Puntos débiles de los Cuerpos de Voluntarios
22.23 El principal punto débil de estos cuerpos es que son difíciles de formar pero proclives a desintegrarse…
Colin Wall había imaginado muchas veces, muchísimas, que la policía aparecía ante su puerta. Ocurrió, finalmente, el domingo al anochecer: dos agentes, un hombre y una mujer, pero no venían a arrestarlo a él, sino en busca de su hijo.
Había ocurrido un accidente mortal, y «Stuart, ¿no?» era un testigo.
—¿Está en casa?
—No —contestó Tessa—. Dios mío… Robbie Weedon… Pero si vive en los Prados, ¿qué hacía aquí?
La agente les explicó amablemente lo que creían que había ocurrido. La frase que utilizó fue: «Los adolescentes lo perdieron de vista.»
Tessa pensó que iba a desmayarse.
—¿No saben dónde está Stuart? —preguntó el agente.
—No —contestó Colin; se lo veía demacrado y con grandes ojeras—. ¿Cuándo lo han visto por última vez?
—Cuando nuestros compañeros han llegado allí, parece que Stuart ha… bueno, que ha salido corriendo.
—Dios mío —volvió a decir Tessa.
—No contesta —dijo Colin con tono tranquilo; acababa de llamarlo a su móvil—. Tenemos que ir en su busca.
Colin llevaba toda la vida esperando una calamidad: estaba preparado. Cogió el abrigo.
—Voy a llamar a Arf —dijo Tessa, y corrió hasta el teléfono.
Las noticias del desastre no habían llegado aún a Hilltop House, aislada como estaba en lo alto del pueblo. El móvil de Andrew sonó en la cocina.
—Sí —dijo con la boca llena de tostada.
—Andy, soy Tessa Wall. ¿Está Stu contigo?
—No. Lo siento. —Pero no sentía en absoluto que Fats no estuviese con él.
—Ha ocurrido algo, Andy. Stu estaba en el río con Krystal Weedon y ella tenía consigo a su hermanito, y el niño se ha ahogado. Stu ha salido corriendo… ha huido a algún sitio. ¿Se te ocurre adónde puede haber ido?
—No —contestó Andrew automáticamente, porque ése era el código que tenían Fats y él: no decirles nunca nada a los padres.
Pero el espanto de lo que Tessa acababa de contarle recorrió la línea telefónica como una niebla fría y húmeda. De pronto todo se volvió menos claro, menos seguro. Tessa estaba a punto de colgar.
—Espere, señora Wall. A lo mejor sí que sé… Hay un sitio en la orilla del río…
—No creo que se haya quedado cerca del río —lo interrumpió Tessa.
Transcurrieron unos segundos y Andrew se convenció cada vez más de que Fats estaba en el Cubículo.
—Es el único sitio que se me ocurre —dijo.
—Dime dónde…
—Tendré que enseñarle cómo llegar.
—¡Estaré ahí en diez minutos! —exclamó Tessa.
Colin ya estaba recorriendo a pie las calles de Pagford. Tessa cogió el Nissan y subió por la tortuosa carretera de la colina. Andrew estaba en la esquina en la que solía coger el autobús. Él le indicó que descendiera y cruzara el pueblo. A la luz del crepúsculo, las farolas arrojaban un tenue resplandor.
Aparcaron junto a los árboles, donde Andrew solía dejar tirada la bicicleta de Simon. Tessa bajó del coche y lo siguió hasta la orilla del agua, perpleja y asustada.
—Aquí no está —dijo.
—Es por ahí —indicó Andrew, señalando la pared de roca de la colina de Pargetter, que descendía a pico hasta el río, dejando sólo una estrechísima senda entre ella y las raudas aguas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tessa, horrorizada.
Andrew había sabido desde el principio que ella no podría cruzar con él, baja y rechoncha como era.
—Iré a echar un vistazo. Puede esperarme aquí.
—Pero ¡es demasiado peligroso! —exclamó Tessa por encima del fragor del río.
Ignorándola, el chico emprendió el camino, buscando los familiares asideros con manos y pies. Mientras avanzaba palmo a palmo por la estrecha cornisa, a ambos se les ocurrió lo mismo: que Fats podía haber caído, o saltado, al río que fluía atronador tan cerca de los pies de Andrew.
