Comentarios de buena fe
7.33 Los comentarios de buena fe sobre una cuestión de interés público no son enjuiciables.
La lluvia arreció sobre la tumba de Barry Fairbrother. La tinta se emborronó en las tarjetas. El enorme girasol de Siobhan desafió al aguacero, pero las fresias y los lirios de Mary se encogieron hasta caerse a pedazos. El remo de crisantemos fue oscureciéndose a medida que se pudría. La lluvia hizo crecer el río, formó corrientes en las cloacas y volvió relucientes y traicioneras las escarpadas calles de Pagford. Las ventanillas del autobús escolar quedaron opacas por el vaho; los cestillos de la plaza se llenaron de agua, y Samantha Mollison, con los limpiaparabrisas al máximo, sufrió un accidente de coche sin importancia cuando volvía a casa de su trabajo en la ciudad.
Durante tres días, un ejemplar del Yarvil and District Gazette sobresalió de la puerta de la señora Catherine Weedon en Hope Street, hasta quedar empapado e ilegible. La asistente social Kay Bawden lo sacó por fin del buzón de la puerta, escudriñó por la oxidada ranura y vio a la anciana despatarrada al pie de las escaleras. Un policía acudió a forzar la puerta, y una ambulancia se llevó a la señora Weedon al hospital South West General.
Siguió lloviendo, y el pintor contratado para cambiar el nombre de la antigua zapatería tuvo que posponer el trabajo. La lluvia cayó durante días y noches: la plaza principal estaba llena de jorobados con impermeable y los paraguas entrechocaban en las estrechas aceras.
A Howard Mollison, el suave repiquetear contra la oscura ventana le parecía relajante. Estaba sentado en el estudio que había sido antaño el dormitorio de su hija Patricia y contemplaba el correo electrónico que había recibido del periódico local. Habían decidido publicar el artículo del concejal Fairbrother en el que defendía que los Prados continuaran dentro del término de Pagford pero, a fin de equilibrar la cuestión, confiaban en que otro concejal expusiera la causa contraria en el número siguiente.
«Te ha salido el tiro por la culata, ¿eh, Fairbrother? —se dijo alegremente Howard—. Y te pensabas que todo iba a salir como tú querías…»
Cerró el correo y se concentró en el montoncito de papeles que tenía a un lado. Se trataba de las cartas que habían ido llegando, en las que se solicitaban unos comicios para adjudicar la plaza vacante de Barry. Según los estatutos, se requerían nueve instancias de solicitud para llevar a cabo una votación pública, y Howard había recibido diez. Las releyó mientras oía las voces de su mujer y de su socia en la cocina, que se regodeaban con el jugoso escándalo del colapso de la señora Weedon y su tardío descubrimiento.
—… una no deja plantado al médico por nada, ¿no? Se fue de allí gritando a pleno pulmón, según Karen…
—… diciendo que le habían dado un medicamento inadecuado, sí, sí, ya lo sé —repuso Shirley, que creía tener el monopolio de la especulación médica por el hecho de ser voluntaria en el hospital—. Supongo que le harán los análisis necesarios en el General.
—Yo en su lugar estaría muy preocupada, me refiero a la doctora Jawanda.
—Probablemente confía en que los Weedon sean demasiado ignorantes para denunciarla, pero eso no importará si en el hospital descubren que no era la medicación adecuada.
—La pondrán de patitas en la calle —vaticinó una encantada Maureen.
—Exacto —repuso Shirley—, y me temo que mucha gente pensará que ya era hora. ¡Ya era hora!
Metódicamente, Howard fue separando las cartas en montones. Hizo uno con los formularios de candidatura de Miles, ya cumplimentados. El resto eran comunicaciones de otros miembros del concejo. Ahí no había sorpresas; en cuanto Parminder le mandó un correo electrónico para informarle de que sabía de alguien interesado en ocupar la plaza de Barry, Howard se había preparado para que esos seis se aliaran en torno a ella y exigieran elecciones. Junto con la propia Pelmaza, estaban los que él llamaba «la facción desmandada», cuyo líder había caído recientemente. En ese montón puso los formularios cumplimentados de Colin Wall, su candidato.
En un tercer montón reunió cuatro cartas que, como las otras, procedían de remitentes previsibles: los quejosos profesionales de Pagford, eternamente insatisfechos y suspicaces, como bien sabía Howard, y todos ellos prolíficos colaboradores del Yarvil and District Gazette. Cada uno tenía su propio interés obsesivo por alguna intrincada cuestión local, y se consideraban políticamente «independientes». Era probable que fuesen los primeros en chillar «¡nepotismo!» si Miles resultaba elegido; pero figuraban entre los anti-Prados más tenaces del pueblo.
Howard cogió las dos últimas cartas, una en cada mano, sopesándolas. Una era de una mujer a la que no conocía y que supuestamente (nunca daba nada por sentado) trabajaba en la Clínica Bellchapel para Drogodependientes (el hecho de que utilizara el binomio «todos y todas» lo inclinaba a creerlo). Tras cierta vacilación, la dejó en el montón de los formularios de Colin Wall.
La última carta, sin firma y escrita en ordenador, exigía en términos destemplados la convocatoria de elecciones. Parecía redactada con prisa y descuido y estaba llena de errores. Ensalzaba las virtudes de Barry Fairbrother y citaba específicamente a Miles para afirmar que «no le llega a la seula del zapato» a Barry. Howard se preguntó si Miles tendría algún cliente descontento que pudiera dar pie a una situación bochornosa. No estaba de más prevenir riesgos potenciales como ése. Sin embargo, dudaba que una carta anónima pudiese contar como voto en unas elecciones, así que, sin darle más vueltas, la metió en la trituradora de sobremesa que le había regalado Shirley por Navidad.
Edward Collins y Asociados, el bufete de abogados de Pagford, ocupaba la planta superior de una casa adosada de ladrillo; en la planta baja tenía su consulta un oculista. Edward Collins ya había pasado a mejor vida y su bufete lo integraban Gavin Hughes, el socio asalariado, con una ventana en su despacho, y Miles Mollison, el socio accionista, con dos ventanas. Compartían una secretaria de veintiocho años, soltera y poco agraciada, pero con buen tipo. Shona reía excesivamente las bromas de Miles y trataba a Gavin con una condescendencia rayana en lo ofensivo.
El viernes posterior al funeral de Barry Fairbrother, Miles llamó a la puerta de Gavin a la una en punto y entró sin esperar permiso. Encontró a su socio contemplando el oscuro cielo gris a través de la ventana salpicada de lluvia.
—Salgo un momento a comer algo —anunció—. Si Lucy Bevan llega antes de hora, ¿querrás decirle que estaré de vuelta a las dos? Shona ha salido.
—Sí, vale —respondió Gavin.
—¿Va todo bien?
—Ha llamado Mary. Hay una pega con el seguro de vida de Barry. Quiere que la ayude a solucionarlo.
—Bueno, puedes ocuparte de eso, ¿no? De todas formas, vuelvo a las dos.
Miles se puso el abrigo, bajó presuroso las empinadas escaleras y recorrió a buen paso el callejón, bañado por la lluvia, que llevaba a la plaza. Un claro momentáneo entre las nubes hizo que un rayo de sol incidiera en el reluciente monumento a los caídos y en los cestillos colgantes. Miles sintió una oleada de orgullo atávico cuando cruzaba la plaza hacia Mollison y Lowe, toda una institución en Pagford, emporio de lo más selecto del pueblo; un orgullo que los lazos familiares nunca habían empañado, sino más bien aumentado y madurado.
La campanilla sonó cuando abrió la puerta. Era la hora de comer: una cola de ocho personas aguardaba ante el mostrador, y Howard, con sus mejores galas mercantiles y los anzuelos brillando en la gorra de cazador, estaba en plena verborrea.
—… y un cuarto de libra de olivas negras, Rosemary, especiales para usted. ¿Nada más?… Pues nada más para Rosemary… Serán ocho libras con sesenta y dos peniques; dejémoslo en ocho libras, querida, teniendo en cuenta nuestra larga y fructífera relación…
Risitas agradecidas, y luego el tintineo y el estrépito de la caja registradora.
—Y he aquí a mi abogado, que ha venido a vigilar mis movimientos —anunció entonces Howard, guiñándole un ojo a su hijo por encima de las cabezas de la cola—. Si hace el favor de esperarme en la trastienda, señor, trataré de no decirle nada incriminatorio a la señora Howson…
Miles sonrió a las mujeres de mediana edad, que le devolvieron la sonrisa. Alto, de corto y espeso cabello cano, grandes ojos azules y el estómago disimulado por el abrigo oscuro, constituía un añadido razonablemente atractivo a las galletas caseras y los quesos de la zona. Se abrió paso con cuidado entre las mesitas llenas de exquisiteces y se detuvo ante el arco entre la tienda y la antigua zapatería, desprovisto por primera vez de la cortina de plástico protectora. Maureen (Miles reconoció la letra) había colgado un cartel en medio del arco en el que se leía: PROHIBIDO EL PASO. PRÓXIMA INAUGURACIÓN DE LA TETERA DE COBRE. Miles observó el espacio limpio y sobrio que no tardaría en convertirse en la mejor cafetería de Pagford; estaba encalado y pintado, y el suelo de madera negra, recién barnizado.
Rodeó el extremo del mostrador y pasó junto a Maureen, que accionaba la máquina de cortar, brindándole la oportunidad de soltar una risa áspera y procaz, y se agachó entonces para cruzar la puerta que daba a la pequeña y sombría trastienda. Sobre una mesa de formica reposaba el Daily Mail de Maureen, doblado; los abrigos de ella y Howard colgaban de ganchos, y una puerta daba al lavabo, del que emanaba un aroma artificial a lavanda. Miles colgó el abrigo y acercó una vieja silla a la mesa.
Howard apareció al cabo de un par de minutos, cargado con dos platos de bocados exquisitos.
—¿O sea que os habéis decidido por La Tetera de Cobre? —preguntó Miles.
—Bueno, a Mo le gusta —contestó Howard, dejando un plato delante de su hijo.
Salió otra vez, volvió con dos cervezas y cerró la puerta con el pie, de modo que la habitación sin ventanas se sumió en una penumbra sólo atenuada por la mortecina luz de la lámpara de techo. Howard se sentó soltando un profundo gruñido. A media mañana, cuando había llamado a Miles por teléfono, su tono había sido de complicidad, y ahora lo tuvo esperando un poco más mientras abría una cerveza.
—Wall ya ha enviado los formularios —dijo por fin, tendiéndole una botella.
—Ah —contestó Miles.
—Voy a fijar una fecha tope. Dos semanas a partir de hoy para que todo el mundo anuncie su candidatura.
—Me parece justo.
—Mamá cree que ese tal Price sigue interesado. ¿Le has preguntado a Sam si sabe quién es?
—No —contestó Miles.
Howard, sentado en una silla que no paraba de crujir, se rascó un pliegue de la barriga, que descansaba casi en sus rodillas.
—¿Va todo bien entre Sam y tú?
Como siempre, Miles sintió admiración ante la intuición casi telepática de su padre.
—No mucho.
A su madre no se lo habría confesado, porque intentaba no echar más leña al fuego de la guerra fría constante que libraban Shirley y Samantha, en la que él era rehén y trofeo a un tiempo.
—No le hace gracia que me presente al cargo —explicó. Howard arqueó las rubias cejas y los carrillos se le estremecieron al masticar—. No sé qué mosca le ha picado. Le ha dado uno de esos ataques anti-Pagford que tiene a veces.
Su padre se tomó su tiempo para tragar. Se limpió la boca con una servilleta de papel y soltó un eructo.
—Se le pasará en cuanto te hayan elegido, ya lo verás —dijo—. Tiene su vertiente social: montones de cosas para las esposas, actos en la mansión Sweetlove. Estará en su elemento. —Tomó otro sorbo de cerveza y volvió a rascarse la barriga.
—Aún no sé quién es exactamente ese Price —dijo Miles volviendo al punto esencial—, pero me suena que tenía un hijo en la clase de Lexie en el St. Thomas.
—Pero es oriundo de los Prados, he ahí la cuestión —explicó Howard—. Que haya nacido en los Prados podría suponer una ventaja para nosotros. Dividirá el voto de los partidarios de los Prados entre él y Wall.
—Ya. Tiene sentido. —No se le había ocurrido. Lo maravillaba la forma en que funcionaba la mente de su padre.
—Mamá ha llamado ya a su mujer para que se descargue los formularios que ha de rellenar. Supongo que haré que esta noche la llame otra vez para decirle que tiene dos semanas, así le apretamos las tuercas.
—Así pues, somos tres candidatos, ¿no? —dijo Miles—. Contando a Colin Wall.
—No he sabido de nadie más. Cuando se publiquen los detalles en la web, es posible que se presente algún otro. Pero tengo confianza en nuestras posibilidades. Plena confianza. Me ha llamado Aubrey —añadió Howard. Siempre había un ápice más de solemnidad en su tono cuando pronunciaba el nombre de pila de Fawley—. Te apoya totalmente, huelga decirlo. Vuelve esta noche. Ha estado en la ciudad.
Normalmente, cuando un pagfordiano decía «en la ciudad», se refería a Yarvil, pero, imitando a Aubrey Fawley, Howard y Shirley utilizaban esa expresión para referirse a Londres.
—Ha mencionado que deberíamos reunirnos todos para charlar un poco. Quizá mañana. A lo mejor hasta nos invita a su casa. A Sam le gustaría.
Miles acababa de meterse en la boca un buen pedazo de pan con paté, pero se mostró de acuerdo asintiendo con energía. Le gustaba la idea de contar con el apoyo incondicional de Aubrey Fawley. Samantha podía burlarse diciendo que sus padres eran perritos falderos de los Fawley, pero él había advertido que, en las raras ocasiones en que veía a Aubrey o Julia en persona, su acento cambiaba sutilmente y se comportaba de forma mucho más recatada.
—Hay algo más —añadió Howard rascándose otra vez la barriga—. Esta mañana me ha llegado un correo del Yarvil and District Gazette. Me piden mi opinión sobre los Prados, como presidente del concejo parroquial.
—¿Estás de broma? Pensaba que Fairbrother se había apuntado ya ese tanto con…
—Pues le salió el tiro por la culata, ¿no crees? —lo interrumpió Howard con visible satisfacción—. Van a publicar su artículo y quieren que alguien escriba la semana siguiente desde la perspectiva contraria. Démosles la otra versión de la historia. Me iría bien que me echaras una mano, con los giros que usa un abogado y esas cosas.
—Claro. Podríamos hablar de esa puñetera clínica para drogodependientes. Quedará muy convincente.
—Sí, buena idea… Excelente.
Presa del entusiasmo, Howard tragó demasiado de golpe, y Miles tuvo que darle palmadas en la espalda para que le remitiera el acceso de tos. Por fin, secándose los ojos con la servilleta, Howard dijo casi sin aliento:
—Aubrey va a recomendarle al municipio que deje de financiarla, y yo me ocuparé de plantearles a los de aquí que ya va siendo hora de rescindir el contrato de alquiler del edificio. No estaría de más que lo sacáramos en la prensa. Que se sepa el tiempo y el dinero que se han invertido en ese puñetero sitio sin el más mínimo resultado. Tengo todas las cifras. —Soltó un sonoro eructo—. Una jodida vergüenza. Con perdón.
Esa noche, Gavin cocinó para Kay en casa de él, abriendo latas y triturando ajo con una marcada sensación de malestar.
Después de una pelea, había que decir ciertas cosas para conseguir una tregua: la cosa funcionaba así, todo el mundo lo sabía. Gavin había llamado a Kay desde el coche cuando volvía del entierro para decirle que le habría gustado que estuviese allí con él, que el día había sido espantoso y que esperaba poder verla esa noche. Consideró que esas humildes admisiones no eran ni más ni menos que el precio por una noche de compañía sin exigencias.
Pero Kay pareció considerarlas más bien como el primer pago de un contrato renegociado. «Me has echado de menos. Me has necesitado cuando estabas mal. Te arrepientes de que no hayamos ido los dos, como pareja. Bueno, pues no volvamos a cometer ese error.» Y, a partir de ese momento, Kay lo había tratado con cierta autocomplacencia; se la veía más enérgica, como animada por renovadas expectativas.
Gavin estaba preparando unos espaguetis a la boloñesa; no había comprado postre ni puesto la mesa, a propósito; hacía cuanto podía por demostrarle a Kay que no se estaba esforzando demasiado. Ella no parecía advertirlo; hasta se diría que estaba dispuesta a tomarse la indolencia de Gavin como un cumplido. Se sentó a la mesita de la cocina y se puso a hablar por encima del repiqueteo de la lluvia en el tragaluz, paseando la vista por los muebles y la decoración. Había estado allí pocas veces.
—Supongo que este amarillo lo escogió Lisa, ¿no?
Ya estaba otra vez: rompiendo tabús, como si acabaran de pasar a otro nivel de intimidad. Gavin prefería no hablar de Lisa si no era estrictamente necesario; Kay tenía que saberlo a esas alturas, ¿no? Le echó orégano a la carne picada que tenía en la sartén y dijo:
—No, todo esto era del dueño anterior. Aún no he tenido tiempo de cambiarlo.
—Ah —repuso ella, y tomó otro sorbo de vino—. Bueno, pues es bonito. Un poco soso.
Eso lo molestó; en su opinión, el interior de The Smithy era superior en todos los sentidos al del número 10 de Hope Street. De espaldas a Kay, observó cómo borboteaba la pasta.
—¿Sabes qué? —dijo ella—. Esta tarde me he encontrado a Samantha Mollison.
Gavin se volvió en redondo: ¿cómo sabía Kay siquiera qué aspecto tenía Samantha Mollison?
—En la puerta de la tienda de delicatessen, en la plaza; yo iba a comprar esto —añadió, dándole un golpecito con la uña a la botella de vino—, y ella me ha preguntado si era «la novia de Gavin».
Lo comentó con tono malicioso, pero en realidad la había animado que Samantha utilizara esa palabra, y la tranquilizó saber que era así como Gavin la llamaba ante sus amigos.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Pues le he dicho… que sí.
Su rostro reflejaba decepción. Gavin no había tenido intención de preguntárselo con tanta agresividad. Habría pagado con tal de impedir que Kay y Samantha llegaran a conocerse.
