintas parcelas de la vida de Terri Weedon. Fue apretando la tecla de rellamada al tiempo que se ocupaba de otras cuestiones, mientras en un rincón otro teléfono no cesaba de sonar y el contestador automático saltaba con un chasquido. En aquella oficina había poco espacio, reinaba el desorden y olía a leche cortada, porque Alex y Una tenían la costumbre de vaciar sus tazas en la maceta de la yuca de aspecto anémico que había en un rincón.

Las notas más recientes de Mattie, además de incompletas, eran un caos, llenas de tachaduras y errores en las fechas. En el expediente faltaban varios documentos clave, entre ellos una carta enviada por la clínica de desintoxicación dos semanas antes. Acabaría antes pidiéndoles información a Alex y Una.

—La última revisión del caso fue… —empezó a decir Alex mirando la yuca con el cejo fruncido— hace más de un año, calculo.

—Por lo visto, entonces pensaron que Robbie podía quedarse con ella —repuso Kay sujetando el auricular entre la oreja y el hombro, mientras buscaba las notas de la revisión en la abultada carpeta, sin éxito.

—No se trataba de que se quedara con ella o no, sino más bien de si volvía a vivir con ella. Le habían asignado una madre de acogida porque a Terri un cliente le pegó una paliza y acabó en el hospital. Cuando le dieron el alta y volvió a casa, se empeñó en recuperar a Robbie. Volvió a ingresar en el programa de Bellchapel; estaba limpia y poniendo de su parte. Y su madre prometía que iba a ayudarla. De modo que al final consiguió que le devolvieran al niño, pero al cabo de unos meses estaba chutándose otra vez.

—Pero no es la madre de Terri quien la ayuda, ¿no? —comentó Kay; empezaba a dolerle la cabeza de intentar descifrar la enorme y descuidada letra de Mattie—. Es su abuela, la bisabuela de los niños. Así que debe de tener sus años, y esta mañana Terri me ha dado a entender que la mujer está enferma. Así que si actualmente Terri es la única persona que cuida del pequeño…

—La hija tiene dieciséis años —interrumpió Una—. Es ella quien más se ocupa de Robbie.

—Bueno, pues no lo está haciendo precisamente bien —repuso Kay—. El niño no estaba en muy buen estado cuando lo he visto esta mañana.

Pero también era verdad que había visto cosas mucho peores: cardenales y llagas, cortes y quemaduras, moretones negros como el betún, costras y piojos, bebés gateando en alfombras donde cagaba el perro, niños arrastrándose con huesos rotos, e incluso (todavía soñaba con eso) uno al que su padrastro psicópata había tenido cinco días encerrado en un armario. Ése había salido en los informativos nacionales. El peligro más inmediato para Robbie eran aquellas pesadas cajas en la sala de estar, a las que había intentado encaramarse al ver que así atraía la atención de Kay. Ella las había dispuesto en dos pilas más bajas antes de marcharse. A Terri no le había gustado que tocara las cajas, y menos aún que le dijera que debía quitarle aquel pañal asqueroso a Robbie. De hecho, Terri había montado en cólera, aunque aún estaba un poco ida, y le había dicho que se largara de allí y no se le ocurriera volver.

Le sonó el móvil. Era la asistente de toxicómanos que supervisaba a Terri.

—Llevo días tratando de localizarla —le soltó la mujer de mala manera.

A Kay le costó hacerle entender que ella no era Mattie, pero eso no redujo gran cosa la hostilidad de la mujer.

—Sí, aún la atendemos, pero la semana pasada dio positivo. Si vuelve a drogarse, se acabó. Ahora mismo tenemos a veinte personas que podrían ocupar su sitio y quizá sacarle algún provecho. Ésta es la tercera vez que intenta seguir nuestro programa.

Kay no le mencionó que Terri se había pinchado esa misma mañana. Luego tomó nota de todos los detalles sobre su falta de progresos en la clínica para toxicómanos.

—¿Tenéis paracetamol? —les preguntó a Una y a Alex después de colgar.

Se tomó el analgésico con té tibio, ya sin energías para ir hasta el dispensador de agua del pasillo. El ambiente de la oficina estaba cargado, con el radiador a tope. Al languidecer el día al otro lado de la ventana, la luz fluorescente que incidía en su escritorio cobró intensidad y volvió sus papeles de un reluciente blanco amarillento; un hervidero de palabras negras como hormigas marchaban en filas interminables.

—Ya veréis cómo cierran la Bellchapel —comentó Una, que trabajaba en su PC dándole la espalda a Kay—. Tienen que hacer recortes. El municipio financia una de las trabajadoras sociales para toxicómanos. El propietario del edificio es el Concejo Parroquial de Pagford. He oído que planean remodelarlo para alquilárselo a alguien que pague mejor. Hace años que se la tienen jurada a esa clínica.

A Kay le palpitaban las sienes. Oír el nombre del pueblo que era su nuevo hogar le provocó tristeza. Sin pararse a pensarlo, hizo lo que se había prometido no hacer cuando él no la había llamado la noche anterior: cogió el móvil y tecleó el número de la oficina de Gavin.

—Edward Collins y Asociados —contestó una mujer al tercer timbrazo. En el sector privado, donde el dinero podía depender de ello, sí contestaban las llamadas.

—Con Gavin Hughes, por favor —pidió Kay, mirando fijamente el expediente de Terri.

—¿De parte de quién?

—Kay Bawden.

No alzó la vista; no quería encontrarse con las miradas de Alex o Una. La pausa le pareció interminable.

(Se habían conocido en Londres, en la fiesta de cumpleaños del hermano de Gavin. Kay no conocía a nadie, excepto a la amiga que la había arrastrado hasta allí para sentirse respaldada. Gavin acababa de romper con Lisa; estaba un poco borracho, pero le pareció decente, formal y convencional, en absoluto la clase de hombre al que solía echarle los tejos. Él le contó toda la historia de su relación fracasada y luego se fue con ella a casa, al piso que Kay tenía en Hackney. Había mostrado interés mientras la aventura amorosa se mantenía a distancia, visitándola los fines de semana y llamándola con regularidad; pero cuando milagrosamente ella consiguió aquel empleo en Yarvil —aunque por menos dinero— y puso a la venta el piso de Hackney, Gavin por lo visto se había asustado.)

—Está comunicando. ¿Quiere esperar?

—Sí, gracias —contestó Kay con abatimiento.

(Si lo de ella y Gavin no funcionaba… Pero tenía que funcionar. Se había mudado por él, había cambiado de trabajo perdiendo dinero por él, desarraigado a su hija por él. Gavin no habría dejado que pasara todo eso si sus intenciones no fueran serias, ¿no? Debía haber pensado en las consecuencias si rompían, en lo horrible e incómodo que sería toparse continuamente en un pueblecito como Pagford, ¿no?)

—Le paso —dijo la secretaria, y las esperanzas de Kay renacieron.

—Hola —dijo Gavin—. ¿Cómo estás?

—Bien —mintió Kay, dado que Alex y Una estaban con las antenas desplegadas—. ¿Qué tal tu día?

—Con mucho trabajo. ¿Y el tuyo?

—Sí, también.

Kay esperó, con el teléfono apretado contra la oreja, fingiendo que él le hablaba, escuchando el silencio.

—Me preguntaba si te apetece que nos veamos esta noche —dijo por fin, sintiendo un leve mareo.

—Pues… no creo que pueda.

«¿Cómo puedes no saberlo? ¿Qué te traes entre manos?»

—Probablemente esté ocupado. Mary, la mujer de Barry, quiere que sea uno de los portadores del ataúd. Así que igual tengo que… bueno, ya sabes, averiguar qué hay que hacer y tal.

A veces, si se limitaba a quedarse callada y dejaba que la incongruencia de sus respuestas reverberara en el aire, Gavin se avergonzaba y daba marcha atrás.

—Aunque supongo que no me llevará toda la noche —añadió—. Podemos vernos después, si quieres.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Quieres venir a mi casa? Como es día de colegio…

—Pues… sí, vale.

—¿A qué hora? —preguntó Kay, deseosa de que tomara una decisión.

—No sé… ¿Sobre las nueve?

Cuando él hubo colgado, Kay mantuvo el teléfono contra la oreja unos instantes más, y entonces, para los oídos de Alex y Una, dijo:

—Yo a ti también. Nos vemos luego, cariño.

V

Como orientadora escolar, los horarios de Tessa eran más variables que los de su marido. Solía esperar a que acabaran las clases para llevarse a su hijo a casa en el Nissan, dejando a Colin (a quien —aunque sabía cómo lo llamaba el resto del mundo, incluidos casi todos los padres, contagiados por sus hijos— nunca llamaba Cuby) para que los siguiera, un par de horas después, en su Toyota. Ese día, sin embargo, Colin se encontró con su mujer en el aparcamiento a las cuatro y veinte, cuando los alumnos aún salían en manada por las puertas hacia los coches de sus padres o los autobuses escolares.

El cielo estaba de un frío gris metálico, como el reverso de un escudo. Un viento cortante levantaba faldas y agitaba las hojas de los árboles jóvenes; helado y perverso, atacaba en los sitios más débiles, como la nuca y las rodillas, y negaba el consuelo de soñar, de alejarse un poco de la realidad. Incluso después de haberse sentado en el coche, Tessa se sentía alterada y molesta, como se habría sentido si alguien hubiese chocado contra ella sin disculparse.

A su lado, en el asiento del acompañante, con las rodillas ridículamente levantadas en el estrecho espacio de su coche, Colin le contaba lo que el profesor de informática había ido a decirle a su despacho veinte minutos antes.

—… y no estaba. No ha aparecido en toda la clase de dos horas. Ha pensado que debía venir derecho a contármelo. O sea que mañana será la comidilla de toda la sala de profesores. Es exactamente lo que él quiere —añadió Colin, furioso, y Tessa supo que ya no hablaba del profesor de informática—. Me está haciendo un corte de mangas, como de costumbre.

Su marido estaba pálido de agotamiento, con los ojos enrojecidos y profundas ojeras, y las manos se le crispaban levemente en el asa del maletín. Unas manos bonitas, de nudillos grandes y dedos largos y finos, no muy distintas de las de su hijo. Tessa se lo había señalado a ambos recientemente, pero ninguno de los dos había mostrado la menor satisfacción ante la idea de tener un ligero parecido físico.

—No creo que esté… —empezó, pero Colin estaba hablando otra vez.

—… o sea que le caerá una sanción como a cualquier otro, y en casa le impondré un castigo prusiano. Ya veremos si eso le gusta. Veremos si le da risa. Podemos empezar por una semana sin salir de casa, a ver si lo encuentra muy divertido.

Mordiéndose la lengua, Tessa recorrió con la mirada el mar de estudiantes vestidos de negro que caminaban cabizbajos, temblando, ciñéndose los delgados abrigos y apartándose el pelo de la cara. Un chico mofletudo y un poco desconcertado de primer curso escudriñaba con la mirada en busca de un coche que no había llegado. Se hizo un claro entre la riada y apareció Fats, acompañado por Arf Price como de costumbre, el viento apartándole el pelo del rostro flaco y adusto. A veces, desde ciertos ángulos y bajo según qué luz, no costaba adivinar qué aspecto presentaría Fats de viejo. Durante un instante, desde el fondo de su cansancio, a Tessa le pareció un completo desconocido y pensó que era una extraña casualidad que se encaminara a su coche, y que ella tuviera que salir de nuevo a aquel viento espantoso y sobrenatural para dejarlo subir. Pero cuando llegó hasta ellos y esbozó aquella mueca suya que pasaba por sonrisa, volvió a convertirse de inmediato en el chico que ella tanto quería a pesar de todo, y se apeó y esperó estoicamente al viento cortante a que Stuart se embutiera en el coche con su padre, que no se había ofrecido a moverse.

Salieron del aparcamiento por delante de los autobuses escolares y emprendieron el camino cruzando Yarvil, para pasar por las feas y desvencijadas casas de los Prados y continuar hacia la carretera de circunvalación que los llevaría rápidamente de vuelta a Pagford. Tessa observó a Fats por el retrovisor. Iba repantigado en el asiento mirando por la ventanilla, como si sus padres fueran dos personas que lo hubiesen recogido haciendo autoestop, ligadas a él meramente por la casualidad y la proximidad.

Colin esperó a que hubiesen llegado a la circunvalación, y entonces preguntó:

—¿Dónde estabas esta tarde a la hora de la clase de informática?

Tessa no pudo resistirse y volvió a mirar por el retrovisor. Vio bostezar a su hijo. A veces, aunque siempre le negaba a Colin que fuera así, se preguntaba si en realidad Fats no estaría librando una guerra sucia y personal contra su padre, con el colegio entero como público. Ella sabía cosas sobre su hijo que no habría sabido de no trabajar como orientadora; los alumnos le contaban cosas, a veces inocentemente, a veces con malicia.

«Señorita, ¿no le importa que Fats fume? ¿Le deja fumar en casa?»

Tessa guardaba a buen recaudo ese pequeño botín clandestino, obtenido sin pretenderlo, y nunca lo comentó con su marido ni con su hijo, aunque le pesaba enormemente.

—He ido a dar un paseo —respondió Fats con calma—. Tenía ganas de estirar un poco las piernas.

Colin se retorció en el asiento para echarle un vistazo y empezó a gritar y gesticular, contenido por el cinturón, con los impedimentos añadidos del abrigo y el maletín. Cuando perdía el control, su tono se agudizaba cada vez más y acababa gritando casi en falsete. Fats permaneció en silencio, con un insolente asomo de sonrisa en los labios, hasta que su padre acabó insultándolo a grito pelado, aunque atemperado por el desagrado innato que Colin sentía hacia los insultos y su timidez a la hora de utilizarlos.

—¡Pedazo de gallito egoísta! ¡No eres más que un… un imbécil! —chilló, y Tessa, con los ojos tan lacrimosos que apenas veía la carretera, tuvo la certeza de que, a la mañana siguiente, Fats repetiría la apocada ristra de insultos en falsete de Colin para deleite de Andrew Price.

«Fats imita de maravilla la forma de andar de Cuby, señorita, ¿no lo ha visto?»

—¿Cómo te atreves a responderme así? ¿Cómo te atreves a saltarte clases?

Colin siguió soltando alaridos, y Tessa tuvo que parpadear para despejarse la vista al tomar el desvío de Pagford, para luego llegar a la plaza y pasar frente a Mollison y Lowe, el monumento a los caídos y el Black Canon. En St. Michael and All Saints giró a la izquierda para recorrer Church Row y acceder, por fin, al sendero de entrada de su casa. Colin ya se había quedado con un ronco hilo de voz de tanto gritar y ella tenía las mejillas brillantes y saladas.

Cuando todos se apearon, Fats, cuya expresión no había cambiado un ápice durante la larga diatriba paterna, abrió la puerta principal con su propia llave y procedió a subir las escaleras con paso tranquilo y sin mirar atrás.

Colin arrojó el maletín al suelo del vestíbulo en penumbra y se encaró con Tessa.

—¡¿Lo has visto?! —exclamó, haciendo aspavientos con sus largos brazos—. ¿Has visto con qué ingrato tengo que vérmelas?

—Sí —contestó ella, cogiendo un puñado de pañuelos de la caja de la mesita del vestíbulo para secarse la cara y sonarse la nariz—. Lo he visto.

—¡Ni se le ha ocurrido pensar en lo que estamos pasando! —Y Colin prorrumpió en aparatosos y ásperos sollozos, como un niño con difteria.

Tessa se apresuró a rodearlo con los brazos, un poco por encima de la cintura, pues con lo baja y rechoncha que era no llegaba más arriba. Colin se inclinó para abrazarse a su mujer, que lo sintió temblar y notó su respiración entrecortada a través del abrigo.

Al cabo de unos minutos, se separó suavemente de él, lo condujo hasta la cocina y preparó una tetera.

—Voy a llevar un guiso a casa de Mary —dijo, cuando ya llevaba un rato sentada, acariciándole la mano—. Tiene a media familia ahí. Cuando vuelva, nos acostaremos temprano.

Colin asintió con la cabeza y sorbió por la nariz, y Tessa lo besó en la sien antes de dirigirse al congelador. Cuando volvió, cargada con el pesado y helado guiso envuelto en una bolsa de plástico, su marido seguía sentado a la mesa, con la taza entre sus grandes manos y los ojos cerrados.

Dejó el guiso en el suelo junto a la puerta de entrada y se puso la rebeca verde de punto grueso que solía usar en lugar de chaqueta, pero no se calzó los zapatos. Lo que hizo fue subir de puntillas al rellano y entonces, tomándose menos molestias en no hacer ruido, recorrió el segundo tramo que llevaba a la buhardilla.

Cuando se aproximaba a la puerta, percibió un estallido de actividad como de ratas desenfrenadas. Llamó con los nudillos, dándole tiempo a Fats para ocultar lo que fuera que anduviese buscando en internet o, quizá, los cigarrillos de los que no sabía que ella estaba al corriente.

—¿Sí?

Tessa abrió la puerta. Su hijo estaba agachado, con gesto teatral, ante la mochila del colegio. Ella fue al grano.

—¿Tenías que hacer novillos precisamente hoy?

El nervudo muchacho se irguió en toda su estatura, mucho más alto que su madre.

—He estado en la clase, aunque he llegado tarde. Bennett ni se ha dado cuenta de mi presencia. Es un inútil.

—Stuart, por favor. ¡Por favor!

A veces también sentía el impulso de gritarles a los niños en el colegio. De buena gana le habría espetado: «Tienes que aceptar la realidad de las demás personas. Crees que la realidad es algo con lo que se puede negociar, quieres que nosotros creamos que es como tú aseguras que es. Pero has de aceptar que somos tan reales como tú; debes aceptar que no eres Dios.»

—Tu padre está muy afectado, Stu. Por lo de Barry. ¿No puedes entenderlo?

—Sí.

—Me refiero a que para ti sería como si se muriera Arf.

Fats no respondió, y tampoco cambió mucho su expresión, pero Tessa captó su desdén, sus ganas de reírse.

—Sé que piensas que tú y Arf sois muy distintos de tu padre y Barry…

—No —replicó Fats, pero ella supo que sólo lo decía para acabar con la conversación.

—Ahora voy a llevar un poco de comida a casa de Mary. Te lo ruego, Stuart, no le des ningún disgusto más a tu padre en mi ausencia. Por favor, Stu.

—Vale —repuso él medio riendo, medio encogiéndose de hombros.

Tessa advirtió que su atención descendía en picado, cual golondrina, de vuelta a sus propios asuntos, antes incluso de que ella hubiese cerrado la puerta.

VI

El viento despiadado se llevó consigo las pesadas nubes de la tarde y, a la puesta de sol, dejó de soplar. Tres casas más allá de la de los Wall, Samantha Mollison estaba sentada ante su reflejo en el espejo del tocador, iluminado por una lámpara, pensando que el silencio y la quietud eran deprimentes.

Llevaba un par de días decepcionantes. No había vendido prácticamente nada. El representante de Champêtre había resultado ser un tipo con cara de bulldog, modales bruscos y una bolsa de viaje llena de feos sujetadores. Por lo visto reservaba su encanto para los preliminares, pues en persona no se anduvo con tonterías y fue al grano, dándoselas de autoridad para criticar el género de la pequeña tienda de Samantha e insistirle en que le hiciera un pedido. Ella había imaginado a alguien más joven, alto y sexy, así que tuvo ganas de ponerlos de patitas en la calle en el acto, a él y a su muestrario de chabacana ropa interior.

A la hora de comer había comprado una tarjeta de «nuestro más sincero pésame» para Mary Fairbrother, pero no se le ocurría qué escribir, porque después de aquel trayecto de pesadilla que habían hecho todos hasta el hospital, una simple firma no parecía suficiente. Nunca habían tenido una relación estrecha. En un sitio tan pequeño como Pagford uno se tropezaba continuamente con todo el mundo, pero Miles y ella no habían conocido bien a Barry y Mary. En realidad, podía decirse que estaban en bandos opuestos, ya que Howard y Barry siempre andaban enzarzados en alguna disputa sobre los Prados… aunque la verdad era que a ella le importaba un bledo cómo acabara la cosa. Se consideraba por encima de asuntos tan insignificantes como la política local.

Cansada, de mal humor e hinchada tras una jornada de picar indiscriminadamente, deseó que no tuvieran que ir a cenar a casa de sus suegros. Mirándose en el espejo, se apoyó las palmas a ambos lados de la cara y estiró suavemente la piel hacia las orejas. Milímetro a milímetro, apareció una Samantha más joven. Moviendo despacio la cara de un lado a otro, examinó la tensa máscara. Mejor, mucho mejor. Se preguntó cuánto costaría, si le dolería, si se atrevería. Trató de imaginar qué diría su suegra si aparecía con una cara tersa y nueva. Shirley y Howard, como Shirley no se cansaba de recordarles, ayudaban a pagar la educación de sus nietas.

Miles entró en el dormitorio; Samantha se soltó la cara, cogió el tapaojeras y echó la cabeza un poco hacia atrás, como hacía siempre que se aplicaba maquillaje: así tensaba la piel un poco caída de la mandíbula y reducía las bolsas bajo los ojos. Tenía unas arruguitas finas como agujas en el contorno de los labios. Había leído que podían rellenarse con un compuesto sintético inyectable. Se preguntó si se notaría mucho la diferencia; sin duda sería más barato que un estiramiento facial, y a lo mejor Shirley no se daría cuenta. En el espejo, por encima del hombro, vio a Miles quitarse la corbata y la camisa, con el vientre asomando sobre los pantalones.

—¿No te reunías hoy con alguien? ¿Con un representante? —preguntó. Se rascó distraídamente el velludo ombligo mientras estudiaba el interior del armario.

—Sí, pero ha sido un desastre. Su muestrario era una porquería.

A Miles le gustaba lo que ella hacía; había crecido en una casa donde la venta al por menor era el único negocio que importaba de verdad, y nunca había perdido el respeto por el comercio que Howard le había inculcado. Además, el ramo que tocaba Samantha le ofrecía todas las oportunidades del mundo para bromear, y para otras formas menos sutilmente disimuladas de satisfacción personal. Miles nunca parecía cansarse de las mismas ocurrencias graciosas o las mismas alusiones pícaras.

—¿No se adaptaban bien? —quiso saber, dándoselas de entendido.

—El diseño era malo. Y los colores, espantosos.

Samantha se cepilló y recogió el espeso cabello castaño, viendo a través del espejo cómo Miles se ponía unos pantalones de pinzas y un polo. Se sentía con los nervios a flor de piel, a punto de saltar o de echarse a llorar a la menor provocación.

Evertree Crescent quedaba a sólo unos minutos, pero Church Row tenía una empinada cuesta, de manera que fueron en coche. Ya era casi de noche y en lo alto de la calle adelantaron a un hombre envuelto en sombras con la silueta y los andares de Barry Fairbrother; Samantha se llevó una buena impresión y se volvió para mirarlo, preguntándose quién sería. El coche de Miles dobló a la izquierda al final de la calle y luego, apenas un minuto después, a la derecha para entrar en la media luna de casitas de los años treinta.

La casa de Howard y Shirley, una construcción baja de ladrillo y con amplios ventanales, tenía generosas explanadas de césped delante y detrás, que en verano Miles segaba formando franjas. A lo largo de los muchos años que llevaban allí, el matrimonio había añadido faroles, una verja de hierro forjado blanco y macetas de terracota con geranios a ambos lados de la puerta de entrada. También habían colgado un letrero junto al timbre, una pieza de madera redonda y pulida en la que, escrito en negras y antiguas letras góticas, comillas incluidas, ponía «Ambleside».

En ocasiones, Samantha hacía gala de un ingenio cruel a expensas de la casa de sus suegros. Miles toleraba sus burlas, aceptando la implicación de que Samantha y él, con sus suelos y puertas decapados, sus alfombras sobre tablones desnudos, sus láminas enmarcadas y su elegante e incómodo sofá, tenían mejor gusto; pero, en el fondo, prefería la casa donde se había criado. Prácticamente todas las superficies estaban cubiertas por algo suave y afelpado; no había corrientes de aire y los sillones reclinables eran deliciosamente cómodos. En verano, cuando acababa de cortar el césped, Shirley le llevaba una cerveza fría mientras estaba tendido en uno de ellos, viendo el críquet en el televisor de pantalla plana. A veces, una de sus hijas lo acompañaba y se sentaba con él para tomar el helado con salsa de chocolate que Shirley preparaba especialmente para sus nietas.

—Hola, cariño —dijo su madre al abrir la puerta.

Su cuerpo rechoncho y compacto hacía pensar en un pimentero con delantal de encaje. Se puso de puntillas para que su hijo, mucho más alto, pudiera besarla.

—Hola, Sam —saludó entonces, y se volvió antes de agregar—: La cena está casi lista. ¡Howard! ¡Miles y Sam han llegado!

La casa olía a cera para muebles y buena comida. Howard salió de la cocina con una botella de vino en una mano y un sacacorchos en la otra. Con un movimiento suave y bien practicado, Shirley retrocedió hacia el comedor, permitiendo con ello que pasara Howard, que ocupaba casi todo el pasillo, antes de entrar ella en la cocina.

—¡He aquí los buenos samaritanos! —exclamó Howard—. ¿Qué tal el negocio de sostenes, Sammy? Aguanta bien la recesión, ¿no?

—Como sabes, Howard, es un negocio de caídas y rebotes —repuso Samantha.