Tessa se quedó en la orilla hasta que dejó de ver a Andrew. Entonces se alejó, intentando contener las lágrimas por si Stuart estaba allí; necesitaba hablar con él con calma. Por primera vez, se preguntó dónde estaría Krystal. La policía no lo había dicho y la angustiosa preocupación por Fats había borrado todo lo demás…
«Por favor, Dios mío, haz que encuentre a Stuart —rogó—. Por favor, haz que lo encuentre.»
Luego sacó el móvil del bolsillo de la rebeca y llamó a Kay Bawden.
—¡No sé si te has ha enterado! —exclamó por encima del ruido continuo, y se lo contó.
—Pero yo ya no soy su asistente social —repuso Kay.
A unos siete metros de distancia, Andrew había llegado al Cubículo. Estaba oscuro como boca de lobo; nunca había estado allí tan tarde. Se balanceó y saltó al interior.
—¿Fats?
Oyó moverse algo al fondo de la cueva.
—¿Fats? ¿Estás ahí?
—¿Tienes fuego, Arf? —preguntó una voz irreconocible—. Se me han caído las malditas cerillas.
Andrew pensó en avisar a Tessa, pero ella no sabía cuánto rato se tardaba en llegar al Cubículo. Podía esperar un poco más.
Andrew le tendió el mechero. A la luz vacilante de la llama, vio que no era sólo la voz de su amigo lo que había cambiado. Fats tenía los ojos hinchados y toda su cara parecía abotargada.
La llama se extinguió. El ascua del cigarrillo de Fats brilló en la oscuridad.
—¿Está muerto? ¿Su hermano?
Andrew no había caído en la cuenta de que Fats no lo sabía.
—Sí —contestó, y añadió—: Me parece que sí, es lo que he oído.
Se hizo el silencio y, entonces, desde la oscuridad, le llegó un chillido apagado, como el de un cochinillo.
—¡Señora Wall! —exclamó Andrew, asomando la cabeza todo lo que pudo, tanto que el fragor del río ahogaba los sollozos de Fats—. ¡Señora Wall, está aquí!
En la abarrotada casita junto al río, donde las mantas, las coquetas sillas y las viejas alfombras estaban ahora empapadas, la agente de policía se había mostrado delicada y amable con Sukhvinder. La anciana dueña le había traído una bolsa de agua caliente y una taza de té, que la chica fue incapaz de levantar, porque temblaba como un taladro. Había ido soltando retazos de información: su propio nombre, el de Krystal y el del niñito ahogado, que estaban metiendo en la ambulancia. El hombre del perro que la había sacado del río estaba bastante sordo; hizo su declaración a la policía en la habitación contigua, y a Sukhvinder su relato a voz en cuello le pareció insoportable. Atado a un árbol al otro lado de la ventana, el perro no cesaba de aullar.
Luego, la policía llamó a sus padres, que no tardaron en acudir. Parminder volcó una mesita y rompió uno de los objetos decorativos de la anciana cuando cruzó la habitación precipitadamente, con una muda de ropa para su hija bajo el brazo. En el diminuto cuarto de baño quedó al descubierto el profundo y sucio corte en la pierna de Sukhvinder, que salpicó la mullida alfombrilla de manchitas oscuras. Cuando vio la herida, Parminder le gritó a Vikram, quien estaba dando profusas gracias a todos en el pasillo, que tenían que llevar a Sukhvinder al hospital.
En el coche, Sukhvinder volvió a vomitar, y su madre, que iba con ella en el asiento trasero, la limpió. Tanto Parminder como Vikram hablaron sin cesar durante todo el trayecto; él repetía cosas como «le hará falta un sedante» y «habrá que ponerle puntos en la herida»; y Parminder, junto a su temblorosa hija, insistía: «Podrías haber muerto. Podrías haber muerto.»
Sukhvinder tenía la sensación de seguir en el agua, de estar en algún sitio donde no podía respirar. Trató de hacerse oír por encima de todo aquello.
—¿Sabe Krystal que su hermano ha muerto? —preguntó, pero le castañeteaban los dientes y Parminder tuvo que pedirle que lo repitiera varias veces.
—No lo sé —contestó por fin su madre—. Pero tú podrías haber muerto, Jolly.
En el hospital, la hicieron desvestirse de nuevo, pero esta vez su madre estaba con ella tras la cortina, y Sukhvinder comprendió demasiado tarde su error cuando vio la expresión de espanto de Parminder.