—En todo caso —prosiguió ella con cierta crispación en la voz—, nos ha invitado a cenar el viernes próximo, dentro de una semana.
—Joder, qué putada —soltó Gavin, cabreado.
La alegría de Kay se vino abajo.
—¿Qué problema hay?
—Ninguno. Es que… no, nada —repuso él removiendo los burbujeantes espaguetis—. Es sólo que ya veo bastante a Miles en el trabajo.
Era lo que Gavin había temido siempre: que ella se fuera abriendo camino y se convirtieran en Gavin-y-Kay, con un círculo social en común, y así fuera cada vez más difícil extirparla de su vida. ¿Cómo había dejado que pasara eso? ¿Por qué le había permitido mudarse a Pagford? La rabia contra sí mismo no tardó en transformarse en rabia contra ella. ¿Por qué Kay no entendía de una vez lo poco que la quería y se apartaba sin obligarlo a hacer el trabajo sucio? Coló los espaguetis en el fregadero, maldiciendo por lo bajo cuando lo salpicó el agua hirviendo.
—Entonces será mejor que llames a Miles y Samantha y les digas que no —sugirió ella.
Su tono se había vuelto amargo. Gavin tenía la costumbre, profundamente arraigada, de evitar cualquier conflicto inminente y confiar en que el futuro se resolviera solo.
—No, no —dijo, secándose las gotas de la camisa con un trapo—. Iremos. No pasa nada. Iremos.
Pero su intención, con aquella evidente falta de entusiasmo, era poner un rasero al que poder recurrir en retrospectiva. «Sabías perfectamente que yo no quería ir. No, no lo he pasado bien. No quiero que vuelva a ocurrir.»
Comieron en silencio durante unos minutos. Gavin temía que estallara otra pelea y que Kay lo obligara a discutir una vez más los problemas de fondo. Trató de pensar en algo que decir, y empezó a hablarle de Mary Fairbrother y la compañía de seguros.
—Se están portando como unos cabrones —explicó—. Barry tenía un buen seguro, pero los abogados de la compañía andan buscando una excusa para no pagar. Están dando a entender que su declaración inicial estaba incompleta.
—¿En qué sentido?
—Bueno, un tío suyo murió también de un aneurisma. Mary jura que Barry se lo dijo al agente de seguros cuando firmó la póliza, pero no aparece por ninguna parte en las notas. Me imagino que al tipo no se le ocurrió que podía ser algo congénito. No sé si el propio Barry lo sabía, puestos a…
Se le quebró la voz. Horrorizado y avergonzado, inclinó la cara sonrojada sobre el plato. Se le formó un nudo de dolor en la garganta y no consiguió eliminarlo. Las patas de la silla de Kay chirriaron contra el suelo; Gavin confió en que se fuera al baño, pero entonces sintió que le rodeaba los hombros con los brazos, atrayéndolo hacia ella. Sin pensar, él también la rodeó con un brazo.
Qué bien sentaba que lo abrazaran a uno. Ojalá su relación pudiera limitarse a gestos de consuelo simples y mudos. Ojalá los humanos no hubieran aprendido siquiera a hablar.
Le había ensuciado la blusa con sus mocos.
—Perdona —dijo con voz nasal, limpiándola con la servilleta.
Se apartó de ella y se sonó la nariz. Kay arrastró la silla para sentarse a su lado y le apoyó una mano en el brazo. Le gustaba más cuando estaba callada y lo miraba con expresión dulce y preocupada, como en ese momento.
—Todavía no consigo… Barry era un buen tío, ¿sabes? —dijo Gavin—. Vaya si lo era.
—Sí, todo el mundo lo dice.
No había tenido ocasión de conocer al famoso Barry Fairbrother, pero se sentía intrigada por aquel despliegue de emoción en Gavin y por la persona que lo había provocado.
—¿Era divertido? —quiso saber; se imaginaba a Gavin deslumbrado por un tío gracioso, por un cabecilla alborotador de los que empinan el codo en la barra.
—Sí, supongo que sí. Bueno, no especialmente. Lo normal. Le gustaba reírse, pero era tan… tan simpático… Le caía bien a la gente, ¿sabes?
Kay esperó, pero por lo visto Gavin no era capaz de ilustrarla más con respecto a la simpatía de Barry.
—Y los niños… Y Mary, la pobre Mary… Madre mía, no tienes ni idea.
Kay continuó dándole palmaditas en el brazo, pero su compasión se había enfriado un poco. ¿Ni idea de qué, de lo que significaba estar sola?, se preguntó. ¿Ni idea de lo duro que era quedarse sola a cargo de una familia? ¿Dónde estaba la compasión de Gavin por ella, por Kay?
—Eran muy, muy felices —añadió Gavin con voz cascada—. La pobre está hecha polvo.
Sin decir palabra, Kay le acarició el brazo, pensando que ella nunca había podido permitirse estar hecha polvo.
—Estoy bien —concluyó Gavin; se sonó con la servilleta y cogió el tenedor.
Con un levísimo movimiento, le hizo saber a Kay que ya podía apartar la mano.
Samantha había invitado a cenar a Kay llevada por una mezcla de deseo de venganza y aburrimiento. Lo veía como una represalia contra Miles, que siempre andaba haciendo planes en los que ella no tenía voz ni voto, pero en los que se esperaba que colaborara; quería ver qué le parecía a su marido que ella organizara cosas sin consultarle. Supondría además marcarles un tanto a Maureen y Shirley, esas dos arpías entrometidas que tan fascinadas estaban por los asuntos privados de Gavin, pero no sabían prácticamente nada sobre su relación con su novia de Londres. Y, finalmente, le brindaría a ella otra oportunidad para afilarse las garras con Gavin por ser un pusilánime y un indeciso en su vida amorosa: podría hablar de bodas delante de Kay o decirle que era estupendo ver a Gavin comprometerse por fin con alguien.
Sin embargo, sus planes le proporcionaron menor satisfacción de la esperada. Cuando el sábado por la mañana le contó a Miles lo que había hecho, él reaccionó con sospechoso entusiasmo.
—Pues claro, genial; hace siglos que no invitamos a Gavin. Y para ti será estupendo conocer un poco más a Kay.
—¿Por qué?
—Bueno, siempre te llevaste bien con Lisa, ¿no?
—Miles, yo odiaba a Lisa.
—Bueno, vale… ¡Igual Kay te cae mucho mejor!
Samantha lo miró furibunda, preguntándose de dónde salía todo ese buen humor. Lexie y Libby, que pasaban el fin de semana en casa, encerradas por culpa de la lluvia, veían un DVD de música en la sala de estar; a sus padres, que estaban hablando en la cocina, les llegaba una balada a todo volumen y con muchos acordes de guitarra.
—Aubrey quiere hablar conmigo sobre lo del concejo —dijo Miles blandiendo el móvil—. Acabo de llamar a papá, y los Fawley nos han invitado a todos a cenar esta noche en Sweetlove…
—No, gracias —lo interrumpió Samantha.
De pronto sentía una furia inexplicable incluso hacia sí misma. Salió de la cocina.
Pasaron el día entero discutiendo, por toda la casa, en voz baja para no estropearles el fin de semana a sus hijas. Samantha se negó a cambiar de opinión o a exponer sus motivos. Miles temía su propia reacción si se enfadaba con ella, y su actitud fue conciliadora o fría, dependiendo del momento.
—¿Qué crees que van a pensar si no vienes? —preguntó a las ocho menos diez, en el umbral de la sala de estar, a punto de irse, vestido con traje y corbata.
—No tiene nada que ver conmigo, Miles. Eres tú quien se presenta como candidato. —Le gustó verlo vacilar. Sabía que a él le horrorizaba llegar tarde, y sin embargo aún pretendía convencerla.
—Sabes que nos esperan a los dos.
—¿De verdad? No he recibido ninguna invitación.
—Oh, déjate de esas cosas, Sam. Sabes que cuentan contigo, dan por sentado que vas.
—Pues no se enteran de nada. Ya te lo he dicho: no me apetece ir. Más vale que te des prisa, no querrás hacer esperar a papá y mamá.
Miles se fue.
Samantha esperó a oír que el coche daba marcha atrás en el sendero y entonces fue a la cocina, abrió una botella de vino y se la llevó con una copa a la sala de estar. Se imaginaba a Howard, Shirley y Miles cenando en la mansión Sweetlove. Seguro que Shirley tendría su primer orgasmo en muchos años.
Sus pensamientos no dejaban de volver a lo que le había dicho su contable aquella semana. Las ganancias habían bajado en picado, aunque a Howard ella le hubiese dicho lo contrario. De hecho, el contable había sugerido cerrar la tienda y concentrarse en las ventas por internet. Eso supondría admitir el fracaso, y no estaba dispuesta a hacerlo. Para empezar, a Shirley le encantaría que la tienda cerrara; en ese tema se había portado como una cerda desde el principio. «Lo siento, Sam, la verdad es que no es mi estilo, un poco exagerado para mi gusto.» Pero a Samantha le encantaba su tienda de Yarvil, decorada en rojo y negro; le encantaba salir de Pagford cada día, charlar con las clientas, cotillear con Carly, su ayudante. Su mundo sería minúsculo sin la tienda de la que se había ocupado con tanto cariño los últimos catorce años; en pocas palabras, se reduciría a Pagford.
(Pagford, el maldito Pagford. Nunca había tenido intención de vivir allí. Miles y ella habían planeado un año sabático antes de empezar a trabajar, dar la vuelta al mundo. Tenían el itinerario marcado en el mapa, los visados a punto. Samantha soñaba con caminar descalzos por las largas y blancas playas de Australia, cogidos de la mano. Y entonces se había enterado de que estaba embarazada.
Una semana después de la graduación de ambos, al día siguiente de haberse hecho la prueba de embarazo, viajó a Pagford y fue a Ambleside para ver a Miles. Se suponía que salían hacia Singapur al cabo de ocho días.
Samantha no quiso darle la noticia en la casa de sus padres; temía que la oyeran, ya que se encontraba a Shirley cada vez que abría una puerta.
Así pues, esperó a que estuviesen sentados a una mesa en un oscuro rincón del Black Canon. Recordaba la rigidez de la mandíbula de Miles cuando se lo dijo; de algún modo indefinible, pareció envejecer al enterarse de la noticia.
Se quedó sin habla de puro pasmo. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Vale. Nos casaremos.
Le contó a Samantha que ya le había comprado un anillo, que tenía intención de declararse en algún sitio bonito, como la cima de Ayers Rock. Y, en efecto, cuando volvieron a la casa, Miles sacó la cajita que ya había escondido en su mochila. Era un pequeño solitario comprado en una joyería de Yarvil con parte del dinero heredado de su abuela. Samantha se sentó en el borde de la cama, llorando sin parar. Se casaron tres meses después.)
A solas con la botella de vino, Samantha encendió el televisor. Apareció en pantalla el DVD que habían estado viendo Lexie y Libby: una imagen congelada de cuatro chicos que cantaban con unas camisetas ceñidas; parecían poco más que adolescentes. Apretó el play. Cuando la primera canción hubo acabado, aparecieron imágenes de una entrevista. Samantha fue apurando la botella mientras veía a los miembros del grupo intercambiar bromas, y luego ponerse muy serios cuando hablaban de lo mucho que querían a sus fans. Se dijo que habría sabido que eran americanos aunque los hubiera visto sin sonido. Tenían unos dientes perfectos.
Se hizo tarde; pulsó pause y subió a decirles a las niñas que apagaran la PlayStation y se fueran a la cama; luego bajó de nuevo a la sala de estar, donde se había tomado ya tres cuartas partes de la botella. No había encendido las luces. Le dio al play y siguió bebiendo. Cuando se acabó el DVD, lo puso desde el principio y vio el trozo que se había perdido.
A uno de los chicos se lo veía más maduro que los otros tres. Ancho de hombros, sus bíceps asomaban bajo las mangas cortas de la camiseta, y tenía el cuello grueso y la mandíbula cuadrada. Samantha observó sus ondulantes movimientos; miraba a la cámara con una expresión seria y distante en su atractivo rostro, muy anguloso y con cejas negras y picudas.
Pensó en sus relaciones sexuales con Miles. Lo habían hecho por última vez hacía tres semanas. El comportamiento de él en la cama era tan predecible como un apretón de manos masónico. Uno de los dichos favoritos de Miles era: «Si no está roto, no lo arregles.»
Se sirvió el resto del vino y se imaginó haciendo el amor con el chico de la pantalla. Últimamente, sus pechos tenían mejor aspecto con sujetador; cuando se tendía, se desparramaban en todas direcciones y ella se sentía fofa y horrible. Se vio de espaldas contra una pared, con una pierna levantada y el vestido recogido en la cintura, y a aquel chico fuerte y moreno con los vaqueros bajados hasta las rodillas, penetrándola una y otra vez…
Notó un vuelco en el estómago que se pareció bastante a la felicidad; entonces oyó el coche en el sendero, y un instante después las luces de los faros recorrieron la oscura sala de estar.
Forcejeó torpemente con el mando a distancia para poner las noticias, lo que le llevó más rato del debido; metió la botella de vino vacía debajo del sofá y aferró la copa de vino como si fuera un accesorio de atrezo. La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse. A sus espaldas, Miles entró en la habitación.
—¿Qué haces sentada aquí a oscuras?
Miles encendió una lámpara y Samantha levantó la vista hacia él. Estaba tan impecable como al marcharse, salvo por las gotas de lluvia en los hombros de la chaqueta.
—¿Qué tal la cena?
—Bien. Te hemos echado de menos. Aubrey y Julia han lamentado que no pudieras ir.
—Oh, seguro que sí. Y apuesto a que tu madre ha llorado de pura desilusión.
Miles se sentó en una butaca que formaba ángulo con la de ella, y la miró fijamente. Samantha se apartó el cabello de los ojos.
—¿De qué va todo esto, Sam?
—Si no lo sabes tú, Miles…
Pero ella tampoco estaba muy segura; o, al menos, no sabía cómo condensar en una acusación coherente que se sentía cada vez más maltratada.
—No veo por qué el hecho de que me presente al concejo parroquial…
—¡Por Dios, Miles! —exclamó ella, y le produjo un leve asombro el volumen de su propia voz.
—Explícamelo, por favor, ¿en qué te afecta a ti?
Samantha lo fulminó con la mirada, buscando una forma adecuada de expresarlo para que lo entendiera la mente de abogado pedante de su marido, que se pasaba el día haciendo malabarismos con las palabras, pero era incapaz de captar el sentido general de las cosas. ¿Qué podía decir para que Miles lo entendiera? ¿Que la interminable cháchara de Howard y Shirley sobre el concejo parroquial le parecía un verdadero coñazo? ¿Que él mismo ya resultaba bastante aburrido con sus eternas anécdotas sobre los buenos tiempos en el club de rugby y su autobombo cuando hablaba del trabajo, sin necesidad de que se pusiera a pontificar sobre los Prados?
—Bueno, me había dado la impresión —dijo por fin en la penumbra— de que teníamos otros planes.
—¿Qué planes? ¿De qué me estás hablando?
—Dijimos —repuso ella, articulando las palabras con cautela sobre el borde de la temblorosa copa— que cuando las niñas hubiesen acabado la escuela primaria haríamos un viaje. Nos lo prometimos el uno al otro, ¿te acuerdas?
La rabia y la tristeza indefinidas que la habían consumido desde que Miles había anunciado su intención de presentarse como candidato al concejo no la habían conducido en ningún momento a lamentarse de aquel año sabático perdido, pero ahora le pareció que ése era el problema real; o al menos que era la forma más cercana que tenía de expresar la hostilidad y la añoranza que sentía.
Él parecía desconcertado.
—¿Quieres decirme de qué estás hablando?
—Cuando me quedé embarazada de Lexie —dijo Samantha levantando la voz— y no pudimos irnos de viaje, y tu puñetera madre nos hizo casarnos a toda pastilla y tu padre te consiguió un empleo con Edward Collins, en ese momento, dijiste, acordamos, que lo haríamos cuando las niñas hubiesen crecido; que haríamos todas las cosas que nos habíamos perdido.
Miles negó lentamente con la cabeza.
—Todo esto es nuevo para mí —dijo—. ¿A qué demonios viene?
—Miles, estábamos en el Black Canon. Te dije que estaba embarazada y tú dijiste… por el amor de Dios, Miles… Te dije que estaba embarazada y tú prometiste, me prometiste…
—¿Quieres ir de vacaciones? ¿Es eso? ¿Quieres que vayamos de vacaciones?
—No, Miles, no quiero unas malditas vacaciones, lo que quiero… ¿No te acuerdas? ¡Dijimos que cogeríamos un año sabático y lo haríamos más adelante, cuando las niñas fueran mayores!
—Vale, muy bien. —Parecía confuso, y decidido a no hacerle caso—. Cuando Libby cumpla los dieciocho, dentro de cuatro años, volveremos a hablar del tema. No veo por qué el hecho de que sea concejal tiene que influir en este asunto.
—Bueno, aparte del puñetero aburrimiento que supone oír cómo tú y tus padres os seguís quejando sobre los Prados durante el resto de vuestras vidas naturales…
—¿Nuestras vidas naturales? —repitió Miles con una sonrisita—. ¿Y qué otras hay?
—Vete a la mierda —le espetó Samantha—. No te hagas el sabiondo, Miles; es posible que a tu madre le impresione, pero…
—Bueno, pues francamente sigo sin ver qué problema…
—¡El problema —estalló ella— es que se trata de nuestro futuro, Miles! Del futuro de los dos. ¡Y no quiero hablar del tema dentro de cuatro años, joder, quiero hablar ahora!
—Creo que harías bien en comer algo —repuso él, y se levantó—. Ya has bebido suficiente.
—¡Que te follen, Miles!
—Perdona, pero si vas a seguir soltando groserías…
Se dio la vuelta y salió de la habitación. Samantha apenas pudo contenerse para no arrojarle la copa de vino.
El concejo parroquial. Si se convertía en uno de sus miembros, nunca lo dejaría; jamás renunciaría al cargo, a la oportunidad de ser un pez gordo de Pagford, como Howard. Estaba comprometiéndose una vez más con Pagford, su pueblo natal; comprometiéndose con un futuro muy distinto del que le había prometido a su afligida novia cuando ella lloraba sentada en su cama.