Howard soltó una carcajada, y Samantha tuvo la certeza de que le habría dado unas palmaditas en el trasero de no haber llevado en las manos el sacacorchos y la botella. Toleraba todos los pellizcos y palmadas de su suegro como muestras inofensivas de exhibicionismo por parte de un hombre demasiado gordo y viejo para hacer nada más; en cualquier caso, a Shirley la irritaba, y eso siempre complacía a Samantha. Su suegra nunca mostraba abiertamente su desagrado; su sonrisa no vacilaba, y tampoco su tono de dulce sensatez, pero un rato después de cualquier comentario levemente lascivo de Howard siempre le arrojaba un dardo envenenado a su nuera, aunque, eso sí, camuflado en algodón de azúcar: una mención de la matrícula cada vez más cara de la escuela de las niñas, un sincero interés por la marcha de la dieta de Samantha, preguntas a Miles sobre si no le parecía que Mary Fairbrother tenía una figura increíblemente bonita. Samantha lo aguantaba todo con una sonrisa, y después castigaba a Miles por ello.

—¡Hola, Mo! —exclamó Miles, entrando antes que Samantha en lo que Howard y Shirley llamaban el salón—. ¡No sabía que venías!

—Hola, guapetón —contestó Maureen con su voz profunda y áspera—. Dame un beso.

La socia de Howard estaba sentada en una esquina del sofá, sosteniendo una copita de jerez. Llevaba un vestido fucsia con medias oscuras y zapatos de charol de tacón alto. Se había ahuecado el cabello negro azabache con litros de laca, y debajo de él se veía una pálida cara de mona, con un grueso manchón de un espantoso pintalabios rosa, que se convirtió en un mohín cuando Miles se inclinó para besarla en la mejilla.

—Estábamos hablando de negocios, de los planes para la nueva cafetería. Hola, Sam, querida —añadió Maureen, y dio unas palmaditas en el sofá—. Oh, qué preciosa estás, y vaya bronceado, ¿todavía te dura de Ibiza? Ven a sentarte a mi lado. Qué susto lo del club de golf. Debió de ser horroroso.

—Sí, lo fue —repuso Samantha.

Y, por primera vez, se encontró contándole a alguien la historia de la muerte de Barry, mientras Miles vacilaba, a la espera de una ocasión para interrumpir. Howard les tendió grandes copas de Pinot Grigio, prestando atención al relato de Samantha. Poco a poco, a la luz del interés de Howard y Maureen, con el alcohol prendiendo un reconfortante fuego en su interior, la tensión que Samantha llevaba dos días acumulando pareció disolverse y se vio reemplazada por una frágil sensación de bienestar.

La acogedora sala estaba impecable. En unos estantes a ambos lados de la chimenea a gas se exhibía una selección de porcelana ornamental, que en casi todos los casos conmemoraba algún hito o aniversario del reinado de Isabel II. Una pequeña librería en el rincón contenía una mezcla de biografías reales y los satinados libros de recetas que abarrotaban también la cocina. Varias fotografías adornaban estantes y paredes: Miles y su hermana pequeña, Patricia, sonreían desde un marco doble con uniformes escolares a juego; las dos hijas de Miles y Samantha, Lexie y Libby, estaban representadas varias veces, de bebés a adolescentes. Samantha figuraba en una sola fotografía de la galería familiar, aunque era una de las más grandes y destacadas. Aparecían Miles y ella el día de su boda, dieciséis años antes. Él se veía joven y apuesto, mirando al fotógrafo con sus penetrantes ojos azules entornados, mientras que ella los tenía cerrados, a medio parpadeo, el rostro de perfil, con una papada provocada por la sonrisa que le ofrecía a otro objetivo. El raso blanco de su vestido, tenso sobre los pechos ya henchidos por el principio del embarazo, la hacía parecer enorme.

Una de las manos como garras de Maureen jugueteaba con la cadena que siempre llevaba al cuello, de la que pendían un crucifijo y la alianza de boda de su difunto marido. Cuando Samantha llegó al punto de la historia en que la doctora le decía a Mary que no habían podido hacer nada, Maureen le puso la mano libre sobre la rodilla y se la oprimió.

—¡La cena está servida! —anunció Shirley.

Aunque no había tenido ganas de acudir, Samantha se sintió mejor que en los últimos dos días. Maureen y Howard la trataban como si fuera una mezcla de heroína e inválida, y ambos le dieron palmaditas en la espalda cuando pasó ante ellos de camino al comedor.

Shirley había atenuado las luces y encendido largas velas que hacían juego con el empapelado y sus mejores servilletas. El vapor que se elevaba de los platos de sopa en la penumbra hacía que la cara ancha y rubicunda de Howard pareciera de otro mundo. Samantha, que casi se había acabado la gran copa de vino, pensó que sería divertido que su suegro anunciara que iban a celebrar una sesión de espiritismo, para pedirle a Barry que relatara por sí mismo los sucesos del club de golf.

—Bueno —dijo Howard con voz grave—, creo que deberíamos brindar por Barry Fairbrother.

Samantha inclinó rápidamente su copa para evitar que Shirley viera que ya se la había bebido casi toda.

—Prácticamente no hay duda de que fue un aneurisma —anunció Miles en cuanto las copas hubieron vuelto a aterrizar en el mantel. Le había ocultado la información incluso a Samantha, y se alegraba de ello, porque podría haberle quitado la primicia en ese mismo momento, mientras hablaba con Maureen y Howard—. Gavin llamó a Mary para transmitirle el pésame del bufete y ponerla al día con respecto al testamento, y Mary se lo confirmó. Básicamente, una arteria de la cabeza se le hinchó hasta reventar. —Había buscado el término en internet, una vez que averiguó cómo se escribía, de vuelta en el despacho tras hablar con Gavin—. Podría haberle pasado en cualquier momento. Al parecer, es un defecto de nacimiento.

—Espantoso —opinó Howard, pero advirtió entonces que Samantha tenía la copa vacía y levantó toda su humanidad de la silla para llenársela.

Shirley tomó una cucharada de sopa con las cejas arqueadas casi hasta el nacimiento del pelo. Samantha, en un acto de rebeldía, bebió un buen trago de vino.

—¿Sabéis qué? —comentó con la lengua un poco pastosa—. Me ha parecido verlo viniendo hacia aquí. En la oscuridad. A Barry.

—Sería uno de sus hermanos —dijo Shirley con desdén—. Son todos muy parecidos.

Pero Maureen intervino con su voz ronca, ahogando la voz de Shirley.

—A mí me pareció ver a Ken la noche después de su muerte. Lo vi con la claridad del día, de pie en el jardín, mirándome a través de la ventana de la cocina. En medio de sus rosas.

Nadie respondió; ya habían oído la historia otras veces. Transcurrió un minuto durante el que no hicieron otra cosa que sorber suavemente, y entonces Maureen volvió a hablar con sus graznidos de cuervo.

—Gavin es bastante amigo de los Fairbrother, ¿no es así, Miles? ¿No juega a squash con Barry? Jugaba, mejor dicho.

—Sí, Barry le daba una paliza semanal. Seguro que Gavin juega fatal; Barry le llevaba diez años.

Los rostros iluminados por las velas de las tres mujeres esbozaron expresiones casi idénticas de displicente diversión. Si algo tenían en común era un interés ligeramente perverso por el joven y nervudo socio de Miles. En el caso de Maureen, se trataba de una simple manifestación de su apetito insaciable por los cotilleos que circulaban en Pagford, y los tejemanejes de un joven soltero eran carne de primera. Shirley sentía un placer especial al oír hablar de las inferioridades e inseguridades de Gavin, porque producían un delicioso contraste con los logros y la autoridad de los dos dioses de su vida, Howard y Miles. Pero, en el caso de Samantha, la pasividad y la cautela de Gavin le despertaban una crueldad felina; anhelaba ver cómo otra mujer lo espabilaba, lo metía en cintura o lo vapuleaba. Ella misma lo acosaba un poco siempre que se veían, y su convicción de que él la encontraba abrumadora y difícil de manejar le daba cierto placer.

—Bueno, ¿y qué tal le va últimamente con esa amiguita suya de Londres? —quiso saber Maureen.

—Ya no está en Londres, Mo. Se ha mudado a Hope Street —respondió Miles—. Y si me preguntas, te diré que él está arrepintiéndose de haberse acercado siquiera a ella. Ya conoces a Gavin. Nació muerto de miedo.

Miles iba unos cursos por encima de Gavin en la escuela, y siempre asomaba cierto paternalismo de delegado de clase cuando hablaba de su socio.

—¿Es una chica morena? ¿De pelo muy corto?

—Sí, ésa es —contestó Miles—. Es asistente social. De las que llevan zapato plano.

—Entonces la hemos visto alguna vez en la tienda, ¿no, How? —comentó Maureen con excitación—. Aunque nunca hubiese dicho que fuera una gran cocinera, por la pinta que tiene.

Después de la sopa vino un lomo de cerdo asado. Con la complicidad de Howard, Samantha se deslizaba suavemente hacia una satisfecha borrachera, pero algo en su interior protestaba con desesperación, como un hombre que se viera arrastrado mar adentro. Trató de ahogarlo con más vino.

Un silencio se extendió sobre la mesa como un mantel limpio, inmaculado y expectante, y en esa ocasión todo el mundo pareció entender que le tocaba a Howard sacar el siguiente tema. Comió un rato, grandes bocados que regaba con vino, aparentemente ajeno a las miradas de todos. Por fin, cuando hubo dejado limpia la mitad del plato, se secó la boca con la servilleta y habló.

—Sí, será interesante ver qué pasa ahora en el concejo. —Se vio obligado a hacer una pausa para contener un potente eructo; por un instante, pareció que iba a vomitar allí mismo. Se dio golpecitos en el pecho—. Perdón. Sí, desde luego va a ser muy interesante. Ahora que Fairbrother no está —adoptando una actitud más formal, volvió a llamarlo por el apellido, como solía hacer—, no creo que ese artículo suyo para el periódico vaya a salir. —Y añadió—: A menos que la Pelmaza se ocupe del asunto, cómo no.

Howard le había puesto a Parminder Jawanda el apodo de «la Pelmaza Bhutto» tras su primera comparecencia como miembro del concejo parroquial. Era una burla extendida entre los anti-Prados.

—Qué cara puso —le comentó Maureen a Shirley—. Vaya cara puso cuando se lo dijimos. Bueno… yo siempre había pensado que… ya sabes…

Samantha aguzó el oído, pero la insinuación de Maureen daba risa, sin duda. Parminder estaba casada con el hombre más guapo de Pagford: Vikram, alto y bien formado, de nariz aguileña, ojos con pestañas espesas y negras y una sonrisa indolente y cómplice. Durante años, Samantha había sacudido la melena y reído más de lo necesario siempre que se paraba en la calle a charlar de tonterías con Vikram, que tenía un cuerpo como el de Miles antes de dejar el rugby y volverse fofo y barrigón.

No mucho después de que se convirtieran en sus vecinos, Samantha había oído que las familias de Vikram y Parminder habían concertado su matrimonio. Semejante idea le había parecido insoportablemente erótica. Imaginar que a alguien le ordenaran casarse con Vikram, verse obligada a hacerlo; había urdido una pequeña fantasía en la que llevaba velo y la hacían pasar a una habitación, una virgen condenada a un destino cruel… Se imaginaba lo que sería levantar la vista y encontrarse con que le había tocado semejante espécimen… Por no mencionar el escalofrío adicional que producía su profesión: tanta responsabilidad le habría proporcionado atractivo sexual a un hombre mucho más feo que él.

(Era Vikram quien le había hecho los cuatro bypass a Howard siete años antes. En consecuencia, Vikram no podía entrar en Mollison y Lowe sin que lo sometieran a un aluvión de jovialidad.

—¡Pase al principio de la cola, por favor, señor Jawanda! Apártense, por favor, señoras… No, señor Jawanda, insisto… Este hombre me salvó la vida, le puso un parche al viejo reloj… ¿Qué querrá hoy, señor Jawanda?

Howard se ocupaba de que Vikram se llevase muestras gratis y cantidades algo mayores de todo lo que compraba. La consecuencia de esa afectación había sido que Vikram prácticamente no volviera a poner un pie en su tienda de delicatessen, o eso creía Samantha.)

Había perdido el hilo de la conversación, pero no importaba. Los demás seguían parloteando sobre algo que había escrito Barry Fairbrother para el periódico local.

—… iba a tener que hablarle sobre ese asunto —espetó Howard—. Fue una forma muy poco limpia de hacer las cosas. Bueno, todo eso ahora es agua pasada.

»En lo que deberíamos estar pensando es en quién va a reemplazar a Fairbrother. No deberíamos subestimar a la Pelmaza, por alterada que esté. Sería un gran error. Probablemente ya anda tratando de engatusar a alguien, de manera que nosotros también hemos de pensar en un sustituto decente. Y cuanto antes mejor. Simple cuestión de buen gobierno.

—¿Qué significa eso exactamente? —quiso saber Miles—. ¿Unas elecciones?

—Sería posible —repuso Howard, dándose aires de sensato estadista—, pero lo dudo. No es más que una vacante. Si no hay interés suficiente en convocar elecciones… Aunque, como he dicho, no debemos subestimar a la Pelmaza… Pero si ella no es capaz de convencer a nueve concejales para que propongan una votación pública, será una simple cuestión de invitar formalmente a un nuevo concejal. En ese caso, necesitaremos los votos de nueve miembros para ratificar la invitación. Con nueve hay quórum. Quedan tres años del mandato de Fairbrother. Vale la pena. Podríamos inclinar totalmente la balanza si sentáramos a uno de los nuestros en su silla.

Howard tamborileó con sus gruesos dedos en la copa de vino, mirando a su hijo al otro lado de la mesa. Shirley y Maureen también miraban a Miles, y Samantha pensó que Miles observaba a su padre como un perro labrador gordo, temblando a la espera de que le echaran una galleta.

Si hubiera estado sobria, habría tardado menos, pero al final Samantha comprendió de qué iba todo aquello, y por qué pendía sobre la mesa un extraño ambiente de celebración. Su embriaguez, hasta entonces liberadora, se volvió de pronto restrictiva, porque no estaba segura de que su lengua se mostrase dócil tras una botella de vino y un largo silencio. Y así, se limitó a pensar las palabras en lugar de pronunciarlas en voz alta.

«Miles, más vale que les digas que primero tienes que discutirlo conmigo.»

VII

Tessa Wall no tenía intención de quedarse mucho rato en casa de Mary —nunca se sentía cómoda dejando a su marido y Fats solos—, pero su visita se había alargado de algún modo hasta las dos horas. La casa de los Fairbrother estaba a rebosar de camas plegables y sacos de dormir; la extensa familia había cerrado filas en torno al tremendo vacío dejado por la muerte, pero ningún nivel de ruido y actividad podía enmascarar el abismo que se había tragado a Barry.

Sola con sus pensamientos por primera vez desde la muerte de su amigo, Tessa recorrió Church Row de vuelta en la oscuridad, con dolor de pies y una rebeca que no la protegía suficientemente del frío. Sólo se oía el rumor de las cuentas de madera de su collar y el sonido amortiguado de los televisores en las casas ante las que pasaba.

De pronto, se preguntó: «¿Barry lo sabía?»

Nunca se le había ocurrido que su marido pudiese haberle contado a Barry el gran secreto de su vida, esa cosa podrida que yacía enterrada en el fondo de su matrimonio. Colin y ella nunca lo hablaban siquiera, aunque había cierto tufo que empañaba muchas conversaciones, sobre todo últimamente.

Esa noche, sin embargo, a Tessa le había parecido captar una velada mirada de Mary al oír mencionar a Fats…

«Estás agotada, imaginas cosas», se reprochó. Los hábitos de secretismo de Colin eran tan intensos, estaban tan arraigados, que nunca se lo habría contado a nadie; ni siquiera a Barry, al que idolatraba. Tessa se horrorizó al pensar que Barry lo hubiera sabido… que el motivo de su amabilidad hacia Colin pudiese haber sido la lástima que le daba lo que ella, Tessa, había hecho…

Cuando entró en la sala de estar, encontró a su marido sentado delante del televisor, con las gafas puestas y las noticias de fondo. Tenía un fajo de papeles impresos en el regazo y un bolígrafo en la mano. Para alivio de Tessa, no había rastro de Fats.

—¿Cómo está Mary?

—Bueno, ya sabes… no muy bien —respondió Tessa. Se dejó caer en una de las viejas butacas con un débil gemido de alivio y se quitó los gastados zapatos—. Pero el hermano de Barry se está portando de maravilla.

—¿En qué sentido?

—Bueno, ya sabes… está echando una mano.

Cerró los ojos y se masajeó la nariz y los párpados con el índice y el pulgar.

—Nunca me ha parecido muy de fiar —oyó decir a Colin.

—¿De veras? —repuso Tessa desde las profundidades de su voluntaria oscuridad.

—Sí. ¿Te acuerdas de cuando dijo que vendría a arbitrar aquel partido contra el instituto de Paxton? ¿Y se desdijo con media hora de antelación y Bateman tuvo que hacerlo por él?

Tessa luchó contra el impulso de estallar. Colin tenía la costumbre de juzgar a la gente basándose en primeras impresiones, en actos aislados. Nunca parecía captar la inmensa mutabilidad de la naturaleza humana, ni apreciar que detrás de cada rostro anodino había un mundo interior inexplorado y único como el suyo.

—Bueno, pues se está portando estupendamente con los niños —dijo con cautela—. Tengo que irme a la cama.

Pero no se movió, permaneció sentada concentrándose en los dolores que sentía en distintas partes del cuerpo: pies, riñones, hombros.

—Tess, he estado pensando.

—¿Hum?

Las gafas empequeñecían los ojos de Colin hasta proporciones de topo, de forma que su frente alta, con entradas y huesuda, se veía aún más pronunciada.

—En todo lo que Barry trataba de hacer en el concejo parroquial. Todas las cosas por las que luchaba. Los Prados, la clínica para drogodependientes… Llevo todo el día pensando en eso. —Inspiró profundamente—. Tengo más o menos decidido que voy a seguir con su obra.

Una oleada de recelos inundó a Tessa y la clavó a la butaca, dejándola momentáneamente sin habla. Se esforzó por mantener una expresión de neutralidad profesional.

—Estoy seguro de que es lo que habría querido Barry —añadió Colin. Tras su extraña excitación se advertía que estaba a la defensiva.

«Barry nunca habría querido, ni por un instante, que hicieras algo así —dijo la voz interior más sincera de Tessa—. Habría sabido que eres la última persona que debería hacerlo.»

—Caramba —repuso—. Bueno, ya sé que Barry era muy… pero supondría un compromiso enorme, Colin. Y Parminder no se ha ido a ninguna parte. Sigue ahí, y todavía trata de hacer todo lo que Barry quería.

«Debería haber llamado a Parminder —pensó Tessa al decir eso, con un nudo de culpabilidad en el estómago—. Dios mío, ¿cómo no se me ha ocurrido llamar a Parminder?»

—Pero necesitará apoyo; no podrá enfrentarse a todos ella sola —insistió Colin—. Y te garantizo que Howard Mollison estará ahora mismo seleccionando a algún títere para reemplazar a Barry. Es probable que ya…

—Oh, Colin…

—¡Apuesto a que ya lo tiene! ¡Ya sabes cómo es! —Los papeles, ignorados, cayeron de su regazo al suelo en una fluida catarata blanca—. Quiero hacer esto por Barry. Retomaré su obra donde él la dejó. Me aseguraré de que todas las cosas por las que trabajó no acaben esfumándose. Conozco los argumentos. Siempre dijo que le habían dado oportunidades que por sí mismo nunca habría tenido, y mira cuánto le devolvió a la comunidad. Estoy decidido a presentarme. Mañana mismo voy a ver qué pasos hay que seguir.

—Muy bien —dijo Tessa.

Años de experiencia le habían enseñado que no convenía oponerse a Colin en los primeros ramalazos de entusiasmo, pues eso no hacía sino afianzarlo en su obcecación. Esos mismos años le habían enseñado a Colin que muchas veces Tessa fingía mostrarse de acuerdo como paso previo a empezar a plantear objeciones. Los intercambios de esa índole siempre estaban imbuidos por el tácito y mutuo recuerdo de aquel secreto largo tiempo enterrado. Tessa sentía que le debía algo a su marido. Colin sentía que su mujer le debía algo.

—Quiero hacer esto de verdad, Tessa.

—Lo comprendo, Colin.

Ella se levantó de la butaca, preguntándose si tendría fuerzas para llegar al piso de arriba.

—¿Vienes a la cama?

—Dentro de un momento. Primero acabaré de echarle un vistazo a esto.

Estaba recogiendo los papeles que había dejado caer; ese temerario proyecto suyo parecía haberlo llenado de una energía febril.

Tessa se desvistió despacio en el dormitorio. Como si la fuerza de la gravedad hubiera aumentado, le costó gran esfuerzo levantar los miembros, lograr que la recalcitrante cremallera obedeciera. Se puso la bata y fue al cuarto de baño, desde donde oyó a Fats moverse por el piso de arriba. Últimamente se sentía sola y exhausta cuando mediaba entre su marido y su hijo, que parecían existir de forma completamente independiente, tan ajenos el uno al otro como un propietario y un inquilino.

Fue a quitarse el reloj, y entonces recordó que el día anterior se lo había olvidado en algún sitio. Qué cansada estaba… no dejaba de perder cosas… y ¿cómo podía haberse olvidado de llamar a Parminder? Llorosa, preocupada y tensa, salió arrastrando los pies camino de la cama.

Miércoles

I

Krystal Weedon durmió las noches del lunes y el martes en el suelo del dormitorio de su amiga Nikki, tras una pelea más encarnizada de lo normal con su madre. Todo había empezado cuando Krystal, después de dar una vuelta con sus amigas por el centro comercial, llegó a casa y encontró a Terri hablando con Obbo en la entrada. En los Prados todos conocían a Obbo, un individuo de cara anodina y abotargada, sonrisa desdentada, gafas de culo de botella y una vieja y mugrienta chaqueta de cuero.

—Me los guardas un par de días, ¿vale, Ter? Y te sacas unos billetes.

—¿Qué te tiene que guardar? —quiso saber Krystal.

Robbie salió de entre las piernas de Terri y se agarró con fuerza a las rodillas de Krystal. A Robbie no le gustaba que fueran hombres a la casa. Y con motivo.

—Nada. Unos ordenadores.

—Dile que no —respondió Krystal.

No quería que su madre tuviera más dinero del imprescindible. Obbo era muy capaz de saltarse un paso y pagarle el favor con una bolsita de caballo.

—No los cojas.

Pero Terri había dicho que sí. Desde que Krystal tenía uso de razón, su madre había dicho que sí a todo y a todos: aceptaba, concedía, toleraba: «Sí, vale, adelante, como quieras, ningún problema.»

Al anochecer, Krystal fue un rato al parque con sus amigas. Estaba tensa e irritable. Era como si no acabara de entender que el señor Fairbrother había muerto; notaba una extraña sensación en el estómago, como si estuvieran pegándole puñetazos, y le daban ganas de arremeter contra alguien. Además, se sentía culpable por haberle robado el reloj a Tessa Wall. Pero ¿por qué la muy estúpida lo había dejado encima de la mesa y había cerrado los ojos? ¿Qué esperaba?

Estar con sus amigas no la ayudó. Jemma no cesaba de chincharla con Fats Wall; al final, Krystal estalló y se le echó encima. Nikki y Leanne tuvieron que sujetarla. Así que Krystal, furiosa, regresó a casa y se encontró con que acababan de llegar los ordenadores de Obbo. Robbie intentaba trepar a las cajas amontonadas en el salón, donde estaba sentada Terri, aturdida casi hasta la inconsciencia y con sus bártulos tirados por el suelo. Tal como temía Krystal, Obbo le había pagado con heroína.

—¡Puta yonqui de mierda! ¡Te van a echar otra vez de la clínica!

Pero la droga transportaba a la madre de Krystal a un lugar donde nada podía alcanzarla. Aunque reaccionó llamando a Krystal «zorra» y «puta», lo hizo con indiferencia, desapasionadamente. Krystal le dio un bofetón, y Terri la mandó a tomar por culo.

—¡Pues ahora te ocupas tú del niño, yonqui asquerosa! —chilló Krystal.

Robbie echó a correr detrás de su hermana por el pasillo, aullando, pero ella le cerró la puerta de la calle en las narices.

A Krystal le encantaba la casa de Nikki. No estaba impecable como la de la abuelita Cath, pero allí el ambiente era más agradable y siempre había un bullicio reconfortante. Nikki tenía dos hermanos y una hermana, así que Krystal dormía sobre un edredón doblado por la mitad entre las camas de las chicas. Las paredes estaban decoradas con recortes de revista que componían un collage de chicos seductores y chicas guapísimas. A Krystal nunca se le había ocurrido adornar las paredes de su dormitorio.

Pero los remordimientos la reconcomían; no podía quitarse de la cabeza la cara aterrada de Robbie cuando le había cerrado la puerta, y por eso volvió a casa el miércoles por la mañana. De todas formas, a la familia de Nikki no le hacía mucha gracia que Krystal durmiera en su casa más de dos noches seguidas. En una ocasión, Nikki le había dicho, con su habitual franqueza, que a su madre no le importaba mientras no ocurriera demasiado a menudo, porque Krystal no podía utilizar su casa como una pensión y, sobre todo, tenía que dejar de presentarse allí pasada la medianoche.

Terri pareció alegrarse como nunca del regreso de Krystal. Le habló de la visita de la nueva asistente social, y su hija, nerviosa, se preguntó qué habría pensado aquella mujer acerca de la casa, que últimamente alcanzaba cotas de mugre sin precedentes. Le preocupaba especialmente que Kay hubiera encontrado a Robbie allí cuando debería haber estado en la guardería, porque el compromiso de Terri de llevar a Robbie al jardín de infancia, adonde había empezado a ir cuando vivía con su madre de acogida, había sido condición fundamental para su vuelta al hogar familiar el año anterior. También la enfurecía que la asistente social hubiera encontrado a Robbie con pañal, con el trabajo que le había costado enseñarle a utilizar el váter.

—¿Y qué ha dicho? —le preguntó a su madre.

—Que volverá otro día.