—Dios mío —dijo, y le cogió el antebrazo—. Dios mío, pero ¿qué te has hecho?
La muchacha no encontró palabras para explicárselo, sólo pudo echarse a llorar y temblar de forma incontrolable, y Vikram les gritó a todos, incluida Parminder, que la dejaran en paz, pero también que espabilaran, porque había que limpiarle la herida y ponerle puntos y darle un sedante y hacerle radiografías…
Después, Sukhvinder se encontró en una cama con su padre a un lado y su madre al otro, ambos acariciándole una mano. Se sentía calentita y adormecida, y la pierna ya no le dolía. Detrás de las ventanas, el cielo estaba oscuro.
—A Howard Mollison le ha dado otro infarto —oyó que su madre le decía a su padre—. Miles me ha pedido que lo atendiera.
—Vaya caradura —repuso Vikram.
Para la soñolienta sorpresa de Sukhvinder, no hablaron más de Howard Mollison. Se limitaron a seguir acariciándole las manos hasta que, poco después, se quedó dormida.
En el otro extremo del edificio, en una sórdida sala azul con sillas de plástico y una pecera en el rincón, Miles y Samantha estaban sentados flanqueando a Shirley, a la espera de noticias del quirófano. Miles todavía iba en zapatillas.
—No puedo creer que la doctora Jawanda se haya negado a atenderlo —comentó Miles por enésima vez, con voz cascada.
Samantha se levantó, pasó por delante de Shirley, rodeó con los brazos a su marido y lo besó en el espeso cabello salpicado de gris, aspirando su familiar olor.
—No me sorprende que se haya negado —repuso Shirley con una vocecilla entrecortada—. No me sorprende, y es absolutamente horroroso.
Lo único que le quedaba de su antigua vida, de sus antiguas convicciones, eran esos ataques a objetivos familiares. La conmoción se había llevado casi todo lo demás: ya no sabía qué creer, ni siquiera qué esperar. El hombre que estaba en el quirófano no era el hombre con quien se había casado. Ojalá pudiera volver a aquella feliz certeza de antaño, de antes de haber leído aquel horrible mensaje.
Quizá debería cerrar la web definitivamente. Eliminar todos los foros de mensajes. Temía que el Fantasma apareciera de nuevo, que volviera a escribir cosas espantosas…
Tuvo ganas de irse a casa en ese preciso momento e inutilizar la página, y de paso destruir la EpiPen de una vez por todas…
«Él la vio… Sé que la vio… Pero yo nunca lo habría hecho. No lo habría hecho. Estaba muy alterada. Jamás habría hecho una cosa así…»
¿Y si Howard sobrevivía? ¿Y si sus primeras palabras eran: «Cuando me vio, salió corriendo. No llamó a la ambulancia de inmediato. Y llevaba una inyección en la mano…»?
«Entonces diré que todo esto le ha afectado al cerebro», se dijo Shirley con actitud desafiante.
Y si Howard moría…
A su lado, Samantha abrazaba a Miles. A Shirley aquello no le gustó: el centro de atención debía ser ella, era su marido el que estaba allí dentro, luchando por su vida. Ella había querido ser como Mary Fairbrother, una heroína trágica, mimada y admirada. No era así como había imaginado…
—¿Shirley? —Ruth Price, vestida de enfermera, había entrado agitadamente en la sala, con su afilada cara transida de compasión—. Acabo de enterarme… Tenía que venir… Shirley, qué horror, cuánto lo siento.
—Ruth, querida. —Shirley se puso en pie y dejó que la abrazara—. Qué amable por tu parte, qué amable.
Shirley presentó a Miles y Samantha a su amiga enfermera, y le gustó ser objeto de la compasión y la amabilidad de Ruth delante de ellos. Fue una breve muestra de la viudedad tal como ella se la imaginaba…
Pero Ruth tuvo que volver al trabajo, y Shirley a su silla de plástico y a sus incómodos pensamientos.
—Se recuperará —le murmuró Samantha a Miles, que apoyaba la cabeza en el hombro de ella—. Sé que saldrá adelante. La última vez lo consiguió.
Shirley observó los pececitos brillantes como el neón que nadaban raudos de aquí para allá en su pecera. Era el pasado lo que desearía poder cambiar; el futuro era una hoja en blanco.