¿Cuándo habían hablado por última vez de recorrer mundo? No estaba segura. Años atrás, quizá, pero esa noche Samantha llegó a la conclusión de que ella, al menos, no había cambiado de opinión. Sí, siempre había abrigado esperanzas de que un día hicieran las maletas y se marcharan en busca de calor y libertad, a algún lugar a medio mundo de distancia de Pagford, Shirley, Mollison y Lowe, la lluvia, la estrechez de miras y la monotonía. Quizá llevara muchos años sin anhelar las blancas playas de Australia y Singapur, pero prefería estar allí, incluso con sus muslos gruesos y sus estrías, que atrapada en Pagford, obligada a presenciar cómo Miles se convertía lentamente en Howard.
Se arrellanó de nuevo en el sofá, tanteó en busca del mando y volvió a poner el DVD de Libby. El grupo, ahora en blanco y negro, recorría despacio una playa desierta, cantando. El chico de los hombros anchos llevaba la camisa abierta, que ondeaba con la brisa. Una fina línea de vello descendía desde su ombligo hasta perderse dentro de los vaqueros.
Alison Jenkins, la periodista del Yarvil and District Gazette, había establecido por fin cuál de los muchos hogares de los Weedon en Yarvil albergaba a Krystal. Había sido complicado: no había votantes censados en esa dirección y no aparecía ningún teléfono fijo en el listín. Alison acudió en persona a Foley Road el domingo, pero Krystal había salido, y Terri, hostil y suspicaz, se negó a decirle cuándo volvería o a confirmar que viviera allí.
Krystal llegó a casa sólo veinte minutos después de que la periodista se hubiese marchado en su coche, y madre e hija tuvieron otra pelea.
—¿Por qué no le has dicho que esperara? ¡Iba a entrevistarme sobre los Prados!
—¿A ti? Y una mierda. ¿Para qué coño iba a entrevistarte a ti?
La discusión fue subiendo de tono y Krystal volvió a marcharse a casa de Nikki, con el móvil de Terri en el pantalón de chándal. Se llevaba a menudo su teléfono; muchas peleas estallaban porque su madre le exigía que se lo devolviera y Krystal fingía no saber dónde estaba. Tenía la vaga esperanza de que la periodista averiguara ese número y la llamara a ella directamente.
Estaba en un café abarrotado y ruidoso en el centro comercial, contándoles a Nikki y Leanne lo de la periodista, cuando sonó el móvil.
—¿Quién es? ¿Eres la periodista?
—¿Quién es?… ¿Terri?
—Soy Krystal. ¿Quién eres?
—… la… rmana…
—¿Quién?
Tapándose con un dedo el otro oído, se abrió paso entre las mesas llenas de gente en busca de un sitio más tranquilo.
—Danielle —dijo con voz fuerte y clara una mujer al otro lado de la línea—. Soy la hermana de tu madre.
—Ah, sí —repuso Krystal, decepcionada.
«Esa cerda esnob hijaputa», decía siempre Terri cuando se mencionaba el nombre de Danielle. Krystal no estaba segura de haberla visto nunca.
—Llamo por tu bisabuela.
—¿Quién?
—La abuelita Cath —explicó Danielle sin disimular la impaciencia.
Krystal llegó a la galería que daba a la terraza del centro comercial. Allí había buena cobertura; se detuvo.
—¿Qué pasa con ella? —quiso saber.
Sentía un nudo en el estómago, como cuando de pequeña daba volteretas en una barandilla como la que tenía ahora delante. Diez metros más abajo había manadas de gente cargada con bolsas de plástico, empujando cochecitos o arrastrando críos.
—Está en el South West General. Lleva allí una semana. Ha tenido un infarto.
—¡¿Una semana?! —exclamó Krystal, y el estómago se le encogió aún más—. Nadie nos ha dicho nada.
—Ya, bueno, es que casi no puede hablar, pero ha dicho tu nombre dos veces.
—¿Mi nombre? —repitió asombrada Krystal, aferrando el móvil.
—Ajá. Creo que le gustaría verte. Es grave. Dicen que igual no se recupera.
—¿En qué sala está? —preguntó Krystal, con la cabeza dándole vueltas.
—La doce, la unidad de vigilancia intensiva. Las horas de visita son de doce a cuatro y de seis a ocho, ¿vale?
—¿Está…?
—Tengo que dejarte. Sólo quería que lo supierais, por si queréis ir a verla. Adiós.
La comunicación se cortó. Krystal se apartó el móvil de la oreja y observó la pantalla. Apretó varias veces una tecla hasta que vio las palabras «no disponible». Su tía la había llamado desde un número oculto.
Krystal volvió junto a Nikki y Leanne, que supieron al instante que algo andaba mal.
—Ve a verla —dijo Nikki, y consultó la hora en el móvil—. Si coges el bus, te plantas allí a las dos.
—Ya —repuso Krystal totalmente confusa.
Pensó en ir a buscar a su madre, en llevarlos a ella y Robbie a ver a la abuelita Cath, pero un año antes se habían peleado muchísimo, y su madre y la abuelita no mantenían contacto desde entonces. Krystal estaba segura de que sería muy difícil convencer a Terri de que fuera al hospital, y tampoco tenía muy claro que la abuelita Cath se alegrara de verla.
«Es grave. Dicen que igual no se recupera.»
—¿Tienes pasta? —preguntó Leanne hurgando en los bolsillos, cuando las tres se dirigían a la parada del autobús.
—Sí —respondió Krystal comprobándolo—. De aquí al hospital sólo es una libra, ¿no?
Tuvieron tiempo de compartir un pitillo antes de que llegara el 27. Nikki y Leanne la despidieron como si se fuera a algún sitio agradable. En el último momento, Krystal tuvo miedo y deseó gritar «¡Venid conmigo!», pero el autobús ya se apartaba del bordillo y Nikki y Leanne se alejaban, cotilleando.
El asiento era de una tela vieja, áspera y maloliente. El autobús traqueteó por la calle que rodeaba el centro comercial y dobló a la derecha para tomar una avenida importante flanqueada por las tiendas de las marcas más conocidas.
El miedo se agitaba como un feto en el vientre de Krystal. Sabía que la abuelita Cath era cada vez más mayor y más frágil, pero había tenido la vaga esperanza de que recuperara la vitalidad, de que volviera de algún modo a aquella flor de la vida que tanto había parecido durar; que el pelo se le pusiera negro otra vez, que se le enderezara la columna y la memoria se le volviera tan afilada como la lengua. Nunca se le había ocurrido que la abuelita Cath pudiera morirse; siempre la había asociado con la resistencia y la invulnerabilidad. De haberlos considerado siquiera, el pecho deforme y el entramado de arrugas en el rostro de la abuelita le habrían parecido honrosas cicatrices sufridas en su triunfal batalla por la supervivencia. Ninguna persona cercana a Krystal había muerto de vejez.
(La muerte acechaba a los jóvenes en el círculo de su madre, a veces incluso antes de que sus rostros y cuerpos acabaran macilentos y consumidos. El cuerpo que Krystal había encontrado en la bañera cuando tenía seis años pertenecía a un hombre joven y guapo, tan blanco y adorable como una estatua, o así lo recordaba ella. Pero a veces el recuerdo se volvía confuso y dudaba que fuera así. Le resultaba difícil saber qué debía creer y qué no. De niña había oído muchas cosas que los adultos contradecían y negaban después. Habría jurado que Terri le había dicho: «Era tu papá.» Pero muchos años después le diría: «No seas tonta. Tu papá no está muerto, está en Bristol.» De manera que Krystal había tenido que volver a hacerse a la idea de la existencia de Banger, que era como todos llamaban al hombre que supuestamente era su padre.
Pero la abuelita Cath siempre había estado presente, en segundo plano. Krystal se había librado de acabar en las garras de familias de acogida gracias a la abuelita, siempre dispuesta a ampararla en Pagford, una resistente aunque incómoda red de seguridad. Furibunda y soltando improperios, mostrándose tan agresiva con Terri como con los asistentes sociales, había aparecido para llevarse a casa a su bisnieta igualmente rabiosa.
Krystal no sabía muy bien si había adorado la casita de Hope Street o si la odiaba. Era sombría y olía a lejía. Le daba la sensación de estar encerrada y al mismo tiempo de estar a salvo, completamente a salvo. La abuelita Cath sólo permitía que franquearan la puerta personas de confianza. Había anticuados dados de sales de baño en un frasco en la bañera.)
¿Y si había alguien más junto a la cabecera de la abuelita? No reconocería a la mitad de su propia familia, y la idea de encontrarse a extraños de su misma sangre la atemorizaba. Terri tenía varias hermanastras, fruto de las múltiples relaciones sentimentales de su padre, a las que ni siquiera la propia Terri conocía; pero la abuelita Cath trataba de seguirles la pista a todas, obstinándose en mantener el contacto con la extensa e inconexa familia engendrada por sus hijos. A veces, a lo largo de los años, en casa de la abuelita habían aparecido parientes que Krystal no conocía. Le parecía que la miraban raro y que hablaban de ella por lo bajo con la abuelita; Krystal fingía no advertirlo y esperaba a que se fueran para poder volver a tener a la abuelita para ella sola. Le desagradaba especialmente la idea de que hubiera otros niños en la vida de su abuelita Cath.
—¿Quiénes son? —le había preguntado una celosa Krystal de nueve años, señalando una fotografía enmarcada de dos niños con uniformes del instituto Paxton que había sobre el aparador.
—Dos de mis bisnietos —respondió la abuelita Cath—. Éste es Dan y ése Ricky. Son tus primos.
Krystal no quería que fuesen sus primos, y no los quería en el aparador de su abuelita.
—¿Y ésa? —quiso saber, señalando a una niñita con rizos dorados.
—La pequeña de mi Michael, Rhiannon, a los cinco años. Era preciosa, ¿verdad? Pero fue y se casó con un extranjero.
En el aparador de la abuelita Cath nunca había habido una fotografía de Robbie.
«Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra? No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta. Ya te apañarás tú sola.»)
El autobús siguió su lento recorrido por la ciudad, pasando ante los compradores de la tarde del domingo. Cuando era pequeña, Terri la llevaba al centro de Yarvil casi todos los fines de semana, obligándola a ir en sillita mucho después de que Krystal la necesitara, porque resultaba más fácil esconder cosas robadas en una sillita de paseo, ocultas bajo las piernas de la niña o entre las bolsas en la cesta de debajo del asiento.
A veces, Terri iba a las tiendas a robar acompañada de la única de sus hermanas con la que se hablaba, Cheryl, que estaba casada con Shane Tully. Cheryl y Terri vivían a sólo cuatro calles una de la otra, en los Prados, y cuando se peleaban, lo que sucedía con frecuencia, el lenguaje que empleaban dejaba petrificado al vecindario. Krystal nunca sabía cuándo podía hablar con sus primos Tully y cuándo no, pero ya no se molestaba en estar al día y hablaba con Dane siempre que se lo encontraba. Habían echado un polvo una vez, cuando tenían catorce años, después de beberse una botella de sidra en el parque. Ninguno de los dos había vuelto a mencionarlo. Krystal no estaba muy segura de si tirarse a un primo era legal o no pero, por un comentario que le había oído a Nikki, se inclinaba a pensar que no.
El autobús subió por la calle que llevaba hasta la entrada principal del South West General y se detuvo a veinte metros de un edificio enorme, largo y rectangular, con la fachada gris y mucho cristal. Había extensiones de césped bien cuidado, unos cuantos árboles pequeños y un bosque de letreros.
Krystal se apeó detrás de dos ancianas y se quedó de pie en la acera, con las manos en los bolsillos del pantalón de chándal, mirando alrededor. Ya no recordaba en qué sala le había dicho Danielle que tenían a la abuelita Cath; sólo se le había quedado grabado el número doce. Se acercó con aire despreocupado al letrero más cercano y lo miró entornando los ojos con fingida indiferencia. Líneas y más líneas de escritura indescifrable, con palabras tan largas como uno de sus brazos y flechas que señalaban a izquierda y derecha y en diagonal. Krystal no leía bien; cuando se enfrentaba a una serie muy larga de palabras se sentía intimidada y se ponía agresiva. Tras lanzar varias miradas furtivas a las flechas y comprobar que allí no había ningún número, siguió a las dos ancianas hacia las puertas de cristal del edificio.
El vestíbulo estaba abarrotado y la confundió aún más que los letreros. Había una tienda muy concurrida, separada del vestíbulo principal por tabiques de cristal que iban del suelo al techo; varias hileras de sillas de plástico parecían llenas de gente comiendo bocadillos; una cafetería muy bulliciosa en una esquina; y, en el medio, una especie de mostrador hexagonal donde unas mujeres atendían a los visitantes y tecleaban en sus ordenadores. Krystal se dirigió hacia allí sin sacar las manos de los bolsillos.
—¿Dónde está la sala doce? —preguntó con rudeza a una de aquellas mujeres.
—Tercera planta —respondió ella, con un tono acorde al de la joven.
Krystal, por orgullo, no quiso preguntar nada más; se dio la vuelta y se alejó, hasta que vio unos ascensores al fondo del vestíbulo y se metió en uno que subía.
Tardó casi un cuarto de hora en encontrar la sala. ¿Por qué no ponían números y flechas en lugar de aquellas palabras tan largas y horribles? De pronto, cuando iba por un pasillo verde claro, con sus zapatillas rechinando en el suelo de linóleo, alguien la llamó por su nombre.
—¿Krystal?
Era su corpulenta tía Cheryl, con una falda vaquera y una camiseta blanca muy ajustada. Llevaba el pelo teñido de un rubio amarillo canario y se le veían las raíces negras. Iba tatuada desde los nudillos hasta la parte superior de los gruesos brazos, y de las orejas le colgaban varios aros dorados semejantes a argollas de cortina. Sostenía una lata de Coca-Cola en una mano.
—Le ha dado igual, ¿eh? —dijo.
Con las desnudas piernas separadas y firmemente plantadas en el suelo parecía un centinela.
—¿A quién?
—A Terri. No ha venido, ¿no?
—Todavía no lo sabe. Yo me acabo de enterar. Me ha llamado Danielle para decírmelo.
Cheryl tiró de la anilla y bebió un sorbo de Coca-Cola. Con sus ojillos hundidos en una cara achatada y una piel moteada como carne en salmuera, escudriñó a su sobrina por encima del borde de la lata.
—Le dije a Danielle que te llamara. Se pasó tres días tirada en el suelo de su casa, hasta que la encontraron. No veas cómo estaba. Hecha una mierda.
Krystal no le preguntó por qué no se había acercado a Foley Road para avisar ella misma a Terri. Por lo visto, las dos hermanas se habían peleado de nuevo. Era imposible mantenerse al día.
—¿Dónde está? —preguntó Krystal.
Cheryl la guió chancleteando por el pasillo.
—Oye —dijo mientras andaban—, me ha llamado una periodista preguntando por ti.
—¿Ah, sí?
—Me ha dejado un número.
Krystal le habría hecho más preguntas, pero acababan de entrar en una sala muy silenciosa y de pronto sintió miedo. No le gustaba cómo olía allí.
La abuelita Cath estaba casi irreconocible. Tenía la mitad de la cara completamente torcida, como si se la hubieran tensado tirando con un cable; la boca desplazada hacia un lado y el ojo medio caído. Tenía varios tubos conectados y sujetos con esparadrapo, y una vía en el brazo. Allí tumbada, la deformidad de su pecho resultaba aún más evidente. La sábana subía y bajaba en sitios insólitos, como si aquella cabeza grotesca, unida al cuerpo por un cuello escuálido, sobresaliera de un tonel.
Cuando Krystal se sentó a su lado, la anciana no se movió, se limitó a mirarla fijamente. Una de sus pequeñas manos tembló apenas.
—No habla, pero anoche dijo tu nombre dos veces —apuntó Cheryl, mirando con pesimismo por encima de la lata.
Krystal notó una opresión en el pecho. Temía hacerle daño si le cogía la mano. Acercó tímidamente los dedos hasta dejarlos a sólo unos centímetros de los de la anciana, pero no los levantó de la colcha.
—Ha venido Rhiannon —dijo Cheryl—. Y John y Sue. Sue está intentando hablar con Anne-Marie.
Krystal se animó.
—¿Dónde está?
—Donde los franchutes o por ahí. ¿Sabes que ha tenido un hijo?
—Sí, algo me dijeron. ¿Niño o niña?
—Ni idea —contestó Cheryl, y bebió otro sorbo.
Se lo había contado alguien en el instituto: «¡Eh, Krystal, tu hermana está preñada!» Esa noticia la había emocionado. Iba a ser tía, aunque nunca viera a aquel bebé. Toda su vida había idealizado a Anne-Marie, a la que se habían llevado antes de nacer ella; había desaparecido como por arte de magia y se había trasladado a otra dimensión, como un personaje de cuento de hadas, hermosa y misteriosa como aquel cadáver en el cuarto de baño de Terri.
La abuelita Cath movió los labios.
—¿Qué? —dijo Krystal, y se acercó más a la cama, entre asustada y eufórica.
—¿Quieres algo, abuelita Cath? —preguntó Cheryl en voz tan alta que los acompañantes que hablaban en susurros junto a otras camas les lanzaron miradas de desaprobación.
Krystal sólo oyó un resuello vibrante, pero daba la impresión de que la anciana intentaba articular una palabra. Cheryl estaba inclinada sobre la cama desde el otro lado, agarrada con una mano a la barandilla metálica.
—Eh… mmm… —murmuró la abuelita Cath.
—¿Qué? —preguntaron Krystal y Cheryl a la vez.
Había movido los ojos unos milímetros: unos ojos legañosos y empañados que escrutaban la cara tersa y joven y la boca entreabierta de Krystal, que, inclinada sobre el lecho de su bisabuela, la miraba confundida, ansiosa y asustada.
—…emar… —articuló con voz cascada.
—No sabe lo que dice —informó Cheryl, por encima del hombro y a voz en grito, a la tímida pareja que visitaba al paciente de la cama contigua—. Se ha pasado tres días tirada en el suelo. Normal, ¿no?
Pero a Krystal las lágrimas le nublaron la visión. La sala, con sus altas ventanas, se disolvió en una masa de sombras y luz blanca; le pareció ver el sol reflejado en la lámina verde oscuro del agua y cómo ésta se descomponía en fragmentos brillantes al atravesarla unos remos que subían y bajaban.
—Sí —le susurró—. Sí, voy a remar, abuelita.