Eso levantó las sospechas de Krystal. Su asistente social de siempre no tenía inconveniente en dejar en paz a la familia Weedon, en no interferir demasiado en su vida. Era despistada y desorganizada, confundía a menudo sus nombres y sus circunstancias con los de otras personas a su cargo, y aparecía cada quince días sin otra intención aparente que comprobar si Robbie seguía con vida.

Esa nueva amenaza empeoró el mal humor de Krystal. Cuando no estaba drogada, a Terri la intimidaba la furia de su hija, y dejaba que ésta la mangoneara. Aprovechando al máximo su pasajera autoridad, Krystal le ordenó que se pusiera algo decente; también obligó a Robbie a ponerse unos calzoncillos limpios, le advirtió que no podía hacerse pipí encima y lo llevó a la guardería. El niño empezó a berrear al ver que su hermana se iba; ésta al principio se enfadó, pero luego se agachó y le prometió que iría a buscarlo a la una, y entonces él la dejó marchar.

Ese día Krystal se saltó las clases, pese a que el miércoles era su día favorito —tenía orientación y dos horas de educación física—, y se dedicó a limpiar un poco la casa. Echó desinfectante con aroma a pino por toda la cocina y tiró los restos de comida y las colillas a la basura. Escondió la lata de galletas donde Terri guardaba sus bártulos y metió los ordenadores que quedaban (ya habían pasado a recoger tres) en el armario del pasillo.

Mientras desincrustaba restos de comida de los platos, Krystal seguía pensando en el equipo de remo. Si el señor Fairbrother no hubiera muerto, al día siguiente habría tenido entrenamiento. Él casi siempre la llevaba y luego la acompañaba a casa en el monovolumen, puesto que Krystal no tenía otra forma de desplazarse hasta el canal de Yarvil. Las hijas gemelas de Barry Fairbrother, Niamh y Siobhan, y Sukhvinder Jawanda también iban en el coche. Krystal no se relacionaba con esas tres chicas dentro del horario escolar pero, desde que estaban el equipo de remo, siempre se decían «¿Qué tal?» cuando se cruzaban en los pasillos. Al principio Krystal pensó que la mirarían por encima del hombro, pero cuando las conoció mejor le pareció que no estaban tan mal. Le reían los chistes, imitaban algunos de sus latiguillos y frases comodín. De alguna manera, Krystal era la líder del equipo.

En la familia de Krystal nadie había tenido nunca coche. Si se concentraba, podía oler el interior del monovolumen, incluso en la apestosa cocina de Terri. Le encantaba aquel olorcillo a plástico nuevo. Jamás volvería a subirse a aquel coche. Algunas veces también habían ido en un minibús de alquiler, cuando Fairbrother debía llevar al equipo completo; y en ocasiones, cuando competían contra escuelas de localidades lejanas, habían pasado la noche fuera. El equipo había cantado Umbrella, la canción de Rihanna, en los asientos del fondo del autobús: se había convertido en su ritual de la suerte, su sintonía, y Krystal se encargaba de interpretar el solo de rap de Jay-Z del principio. Fairbrother se había desternillado la primera vez que la oyó cantarlo:

Uh huh uh huh, Rihanna…

Good girl gone bad—

Take three—

Action.

No clouds in my storms…

Let it rain, I hydroplane into fame

Comin’ down with the Dow Jones…[2]

Krystal nunca había entendido la letra.

Cuby Wall les había escrito una circular a todas para comunicarles que el equipo no volvería a remar hasta que encontraran un nuevo entrenador, pero era evidente que nunca lo encontrarían, así que aquello era una tomadura de pelo, y todas lo sabían.

El equipo era un proyecto personal del señor Fairbrother. Krystal había tenido que soportar los insultos de Nikki y las demás por participar en él. Al principio, su desdén ocultaba incredulidad, pero más adelante también admiración, porque el equipo había ganado varias medallas (Krystal guardaba las suyas en una caja que había robado en casa de Nikki. Era muy dada a meterse en los bolsillos cosas de personas que le caían bien. Esa caja de plástico decorada con rosas, por ejemplo, en realidad era un joyero de juguete. En ella había guardado el reloj de Tessa).

Lo mejor había sido ganarles a aquellas cabronas estiradas del St. Anne; aquel día fue el mejor de la vida de Krystal, sin duda. La directora felicitó al equipo ante todo el instituto en la siguiente reunión de alumnos y profesores (Krystal pasó un poco de nervios, porque Nikki y Leanne se habían reído), y todos las aplaudieron. Que Winterdown le hubiera dado una paliza al St. Anne era todo un hito.

Pero todo eso había pasado a la historia: los trayectos en coche, los entrenamientos de remo, las entrevistas para el periódico local. A Krystal la había atraído la idea de volver a salir en el periódico. El señor Fairbrother le había dicho que estaría con ella cuando la entrevistaran. Ellos dos solos.

—Pero ¿de qué querrán que les hable?

—De tu vida. Les interesa tu vida.

Como las famosas. Krystal no tenía dinero para comprarse revistas, pero las hojeaba en casa de Nikki y en el consultorio médico cuando llevaba a Robbie. Esa vez habría sido mejor que salir en el periódico junto con las otras chicas del equipo. Esa perspectiva la había emocionado mucho, pero consiguió callarse y no presumir de ello con Nikki ni Leanne, porque quería sorprenderlas. Suerte que no les había comentado nada. Nunca volvería a salir en el periódico.

Notaba un vacío en el estómago. Intentó no seguir pensando en Fairbrother mientras iba por la casa limpiando con poca habilidad pero obstinadamente. Entretanto, su madre, sentada en la cocina, fumaba y miraba por la ventana de atrás.

Poco antes del mediodía, una mujer aparcó un viejo Vauxhall azul ante la casa. Krystal la vio por la ventana del dormitorio de Robbie. De pelo oscuro y muy corto, llevaba pantalones negros, un collar étnico de cuentas y un inmenso bolso de mano que parecía lleno de carpetas colgado del hombro.

Krystal bajó a toda prisa la escalera.

—¡Me parece que es ella! —le gritó a Terri, que seguía en la cocina—. ¡La asistente!

La mujer llamó a la puerta y Krystal abrió.

—Hola. Soy Kay, la sustituta de Mattie. Tú debes de ser Krystal.

—Sí. —No se molestó en devolverle la sonrisa.

La acompañó al salón y se fijó en cómo contemplaba el precario orden recién impuesto: el cenicero vacío, y los trastos que el día anterior invadían todos los espacios estaban apretujados en las baldas de una estantería desvencijada. La moqueta seguía sucia, porque el aspirador estaba estropeado, y la toalla y la pomada de zinc se habían quedado en el suelo, junto con un cochecito de Robbie encima del tarro de pomada. Krystal había intentado distraer al pequeño con el cochecito mientras le restregaba la pomada en las nalgas.

—Robbie está en la guardería —anunció Krystal—. Lo he llevado yo. Ya le he puesto los calzoncillos. Es que ella siempre vuelve a ponerle pañales. Ya le he dicho que no lo haga. Y le he puesto crema en el culo. Se le curará, sólo lo tiene un poco rojo.

Kay volvió a sonreírle. Krystal se asomó por la puerta y llamó:

—¡Mamá!

Terri salió de la cocina y fue a reunirse con ellas. Llevaba una sudadera y unos vaqueros viejos y sucios; su aspecto mejoraba cuando se cubría un poco.

—Hola, Terri —saludó Kay.

—¿Qué tal? —repuso, y dio una profunda calada al cigarrillo.

—Siéntate —le ordenó Krystal, y su madre obedeció, enroscándose en la misma butaca que la vez anterior—. ¿Quiere una taza de té o algo? —le ofreció entonces a la asistente.

—Me encantaría, gracias. —Kay se sentó y abrió su carpeta.

Krystal fue rápidamente a la cocina y escuchó con atención para no perderse qué le decía la tal Kay a su madre.

—Supongo que no esperabas volver a verme tan pronto, Terri —oyó decir a Kay (tenía un acento raro: parecía de Londres, como el de aquella niña pija que acababa de llegar al instituto y ponía cachondos a la mitad de los chicos)—, pero ayer me quedé muy preocupada por Robbie. Me ha dicho Krystal que hoy ha ido a la guardería.

—Sí —confirmó Terri—. Lo ha llevado ella. Ha vuelto esta mañana.

—¿Ha vuelto? ¿De dónde?

—Estaba en… Me quedé a dormir en casa de una amiga —explicó Krystal, regresando presurosa a la sala para contestar personalmente.

—Sí, pero ha vuelto esta mañana —insistió Terri.

Krystal volvió a la cocina para ocuparse del té. Cuando rompió a hervir el agua, el ruido le impidió distinguir lo que hablaban en la sala. Tan deprisa como pudo, echó leche en las tres tazas, en las que ya había metido las bolsitas de té, y las llevó, muy calientes, al salón. Llegó a tiempo para oír decir a Kay:

—… ayer hablé con la señora Harper, la directora de la guardería…

—Esa guarra… —murmuró Terri.

—Aquí tiene —terció Krystal, dejando las tazas de té en el suelo y girando una para que el asa apuntara hacia la asistente social.

—Muchas gracias. Terri, la señora Harper me dijo que Robbie ha faltado mucho estos tres últimos meses. Hace tiempo que no va una semana entera, ¿verdad?

—¿Qué? —se extrañó Terri—. No, no ha faltado. Sí va. Sólo faltó ayer. Y cuando estuvo enfermo.

—¿Cuándo fue eso?

—¿Qué? Hace un mes… o mes y medio. Más o menos.

Krystal se sentó en el brazo de la butaca de su madre. Miró con hostilidad a Kay desde su posición elevada, mascando chicle enérgicamente, los brazos cruzados igual que Terri. La asistente se había abierto una gruesa carpeta sobre el regazo, y Krystal odiaba las carpetas. Odiaba todo eso que se escribía sobre la gente y que se guardaba para después utilizarlo en su contra.

—A Robbie lo llevo yo a la guardería —dijo—. Cuando voy al instituto.

—Bueno, pues según la señora Harper, la asistencia de Robbie ha descendido mucho —insistió Kay, repasando las notas que había tomado después de su conversación con la directora del jardín de infancia—. El caso es, Terri, que el año pasado, cuando te devolvieron a Robbie, te comprometiste a llevarlo a la guardería.

—¡Qué coño! Yo no…

—Cállate, ¿vale? —le espetó Krystal. Y dirigiéndose a Kay—: Es que estaba enfermo, tenía las amígdalas hinchadas, el médico le recetó antibióticos.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hará unas tres semanas. Pero ahora…

—Ayer, cuando vine —dijo Kay dirigiéndose otra vez a la madre de Robbie (Krystal mascó enérgicamente y se abrazó el torso como si quisiera protegerse las costillas)—, me pareció que te costaba mucho atender las necesidades de Robbie, Terri.

Krystal miró a su madre. Su muslo era el doble de ancho que el de Terri.

—Que yo no… que yo nunca… —Pero lo pensó mejor—. Robbie está bien.

Una sospecha ensombreció la mente de Krystal como la sombra del buitre que sobrevuela a su presa.

—Terri, ayer cuando vine, habías consumido, ¿verdad?

—¡Qué coño! Eso es una puta… ¡Eres una puta mentirosa! No me había chutado, joder.

Krystal notaba una opresión en el pecho y le zumbaban los oídos. Obbo debía de haberle pasado a su madre no sólo una dosis sino unas cuantas. La asistente social debía de haberla encontrado completamente ciega. Terri daría positivo en Bellchapel la próxima vez, y volverían a darle la patada.

(Y sin metadona, recaerían en aquella situación de pesadilla en que Terri se tornaba salvaje y abría su desdentada boca para mamársela a cualquier desconocido con tal de poder saciar la sed de sus venas. Y volverían a llevarse a Robbie, y esa vez quizá para siempre. Krystal llevaba en el bolsillo una fotografía de su hermano con un año, en un corazoncito de plástico rojo prendido del llavero. Su corazón auténtico empezó a latir como cuando remaba a tope, tirando y tirando de los remos para vencer la resistencia del agua, los músculos ardiéndole, viendo a las otras remeras deslizarse hacia atrás…)

—¡Me cago en la puta! —gritó, pero nadie la oyó, porque Terri seguía gritándole a Kay, que continuaba sentada con la taza en las manos, impasible.

—¡No me he chutado, joder, no tienes ninguna prueba…!

—¡Eres gilipollas! —soltó Krystal levantando aún más la voz.

—¡Que no me he chutado, coño! ¡Es mentira! —chilló Terri como un animal atrapado en una red, retorciéndose, enredándose cada vez más—. Que no me he vuelto a chutar, ¿vale? Que nunca…

—¡Te van a echar otra vez de la puta clínica, gilipollas!

—¡A mí no me grites!

—Muy bien —dijo Kay en voz alta para hacerse oír por encima de la lluvia de exabruptos; dejó su taza en el suelo y se levantó, asustada por lo que había desatado, y entonces gritó—: ¡Terri! —con verdadera alarma, porque la mujer se había incorporado en la butaca para ponerse medio en cuclillas en el otro brazo, de cara a su hija; gritaban con las narices casi tocándose, como dos gárgolas—. ¡Krystal! —añadió al ver que la chica alzaba un puño.

Krystal se levantó bruscamente de la butaca y se apartó de su madre. La sorprendió notar algo húmedo y caliente resbalándole por las mejillas; pensó que era sangre, pero eran lágrimas, sólo lágrimas, transparentes y brillantes en las yemas de sus dedos cuando se las enjugó.

—Muy bien —repitió Kay, cada vez más nerviosa—. Vamos a calmarnos, por favor.

—Cálmate tú, tía —le espetó Krystal.

Temblando, se secó la cara con el antebrazo y luego se acercó de nuevo a la butaca de su madre.

Terri se encogió, pero su hija se limitó a agarrar el paquete de tabaco; sacó de él un mechero y el último cigarrillo y lo encendió. Dando caladas, fue hasta la ventana y se colocó de espaldas, tratando de contener las lágrimas antes de que volvieran a desbordarse.

—Vale —dijo Kay, que seguía de pie—. A ver si podemos hablar tranquilamente…

—Vete a la mierda —le espetó Terri con voz apagada.

—El que nos importa es Robbie —prosiguió Kay, todavía de pie; no se atrevía a relajarse—. Si estoy aquí es por eso. Para asegurarme de que Robbie está bien.

—Vale, ha faltado a la guardería —dijo Krystal desde la ventana—. Tampoco es ningún crimen, joder.

—Ningún crimen, joder —repitió la madre como un débil eco.

—No se trata sólo de la guardería —dijo Kay—. Ayer, cuando lo vi, Robbie estaba incómodo y escocido. Es demasiado mayor para llevar pañales.

—¡Que ya le he quitado el puto pañal! ¡Ya te he dicho que ahora lleva calzoncillos! —le espetó Krystal, furiosa.

—Lo siento, Terri —insistió la asistente—, pero ayer no estabas en condiciones de ocuparte tú sola de un niño pequeño.

—Que yo no he…

—Por mí puedes seguir empeñada en que no has consumido —la atajó Kay, y por primera vez Krystal percibió algo real y humano en la voz de aquella mujer: fastidio, exasperación—. Pero en la clínica te harán análisis. Y sabes perfectamente que vas a dar positivo. Dicen que es tu última oportunidad, que si fallas volverán a echarte.

Terri se secó los labios con el dorso de la mano.

—Mira, ya veo que ninguna de las dos quiere perder a Robbie…

—¡Pues entonces no nos lo quites, joder! —saltó Krystal.

—No es tan sencillo —continuó Kay. Se sentó, recogió la pesada carpeta, que se le había caído al suelo, y volvió a ponérsela sobre las rodillas—. El año pasado, cuando te devolvieron a Robbie, habías dejado la heroína. Te comprometiste a no consumir y a seguir el tratamiento, y aceptaste otras condiciones, como llevar al pequeño a la guardería.

—Y lo llevé…

—Un tiempo —precisó Kay—. Lo llevaste un tiempo, pero un esfuerzo aislado no basta, Terri. Después de lo que vi ayer cuando vine, y después de hablar con tu asistente de toxicómanos y con la señora Harper, me temo que tendremos que volver a estudiar la situación.

—¿Y eso qué quiere decir? —terció Krystal—. Otra puta revisión del caso, ¿eh? ¿Y para qué? ¡Para tocar los cojones! Robbie está bien, yo me ocupo de él… ¡Que te calles, joder! —le gritó a su madre, que intentaba interrumpirla desde la butaca—. Ella no… Yo me ocupo de él, ¿vale? —le soltó a Kay, muy colorada, los ojos perfilados con kohl anegados en lágrimas de rabia, dándose en el pecho con un dedo.

Krystal había ido a visitar a Robbie con regularidad a la casa de su familia de acogida durante el mes que el crío pasó allí. El niño la abrazaba, le pedía que se quedara a cenar, lloraba cuando su hermana se marchaba. Para ella había sido como si le arrancaran el corazón y se lo quedaran como rehén. Krystal habría preferido que hubieran llevado a Robbie a casa de la abuelita Cath, como hacían con ella cuando era pequeña cada vez que Terri se derrumbaba. Pero la abuelita Cath ya era muy mayor y estaba delicada de salud, no tenía tiempo para ocuparse de Robbie.

—Ya sé que quieres a tu hermano y que haces todo lo que puedes por él, Krystal —continuó Kay—, pero no eres su tutora legal…

—¿Y por qué no? ¡Soy su hermana, joder!

—Vale ya —dijo Kay con firmeza—. Mira, Terri, creo que tenemos que afrontar la realidad. En Bellchapel te echarán del programa si te presentas allí diciendo que estás limpia y luego das positivo en los análisis. Eso me lo dejó muy claro por teléfono tu asistente de toxicómanos.

Encogida en la butaca, aquella extraña mezcla de niña y anciana con la boca desdentada, Terri miraba al vacío con gesto de aflicción.

—Creo que la única manera de evitar que te echen sería que admitieras haber consumido, reconocieras tu error y te comprometieras a reformarte.

Terri se limitó a mirarla fijamente. Mentir era la única forma que conocía de enfrentarse a sus muchos acusadores. «Sí, vale, claro que sí, como quieras»; y luego: «No, yo no, yo nunca, yo jamás…»

—¿Tenías algún motivo concreto para consumir heroína esta semana, cuando ya estás tomando una dosis muy alta de metadona?

—Sí —terció Krystal—. Sí: que vino Obbo, y mi madre nunca le dice que no a nada.

—Que te calles —dijo Terri sin acalorarse.

Parecía querer asimilar lo que estaba proponiéndole Kay, aquel extraño y peligroso consejo de que admitir la verdad podía beneficiarla.

—¿Obbo? —repitió Kay—. ¿Quién es Obbo?

—El puto camello —contestó Krystal.

—¿Tu camello? —preguntó Kay.

—Cállate —volvió a ordenarle Terri a su hija.

—Pero ¿por qué coño no le dijiste que no? —la increpó Krystal.

—Vale ya —zanjó Kay—. Terri, voy a volver a llamar a tu asistente para toxicómanos. Intentaré persuadirla de que sería beneficioso para la familia que no abandonaras el programa.

—¿Ah, sí? —dijo Krystal, perpleja.

Kay le parecía una borde, más borde que aquella madre de acogida, con su cocina inmaculada, que hablándole con dulzura sólo conseguía que se sintiera una desgraciada.

—Sí. Pero ten en cuenta, Terri, que para nosotros, para el equipo de Protección de la Infancia, esto es muy grave. Vamos a tener que vigilar muy de cerca la situación familiar de Robbie. Necesitaremos comprobar que hay un cambio, Terri.

—Vale, tía —repuso Terri, consintiendo como solía hacer, con todo y con todos.

Pero Krystal intervino:

—Sí, vale. Lo hará. Yo la ayudaré. Lo hará.

II

Shirley Mollison iba al hospital South West General de Yarvil todos los miércoles. Allí, ella y varios voluntarios más realizaban tareas no médicas, como pasar el carrito de los libros entre las camas, arreglar las flores de los pacientes y bajar a la tienda del vestíbulo cuando los que no podían levantarse y no recibían visitas necesitaban algo. La actividad favorita de Shirley era ir de cama en cama con su sujetapapeles y su tarjeta de identificación plastificada anotando los pedidos de las comidas. Un día, una administrativa del hospital la había confundido con una doctora examinando pacientes.

La idea de trabajar de voluntaria se le había ocurrido durante la conversación más larga que había mantenido en su vida con Julia Fawley, en una de aquellas maravillosas fiestas de Navidad celebradas en la mansión Sweetlove. Aquel día se había enterado de que Julia recaudaba fondos para el ala de Pediatría del hospital local.

—Lo que nos vendría bien sería una visita real —había dicho Julia mirando por encima del hombro de Shirley, hacia la puerta—. Voy a pedirle a Aubrey que hable con Norman Bailey. Perdóname, tengo que saludar a Lawrence…

Shirley se quedó de pie junto al piano de cola diciéndole «Sí, claro, claro» a nadie. No tenía ni idea de quién era Norman Bailey, pero estaba entusiasmada. Al día siguiente, sin mencionarle ni siquiera a Howard lo que tenía planeado, llamó por teléfono al hospital South West General y preguntó qué había que hacer para trabajar de voluntaria. Después de que le dijeran que los únicos requisitos eran tener buen carácter, sentido común y piernas fuertes, había pedido un impreso de solicitud.

Trabajar de voluntaria le había abierto todo un mundo nuevo y maravilloso. En el sueño que Julia Fawley, sin saberlo, le había brindado junto al piano de cola, Shirley se veía con las manos recogidas con recato y la tarjeta plastificada colgada del cuello, mientras la reina avanzaba pausadamente ante una fila de ayudantes sonrientes. Shirley hacía una reverencia perfecta; a la reina le llamaba la atención y se detenía a charlar con ella; felicitaba a Shirley por la generosidad con que empleaba su tiempo libre… El destello de un flash, una fotografía, y los periódicos al día siguiente: «La reina conversa con la voluntaria de hospital Shirley Mollison…» A veces, cuando se concentraba mucho en esa escena imaginaria, la invadía una sensación que rayaba en lo místico. Trabajar de voluntaria en el hospital le había proporcionado una flamante arma para reducir las pretensiones de Maureen. Al pasar de dependienta a socia, como una Cenicienta, la viuda de Ken empezó a darse unos aires que a Shirley (pese a soportarlo todo con una falsa sonrisa de inocencia) la sacaban de quicio. Pero Shirley había reconquistado su superioridad; ella no trabajaba para ganar dinero, sino porque se lo pedía su bondadoso corazón. Trabajar de voluntaria confería estilo; era lo que hacían las mujeres que no necesitaban ingresos adicionales, las mujeres como ella y Julia Fawley. Además, el hospital le ofrecía acceso a una inagotable mina de cotilleos con que sofocar la tediosa cháchara de Maureen sobre la nueva cafetería.

Esa mañana, con voz firme, Shirley le había expresado a la supervisora de voluntarios su preferencia por la sala 28, y la enviaron a la unidad de Oncología. La única amiga que tenía entre el personal de enfermería trabajaba en la sala 28; algunas de las enfermeras más jóvenes eran a veces bruscas y prepotentes con las voluntarias, pero Ruth Price, que volvía a trabajar desde hacía poco tras un paréntesis de dieciséis años, se había mostrado encantadora desde el primer día. Como decía Shirley, ambas eran mujeres de Pagford, y eso las unía.

(Aunque la verdad era que Shirley no había nacido en Pagford. Su hermana menor y ella habían crecido en un piso pequeño y destartalado de Yarvil. La madre bebía mucho; no había llegado a divorciarse del padre, al que nunca veían. Todos los hombres del barrio, curiosamente, sabían el nombre de pila de la madre de Shirley, y sonreían con sorna cuando lo pronunciaban. Pero de eso hacía mucho tiempo, y Shirley era de los que creían que el pasado se desintegraba si nunca se lo mencionaba. No quería recordar.)

Shirley y Ruth se saludaron cariñosamente, pero esa mañana había mucho trabajo y sólo tuvieron tiempo para un breve intercambio sobre la muerte repentina de Barry Fairbrother. Quedaron para comer juntas a las doce y media, y Shirley fue presurosa a buscar el carrito de los libros.

Estaba de un humor estupendo. Veía el futuro con tanta claridad como si ya hubiera sucedido. Howard, Miles y Aubrey Fawley se unirían para desembarazarse de los Prados de una vez por todas y, para celebrarlo, cenarían en la mansión Sweetlove…

A Shirley esa casa le parecía preciosa: el extenso jardín con su reloj de sol, sus setos artísticamente podados y sus estanques; el ancho pasillo revestido de paneles de madera; la gran fotografía con marco de plata sobre el piano de cola, en la que aparecía el propietario bromeando con la princesa, la hija mayor de la reina. Nunca había detectado prepotencia en la actitud de los Fawley hacia su marido y ella, aunque era cierto que había demasiados aromas compitiendo por llamar su atención cada vez que se acercaba a la órbita de los Fawley. Los imaginaba a los cinco sentados a la mesa en una cena privada servida en una de aquellas deliciosas salitas: Howard al lado de Julia, ella a la derecha de Aubrey, y Miles entre ellos dos. (En la fantasía de Shirley, Samantha siempre estaba retenida en algún otro sitio.)

Shirley y Ruth se encontraron junto a la nevera de los yogures a las doce y media. La bulliciosa cafetería del hospital todavía no estaba tan abarrotada como lo estaría a la una, y la enfermera y la voluntaria encontraron sin dificultad una mesa para dos, pegajosa y cubierta de migas, contra la pared.

—¿Cómo está Simon? ¿Y los niños? —preguntó Shirley después de que Ruth limpiara la mesa, y cuando hubieron traspasado a ella el contenido de sus bandejas y se hubieron sentado una enfrente de la otra, dispuestas a empezar a charlar.

—Simon está bien, gracias. Hoy nos traen el ordenador nuevo. Los chicos están impacientes, ya te lo puedes imaginar.