—¿Ha llamado alguien a Mo? —preguntó Miles al cabo de un rato, y se frotó los ojos con el dorso de una mano; la otra cogía el muslo de Samantha—. Mamá, ¿quieres que llame…?
—No —repuso Shirley con brusquedad—. Esperaremos… hasta saber algo.
En el quirófano del piso de arriba, la humanidad de Howard Mollison desbordaba la mesa de operaciones. Tenía el pecho abierto en canal, revelando los restos de la obra de Vikram Jawanda. Diecinueve personas se afanaban en reparar el daño, mientras las máquinas a las que estaba conectado emitían suaves sonidos implacables, confirmando que seguía vivo.
Y mucho más abajo, en las entrañas del hospital, Robbie Weedon yacía en la morgue, blanco y helado. Nadie lo había acompañado al hospital, nadie lo había visitado en su cajón metálico.
Andrew había dicho que no hacía falta que lo llevaran a Hilltop House, de modo que en el coche sólo iban Tessa y Fats.
—No quiero ir a casa —dijo Fats.
—De acuerdo —repuso Tessa, y siguió conduciendo mientras hablaba con Colin por el móvil—. Está conmigo… Lo ha encontrado Andy. Volveremos dentro de un rato… Sí… Sí, lo haré…
Fats tenía el rostro surcado de lágrimas; su cuerpo lo traicionaba, exactamente igual que aquella vez, cuando la orina caliente le había corrido por la pierna hasta el calcetín, cuando Simon Price lo había hecho orinarse encima. Las lágrimas saladas le resbalaban por la barbilla y le caían en el pecho como gotas de lluvia.
No cesaba de imaginar el funeral. Un féretro diminuto.
Él no había querido hacerlo con el crío allí cerca.
¿Dejaría de pesarle alguna vez en la conciencia el niño muerto?
—O sea, que has salido corriendo —dijo Tessa fríamente, ignorando sus lágrimas.
Le había pedido a Dios encontrarlo vivo, pero ahora lo que sentía era sobre todo indignación. Las lágrimas de Fats no la ablandaban. Estaba acostumbrada a ver llorar a un hombre. Una parte de ella se avergonzaba de que, a pesar de todo, Fats no se hubiera arrojado al río.
—Krystal le ha dicho a la policía que estabais los dos en los matorrales. Dejasteis que el crío se las arreglara solo, ¿no?
Fats se quedó sin habla. No podía creer que su madre fuese tan cruel. ¿Acaso no entendía la desolación que lo devoraba, lo horrorizado y desgraciado que se sentía?
—Bueno, pues espero que al menos la hayas dejado embarazada —espetó Tessa—. Así tendrá algo por lo que vivir.
Cada vez que doblaban una esquina, Fats pensaba que lo llevaba a casa. Había temido enfrentarse a Cuby, pero ahora no veía diferencia alguna entre sus padres. Deseaba bajarse del coche, pero Tessa había bloqueado las puertas.
Sin previo aviso, ella viró bruscamente y frenó. Fats, agarrado a los costados del asiento, vio que estaban en un área de descanso de la carretera de circunvalación de Yarvil. Temiendo que le ordenara bajarse, volvió su hinchado rostro hacia Tessa.
—Tu madre biológica —dijo ella, mirándolo como no lo había hecho nunca, sin lástima ni cariño— tenía catorce años. Era, según nos dijeron, de clase media, una chica muy lista. Se negó rotundamente a revelar quién era el padre. Nadie supo si trataba de proteger a un novio menor de edad o algo peor. Nos contaron todo eso por si tú tenías algún tipo de problema mental o físico. —Y con toda claridad, como una profesora que pone énfasis en un tema que sin duda saldrá en el examen, añadió—: Por si eras el resultado de un incesto.
Fats se encogió para alejarse de ella. Habría preferido que le pegaran un tiro.
—Yo estaba ansiosa por adoptarte —continuó—. Casi desesperada. Pero papá estaba muy enfermo. Me dijo: «No puedo hacerlo. Me da miedo hacerle daño a un bebé. Necesito estar mejor antes de que hagamos una cosa así, no puedo mejorar teniendo un niño en casa.»