Pero eso ya no era cierto, porque el señor Fairbrother había muerto.
—¿Qué coño te ha pasado en la cara? ¿Has vuelto a caerte de la bici? —preguntó Fats.
—No —contestó Andrew—. Simoncete me ha cascado. Intenté decirle a ese hijoputa que se había equivocado con lo de Fairbrother.
Estaba con su padre en la leñera, llenando los cestos que se dejaban a ambos lados de la estufa de leña de la sala. Simon le había arreado en la cabeza con un tronco, y el chico había caído sobre el montón de leña y se había rasguñado la mejilla cubierta de acné.
—¿Te crees que sabes más que yo, mocoso? Si me entero de que has dicho una sola palabra de lo que pasa en esta casa…
—Yo no he…
—… te despellejo vivo, ¿me oyes? ¿Y cómo sabes que Fairbrother no sacaba su tajada, eh? ¿Y que sólo pillaron a ese otro capullo porque era el más idiota de los dos?
Y entonces, ya fuera por orgullo o por rebeldía, o quizá porque sus fantasías de ganar dinero fácil se habían afianzado demasiado en su imaginación para que la realidad las sacara de allí, Simon había enviado sus formularios de candidatura. La humillación, por la que sin duda pagarían todos los miembros de la familia, era cosa segura.
«Sabotaje.» Andrew cavilaba sobre esa palabra. Quería hacer caer a su padre de las alturas hasta las que lo habían encumbrado sus sueños de dinero fácil; y quería hacerlo, a ser posible (porque no tenía ninguna prisa por morir), de forma que Simon nunca llegara a saber quién era el responsable de las maniobras que harían fracasar sus ambiciones.
No confiaba en nadie, ni siquiera en Fats. A éste se lo contaba casi todo, pero los pocos temas que omitía eran precisamente los más complicados, esos que ocupaban casi todo su espacio interior. Una cosa era pasarse la tarde en la habitación de Fats empalmados, viendo escenas de sexo lésbico por internet, y otra muy diferente confesar lo obsesivamente que sopesaba diferentes maneras de entablar conversación con Gaia Bawden. Asimismo, resultaba fácil sentarse en el Cubículo y llamar hijoputa a su padre, pero jamás habría reconocido que los ataques de furia de Simon le producían náuseas y sudor frío.
Pero entonces, un buen día, cambió todo. Empezó con poco más que un anhelo de nicotina y belleza. Por fin había parado de llover, y el débil sol primaveral iluminaba la escamosa capa de polvo de las ventanillas del autobús escolar, que avanzaba a sacudidas por las estrechas calles de Pagford. Andrew iba sentado en los asientos de atrás y no veía a Gaia, que estaba en la parte delantera del vehículo con Sukhvinder y las hermanas Fairbrother, que ya habían vuelto al colegio. Apenas había visto a Gaia en el instituto y lo esperaba una tarde desolada, con el único consuelo de unas fotos de Facebook que ya tenía muy vistas.
Al acercarse el autobús a Hope Street, a Andrew se le ocurrió que ni su padre ni su madre estaban en casa y que, por tanto, no advertirían su ausencia. Llevaba en el bolsillo los tres cigarrillos que le había dado Fats, y Gaia ya se había levantado, sujetándose a la barra del respaldo del asiento para hablar con Sukhvinder Jawanda mientras se preparaban para apearse.
¿Por qué no?
Así que se levantó también, se echó la mochila al hombro y, cuando el autobús se detuvo, recorrió con brío el pasillo detrás de las dos chicas.
—Nos vemos en casa —le dijo a su desconcertado hermano al pasar por su lado.
Bajó a la soleada acera y el autobús se alejó con gran estrépito. Encendió un cigarrillo y miró a Gaia y Sukhvinder por encima de las manos ahuecadas. Ellas no se dirigieron hacia la casa de Gaia en Hope Street, sino que fueron caminando despacio hacia la plaza. Fumando y frunciendo un poco el cejo, imitando inconscientemente a Fats, la persona menos cohibida que conocía, Andrew las siguió y se regaló la vista con el ondular de la melena cobriza de Gaia sobre sus omóplatos, y con el vaivén de su falda siguiendo el contoneo de sus caderas.
Las dos chicas redujeron el paso al acercarse a la plaza y avanzaron hacia Mollison y Lowe, que con su rótulo de letras azules y doradas y sus cuatro cestillos colgantes era el comercio con la fachada más atractiva. Andrew se rezagó un poco. Ellas se pararon a examinar un pequeño letrero blanco en el escaparate de la nueva cafetería y luego entraron en la tienda de delicatessen.
Andrew dio toda una vuelta a la plaza, pasó por delante del Black Canon y del hotel George, y se detuvo ante el letrero del escaparate de la cafetería. Era un anuncio manuscrito en que se solicitaba personal para los fines de semana.
Mortificado por su acné, que ese día estaba especialmente virulento, desprendió el ascua del cigarrillo, se guardó la colilla en el bolsillo y entró en la tienda como habían hecho las chicas.
Se hallaban junto a una mesita donde se exponían cajas de galletas saladas y de avena, y observaban a aquel hombre enorme con gorra de cazador que, detrás del mostrador, hablaba con un cliente de avanzada edad. Gaia volvió la cabeza cuando sonó la campanilla de la puerta.
—Hola —la saludó Andrew con la boca seca.
—Hola —replicó ella.
Cegado por su propio arrojo, Andrew se le acercó un poco más y sin querer golpeó con la mochila el expositor giratorio con ejemplares de la guía turística de Pagford y la Cocina tradicional del West Country. Enderezó el expositor y luego se descolgó rápidamente la mochila.
—¿Buscas trabajo? —le preguntó Gaia en voz baja, con aquel milagroso acento de Londres.
—Sí. ¿Y vosotras?
Ella asintió.
—Ponlo en la página de sugerencias, Eddie —estaba diciéndole Howard a su cliente—. Cuélgalo en la página web, que yo me encargo de incluirlo en el orden del día. Concejo Parroquial de Pagford, todo seguido, punto com, punto uk, barra, sugerencias. O sigue el link. Concejo… —repitió lentamente, mientras el hombre sacaba un papel y un bolígrafo con mano temblorosa— Parroquial de Pagford…
Howard desvió la mirada hacia los tres adolescentes que esperaban en silencio junto a las cajas de sabrosas galletas. Llevaban aquel espantoso uniforme de Winterdown, que permitía tanto relajamiento y tanta variación que, a su modo de ver, no merecía llamarse uniforme (a diferencia del de St. Anne, que consistía en una sobria falda de tela escocesa y un blazer). Aun así, una de las chicas, la blanca, era espectacular; un diamante tallado con precisión en contraste con la fea hija de los Jawanda, cuyo nombre Howard desconocía, y con un chico de pelo castaño apagado y una terrible erupción en la cara.
Cuando el cliente se marchó, haciendo sonar la campanilla de la puerta, Howard preguntó sin quitarle los ojos de encima a Gaia:
—¿Puedo ayudaros en algo?
—Sí —contestó ella, y dio un paso al frente—. Es por lo del empleo. —Señaló el letrerito del escaparate.
—Ah, sí —dijo Howard, radiante. El camarero que había contratado lo había dejado plantado unos días antes por un puesto en un supermercado de Yarvil—. Sí, sí. Te gustaría trabajar de camarera, ¿verdad? Las condiciones son: salario mínimo, de nueve a cinco y media los sábados y de doce a cinco y media los domingos. Abrimos dentro de dos semanas; ofrecemos formación. ¿Cuántos años tienes, guapa?
Era sencillamente perfecta, justo lo que él andaba buscando: buenas curvas y un rostro limpio; se la imaginó con un vestido negro ceñido y un delantal blanco con volantitos de encaje. Le enseñaría a utilizar la caja registradora y a ocuparse del almacén; le gastaría bromas, y quizá le diera una propina los días que hicieran una buena caja.
Howard salió de detrás del mostrador y, sin prestar atención ni a Sukhvinder ni a Andrew, cogió a Gaia por el brazo y atravesó con ella el arco de la pared divisoria. En el otro local todavía no había mesas ni sillas, pero la barra ya estaba instalada. En la pared alicatada de detrás, en un mural pintado con tonos sepia, se representaba la plaza tal como presuntamente había sido en sus orígenes: pululaban mujeres con miriñaque y hombres con chistera; un carruaje había parado enfrente de Mollison y Lowe, claramente identificable, y a su lado estaba la pequeña cafetería, La Tetera de Cobre. El artista había incluido una fuente ornamental en sustitución del monumento a los caídos.
Andrew y Sukhvinder se quedaron solos en la tienda, tan diferentes entre sí y un tanto incómodos.
—Hola, ¿queríais algo? —Una mujer cargada de espaldas y pelo muy negro y cardado salió de la trastienda.
Ambos mascullaron que estaban esperando; entonces Howard y Gaia reaparecieron por el arco. Al ver a Maureen, Howard le soltó el brazo a Gaia; no había dejado de sujetárselo, distraído, mientras le explicaba sus futuras tareas de camarera.
—Creo que ya he encontrado ayuda para la Tetera, Mo —anunció.
—¿Ah, sí? —repuso Maureen, desviando su ávida mirada hacia la chica—. ¿Tienes experiencia?
Pero la resonante voz de Howard ahogó sus palabras. Le contó a Gaia cuanto había que saber sobre la tienda, y que para él era, por así decirlo, una de las instituciones del pueblo, una especie de monumento.
—Llevamos aquí treinta y cinco años —explicó, admitiendo con majestuoso desdén el anacronismo de su propio mural—. Esta chica es nueva en el pueblo, Mo —añadió.
—Y vosotros también buscáis trabajo, ¿no? —preguntó Maureen.
Sukhvinder negó con la cabeza y Andrew hizo un movimiento ambiguo con los hombros; pero Gaia, mirando a su amiga, dijo:
—Vamos, si has dicho que tal vez sí.
Howard miró a Sukhvinder, a la que desde luego no favorecerían mucho el vestido negro ceñido y el delantal con volantitos; sin embargo, su mente, fértil y flexible, enfocaba en todas direcciones. Un halago al padre de la chica, una demostración de poder ante la madre, un favor que nadie había pedido; ésos eran aspectos más allá de lo puramente estético que tal vez fuera oportuno tener en cuenta.
—Bueno, si tenemos tanta clientela como esperamos, quizá nos interesaría contratar a dos —dijo, rascándose la barbilla y sin dejar de mirar a Sukhvinder, que se había sonrojado, lo que no la favorecía nada.
—Yo no… —empezó, pero Gaia la animó.
—Anda, di que sí. Las dos.
A Sukhvinder, ya ruborizada, empezaban a empañársele los ojos.
—Yo…
—¡Vamos! —le susurró Gaia.
—Es que… Bueno, sí.
—En ese caso, señorita Jawanda, te haremos una prueba —decidió Howard.
Sukhvinder, muerta de miedo, casi no podía respirar. ¿Qué diría su madre?
—Y supongo que tú querrás ser el chico del almacén, ¿me equivoco? —agregó Howard, dirigiéndose a Andrew.
«¿El chico del almacén?»
—Te advierto que necesitamos a alguien con buenos brazos —añadió, mientras el muchacho lo miraba parpadeando, perplejo: él sólo había leído las letras más grandes que encabezaban el letrero—. Colocar los palés en el almacén, subir cajas del sótano y sacar la basura a la parte de atrás. Un trabajo físico de verdad. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí —respondió Andrew. ¿Tendría el mismo horario que Gaia? Eso era lo único que le importaba.
—Tendrás que venir temprano. Digamos a las ocho. De ocho a tres, y a ver cómo va. Estarás a prueba dos semanas.
—Vale, muy bien —convino Andrew.
—¿Cómo te llamas?
Al oír la respuesta del chico, Howard arqueó las cejas.
—¿Eres hijo de Simon? ¿Simon Price?
—Sí. —Andrew se sintió incómodo. Normalmente nadie sabía quién era su padre.
Howard les dijo a las dos chicas que volvieran el domingo por la tarde, porque ese día le instalarían la caja registradora y él tendría tiempo para enseñarles cómo funcionaba; entonces, pese a que le habría gustado seguir conversando con Gaia, entró un cliente, y los adolescentes aprovecharon la ocasión para escabullirse.
A Andrew no se le ocurrió nada que decir una vez se hallaron al otro lado de la tintineante puerta de cristal, pero, antes de que pudiera ordenar sus ideas, Gaia le lanzó un despreocupado «adiós» y se marchó con Sukhvinder. Andrew encendió el segundo de los tres cigarrillos de Fats (no le pareció que aquél fuera momento para fumarse una colilla), lo que le brindó un pretexto para quedarse quieto mientras la veía alejarse y perderse entre las alargadas sombras del atardecer.
—¿Por qué llaman «Peanut» a ese chico? —le preguntó Gaia a Sukhvinder cuando Andrew ya no podía oírlas.
—Porque tiene alergia a los cacahuetes.[3] —Estaba tan aterrada ante la perspectiva de contarle a su madre lo que acababa de hacer que su propia voz le llegaba como si perteneciera a otra persona—. En el St. Thomas estuvo a punto de morirse, porque alguien le dio uno escondido dentro de una chuchería.
—Ah —dijo Gaia—. Creía que a lo mejor era porque tenía la polla muy pequeña.
Rió, y Sukhvinder soltó una risa forzada; como si oyera chistes sobre pollas todos los días.
Andrew las vio girar la cabeza y mirarlo riendo, y no tuvo duda de que hablaban de él. Las risas quizá fueran una buena señal; eso, al menos, sí lo sabía de las chicas. Sonriendo embobado, echó a andar con la mochila colgada al hombro y el cigarrillo entre dos dedos; atravesó la plaza y se dirigió a Church Row, y una vez allí emprendió el trayecto de cuarenta minutos cuesta arriba por el camino que llevaba del pueblo a Hilltop House.
Los setos vivos, recubiertos de florecillas blancas, adquirían una palidez espectral al atardecer; los endrinos florecían a ambos lados del camino y las celidonias lo bordeaban con sus lustrosas hojas acorazonadas. El aroma de las flores, el intenso placer que le procuraba el cigarrillo y la perspectiva de pasar los fines de semana con Gaia… todo se mezclaba en una soberbia sinfonía de euforia y belleza mientras Andrew ascendía jadeando por la ladera de la colina. La próxima vez que Simon le preguntara «¿Ya has encontrado trabajo, Carapizza?», podría contestarle que sí. Iba a trabajar con Gaia Bawden los fines de semana.
Y, por si eso fuera poco, ahora sabía cómo podía clavarle un puñal en la espalda a su padre sin que él sospechara nada.
Cuando remitió aquel primer impulso de maldad, Samantha lamentó amargamente haber invitado a Gavin y Kay a cenar. Se pasó la mañana del viernes bromeando con su ayudante sobre la espantosa velada que la esperaba, pero su humor cayó en picado cuando se fue y dejó a Carly al frente de El Do de Pecho (un nombre que había hecho reír tanto a Howard la primera vez que lo oyó que le había provocado un ataque de asma; Shirley, en cambio, fruncía el entrecejo siempre que alguien lo pronunciaba en su presencia). Mientras volvía en coche a Pagford antes de la hora punta, para comprar los ingredientes que necesitaba y empezar a cocinar, Samantha intentó animarse pensando qué preguntas desagradables podía hacerle a Gavin. Podía sacar el tema, por ejemplo, de por qué Kay no se había ido a vivir con él. No estaría nada mal.
Cuando iba a pie hacia su casa desde la plaza, con varias bolsas de Mollison y Lowe en cada mano, se encontró a Mary Fairbrother junto al cajero automático de la oficina bancaria de Barry.
—Hola, Mary. ¿Cómo estás?
Estaba pálida, delgada y ojerosa. Mantuvieron una conversación extraña y forzada. No habían vuelto a hablar desde el trayecto en la ambulancia, salvo en el funeral, para intercambiar un pésame breve y circunspecto.
—Quería pasar a verte —dijo Mary—. Fuiste tan amable conmigo… y quería darle las gracias a Miles…
—No tienes nada que agradecernos —repuso Samantha con poca naturalidad.
—Ya, pero me gustaría…
—Pues ven cuando quieras, por supuesto…
Cada una siguió su camino, y Samantha tuvo la desagradable sensación de que quizá Mary interpretara que esa noche sería una ocasión perfecta para pasar a verlos un rato.
Ya en casa, dejó las bolsas en el recibidor y llamó a Miles al trabajo para explicarle lo sucedido, pero él mostró una exasperante ecuanimidad ante la perspectiva de que a la cena de cuatro se añadiera una mujer que acababa de enviudar.
—No veo qué problema hay, la verdad —dijo—. A Mary le sentará bien salir un poco.
—Pero es que no le he dicho que venían Gavin y Kay.
—A Mary le cae bien Gav. Yo no me preocuparía mucho.
Samantha pensó que su marido estaba siendo deliberadamente obtuso, sin duda como represalia por su negativa a ir a la mansión Sweetlove. Después de colgar, se planteó llamar a Mary para decirle que no fuera esa noche, pero temió parecer grosera y decidió confiar en que, a la hora de la verdad, no se sintiera con ánimo.
Aún exasperada, fue a la sala y puso el DVD de Libby a todo volumen para oírlo desde la cocina. Luego recogió las bolsas y empezó a preparar un guiso de carne y su postre de emergencia, pastel de chocolate de Misisipi. Habría preferido comprar una de aquellas tartas enormes en Mollison y Lowe, para ahorrarse trabajo, pero así se lo habría puesto en bandeja a Shirley, quien a menudo insinuaba que recurría demasiado a los congelados y la comida preparada.
A esas alturas, Samantha ya se sabía de memoria aquel DVD, de modo que podía visualizar las imágenes que acompañaban la música que oía desde la cocina. Lo había puesto varias veces esa semana, mientras Miles estaba arriba, en su estudio, o hablando por teléfono con Howard. Cuando oyó los primeros compases de la canción en la que salía aquel chico tan musculoso andando con la camisa abierta por la playa, fue a la sala para verlo, sin quitarse el delantal y chupándose distraídamente los dedos pringados de chocolate.