Aquello no era del todo cierto. Andrew y Paul tenían cada uno un portátil barato; el PC estaba en un rincón de su pequeña sala de estar y ninguno de los dos lo tocaba, preferían no hacer nada que supusiera estar cerca de su padre. Ruth siempre le hablaba de ellos a Shirley como si fueran mucho más pequeños de lo que eran en realidad: dóciles, manejables, fáciles de distraer. Quizá con eso intentara quitarse años, subrayar la diferencia de edad entre Shirley y ella —que era de casi dos décadas— para que parecieran, aún más, madre e hija. La madre de Ruth había muerto diez años atrás; echaba en falta la presencia de una mujer mayor que ella en su vida, y Shirley le había insinuado que la relación con su hija no era tan buena como desearía.

—Miles y yo siempre hemos estado muy unidos. Patricia, en cambio, siempre ha tenido un carácter bastante difícil. Ahora vive en Londres.

Ruth se moría de ganas de saber más, pero había una cualidad que ambas compartían y admiraban en la otra: una refinada discreción, la preocupación por ofrecer al mundo una apariencia de serenidad. Por tanto, Ruth dejó a un lado su curiosidad, aunque no sin la secreta esperanza de descubrir a su debido tiempo por qué Patricia era tan difícil.

La simpatía instantánea que habían sentido Shirley y Ruth se basaba en el reconocimiento mutuo de que ambas eran iguales, mujeres cuyo orgullo más profundo radicaba en haber conseguido y conservado el afecto de su marido. Como los masones, compartían un código fundamental, y de ahí que se sintieran seguras cuando estaban juntas, como no les ocurría con otras mujeres. Su complicidad resultaba aún más placentera por estar aderezada con cierta sensación de superioridad, ya que, en el fondo, ambas compadecían a la otra por su elección de marido. Para Ruth, Howard era físicamente grotesco, y le costaba entender que su amiga, que conservaba una belleza delicada pese a estar un poco rellenita, hubiera accedido a casarse con él. A Shirley, que no recordaba conocer a Simon ni siquiera de vista, que nunca había oído que se lo mencionara en relación con los asuntos más elevados de Pagford, y que sabía que Ruth carecía de la vida social más elemental, el marido de su amiga le parecía un inepto excesivamente dado a recluirse.

—Pues vi cómo Miles y Samantha traían a Barry —dijo Ruth, abordando el tema principal sin preámbulos. Era bastante menos sutil que Shirley y le costaba disimular su interés por los cotilleos de Pagford, de los que se veía privada en lo alto de la colina donde vivía, aislada por el carácter insociable de Simon—. ¿Es verdad que lo vieron morir?

—Ya lo creo. Estaban cenando en el club de golf. Ya sabes, el domingo por la noche las niñas vuelven al internado, y Sam prefiere cenar fuera, porque la cocina no es su fuerte…

Poco a poco, en aquellos descansos para el café, Ruth fue enterándose de la verdad sobre el matrimonio de Miles y Samantha. Shirley le contó que su hijo no había tenido más remedio que casarse con Samantha porque ella se había quedado embarazada de Lexie.

—Lo han hecho lo mejor posible —suspiró Shirley exhibiendo su coraje—. Miles hizo lo que tenía que hacer; yo no habría aceptado otra solución. Las niñas son encantadoras. Es una lástima que Miles no haya tenido un hijo varón, porque habría sido estupendo con él. Pero Sam no quería ni oír hablar de un tercer embarazo.

Ruth guardaba como un tesoro cada crítica velada que Shirley hacía de su nuera. Le había tomado verdadera aversión a Samantha años atrás, el día que Ruth acompañó a su hijo Andrew, por entonces de cuatro años, a la clase de párvulos del St. Thomas, donde encontró a Samantha con su hija Lexie. Con su estridente risa, su insondable escote y su afición a gastarles bromas subidas de tono a los padres de la escuela, Ruth vio en ella una grave amenaza. Durante años, había observado con desdén cómo Samantha resaltaba sus enormes pechos cuando hablaba con Vikram Jawanda en las reuniones de padres, y siempre alejaba de ella a Simon, llevándoselo por los laterales del aula, para que no tuvieran ocasión de hablar.

Shirley seguía refiriendo el relato de segunda mano del último viaje de Barry, poniendo énfasis en la rapidez con que Miles había llamado a la ambulancia, en cómo había consolado a Mary Fairbrother, en cómo se había empeñado en quedarse con ella en el hospital hasta que llegaran los Wall. Ruth escuchaba atentamente, aunque con cierta impaciencia; su amiga resultaba más entretenida cuando enumeraba los defectos de Samantha que cuando ensalzaba las virtudes de Miles. Además, se moría de ganas de contarle una cosa importante. Así que, en cuanto Shirley llegó al punto en que Miles y Samantha cedían el escenario a Colin y Tessa Wall, Ruth se coló con decisión:

—Entonces ha quedado una plaza libre en el concejo parroquial.

—Se llama plaza vacante —le aclaró Shirley gentilmente.

Ruth inspiró hondo.

—Simon se está planteando presentarse como candidato —anunció entonces con voz emocionada.

Shirley sonrió maquinalmente, arqueó las cejas en un gesto de educada sorpresa y tomó un sorbo de té para ocultar su cara. Ruth no advirtió que sus palabras habían turbado a su amiga. Daba por hecho que a ésta le encantaría imaginarse a sus maridos sentados juntos en el concejo parroquial, y abrigaba vagas esperanzas de que la ayudara a ver cumplido ese objetivo.

—Me lo contó anoche —continuó Ruth, dándose importancia—. Lleva un tiempo planteándoselo.

Ruth había alejado de su pensamiento otras cosas que había mencionado Simon, como la posibilidad de aceptar sobornos de Grays para que siguieran asignándoles contratas; hacía lo mismo con todas las artimañas de su marido, con sus pequeños delitos.

—No sabía que a Simon le interesara implicarse en el gobierno local —comentó Shirley con simpatía.

—Ah, pues sí —dijo Ruth, aunque ella tampoco lo sabía—, está entusiasmado con la idea.

—¿Sabes si ha hablado con la doctora Jawanda? —indagó Shirley, y bebió otro sorbo de té—. ¿Ha sido ella quien le ha propuesto presentarse?

Esa pregunta desconcertó a Ruth, y la perplejidad se le reflejó en la cara.

—No, no creo que… Hace una eternidad que Simon no va al médico. Bueno, quiero decir que está muy bien de salud.

Shirley sonrió. Si Simon actuaba solo, sin el apoyo de la facción encabezada por Jawanda, seguramente la amenaza que planteaba era insignificante. Hasta se compadeció de Ruth, pues le aguardaba una desagradable sorpresa. A Shirley, que conocía a todas las personas importantes de Pagford, le habría costado reconocer al marido de Ruth si lo hubiera visto entrar en la tienda de delicatessen: ¿quién demonios creía la pobre Ruth que iba a votarlo? Por otra parte, Shirley sabía que había una pregunta rutinaria que Howard y Aubrey agradecerían que formulara.

—Simon ha vivido siempre en Pagford, ¿verdad?

—No, no. Nació en los Prados —dijo Ruth.

—Ah.

Retiró la tapa de papel de aluminio del yogur, cogió una cucharada y se la metió en la boca con aire pensativo. Era bueno saber, independientemente de sus perspectivas electorales, que había muchas probabilidades de que Simon tuviera tendencias pro-Prados.

—¿Cómo presentas tu candidatura, a través de la página web? —preguntó Ruth, sin perder la esperanza de un último impulso de entusiasmo y apoyo.

—Sí, creo que sí —respondió Shirley de forma imprecisa.

III

Andrew, Fats y veintisiete alumnos más pasaron la última hora de la tarde del miércoles en lo que Fats llamaba «matemáticas para tarugos». Se trataba del penúltimo grupo de matemáticas, asignado a la profesora más incompetente del departamento: una joven con la cara llena de manchas, recién salida de la escuela de Magisterio, incapaz de mantener el orden y a la que los alumnos ponían a menudo al borde de las lágrimas. A Fats, que el año anterior se había propuesto rendir por debajo de su capacidad, lo habían bajado del primer grupo de la lista a matemáticas para tarugos. Andrew, a quien los números nunca se le habían dado bien, vivía con el temor de que lo bajaran al último grupo, con Krystal Weedon y su primo Dane Tully.

Andrew y Fats se sentaron juntos al fondo del aula. De tanto en tanto, cuando se cansaba de distraer a la clase con sus payasadas o alterar aún más el ambiente, Fats enseñaba a Andrew a hacer una suma. El ruido era ensordecedor. La señorita Harvey gritaba para hacerse oír por encima del vocerío, suplicándoles que se callaran. Las hojas de ejercicios estaban pintarrajeadas y llenas de dibujos obscenos; los alumnos no paraban de levantarse y acercarse a otros pupitres, arrastrando ruidosamente las sillas; pequeños misiles volaban por el aula siempre que la señorita Harvey volvía la cabeza. A veces, Fats buscaba excusas para pasearse imitando los andares de Cuby, cabeceando y dando saltitos con los brazos pegados al cuerpo. Allí Fats daba rienda suelta a su humor más burdo; en las clases de lengua, donde Andrew y él estaban en el grupo de los aventajados, no se molestaba en utilizar a Cuby como material de referencia.

Sukhvinder Jawanda se sentaba justo delante de Andrew. Cuando iban a la escuela primaria, Andrew, Fats y los otros chicos solían tirarle de la larga trenza negra; era lo que tenían más a mano cuando jugaban al corre que te pillo, y suponía una tentación irresistible verla colgando, como ahora, en su espalda, donde no podían verla los profesores. Pero Andrew ya no sentía deseos de estirársela, ni de tocar ninguna otra parte del cuerpo de Sukhvinder; era una de las pocas chicas por las que su mirada resbalaba sin despertarle el menor interés. No había visto el fino y oscuro vello que tenía sobre el labio superior hasta que Fats le hizo fijarse en él. La hermana mayor de Sukhvinder, Jaswant, tenía un cuerpo ágil y curvilíneo, una cintura estrecha y una cara que, antes de la aparición de Gaia, Andrew encontraba hermosa, de pómulos prominentes, piel tersa y dorada y ojos almendrados castaño claro. Como es lógico, Jaswant siempre había estado muy lejos de su alcance: era dos años mayor que él y la alumna más inteligente de sexto, y se la notaba plenamente consciente de sus atractivos y de las erecciones que éstos provocaban.

Sukhvinder era la única persona en el aula que no hacía ningún ruido. Con la espalda encorvada y la cabeza casi pegada a la hoja, parecía totalmente concentrada, encerrada en su propio mundo. Se había estirado la manga izquierda del jersey hasta cubrirse la mano con el puño. Su absoluta quietud resultaba casi ostentosa.

—La gran hermafrodita permanece inmóvil y callada —murmuró Fats con los ojos fijos en la nuca de Sukhvinder—. Dotada de bigote, y sin embargo también de grandes mamas, los científicos siguen sin lograr descifrar las contradicciones de este peludo espécimen de mujer-hombre.

Andrew soltó una risita, aunque con cierta incomodidad. Le habría resultado más divertido si hubiera estado seguro de que Sukhvinder no podía oír lo que decía su amigo. La última vez que había estado en casa de Fats, éste le había enseñado los mensajes que enviaba con regularidad a la página de Facebook de Sukhvinder: buscaba en internet información e imágenes sobre el hirsutismo, y todos los días le enviaba una cita o una fotografía.

Era divertido, pero a Andrew lo incomodaba. En sentido estricto, Sukhvinder no hacía nada para merecer aquello: era una presa demasiado fácil. Andrew prefería que Fats dirigiera su mordacidad hacia personas con autoridad, creídas o pedantes.

—Separada del resto de la manada de ejemplares barbudos con sujetador —dijo Fats—, entregada a sus pensamientos, se pregunta si le quedaría bien una perilla.

Andrew rió, aunque luego se sintió culpable. Entonces Fats perdió el interés y se concentró en transformar todos los ceros de su hoja de ejercicios en anos fruncidos. Andrew siguió tratando de adivinar dónde debían ir las comas de los decimales y pensando en el viaje en el autobús escolar hasta su casa y en Gaia. Siempre le costaba mucho encontrar un asiento desde donde tenerla en su campo visual durante el trayecto, porque, normalmente, ella ya estaba rodeada de otros estudiantes cuando él llegaba, o se había sentado demasiado lejos. Aquel momento de complicidad en la reunión del lunes por la mañana no había conducido a nada. Desde ese día, ella no había vuelto a mirarlo en el autobús, ni dado más muestras de saber que Andrew existía. En las cuatro semanas que duraba ya su encaprichamiento, nunca había hablado con Gaia. Ensayó frases para iniciar una conversación en medio del jaleo de matemáticas para tarugos. «Tuvo gracia lo de la reunión del lunes…»

—¿Te pasa algo, Sukhvinder?

La señorita Harvey, que se había inclinado sobre el trabajo de la chica para corregírselo, se había quedado mirándola. Andrew vio que Sukhvinder asentía con la cabeza y se tapaba la cara con las manos, mientras seguía encorvada sobre la hoja.

—¡Wallah! —susurró Kevin Cooper, sentado dos filas más allá—. ¡Wallah! ¡Peanut!

Intentaba hacerles notar lo que ellos ya sabían: que Sukhvinder, a juzgar por el débil temblor de sus hombros, estaba llorando, y que la señorita Harvey, muy atribulada, intentaba en vano averiguar qué le pasaba. Los alumnos, al detectar que la profesora había vuelto a bajar la guardia, se pusieron a alborotar aún más.

—¡Peanut! ¡Wallah!

Andrew nunca sabía si Kevin Cooper fastidiaba a propósito o sin darse cuenta, pero tenía el infalible don de crisparle a uno los nervios. El mote «Peanut» venía de lejos; Andrew cargaba con él desde primaria y siempre lo había odiado. Fats había conseguido que ese apodo pasara de moda a base de no utilizarlo nunca; siempre había sido el árbitro final en esas materias. Cooper hasta confundía el mote de Fats: «Wallah» sólo había gozado de una breve popularidad el año anterior.

—¡Peanut! ¡Wallah!

—Vete a la mierda, Cooper, carapolla —dijo Fats por lo bajo.

Cooper se había vuelto en la silla e, inclinado sobre el respaldo, miraba fijamente a Sukhvinder, que estaba recogida sobre sí misma, con la cara rozando el pupitre, mientras la señorita Harvey, agachada a su lado, agitaba cómicamente las manos sin atreverse a tocarla, incapaz de arrancarle una explicación. Algunos alumnos más se habían percatado de aquella inusual interrupción y miraban con curiosidad; pero, en la parte delantera del aula, varios chicos seguían alborotando, ajenos a todo lo que no fuera su propia diversión. Uno cogió el borrador de madera del escritorio de la señorita Harvey y lo lanzó.

El borrador atravesó limpiamente el aula y se estrelló contra el reloj de pared del fondo, que cayó al suelo y se hizo añicos: fragmentos de plástico y piezas metálicas del mecanismo volaron en todas direcciones, y varias chicas, entre ellas la señorita Harvey, chillaron asustadas.

Entonces la puerta del aula se abrió abruptamente, chocando con estrépito contra la pared. La clase enmudeció en el acto. Cuby estaba en el umbral, rojo de furia.

—¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene tanto ruido?

La profesora se levantó como un muñeco de resorte y se quedó inmóvil junto al pupitre de Sukhvinder, avergonzada y asustada.

—¡Señorita Harvey! Su clase está armando un jaleo tremendo. ¿Se puede saber qué ocurre?

La aludida se había quedado sin habla. Kevin Cooper volvió a inclinarse sobre el respaldo de su silla y, con una sonrisa burlona, miró alternativamente a la profesora, a Cuby y a Fats.

Entonces habló Fats:

—Pues verás, padre, si he de serte sincero, estábamos tomándole el pelo a esta pobre mujer.

Todos se echaron a reír. Un sarpullido granate se extendió por el cuello de la señorita Harvey. Fats se balanceaba sobre las patas traseras de la silla con aire desenfadado y gesto imperturbable, mirando a Cuby con una indiferencia desafiante.

—Ya basta —dijo éste—. Si vuelvo a oír un ruido así, os castigaré a todos. ¿Entendido? A todos.

Cerró la puerta dejando atrás las risas.

—¡Ya habéis oído al subdirector! —gritó la señorita Harvey, y se apresuró hacia su escritorio, al frente del aula—. ¡Silencio! ¡Quiero silencio! ¡Tú, Andrew, y tú, Stuart, recoged eso! ¡Que no quede ni un solo trozo de reloj en el suelo!

Los dos amigos protestaron rutinariamente contra aquella injusticia y un par de chicas gritaron solidarizándose con ellos. Los verdaderos autores de los destrozos, a los que, como todos sabían, la señorita Harvey tenía miedo, permanecieron sentados intercambiando sonrisitas de complicidad.

Como sólo faltaban cinco minutos para que terminara la jornada escolar, Andrew y Fats decidieron recoger con toda la calma del mundo, para así poder dejar el trabajo sin terminar. Mientras Fats cosechaba más risas dando saltitos de aquí para allá, con los brazos tiesos, imitando la forma de andar de Cuby, Sukhvinder se enjugó las lágrimas disimuladamente con la mano cubierta por el puño del jersey y volvió a caer en el olvido.

Cuando sonó el timbre, la señorita Harvey no intentó contener el estruendo ni la desbandada general hacia la puerta. Andrew y Fats escondieron con el pie varios fragmentos del reloj debajo de los armarios del fondo del aula y volvieron a colgarse del hombro las mochilas.

—¡Wallah! ¡Eh, Wallah! —llamó Kevin Cooper corriendo para alcanzar a Andrew y Fats por el pasillo—. ¿En tu casa llamas «padre» a Cuby? ¿En serio?

Creía haber encontrado algo con que echarle el guante a Fats; creía que lo había pillado.

—Eres un gilipollas, Cooper —respondió Fats cansinamente, y Andrew se rió.

IV

—La doctora Jawanda lleva unos quince minutos de retraso —le informó la recepcionista.

—Bueno, no importa —dijo Tessa—. No tengo prisa.

Era tarde, y las ventanas de la sala de espera parecían parches translúcidos de un azul cobalto. Sólo había otras dos personas allí sentadas: una anciana contrahecha que respiraba con dificultad y calzaba pantuflas, y una mujer joven que leía una revista mientras su hija hurgaba en el cajón de juguetes del rincón. Tessa cogió un manoseado ejemplar de la revista Heat de la mesita de centro, se sentó y se puso a hojearla mirando las fotografías. El retraso le daría tiempo para pensar en lo que iba a decirle a Parminder.

Esa mañana habían hablado un momento por teléfono. Tessa había estado muy contrita por no haberla llamado enseguida para contarle lo de Barry. Parminder le había dicho que no pasaba nada, que no fuera tonta, que no estaba enfadada; pero Tessa, acostumbrada a bregar con personas frágiles y susceptibles, se dio cuenta de que Parminder, bajo aquel caparazón de púas, estaba dolida. Había intentado explicarle que llevaba un par de días agotada, y que había tenido que ocuparse de Mary, Colin, Fats y Krystal Weedon; que se había sentido desbordada, perdida e incapaz de pensar en otra cosa que no fueran los problemas inmediatos que le habían surgido. Pero Parminder la había interrumpido en medio de su retahíla de intrincadas excusas y le había dicho, con voz serena, que pasara a verla más tarde por la consulta.

El doctor Crawford, de pelo blanco y corpulento como un oso, salió de su despacho, saludó alegremente a Tessa con la mano y dijo: «¿Maisie Lawford?» A la joven madre le costó convencer a su hija de que dejara el viejo teléfono de juguete con ruedas que había encontrado en el cajón. Con paciencia, se la llevó de la mano detrás del doctor Crawford, y la niña volvió la cabeza para echar una mirada nostálgica a aquel teléfono cuyos secretos ya nunca descubriría.

La puerta de la consulta se cerró. Tessa se dio cuenta de que tenía una sonrisa idiota en la cara y se apresuró a mudar la expresión. Seguro que acabaría convirtiéndose en una de esas ancianas espantosas que hacían carantoñas indiscriminadamente a los niños pequeños y los asustaban. Le habría encantado tener una hija rubita y regordeta además de aquel niño escuálido y moreno. Recordó a Fats de pequeño y pensó en lo terrible que era que diminutos fantasmas de los propios hijos rondaran siempre el corazón de una madre; ellos nunca lo sabrían, y si llegaran a saberlo les horrorizaría que su crecimiento fuera una fuente inagotable de dolor.

Se abrió la puerta de la consulta de Parminder y Tessa levantó la cabeza.

—Señora Weedon —llamó Parminder.

Su mirada y la de Tessa se encontraron, y la doctora esbozó una sonrisa que en realidad no era tal, sino un mero estiramiento de los labios. La menuda anciana de las pantuflas se levantó con dificultad y echó a andar, renqueando, detrás de Parminder, hasta desaparecer tras el tabique separador. Tessa oyó cerrarse la puerta de la doctora Jawanda.

Leyó los pies de foto de una serie de instantáneas en las que aparecía la mujer de un futbolista con los diferentes modelitos que había lucido en los cinco días pasados. Examinando sus largas y bien torneadas piernas, Tessa se preguntó si su vida habría sido muy diferente de haber tenido unas piernas como aquéllas. No conseguía ahuyentar la sospecha de que habría sido casi completamente distinta. Ella tenía unas piernas gruesas, cortas e informes; le habría gustado llevarlas siempre escondidas en unas botas de caña alta, pero era difícil encontrar unas en las que le cupieran las pantorrillas. Recordó que en una sesión de orientación le había dicho a una niña de complexión robusta que el físico no importaba, que la personalidad era mucho más importante. «Cuántas tonterías les decimos a los niños», pensó, y pasó la página de la revista.

Una puerta que no se veía desde donde estaba sentada Tessa se abrió de golpe. Alguien gritaba con voz cascada.

—¡Estoy peor que antes! ¡No puede ser! ¡Yo he venido para que me ayude! ¡Es su trabajo… es su…!

Tessa y la recepcionista se miraron un instante y volvieron la cabeza hacia los gritos. Tessa oyó la voz de Parminder, con ese acento de Birmingham que no había perdido pese a los años que llevaba en Pagford.

—Señora Weedon, sigue usted fumando, y eso afecta a la dosis que tengo que recetarle. Si dejara el tabaco… Mire, los fumadores metabolizan la teofilina más rápido, así que los cigarrillos empeoran su enfisema y también reducen la eficacia del medicamento para…

—¡No me grite! ¡Estoy harta! ¡Voy a denunciarla! ¡Me ha recetado unas pastillas que no me valen! ¡Quiero que me vea otro médico! ¡Quiero que me vea el doctor Crawford!

La anciana apareció por detrás del tabique, cojeando, resollando y con la cara enrojecida.

—¡Esa paqui de mierda me va a matar! ¡Más vale que no se acerque a ella! —le advirtió a Tessa—. ¡Esa desgraciada la matará con sus medicinas!

Avanzó tambaleándose hacia la salida sobre sus piernas como palillos, arrastrando las pantuflas con paso inseguro, respirando broncamente y renegando tan alto como le permitían sus enfermos pulmones. La puerta de vaivén se cerró detrás de ella. La recepcionista volvió a cruzar una mirada con Tessa. Oyeron cerrarse otra vez la consulta de Parminder.

La doctora tardó cinco minutos en reaparecer. La recepcionista mantuvo los ojos fijos en la pantalla de su ordenador y aparentó no haber oído nada.

—Señora Wall —llamó Parminder con otra de aquellas sonrisas forzadas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tessa una vez estuvieron a solas en la consulta.

—A la señora Weedon le alteran el estómago unas pastillas nuevas que toma —explicó la médica serenamente—. Bueno, hoy toca análisis de sangre, ¿no?

—Sí —respondió Tessa, a la vez intimidada y dolida por el tono frío y profesional de Parminder—. ¿Cómo estás, Minda?

—¿Yo? Bien. ¿Por qué?

—Bueno… Sé lo que Barry significaba para ti y lo que tú significabas para él.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Parminder, que intentó contenerlas, aunque demasiado tarde: Tessa ya las había visto.

—Minda —dijo, poniendo su mano regordeta sobre la delicada mano de la doctora, pero ésta la apartó como si le hubiera hecho daño.

Entonces, traicionada por sus propios reflejos, rompió a llorar a lágrima viva, sin poder esconderse en la pequeña consulta, aunque se volvió en la silla giratoria.

—Cuando me di cuenta de que no te había telefoneado me sentí fatal —dijo Tessa, mientras Parminder realizaba aparatosos intentos de sofocar sus sollozos—. Quería morirme. Iba a llamarte —mintió—, pero no habíamos dormido, pasamos casi toda la noche en el hospital y luego tuvimos que ir directamente al trabajo. Colin se derrumbó en la asamblea de profesores y alumnos cuando lo anunció, y luego provocó una escena lamentable con Krystal Weedon delante de todos. Para colmo, a Stuart no se le ocurrió nada mejor que faltar a clase. Y Mary está destrozada… Lo siento mucho, Minda, sé que debí llamarte.

—No seas tonta —repuso Parminder con voz destemplada, ocultando la cara tras un pañuelo de papel que se sacó de la manga—. Mary es mucho más importante…

—Tú habrías sido una de las primeras personas a las que habría llamado Barry —continuó Tessa con tristeza y, horrorizada, también ella rompió a llorar—. Lo lamento mucho, Minda —insistió entre sollozos—, pero tenía que ocuparme de Colin y los demás.

—No digas tonterías —repuso Parminder tragando saliva y dándose toquecitos en las mejillas con el pañuelo—. Las dos estamos diciendo tonterías.

«No es verdad. Venga, Parminder, déjate llevar por una vez…»

Pero la doctora cuadró los delgados hombros, se sonó la nariz y se sentó muy erguida.

—¿Te lo dijo Vikram? —preguntó Tessa con timidez, y cogió unos pañuelos de la caja que había en la mesa de Parminder.

