SÉPTIMA PARTE

El alivio de la pobreza

13.5 Los donativos para beneficio de los pobres […] son un acto de caridad, y siguen siéndolo incluso si casualmente benefician a los ricos…

Charles Arnold-Baker

La administración local, 7.ª edición

I

Una soleada mañana de abril, casi tres semanas después de que el ulular de las sirenas irrumpiera en el soñoliento Pagford, Shirley Mollison, sola en su dormitorio, observaba con ojos entornados su reflejo en la luna del armario. Llevaba a cabo los últimos retoques en su atuendo antes del ahora cotidiano trayecto en coche hasta el South West General. Tenía que ceñirse un agujero más el cinturón, su cabello cano pedía a gritos un corte, y la mueca que esbozaba ante el sol que entraba a raudales en la habitación podría haber sido la simple expresión de su estado de ánimo.

Shirley había pasado un año entero recorriendo las salas del hospital, con el carrito de los libros o cargada con flores y tablillas sujetapapeles, y ni una sola vez se había imaginado que pudiera convertirse en una de aquellas pobres mujeres que se sentaban encogidas junto a las camas, con la vida truncada por un marido derrotado y sin fuerzas. Howard no se había recuperado con la celeridad de siete años atrás. Seguía conectado a máquinas que emitían pitidos, y estaba débil, abstraído y con un color muy desagradable; no se valía por sí mismo y su actitud era quejumbrosa. A veces, Shirley fingía ir al lavabo para escapar de su hosca mirada.

Cuando Miles la acompañaba al hospital, lo dejaba hablar a él, que soltaba largos monólogos sobre las noticias de Pagford. Shirley se sentía mucho mejor, más visible y protegida a un tiempo, con su alto hijo recorriendo a su lado los fríos pasillos. Él charlaba afablemente con las enfermeras, la ayudaba a subir y bajar del coche, y la hacía sentirse de nuevo un ser especial, digno de cariño y protección. Pero Miles no podía ir con ella todos los días, y, para irritación de Shirley, delegaba en Samantha su función de acompañante. Y eso no era lo mismo, desde luego, pese a que Samantha era una de las pocas personas capaces de arrancarle una sonrisa a la cara enrojecida y ausente de Howard.

Y nadie parecía percatarse del espantoso silencio que reinaba en casa. Cuando los médicos habían comunicado a la familia que la recuperación de Howard llevaría meses, Shirley confió en que Miles le dijera que se instalase en la habitación de invitados de su gran casa en Church Row, o en que él se quedara a dormir en la de sus padres de vez en cuando. Pero no, la habían dejado sola, completamente sola, con excepción de un doloroso período de tres días en que había desempeñado el papel de anfitriona de Pat y Melly.

«No lo habría hecho —se repetía en el silencio de la noche cuando no podía dormir—. Nunca tuve verdadera intención de hacerlo. Estaba muy alterada, nada más. No lo habría hecho, jamás.»

Había enterrado la EpiPen de Andrew en la tierra blanda de debajo de la mesita donde ponían comida para los pájaros, como si fuera un cadáver diminuto. Saber que estaba allí no le gustaba. Una noche oscura, la víspera de la recogida de basuras, la desenterraría y la echaría en el cubo de algún vecino.

Howard no había mencionado la jeringuilla, ni a ella ni a nadie. No le había preguntado a Shirley por qué había salido corriendo al verlo en el suelo.

Ella encontraba alivio en prolongadas invectivas contra la gente que, en su opinión, había provocado la catástrofe que se cernía sobre su familia. La primera de la lista era, cómo no, Parminder Jawanda, por su cruel negativa a atender a Howard. Luego venían los dos adolescentes que, a causa de su repulsiva irresponsabilidad, habían entretenido una ambulancia que de otro modo podría haber llegado antes a atender a Howard.

Este último argumento resultaba quizá un poco endeble, pero era la forma más satisfactoria de que disponía para expresar su desprecio hacia Stuart Wall y Krystal Weedon, y Shirley encontraba a mucha gente dispuesta a escucharla en su círculo más cercano. Es más, resultó que el chico de los Wall era el Fantasma de Barry Fairbrother. Había confesado ante sus padres, quienes habían telefoneado a las víctimas de la malevolencia de su hijo para pedirles perdón. La identidad del Fantasma había corrido rápidamente por todo el pueblo, y eso, unido a que Stuart fuese responsable en parte de la muerte de un niño de tres años, hacía que insultarlo constituyera un deber y un placer al mismo tiempo.

Shirley se mostraba más vehemente que nadie en sus comentarios. Había algo feroz en sus acusaciones, cada una de ellas un pequeño exorcismo de la afinidad y admiración que había sentido antaño por el Fantasma, y una condena de aquel último y horroroso mensaje que, por el momento, nadie más había dicho haber visto. Los Wall no habían llamado a Shirley para disculparse, pero ella estaba preparada, por si el chico les mencionaba el mensaje a sus padres o por si alguien lo sacaba a relucir, para asestar un golpe definitivo y aplastante a la reputación de Stuart.

«Oh, sí, Howard y yo estamos al corriente de ese mensaje —tenía previsto decir con gélida dignidad— y, en mi opinión, fue la impresión que se llevó Howard lo que le provocó el infarto.»

De hecho, Shirley había practicado esa frase en voz alta en la cocina.