Había pensado darse una larga ducha mientras Miles ponía la mesa, pero había olvidado que él llegaría tarde a casa porque iría a Yarvil a recoger a las niñas en el St. Anne. Cuando cayó en la cuenta de por qué su marido no había vuelto todavía, y de que sus hijas llegarían con él, tuvo que apresurarse para organizar el comedor ella sola, y luego buscar algo que darles de cenar a Lexie y Libby antes de que se presentaran los invitados. A las siete y media llegó Miles y encontró a su mujer aún con la ropa de ir a trabajar, sudorosa, malhumorada y dispuesta a culparlo a él por lo que en realidad había sido idea suya.
Libby, su hija de catorce años, entró en la sala sin saludar a su madre y sacó el disco del reproductor de DVD.
—Uf, menos mal. No sabía dónde lo había metido —dijo—. ¿Por qué está encendida la tele? Mamá, no estarías viendo este DVD…
A veces Samantha pensaba que su hija pequeña se parecía un poco a Shirley.
—Estaba viendo las noticias, Libby. No tengo tiempo para ver DVD. Ven, tu pizza ya está lista. Vienen unos amigos a cenar.
—¿Otra vez pizza congelada?
—¡Miles! Tengo que subir a cambiarme. ¿Puedes preparar el puré de patatas? ¿Miles?
Pero él ya estaba arriba, así que Samantha tuvo que triturar las patatas mientras sus hijas comían en la isla del centro de la cocina. Libby había apoyado el estuche del DVD contra su vaso de Pepsi light y devoraba con los ojos a uno de los miembros del grupo.
—Mikey es supersexy —dijo con un gemido libidinoso que sorprendió a Samantha; pero el chico musculoso se llamaba Jack.
Samantha se alegró de que no les gustara el mismo.
Lexie, en voz alta y segura de sí misma, no paraba de hablar del colegio; vertía un inagotable torrente de información sobre compañeras a las que Samantha no conocía, sobre travesuras, enemistades y reagrupamientos de los que no podía mantenerse al día.
—Bueno, niñas, tengo que ir a cambiarme. Cuando hayáis terminado, recogedlo todo, ¿de acuerdo?
Bajó el fuego del guiso y subió presurosa. En el dormitorio, Miles se estaba abrochando la camisa ante el espejo del armario. La habitación olía a jabón y loción para después del afeitado.
—¿Todo controlado, cariño?
—Sí, gracias. Qué bien que hayas tenido tiempo de ducharte —le soltó Samantha, al tiempo que sacaba del armario su falda larga y su blusa favoritas y cerraba de un portazo.
—Podrías ducharte ahora.
—Llegarán dentro de diez minutos. No me da tiempo a secarme el pelo y maquillarme. —Se descalzó lanzando sendas patadas al aire; un zapato golpeó el radiador produciendo un fuerte ruido—. Cuando hayas acabado de acicalarte, ¿podrías bajar y ocuparte de las bebidas?
Una vez que Miles salió del dormitorio, Samantha intentó desenredarse el pelo y retocarse el maquillaje. No estaba nada contenta con su aspecto. Tras cambiarse, se dio cuenta de que no llevaba el sujetador adecuado para aquella blusa tan ceñida. Se puso a buscar, frenética, el que quería, hasta que recordó que estaba secándose en el lavadero; salió presurosa al rellano, pero entonces sonó el timbre de la puerta. Maldiciendo por lo bajo, volvió al dormitorio. En la habitación de Libby sonaba la música a todo volumen.
Gavin y Kay habían llegado a las ocho en punto porque él temía los comentarios de Samantha si se retrasaban; no lo habría sorprendido que ella hubiera insinuado que habían perdido la noción del tiempo porque estaban echando un polvo o se habían peleado. Por lo visto, Samantha consideraba que una de las ventajas del matrimonio era que te daba derecho a comentar y entrometerte en la vida amorosa de los solteros. También creía que su forma de hablar, necia y desinhibida, sobre todo cuando estaba achispada, denotaba un sentido del humor incisivo.
—¡Hola, hola! —dijo Miles, retrocediendo para que entraran—. Bienvenidos al humilde hogar de los Mollison.
Besó a Kay en las mejillas y le cogió la caja de bombones que llevaba.
—¿Esto es para nosotros? Muchas gracias. Me alegro de conocerte por fin. Gav te ha mantenido en secreto demasiado tiempo.
Miles cogió la botella de vino que Gavin había traído y le dio unas palmadas en la espalda que a éste le molestaron.
—Pasad, pasad. Sam bajará enseguida. ¿Qué os apetece beber?
En circunstancias normales, Kay habría hallado a Miles falsamente amable y demasiado informal, pero se había propuesto suspender el juicio. Cada miembro de una pareja tenía que relacionarse con los amigos del otro y hacer lo posible para llevarse bien con ellos. Esa noche representaba un avance considerable en su campaña para infiltrarse en zonas de la vida de Gavin en las que él nunca la había admitido, y quería demostrarle que se sentía a sus anchas en casa de los Mollison, tan grande y presuntuosa, y que ya no había ningún motivo para excluirla. Así pues, sonrió a Miles, le pidió una copa de vino tinto y admiró el amplio salón con parquet de madera de pino sin barnizar, el sofá con mullidos cojines y las láminas enmarcadas.
—Ya llevamos… hum, creo que catorce años aquí —comentó Miles, ocupado con el sacacorchos—. Tú vives en Hope Street, ¿verdad? Por allí hay casas bonitas, buenas oportunidades para arreglarlas y mejorarlas.
En ese momento apareció Samantha con una sonrisa más bien fría. Kay, que antes sólo la había visto con abrigo, se fijó en su ceñida blusa naranja, bajo la que se apreciaba con detalle el sujetador de blonda. Tenía la cara aún más oscura que el curtido escote; llevaba una gruesa capa de sombra de ojos, lo que no la favorecía nada, y los tintineantes pendientes de oro y las chinelas doradas de tacón alto eran, en opinión de Kay, de pésimo gusto. Le dio la impresión de que Samantha era de esas mujeres que salían de juerga con sus amigas, encontraban divertidísimos los strip-tease a domicilio y, borrachas, coqueteaban con las parejas ajenas en las fiestas.
—Hola —saludó Samantha. Besó a Gavin y sonrió a Kay—. Veo que ya tenéis algo de beber. Miles, yo tomaré lo mismo que Kay.
Se dio la vuelta para sentarse, pues ya había podido evaluar el aspecto de aquella mujer: Kay tenía poco pecho y caderas anchas, y seguramente había escogido aquellos pantalones negros para disimular el tamaño de su trasero. En su opinión, debería haber calzado zapatos de tacón, dado lo cortas que tenía las piernas. De cara era bastante guapa: cutis aceitunado y uniforme, grandes ojos oscuros y una boca generosa; sin embargo, el pelo muy corto, a lo chico, y los zapatos planos apuntaban sin duda a ciertos dogmas sagrados. Gavin había vuelto a caer en lo mismo: había escogido a otra mujer dominante y sin sentido del humor que le haría la vida imposible.
—¡Bueno! —dijo alegremente, alzando su copa—. ¡Por Gavin y Kay!
Con satisfacción, vio la mueca de bochorno de Gavin; pero antes de que pudiera avergonzarlo aún más o sonsacarle información personal que luego podría exhibir ante Shirley y Maureen, volvió a sonar el timbre de la puerta.
Mary entró en la sala seguida de Miles; a su lado se la veía frágil y demacrada. La camiseta le colgaba de las prominentes clavículas.
—¡Oh! —exclamó sorprendida, y se detuvo—. No sabía que…
—Gavin y Kay acaban de llegar de visita —explicó Samantha un poco a la desesperada—. Pasa, Mary, por favor. ¿Qué quieres beber?
—Mary, te presento a Kay —dijo Miles—. Kay, ésta es Mary Fairbrother.
—Ah —dijo Kay, desconcertada; creía que en la cena sólo iban a estar ellos cuatro—. Hola, Mary.
Gavin, al darse cuenta de que Mary no había acudido con intención de apuntarse a la cena y se disponía a marcharse por donde había venido, dio unas palmadas en el asiento del sofá; Mary se sentó y esbozó una endeble sonrisa. Él estaba encantado de verla: ya estaba salvado. Hasta Samantha comprendería que su proverbial tendencia a la indiscreción resultaría inadecuada ante una mujer tan desconsolada; además, se había roto la restrictiva simetría del grupo de cuatro.
—¿Cómo estás? —le preguntó en voz baja—. Precisamente pensaba llamarte, porque tengo noticias respecto al seguro…
—¿No tenemos nada para picar, Sam? —preguntó Miles.
Samantha salió de la sala, furiosa con su marido. Nada más abrir la puerta de la cocina, olió a carne quemada.
—¡Oh, no! ¡Mierda, mierda, mierda!
Se había olvidado por completo del guiso y todo el jugo se había consumido. Unos trozos de carne y hortalizas desecados, tristes supervivientes de la catástrofe, reposaban en el chamuscado fondo de la cazuela. Samantha echó más vino y caldo de pollo, desincrustó con una cuchara los trozos adheridos a la cazuela y se puso a remover enérgicamente, acalorada y sudorosa. De la sala de estar le llegó la aguda risa de Miles. Puso un poco de brécol a cocer al vapor, se bebió la copa de vino de un trago, abrió una bolsa de nachos y un tarro de hummus y vació las dos cosas en sendos cuencos.
Cuando volvió a la sala de estar, Mary y Gavin seguían conversando en voz baja en el sofá, mientras Miles le mostraba a Kay una fotografía aérea de Pagford enmarcada y le daba un discurso sobre la historia del pueblo. Dejó los cuencos en la mesa de centro, se sirvió otra copa de vino y se sentó en la butaca sin hacer ningún esfuerzo por participar en una u otra conversación. Era muy violento tener a Mary allí; su dolor era tan palpable que se diría que había entrado arrastrando una mortaja. De todas formas, seguramente se marcharía antes de cenar.
Sin embargo, Gavin estaba decidido a que Mary se quedara. Se pusieron a hablar de los últimos avances en su batalla con la compañía de seguros, y él se sintió más relajado y seguro de sí mismo de lo que normalmente se sentía en presencia de Miles y Samantha. Nadie lo importunaba ni lo trataba con prepotencia, y Miles lo eximía temporalmente de toda responsabilidad respecto a Kay.
—… y justo aquí, justo fuera del encuadre —estaba diciendo Miles, señalando un punto situado unos cinco centímetros fuera del marco de la fotografía—, está la mansión Sweetlove, donde viven los Fawley. Es una gran casa solariega de estilo Reina Ana, con buhardillas, sillares de esquina… Vamos, asombrosa. Deberías visitarla. En verano está abierta al público los domingos. Los Fawley son una familia importante a nivel local.
«¿Sillares de esquina? ¿Una familia importante a nivel local? Por amor de Dios, Miles, mira que eres gilipollas.»
Samantha se levantó de la butaca y regresó a la cocina. El guiso volvía a tener jugo, pero el olor a quemado no había desaparecido. El brécol estaba flácido e insípido; el puré de patatas, frío y reseco. Pero nada de eso le importaba ya; lo pasó todo a unos platos, que colocó bruscamente sobre la mesa redonda del comedor.
—¡La cena está lista! —anunció, asomándose a la sala.
—Ay, tengo que irme —dijo Mary, y se levantó de un brinco—. Yo no…
—¡No, no, no! —saltó Gavin con un tono amable y zalamero que Kay nunca le había oído—. Te sentará bien comer un poco. A los niños no les pasará nada por estar solos una hora.
Miles se mostró de acuerdo, y Mary miró indecisa a Samantha, que no tuvo más remedio que unirse a la opinión de los otros, y acto seguido regresar deprisa al comedor para añadir un cubierto a la mesa.
A continuación, invitó a la reciente viuda a sentarse entre Gavin y Miles, porque ponerla al lado de otra mujer habría subrayado la ausencia de su marido. Kay y Miles habían empezado a hablar de la asistencia social.
—No te envidio —dijo él, mientras le servía un gran cucharón de guiso; Samantha vio cómo la salsa, llena de partículas calcinadas, se extendía por el plato blanco—. Tiene que ser un trabajo muy difícil.
—Bueno, la verdad es que siempre andamos cortos de recursos —expuso Kay—, pero puede llegar a ser gratificante, sobre todo cuando notas que tu intervención sirve de algo.
Y entonces se acordó de los Weedon. La muestra de orina de Terri había dado negativo el día anterior, y Robbie llevaba una semana asistiendo a la guardería. Ese pensamiento la animó y contrarrestó la irritación que le provocaba ver que Gavin seguía dedicándole toda su atención a Mary y no hacía nada por ayudarla a mantener una conversación distendida con sus amigos.
—Tienes una hija, ¿verdad, Kay?
—Sí, se llama Gaia. Tiene dieciséis años.
—La misma que Lexie. Deberían conocerse —comentó Miles.
—¿Estás divorciada? —preguntó Samantha con delicadeza.
—No. El padre de mi hija y yo nunca nos casamos. Éramos novios en la universidad, y rompimos poco después de que naciera la niña.
—Ya. Miles y yo también acabábamos de salir de la universidad —dijo Samantha.
Kay no supo si pretendía establecer una distinción entre ella, una mujer que se había casado con el petulante padre de sus hijas, y Kay, a la que habían dejado. Aunque Samantha no podía saber que Brendan la había abandonado.
—No sé si lo sabes: Gaia va a trabajar para tu padre los fines de semana —le dijo Kay a Miles—. En la nueva cafetería.
A Miles le encantó oír eso. Le producía un enorme placer pensar que Howard y él formaban parte del tejido de aquel lugar hasta tal punto que en Pagford no había nadie que no estuviera conectado con ellos, ya fuera como amigo, cliente o empleado. Gavin, que mascaba con insistencia un trozo de carne correosa que se resistía a la acción de sus dientes, notó un desánimo aún mayor. No se había enterado de que Gaia iba a trabajar para el padre de Miles. Había olvidado que Kay poseía en Gaia otra poderosa arma para anclarse en Pagford. Cuando no estaba a tiro de sus portazos, sus miradas de odio y sus cáusticos comentarios, Gavin casi olvidaba que Gaia tenía una existencia independiente; que no era simplemente un elemento más del incómodo telón de fondo de las sábanas usadas, la comida penosa y las enconadas rencillas, pese a las cuales su relación con Kay avanzaba a trompicones.
—¿Y a Gaia le gusta Pagford? —preguntó Samantha.
—Bueno, es bastante tranquilo comparado con Hackney —admitió Kay—, pero se está adaptando bien.
Tomó un trago de vino para limpiarse la boca después de haber soltado esa descarada mentira. Esa misma noche, antes de salir de casa, habían vuelto a discutir.
(—¿Qué te pasa? —le había preguntado Kay a su hija, que estaba sentada a la mesa de la cocina, encorvada sobre el portátil, con una bata encima de la ropa.
En la pantalla había abiertas cuatro o cinco ventanas de diálogo. Kay sabía que se comunicaba on-line con los amigos que había dejado en Hackney, chicos y chicas a los que, en muchos casos, conocía desde la escuela primaria.
—¡Gaia!
Aquello de negarse a contestar era nuevo y amenazador. Kay estaba acostumbrada a violentas explosiones contra ella y, sobre todo, contra Gavin.
—Estoy hablando contigo, Gaia.
—Ya lo sé. Te oigo.
—Pues, en ese caso, ten la amabilidad de contestarme.
En las ventanas de la pantalla iban apareciendo diálogos impenetrables, salpicados de graciosos iconos que se estremecían y parpadeaban.
—Gaia, ¿quieres hacer el favor de contestarme?
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
—Te estoy preguntando qué tal día has tenido.
—He tenido un día de mierda. Ayer tuve un día de mierda. Y mañana tendré otro día de mierda.
—¿A qué hora has llegado a casa?
—A la misma de todos los días.
A veces, pese a la edad que tenía, Gaia todavía se mostraba resentida por encontrar la casa vacía cuando volvía del instituto, como si le reprochara a Kay que no estuviera allí para recibirla como una madre perfecta.
—¿Te importaría explicarme por qué te ha ido tan mal?
—Porque me has obligado a vivir en un pueblo de mierda.
Kay se controló para no gritar. Últimamente habían tenido discusiones a gritos que seguramente se habían oído en toda la calle.
—¿Sabes que esta noche salgo con Gavin?
Gaia murmuró algo inaudible.
—¿Cómo dices?
—Digo que no sabía que le gustara invitarte a salir.
—¿Y eso qué se supone que significa?
Pero su hija no contestó; con toda la calma del mundo, tecleó una respuesta en una de las conversaciones que aparecían en la pantalla. Kay vaciló: quería obligarla a hablar y al mismo tiempo le daba miedo lo que pudiera oír.
—Supongo que volveremos hacia medianoche.
Gaia no dijo nada más, y Kay fue al recibidor a esperar a Gavin.)
—Gaia se ha hecho amiga de una chica que también vive en esta calle —le contó Kay a Miles—. ¿Cómo se llama? ¿Narinder?
—Sukhvinder —contestaron Miles y Samantha a la vez.
—Es muy buena niña —terció Mary.
—¿Conoces a su padre? —le preguntó Samantha a Kay.
—No.
—Es cirujano cardiovascular —la informó Samantha, que ya iba por la cuarta copa de vino—. Y está como un tren.
—Ah —dijo Kay.
—Parece una estrella de Bollywood.
A continuación, Samantha se dio cuenta de que ninguno de los presentes se había molestado en decirle que la cena estaba muy rica, que era lo mínimo que exigía la buena educación, aunque estuviera todo incomestible. Ya que no le estaba permitido atormentar a Gavin, decidió fastidiar un poco a Miles.
—Vikram es lo único bueno que tiene vivir en este pueblo de mala muerte, créeme —añadió—. Es el sexo personificado.
—Y su mujer es nuestra médica de cabecera —aportó Miles—, y miembro del concejo parroquial. A ti debe de contratarte la Junta Comarcal de Yarvil, ¿no, Kay?
—Sí —confirmó—. Pero paso la mayor parte del tiempo en los Prados. Técnicamente pertenecen a Pagford, ¿no es así?
«Los Prados no —pensó Samantha—. Por lo que más quieras, no menciones los malditos Prados.»
—¡Ah! —dijo Miles, y esbozó una sonrisa cargada de sarcasmo—. Sí, bueno, técnicamente los Prados pertenecen a Pagford. Técnicamente. Es un tema delicado, Kay.
—¿En serio? ¿Por qué? —se interesó ella con la esperanza de que todos participaran en la conversación, porque Gavin seguía hablando en voz baja con la viuda.