—No. Howard Mollison. En la tienda de delicatessen.

—Dios mío, Minda. Cuánto lo siento.

—No seas tonta. No pasa nada.

Llorar hizo que Parminder se sintiera mejor y se mostrara más simpática con Tessa, que también estaba secándose la cara, de expresión sencilla y bondadosa. Eso fue un alivio para Parminder, porque ahora que Barry ya no estaba, Tessa era la única amiga de verdad que tenía en Pagford. (Siempre lo decía así, «en Pagford», como si en algún otro lugar, fuera de aquel pueblecito, tuviera un centenar de amigos fieles. Ni siquiera ante sí misma admitía que, en realidad, sus amistades se reducían a los recuerdos del grupo de condiscípulos del colegio de Birmingham, de los que la corriente de la vida la había alejado hacía mucho; y a sus colegas de la facultad de medicina, que todavía le enviaban tarjetas de felicitación en Navidad, pero que nunca iban a verla, y a los que ella nunca visitaba.)

—¿Y Colin? ¿Cómo está?

Tessa soltó un gemido.

—¡Ay, Minda! Dios mío. Quiere presentarse como candidato para ocupar la plaza de Barry en el concejo parroquial.

La pronunciada arruga vertical entre las pobladas y oscuras cejas de Parminder se hizo más profunda.

—¿Te imaginas a Colin presentándose a unas elecciones? —añadió Tessa, apretando los pañuelos húmedos y arrugados que mantenía en el puño—. ¿Enfrentándose nada menos que a Aubrey Fawley y Howard Mollison? ¿Intentando llenar el vacío que ha dejado Barry, proponiéndose ganar la batalla por él, asumiendo tanta responsabilidad…?

—Colin ya asume mucha responsabilidad en su trabajo —observó Parminder.

—No tanta —dijo Tessa sin pensar.

De pronto, se sintió desleal y rompió a llorar otra vez. Era todo muy raro; había entrado en la consulta con el propósito de consolar a su amiga, y en cambio allí estaba, contándole sus problemas.

—Ya conoces a Colin, se lo toma todo tan en serio, tan a pecho…

—Pues, bien mirado, se las arregla muy bien —opinó Parminder.

—Sí, ya lo sé —concedió Tessa cansinamente. No tenía ánimos para discutir—. Ya lo sé.

Colin debía de ser la única persona por la que la severa y reservada Parminder siempre mostraba compasión. A cambio, Colin no permitía que nadie dijera ni una palabra contra ella; era su defensor incondicional en Pagford. «Una médica de cabecera excelente —le soltaba a cualquiera que se atreviera a criticarla en su presencia—. La mejor que he tenido.» A Parminder no le sobraban los defensores; no era nada popular entre la vieja guardia de Pagford y tenía fama de no ser generosa con los antibióticos ni con la renovación de las recetas.

—Si Howard Mollison se sale con la suya, ni siquiera habrá elecciones —dijo Parminder.

—¿Qué quieres decir?

—Nos ha enviado un e-mail. Lo he recibido hace media hora.

Se volvió hacia la pantalla del ordenador, tecleó una contraseña y abrió su correo. Giró la pantalla para que Tessa pudiera leer el mensaje de Howard. En el primer párrafo expresaba su pesar por la muerte de Barry. En el siguiente insinuaba que, en vista de que ya se había cumplido un año del mandato de Barry, quizá fuera conveniente invitar a alguien a ocupar su plaza en lugar de iniciar el farragoso proceso de unas elecciones en toda regla.

—Ya tiene a alguien en mente. Intenta meter a algún compinche antes de que puedan impedírselo. No me sorprendería que fuera Miles.

—No, mujer —se apresuró a decir Tessa—. Miles estaba en el hospital con Barry… No, qué va, estaba muy afectado…

—Qué ingenua eres, Tessa. —A ésta le impresionó la agresividad en la voz de su amiga—. Tú no entiendes a Howard Mollison. Es una persona mezquina, muy mezquina. Tú no oíste lo que dijo cuando se enteró de que Barry había escrito al periódico para hablar de los Prados. Tú no sabes lo que intenta hacer con la clínica de desintoxicación. Espera, espera y verás.

La mano le temblaba tanto que necesitó varios intentos para cerrar el mensaje de Mollison.

—Ya lo verás —insistió—. Bueno, será mejor que nos demos prisa, porque Laura tiene que marcharse dentro de un momento. Primero voy a tomarte la presión.

Parminder estaba haciéndole un favor a Tessa al recibirla tan tarde, después del horario escolar. La enfermera, que vivía en Yarvil, iba a llevar su muestra de sangre al laboratorio del hospital de camino a casa. Nerviosa y sintiéndose un poco vulnerable, Tessa se arremangó la vieja rebeca verde. La doctora le colocó el manguito de velcro alrededor del brazo. De cerca se apreciaba mejor el gran parecido de Parminder con su hija pequeña, porque sus diferentes constituciones (Parminder era nervuda; Sukhvinder, pechugona) quedaban en un segundo plano y surgía la semejanza de rasgos faciales: nariz aguileña, boca amplia, labio inferior carnoso, ojos grandes, redondos y oscuros. El manguito, al inflarse, se ciñó dolorosamente alrededor del brazo fofo de Tessa, mientras Parminder observaba el indicador.

—Dieciséis y ocho —anunció, arrugando la frente—. Muy alta, Tessa. Demasiado.

Diestra y habilidosa en todos sus movimientos, retiró el envoltorio de una jeringuilla estéril, estiró aquel brazo pálido y salpicado de lunares y le clavó la aguja.

—Mañana por la noche llevaré a Stuart a Yarvil —comentó Tessa mirando el techo—. Quiero comprarle un traje para el funeral. No quiero ni pensar la que se puede armar si intenta ir en vaqueros. Colin se pondría furioso.

Pretendía desviar sus pensamientos del líquido oscuro y misterioso que iba llenando la jeringuilla. Le daba miedo que la delatara; le daba miedo no haberse portado todo lo bien que debía; que todas las barritas de chocolate y magdalenas que se había comido aparecieran transformadas en glucosa.

Entonces pensó con amargura que sería más fácil renunciar al chocolate si su existencia no fuera tan estresante. Como se había pasado casi toda la vida intentando ayudar a otras personas, le costaba entender que comer magdalenas fuera tan grave. Parminder etiquetó las ampollas rellenas de su sangre y Tessa se sorprendió confiando, por mucho que su marido y su amiga lo consideraran una herejía, en que Howard Mollison acabara por impedir que se celebraran unas elecciones.

V

Simon Price salía de la imprenta a las cinco en punto todos los días sin falta. Cumplía su horario y punto; su casa, limpia y moderna, estaba esperándolo en lo alto de la colina, un mundo alejado del incesante estrépito de la imprenta de Yarvil. Quedarse en la nave pasada la hora de fichar (aunque ahora era el encargado, Simon seguía pensando en los mismos términos que cuando era aprendiz) habría sido como admitir que no tenía una vida privada satisfactoria o, peor aún, que intentaba lamerle el culo al jefe.

Sin embargo, ese día Simon tenía que dar un rodeo antes de volver a casa. Se encontró con el conductor de la carretilla elevadora, el del chicle, en el aparcamiento, y fueron juntos hasta los Prados; de hecho, pasaron por delante de la casa en la que Simon se había criado. Hacía años que no se acercaba por allí; su madre había muerto y a su padre no lo veía desde que tenía catorce años, y tampoco conocía su paradero. Lo deprimió y alteró ver su antiguo hogar con una ventana tapiada con tablones y la hierba crecida. Su difunta madre siempre había estado orgullosa de su casa.

El chico le dijo a Simon que aparcara al final de Foley Road; una vez allí, bajó del coche y se dirigió, él solo, hacia una casa de aspecto especialmente miserable. A la luz de la farola más cercana, Simon distinguió un montón de basura bajo una ventana de la planta baja. Sólo entonces se preguntó si había sido prudente ir a recoger un ordenador robado con su propio coche. En el barrio debía de haber videovigilancia para controlar a todos aquellos matones y maleantes. Echó una ojeada a su alrededor, pero no descubrió ninguna cámara; tampoco parecía que hubiera nadie mirándolo, con excepción de una mujer gorda que, fumando un cigarrillo, lo observaba sin disimulo desde una de aquellas ventanitas cuadradas de manicomio. Simon le devolvió la mirada con el cejo fruncido, pero ella siguió observándolo, así que él se tapó la cara haciendo pantalla con una mano y mantuvo la vista al frente.

El chico de la imprenta ya estaba saliendo de la casa y se encaminó hacia el coche con las piernas un poco separadas, cargando con la caja del ordenador. En la puerta de la casa de la que había salido, una adolescente con un niño pequeño agarrado a sus piernas se escondió, arrastrando al crío, al ver que Simon la miraba.

Éste encendió el motor y aceleró en punto muerto mientras el otro se acercaba.

—Con cuidado —dijo, inclinándose para abrir la puerta del pasajero—. Déjalo aquí.

El chico puso la caja en el asiento del pasajero, todavía caliente. A Simon le habría gustado abrirla para comprobar que contenía aquello por lo que había pagado, pero la creciente conciencia de su propia imprudencia lo hizo desistir. Se contentó con sacudir un poco la caja: pesaba demasiado para moverla con facilidad. Quería largarse de allí cuanto antes.

—¡Te dejo aquí, ¿vale?! —le gritó al chico.

—¿No puedes acercarme al hotel Crannock?

—Lo siento, tío, voy en la otra dirección. ¡Ve andando!

Y arrancó. Por el retrovisor vio al otro quedarse allí plantado, con cara de odio y los labios formando las palabras «hijo de puta». Pero a Simon no le importó. Si se largaba de allí deprisa, tal vez evitara que su matrícula quedara registrada en una de esas películas en blanco y negro, de imagen granulosa, que a veces ponían en las noticias.

Diez minutos más tarde llegó a la carretera de circunvalación, pero incluso después de dejar atrás Yarvil, salir de la calzada doble y subir por la colina hacia la abadía en ruinas, siguió tenso y alterado, sin experimentar la satisfacción de todos los días cuando llegaba a la cima y entreveía su casa: un pañuelito blanco en la ladera opuesta, más allá de la hondonada donde se asentaba Pagford.

Sólo hacía diez minutos que Ruth había llegado a casa, pero ya tenía la cena casi a punto y estaba poniendo la mesa cuando entró Simon con el ordenador. En Hilltop House se cenaba temprano, porque así le gustaba a Simon. Las exclamaciones de alegría de Ruth al ver la caja irritaron a su marido. Ella ignoraba todo lo que él había tenido que pasar; ni siquiera se le había ocurrido que conseguir artículos baratos implicaba ciertos riesgos. Ruth, por su parte, percibió al instante que él estaba de mal humor, que era presa de uno de aquellos estados de ánimo que a menudo presagiaban una explosión, y abordó la situación de la única manera que sabía: parloteando alegremente sobre su jornada. Confiaba en que la hosquedad de su marido se disolviera cuando comiese algo, siempre que ninguna otra cosa lo irritara.

A las seis en punto, cuando Simon ya había sacado el ordenador de la caja y descubierto que faltaba el manual de instrucciones, la familia se sentó a cenar.

Andrew advirtió que su madre estaba nerviosa, porque conversaba sin ton ni son con aquel tono artificialmente alegre que él conocía tan bien. Por lo visto, Ruth creía, pese a que la experiencia llevaba años demostrándole lo contrario, que si conseguía crear un ambiente correcto y de buena educación, Simon no se atrevería a desbaratarlo. El chico se sirvió pastel de carne (hecho por Ruth; descongelado para cenar entre semana) y evitó encontrarse con la mirada de Simon. Tenía cosas más interesantes en las que pensar que en sus padres. Gaia Bawden le había dicho «hola» cuando se habían visto fuera del laboratorio de biología, aunque de manera instintiva y despreocupada, y no lo había mirado ni una sola vez en toda la hora de clase.

Andrew lamentaba no saber más de chicas; nunca había llegado a conocer a ninguna lo suficiente como para entender cómo funcionaba su mente. Esa gran laguna de conocimiento no le había importado mucho hasta que Gaia había subido al autobús escolar aquella primera vez, provocando en él un interés penetrante como un láser y concentrado en ella como individuo; un sentimiento muy diferente de la fascinación general e impersonal que venía agudizándose en él desde hacía unos años, relacionada con el desarrollo de los senos femeninos y la aparición de las tiras de sujetador, visibles a través de las camisas blancas del uniforme, y de una curiosidad teñida de aprensión por saber qué era realmente la menstruación.

Fats tenía unas primas que a veces iban a visitarlos. Una vez, al entrar en el cuarto de baño de los Wall después de que una de ellas, precisamente la más guapa, lo utilizara, Andrew había encontrado un envoltorio de compresa transparente en el suelo, junto a la papelera. Esa prueba, física y real, de que cerca de él una chica estaba teniendo la regla en aquel mismo momento fue para Andrew, que tenía trece años, equiparable a la contemplación de un cometa. Tuvo el tino de no contarle a Fats su hallazgo ni lo emocionante que le había resultado. Recogió el envoltorio con dos dedos, lo tiró rápidamente a la papelera y después se lavó las manos con más esmero del que jamás había puesto en esa prosaica tarea.

Andrew dedicaba mucho tiempo a curiosear en la página de Facebook de Gaia desde su ordenador portátil. Lo que veía allí era casi más apabullante que ella en persona. Se pasaba horas mirando detenidamente fotografías de los amigos que Gaia había dejado en la capital. Así supo que provenía de un mundo muy diferente del suyo: tenía amigos negros, asiáticos, amigos con nombres que él nunca habría sabido pronunciar. Una fotografía en que ella aparecía en traje de baño se le había grabado a fuego en el cerebro, así como otra en la que salía apoyada en un chico sumamente atractivo de piel tostada. El chico no tenía acné, y en cambio sí un poco de barba. Tras someter todos los mensajes de Gaia a un minucioso examen, Andrew había llegado a la conclusión de que aquel chico tenía dieciocho años y se llamaba Marco de Luca. Andrew analizaba las comunicaciones entre Marco y Gaia con la concentración de un criptógrafo descifrando códigos secretos, incapaz de discernir si revelaban o no una relación continuada.

Sus sesiones de Facebook solían estar teñidas de ansiedad, pues Simon, cuyo conocimiento de cómo funcionaba internet era limitado, y que desconfiaba instintivamente de la red por ser la única parcela de la vida de sus hijos donde ellos eran más libres y se sentían más cómodos que él, irrumpía a veces en sus dormitorios sin avisar a fin de comprobar qué estaban haciendo. Simon aducía que quería asegurarse de que los chicos no inflaran exageradamente el importe de las facturas, pero Andrew sabía que aquello sólo era una manifestación más de la necesidad de su padre de ejercer el control; por eso, cuando husmeaba en la página de Gaia, siempre mantenía el cursor sobre la casilla por si tenía que cerrarla.

Ruth seguía pasando de un tema a otro en un vano intento de que Simon pronunciara algo más que bruscos monosílabos.

—¡Oh! —exclamó de pronto—. Se me olvidaba, Simon: hoy he hablado con Shirley y le he dicho que a lo mejor te presentas al concejo parroquial.

Andrew recibió esas palabras como un puñetazo.

—¿Vas a presentarte al concejo? —preguntó.

Simon arqueó despacio las cejas. Le tembló levemente el mentón y respondió con tono agresivo:

—¿Por qué? ¿Pasa algo?

—No —mintió Andrew.

«Será una puta broma, ¿no? ¿Tú, presentarte a unas elecciones? Ni hablar, joder.»

—Lo dices como si tuvieras algún inconveniente —añadió Simon sin dejar de mirarlo fijamente.

—No —repitió Andrew, y se concentró en su pastel de carne.

—¿Qué problema hay en que me presente al concejo? —insistió Simon.

No pensaba dejarlo pasar. Quería desahogar su tensión con un catártico arranque de ira.

—No hay ningún problema. Es sólo que me ha sorprendido.

—¿Debería habértelo consultado antes?

—No.

—Ah, qué amable de tu parte. —Simon adelantaba la mandíbula inferior, como solía hacer cuando se exaltaba hasta perder los estribos—. ¿Ya has encontrado trabajo, gorrón perezoso?

—No.

Simon lo fulminó con la mirada; había parado de comer y sujetaba el tenedor, cargado con pastel de carne ya frío, ante la boca. Andrew volvió a concentrarse en su plato, mejor no provocar más a su padre. La presión atmosférica de la cocina parecía haber aumentado. El cuchillo de Paul golpeteaba sobre el plato.

—Dice Shirley —intervino Ruth con voz chillona, decidida a simular que no pasaba nada hasta que ya resultara imposible ignorarlo— que lo pondrán en la web del consejo, Simon. Lo que tienes que hacer para presentarte.

Él no dijo nada.

En vista de que su último y mejor intento había fracasado, Ruth también guardó silencio. Temía estar en lo cierto respecto al motivo del mal humor de su marido. La atormentaba la ansiedad; se angustiaba por todo, siempre había sido así; no podía evitarlo. Sabía que a Simon lo sacaba de quicio que ella le pidiera que la tranquilizara. Lo mejor era no decir nada.

—Simon…

—¿Qué?

—No pasa nada, ¿no? Me refiero al ordenador.

Era una pésima actriz. Intentó aparentar serenidad y despreocupación, pero le salió una voz aguda y crispada.

No era la primera vez que entraban artículos robados en su casa. Simon también había encontrado la manera de amañar el contador de la electricidad, y en la imprenta hacía por su cuenta pequeños trabajos que cobraba en negro. A ella todo eso le provocaba algún que otro dolor de estómago y le impedía dormir; pero Simon despreciaba a la gente que no se atrevía a tomar atajos (y en parte lo que había atraído a Ruth, desde el primer día, era que aquel hombre duro, despectivo, grosero y agresivo con casi todo el mundo se había tomado la molestia de conquistarla; que él, tan difícil de complacer, la había escogido a ella y sólo a ella).

—¿Qué me estás diciendo? —preguntó Simon en voz baja.

Toda su atención se desvió de Andrew hacia Ruth, y se expresó con la misma mirada fija y ponzoñosa.

—Bueno, no habrá ningún… ningún problema, ¿verdad?

Simon se vio asaltado por un brutal impulso de castigarla por intuir sus propios temores y agudizarlos con su zozobra.

—Pues mira, no pensaba decirte nada —dijo despacio, dándose tiempo para inventar una historia—, pero resulta que sí hubo algún problema cuando los robaron. —Andrew y Paul dejaron de comer y observaban en silencio—. Le dieron una paliza a un vigilante jurado. Yo no me enteré hasta después. Espero que no vengan a reclamarme nada.

Ruth casi no podía respirar. No daba crédito a la serenidad con que su marido hablaba de un robo con violencia. Eso explicaba que hubiera llegado a casa tan malhumorado; eso lo explicaba todo.

—Por eso es fundamental que nadie comente que lo tenemos —añadió Simon. Y fijó en todos, uno por uno, una mirada feroz con objeto de recalcarles los peligros que los amenazaban.

—No lo haremos —aseguró Ruth con un hilo de voz.

Con su rica imaginación ya visualizaba a la policía en la puerta de su casa; el ordenador examinado; Simon detenido, acusado injustamente de robo con agravantes. Condenado a prisión.

—¿Habéis oído a papá? —les dijo a sus hijos apenas en un susurro—. No debéis contarle a nadie que tenemos un ordenador nuevo.

—Supongo que no pasará nada —terció Simon—. Siempre que todos mantengamos las boquitas cerradas.

Y siguió comiendo el pastel de carne. Los ojos de Ruth saltaron de Simon a sus hijos, y de nuevo a su marido. Paul paseaba la comida por su plato en silencio, atemorizado. Pero Andrew no se había creído ni una palabra de la historia de su padre. «Eres un mentiroso de mierda. Sólo quieres asustarla, cabrón.»

Cuando terminaron de cenar, Simon se levantó y dijo:

—Bueno, vamos a ver si el maldito trasto al menos funciona. Tú —señaló a Paul—, sácalo de la caja y ponlo con cuidado encima de la mesa. Con cuidado, ¿me oyes? Y tú… —apuntó a Andrew—, tú estudias informática, ¿no? Pues me irás diciendo qué hay que hacer.

Fue al salón y sus hijos lo siguieron. Andrew sabía que era una trampa, que lo que quería su padre era que ellos lo estropearan todo. A Paul, que era enclenque y nervioso, quizá se le cayera el ordenador; y él, Andrew, seguro que se equivocaba. Ruth se entretuvo en la cocina recogiendo los platos de la cena. Al menos ella estaba fuera de la primera línea de fuego.

Andrew fue a ayudar a Paul a levantar la torre.

—¡Puede hacerlo él solo, no es tan mariquita! —le espetó Simon.

Milagrosamente, Paul, tembloroso, consiguió poner la torre en la mesa sin problemas, y luego se quedó esperando con los brazos caídos a los costados, delante del ordenador.

—Apártate, gilipollas —le espetó Simon. Paul obedeció y se quedó mirando desde detrás del sofá. Simon cogió un cable al azar y le preguntó a Andrew—: ¿Dónde meto esto?

«En tu culo, hijo de puta.»

—Dámelo, ya lo…

—¡Te he preguntado dónde coño lo meto! —bramó Simon—. ¡Tú estudias informática! ¡Dime dónde va!

Andrew se inclinó sobre la parte trasera del ordenador; al principio le dio mal las indicaciones a Simon, pero luego, por casualidad, acertó con la conexión.

Cuando Ruth se reunió con ellos en el salón, casi habían terminado. Con sólo una rápida ojeada a su madre, Andrew comprendió que ella habría preferido que la máquina no funcionara, que le habría gustado que Simon la tirara por ahí, que le daban igual las ochenta libras.

Simon se sentó ante el monitor. Tras varios intentos infructuosos, se dio cuenta de que el ratón inalámbrico no tenía pilas. Ordenó a Paul que fuera a la cocina a buscarlas. Cuando Paul volvió y le tendió las pilas a su padre, éste se las quitó bruscamente de la mano, como si Paul intentara quedárselas.

Con la punta de la lengua entre el labio y los dientes inferiores, lo que hacía que su barbilla se abultara en un gesto estúpido, Simon se complicó enormemente la vida para insertar las pilas. Siempre ponía aquella cara de animal como advertencia de que ya no aguantaba más, de que estaba llegando al punto en que ya no se responsabilizaría de sus actos. Andrew se imaginó que salía del salón y dejaba a su padre allí solo, privándolo del público que le gustaba tener cuando se ponía frenético; casi notó el golpe del ratón en la oreja cuando se dio la vuelta en su imaginación.

—¡Métete…! ¡Joder!

Simon empezó a emitir aquel débil gruñido, tan característico en él, con que acompañaba su agresivo semblante.

—¡Grr! ¡Grr! ¡Coño! ¡Métete, joder! ¡Tú! ¡Ven aquí! ¡Tú que tienes deditos de niña!

Simon golpeó a Paul en el pecho con el ratón y las pilas. Con manos temblorosas, Paul introdujo los pequeños cilindros metálicos en su sitio, cerró la tapa del ratón y se lo devolvió a su padre.

—Gracias, Pauline.

A Simon todavía le sobresalía la barbilla; parecía un neandertal. Solía comportarse como si los objetos inanimados conspiraran para fastidiarlo. Volvió a poner el ratón sobre la alfombrilla.

«Que funcione.»

Una flechita blanca apareció en la pantalla y empezó a trazar círculos obedeciendo las órdenes de Simon.

El torniquete de temor se aflojó y el alivio se expandió por los tres espectadores; Simon dejó de poner cara de neandertal. Andrew visualizó una fila de japoneses y japonesas con bata blanca: eran los técnicos que habían montado aquella máquina tan perfecta y tenían unos dedos delicados y hábiles como los de Paul; lo saludaban con una inclinación de cabeza, civilizados y amables. Andrew los bendijo en silencio, a ellos y a sus familias. Nunca llegarían a saber cuánto había dependido de que aquella máquina funcionara.

Ruth, Andrew y Paul esperaron, atentos, mientras Simon terminaba la instalación. Abrió ventanas, tuvo problemas para cerrarlas, cliqueó sobre iconos cuyas funciones no entendía y los resultados lo desconcertaron; pero ya había descendido de la meseta de su peligrosa cólera. Cuando, a duras penas, consiguió volver al escritorio, miró a Ruth y dijo:

—No está mal, ¿verdad?

—¡Está fenomenal! —se apresuró a decir ella, esbozando una sonrisa forzada, como si la media hora pasada no hubiera existido, como si Simon hubiera comprado el ordenador en Dixons y lo hubiera conectado sin que flotara en el aire la amenaza de un episodio de violencia—. Es más rápido, Simon. Mucho más rápido que el anterior.

«Todavía no ha entrado en internet, tonta.»

—Sí, a mí también me lo parece. —Entonces miró desafiante a sus dos hijos—. Este ordenador es nuevo y vale mucho dinero, así que ya podéis tratarlo con respeto, ¿me habéis entendido? Y no le digáis a nadie que lo tenemos —les recordó, y una nueva ráfaga de maldad enfrió el ambiente—. ¿De acuerdo? ¿Me habéis entendido?

Los chicos asintieron. Paul tenía el rostro transido de angustia y temor, y, sin que lo viera su padre, trazaba una y otra vez un ocho en su pantalón con un delgado dedo índice.

—Y corred las malditas cortinas de una vez. ¿Cómo es que todavía están descorridas?

«Porque estábamos todos aquí, viendo cómo hacías el capullo.»

Andrew corrió las cortinas y luego salió del salón. Cuando volvió a su dormitorio y se tumbó en la cama, no consiguió reanudar sus agradables meditaciones sobre Gaia Bawden. La idea de que su padre se presentara al concejo parroquial había surgido de la nada como un iceberg gigantesco, proyectando su sombra sobre todo, incluso sobre Gaia.