La cuestión de si Stuart Wall sabía en realidad algo sobre su marido y Maureen era menos urgente ahora, porque Howard evidentemente era incapaz de volver a avergonzarla en ese sentido, quizá para siempre, y nadie parecía andar cotilleando al respecto. Y aunque el silencio que ella le ofrecía a Howard —cuando no podía evitar estar a solas con él— tuviera cierto cariz reivindicativo por ambas partes, Shirley ya era capaz de enfrentarse a la perspectiva de una incapacidad prolongada de su marido y su ausencia en casa con mayor serenidad de la que le habría parecido posible tres semanas atrás.

Sonó el timbre de la puerta y Shirley se apresuró a abrir. Era Maureen, que se tambaleaba sobre unos desafortunados tacones, demasiado llamativa vestida de color aguamarina.

—Hola, querida, pasa —dijo Shirley—. Voy por mi bolso.

Era mejor llevarse incluso a Maureen al hospital que ir sola. Maureen no se arredraba ante el silencio de Howard; parloteaba sin parar con su voz ronca, y ella podía sentarse en paz, esbozar una sonrisa felina y relajarse. En cualquier caso, como Shirley ejercía el control provisional de la parte de Howard en el negocio, encontraba ahora muchos medios para desahogar sus persistentes sospechas desairando constantemente a Maureen, pues cuestionaba cada una de sus decisiones.

—¿Sabes que allí abajo, en St. Michael, se está celebrando el funeral de los niños Weedon? —comentó Maureen.

—No me digas. ¿Aquí? —repuso Shirley, horrorizada.

—Se ve que hicieron una colecta —le contó Maureen, rebosante de cotilleos que Shirley, aparentemente, se había perdido en sus interminables idas y venidas del hospital—. No me preguntes quiénes. De todas formas, habría dicho que la familia no querría celebrarlo junto al río, ¿tú no?

(Aquel sucio niño que apenas sabía hablar, de cuya existencia muy pocos estaban al corriente y a quien nadie, salvo su madre y su hermana, había profesado un cariño especial, al ahogarse había sufrido una metamorfosis tan tremenda en la mentalidad colectiva de Pagford que en todas partes se aludía a él como un duende del agua, un querubín, un angelito puro y dulce al que todos habrían colmado de amor y compasión de haber podido salvarlo.

En cambio, la aguja y la llama no habían tenido ningún efecto transformador en la reputación de Krystal; todo lo contrario, pues la habían grabado para siempre en la memoria de la vieja guardia de Pagford como una criatura desalmada, cuya búsqueda de lo que a los mayores les gustaba definir como «mera diversión» había conducido a la muerte de un niño inocente.)

Shirley se estaba poniendo el abrigo.

—¿Sabes que aquel día los vi a los tres? —comentó, y las mejillas se le tiñeron de rubor—. Al crío berreando junto a unos matorrales, y a Krystal Weedon y Stuart Wall en otros…

—¿De veras? ¿Y realmente estaban…? —preguntó una ávida Maureen.

—Pues sí —repuso Shirley—. A plena luz del día y al aire libre. Y el niño estaba en la mismísima orilla del río cuando lo vi. Un par de pasos y se habría caído al agua.

Algo en la expresión de Maureen la hirió profundamente.

—Tenía prisa —explicó Shirley con aspereza—. Howard me había dicho que se encontraba mal y estaba preocupadísima. Ni siquiera quería salir de casa, pero Miles y Samantha nos mandaron a Lexie (si quieres saber mi opinión, yo creo que habían discutido) y la niña quiso que fuéramos a la cafetería. Yo estaba loca de inquietud, sólo podía pensar en volver con Howard, y en realidad no comprendí lo que vi hasta mucho después… Y lo más espantoso —añadió, más sonrojada que nunca y volviendo a su cantinela favorita— es que, si Krystal Weedon no hubiese dejado que ese crío se alejara mientras ella se revolcaba en los arbustos, la ambulancia de Howard habría llegado mucho antes. Porque, claro, con dos de ellas saliendo a la vez, las cosas se complic…

—Ya, ya —la interrumpió Maureen mientras iban hacia el coche, porque no era la primera vez que oía todo aquello—. Pues yo no consigo dejar de pensar por qué se les ha ocurrido celebrar los funerales aquí, en Pagford…

Le habría gustado pasar por la iglesia de camino al hospital, para ver qué aspecto tenía la familia Weedon y quizá vislumbrar a la madre yonqui y degenerada, pero no se le ocurrió cómo planteárselo a Shirley.

—Nos queda un consuelo, ¿sabes? —dijo, cuando emprendieron camino hacia la circunvalación—. Podemos dar por sentado que se acabaron los Prados. Eso tiene que ser un consuelo para Howard. Aunque tenga que pasar una temporada sin asistir a las reuniones del concejo, eso sí lo ha conseguido.


Andrew Price bajaba a toda velocidad la escarpada cuesta desde Hilltop House, con el sol calentándole la espalda y el viento revolviéndole el pelo. El ojo morado se le había puesto amarillo verdoso en el término de una semana, y tenía peor pinta incluso, si cabía, que cuando había aparecido en el instituto con el párpado casi cerrado. A los profesores que mostraron interés les dijo que se había caído de la bicicleta.

Estaban en plenas vacaciones de Pascua, y Gaia le había mandado un SMS la noche anterior para preguntarle si iría al funeral de Krystal al día siguiente. Andrew le contestó que sí de inmediato. Tras mucha deliberación, se puso los vaqueros más limpios que encontró y una camisa gris oscuro, porque no tenía ningún traje.