»Pero yo estaba tan decidida a tenerte que lo presioné para que mintiera, para que les dijera a los asistentes sociales que estaba bien, y que fingiera ser un hombre feliz y normal. Te llevamos a casa, diminuto y prematuro como eras, y la quinta noche después de tu llegada, papá se levantó de la cama, fue al garaje, puso una manguera en el tubo de escape del coche y trató de suicidarse, porque estaba convencido de que te asfixiaría. Y estuvo a punto de morir.
»De manera que puedes culparme a mí del mal comienzo que tuvisteis tu padre y tú, y quizá de todo lo que ha pasado desde entonces. Pero te digo una cosa, Stuart: tu padre se ha pasado la vida enfrentándose a cosas que nunca hizo. No espero que comprendas la clase de valentía que eso supone. —Y entonces, la voz se le quebró, y Fats finalmente oyó a la madre que conocía—. Pero él te quiere, Stuart.
Tessa añadió esa mentira sin poder evitarlo. Esa noche, por primera vez, estaba convencida de que era en efecto una mentira, y de que todo lo que ella había hecho en su vida, diciéndose que era lo mejor, sólo había sido ciego egoísmo que había generado confusión y desorden por doquier. «Pero ¿quién puede soportar saber qué estrellas están ya muertas? —se dijo, alzando la vista hacia el cielo nocturno—. ¿Podría alguien aguantar que todas lo estuvieran?»
Giró la llave en el contacto, metió la marcha con un chirrido y volvió a salir a la carretera de circunvalación.
—No quiero ir a los Prados —dijo Fats, aterrado.
—No vamos allí. Te llevo a casa.
La policía había encontrado por fin a Krystal Weedon cuando corría inútilmente por la ribera del río, ya en las afueras de Pagford, llamando aún a su hermano con la voz quebrada. La agente que se le acercó la llamó por su nombre e intentó darle la noticia con delicadeza, pero Krystal trató de apartarla de sí a empujones. La agente tuvo que meterla en el coche prácticamente a la fuerza. Krystal no había visto a Fats desaparecer entre los árboles; para ella, ya no existía.
Los policías llevaron a Krystal a casa, pero cuando llamaron a la puerta, Terri se negó a abrirles. Los vio a través de una ventana del piso de arriba y creyó que su hija había hecho algo impensable e imperdonable: revelarle a la pasma la existencia de las bolsas de hachís de Obbo. Arrastró las pesadas bolsas hasta el piso de arriba mientras la policía aporreaba la puerta, y sólo abrió cuando consideró que ya no podía postergarlo más.
—¿Qué quieren? —exclamó, a través de un resquicio de un par de centímetros.
La agente pidió tres veces que la dejara pasar, y Terri se negó otras tantas, exigiendo saber qué querían. Varios vecinos habían empezado a escudriñar a través de las ventanas.
—Se trata de su hijo Robbie —dijo la agente por fin, pero Terri ni siquiera así entendió qué pasaba.
—Está bien, no le pasa nada. Está con Krystal —contestó.
Pero entonces vio a Krystal, que se había negado a quedarse en el coche y había recorrido ya medio sendero de entrada. La mirada de Terri descendió por su hija hasta el sitio en que Robbie debería haber estado agarrado a ella, asustado ante aquellos desconocidos.
Acto seguido salió de la casa hecha una furia, con las manos tendidas como garras, y la agente tuvo que cogerla por la cintura y apartarla de Krystal, impidiendo que le arañara la cara.
—¡Zorra, hijaputa, ¿qué le has hecho a Robbie?!
La chica esquivó a las dos mujeres que forcejeaban, salió corriendo hacia la casa y cerró de un portazo detrás de sí.
—Maldita sea —murmuró la agente por lo bajo.
A varios kilómetros de allí, en Hope Street, Kay y Gaia Bawden estaban frente a frente en el pasillo a oscuras. Ninguna de las dos era lo bastante alta como para cambiar la bombilla que llevaba días fundida, y no tenían escalera. Habían pasado casi todo el día discutiendo, haciendo unas frágiles paces y volviendo a discutir. Finalmente, cuando la reconciliación parecía inminente, ya que Kay había admitido que ella también odiaba Pagford y que todo había sido un error, y cuando había dicho que intentaría conseguir volver a Londres, le sonó el móvil.
—El hermano de Krystal Weedon se ha ahogado —susurró Kay tras hablar con Tessa.
—Vaya —respondió Gaia. Era consciente de que debería expresar lástima, pero temía dejar la discusión sobre Londres antes de que su madre se comprometiera—. Qué pena —añadió con un hilo de voz.