Desde que Andrew tenía uso de razón, Simon siempre se había dado por satisfecho siendo prisionero de su propio desprecio hacia el resto de la humanidad, y había convertido su casa en una fortaleza separada del mundo, donde sus deseos eran órdenes y su humor condicionaba el clima diario de la familia. A medida que se hacía mayor, Andrew iba dándose cuenta de que el aislamiento casi total de su familia no era nada corriente, y se avergonzaba un poco de ello. Los padres de sus amigos le preguntaban dónde vivía, incapaces de situar a su familia, o si su padre o su madre pensaban participar en actos sociales o asistir a funciones benéficas. A veces recordaban a Ruth de cuando los niños iban al colegio y las madres coincidían en el parque infantil. Ella era mucho más sociable que Simon. Si no se hubiera casado con un hombre tan huraño, quizá se habría parecido más a la madre de Fats, habría quedado con sus amigas para comer o cenar y habría participado en las actividades de la comunidad.

En las raras ocasiones en que Simon se topaba con alguien a quien consideraba digno de su atención, adoptaba una falsa apariencia de persona campechana y alegre que a Andrew le producía náuseas. Hablaba por los codos, hacía chistes malos y a menudo, sin darse cuenta, hería todo tipo de susceptibilidades, porque ni sabía nada de las personas con las que se veía obligado a conversar ni le importaban. Últimamente, Andrew se preguntaba incluso si su padre consideraría reales al resto de los humanos.

Por qué ahora lo había asaltado el deseo de actuar en un escenario más amplio era algo que Andrew no se explicaba, pero no cabía duda de que se avecinaba un desastre inevitable. Andrew conocía a otra clase de padres, padres que organizaban carreras ciclistas para recaudar fondos para la iluminación navideña de la plaza, o dirigían a las niñas exploradoras, o montaban clubes de lectura. Simon no hacía nada que exigiera colaboración, y jamás había manifestado el menor interés por algo que no lo beneficiara directamente.

En la agitada mente de Andrew surgieron visiones espantosas: Simon pronunciando un discurso salpicado de las mentiras patentes que su mujer se creía; Simon poniendo su cara de neandertal para intimidar a un oponente; Simon perdiendo los papeles y soltando sus palabrotas favoritas ante un micrófono: «coño, joder, mariquita, mierda…».

Andrew atrajo el portátil hacia sí, pero volvió a apartarlo casi de inmediato. Tampoco hizo ademán de coger el móvil, que estaba en la mesa. Una angustia y una vergüenza de tal magnitud no podían resumirse en un mensaje de texto ni en un correo electrónico; estaba solo ante ellas, y ni siquiera Fats lo entendería. No sabía qué hacer.

Viernes

Habían llevado el cadáver de Barry Fairbrother al tanatorio. Los profundos cortes negros en el pálido cuero cabelludo, como surcos de patines en el hielo, quedaban ocultos bajo su densa mata de pelo. Frío, ceroso y vacío, el cuerpo yacía, vestido con la misma camisa y los mismos pantalones que se había puesto para ir a cenar el día de su aniversario de boda, en una sala de velatorio débilmente iluminada y con suave música de fondo. Unos discretos toques de maquillaje habían devuelto a su piel un verosímil brillo. Barry parecía estar durmiendo.

Sus dos hermanos, su viuda y sus cuatro hijos fueron a despedirlo la noche antes del entierro. Hasta un momento antes de salir, Mary había estado indecisa respecto a si debía dejar que todos sus hijos vieran los restos mortales de su padre, pues Declan era un chico muy sensible, propenso a las pesadillas. Pero el viernes por la tarde, cuando estaba en el paroxismo de su indecisión, tuvo otro disgusto.

Colin Cuby Wall había decidido que él también quería ir a despedirse de Barry. A Mary, que por lo general era dócil y complaciente, le había parecido exagerado. Le había hablado con voz estridente a Tessa por teléfono; luego se había puesto a llorar otra vez, y había explicado que una larga procesión ante el cadáver de Barry no era lo que ella tenía previsto, y que prefería que quedara todo en la intimidad de la familia. Tessa se deshizo en disculpas y dijo que lo entendía, y luego tuvo que explicárselo a Colin, que, avergonzado y dolido, se encerró en su silencio.

Lo único que quería Colin era quedarse un momento a solas con los restos mortales de Barry para, de ese modo, rendirle un silencioso homenaje a un hombre que había ocupado un lugar excepcional en su vida. Colin le había confesado a Barry verdades y secretos de los que jamás había hablado con ningún otro amigo, y los ojitos castaños de Barry, brillantes como los de un petirrojo, nunca habían dejado de mirarlo con cariño y bondad. Barry había sido el amigo más íntimo de Colin, y con él había conocido una camaradería masculina que antes de irse a vivir a Pagford jamás había experimentado y seguramente nunca volvería a experimentar. Siempre le había parecido un pequeño milagro que él, Colin, que se veía como el intruso y el bicho raro, para quien la vida era una lucha diaria, hubiera conseguido trabar amistad con el alegre, popular y eternamente optimista Barry. Colin se aferró a la poca dignidad que le quedaba, decidió no guardarle rencor por aquello a Mary, y pasó el resto del día reflexionando sobre cómo le habría sorprendido y dolido a Barry la actitud de su viuda.


A cinco kilómetros de Pagford, en una bonita casa de campo llamada The Smithy, Gavin Hughes intentaba combatir un pesimismo cada vez mayor. Mary lo había llamado por teléfono. Y, con una voz que el peso de las lágrimas volvía temblorosa, le había explicado que todos sus hijos habían aportado ideas para el funeral, que se celebraría al día siguiente. Siobhan tenía un girasol que ella misma había plantado, y pensaba cortarlo y ponerlo encima del ataúd. Los cuatro niños habían escrito cartas que colocarían dentro del féretro junto a su padre. Mary también había escrito una y pensaba meterla en el bolsillo de la camisa de Barry, sobre su corazón.

Gavin colgó el auricular con hastío. No le interesaban las cartas de los niños, ni aquel girasol largo tiempo cultivado, y sin embargo su pensamiento seguía volviendo a esos detalles mientras, solo en la cocina, comía lasaña. Aunque habría hecho cualquier cosa por no tener que leerla, intentaba una y otra vez imaginar qué habría escrito Mary en su carta.

En su dormitorio, un traje negro colgaba de una percha protegido por el plástico de la tintorería, como un invitado inoportuno. El espanto había anestesiado el agradecimiento que sentía hacia Mary por el honor que le había concedido al reconocerlo públicamente como una de las personas más cercanas al popular Barry. Para cuando se puso a lavar el plato y los cubiertos en el fregadero, Gavin se habría saltado de buen grado el funeral. Respecto a la posibilidad de ver el cadáver de su amigo, eso jamás se le había pasado por la cabeza.

Kay y él habían tenido una desagradable discusión la noche anterior, y desde entonces no habían vuelto a hablar. El detonante había sido que ella le preguntó si quería que lo acompañara al funeral.

—Ni hablar, no —había mascullado Gavin impulsivamente.

Al ver la expresión de Kay, se dio cuenta de que ella había entendido lo no expresado: «Ni hablar, no, todos pensarán que somos pareja. No, ¿por qué iba a querer?» A pesar de que era exactamente lo que pensaba, trató de salir del apuro:

—Porque tú no lo conocías, ¿no? Parecería un poco raro, ¿no crees?

Pero Kay se encendió como una mecha e intentó acorralarlo, obligarlo a que dijera lo que sentía, lo que quería, qué futuro imaginaba para ellos. Gavin contraatacó con todo su arsenal, y se mostró alternativamente obtuso, evasivo y pedante, porque por suerte siempre se puede encubrir un asunto emocional fingiendo que se busca la máxima precisión. Al final, Kay le pidió que se fuera de su casa; él lo hizo, pero sabía que la cosa no acabaría ahí. Eso habría sido pedir demasiado.

En la ventana de la cocina se reflejaba la cara triste y demacrada de Gavin; el futuro robado de Barry parecía cernerse sobre su vida como un imponente acantilado; se sentía incompetente y culpable, y aun así deseaba que Kay regresara a Londres.


Caía la noche sobre Pagford. En la antigua vicaría, Parminder Jawanda examinaba su vestuario tratando de decidir qué se pondría para despedirse de Barry. Tenía varios vestidos y trajes oscuros que habrían resultado apropiados, y sin embargo recorría con la mirada una y otra vez la ropa colgada en el armario, sumida en la indecisión.

«Ponte un sari. A Shirley Mollison le fastidiará. Anda, ponte un sari.»

Pensar eso era una estupidez —una equivocación y una locura—, y aún peor pensarlo con la voz de Barry. Barry estaba muerto; Parminder ya había soportado casi cinco días de profundo pesar, y al día siguiente lo enterrarían. A ella le resultaba algo muy desagradable. Siempre había detestado la idea de la sepultura, de un cuerpo entero tendido bajo tierra, pudriéndose lentamente, devorado por insectos y gusanos. Los sijs incineraban los cadáveres y esparcían las cenizas en un curso de agua.

Paseó la mirada por las distintas prendas, pero sus saris, que en Birmingham se ponía para asistir a bodas y reuniones familiares, ganaban enteros. ¿A qué venían aquellas extrañas ganas de ponerse uno? Le parecía una actitud inusitadamente exhibicionista. Estiró un brazo y acarició los pliegues de su favorito, azul oscuro y dorado. Se lo había puesto por última vez para ir a la fiesta de Nochevieja de los Fairbrother, donde Barry había intentado enseñarle a bailar el jive. Había resultado un experimento fallido, en gran parte porque ni Barry sabía lo que hacía; pero Parminder recordaba haberse reído como pocas veces, sin control, locamente, como había visto reírse a las mujeres borrachas.

El sari era una prenda elegante y muy femenina, indulgente con las curvas de la felicidad: su madre, que tenía ochenta y dos años, lo usaba a diario. Parminder no necesitaba sus propiedades de camuflaje, porque estaba tan delgada como cuando tenía veinte años. Sin embargo, descolgó la larga y oscura pieza de suave tela y la sostuvo ante su cuerpo, tapándose la bata, dejando que cayera y le acariciara los pies descalzos, admirando los discretos bordados que la cubrían. Ponerse un sari para ir al funeral sería compartir una broma con Barry, como lo de la casa con cara de vaca y los comentarios chistosos que hacía sobre Howard cuando los dos, ella y él, salían juntos de las interminables y tensas reuniones del concejo parroquial.

Parminder notaba una angustiosa opresión en el pecho, pero ¿acaso el gurú Granth Sahib no exhortaba a los familiares y amigos del difunto a no manifestar dolor, sino a celebrar que su ser querido se había reunido con Dios? Para mantener a raya las traidoras lágrimas, recitó en silencio la plegaria nocturna, el kirtan sohila:

Amigo mío, te ruego que éste sea el momento oportuno para servir a los santos.

Saca provecho divino en este mundo y vive cómodamente y en paz en el siguiente.

La vida se acorta día y noche.

Que mi mente se encuentre con el Gurú y ordene sus asuntos…

Tumbada en la cama, con la habitación a oscuras, Sukhvinder oía lo que hacía cada uno de los miembros de su familia. Justo debajo de ella, el lejano murmullo del televisor, salpicado de las amortiguadas risas de su hermano y su padre, que veían el programa de humor de los viernes por la noche. Al otro lado del rellano, la voz de su hermana mayor, que hablaba por teléfono con alguno de sus numerosos amigos. Y al otro lado de la pared, su madre, la que tenía más cerca, hacía ruido con las perchas en el vestidor.

Sukhvinder había corrido las cortinas de la ventana y colocado un burlete con forma de perro salchicha contra la puerta. Como no había pestillo, el salchicha obstaculizaba la apertura y le servía de aviso. Aun así, estaba segura de que no entraría nadie. Se hallaba donde debía, haciendo lo que debía. O eso creían ellos.

Acababa de realizar uno de sus atroces rituales diarios: abrir su Facebook y borrar otro mensaje de aquel remitente desconocido. En cuanto bloqueaba el contacto que la bombardeaba con esos mensajes, éste cambiaba su perfil y le enviaba más. Nunca sabía cuándo aparecería uno. Ese día era una imagen en blanco y negro, una copia del cartel de un circo del siglo XIX.

La Véritable Femme à Barbe - Miss Annie Jones Elliot.

Mostraba la fotografía de una mujer con un vestido de encaje, de largo cabello oscuro y barba y bigote poblados.

Algo le decía que el remitente era Fats Wall, aunque podía ser cualquier otro. Dane Tully y sus amigos, por ejemplo, que lanzaban débiles gruñidos imitando a un mono cada vez que ella decía algo en la clase de lengua. Se lo habrían hecho a cualquiera con su color de piel; en Winterdown casi no había alumnos de tez oscura. Eso hacía que se sintiera humillada y estúpida, sobre todo porque el señor Garry nunca los regañaba. Aparentaba no oírlos, u oír sólo una cháchara de fondo. Quizá también él creyera que Sukhvinder Kaur Jawanda era un mono, un mono peludo.

Boca arriba sobre la colcha, deseó con toda el alma estar muerta. Si hubiera podido suicidarse con sólo quererlo, lo habría hecho sin vacilación. El señor Fairbrother había muerto; ¿por qué no podía pasarle lo mismo a ella? Mejor aún, ¿por qué no podían intercambiar su sitio? Así, Niamh y Siobhan recuperarían a su padre y Sukhvinder podría deslizarse hacia la inexistencia: ser cancelada, eliminada.

Su autodesprecio era como un traje de ortigas, le picaba y escocía en todo el cuerpo. Tenía que hacer ímprobos esfuerzos para aguantar y permanecer inmóvil; no quería precipitarse a hacer la única cosa que la ayudaba. No podía actuar hasta que toda la familia se hubiera acostado. Pero era insoportable quedarse allí tendida, escuchando el sonido de su respiración, consciente del inútil peso de su cuerpo, feo y repugnante, sobre la cama. Le gustaba imaginar que se ahogaba, que se hundía en unas aguas verdes y frías, y notar cómo era empujada lentamente hacia la nada…

«La gran hermafrodita permanece inmóvil y callada…»

A oscuras, notó que la vergüenza recorría todo su cuerpo como un sarpullido abrasador. «Hermafrodita.» Nunca había oído esa palabra hasta que el miércoles anterior Fats Wall la había dicho en la clase de matemáticas. Sukhvinder no habría podido buscarla en el diccionario, porque era disléxica, pero él había tenido el detalle de explicarle su significado.

«La peluda mujer-hombre…»

Era peor que Dane Tully, cuyos insultos carecían de variedad. En cambio, la lengua viperina de Fats Wall ideaba una nueva tortura, hecha a medida, cada vez que la veía, y ella no podía taparse los oídos. Cada uno de los insultos y pullas de Fats quedaban grabados en su memoria, asidos como ningún dato útil lo había estado en su vida. Si la hubieran examinado sobre las cosas que Fats la había llamado, habría obtenido el primer sobresaliente de su vida. «La morsa tetuda. Hermafrodita. La tarada barbuda.»

Peluda, gorda y estúpida. Fea y torpe. Perezosa, según su madre, cuyas críticas y exasperación le llovían a diario. Un poco lerda, según su padre, quien lo decía con un afecto que mitigaba su desinterés. Él podía permitirse el lujo de ser indulgente con sus malas notas. Él tenía a Jaswant y Rajpal, siempre los mejores de su clase.

—Pobre Jolly —decía Vikram con displicencia después de echar un vistazo a su boletín de notas.

Pero la indiferencia de su padre era preferible a la ira de su madre. Parminder parecía incapaz de comprender ni aceptar que uno de sus hijos no fuera superdotado. Cuando alguno de sus profesores insinuaba que Sukhvinder podía esforzarse más, Parminder se aferraba triunfante a ese comentario.

«“Sukhvinder se desanima fácilmente y necesita confiar más en su capacidad.” ¡Mira! ¿Lo ves? Lo que quiere decir tu profesor es que no te esfuerzas lo suficiente, Sukhvinder.»

De informática, la única asignatura en la que Sukhvinder había conseguido ascender hasta el segundo grupo —Fats Wall estaba en otro, así que a veces ella se atrevía a levantar la mano para contestar las preguntas del profesor—, Parminder había dicho quitándole importancia: «Con la cantidad de horas que os pasáis en internet, me sorprende que no estés en el primer grupo.»

A Sukhvinder jamás se le habría ocurrido contarles a sus padres lo de los gruñidos de mono y los incansables insultos de Stuart Wall. Eso habría sido como confesar que fuera de la familia la gente también la consideraba inferior y despreciable. En cualquier caso, Parminder era amiga de la madre de Stuart Wall. A veces, Sukhvinder se preguntaba por qué a Stuart Wall no le importaba que sus madres estuvieran en contacto, pero llegó a la conclusión de que él sabía que ella no lo delataría. Fats veía en su interior. Veía su cobardía, pues conocía hasta los peores pensamientos de Sukhvinder sobre sí misma, y sabía verbalizarla para divertir a Andrew Price. Hubo un tiempo en que le gustaba Andrew, antes de comprender que ella no era digna de que le gustara nadie, antes de darse cuenta de que era rara y ridícula.

Sukhvinder oyó las voces de su padre y Rajpal, que subían la escalera. La risa de Rajpal llegó a su punto culminante justo ante su puerta.

—Es tarde —oyó decir a su madre desde su dormitorio—. Ya deberíamos estar acostados, Vikram.

La voz de su padre, fuerte y cálida, atravesó la puerta de la habitación.

—¿Ya duermes, Jolly?

Era su apodo de la infancia, cargado de ironía. A Jaswant la llamaban Jazzy, y a Sukhvinder, un bebé triste y llorón que casi nunca sonreía, Jolly, alegre.

—No —contestó Sukhvinder—. Acabo de meterme en la cama.

—Bueno, pues a lo mejor te interesa saber que tu hermano…

Pero lo que Rajpal hubiese hecho se perdió entre sus sonoras protestas y risas; Sukhvinder oyó alejarse a Vikram, burlándose todavía de Rajpal.

Esperó hasta que dejaron de oírse ruidos en la casa. Se aferraba a la perspectiva de su único consuelo como se habría abrazado a un salvavidas, y esperaba impaciente a que todos se hubieran acostado…

(Y mientras esperaba, recordó una noche, no hacía mucho, en que después de una sesión de entrenamiento de remo caminaban junto al canal hacia el aparcamiento. Después de remar se quedaba agotada. Le dolían los brazos y el abdomen, pero era un dolor limpio, agradable. Después de remar, ella siempre dormía bien. Y entonces Krystal, que cerraba la marcha del grupo junto con Sukhvinder, la había llamado «puta paqui».

Lo dijo sin ningún motivo. Iban todas bromeando con el señor Fairbrother, y Krystal debió de creer que tenía gracia. Usaba «puto» y «muy» aleatoriamente, y no parecía diferenciar ambas palabras. Esa vez dijo «paqui» como podría haber dicho «boba» o «tonta». Sukhvinder notó que se le demudaba el semblante y luego aquella familiar sensación de vacío y ardor en el estómago.

—¿Qué has dicho?

El señor Fairbrother se había dado la vuelta y miraba a Krystal. Ningún miembro del equipo lo había visto nunca enfadado.

—No lo he dicho con mala leche —se defendió Krystal, entre sorprendida y desafiante—. Sólo era una broma. Ella ya sabe que era broma, ¿verdad? —instó a Sukhvinder, y ésta, cobardemente, dijo que sí, que lo sabía.

—No quiero oírte usar esa palabra nunca más.

Todas sabían que al señor Fairbrother Krystal le caía bien. Todas sabían que le había pagado el viaje de su propio bolsillo en un par de ocasiones. Nadie se reía de las bromas de Krystal más fuerte que Fairbrother; a veces Krystal tenía mucha gracia.

Siguieron caminando, todos muy turbados. Sukhvinder no se atrevía a mirar a Krystal; se sentía culpable, como siempre.

Estaban llegando al monovolumen cuando Krystal dijo, tan flojito que ni siquiera la oyó el profesor:

—Lo he dicho en broma.

Y Sukhvinder se apresuró a replicar:

—Ya lo sé.

—Vale. Lo siento.

Lo dijo deprisa y sin vocalizar, y Sukhvinder creyó que lo más diplomático era fingir que no había oído nada. Con todo, eso la confortó. Le devolvió la dignidad. En el trayecto de regreso a Pagford, por primera vez inició ella la canción de la suerte del equipo, pidiéndole a Krystal que cantara el solo de rap de Jay-Z.)

Muy lentamente, los Jawanda iban acostándose. Jaswant pasó un buen rato en el cuarto de baño haciendo toda clase de ruidos. Sukhvinder esperó hasta que Jaz hubo terminado de acicalarse, hasta que sus padres dejaron de hablar en su habitación, hasta que la casa quedó en silencio.

Y entonces, por fin, se sintió a salvo. Se incorporó y sacó la cuchilla de afeitar de un agujero en la oreja de su viejo conejito de peluche. La había robado del armario del cuarto de baño de Vikram. Se levantó y, a tientas, buscó la linterna que tenía en un estante y unos cuantos pañuelos de papel. Luego se dirigió al fondo de la habitación y se metió en una torrecilla que había en una esquina. Sabía que allí la luz de la linterna quedaría disimulada y no se vería por las rendijas de la puerta. Se sentó con la espalda pegada a la pared, se subió una manga del camisón y, a la luz de la linterna, examinó las marcas que se había hecho en la última sesión, todavía visibles, formando un entramado oscuro en su brazo, pero casi cicatrizadas. Con un leve estremecimiento de temor —un temor preciso y concentrado que le proporcionaba un profundo alivio—, apoyó la cuchilla hacia el centro del antebrazo y empezó a cortar.

Notó un dolor intenso y bien definido, y la sangre brotó de inmediato; cuando el corte llegó a la altura del codo, presionó la larga herida con los pañuelos de papel, asegurándose de que la sangre no goteara en su camisón ni en la moqueta. Pasados un par de minutos, volvió a cortarse, esta vez horizontalmente, atravesando la primera incisión, y así fue haciendo una escalerilla, deteniéndose de vez en cuando para secar la sangre. La cuchilla desviaba el dolor de sus vociferantes pensamientos y lo transformaba en un ardor animal de nervios y piel, procurándole alivio y liberación con cada corte.

Cuando hubo acabado, limpió la cuchilla e inspeccionó lo que acababa de hacer: las heridas entrecruzadas, sangrantes, tan dolorosas que le corrían las lágrimas por las mejillas. Si el dolor no la mantenía despierta, conseguiría dormir; pero tenía que esperar diez o quince minutos, a que la sangre se coagulara en los cortes. Se quedó sentada con las piernas recogidas, cerró los ojos llorosos y se apoyó en la pared bajo la ventana.

Parte del desprecio que sentía hacia sí misma había rezumado con la sangre. Sukhvinder pensó en Gaia Bawden, la chica nueva del instituto, que inexplicablemente le tenía mucha simpatía. Gaia podría haberse hecho amiga de cualquiera, con su belleza y su acento de Londres, y sin embargo siempre la buscaba a ella a la hora de comer y en el autobús. Sukhvinder no lo entendía. Casi sentía ganas de preguntarle a qué jugaba; día a día esperaba que se diera cuenta de que ella era peluda como un mono, lerda y estúpida, alguien que merecía ser objeto de desprecio, burlas e insultos. Seguro que Gaia reconocería pronto su error, y entonces Sukhvinder se conformaría, como siempre, con la aburrida compasión de sus más antiguas amigas, las gemelas Fairbrother.

Sábado

I

A las nueve de la mañana no quedaba ni una sola plaza de aparcamiento en Church Row. Los asistentes al funeral, vestidos de oscuro, recorrían la calle en ambas direcciones, solos, en parejas o grupos, y confluían en St. Michael and All Saints como virutas de hierro atraídas por un imán. El sendero que conducía hasta las puertas de la iglesia se llenó de gente, y luego rebosó de ella; los que se vieron desplazados se desparramaron por el camposanto buscando un sitio seguro entre las lápidas, temerosos de pisar a los muertos, pero reacios a alejarse demasiado de la entrada de la iglesia. Era evidente que no habría bancos suficientes para todas las personas que habían acudido a despedirse de Barry Fairbrother.

Sus colegas de la sucursal bancaria, agrupados en torno a la fastuosa tumba de los Sweetlove, deseaban que el augusto representante de la sede central se fuera de una vez y se llevara consigo su necia cháchara y sus torpes bromas. Lauren, Holly y Jennifer, integrantes del equipo de remo, se habían separado de sus padres para juntarse a la sombra de un tejo recubierto de musgo. Los concejales del pueblo, que formaban un grupo variopinto, conversaban con solemnidad en el centro del sendero: un racimo de cabezas calvas y gafas gruesas, salpicado de sombreros de paja negros y perlas cultivadas. Miembros del club de squash y del club de golf se saludaban sin levantar mucho la voz; viejos amigos de la universidad se reconocían desde lejos y se acercaban poco a poco unos a otros; y entre toda esa gente pululaban casi todos los pagfordianos, con sus mejores y más oscuras galas. El murmullo de las conversaciones flotaba en el aire; el mar de rostros aguzaba la vista, expectante.

Tessa Wall llevaba su mejor abrigo, de lana gris; le quedaba tan apretado en las axilas que no podía levantar los brazos por encima del pecho. De pie junto a su hijo, en el margen del sendero, intercambiaba gestos de saludo y sonrisitas tristes con sus conocidos mientras discutía con Fats tratando de no mover demasiado los labios.

—Por Dios, Stu. Era el mejor amigo de tu padre. Muestra un poco de respeto por una vez.

—Yo no sabía que duraría tanto, joder. Me dijiste que a las once y media se habría acabado.

—No digas palabrotas. Te dije que saldríamos de St. Michael más o menos a las once y media.

—Pues yo pensé que ya se habría acabado, así que quedé con Arf.