No estaba muy claro por qué asistía Gaia al funeral, a menos que lo hiciera para estar con Sukhvinder Jawanda, a quien parecía más unida que nunca ahora que iba a mudarse a Londres con su madre.

—Mamá dice que nunca debería haber venido a Pagford —les había contado alegremente a Andrew y Sukhvinder cuando los tres estaban sentados en el murete junto al quiosco, a la hora de comer—. Se ha dado cuenta de que Gavin es un gilipollas integral.

Gaia le había dado a Andrew su número de móvil y le había dicho que podían quedar cuando ella fuese a Reading a ver a su padre, y hasta comentó, de pasada, que si la visitaba en Londres lo llevaría a conocer algunos de sus sitios favoritos. Gaia andaba prodigando propuestas como un soldado que tirara la casa por la ventana para celebrar su desmovilización, y esas promesas, hechas tan a la ligera, proporcionaron una dorada pátina a la perspectiva de la mudanza de Andrew. Recibió la noticia de la oferta que les habían hecho a sus padres por Hilltop House con emoción y dolor casi a partes iguales.

La curva cerrada que daba paso a Church Row, que solía levantarle el ánimo, lo sumió en el desaliento. Vio a la gente moverse por el cementerio y se preguntó cómo sería el funeral, y por primera vez esa mañana, sus pensamientos sobre Krystal Weedon no fueron sólo en abstracto.

Evocó un recuerdo largo tiempo enterrado en los más profundos recovecos de su mente, el de aquella ocasión en el patio del St. Thomas, cuando Fats, con objeto de llevar a cabo una investigación imparcial, le tendió una chuchería con un cacahuete oculto en su interior. Aún podía sentir el ardiente e inexorable tapón en su garganta. Recordaba haber intentado gritar y que se le habían doblado las rodillas, y a los niños en torno a él, observándolo con extraño y pasivo interés, y luego el grito estridente de Krystal Weedon:

—¡Andy Price se ha tragado un cahuete!

Krystal había echado a correr con sus piernecitas regordetas hacia la sala de profesores, y el director había cogido en brazos a Andrew para llevarlo inmediatamente al cercano consultorio médico, donde el doctor Crawford le había administrado adrenalina. Sólo Krystal recordaba la charla que la maestra le había dado a la clase, explicándoles la peligrosa alergia de Andrew, y sólo ella reconoció los síntomas.

Deberían haberle dado a Krystal una estrella dorada, y quizá un certificado de Alumna de la Semana en la reunión de profesores y alumnos, pero al día siguiente (Andrew lo recordaba con tanta claridad como su propio colapso) Krystal le había pegado a Lexie Mollison en la boca con suficiente fuerza como para hacerle saltar dos dientes.

Andrew metió con cuidado la bicicleta de Simon en el garaje de los Wall y luego llamó al timbre con una desgana que no había sentido nunca. Le abrió Tessa, que llevaba puesto su mejor abrigo, de color gris. Andrew estaba molesto con ella; era culpa suya que tuviese un ojo morado.

—Pasa, Andy —le dijo con expresión tensa—. Sólo tardaremos un minuto.

Andrew esperó en el pasillo, donde el vitral sobre la puerta proyectaba su resplandor de caja de acuarelas sobre el parquet. Tessa fue a la cocina y Andrew vislumbró a Fats con su traje negro, desmadejado en una silla como una araña aplastada, con un brazo contra la cabeza, como si se protegiera de unos golpes.

Andrew se volvió de espaldas. No se comunicaban desde que él había llevado a Tessa hasta el Cubículo. Hacía dos semanas que Fats no iba a clase. Andrew le había mandado un par de SMS, pero no había contestado. Su página de Facebook seguía exactamente igual que el día de la fiesta de Howard Mollison.

Una semana atrás, sin previo aviso, Tessa había llamado a los Price para decirles que Fats había admitido haber colgado los mensajes con el nombre de El Fantasma de Barry Fairbrother, y para disculparse sinceramente por las consecuencias que habían padecido.

—A ver, ¡¿y cómo sabía él que yo tenía aquel ordenador?! —había exclamado Simon, avanzando hacia Andrew—. ¿Cómo cojones sabía Fats Wall que yo hacía trabajos fuera de jornada en la imprenta?

El único consuelo de Andrew fue que, de haber sabido su padre la verdad, podría haber ignorado las protestas de Ruth y haber seguido pegándole hasta dejarlo inconsciente.

Andrew no sabía por qué Fats había decidido atribuirse la autoría de todos los mensajes. Quizá era por su ego, por su determinación de ser el cerebro del asunto, el más destructivo, el más malo de todos. Quizá había creído estar haciendo algo noble al encajar el golpe por los dos. Fuera como fuese, Fats había causado mucho más daño del que creía; mientras esperaba en el pasillo, Andrew se dijo que su amigo nunca había comprendido cómo era la vida con un padre como Simon, a salvo como estaba él en su buhardilla, con unos padres razonables y civilizados.

Oyó hablar a los adultos Wall en voz baja; no habían cerrado la puerta de la cocina.

—Tenemos que irnos ya —decía Tessa—. Tiene la obligación moral de asistir, y va a asistir.

—Ya ha recibido suficiente castigo —repuso la voz de Cuby.

—No le estoy pidiendo que vaya como…

—¿Ah, no? —interrumpió Cuby con brusquedad—. Por el amor de Dios, Tessa. ¿De verdad crees que lo querrán allí? Ve tú. Stu puede quedarse aquí conmigo.