—Verás, es una historia que se remonta a los años cincuenta. —Todo indicaba que Miles iba a embarcarse en un discurso muy bien ensayado—. Yarvil quería extender la urbanización de Cantermill y, en vez de construir hacia el oeste, donde ahora está la autovía…
—¿Gavin? ¿Mary? ¿Otra copa de vino? —terció Samantha interrumpiendo a Miles.
—… fueron muy astutos; compraron los terrenos sin aclarar qué uso iban a darles, y entonces fueron y expandieron la urbanización más allá de su límite territorial, invadiendo el de Pagford.
—¿Cómo es que no mencionas al viejo Aubrey Fawley, Miles? —preguntó Samantha. Por fin había alcanzado ese delicioso grado de embriaguez en que su lengua se volvía malévola, en que perdía el miedo a las consecuencias y se dejaba llevar por las ganas de provocar y fastidiar, sin buscar más que su propia diversión—. La verdad es que el viejo Aubrey Fawley, que era el dueño de todos esos maravillosos pilares de esquina, o lo que fuera que te ha contado mi marido, cerró un trato sin consultar con nadie…
—Sam, eso no es justo —intervino Miles, pero ella no se arredró.
—… vendió los terrenos donde se construyeron los Prados y se embolsó… no sé, creo que cerca de un cuarto de millón…
—No digas tonterías, Sam. ¿En los años cincuenta?
—… pero entonces, al darse cuenta de que todos estaban muy enfadados con él, hizo como si no supiera que aquello podía causar problemas. Un imbécil de clase alta. Y un borracho —añadió Samantha.
—Eso no es verdad —declaró su marido con firmeza—. Para entender bien el problema, Kay, necesitas saber un poco de historia local.
Samantha, con la barbilla apoyada en una mano, fingió que de puro aburrimiento se le resbalaba el codo de la mesa. Kay rió, por mucho que Samantha no le cayera bien, y Gavin y Mary interrumpieron su tranquila conversación.
—Estamos hablando de los Prados —informó Kay con el tono adecuado para recordarle a Gavin que estaba allí y que debería ofrecerle apoyo moral.
Miles, Samantha y Gavin se dieron cuenta a la vez de que era muy poco diplomático sacar a colación el tema de los Prados delante de Mary, ya que ésa había sido la manzana de la discordia entre Barry y Howard.
—Por lo visto es un tema delicado en este pueblo —dijo Kay, decidida a que Gavin expresara su opinión, a obligarlo a comprometerse.
—Hum —dijo él, y se volvió hacia Mary—: ¿Cómo le va a Declan con el fútbol?
La cólera de Kay se avivó: quizá Mary hubiera enviudado recientemente, pero el interés de Gavin parecía desproporcionado. La velada no estaba transcurriendo como había imaginado: una reunión amistosa de cuatro personas, en la que Gavin iba a admitir que ellos dos eran una pareja en toda regla; sin embargo, nadie que los hubiera visto allí habría pensado que entre los dos existiera algo más que una amistad superficial. Además, la comida estaba malísima. Kay dejó los cubiertos en el plato, donde tres cuartas partes de su ración permanecían intactas (un detalle que a Samantha no le pasó por alto), y volvió a dirigirse a Miles.
—¿Tú te criaste en Pagford?
—Me temo que sí —contestó, y sonrió con suficiencia—. Nací en el viejo hospital Kelland, al final de la calle. Lo cerraron en los años ochenta.
—¿Y tú, Saman…?
La interpelada contestó antes de que hubiera terminado la pregunta:
—No, por Dios. Yo estoy aquí por accidente.
—Perdona, pero no sé a qué te dedicas.
—Tengo un negocio de…
—Vende sujetadores de talla gigante —se le adelantó Miles.
Samantha se levantó bruscamente y fue a buscar otra botella de vino. Cuando volvió a la mesa, Miles estaba contándole a Kay la graciosa anécdota, sin duda destinada a ilustrar que en Pagford todo el mundo se conocía, de aquella noche en que iba conduciendo y lo paró un policía que resultó ser un viejo amigo de la escuela primaria. Samantha encontró tremendamente aburrida la representación detallada de las bromitas que se habían gastado Steve Edwards y él. Mientras se desplazaba alrededor de la mesa para rellenar las copas, observó la adusta expresión de Kay; era evidente que la asistente social no consideraba que conducir bajo los efectos del alcohol fuera cosa de risa.
—… Steve sujetaba el alcoholímetro y yo estaba a punto de soplar, y de repente nos echamos a reír a carcajadas. Su compañero no tenía ni idea de qué estaba pasando; hacía así —Miles imitó a un hombre que vuelve la cabeza a uno y otro lado, perplejo—, y Steve se desternillaba, se meaba encima, porque recordaba muy bien la última vez que había sujetado algo para que yo soplara, veinte años atrás, y…
—Era una muñeca hinchable —aclaró Samantha sin sonreír, y se dejó caer en la silla al lado de su marido—. Miles y Steve la metieron en la cama de los padres de su amigo Ian en la fiesta de su decimoctavo cumpleaños. Total, al final a Miles le pusieron una multa de mil libras y le quitaron tres puntos del carnet, porque era la segunda vez que lo pillaban conduciendo por encima del límite permitido. Es para morirse de risa.
La sonrisa de Miles se le quedó en suspenso, como un triste globo olvidado después de una fiesta. Fue como si una fría brisa atravesara el comedor, que quedó transitoriamente en silencio. Pese a que Miles parecía un pelmazo, Kay estaba de su parte: era el único de los comensales que se mostraba remotamente dispuesto a facilitarle la entrada en la vida social de Pagford. Así pues, optó por volver al tema con que Miles parecía sentirse más cómodo, sin sospechar que fuera inapropiado hablar de él en presencia de Mary.
—La verdad es que los Prados es un barrio duro —dijo—. He trabajado en zonas urbanas deprimidas; no esperaba encontrar esa clase de privaciones en una zona rural, pero los Prados no es muy distinto de lo que se ve en Londres. Bueno, hay menos diversidad étnica, por supuesto.
—Sí, desde luego, aquí también tenemos adictos y maleantes —replicó Miles—. Me parece que no puedo más, Sam —añadió, y apartó su plato, en el que todavía había una cantidad considerable de comida.
La anfitriona empezó a recoger la mesa, y Mary se levantó para ayudarla.
—No, no te muevas, Mary. Tú relájate —dijo Samantha.
Gavin también se levantó e insistió caballerosamente en que Mary volviera a sentarse, lo que a Kay le dio mucha rabia; pero Mary se obstinó igualmente.
—Estaba todo muy bueno, Sam —dijo Mary en la cocina mientras tiraban casi toda la comida al cubo de la basura.
—Qué va, estaba asqueroso —replicó Samantha. Al levantarse se había dado cuenta de lo borracha que estaba—. ¿Qué opinas de Kay?
—No lo sé. No es como yo esperaba.
—Pues es exactamente como yo esperaba. —Cogió los platos de postre—. Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece otra Lisa.
—Ay, no, no digas eso. Gavin se merece algo mejor.
Ése era un punto de vista novedoso para Samantha, quien opinaba que la blandura de Gavin merecía un castigo permanente.
Volvieron al comedor y encontraron a Kay y Miles enfrascados en una animada conversación, y a Gavin sentado en silencio.
—… descargarse de la responsabilidad, lo que a mí me parece bastante egocéntrico y autocomplaciente…
—Mira, qué interesante que utilices la palabra «responsabilidad» —dijo Miles—, porque creo que ése es el meollo del asunto, ¿no te parece? La cuestión es: ¿dónde exactamente trazamos la línea divisoria?
—Más allá de los Prados, por lo visto. —Kay rió, condescendiente—. Lo que tú propones es trazar una línea divisoria bien clara entre las clases medias de propietarios y las clases trabajadoras…
—Pagford está lleno de trabajadores, Kay; la diferencia es que la mayoría trabaja. ¿Sabes qué proporción de habitantes de los Prados vive a costa de las prestaciones sociales? Hablas de responsabilidad, pero ¿qué ha pasado con la responsabilidad individual? Hace años que los admitimos en la escuela del pueblo: son niños en cuyas familias no hay ni un solo miembro que trabaje; el concepto de ganarse el sustento les resulta completamente ajeno; hay generaciones enteras de gente que no trabaja, y se supone que tenemos que costeárselo todo…
—Y la solución que propones tú consiste en trasladarle el problema a Yarvil, sin analizar la coyuntura subyacente…
—¿Pastel de chocolate de Misisipi? —preguntó Samantha.
Gavin y Mary recibieron sus porciones y dieron las gracias; Kay, para irritación de Samantha, se limitó a levantar su plato como si ésta fuera una camarera; toda su atención estaba concentrada en Miles.
—… la clínica para toxicómanos, que es absolutamente imprescindible, aunque por lo visto hay un grupo de gente presionando para que la cierren…
—Ah, bueno, si te refieres a Bellchapel —Miles negó con la cabeza con una sonrisita de suficiencia—, espero que te hayas estudiado bien el porcentaje de éxitos, Kay. Patético, la verdad. Francamente patético. He visto las cifras, precisamente estaba repasándolas esta mañana, y no te voy a mentir: cuanto antes la cierren…
—¿Y a qué te refieres en concreto?
—Al porcentaje de éxitos, Kay, ya te lo he dicho: el número de personas que han dejado de consumir drogas, que se han rehabilitado…
—Lo siento, pero ése es un punto de vista muy ingenuo. Si pretendes juzgar el éxito sólo por…
—Pero ¿me quieres explicar de qué otra manera tenemos que juzgar el éxito de una clínica para drogodependientes? —la interrumpió Miles con tono de incredulidad—. Que yo sepa, lo único que hacen en Bellchapel es repartir metadona, que la mitad de sus pacientes, además, consumen combinada con heroína.
—El problema de la adicción es sumamente complejo, y sería ingenuo y simplista reducirlo a términos de consumidores y no consu…
Pero Miles negaba con la cabeza y sonreía; Kay, que hasta ese momento se había divertido con su duelo verbal con aquel abogado tan ufano, se enfureció de pronto.
—Pues mira, puedo ponerte un ejemplo muy concreto de lo que hace Bellchapel: una familia con la que trabajo, una madre con una hija adolescente y un niño pequeño. Si la madre no tomara metadona, estaría en la calle buscando cómo pagarse la adicción. Sus hijos están muchísimo mejor…
—Los niños estarían muchísimo mejor lejos de su madre, por lo que cuentas —la interrumpió Miles.
—¿Y adónde los llevamos, según tú?
—A una casa de acogida decente. Sería un buen principio.
—¿Sabes cuántas casas de acogida hay y cuántos niños que las necesitan? —replicó Kay.
—La mejor solución habría sido darlos en adopción al nacer…
—Fabuloso. Espera, que me monto en mi máquina del tiempo.
—Pues nosotros conocemos a una pareja que estaban desesperados por adoptar —intervino Samantha, tomando sorprendentemente partido por Miles.
No pensaba perdonarle a Kay su forma grosera de tenderle el plato de postre; aquella mujer era combativa y condescendiente, exactamente igual que Lisa, quien solía monopolizar las reuniones con sus opiniones políticas y su trabajo de abogada especializada en derecho de familia, y despreciaba a Samantha por tener una tienda de sostenes.
—Adam y Janice —le recordó a Miles en un paréntesis, y él asintió con la cabeza—. Y no había forma de que les dieran un bebé, ¿verdad?
—Ya, un bebé —dijo Kay, y puso los ojos en blanco—, todo el mundo quiere un bebé. Robbie tiene casi cuatro años. Todavía usa pañales, tiene un retraso evolutivo considerable y casi con toda seguridad ha presenciado escenas de sexo. ¿Crees que a vuestros amigos les gustaría adoptarlo?
—Pero el caso es que si se lo hubieran quitado a su madre cuando nació…
—Cuando el niño nació, ella había dejado las drogas y estaba avanzando mucho —replicó Kay—. Lo quería y quería quedárselo, y en ese momento estaba en condiciones de satisfacer las necesidades del niño. Ya había criado a Krystal, con un poco de apoyo familiar…
—¡¿Krystal?! —exclamó Samantha—. ¡Dios mío! ¿Estamos hablando de los Weedon?
Kay se horrorizó por haber mencionado un nombre; en Londres no habría tenido importancia, pero por lo visto era cierto que en Pagford todo el mundo se conocía.
—Lo siento, no debería…
Pero Miles y Samantha se estaban riendo, y Mary parecía tensa. Kay, que no había tocado su pastel y apenas había probado el plato principal, se dio cuenta de que había bebido demasiado vino para calmar los nervios, y ahora había cometido una indiscreción grave. Sin embargo, era demasiado tarde para arreglarlo; la rabia que sentía anulaba cualquier otra consideración.
—Krystal Weedon no es precisamente un ejemplo de la capacidad de una madre para criar a sus hijos —observó Miles.
—Krystal hace todo lo que puede por mantener unida a su familia —replicó Kay—. Adora a su hermanito y la aterra pensar que puedan llevárselo…
—Yo no dejaría sola a Krystal Weedon ni vigilando cómo se cuece un huevo —opinó Miles, y Samantha volvió a reír—. Ya sé que dice mucho en su favor que quiera a su hermano, pero el niño no es ningún muñeco de peluche…
—Sí, ya lo sé —le espetó Kay al recordar el trasero sucio y lleno de costras de Robbie—, pero lo quieren.
—Krystal le hacía bullying a nuestra hija Lexie —dijo Samantha—, así que nosotros conocemos una faceta suya diferente de la que te muestra a ti.
—Mira, todos sabemos que Krystal ha tenido mala suerte —continuó Miles—, eso no lo niega nadie. La que me saca de quicio es su madre drogadicta.
—Pues la verdad es que ahora está respondiendo muy bien al programa de Bellchapel.
—Pero con su historial —dijo Miles—, no hay que ser licenciado en física cuántica para saber que recaerá, ¿no?
—Si aplicas esa regla a todo, tú no deberías tener carnet de conducir —le soltó Kay—, porque con tu historial seguro que volverás a conducir borracho.
Miles se quedó pasmado un instante, pero Samantha respondió con frialdad.
—Me parece que eso no tiene nada que ver.
—¿Ah, no? Pues es el mismo principio —objetó Kay.
—Bueno, sí, aunque a veces los principios son el problema —aportó Miles—. A menudo lo que hace falta es un poco de sentido común.
—Que es como suele llamar la gente a sus prejuicios —remachó Kay.
—Según Nietzsche —se oyó una nueva y aguda voz que sobresaltó a todos—, la filosofía es la biografía del filósofo.
Plantada ante la puerta que daba al recibidor, había una Samantha en miniatura, una chica de pecho abundante, de unos dieciséis años, con vaqueros ajustados y camiseta de manga corta; estaba comiendo un puñado de uvas y parecía muy satisfecha de sí misma.
—Os presento a Lexie —dijo Miles con orgullo—. Gracias por tu aportación, genio.
—De nada —respondió Lexie con descaro, y desapareció escaleras arriba.
Un pesado silencio se abatió sobre la mesa. Sin saber muy bien por qué, Samantha, Miles y Kay miraron a la vez a Mary, que parecía al borde de las lágrimas.
—Café —dijo Samantha, y se levantó de un brinco.
Mary fue al cuarto de baño.
—¿Por qué no pasamos al salón? —propuso Miles, consciente de que el ambiente se había cargado un poco, pero convencido de que con unas cuantas bromas y su habitual cordialidad conseguiría restaurar la armonía entre todos—. Traed vuestras copas.
Los argumentos de Kay no habían alterado las convicciones de Miles más de lo que una leve brisa podría haber movido una roca; sin embargo, no le tenía antipatía a la chica, sino más bien lástima. Él era el que menos afectado estaba por el constante rellenar de las copas, pero al llegar a la sala reparó en lo llena que tenía la vejiga.
—Ponte un poco de música, Gav; voy a buscar esos bombones.
Pero Gavin no hizo ademán de moverse hacia los montones de CD dispuestos verticalmente en estilizados soportes de metacrilato. Parecía estar esperando a que Kay se metiera con él. Y en efecto, nada más perderse de vista Miles, Kay dijo:
—Bueno, muchas gracias, Gav. Gracias por tu apoyo.
Él había bebido aún con mayor avidez que ella durante toda la cena; había celebrado por su cuenta que, al fin y al cabo, no lo habían acabado sacrificando en el circo de gladiadores particular de Samantha. Miró a Kay a los ojos, envalentonado no sólo por el vino, sino también porque desde hacía una hora Mary lo estaba tratando como si fuera alguien importante, informado y que sabía brindar apoyo.
—Me ha parecido que te las apañabas muy bien tú solita —comentó.
Y ciertamente, lo poco que se había permitido oír de la discusión entre Kay y Miles le había producido una intensa sensación de déjà-vu; si no hubiera tenido a Mary para distraerse, se habría imaginado de vuelta en aquella famosa noche en ese mismo comedor, cuando Lisa le había dicho a Miles que era la personificación de todo lo malo de la sociedad, él se había reído en su cara y ella había perdido los estribos y no había querido quedarse a tomar el café. Poco después, Lisa le confesó a Gavin que se acostaba con uno de los socios de su bufete y le aconsejó que se hiciera unos análisis para ver si tenía clamidia.
—No conozco a esta gente —se defendió Kay—, y tú no has movido ni un dedo para facilitarme las cosas.
—¿Qué querías que hiciera? —Gavin estaba asombrosamente sereno, protegido tanto por el inminente regreso de Mary y los Mollison como por el Chianti ingerido—. No quería discutir sobre los Prados. Me tienen sin cuidado los Prados. Además —agregó—, es un tema delicado para hablarlo delante de Mary; Barry estaba luchando en el concejo para que los Prados siguieran formando parte de Pagford.
—Y entonces, ¿por qué no me has dicho nada? ¿Por qué no me has dado una pista?
Gavin se rió, exactamente como había hecho Miles. Antes de que ella replicase, volvieron los demás, como unos Reyes Magos cargados de ofrendas: Samantha con una bandeja con tazas, seguida de Mary con la cafetera y Miles con los bombones de Kay. El vistoso lazo dorado de la caja le recordó lo optimista que se sentía respecto a la cena de esa noche cuando los compró. Miró hacia otro lado para esconder su rabia; se moría por gritarle a Gavin y, además, de pronto tenía unas desconcertantes ganas de llorar.