—Pero ¡tienes que asistir al entierro, tu padre lleva el féretro! Llama a Arf y dile que quedaréis mañana.

—Él mañana no puede. Además, no he traído el móvil. Cuby me ha dicho que no se puede traer a la iglesia.

—¡No llames Cuby a tu padre! Ten, telefonea a Arf con el mío —añadió Tessa, hurgando en su bolsillo.

—No me sé su número de memoria —mintió Fats con frialdad.

Tessa y Colin habían cenado solos la noche anterior porque Fats había ido en bicicleta a casa de Andrew para acabar el trabajo de lengua que hacían juntos. Ésa era, por lo menos, la excusa que Fats le había dado a su madre, y ella fingió creérsela. Le convenía que Fats desapareciera y no le diese más disgustos a Colin.

Al menos se había puesto el traje que Tessa le había comprado en Yarvil. Ella había perdido los estribos en la tercera tienda, porque Fats, desgarbado y pasota, parecía un espantajo con todo lo que se probaba, y Tessa pensó, furiosa, que lo hacía a propósito, que de haber querido podría haber lucido el traje con elegancia y soltura.

—¡Chist! —le advirtió con un susurro.

Fats no estaba hablando en ese momento, pero Colin se acercaba a ellos seguido por los Jawanda; en su agitación, parecía confundir el papel de portador del féretro con el de acomodador y rondaba cerca de las puertas recibiendo a los asistentes. Parminder, enfundada en un sari y acompañada por sus hijos, tenía muy mala cara, y Vikram, con un traje oscuro, parecía una estrella de cine.

A pocos metros de las puertas de la iglesia, Samantha Mollison esperaba junto a su marido, alzando la vista hacia el cielo blanquecino y pensando en el sol que se desperdiciaba por encima de la capa de nubes. Se negaba a que la sacaran del suelo firme del sendero, sin importarle cuántas ancianas tuvieran que refrescarse los tobillos en la hierba; no quería que sus altos tacones de charol se hundieran en aquel terreno blando y acabaran hechos un asco.

Cuando algún conocido los saludaba, Miles y Samantha respondían amablemente, pero lo cierto es que no se hablaban. La noche anterior se habían peleado. La gente les preguntaba por Lexie y Libby, que solían pasar el fin de semana con ellos, pero las niñas se habían quedado en casa de unas amigas. Samantha sabía que Miles lamentaba su ausencia; le encantaba representar el papel de padre de familia en público. Incluso, pensó Samantha con una punzada de rabia muy agradable, podía ser que Miles les pidiera a ella y las niñas que posaran con él para la imagen de los panfletos electorales. Le encantaría decirle a su marido qué opinaba al respecto.

Se notaba que Miles estaba sorprendido de la nutrida asistencia. Sin duda lamentaba no tener un papel protagonista en la ceremonia que iba a oficiarse; habría sido una oportunidad ideal para iniciar una campaña velada para ocupar la plaza de Barry en el concejo, con todo aquel público de votantes cautivos. Samantha se propuso deslizar una alusión sarcástica a esa oportunidad perdida en cuanto surgiese la ocasión.

—¡Gavin! —exclamó Miles al ver una cabeza pequeña y rubia.

—Ah, hola, Miles. Hola, Sam.

La flamante corbata negra de Gavin destacaba contra la camisa blanca. Tenía marcadas ojeras bajo los ojos claros. Samantha se ladeó hacia él, de puntillas, para que no pudiera evitar besarla en la mejilla e inhalar su perfume almizclado.

—Cuánta gente, ¿no? —comentó Gavin, mirando alrededor.

—Gavin va a llevar el féretro —le dijo Miles a su mujer con el mismo tono que habría utilizado para anunciar que un niño pequeño y poco prometedor había ganado un vale para libros por sus esfuerzos.

En realidad, Miles se había sorprendido un poco cuando Gavin le contó que le habían concedido ese honor. Miles había dado por hecho que Samantha y él serían invitados destacados, rodeados por cierta aura de misterio e importancia, por haber estado junto al lecho de muerte de Barry. Habría sido un bonito gesto que Mary, o alguien cercano a ella, le hubiese pedido a él que leyera algo o dijera unas palabras, en reconocimiento del importante papel que había representado en los últimos momentos del difunto.

Samantha se cuidó mucho de no mostrar la menor sorpresa ante la elección de Gavin.

—Tú y Barry erais amigos, ¿no, Gav?

Él asintió. Estaba nervioso y un poco mareado. Había dormido fatal, despertándose de madrugada con horribles pesadillas en las que primero dejaba caer el féretro y provocaba que el cuerpo de Barry acabara en el suelo de la iglesia, y luego se quedaba dormido, se perdía el funeral y llegaba a St. Michael and All Saints para encontrarse a Mary sola en el cementerio, lívida y furiosa, reprochándole que lo había echado todo a perder.

—No sé muy bien dónde tengo que ponerme —dijo, mirando alrededor—. Es la primera vez que hago esto.

—No es nada del otro mundo, hombre —respondió Miles—. La verdad es que lo único que tienes que hacer es no dejar que se te caiga nada, ¡ja, ja, ja!

La risita tonta de Miles sonó rara en contraste con el tono grave de su voz. Gavin y Samantha no sonrieron.

Colin Wall surgió de entre la gente concentrada. Grandote y torpe, con aquella frente alta y huesuda, a Samantha siempre le recordaba al monstruo de Frankenstein.

—Gavin —dijo—. Por fin te encuentro. Deberíamos formar en la acera, llegarán en cuestión de minutos.

—A la orden —repuso Gavin, aliviado porque le dijeran qué hacer.

—Hola, Colin —lo saludó Miles con una inclinación de cabeza.

—Ya, hola —contestó Colin, aturdido, antes de darse la vuelta y abrirse paso entre la multitud.

Hubo otro pequeño revuelo y Samantha oyó la voz tonante de Howard.

—Discúlpenme… Perdón, intentamos reunirnos con nuestra familia…

La multitud se apartó para evitar su barrigón, y Howard hizo su aparición, enorme con el abrigo de solapas de terciopelo. Shirley y Maureen caminaban vacilantes en su estela; Shirley iba muy pulcra y compuesta, con su atuendo azul marino, y Maureen, escuálida como un ave carroñera, tocada con un sombrero con un pequeño velo negro.

—Hola, hola —dijo Howard, dándole a Samantha sendos besos en las mejillas—. ¿Qué tal, Sammy?

En ese momento la gente retrocedió para despejar el sendero y el ruido de tantos pies arrastrándose se tragó la respuesta de Samantha. Hubo forcejeos discretos, ya que nadie renunciaba a tener un sitio cerca de la entrada de la iglesia. Al partirse en dos la multitud, en la brecha resultante aparecieron caras familiares, como pepitas diferenciadas. Samantha distinguió a los Jawanda por sus rostros color café entre toda aquella palidez: Vikram, absurdamente guapo con su traje oscuro, y Parminder ataviada con un sari (¿por qué haría algo así? ¿No sabía acaso que con eso le hacía el juego a la gente como Howard y Shirley?); a su lado, la retacona Tessa Wall, con un abrigo gris a punto de saltársele los botones.

Mary Fairbrother y sus hijos recorrían lentamente el sendero hacia la iglesia. Mary estaba muy pálida y parecía haber perdido varios kilos. ¿Tanto había adelgazado en sólo seis días? Llevaba de la mano a una de las gemelas y rodeaba con el brazo los hombros de su hijo pequeño; el mayor, Fergus, iba detrás. Mary caminaba con la vista al frente y los labios apretados. Otros miembros de la familia los seguían. La procesión cruzó el umbral y desapareció en el sombrío interior de la iglesia.

Todos avanzaron a la vez hacia las puertas, con el resultado de un atasco muy poco decoroso. Con tanto trajín, los Mollison acabaron mezclados con los Jawanda.

—Después de usted, señor Jawanda, después de usted —bramó Howard, extendiendo un brazo para que el cirujano pasara primero.

Luego se valió de toda su humanidad para impedir que lo adelantara alguien más y cruzó la entrada inmediatamente después de Vikram, dejando que las familias de ambos los siguieran.

Una alfombra azul real cubría el pasillo central de St. Michael and All Saints. En lo alto de la bóveda brillaban estrellas doradas; unas placas de latón reflejaban el resplandor de las lámparas de techo. Los vitrales tenían unos diseños intrincados y colores magníficos. A medio camino de la nave, en el lado de la Epístola, el propio san Miguel contemplaba a sus fieles desde el vitral más grande, enfundado en una armadura plateada. De los hombros le brotaban alas; con una mano empuñaba una espada y en la otra sostenía una balanza dorada. Un pie calzado con una sandalia se apoyaba en la espalda de un Satán gris oscuro con alas de murciélago, que se retorcía tratando de levantarse. La expresión del santo era serena.

Howard se detuvo a la altura de san Miguel y le indicó a su grupo que ocupara el banco de la izquierda. Vikram dobló a la derecha para entrar en el opuesto. Mientras el resto de los Mollison, y Maureen, desfilaban ante él para sentarse, Howard permaneció plantado en la alfombra azul, y cuando pasó Parminder le dijo:

—Qué terrible, esto de Barry. Una impresión tremenda.

—Sí —contestó ella, sintiendo un odio feroz.

—Siempre he pensado que esas túnicas han de ser muy cómodas, ¿no? —añadió Howard, indicando el sari con la cabeza.

Parminder no contestó y se limitó a sentarse junto a Jaswant. Howard tomó asiento a su vez, convirtiéndose en un prodigioso tapón en el extremo del banco, que impedía el acceso a los rezagados.

Shirley tenía la mirada fija en sus rodillas en actitud respetuosa, y las manos unidas como si rezara, pero estaba dándole vueltas al pequeño intercambio de Howard y Parminder sobre el sari. Shirley pertenecía a un sector de Pagford que lamentaba calladamente que la antigua vicaría, construida tiempo atrás para vivienda de un vicario de la Alta Iglesia Anglicana, con grandes patillas y personal de servicio con delantales almidonados, fuera ahora el hogar de una familia de hindús (nunca había acabado de entender a qué religión pertenecían los Jawanda). Se dijo que si ella y Howard acudieran al templo, la mezquita o donde fuera que los Jawanda rindiesen culto, sin duda les exigirían cubrirse la cabeza y quitarse los zapatos y a saber qué más, o armarían un escándalo. Sin embargo, era aceptable que Parminder se pavoneara con su sari en la iglesia. Tampoco era que no tuviese ropa normal, pues la llevaba todos los días en el trabajo. Lo que molestaba a Shirley era ese doble patrón de conducta; a Parminder ni se le ocurría pensar en la falta de respeto que constituía hacia la religión de todos ellos y, por extensión, al propio Barry Fairbrother, a quien presuntamente profesaba tanto cariño.

Shirley separó las manos, levantó la cabeza y volvió a centrarse en los atuendos de la gente que pasaba y en el número y tamaño de las coronas de flores. Algunas estaban apoyadas contra el comulgatorio. Vio la ofrenda del concejo, para la que Howard y ella habían organizado la colecta. Era una corona grande y tradicional de flores azules y blancas, los colores del escudo de armas de Pagford. Esas flores y las demás coronas quedaban eclipsadas por el remo a tamaño natural, hecho de broncíneos crisantemos, que le habían ofrecido las chicas del equipo.

Sukhvinder se volvió en su banco buscando con la mirada a Lauren, hija de la florista que había confeccionado el remo; quería decirle por señas que le gustaba, pero no consiguió distinguirla entre la nutrida multitud. A Sukhvinder, aquel remo le inspiraba un orgullo teñido de tristeza, en especial cuando vio que la gente lo señalaba al ocupar sus asientos. Cinco de las ocho remeras habían aportado dinero para el mismo. Lauren le había contado a Sukhvinder que un día había ido en busca de Krystal Weedon a la hora de comer exponiéndose a las burlas de sus amigas, que fumaban sentadas en un murete junto al quiosco. Lauren le había preguntado a Krystal si quería contribuir.

—Sí, vale, sí —había contestado ella.

Pero no lo había hecho, de modo que su nombre no aparecía en la tarjeta. Y, por lo que Sukhvinder veía, tampoco asistía al funeral.

Sukhvinder sentía un peso terrible en las entrañas, pero el dolor sordo del antebrazo izquierdo y las intensas punzadas cuando lo movía, contrarrestaban ese pesar, y al menos Fats Wall, ceñudo con su traje oscuro, no estaba cerca de ella. No la había mirado a los ojos cuando sus familias se encontraron brevemente en el cementerio; la presencia de sus padres lo contenía, como le pasaba a veces con la presencia de Andrew Price.

La noche anterior, muy tarde, su anónimo cibertorturador le había enviado una foto en blanco y negro de un niño de la época victoriana, desnudo y con el cuerpo cubierto de suave vello oscuro. Sukhvinder la había visto cuando estaba vistiéndose para el funeral y la había borrado.

¿Cuánto hacía que no era feliz? En una vida anterior, mucho antes de que la gente anduviese regañándola, iba muy contenta a aquella iglesia, y todos los años cantaba himnos con entusiasmo en Navidad, Pascua y la fiesta de la cosecha. Siempre le había gustado san Miguel, con su bonita cara femenina prerrafaelita y sus rizos dorados. Pero esa mañana, por primera vez, lo veía de otra manera, con aquel pie apoyado casi con despreocupación sobre el demonio oscuro que se retorcía; su expresión plácida le parecía siniestra y arrogante.

Los bancos estaban a rebosar. Golpes amortiguados, pisadas resonantes y leves susurros animaban el ambiente polvoriento mientras los menos afortunados seguían entrando en la iglesia y se situaban de pie a lo largo de la pared de la izquierda. Algunos optimistas recorrían el pasillo de puntillas por si habían pasado por alto algún sitio libre en los bancos abarrotados. Howard siguió inamovible y firme, hasta que Shirley le dio unas palmaditas en el hombro y susurró:

—¡Aubrey y Julia!

Inmediatamente, Howard giró su corpachón y agitó en el aire el programa de la ceremonia para atraer la atención de los Fawley. Se acercaron con paso enérgico por el pasillo alfombrado: Aubrey, alto, flaco y medio calvo, con traje oscuro, y Julia con el cabello pelirrojo claro recogido en un moño. Sonrieron agradecidos cuando Howard se movió, apretujando a los demás para que ellos tuvieran espacio suficiente.

Samantha acabó tan embutida entre Miles y Maureen que la cadera de ésta se le clavaba en un costado y las llaves del bolsillo de Miles en el otro. Furiosa, trató de hacerse un poco de espacio, pero ni Miles ni Maureen tenían forma de moverse, así que se limitó a mirar al frente y, como venganza, se puso a pensar en Vikram, que no había perdido un ápice de su atractivo desde la última vez que lo vio, hacía más o menos un mes. Su belleza era tan evidente e irrefutable que resultaba casi ridícula; casi le entraban ganas de reír. Con aquellas piernas tan largas, los hombros anchos y el vientre plano bajo la camisa remetida en los pantalones, y con aquellos ojos oscuros de espesas pestañas negras, parecía un dios en comparación con otros hombres de Pagford, tan flácidos, pálidos y gordos. Cuando Miles se inclinó para intercambiar cumplidos en susurros con Julia Fawley, y sus llaves se clavaron dolorosamente en el muslo de Samantha, ésta imaginó a Vikram rasgándole el vestido azul marino, y en su fantasía había olvidado ponerse la blusa de tirantes a juego que cubría el profundo cañón de su escote.

Los registros del órgano chirriaron y se hizo el silencio, con excepción de un leve frufrú persistente. Todos giraron la cabeza: el féretro se acercaba por el pasillo.

Los portadores eran tan desiguales que casi daban risa: los dos hermanos de Barry no llegaban al metro setenta, mientras que Colin Wall, que iba detrás, medía uno noventa, de manera que la parte trasera del féretro quedaba bastante más alta que la delantera. El ataúd no era de caoba pulida sino de mimbre.

«Pero ¡si es una puñetera cesta de picnic!», se dijo Howard, escandalizado.

Hubo fugaces expresiones de sorpresa en muchas caras cuando la caja de mimbre pasó ante ellas, pero algunos estaban ya al corriente del asunto. Mary le había contado a Tessa (que a su vez se lo contó a Parminder) que Fergus, el hijo mayor de Barry, era quien había elegido el material: quería sauce porque era sostenible y de crecimiento rápido, y por tanto inocuo para el medio ambiente. Fergus era un apasionado entusiasta de todo lo ecológico.

A Parminder, el féretro de sauce le gustó más, mucho más, que las recias cajas de madera que utilizaban los ingleses para sus muertos. Su abuela siempre había tenido el temor supersticioso de que el alma se viera atrapada en el interior de algo pesado y sólido, y deploraba que los empleados de pompas fúnebres británicos aseguraran las tapas con clavos. Los portadores dejaron el féretro en las andas cubiertas con brocado y se retiraron. Al hijo, los hermanos y el cuñado de Barry les hicieron sitio en los primeros bancos, y Colin se dirigió con paso inseguro de vuelta con su familia.

Gavin titubeó un par de segundos. Parminder advirtió que no sabía adónde ir; su única alternativa parecía recorrer de nuevo el pasillo bajo la mirada de trescientas personas. Pero Mary debió de hacerle alguna seña, porque, rojo como un tomate, se sentó en el primer banco junto a la madre de Barry. Parminder sólo había hablado una vez con Gavin, cuando lo auscultó y le prescribió un tratamiento para una infección por clamidias. No había vuelto a verlo.

—«Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor; quien crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo aquel que viva y crea en mí no morirá eternamente…»

No parecía que el párroco considerara el sentido de las palabras que pronunciaba, se limitaba a recitarlas con un rítmico sonsonete. Parminder estaba acostumbrada a esa clase de cantinela: había asistido a servicios religiosos navideños durante años, junto con los demás padres del St. Thomas. Esa larga relación no la había reconciliado con el pálido santo guerrero que la contemplaba, ni con toda la madera oscura, los duros bancos, el extraño altar con su cruz de oro y piedras preciosas, ni con los cantos fúnebres, que le parecían fríos e inquietantes.

Y así, dejó de prestar atención a la afectada cantinela del párroco y volvió a pensar en su padre. Lo vio por la ventana de la cocina, desplomado boca abajo, mientras la radio seguía sonando a todo volumen encima de la conejera. Había yacido ahí durante dos horas, mientras ella, su madre y sus hermanas curioseaban en Topshop. Aún le parecía sentir el hombro de su padre bajo la camisa todavía caliente cuando lo había zarandeado. «Paaapi, paaapi…»

Habían esparcido las cenizas de Darshan en el Rea, el sombrío y raquítico río de Birmingham. Todavía recordaba su superficie marrón y opaca en un día nublado de junio, y los diminutos copos blancos y grises que se alejaban flotando en la corriente.

El órgano cobró vida con su sonido metálico y jadeante, y Parminder se puso en pie como los demás. Vislumbró las cabezas cobrizas de Niamh y Siobhan; tenían exactamente la misma edad que ella cuando le arrebataron a Darshan. Parminder experimentó una oleada de ternura y un dolor profundo, y el deseo confuso de abrazarlas y decirles que sabía lo que sentían, que lo comprendía…

Despunta el alba como el primer día…

Gavin oía una vocecita de tiple procedente de unos sitios más allá en la fila: el hijo pequeño de Barry aún no había mudado la voz. Sabía que Declan había elegido ese himno. Era otro de los horribles detalles de la ceremonia que Mary había decidido contarle.

El funeral estaba resultando una experiencia más desagradable incluso de lo que había previsto. Quizá habría mejorado un poco con un féretro de madera. Había percibido la presencia del cuerpo de Barry de un modo horrible y visceral en el interior de la ligera caja de mimbre; el peso físico de su amigo lo dejó apabullado. Y toda aquella gente mirando tan satisfecha: ¿no comprendían acaso lo que llevaban allí dentro?

Entonces había llegado el momento en que advirtió, horrorizado, que nadie le había guardado un sitio, y que tendría que recorrer el pasillo otra vez con todo el mundo mirándolo, y esconderse entre los que estaban de pie al fondo. Al final se había visto obligado a sentarse en el primer banco, terriblemente expuesto. Era como ir en el primer asiento de una montaña rusa, llevándose la peor parte de cada giro espeluznante, de cada bajada de infarto.

Allí sentado, a sólo unos palmos del girasol de Siobhan, tan grande como la tapa de una sartén y en medio de un gran despliegue de fresias amarillas y lirios de día, Gavin se descubrió lamentando que Kay no lo hubiera acompañado; increíble pero cierto. La presencia de alguien a su lado, alguien que simplemente le guardara un asiento, habría supuesto un consuelo. No había caído en que, presentándose solo, parecería un pobre desgraciado.

El himno tocó a su fin. El hermano mayor de Barry se levantó para pronunciar unas palabras. Gavin no entendió que fuera capaz de hacerlo, con Barry de cuerpo presente justo delante de él bajo el girasol (cultivado a partir de una semilla, meses atrás); y tampoco cómo podía estar Mary tan tranquila, cabizbaja, mirándose las manos unidas en el regazo. Gavin trató de buscar alguna interferencia que distrajera sus pensamientos y redujera el impacto de la elegía.

«Va a contar la historia de cómo se conocieron Barry y Mary, en cuanto acabe con este rollo de cuando era niño… Infancia feliz, jolgorios varios, ya, ya… Venga, vamos, cambia de tema…»

Tenían que volver a meter a Barry en el coche y llevarlo hasta Yarvil para enterrarlo en el cementerio de allí, porque el diminuto camposanto de St. Michael estaba lleno desde hacía veinte años. Gavin se imaginó bajando el féretro de mimbre a la fosa ante las miradas de aquella multitud. Comparado con eso, entrarlo y sacarlo de la iglesia no había sido nada.

Una de las gemelas lloraba. Con el rabillo del ojo, Gavin vio a Mary tender una mano para asir la de su hija.

«Joder, acabemos de una vez. Por favor.»

—Creo que sería justo decir que Barry siempre supo lo que quería —estaba diciendo el hermano con voz ronca. Había arrancado unas cuantas risas con historias de los aprietos del Barry niño. La tensión era palpable en su tono—. Barry tenía veinticuatro años cuando fuimos de fin de semana a Liverpool para mi despedida de soltero. La primera noche salimos del camping para ir al pub, y allí, detrás de la barra, estaba la hija del dueño, una estudiante rubia y preciosa que les echaba una mano las noches de los sábados. Barry se pasó la velada empinando el codo en la barra, charlando con ella, causándole problemas con su padre y fingiendo no conocer a los que armaban tanto escándalo en el rincón.

Se oyó una risa desganada. Mary tenía la cabeza cada vez más gacha; aferraba con ambas manos las de los niños, que la flanqueaban.

—Aquella noche, de vuelta en la tienda de campaña, me dijo que iba a casarse con ella. «Eh, espera un momento, se supone que soy yo quien está borracho», le dije. —Hubo más risitas—. La noche siguiente, Baz nos obligó a ir al mismo pub. Cuando regresamos a casa, lo primero que hizo fue comprar una postal y mandársela a la chica, diciéndole que volvería el fin de semana siguiente. Se casaron al cabo de un año de aquel primer encuentro, y creo que todos los que lo conocían coincidirán conmigo en que Barry sabía reconocer algo bueno nada más verlo. Luego vinieron cuatro hijos maravillosos: Fergus, Niamh, Siobhan y Declan…

Gavin estaba concentrado en respirar hondo, tratando de no escuchar, y se preguntaba qué narices podría decir su propio hermano sobre él en las mismas circunstancias. No había tenido la suerte de Barry; no se podía decir que la historia de sus romances fuera muy bonita. Nunca había entrado en un pub para encontrarse a la mujer perfecta detrás de la barra, rubia, sonriente y dispuesta a servirle una pinta. No, a Gavin le había tocado Lisa, que al parecer siempre pensó que él no daba la talla; siete años de guerra cada vez más enconada habían culminado en una gonorrea; y entonces, sin apenas interrupción, había aparecido Kay, que se aferraba a él como una lapa agresiva y amenazadora.

No obstante, la llamaría más tarde: no se veía capaz de volver a una casa vacía después de todo aquello. Sería sincero y le diría que el funeral había sido una experiencia espantosa y estresante, y que ojalá hubiese ido con él. Eso la distraería de cualquier resentimiento que abrigara por la discusión. No quería pasar la noche solo.

Dos bancos más atrás, Colin Wall sollozaba, con jadeos débiles pero audibles, cubriéndose con un pañuelo grande y mojado. Tessa tenía una mano apoyada en su muslo, ejerciendo una suave presión. Ella pensaba en Barry; en que había contado con que la ayudara con Colin; en el consuelo que entrañaba reírse juntos; en la ilimitada bondad de espíritu de Barry. Lo veía con claridad, bajo y con la cara colorada, bailando con Parminder en la última fiesta que habían organizado; imitando los reproches de Howard Mollison sobre los Prados; aconsejándole con tacto a Colin, como sólo él podía hacerlo, que aceptara la conducta de Fats como propia de un adolescente y no de un sociópata.

A Tessa la asustaba lo que podía suponer para el hombre que estaba a su lado la pérdida de Barry Fairbrother; temía que Colin le hubiese hecho al fallecido una promesa que no podría mantener, y que no comprendiera hasta qué punto Mary le tenía antipatía, con la que estaba empeñado en hablar. Y entre toda esa ansiedad, entre todo ese pesar que Tessa sentía, se abría paso, como un gusano insidioso, su preocupación habitual: Fats, y cómo iba a evitar una explosión, cómo iba a conseguir que fuera con ellos al cementerio, o cómo podía ocultarle a Colin que no había ido, lo cual, a la postre, sería más fácil.

—Acabaremos la ceremonia de hoy con una canción elegida por las hijas de Barry, Niamh y Siobhan, que significaba mucho para ellas y su padre —concluyó el párroco, apañándoselas, mediante el tono de voz, para desvincularse de lo que venía.