Un minuto más tarde, ella salió de la cocina y cerró la puerta.

—Stu no viene —anunció, y Andrew advirtió que estaba furiosa—. Lo siento.

—No pasa nada —musitó el chico.

Se alegraba. No le parecía que les quedase mucho de qué hablar. Así podría sentarse con Gaia.


Unas casas más abajo, en la misma Church Row, Samantha Mollison estaba ante la ventana de la sala de estar, con una taza de café en la mano y viendo pasar a los asistentes al funeral de camino a St. Michael and All Saints. Cuando vio a Tessa Wall, y a quien creyó que era Fats, soltó un gritito ahogado.

—Oh, Dios mío, él también va —se dijo en voz alta.

Entonces reconoció a Andrew, se ruborizó y se apartó rápidamente del cristal.

Se suponía que estaba trabajando en casa. Tenía el portátil abierto a su lado en el sofá, pero esa mañana se había puesto un viejo vestido negro, todavía sin decidir si asistiría al funeral de Krystal y Robbie Weedon. Supuso que sólo le quedaban unos minutos para decidirse.

Nunca había pronunciado una palabra amable sobre Krystal Weedon, de modo que sin duda resultaría hipócrita asistir a su funeral sólo porque había llorado con el artículo sobre su muerte en el Yarvil and District Gazette, y porque la cara redonda de Krystal sonreía en todas las fotografías de la clase que Lexie había llevado a casa del St. Thomas, ¿verdad?

Dejó el café, fue hasta el teléfono y llamó a Miles al trabajo.

—Hola, cariño —saludó él.

(Ella lo había abrazado cuando sollozaba de alivio junto a la cama de hospital en la que Howard yacía conectado a máquinas, pero vivo.)

—Hola. ¿Cómo estás?

—Voy tirando. Una mañana ajetreada. Me encanta que me llames. ¿Estás bien?

(La noche anterior habían hecho el amor, y ella no había fingido que Miles fuera otro.)

—El funeral está a punto de empezar —dijo Samantha—. Veo pasar a la gente… —Llevaba casi tres semanas reprimiendo algo que deseaba decir, por Howard, por lo del hospital y porque no quería recordarle a Miles la espantosa discusión que habían tenido, pero ya no podía callarse más—. Miles, yo vi a ese niño. A Robbie Weedon. Yo lo vi, Miles. —Su tono era nervioso, casi suplicante—. Estaba en el campo de deportes del St. Thomas cuando lo atravesé aquella mañana.

—¿En el campo de deportes?

—Debió de alejarse mientras los dos chicos… El hecho es que estaba solo —añadió, y se acordó de su aspecto, sucio y descuidado.

Solía preguntarse si se habría preocupado más de haberlo visto más limpio; si, a algún nivel subliminal, no habría confundido los claros indicios de desatención con astucia callejera, dureza y resistencia.

—Pensé que estaba allí jugando, pero no había nadie con él —prosiguió—. Sólo tenía tres años y medio, Miles. ¿Por qué no le pregunté con quién estaba?

—Bueno, bueno —dijo él con voz tranquilizadora, y ella sintió alivio al instante; Miles se estaba haciendo cargo de la situación, y eso le humedeció los ojos—. Tú no tienes culpa de nada. No podías saberlo. Probablemente pensaste que su madre andaba por allí.

(De modo que Miles no la odiaba, no la consideraba malvada. Últimamente, Samantha había recibido una lección de humildad con la capacidad de perdonar de su marido.)

—No estoy segura de haber pensado eso —repuso con un hilo de voz—. Miles, si le hubiese dicho algo…

—Ni siquiera estaba cerca del río cuando lo viste.

«Pero sí cerca de la calle», pensó Samantha.

En esas últimas tres semanas, se había despertado en ella el deseo de implicarse en algo más que en ella misma. Había esperado día tras día a que esa nueva y extraña necesidad remitiese («Así es como la gente se vuelve religiosa», pensaba, tratando de tomárselo a risa), pero no había hecho más que intensificarse.

—Miles —dijo—, quería comentarte que… bueno, ahora que tu padre falta en el concejo, y que Parminder Jawanda ha dimitido también…, lo mejor sería invitar formalmente a un par de personas a convertirse en miembros, ¿verdad? —Conocía la normativa; llevaba años oyendo hablar de esos temas—. Me refiero a que no querrás que se celebren otras elecciones, después de todo esto, ¿no?

—No, desde luego que no.

—O sea que Colin Wall podría ocupar una plaza, y estaba pensando que —se apresuró a añadir Samantha—, ahora que todo el negocio lo llevo por internet… yo podría ocupar la otra.

—¿Tú? —preguntó Miles, perplejo.

—Me gustaría implicarme en esas cosas, sí.

Krystal Weedon, muerta a los dieciséis, atrincherada en aquella sórdida casita de Foley Road… Samantha llevaba dos semanas sin beber una copa de vino. Le parecía que le gustaría escuchar los argumentos en defensa de la Clínica Bellchapel para Drogodependientes.


En el número 10 de Hope Street sonaba el teléfono. Kay y Gaia ya llegaban tarde al funeral de Krystal. Cuando Gaia preguntó quién llamaba, su preciosa cara se endureció y pareció mucho mayor.

—Es Gavin —le dijo a su madre.

—¡Yo no lo he llamado! —musitó Kay, como una colegiala nerviosa, y cogió el teléfono.