—Lo he pasado muy bien —oyó decir a Mary con una voz quebrada que parecía indicar que ella también estaba al borde del llanto—, pero no me quedaré a tomar café. No quiero volver muy tarde; Declan está un poco… un poco afectado todavía. Muchas gracias, Sam. Gracias, Miles. Me ha encantado… bueno, no sé… salir un rato.
—Te acompaño hasta tu ca… —empezó Miles, pero Gavin lo interrumpió sin sombra de vacilación:
—Tú quédate donde estás, Miles, ya la acompaño yo. Iré contigo hasta el final de la calle, Mary. Allí arriba está muy oscuro. Sólo serán cinco minutos.
Kay casi no podía respirar; todo su ser estaba concentrado en odiar al displicente Miles, a la ordinaria Samantha y a la frágil y abatida Mary, pero sobre todo a Gavin.
—Ah, sí —se oyó decir al ver que todos la miraban como pidiéndole permiso—. Sí, Gav, acompaña a Mary a su casa.
Oyó cerrarse la puerta de la calle. Gavin se había ido.
Miles le sirvió café. Ella vio brotar el chorro de líquido negro y caliente, y fue repentina y dolorosamente consciente de lo que había arriesgado al poner su vida a disposición de aquel hombre que se alejaba en la oscuridad con otra mujer.
Colin Wall vio pasar a Gavin y Mary por debajo de la ventana de su estudio. Reconoció de inmediato la silueta de ella, pero tuvo que entornar los ojos para identificar al hombre larguirucho que iba a su lado, antes de que salieran del área de luz de la farola. Sin levantarse del todo de la silla de trabajo, se quedó boquiabierto mirando las dos figuras, que acabaron desapareciendo en la oscuridad.
Se sintió escandalizado, pues había dado por hecho que Mary se había recluido en una especie de purdah; que sólo recibía a mujeres en el santuario de su casa, entre ellas a Tessa, que todavía iba a verla de vez en cuando. Jamás se le había ocurrido que Mary pudiera salir por ahí de noche, y menos con un hombre. Se sintió traicionado, como si Mary estuviera poniéndole los cuernos a cierto nivel espiritual.
¿Había permitido Mary que Gavin viera el cadáver de Barry? ¿Pasaba Gavin las tardes sentado en la butaca favorita de Barry junto al fuego? ¿Eran Gavin y Mary…? ¿Serían…? Al fin y al cabo, esas cosas ocurrían todos los días. Quizá… quizá incluso antes de la muerte de Barry.
Colin vivía perpetuamente horrorizado por la lamentable condición moral de sus semejantes. En lugar de esperar a que la verdad perforara como una bala sus delirantes e inocentes ideas, procuraba protegerse de los sobresaltos a base de imaginar siempre lo peor: espeluznantes visiones de depravación y traición. Para Colin, la vida era una larga preparación contra el dolor y el desengaño, y todos, salvo su mujer, eran enemigos hasta que se demostrara lo contrario.
Estuvo tentado de bajar a contarle a Tessa lo que acababa de ver, ya que tal vez ella pudiera ofrecerle una explicación inocente del paseo nocturno de Mary, y asegurarle que la viuda de su mejor amigo siempre había sido fiel a su marido y seguía siéndolo. Pero contuvo ese impulso porque estaba enfadado con Tessa.
¿Por qué demostraba ella tan poco interés por su próxima candidatura al concejo? ¿No se daba cuenta de que lo dominaba la ansiedad desde que había enviado sus formularios? Si bien había previsto sentirse así, eso no disminuía el dolor, al igual que las consecuencias de que a uno lo atropellara un tren no serían menos devastadoras por haberlo visto acercarse por la vía; sencillamente, Colin sufría dos veces: cuando se anticipaba y cuando sucedía lo anticipado.
Sus nuevas fantasías, dignas de la peor pesadilla, giraban alrededor de los Mollison y de cómo seguramente lo atacarían. Refutaciones, explicaciones y atenuantes pasaban continuamente por su cabeza. Se veía ya asediado, defendiendo su reputación. El punto de paranoia siempre presente en las relaciones de Colin con el mundo se estaba agudizando y, entretanto, Tessa fingía ser ajena a todo eso y no hacía nada por ayudarlo a aliviar esa presión espantosa y apabullante.
Sabía que su mujer no creía conveniente que se presentara. Quizá también la aterraba pensar que Howard Mollison pudiera abrir de un tajo la abultada tripa del pasado de ella y Colin y derramar sus repugnantes secretos para que todos los buitres de Pagford se dieran un festín.
Colin ya había hecho algunas llamadas a las personas con cuyo apoyo había contado Barry. Lo había sorprendido y animado que ninguna de ellas hubiera cuestionado su trayectoria ni lo hubiera interrogado sobre temas candentes. Todos sin excepción habían expresado lo mucho que sentían la pérdida de Barry y lo mal que les caía Howard Mollison, o «ese fantoche de mierda», como lo había descrito uno de los votantes más espontáneos. «Quiere enchufar a su hijo como sea. Cuando se enteró de la muerte de Barry casi no podía disimular la sonrisa.» Colin, que había recopilado una lista de puntos clave para una argumentación pro-Prados, no había necesitado consultarla ni una vez. De momento, su principal baza como candidato parecía ser su amistad con Barry, y el hecho de no apellidarse Mollison.
Su cara, en tamaño reducido y en blanco y negro, le sonreía desde la pantalla del ordenador. Llevaba toda la tarde allí sentado, intentando componer su panfleto electoral, para el que había decidido utilizar la misma fotografía que aparecía en la web de Winterdown: su rostro en primer plano, con una sonrisa un tanto anodina y la frente alta y reluciente. Esa imagen tenía a su favor que ya se había sometido a las miradas públicas, y de momento no le había acarreado el ridículo ni la ruina, lo que constituía una buena señal. Pero bajo el retrato, en el espacio destinado a la información personal, sólo había un par de frases provisionales. Colin llevaba casi dos horas escribiendo palabras para luego borrarlas; en cierto momento había conseguido redactar un párrafo entero, pero lo había eliminado pulsando una y otra vez la tecla de borrado con un nervioso dedo índice.
Cuando la indecisión y la soledad se le hicieron insoportables, se levantó y bajó a la sala. Encontró a Tessa tumbada en el sofá, aparentemente dormida, y el televisor encendido.
—¿Cómo va? —preguntó ella, adormilada, al abrir los ojos.
—Acaba de pasar Mary. Iba por la calle con Gavin Hughes.
—Ah, sí. Antes me ha comentado algo de que iba a casa de Miles y Samantha. Gavin debía de estar allí. Seguramente la habrá acompañado a su casa.
Colin se quedó perplejo. ¿Que Mary había ido a ver a Miles, el hombre que aspiraba a ocupar el lugar de su marido y se oponía a todo aquello por lo que Barry había luchado?
—¿Y qué demonios hacía en casa de los Mollison?
—Ellos la acompañaron al hospital, ya lo sabes —respondió Tessa; se incorporó, soltó un débil gruñido y estiró sus cortas piernas—. Todavía no había hablado con ellos. Quería darles las gracias. ¿Has terminado el panfleto?
—Ya casi estoy. Mira, lo de la información… no sé, ¿qué crees que debo poner? ¿Cargos anteriores? ¿O limitarme a hablar de Winterdown?
—Supongo que basta con que menciones dónde trabajas ahora. Pero ¿por qué no se lo preguntas a Minda? Ella… —soltó un bostezo—, ella ya lo ha hecho.
—Ya. —Se quedó esperando al lado de Tessa, pero ella no le ofreció su ayuda, ni siquiera le pidió que le dejara leer lo que había escrito—. Sí, buena idea —dijo elevando la voz—. Le pediré a Minda que le eche un vistazo.
Tessa gruñía mientras se masajeaba los tobillos y Colin abandonó la sala herido en su orgullo. Era imposible que su mujer comprendiera cómo se encontraba, lo poco que dormía, lo encogido que tenía el estómago.
En realidad, cuando él había aparecido en la sala, Tessa se había hecho la dormida, pues los pasos de Mary y Gavin la habían despertado hacía diez minutos.
No conocía muy bien a Gavin, que era quince años más joven que Colin y ella, aunque lo que había impedido que intimaran más con él era la tendencia de su marido a sentir celos de los otros amigos de Barry.
—Se ha portado muy bien con lo del seguro —le había contado Mary ese mismo día por teléfono—. Llama a la compañía cada día, por lo que veo, e insiste en que no debo preocuparme por los gastos. Dios mío, Tessa, si no me pagan…
—Estoy convencida de que Gavin lo arreglará todo —la había tranquilizado ella.
Sentada en el sofá, sedienta y con los músculos entumecidos, pensó que habría sido buena idea invitar a Mary a su casa, para hacerla salir un poco y asegurarse de que se alimentaba; pero había una barrera insuperable: Mary encontraba difícil a Colin, no se relajaba en su presencia. Esta realidad, incómoda y hasta la fecha oculta, había ido surgiendo poco a poco tras el deceso de Barry, como restos flotantes de un naufragio revelados por el reflujo de la marea. Era evidente que a Mary sólo le interesaba Tessa; rechazaba cualquier ofrecimiento de ayuda por parte de Colin y evitaba hablar demasiado con él por teléfono. Durante años se habían visto a menudo los cuatro y Mary nunca había manifestado su antipatía: seguramente el buen humor de Barry la encubría.
Tessa tenía que afrontar las nuevas circunstancias con extrema delicadeza. Había conseguido persuadir a Colin de que Mary se sentía más a gusto en compañía de otras mujeres. En el funeral no había estado suficientemente atenta y, cuando salían todos de St. Michael, Colin le había tendido una emboscada a Mary y había intentado explicarle, entre incontrolables sollozos, que pensaba presentarse para ocupar la plaza de Barry en el concejo y así continuar la obra de su amigo, para asegurarse de que se imponía póstumamente. Tessa había distinguido sorpresa e indignación en la cara de Mary y se había llevado a su marido de allí.
Desde ese día, Colin había declarado un par de veces su propósito de ir a ver a Mary y enseñarle todo el material relacionado con las elecciones, para preguntarle si Barry lo habría aprobado; incluso había mencionado su intención de pedirle consejo sobre cómo habría enfocado Barry el proceso de la campaña electoral. Al final, Tessa le había dicho, con firmeza, que no debía dar la lata a Mary con el concejo parroquial. Eso lo molestó, pero Tessa consideró que era preferible que se enfadara con ella a que agravara la aflicción de Mary, o que la incitara a rechazarlo, como había ocurrido cuando manifestó su deseo de despedirse del cadáver de Barry.
—¡Los Mollison! ¡Precisamente! —dijo Colin cuando volvió a la sala con una taza de té. No le había ofrecido una a Tessa; su egoísmo se revelaba a menudo en esos detalles, vivía demasiado enfrascado en sus propias preocupaciones para fijarse en los demás—. ¡Como si no hubiera nadie más con quien cenar! Pero ¡si ellos se oponían a todo lo que representaba Barry!
—No te pongas melodramático, Col. Además, Mary nunca se interesó por los Prados tanto como Barry.
Pero el concepto del amor de Colin implicaba una fidelidad ilimitada y una tolerancia infinita: Mary había perdido irreparablemente su estima.
—¿Y tú adónde vas? —preguntó Simon, plantándose en medio del pequeño recibidor.
La puerta de la calle estaba abierta y el intenso sol de la mañana del sábado entraba por el porche acristalado a espaldas de Simon, lleno de zapatos y abrigos, reduciéndolo a una silueta. Su sombra, ondulada, se extendía por la escalera justo hasta el peldaño en que se encontraba Andrew.
—A la ciudad. Con Fats.
—¿Has terminado todos los deberes?
—Sí. —Era mentira, pero Simon no se molestaría en comprobarlo.
—¿Ruth? ¡Ruth!
Ruth se asomó por la puerta de la cocina, con el delantal puesto, las mejillas coloradas y las manos manchadas de harina.
—¿Qué?
—¿Necesitamos algo de la ciudad?
—¿Cómo? No, creo que no.
—¿Coges mi bicicleta? —le preguntó Simon a Andrew.
—Sí, pensaba…
—¿Vas a dejarla en casa de Fats?
—Sí.
—¿A qué hora queremos que vuelva? —preguntó Simon mirando a su mujer.
—Ay, no lo sé, Simon —contestó ella, impaciente.
Su marido le resultaba más irritante aún cuando, incluso de buen humor, empezaba a dar órdenes sólo por gusto. Andrew y Fats iban a menudo juntos a la ciudad, y se daba por supuesto que Andrew volvería antes del anochecer.
—Entonces, a las cinco en punto —impuso arbitrariamente—. Si te retrasas, te quedas sin salir.
—Vale —dijo Andrew.
Tenía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y, en el puño, un papel doblado que sujetaba con ansia, como si se tratara de una granada activada. El miedo a perder ese papel, donde había anotado meticulosamente cifras, letras y símbolos, así como varias frases con tachaduras, corregidas una y otra vez, lo había atormentado toda una semana. Lo llevaba siempre encima, y dormía con él metido en la funda de la almohada.
Simon apenas se apartó y Andrew tuvo que pasar de lado para salir al porche, sin soltar el papel. Temía que le exigiera vaciar los bolsillos para comprobar si llevaba cigarrillos.
—Bueno, adiós.
Su padre no contestó. Andrew se dirigió al garaje y, una vez allí, sacó la nota, la desdobló y la leyó. Sabía que no estaba siendo racional, que lo que había anotado allí no podía modificarse por arte de magia a causa de la mera proximidad de Simon, pero aun así, quiso asegurarse. Tras comprobar que todo estaba bien, volvió a doblarla y se la metió en el fondo del bolsillo, que se cerraba con un corchete; entonces sacó la bicicleta de carreras del garaje y salió por la cancela hasta el camino. Sabía que su padre lo observaba a través de la puerta de cristal del recibidor, y estaba seguro de que le habría encantado verlo caerse o causarle algún desperfecto a la bicicleta.
Pagford se extendía allá abajo, algo neblinoso al débil sol primaveral; se respiraba un aire frío y penetrante. Andrew supo que había llegado al sitio donde Simon ya no podía verlo desde la casa porque sintió como si le quitaran un peso de los hombros.
Bajó como un rayo por la colina hasta Pagford, sin tocar los frenos, y torció por Church Row. Cuando llegó hacia la mitad de la calle, redujo la velocidad y entró pedaleando con decoro en el sendero de la casa de los Wall, esquivando con cuidado el coche de Cuby.
—Hola, Andy —lo saludó Tessa al abrirle la puerta.
—Hola, señora Wall.
Andrew aceptaba la opinión generalizada de que los padres de Fats eran ridículos. Tessa era regordeta y sin encanto, llevaba un peinado extraño y su forma de vestir daba vergüenza ajena, mientras que Cuby era ansioso hasta un extremo cómico; sin embargo, Andrew sospechaba que, si los Wall hubieran sido sus padres, seguramente no se habría llevado demasiado mal con ellos. Eran tan civilizados, tan cordiales… En su casa nunca tenía la sensación de que el suelo podía ceder en el momento menos pensado y sumergirlo en el caos.
Fats estaba sentado en el primer peldaño de la escalera, poniéndose las zapatillas de deporte. Del bolsillo de la pechera de su chaqueta asomaba un paquete de tabaco de liar.
—Arf.
—Fats.
—¿Quieres dejar la bicicleta de tu padre en el garaje, Andy?
—Sí, gracias, señora Wall.
(Tessa siempre pronunciaba aquel «tu padre» con cierta formalidad. Andrew sabía que ella detestaba a Simon, y ésa era una de las razones por las que a él no le importaba pasar por alto aquella ropa holgada y horrible que llevaba, ni aquel flequillo tan poco favorecedor.
La antipatía de Tessa se remontaba a un horroroso incidente ocurrido años atrás, cuando Fats, a la sazón de seis años, fue a pasar la tarde del sábado a Hilltop House por primera vez. Intentando coger unas raquetas de bádminton guardadas en el garaje, ambos amigos se encaramaron a una caja y, sin querer, tiraron el contenido de un estante desvencijado.
Andrew todavía recordaba el instante en que la lata de creosota se estrelló contra el capó del coche y se abrió; y el terror que sintió y su incapacidad para hacerle entender a su risueño amigo la que se habían buscado.
Simon oyó el ruido e irrumpió en el garaje con su mentón por delante y emitiendo aquel gruñido animal; a continuación, se puso a gritarles y amenazarlos con terribles castigos físicos, con los puños apretados a escasos centímetros de sus caritas, mientras ellos lo miraban con los ojos como platos.
Fats se orinó encima. El chorro resbaló por sus piernas y formó un charquito en el suelo del garaje. Ruth, que había oído los gritos desde la cocina, salió corriendo para intervenir: «No, Simon… Simon, no… Ha sido sin querer.» Fats estaba pálido y temblaba; quería marcharse a su casa, quería a su mamá.
Cuando llegó Tessa, Fats corrió hacia ella con los pantalones empapados, sollozando. Fue la única vez en su vida que Andrew vio a su padre quedarse sin saber qué decir, echarse atrás. Tessa se las ingenió para transmitir una rabia intensa sin levantar la voz, sin amenazar, sin golpear. Extendió un cheque y se lo puso a Simon en la mano, mientras Ruth repetía: «No, por favor, no hace falta, no hace falta.» Simon la siguió hasta el coche tratando de quitarle importancia a lo ocurrido, pero Tessa lo miró con desprecio mientras ponía a Fats, aún sollozante, en el asiento del pasajero, y luego cerró la puerta del conductor en la cara todavía sonriente de Simon. Andrew se fijó en la expresión de sus padres: además de llevarse a Fats, Tessa se llevaba consigo, colina abajo, un secreto que solía permanecer oculto en la casa de la cima de la colina.)
Ahora, Fats intentaba complacer a Simon. Cuando subía a Hilltop House, se tomaba la molestia de hacerlo reír; y a cambio, Simon lo recibía bien, disfrutaba con sus chistes más groseros, le pedía que le contara sus últimas travesuras. Sin embargo, a solas con Andrew, se mostraba completamente de acuerdo en que Simon era un hijoputa de 24 quilates categoría A.
—Yo creo que es tortillera —dijo Fats cuando pasaron por delante de la antigua vicaría, oscura bajo la sombra del pino escocés y con la fachada recubierta de hiedra.