El redoble de batería sonó tan fuerte por los altavoces ocultos que los presentes se sobresaltaron. Una voz con acento americano entonó a todo volumen «A-já, a-já» y Jay-Z se lanzó a rapear:

Good girl gone bad—

Take three—

Action.

No clouds in my storms…

Let it rain, I hydroplane into fame

Comin’ down with the Dow Jones…

Muchos creyeron que se trataba de un error. Howard y Shirley intercambiaron miradas de indignación, pero nadie apretó el stop, ni corrió pasillo arriba pidiendo perdón. Entonces, una voz femenina potente y sexy empezó a cantar:

You had my heart

And we’ll never be worlds apart

Maybe in magazines

But you’ll still be my star…

Los portadores volvían a recorrer el pasillo con el féretro, seguidos por Mary y los niños.

…Now that it’s raining more than ever

Know that we’ll still have each other

You can stand under my umbuh-rella

You can stand under my umbuh-rella

Los asistentes fueron saliendo lentamente de la iglesia, reprimiéndose para no caminar al ritmo de la música.

II

Andrew Price cogió la bicicleta de carreras de su padre por el manillar y la sacó con cuidado del garaje, procurando no rayar el coche. Bajó los peldaños de piedra y atravesó la cancela; una vez en el asfalto, puso un pie en el pedal, se impulsó unos metros y pasó la otra pierna sobre el sillín. Dobló a la izquierda hasta la vertiginosa carretera de la colina y se lanzó cuesta abajo sin tocar los frenos, en dirección a Pagford.

Los setos y el cielo se convirtieron en borrones; se imaginó en un velódromo mientras el viento le sacudía el pelo recién lavado y le azotaba la cara, que acababa de restregarse con jabón y le escocía. A la altura del jardín en forma de cuña de los Fairbrother frenó un poco, porque unos meses antes había tomado esa curva cerrada a demasiada velocidad y acabado en el suelo; había tenido que volver enseguida a casa con los vaqueros destrozados y un lado de la cara cubierto de arañazos.

Llegó sin pedalear hasta Church Row, con una sola mano en el manillar, y disfrutó de un segundo acelerón cuesta abajo, aunque menor que el primero. Frenó un poco al ver que en la puerta de la iglesia cargaban un féretro en un coche fúnebre y una multitud vestida de oscuro salía por las macizas puertas de madera. Pedaleó con furia hasta la esquina para desaparecer. No quería ver a Fats saliendo de la iglesia con un afligido Cuby, vestido con el traje barato y la corbata que le había descrito con cómica repugnancia en la clase de lengua el día anterior. Habría sido como interrumpir a su amigo cuando cagaba.

Al llegar a la plaza, pedaleó despacio y se apartó el pelo de la cara con una mano, preguntándose qué efecto habría tenido el aire frío en sus granos púrpura y si el jabón bactericida habría atenuado su aspecto furibundo. Y se repitió la coartada: venía de casa de Fats (podría haber sido así, por qué no), y Hope Street constituía una ruta tan válida para llegar al río como atajar por la primera calle lateral. Por tanto, no era necesario que Gaia Bawden (si daba la casualidad de que estaba asomada a la ventana de su casa y lo reconocía) pensara que había seguido ese camino por ella. Andrew no esperaba tener que explicarle sus razones para circular por su calle, pero siguió dándole vueltas a ese pretexto porque le pareció que le daba un aire de indiferencia muy guay.

Sólo quería saber en qué casa vivía. Ya había pasado con la bicicleta en otras dos ocasiones, siempre en fin de semana, por la corta calle de casas adosadas, pero todavía no había conseguido descubrir cuál de ellas albergaba el santo grial. Lo único que sabía, gracias a sus miradas furtivas a través de las sucias ventanillas del autobús escolar, era que Gaia vivía en la acera derecha, la de los números pares.

Al doblar la esquina, trató de serenarse y representar el papel de un hombre que pedalea lentamente hacia el río por la ruta más directa, absorto en trascendentales pensamientos, pero dispuesto a saludar a una compañera de clase en caso de que aparezca.

Estaba allí. En la acera. Las piernas de Andrew siguieron moviéndose, aunque ya no sentía los pedales, y de pronto cobró conciencia de lo finos que eran los neumáticos sobre los que mantenía el equilibrio. Gaia hurgaba en un bolso de piel, con el cabello cobrizo cayéndole sobre la cara. Un número 10 sobre la puerta entreabierta a sus espaldas; una camiseta negra que no le llegaba a la cintura, una franja de piel desnuda, un cinturón ancho y unos vaqueros ajustados. Cuando Andrew casi había pasado de largo, ella cerró la puerta y se volvió; se apartó el pelo revelando su precioso rostro y, con su acento de Londres, dijo con claridad:

—Eh, hola.

—Hola —contestó él.

Sus piernas siguieron pedaleando. Se alejó cinco metros, diez; ¿por qué no se había parado? La impresión lo mantenía en movimiento, no se atrevía a mirar atrás. Ya estaba al final de la calle, «joder, ahora no te caigas», dobló la esquina, demasiado aturdido para discernir si sentía más alivio o decepción por haber seguido.

«¡Joooder!»

Pedaleó hasta el bosquecillo que había al pie de la colina de Pargetter, donde el río resplandecía de forma intermitente entre los árboles, pero sólo veía a Gaia, grabada en su retina como luces de neón. La estrecha carretera se convirtió en un camino de tierra y la suave brisa del río le acarició la cara; no le pareció que se hubiera sonrojado, porque todo había sucedido demasiado deprisa.

—¡Joooder, la hostia! —gritó al aire fresco y el sendero desierto.

Hurgó con excitación en aquel tesoro magnífico e inesperado que acababa de encontrar: el cuerpo perfecto de Gaia con los vaqueros y la camiseta ceñida; el número 10 a sus espaldas, en una puerta con la pintura azul desconchada; aquel «Eh, hola» tan relajado y natural, que indicaba que las facciones de él estaban registradas en algún lugar de la mente que habitaba tras aquella cara tan increíble.

La bicicleta traqueteó sobre el terreno irregular. Exultante, Andrew sólo desmontó cuando notó que perdía el equilibrio. La empujó entre los árboles hasta la estrecha ribera y la dejó tirada entre las anémonas de tierra, que desde su última visita se habían abierto como minúsculas estrellas blancas.

Cuando empezó a coger prestada la bici, su padre le había dicho: «Encadénala a algo cuando entres en una tienda. Te lo advierto, como te la manguen…»

Pero la cadena no era lo bastante larga para atarla a un árbol y, de todas formas, cuanto más se alejaba Andrew de su padre, menos miedo le tenía. Sin dejar de pensar en aquellos centímetros de vientre plano y desnudo y en el exquisito rostro de Gaia, se dirigió al punto en que la ribera se encontraba con la erosionada ladera de la colina, que allí se alzaba de forma abrupta, formando una pared rocosa sobre las aguas verdes y raudas del río.

Al pie de la ladera, la orilla quedaba reducida a una estrecha franja resbaladiza y pedregosa. La única manera de recorrerla, si los pies le habían crecido a uno hasta el doble del tamaño que tenían la primera vez que lo hizo, era apretarse contra la pared para avanzar de lado, poco a poco, y asirse a raíces y rocas salientes.

El olor a mantillo del río y el de la tierra mojada le resultaban profundamente familiares, al igual que las sensaciones que le producían la estrecha cornisa de tierra y hierba bajo los pies y las grietas y rocas que buscaba como asideros en la pared. Fats y él habían encontrado aquel lugar secreto cuando tenían once años. Eran conscientes de estar haciendo algo prohibido y peligroso; les habían advertido del riesgo que entrañaba el río. Aterrados pero resueltos a no reconocer que lo estaban, habían recorrido poco a poco la traicionera cornisa asiéndose a cualquier cosa que sobresaliera de la ladera rocosa y, en el punto más estrecho, agarrándose mutuamente de la camiseta.

Aunque tenía la cabeza en otro sitio, los años de práctica le permitían moverse como un cangrejo por la pared de tierra y roca con el agua fluyendo un metro por debajo de sus zapatillas; luego, encogiéndose y girando a la vez con un diestro movimiento, se internó en la fisura que habían descubierto tanto tiempo atrás. En aquel entonces, les había parecido una recompensa divina por su valentía. Ya no podía permanecer erguido en el interior; pero, algo mayor que una tienda de campaña, la grieta proporcionaba espacio suficiente para dos adolescentes tendidos uno junto al otro con el río fluyendo debajo y los árboles moteando la vista del cielo, enmarcada por la boca triangular.

Aquella primera vez habían hurgado con palos en la pared del fondo, pero no consiguieron encontrar un pasadizo secreto que ascendiera hasta la abadía; así pues, se habían jactado de que sólo ellos dos conocían la existencia de aquel escondite y juraron guardar el secreto para siempre. Andrew tenía un vago recuerdo de un juramento solemne, sellado con saliva y palabrotas varias. Inicialmente lo habían bautizado como la Cueva, pero llevaban ya algún tiempo llamándolo «el Cubículo».

La pequeña cavidad desprendía olor a tierra, aunque el techo inclinado fuera de roca. Una línea de pleamar verde oscuro indicaba que antaño había estado llena de agua, aunque no hasta el techo. El suelo estaba alfombrado de colillas de cigarrillo y filtros de porro. Andrew se sentó con las piernas colgando sobre el agua fangosa y sacó de la chaqueta el tabaco y el mechero, comprados con el poco dinero que le quedaba del cumpleaños, ahora que le habían quitado la paga. Encendió un pitillo, le dio una profunda calada y revivió el glorioso encuentro con Gaia Bawden con el mayor detalle posible: la estrecha cintura y las caderas bien torneadas; la piel dorada entre el cinturón y la camiseta; la boca grande y carnosa; su «Eh, hola». Era la primera vez que la veía sin el uniforme escolar. ¿Adónde iba, sola con su bolso de piel? ¿Qué podía hacer ella en Pagford un sábado por la mañana? ¿Se disponía acaso a coger el autobús que iba a Yarvil? ¿En qué andaba metida cuando él no la veía, qué misterios femeninos la absorbían?

Y se preguntó entonces, por enésima vez, si era concebible que un exterior de carne y hueso como aquél contuviera una personalidad poco interesante. Gaia era la única que lo había hecho plantearse algo así: la idea de que cuerpo y alma pudieran ser entidades distintas no se le había pasado por la cabeza hasta que la vio por primera vez. Incluso cuando imaginaba cómo serían y qué tacto tendrían sus pechos, basándose en las pruebas visuales que había reunido gracias a una blusa escolar levemente translúcida que revelaba un sujetador blanco, se resistía a creer que lo atrajera algo exclusivamente físico. Gaia tenía una forma de moverse que lo emocionaba tanto como la música, que era lo que más lo conmovía. Sin duda, el espíritu que animaba aquel cuerpo sin igual sería también extraordinario, ¿no? ¿Por qué iba a crear la naturaleza un envase como aquél si no era para que contuviese algo más valioso incluso?

Andrew sabía qué aspecto presentaba una mujer desnuda, porque en el ordenador de la buhardilla de Fats no había control parental alguno. Juntos habían explorado todo el porno de acceso gratis: vulvas afeitadas, con labios rosáceos que se abrían para mostrar profundas y oscuras hendiduras; nalgas abiertas que revelaban anos como botones fruncidos; bocas con mucho pintalabios de las que goteaba semen. La excitación de Andrew se multiplicaba por el terror de saber que sólo se oía aproximarse a la señora Wall cuando sus pisadas crujían en el segundo tramo de escalera. A veces encontraban cosas raras que los hacían partirse de risa, aunque él no estuviera seguro de si le excitaban o le repelían (látigos y sillas de montar, arneses, sogas, medias y ligueros; y en una ocasión, en la que ni siquiera Fats había conseguido reír, primeros planos de artilugios sujetos con tornillos, agujas sobresaliendo de carnes blandas y rostros de mujer congelados en gritos de terror).

Juntos, Fats y él se habían convertido en expertos en pechos operados, enormes, turgentes y redondos.

—Silicona —señalaba uno de los dos como si tal cosa, cuando estaban sentados ante el ordenador con la puerta bien cerrada entre ellos y los padres de Fats.

La rubia de la pantalla, montada a horcajadas sobre un hombre peludo, levantaba los brazos, con los grandes pechos de pezones marrones colgando sobre la estrecha caja torácica como bolas de bolera, con unas finas líneas purpúreas y brillantes bajo cada uno que mostraban por dónde se había introducido la silicona. Mirándolos, casi se percibía qué tacto tendrían: firmes como pelotas de fútbol bajo la piel. Andrew no lograba imaginar nada más erótico que un pecho natural; suave, esponjoso y quizá un poco gomoso, con los pezones erectos (eso esperaba) en contraste.

Y todas esas imágenes bullían en sus pensamientos por las noches, mezcladas con las posibilidades que ofrecían las chicas reales, las chicas de carne y hueso, y lo poco que uno conseguía notar a través de la ropa si lograba acercarse lo suficiente. Niamh era la menos guapa de las gemelas Fairbrother, pero también la que se había mostrado más dispuesta en el abarrotado salón de actos durante la fiesta de Navidad. Medio ocultos por el mohoso telón en un recoveco del escenario, se habían apretado uno contra el otro y él le había metido la lengua en la boca. Sus manos no habían llegado más allá del cierre del sujetador, porque ella no cesaba de apartarse. A Andrew lo había impulsado especialmente la certeza de que allí fuera, en algún rincón oscuro, Fats estaba llegando más lejos que él. Y ahora Gaia ocupaba y desbordaba todos sus pensamientos. Era la chica más sexy que había visto en toda su vida, pero también la fuente de otro anhelo inexplicable. Al igual que ciertos acordes y ciertos ritmos, Gaia Bawden lo hacía estremecer.

Encendió otro cigarrillo con la colilla del primero, que luego arrojó al agua. Entonces oyó el familiar sonido de algo que se arrastraba, y se inclinó para ver a Fats, todavía con el traje del funeral, con los miembros extendidos sobre la pared de roca, moviéndose despacio, de asidero en asidero, por la estrecha ribera hacia la cueva.

—Fats.

—Arf.

Andrew encogió las piernas para que pudiese saltar al interior del Cubículo.

—Me cago en la leche —soltó Fats cuando hubo entrado a gatas.

Con sus torpes movimientos y aquellos miembros largos recordaba a una araña, y el traje negro acentuaba su delgadez.

Andrew le tendió un cigarrillo. Fats siempre los encendía como azotado por el viento, protegiendo la llama con una mano y frunciendo el entrecejo. Dio una buena calada, exhaló un anillo de humo hacia el exterior del Cubículo y se aflojó la corbata gris oscuro. Al fin y al cabo, se veía mayor y no tan ridículo con aquel traje, ahora manchado de tierra en las rodillas y los puños por el trayecto hasta la cueva.

—Cualquiera diría que estaban liados —dijo Fats después de darle otra buena calada al pitillo.

—Cuby está muy afectado, ¿no?

—¿Afectado? Tiene un puto ataque de histeria. Si hasta le ha dado hipo y todo. Está peor que la viuda, joder.

Andrew rió. Fats exhaló otro anillo de humo y se tironeó de una de sus enormes orejas.

—Me he largado antes de tiempo. Todavía no lo han enterrado.

Fumaron un rato en silencio, ambos contemplando el fangoso río. Mientras daba otra calada, Andrew consideró las palabras «Me he largado antes de tiempo», y la autonomía que Fats parecía tener en comparación con él. Simon y su ira se interponían entre Andrew y la libertad: en Hilltop House, uno a veces se ganaba un castigo sólo por estar presente. La imaginación de Andrew se había visto atraída en cierta ocasión por un módulo de la asignatura de filosofía y religión que estudiaba los dioses primitivos en toda su violencia e ira arbitraria, y los intentos de las antiguas civilizaciones por aplacarlas. Había pensado entonces en la naturaleza de la justicia tal como él la conocía: su padre como un dios pagano y su madre como la sacerdotisa del culto, que trataba de interpretar e interceder, normalmente sin éxito, y que sin embargo insistía, pese a las pruebas en contra, en que su deidad era en el fondo magnánima y razonable.

Fats apoyó la cabeza contra la pared de piedra y exhaló anillos de humo hacia el techo. Estaba pensando en lo que quería decirle a Andrew. Durante todo el funeral había ensayado cómo empezar, mientras su padre tragaba saliva y sollozaba con el pañuelo en la mano. Fats estaba tan excitado ante la perspectiva de contarle aquello que le costaba contenerse; pero no quería precipitarse. Hablar de ello tenía casi tanta importancia como el hecho en sí. No quería que Andrew pensara que había corrido hasta allí para contárselo.

—Ya sabes que Fairbrother estaba en el concejo parroquial, ¿no? —dijo Andrew.

—Ajá —contestó Fats, y se alegró de que el otro iniciara una conversación.

—Pues Simoncete anda diciendo que va a presentarse para ocupar su plaza.

—¿Simoncete? —Fats lo miró frunciendo el entrecejo—. Pero ¿qué mosca le ha picado?

—Cree que Fairbrother aceptaba sobornos de un contratista. —Andrew había oído a su padre hablándolo con su madre esa mañana en la cocina. En su opinión, eso lo explicaba todo—. O sea, quiere un trozo del pastel.

—Ése no fue Barry Fairbrother —repuso Fats, riendo y tirando la ceniza al suelo de la cueva—. Y tampoco fue en el concejo parroquial. Fue un tío de Yarvil, un tal Frierly o algo así. Estaba en el consejo supervisor del instituto Winterdown. A Cuby le dio un ataque, con la prensa local llamándolo para que hiciera declaraciones y tal. A Frierly acabaron trincándolo. ¿Simoncete no lee el Yarvil and District Gazette o qué?

Andrew lo miró fijamente.

—Típico suyo, joder.

Apagó el cigarrillo en el suelo de tierra, avergonzado por tener un padre tan idiota. Simon había vuelto a entenderlo todo al revés. Echaba pestes de la comunidad local, burlándose de sus preocupaciones, y se sentía orgulloso de vivir aislado en su puñetera casita de la colina; y entonces le llegaba una información falsa y decidía exponer a su familia a la humillación basándose en ella.

—Este Simoncete es un puto corrupto, ¿eh? —comentó Fats.

«Simoncete» era el apodo que le había puesto Ruth a su marido. Fats la había oído utilizarlo una vez, cuando fue a cenar a su casa, y desde entonces no lo había llamado de otra manera.

—Pues sí —respondió Andrew, preguntándose si podría disuadir a su padre de presentarse si le contaba que se había confundido de hombre y de organismo.

—Vaya coincidencia, porque Cuby también va a presentarse. —Exhaló por la nariz con la vista fija en la rocosa pared sobre la cabeza de Andrew—. ¿A quién crees tú que preferirán los votantes, al hijoputa o al gilipollas?

Andrew rió. De pocas cosas disfrutaba tanto como de oír a su amigo llamar «hijoputa» a su padre.

—Y ahora échale un vistazo a esto —añadió Fats, poniéndose el pitillo entre los labios y palpándose las caderas, aunque sabía que llevaba el sobre en el bolsillo interior de la americana—. Aquí está. —Lo sacó para enseñarle el contenido a Andrew: una mezcla pulverulenta de cogollos marrones del tamaño de granos de pimienta, ramitas secas y hojas. Luego anunció—: Es sinsemilla.

—¿Y eso qué es?

—Pequeños brotes de la planta madre de la marihuana, sin fertilizar, especialmente preparada para el placer del fumador.

—¿Qué diferencia hay entre eso y lo de siempre? —quiso saber Andrew, con el que Fats había compartido varios pedazos de hachís negro y ceroso en el Cubículo.

—Sólo es otra forma de fumar —repuso Fats apagando el cigarrillo.

Sacó un paquetito de Rizla del bolsillo, extrajo tres frágiles papeles y los pegó entre sí.

—¿Te la ha pasado Kirby? —preguntó Andrew, oliendo el contenido del sobre.

Todo el mundo sabía que Skye Kirby era el tío al que había que acudir si se quería droga. Estaba en sexto, un curso por encima de ellos. Su abuelo era un viejo hippy varias veces procesado por tener su propia plantación.

—Sí —contestó Fats mientras rompía cigarrillos para verter el tabaco en el papel—. Pero hay un tío que se llama Obbo, en los Prados, que te consigue cualquier cosa. Puto caballo, si quieres.

—Pero tú no quieres caballo —repuso Andrew mirándolo a la cara.

—No, qué va.

Fats cogió el sobre y mezcló un poco de marihuana con el tabaco. Lió el porro, lamió el papel para pegarlo, metiendo bien el filtro, y retorció la punta.

—Genial —dijo alegremente.

Tenía planeado contarle la noticia después del canuto de maría, como si éste fuera un número de calentamiento. Tendió la mano para que Andrew le pasara el encendedor, encendió el petardo, dio una calada profunda, contemplativa, exhaló un chorro de humo azul y luego repitió el proceso.

—Hum —murmuró, reteniendo el humo e imitando a Cuby, a quien Tessa le había regalado un cursillo de cata de vinos una Navidad—. Notas de hierba. Un paladar intenso. Un final en boca de… Hostia. —Experimentó un colocón repentino, allí sentado, y exhaló el humo, riendo—. Prueba esto, tío.

Andrew se inclinó para coger el porro soltando una risita de expectación al ver la beatífica sonrisa de Fats, que no cuadraba con su estreñido cejo de siempre.

Andrew dio una calada y sintió cómo se irradiaba la droga desde los pulmones, relajándolo poco a poco. Dio otra más y tuvo la sensación de que le sacudían la mente como un edredón, que volvía a posarse sin arrugas. Todo se volvía fácil, sencillo y placentero.

—Genial —emuló a Fats, y sonrió ante el sonido de su propia voz.

Volvió a pasarle el porro a su amigo, que lo estaba esperando, y saboreó la sensación de bienestar.

—Bueno, ¿quieres oír algo interesante? —dijo Fats, sonriendo de oreja a oreja sin poder evitarlo.

—Suéltalo.

—Anoche me la follé.

Andrew estuvo a punto de preguntar «¿a quién?» antes de que su embotado cerebro lo recordara: a Krystal Weedon, por supuesto; a Krystal Weedon, ¿a quién si no?

—¿Dónde? —soltó como un idiota. No era eso lo que quería saber.

Fats se tendió boca arriba enfundado en su traje de luto, los pies hacia el río. Andrew se tumbó a su lado en dirección contraria. Solían dormir así, cabeza con pies, cuando de niños pasaban la noche en casa del otro. Andrew contempló el techo de roca, donde el humo azul pendía formando lentos zarcillos, y esperó, todo oídos.

—Les dije a Cuby y a Tessa que me quedaba a dormir en tu casa, así que ya sabes —prosiguió Fats. Acercó el porro a los dedos que le tendía Andrew, y luego entrelazó las largas manos sobre el pecho y se oyó decir—: Cogí el autobús hasta los Prados. Me encontré con ella en la salida de Oddbins.

—¿Al lado del supermercado Tesco? —Seguía haciendo preguntas estúpidas, no sabía por qué.

—Ajá. Fuimos al parque infantil. Hay árboles en el rincón, detrás de los meaderos públicos. Un sitio estupendo y privado. Estaba haciéndose de noche.

Cambió de postura y Andrew volvió a pasarle el canuto.

—Meterla es más difícil de lo que creía —declaró, y Andrew lo escuchó fascinado, casi con ganas de reír, pero temiendo perderse los crudos detalles que su amigo iba a darle—: Estaba más húmeda cuando le metía los dedos.

Una risita burbujeó como gas atrapado en el pecho de Andrew, pero la ahogó.

—Mucho trajín para meterla hasta el fondo. Es más estrecho de lo que creía.

Andrew vio elevarse un chorro de humo desde donde debía de estar la cabeza de Fats.

—Tardé unos diez segundos en correrme. Una vez dentro, la sensación es de puta madre.

Andrew contuvo la risa, por si había algo más.

—Me puse una goma. Sin goma tiene que ser mejor.

Volvió a pasarle el canuto a Andrew, que le dio una calada, pensativo. Meterla era más difícil de lo que uno creía; diez segundos y se acabó. No parecía nada del otro mundo, y sin embargo, lo que daría por eso… Imaginó a Gaia Bawden tendida boca arriba para él y, sin querer, dejó escapar un débil gemido que Fats por lo visto no oyó. Perdido en una niebla de imágenes eróticas, dándole al canuto, Andrew siguió tendido con su erección sobre el trozo de tierra que su cuerpo calentaba y escuchó el suave gorgoteo del río a unos metros de su cabeza.

—¿Qué es lo importante, Arf? —preguntó Fats al cabo de una larga y amodorrada pausa.

Con la cabeza dándole plácidas vueltas, Andrew contestó:

—El sexo.

—Eso es —repuso Fats, encantado—. Follar. Eso es lo importante. Propegar… propagar la especie. A la mierda los condones. Multipliquémonos.

—Ajá —dijo Andrew, riendo.

—Y la muerte —añadió Fats. Lo había desconcertado la realidad de aquel féretro, y que hubiese tan poca cosa entre el cadáver y la bandada de buitres. No lamentaba haberse ido antes de verlo desaparecer en la fosa—. Tiene que serlo, ¿no? La muerte.

—Sí —dijo Andrew pensando en guerras y accidentes de tráfico, en morir en arrebatos de velocidad y gloria.

—Sí. Follar y morir. De eso se trata, ¿no? De follar y morir. La vida es eso.

—Consiste en intentar follar e intentar no morirte.

—O en intentar morirte. Hay gente que lo hace, que se juega la vida.

—Sí. Se juegan la vida.

Se hizo otro silencio en el fresco y brumoso escondite.

—Y la música —añadió Andrew en voz baja, observando el humo azulado que pendía bajo la roca oscura.

—Ajá —dijo la voz de Fats desde muy lejos—. Y la música.

El río corría inagotable ante el Cubículo.

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