—Hola —dijo Gavin—. ¿Cómo estás?

—Pues justo iba a salir, a un funeral —repuso Kay con la mirada clavada en la de su hija—. El de los niños Weedon. Así que no estoy lo que se dice genial.

—Vaya. Dios, es verdad. Perdona, se me había olvidado.

Gavin había visto el apellido Weedon en los titulares del Yarvil and District Gazette y, por fin vagamente interesado, compró un ejemplar. Se le ocurrió que debía de haber pasado muy cerca de donde estaban los adolescentes y el niño, aunque no recordaba haber visto a Robbie Weedon. Por lo demás, había pasado un par de semanas muy raras. Echaba terriblemente de menos a Barry. Y no entendía su propia reacción: cuando debería haberlo hundido el rechazo de Mary, lo único que deseaba era tomarse una cerveza con el hombre al que había esperado quitarle la mujer… (Murmurando para sí cuando se alejaba de casa de Mary, había dicho: «Esto te pasa por intentar robarle la mujer a tu mejor amigo.»)

—Oye —dijo—, me preguntaba si te apetecería tomar una copa después.

Kay estuvo a punto de echarse a reír.

—Te ha dado calabazas, ¿eh?

Le tendió el teléfono a Gaia para que colgara. Se apresuraron a salir de casa y, medio corriendo, llegaron al final de la calle y cruzaron la plaza. Durante unos diez pasos, cuando pasaban por delante del Black Canon, Gaia le dio la mano a su madre.

Llegaron cuando los dos féretros aparecían en lo alto de la calle, y se apresuraron a entrar en el cementerio mientras los portadores se reunían en la acera.

(—Apártate de la ventana —le ordenó Colin Wall a su hijo.

Pero Fats, que tendría que vivir a partir de entonces con el peso de su propia cobardía, se quedó donde estaba, tratando de demostrarse que, al menos, era capaz de soportar aquello.

Los féretros pasaron lentamente ante la ventana en sendos coches fúnebres con las ventanillas tintadas: el primero era de un rosa subido, y verlo lo dejó sin aliento; el segundo era diminuto y de un blanco reluciente…

Colin se plantó delante de Fats demasiado tarde para protegerlo, pero de todas formas corrió las cortinas. En la sala en penumbra donde Fats les había confesado a sus padres que había sacado a la luz la enfermedad de su padre, donde había confesado todo lo que se le había ocurrido con la esperanza de que lo consideraran loco y enfermo, donde había tratado de echarse toda la culpa posible sobre las espaldas para que acabaran dándole una paliza o acuchillándolo o haciéndole las cosas que creía merecer, Colin apoyó suavemente una mano en el hombro de su hijo y lo guió hacia la cocina iluminada por el sol.)

En el exterior de St. Michael and All Saints, los portadores se disponían a recorrer con los féretros el sendero hasta la entrada de la iglesia. Entre ellos iba Dane Tully, con su pendiente y el tatuaje de una telaraña en el cuello, hecho por él mismo, y con un pesado abrigo negro.

Los Jawanda esperaban con las Bawden a la sombra del tejo. Andrew Price no andaba muy lejos, y a cierta distancia se hallaba Tessa Wall, pálida e imperturbable. El resto de los asistentes formaba una falange distinta en torno a las puertas de la iglesia. Unos esbozaban expresiones hoscas y desafiantes; otros parecían resignados y hundidos; unos cuantos vestían prendas baratas de luto, pero la mayoría llevaba vaqueros o chándales, y una chica lucía una camiseta cortada y un aro en el ombligo al que el sol arrancaba destellos. Los féretros avanzaban por el sendero, resplandecientes a la intensa luz.

Era Sukhvinder Jawanda quien había elegido el féretro rosa para Krystal, segura de que ella lo habría querido así. Era Sukhvinder quien lo había hecho prácticamente todo: organizar, decidir y convencer. Parminder no paraba de mirar de soslayo a su hija y de encontrar excusas para tocarla: le apartaba el cabello de los ojos, le alisaba el cuello del vestido.

Al igual que Robbie había vuelto del río purificado y convertido en mártir del arrepentido Pagford, Sukhvinder, que había arriesgado la vida tratando de salvar al niño, había emergido convertida en heroína. Gracias al artículo sobre ella en el Yarvil and District Gazette y a la enérgica proclamación de Maureen Lowe de que pensaba recomendarla para un premio especial de la policía, así como al discurso que la directora pronunció en su honor ante profesores y alumnos reunidos, Sukhvinder experimentó, por primera vez en su vida, qué se sentía al eclipsar a sus hermanos.

Y había odiado cada minuto de toda esa atención. Por las noches, volvía a sentir el peso del niño muerto en sus brazos, arrastrándola hacia las profundidades; recordaba la tentación de soltarlo y salvarse, y se preguntaba cuánto tiempo la habría resistido. La cicatriz en la pierna le picaba y le dolía, tanto al moverse como al quedarse quieta. La noticia de la muerte de Krystal Weedon había tenido un efecto tan alarmante en ella que sus padres habían solicitado ayuda psicológica, pero Sukhvinder no se había cortado ni una sola vez desde que la habían sacado del río; haber estado a punto de ahogarse parecía haber purgado esa necesidad.

Entonces, el primer día de su vuelta al instituto, con Fats Wall todavía ausente y con miradas de admiración siguiéndola por los pasillos, Sukhvinder había oído el rumor de que Terri Weedon no tenía dinero para enterrar a sus hijos, de que no tendrían lápidas y sólo los féretros más baratos.