—Ha sucedido en Pagford, aquí mismo. Krystal estaba con el hijo de Tessa Wall.
Gaia se sintió aún más avergonzada de haber dejado que Fats Wall la besara. Su boca tenía un sabor horrible, a cerveza y tabaco, y había intentado meterle mano. Si al menos se hubiese tratado de Andy Price… Y Sukhvinder llevaba todo el día sin contestar a sus mensajes.
—Estará destrozada —dijo Kay con la mirada perdida.
—Pero tú no puedes hacer nada, ¿no? —soltó Gaia.
—Bueno…
—¡Ya estamos otra vez! ¡Siempre lo mismo! ¡Tú ya no eres su asistente social! —Y pateando el suelo como hacía de pequeña, añadió a voz en cuello—: ¡¿Qué pasa conmigo?!
En Foley Road, la agente de policía había llamado a un asistente social de guardia. Terri se debatía y chillaba y trataba de aporrear la puerta de la casa mientras, del otro lado, se oía ruido de muebles arrastrados para formar una barricada. Los vecinos iban asomándose a sus puertas, un público fascinado por el arrebato de Terri. En sus gritos incoherentes y la actitud ominosa de la policía, los curiosos adivinaron el motivo.
—Se ha muerto el niño —se decían unos a otros.
Nadie se acercó a ofrecer consuelo o palabras tranquilizadoras. Terri Weedon no tenía amigos.
—Ven conmigo —le pidió Kay a su obstinada hija—. Voy a la casa a ver si puedo hacer algo. Yo me llevaba bien con Krystal. Esa chica no tiene a nadie.
—¡Apuesto a que estaba follando con Fats Wall cuando ha ocurrido! —exclamó Gaia.
Pero fue su última protesta. Al cabo de unos minutos se estaba poniendo el cinturón en el viejo Vauxhall de Kay, contenta, a pesar de todo, de que su madre le hubiese pedido que la acompañara.
Sin embargo, para cuando llegaron a la carretera de circunvalación, Krystal había encontrado lo que buscaba: una bolsita de heroína escondida en el armario del lavadero, la segunda de las dos que Obbo le había dado a Terri como pago por el reloj de Tessa. Krystal se la llevó junto con los bártulos de su madre al cuarto de baño, la única habitación de la casa que tenía cerrojo en la puerta.
La tía Cheryl debía de haberse enterado de lo ocurrido, porque Krystal la oía chillar con su voz ronca por encima de los gritos de Terri, incluso a través de dos puertas.
—¡Vamos, zorra, abre la puta puerta! ¡Deja que tu madre te vea!
Y se oían gritos de la policía, que trataba de acallar a las dos mujeres.
Krystal nunca se había chutado, pero lo había visto hacer muchas veces. Sabía cómo eran los barcos vikingos y cómo hacer la maqueta de un volcán, pero también cómo calentar la cuchara y que hacía falta una bolita de algodón para absorber la droga disuelta y actuar de filtro cuando llenabas la jeringuilla. Sabía que la cara interior del codo era el mejor sitio para encontrar una vena, y que había que poner la aguja lo más plana posible contra la piel. Sabía, porque lo había oído muchas veces, que un novato no podría resistir la misma dosis que un adicto, y eso ya le iba bien, porque ella no quería resistir.
Robbie estaba muerto y era culpa suya. En su empeño por salvarlo, lo había matado. Mientras sus dedos se afanaban en conseguir lo que tenía que hacer, las imágenes parpadeaban en su mente. El señor Fairbrother, en chándal, corriendo por la orilla del canal mientras las ocho remaban. La cara de la abuelita Cath, transida de pena y amor. Un Robbie sorprendentemente limpio que la esperaba ante la ventana de la casa de acogida, y que daba saltitos de alegría cuando ella se acercaba a la puerta…
Oía al policía gritarle a través del buzón de la puerta que no hiciese tonterías, y a la agente tratando de calmar a Terri y Cheryl.
La aguja se deslizó con facilidad en la vena. Apretó el émbolo hasta el fondo, con esperanza y sin remordimiento.
Cuando llegaron Kay y Gaia y la policía decidió forzar la puerta, Krystal Weedon había cumplido su único anhelo: se había reunido con su hermano donde ya nadie podría separarlos.