—Me parece muy triste, Jolly —había comentado su madre esa noche, cuando la familia cenaba ante la pared de fotografías de los hermanos.

Su tono fue tan dulce como lo había sido el de la agente de policía; ya no había brusquedad en la voz de Parminder cuando hablaba con su hija.

—Quiero intentar que la gente dé dinero —declaró Sukhvinder.

Sus padres intercambiaron una mirada en la mesa de la cocina, sintiéndose instintivamente reacios a pedirle a la gente de Pagford que donara dinero para una causa como aquélla, pero ninguno de los dos dijo nada. Ahora que le habían visto los antebrazos, les producía cierto temor contrariar a Sukhvinder, y la sombra del orientador psicológico al que aún no conocían parecía pender sobre todas sus interacciones.

—Y me parece —prosiguió Sukhvinder con una energía febril como la de la propia Parminder— que el funeral debería hacerse aquí, en St. Michael, como el del señor Fairbrother. Cuando iba al St. Thomas, Krys asistía aquí a todos los servicios religiosos. Apuesto a que no había pisado otra iglesia en su vida.

«La luz de Dios brilla en todas las almas», se dijo Parminder, y, para sorpresa de Vikram, contestó de pronto:

—Sí, de acuerdo. Veremos qué se puede hacer.

La mayor parte de los gastos la habían afrontado los Jawanda y los Wall, pero también habían puesto dinero Kay Bawden, Samantha Mollison y un par de madres de las chicas del equipo de remo. Sukhvinder insistió entonces en acudir a los Prados en persona, a explicarle a Terri lo que habían hecho y por qué; lo del equipo de remo, y por qué el funeral Krystal y Robbie debía celebrarse en St. Michael.

A Parminder la había preocupado mucho que su hija fuera sola a los Prados, por no hablar de a aquella mugrienta casa, pero Sukhvinder estaba convencida de que todo iría bien. Los Weedon y los Tully sabían que había intentado salvarle la vida a Robbie. Dane Tully había dejado de gruñirle en las clases de lengua, y había impedido también que lo hicieran sus amigos.

Terri accedió a todo lo que le propuso Sukhvinder. Su aspecto era descarnado y sucio, y se mostró monosilábica y pasiva. A Sukhvinder la había asustado un poco, con sus brazos llenos de marcas y su boca medio desdentada; era como hablar con un cadáver.

En el interior de la iglesia, los asistentes se dividieron en dos bandos, con la gente de los Prados ocupando los bancos de la izquierda, y los pagfordianos los de la derecha. Shane y Cheryl Tully llevaron hasta la primera fila de bancos a Terri, que, con un abrigo dos tallas grande, no parecía saber muy bien dónde estaba.

Los féretros se colocaron uno junto al otro en unas andas frente al altar. Sobre el de Krystal había un remo de broncíneos crisantemos, y sobre el de Robbie un osito de crisantemos blancos.

Kay Bawden se acordó de la habitación de Robbie, con sus escasos y roñosos juguetes de plástico, y el programa de la ceremonia le tembló entre los dedos. Habría una investigación en el trabajo, naturalmente, porque el periódico local clamaba que la hubiese, y habían publicado ya un artículo en primera plana en el que sugerían que se había permitido que el niño viviera al cuidado de un par de yonquis y que su muerte podría haberse evitado si los negligentes asistentes sociales lo hubiesen puesto a salvo. Mattie había vuelto a pedir la baja por estrés, y se estaba valorando cómo había llevado Kay la revisión del caso. Ésta se preguntaba cómo afectaría eso a sus posibilidades de encontrar otro empleo en Londres, cuando todos los órganos municipales estaban recortando las plazas de asistentes sociales, y cómo reaccionaría Gaia si tenían que quedarse en Pagford. Aún no se había atrevido a hablarlo con ella.

Andrew miró a Gaia, sentada a su lado, e intercambiaron leves sonrisas. En Hilltop House, Ruth ya estaba preparando la mudanza. Andrew notaba que su madre, con su eterno optimismo, tenía la esperanza de que su recompensa por sacrificar la casa y la belleza del paisaje fuera un renacimiento. Su concepto de Simon seguía obviando sus ataques de ira y su deshonestidad, y confiaba en dejar todo eso atrás, como cajas olvidadas en la mudanza. Pero Andrew se dijo que al menos estaría un paso más cerca de Londres, y Gaia le había asegurado que estaba demasiado borracha para saber lo que hacía con Fats, y a lo mejor los invitaba a Sukhvinder y a él a tomar café a su casa cuando acabara el funeral…

Gaia, que pisaba por primera vez el interior de St. Michael, escuchaba a medias la cantinela del párroco y paseaba la mirada por el techo alto y estrellado y los vitrales como piedras preciosas. Pagford era un pueblo muy bonito, y ahora que se iba le parecía que quizá lo echaría un poco de menos.

Tessa Wall había preferido sentarse al fondo, sola. Eso la situaba justo debajo de la serena mirada de san Miguel, cuyo pie reposaba eternamente sobre aquel demonio que se retorcía, con sus cuernos y su cola. Tessa se había deshecho en lágrimas en cuanto había visto los dos relucientes féretros y, por más que intentaba contener el llanto, sus suaves gorgoteos eran audibles para quienes estaban cerca. Casi había esperado que alguien de la familia Weedon la reconociera como la madre de Fats y la increpara, pero no había pasado nada.

(Su vida familiar había dado un vuelco. Colin estaba furioso con ella.

—¿Que hiciste qué?

—Él quería saber lo que era la vida real, quería ver el lado sórdido de las cosas… ¿no comprendes a qué venía todo ese contacto con la pobreza?

—Así que decidiste contarle que podía ser el resultado de un incesto, y que yo intenté suicidarme porque él había entrado a formar parte de la familia, ¿es eso?

Tantos años tratando de reconciliarlos, y para conseguirlo había hecho falta la muerte de un niño y el profundo conocimiento que Colin tenía de la culpa. Tessa los había oído hablar a los dos la noche anterior en la buhardilla de Fats, y se había detenido a escuchar al pie de las escaleras.

—Ya puedes quitarte de la cabeza eso… todo eso que te contó tu madre —estaba diciendo Colin con aspereza—. No tienes ninguna anormalidad física o mental, ¿no? Bueno, pues entonces… deja de preocuparte y no le des más vueltas. Igualmente, tu orientador te ayudará con todo eso…)

Tessa sofocó los sollozos con el pañuelo empapado y pensó en lo poco que había hecho por Krystal, muerta en el suelo del cuarto de baño… Habría supuesto un alivio que san Miguel bajara de su reluciente vitral y los juzgara a todos, decretando con exactitud qué parte de culpa le correspondía a ella, por las muertes, por las vidas truncadas, por aquel cataclismo… Al otro lado del pasillo, un revoltoso niño de los Tully se bajó de un brinco del banco, y una mujer tatuada tendió un firme brazo para agarrarlo y volverlo a sentar. Los sollozos de Tessa se vieron interrumpidos por un leve jadeo de sorpresa: estaba segura de haber reconocido su propio reloj perdido en aquella gruesa muñeca.

Sukhvinder, que oía los sollozos de Tessa, sintió lástima por ella, pero no se atrevió a volverse. Parminder estaba furiosa con Tessa. Su hija no había podido explicar las cicatrices en sus brazos sin mencionar a Fats Wall. Le había rogado a su madre que no llamara a los Wall, pero entonces había sido Tessa quien había telefoneado a Parminder para decirle que Fats asumía toda la responsabilidad por los mensajes del Fantasma de Barry Fairbrother en la página web del concejo, y Parminder le había contestado con tal virulencia que desde entonces no se hablaban.

A Sukhvinder le había parecido extraño que Fats hiciese algo así, que asumiera la culpabilidad de su mensaje; pensó que se trataba de una manera de disculparse. Fats siempre había parecido capaz de leerle el pensamiento… ¿Sabía acaso que ella había atacado a su propia madre? Se preguntó si podría confesarle la verdad a ese nuevo orientador en quien sus padres parecían depositar tanta confianza, y si podría contárselo alguna vez a la nueva y contrita Parminder…

Sukhvinder intentaba seguir el oficio religioso, pero no le estaba siendo de mucha ayuda. Se alegraba del remo y el osito de crisantemos que había hecho la madre de Lauren; se alegraba de que Gaia y Andy hubiesen asistido al funeral, así como las chicas del equipo de remo, pero habría querido que las gemelas Fairbrother no se hubiesen negado a ir.

(—Es que le daríamos un disgusto a mamá —le dijo Siobhan—. Ella cree que papá le dedicaba demasiado tiempo a Krystal, ¿sabes?

—Ah —repuso Sukhvinder, desconcertada.

—Además —añadió Niamh—, a mamá no le gusta la idea de tener que ver la tumba de Krystal cada vez que visite la de papá, porque es muy probable que la pongan muy cerca.

A Sukhvinder, esas objeciones le sonaron triviales y mezquinas, pero le pareció un sacrilegio aplicar términos como ésos a la señora Fairbrother. Las gemelas se alejaron, absortas la una en la otra como estaban siempre últimamente; a Sukhvinder la trataban con frialdad por haber trabado amistad con la forastera, Gaia Bawden.)

Sukhvinder seguía esperando que alguien se levantara y hablara de la verdadera Krystal y de sus logros en la vida, como había hecho el tío de Niamh y Siobhan en el funeral del señor Fairbrother, pero el párroco, aparte de breves referencias a «unas vidas trágicamente cortas» y «una familia con profundas raíces en Pagford», parecía decidido a saltarse los hechos.

Y así, se puso a pensar en el día en que el equipo había competido en las finales regionales. El señor Fairbrother las había llevado en el minibús a remar contra las chicas del St. Anne. El canal atravesaba los jardines privados del colegio, y estaba previsto que se cambiaran en el gimnasio del St. Anne y la regata partiera de allí.

—Es muy antideportivo, por supuesto —les había dicho Fairbrother por el camino—. Supone una ventaja para el equipo de casa. Intenté que lo cambiaran, pero se negaron. No os dejéis intimidar y ya está, ¿de acuerdo?

—Pues yo no tengo miedo, jo…

—Krys…

—Que no tengo miedo.

Pero, cuando entraron en el recinto del colegio, Sukhvinder sí sintió miedo. Amplias extensiones de césped impecable y un gran edificio simétrico de piedra dorada, con agujas y un centenar de ventanas: no había visto nada igual en toda su vida, excepto en postales.

—¡Es como el palacio de Buckingham! —chilló Lauren desde el asiento de atrás, y la boca de Krystal formó una «o» perfecta; a veces mostraba la naturalidad de un niño.

Los padres de todas, y la bisabuela de Krystal, las esperaban en la línea de meta, donde fuera que estuviese. Sukhvinder tuvo la certeza de que no era la única que se sentía pequeña, asustada e inferior cuando se acercaban a la entrada del precioso edificio.

Una mujer con toga salió a recibir a Fairbrother, que llevaba su chándal.

—¡Deben de ser Winterdown!

—Pues claro que no lo somos —soltó Krystal en voz alta—, ¿le parecemos un puto edificio o qué?

Todos supieron que la profesora del St. Anne lo había oído, y Fairbrother se volvió para mirar a Krystal con el cejo fruncido, pero advirtieron que en realidad le había parecido divertido. El equipo entero empezó a reír por lo bajo, y aún soltaban bufidos y se burlaban cuando Fairbrother las dejó en la entrada de los vestuarios.

—¡Haced estiramientos! —les recordó cuando se alejaban.

El equipo del St. Anne estaba dentro con su entrenadora. Los dos grupos se observaron por encima de los bancos. Sukhvinder se quedó impresionada por el pelo de sus rivales. Todas tenían melenas naturales y relucientes: podrían haber protagonizado anuncios de champú. En su equipo, Siobhan y Niamh llevaban cortes a lo paje, y Lauren a lo chico; Krystal siempre se recogía el pelo en una coleta alta, y la propia Sukhvinder lo tenía áspero, grueso y rebelde como crin de caballo.

Le pareció que dos chicas del St. Anne intercambiaban susurros y sonrisitas burlonas, y la confirmación de que así era le llegó cuando Krystal se irguió de pronto en toda su estatura, las miró furibunda y soltó:

—Supongo que vuestra mierda huele a rosas, ¿no?

—Perdona, ¿qué has dicho? —quiso saber la entrenadora.

—Sólo era una pregunta —repuso Krystal con tono suave, y se volvió para quitarse los pantalones de chándal.

No habían podido aguantarse la risa, y mientras se cambiaban se oyeron bufidos y carcajadas. Krystal se alejó un poco haciendo el payaso, y cuando la fila de chicas del St. Anne pasó por delante de ella, les enseñó el culo.

—Encantador —comentó la última en salir.

—¡Gracias! —exclamó Krystal—. Después te dejo echar otro vistazo, si quieres. ¡Ya sé que sois todas tortilleras, encerradas aquí dentro sin un solo tío!

Holly se reía tanto que se dobló por la cintura y se dio un cabezazo contra la puerta de la taquilla.

—Joder, ten cuidado, Hol —dijo Krystal, encantada con el efecto que estaba causando en todas—. Vas a necesitar la cabeza.

Cuando desfilaban hacia el canal, Sukhvinder comprendió por qué el señor Fairbrother había querido cambiar el sitio donde se celebraba la regata. Ellas sólo lo tenían a él para animarlas en la salida, mientras que el equipo del St. Anne contaba con montones de amigas que chillaban y aplaudían y saltaban, todas con las mismas melenas largas y brillantes.

—¡Mirad! —exclamó Krystal señalándolas al pasar—. ¡Es Lexie Mollison! Eh, Lex, ¿te acuerdas de cuando te hice saltar los dientes?

Sukhvinder se rió tanto que le dolió el estómago. Se sentía contenta y orgullosa de ir con Krystal, y notó que las demás pensaban lo mismo. La forma que Krystal tenía de enfrentarse al mundo las protegía a todas de las miradas, las banderitas que ondeaban y el edificio como un palacio que había al fondo.

Pero cuando subieron a la embarcación, Sukhvinder advirtió que incluso Krystal acusaba la presión. Ésta se volvió hacia ella, que siempre remaba detrás, para enseñarle algo que tenía en la mano.

—Mi amuleto de la suerte —dijo.

Era un llavero con un corazón de plástico rojo, y dentro había una fotografía de su hermanito.

—Le he dicho que le llevaría una medalla —añadió Krystal.

—Sí —respondió Sukhvinder con una oleada de confianza y temor—. Se la llevaremos.

—Ajá —repuso Krystal mirando al frente de nuevo, y volvió a meterse el llavero en el sujetador. Y, en voz bien alta para que todo el equipo la oyera, añadió—: Estas tías no tienen nada que hacer contra nosotras. Sólo son una panda de bolleras. ¡Acabemos con ellas!

Sukhvinder recordaba el pistoletazo de salida y los vítores de la multitud y la tensión en los músculos. Recordaba la euforia ante el ritmo perfecto que llevaban y el placer que suponía estar mortalmente serias después de las risas. Krystal había ganado la regata por todas. Krystal había anulado la ventaja del otro equipo por competir en casa. Sukhvinder pensó que ojalá fuera como Krystal: divertida y dura, imposible de intimidar, siempre preparada para luchar.

Sukhvinder le había pedido a Terri dos cosas, que ella le concedió, porque Terri siempre le decía que sí a todo el mundo. Krystal llevaba al cuello la medalla que había ganado aquel día, para que la enterraran con ella. La otra petición llegó al final de la ceremonia, y en esta ocasión, el párroco la anunció con aire resignado.

Good girl gone bad—

Take three—

Action.

No clouds in my storms…

Let it rain, I hydroplane into fame

Comin’ down with the Dow Jones…

La familia de Terri la acompañó sosteniéndola de los brazos a lo largo de la alfombra azul real, y los presentes desviaron la mirada.

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