—¿Quién, tu madre? —preguntó Andrew, que iba ensimismado en sus pensamientos y no le hacía mucho caso.
—Pero ¿qué dices, tío? —saltó Fats, profundamente ofendido—. ¡No, imbécil! ¡Sukhvinder Jawanda!
—Ah, sí. Ya.
Andrew rió, y Fats también, aunque un momento más tarde.
El autobús de Yarvil iba muy lleno; Andrew y Fats tuvieron que sentarse uno al lado del otro y no ocupando dos asientos dobles, como les gustaba. Al pasar por el final de Hope Street, Andrew echó un vistazo a la calle, pero estaba desierta. No se había encontrado a Gaia fuera del instituto desde la tarde en que ambos habían conseguido el empleo en La Tetera de Cobre. La cafetería abriría el fin de semana siguiente; Andrew se ponía eufórico cada vez que lo pensaba.
—Simoncete ya ha puesto en marcha la campaña electoral, ¿no? —preguntó Fats mientras liaba un cigarrillo. Tenía una de sus largas piernas cruzada en el pasillo, y la gente pasaba por encima en lugar de pedirle que se moviera—. Cuby ya está cagado, y eso que sólo ha empezado a redactar el panfleto.
—Sí, anda muy ocupado —dijo Andrew, y soportó sin pestañear una oleada de pánico en la boca del estómago.
Pensó en sus padres sentados a la mesa de la cocina, como habían hecho todas las noches de la semana anterior; en la caja de panfletos estúpidos que Simon había encargado en la imprenta; en la lista de puntos clave que Ruth lo había ayudado a recopilar y que él utilizaba en sus llamadas telefónicas, cada noche, a todas las personas que conocía en el distrito electoral. Simon hacía todo eso como si le costara un esfuerzo tremendo. En casa se mostraba muy nervioso, y mostraba una creciente agresividad hacia sus hijos, como si llevara sobre los hombros una pesada carga que ellos hubieran eludido. En las comidas, el único tema de conversación eran las elecciones, y ambos adultos especulaban sobre las fuerzas contrarias a Simon. Se tomaban muy a pecho que hubiera otros aspirantes a la plaza de Barry Fairbrother, y se imaginaban a Colin Wall y Miles Mollison pasándose todo el día conspirando, mirando hacia Hilltop House, concentrados en derrotar al hombre que vivía allí.
Andrew volvió a palparse el bolsillo donde llevaba el papel doblado. No le había contado a Fats lo que pensaba hacer: temía que lo divulgara. No sabía cómo hacerle entender a su amigo que era necesario guardar un secreto absoluto, cómo recordarle que aquel psicópata capaz de hacer que un crío se orinara encima estaba vivito y coleando en su propia casa.
—A Cuby no le preocupa mucho Simoncete —dijo Fats—. Cree que su gran competidor es Miles Mollison.
—Ya.
Andrew había oído a sus padres hablar de eso. Ambos pensaban que Shirley los había traicionado; que ella debería haber impedido a su hijo desafiar a Simon.
—Para Cuby esto es una puta cruzada —continuó Fats, liando un cigarrillo entre el índice y el pulgar—. Ha recogido la bandera del regimiento de su camarada caído. El bueno de Barry Fairbrother.
Con una cerilla, metió hacia dentro unas hebras de tabaco que sobresalían por el extremo del cigarrillo.
—La mujer de Miles Mollison tiene unas tetas gigantescas —comentó luego.
La anciana que iba sentada en el asiento de delante volvió la cabeza y miró a Fats con desaprobación. Andrew volvió a reír.
—Enormes mamas bamboleantes —añadió Fats en voz alta, sin apartar la vista del arrugado y ceñudo rostro—. Grandes y suculentos pechos de talla 120 G.
La anciana, sonrojada, giró lentamente la cabeza y volvió a mirar al frente. Andrew apenas podía respirar.
Bajaron del autobús en el centro de Yarvil, cerca de la zona comercial, de la vía peatonal donde estaban todas las tiendas, y se abrieron paso entre los compradores, fumando los cigarrillos que había liado Fats. A Andrew no le quedaba ni un céntimo: el sueldo que iba a pagarle Howard Mollison le vendría muy bien.
El letrero naranja chillón del cibercafé parecía llamarlo desde lejos, hacerle señas para que se acercara. No conseguía concentrarse en lo que le estaba diciendo Fats. «¿Te atreverás? —se preguntaba—. ¿Te atreverás?»
No lo sabía. Sus pies seguían moviéndose, y el letrero iba haciéndose más y más grande, atrayéndolo, seduciéndolo.
«Si me entero de que le has contado a alguien una sola palabra de lo que hablamos en esta casa, te despellejo vivo.»
Pero la alternativa era la humillación de Simon al mostrarse ante el mundo tal como era, y el efecto que tendría sobre la familia el hecho de que lo derrotaran, como sin duda sucedería, tras semanas de expectación e imbecilidad. Entonces vendrían la rabia y el rencor, y el empeño en que los demás pagaran por su descabellada decisión. La noche anterior Ruth había comentado alegremente: «Los chicos pueden ir a colgar tus panfletos por Pagford.» Andrew había visto con el rabillo del ojo la mirada de horror de Paul y cómo intentaba atraer su atención.
—Quiero entrar ahí —masculló Andrew, y torció a la derecha.
Pagaron los tíquets y se sentaron cada uno ante un ordenador, separados por dos asientos ocupados. El hombre de mediana edad que Andrew tenía a su derecha apestaba a sudor y tabaco, y no cesaba de sorber por la nariz.
Andrew entró en internet y tecleó el nombre de la página web: «concejo… parroquial… de… Pagford… punto… com… punto… uk».
La página de inicio mostraba el escudo de Pagford en azul y blanco, y una fotografía del pueblo tomada desde algún punto no muy lejano de Hilltop House, con la silueta de la abadía de Pargetter recortada contra el cielo. Era una página anticuada, obra de aficionados, como Andrew ya sabía porque la había visto en el ordenador del instituto. No se había atrevido a abrirla desde su portátil; su padre quizá fuera un completo ignorante en lo referente a internet, pero no cabía descartar que encontrara a alguien en el trabajo que lo ayudara a investigar, una vez que estuviera todo hecho…
Aunque Andrew lo hiciera desde aquel local tan anónimo y concurrido, no había forma de evitar que apareciera la fecha de ese día en el mensaje; tampoco podría decir que él no había estado en Yarvil cuando sucedió; pero Simon jamás había entrado en un cibercafé, y quizá ni siquiera sabía de su existencia.
El corazón le latía tan deprisa que le dolía. Rápidamente se desplazó por el foro, donde no parecía haber mucha actividad. Había temas titulados: recogida de residuos-una pregunta, y ¿alcance de zona escolar de los colegios de Crampton y Little Manning? Aproximadamente cada diez entradas había una publicación del administrador, que adjuntaba las actas de la última reunión del concejo parroquial. Había un tema titulado fallecimiento del concejal Barry Fairbrother. Éste había recibido ciento cincuenta y dos visitas y tenía cuarenta y tres comentarios. En la segunda página del foro encontró lo que buscaba: un post del difunto.
Un día, hacía un par de meses, un joven profesor suplente había vigilado la clase de informática de Andrew. Se las daba de enrollado para despertar el interés de los alumnos, pero no debería haber mencionado las inyecciones SQL. Andrew estaba seguro de que él no había sido el único que había ido derecho a casa a investigar qué eran. Sacó el papel en que había anotado el código conseguido en las horas muertas en el instituto, y entró en la página web del concejo. Todo se basaba en la premisa de que la página la había hecho un aficionado hacía mucho tiempo, y que nunca la habían protegido ni de los más sencillos ataques de piratas informáticos.
Con sumo cuidado, utilizando sólo el dedo índice, introdujo la línea de caracteres mágica.
Los leyó dos veces para asegurarse de que todos los acentos estaban donde debían, titubeó un segundo, casi jadeando, y entonces pulsó la tecla enter.
Dio un grito ahogado de júbilo, como un niño pequeño, y tuvo que contener el impulso de gritar o levantar un puño triunfal. Había conseguido penetrar en aquella web de pacotilla al primer intento. En la pantalla aparecieron los datos de usuario de Barry Fairbrother: su nombre, su contraseña y su perfil completo.
Andrew alisó el mágico papel que había guardado en la almohada toda la semana y puso manos a la obra. Teclear aquel párrafo lleno de tachaduras y correcciones iba a ser un proceso más laborioso.
Había buscado un estilo lo más impersonal posible; el tono desapasionado de un cronista de periódico serio:
Simon Price, aspirante a concejal parroquial, piensa poner en marcha un programa para reducir el despilfarro del concejo. Al señor Price no le son desconocidas las medidas para abaratar los costes, y seguramente podrá poner sus numerosos y útiles contactos a disposición del concejo. En el ámbito doméstico, ahorra dinero equipando su casa con artículos robados —el más reciente, un ordenador personal—, y es el contacto para cualquier trabajo de imprenta a precio rebajado que se pueda pagar en negro, de los que se ocupa cuando el director de la imprenta Harcourt-Walsh se marcha a su casa.
Leyó dos veces el mensaje de principio a fin. Ya lo había repasado mentalmente infinidad de veces. Podría haber acusado a Simon de muchas cosas, pero no existía ningún tribunal ante el que Andrew pudiera presentar las verdaderas acusaciones que tenía contra su padre, ni aportar como pruebas sus recuerdos de terror físico y humillaciones rituales. Lo único que tenía eran pequeñas infracciones de la ley de las que lo había oído jactarse, y había escogido esos dos ejemplos concretos —el ordenador robado y los trabajos de imprenta hechos a escondidas fuera del horario laboral— porque ambos se relacionaban directamente con su trabajo. Los empleados de la imprenta sabían que Simon hacía esas cosas, y podían haberlo comentado con cualquiera: sus amigos, sus familiares.
Tenía el estómago encogido, como cuando Simon perdía los estribos de verdad y la emprendía con el primero que se le cruzaba. Ver su traición plasmada en la pantalla, negro sobre blanco, era aterrador.
—¿Qué coño haces? —le susurró Fats al oído.
Aquel individuo apestoso ya se había marchado; Fats se había cambiado de asiento, y estaba leyendo lo escrito por Andrew.
—Hostia puta —dijo Fats.
Andrew tenía la boca seca y la mano quieta sobre el ratón.
—¿Cómo has entrado? —musitó Fats.
—Inyección SQL. Está todo en internet. Tienen una protección de mierda.
Fats se mostró entusiasmado y muy impresionado; Andrew, entre complacido y asustado por la reacción de su amigo.
—Esto tiene que quedar entre…
—¡Déjame escribir uno sobre Cuby!
—¡No!
Andrew apartó el ratón rápidamente para evitar que Fats se lo arrebatara. Aquel horrible acto de deslealtad filial había surgido del primigenio caldo de rabia, frustración y miedo que se removía en su interior desde que tenía uso de razón, pero lo único que se le ocurrió decir para transmitirle eso a Fats fue:
—No lo hago sólo para divertirme.
Leyó el mensaje de cabo a rabo por tercera vez y entonces le añadió un título. Notaba la excitación de Fats a su lado, como si estuvieran viendo otra sesión de porno. El deseo de impresionar un poco más a su amigo se apoderó de Andrew.
—Mira —dijo, y cambió el nombre de usuario de Barry por «El Fantasma de Barry Fairbrother».
Fats soltó una carcajada. A Andrew le temblaban los dedos sobre el ratón. Lo deslizó hacia un lado. Nunca sabría si habría llegado hasta el final si Fats no hubiera estado mirando. Con un solo clic, apareció un nuevo tema en la parte superior del foro del Concejo Parroquial de Pagford: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Fuera, en la acera, se quedaron mirándose, muertos de risa y un poco sobrecogidos por lo que acababa de pasar. Entonces Andrew le pidió las cerillas a Fats, prendió fuego al trozo de papel en que había escrito el borrador del mensaje y vio cómo se desintegraba en frágiles copos negros que descendieron flotando hasta la sucia acera y desaparecieron bajo los pies de los transeúntes.
Andrew dejó Yarvil a las tres y media para asegurarse de llegar a Hilltop House antes de las cinco. Fats fue con él hasta la parada del autobús, pero de pronto, como si acabara de ocurrírsele, le dijo a Andrew que se quedaría un rato más en la ciudad.
Fats había quedado con Krystal en el centro comercial, aunque se habían dado cierto margen con la hora. Mientras iba dando un paseo hacia las tiendas, pensaba en lo que había hecho Andrew en el cibercafé y trataba de desenmarañar sus propias reacciones.
Desde luego, estaba impresionado; es más, se sentía un poco eclipsado. Andrew había planeado concienzudamente aquello, no se lo había contado a nadie y lo había llevado a cabo con eficacia: todo eso era digno de admiración. No obstante, sentía cierto despecho porque Andrew hubiera tramado su plan sin decirle ni una palabra, y eso lo indujo a preguntarse si no debería condenar el carácter clandestino del ataque de Andrew contra su padre. ¿No era un método excesivamente hipócrita y sofisticado? ¿No habría sido más auténtico amenazar abiertamente a Simon o pegarle un puñetazo?
Sí, Simon era un mierda, pero sin duda un mierda auténtico: hacía lo que quería y cuando quería, sin someterse a las restricciones sociales ni a la moral convencional. Fats se preguntó si sus simpatías no deberían estar con Simon, a quien le gustaba distraer con un humor vulgar y grosero limitado a personas que se ponían en ridículo o sufrían accidentes cómicos. Muchas veces, Fats se decía que prefería a Simon, con su temperamento volátil y sus imprevisibles broncas —un contrincante digno, un adversario comprometido—, antes que a Cuby.
Por otra parte, Fats no se había olvidado de la lata de creosota, de la cara y los puños amenazantes de Simon, de aquel gruñido brutal, de la orina caliente resbalándole por las piernas; ni —quizá lo más vergonzoso— de su sincero y desesperado anhelo de que llegara Tessa y se lo llevara a un lugar seguro. Fats todavía no era tan invulnerable como para no mostrarse comprensivo con el deseo de venganza de Andrew.
De modo que volvió al punto de partida: Andrew había hecho algo audaz, ingenioso y de consecuencias potencialmente explosivas. Experimentó otra débil punzada de disgusto por no haber sido él el padre de la idea. Estaba intentando librarse de su dependencia de las palabras, un rasgo adquirido tan burgués, pero era difícil renunciar a un deporte que se le daba muy bien, y mientras caminaba por las relucientes baldosas de la entrada del centro comercial, sin darse cuenta se puso a dar vueltas a frases que destrozarían las presuntuosas aspiraciones de Cuby y lo dejarían desnudo ante un público que se burlaría de él.
Distinguió a Krystal entre un grupo de chicos de los Prados, apiñados alrededor de los bancos de en medio del paseo que discurría entre las tiendas. Nikki, Leanne y Dane Tully estaban entre ellos. Fats no vaciló ni mudó lo más mínimo la expresión, sino que siguió caminando al mismo ritmo, con las manos en los bolsillos, hasta colocarse ante aquella batería de miradas críticas y curiosas que lo examinaron de la cabeza a los pies.
—Qué hay, Fatboy —dijo Leanne.
—Qué hay —respondió Fats.
Leanne le murmuró algo a Nikki, que soltó una carcajada. Krystal, con las mejillas coloradas, mascaba chicle enérgicamente, se apartaba el pelo haciendo danzar sus pendientes y se subía los pantalones de chándal.
—¿Todo bien? —le dijo Fats a ella en particular.
—Bien.
—¿Sabe tu madre que has salido, Fats? —preguntó Nikki.
—Claro, me ha traído ella —dijo él con calma ante un silencio expectante—. Me espera en el coche; dice que puedo echar un polvo rápido antes de que volvamos a casa para cenar.
Todos se echaron a reír excepto Krystal, que gritó «¡Vete a la mierda, bocazas!», aunque parecía complacida.
—¿Fumas tabaco de liar? —preguntó Dane Tully con los ojos fijos en la pechera de Fats. Tenía una gran costra negra en el labio.
—Ajá —contestó Fats.
—Mi tío también —dijo Dane—. Se ha machacado los pulmones. —Se tocó distraído la costra.
—¿Adónde vais a ir? —preguntó Leanne, mirando con los ojos entornados a Fats y luego a Krystal.
—Ni idea —contestó ella, mascando chicle y mirando de reojo a Fats.
Sin aclarar la cuestión, él apuntó con el pulgar hacia la salida del centro comercial.
—Hasta luego —les dijo Krystal en voz alta a los demás.
A modo de despedida, Fats hizo un gesto vago con la mano y echó a andar, y la chica lo siguió y se colocó a su lado. Fats oyó más risas a sus espaldas, pero no le importó. Sabía que se había desenvuelto bien.
—¿Adónde vamos? —preguntó Krystal.
—Ni idea. ¿Tú adónde sueles ir?
Ella se encogió de hombros sin dejar de andar ni de masticar. Salieron del centro comercial y enfilaron la calle principal. Estaban a cierta distancia del parque, adonde ya habían ido una vez en busca de intimidad.
—¿Es verdad que te ha acompañado tu madre? —preguntó Krystal.
—Claro que no, joder. He venido en autobús.
Krystal aceptó la réplica sin rencor y desvió la mirada hacia los escaparates de las tiendas, donde se vio reflejada al lado de Fats. Desgarbado y diferente, era toda una celebridad en el instituto. Incluso Dane lo encontraba gracioso.
«Sólo te utiliza, imbécil —le había espetado Ashlee Mellor hacía tres días, en la esquina de Foley Road—. Porque eres una puta, igual que tu madre.»
Ashlee había formado parte del grupo de Krystal hasta que las dos se pelearon por un chico. Era de todos sabido que Ashlee no estaba bien de la cabeza: propensa a los arrebatos de ira y las lágrimas, cuando aparecía por Winterdown dividía el tiempo entre las clases de refuerzo y las sesiones de orientación. Por si hacían falta más pruebas de su incapacidad para pensar en las consecuencias de sus actos, había desafiado a Krystal en su propio territorio, donde ésta tenía respaldo y ella no. Nikki, Jemma y Leanne habían ayudado a acorralar y sujetar a Ashlee, y Krystal la había golpeado y abofeteado sin piedad, hasta que se manchó los nudillos con la sangre que le brotaba de la boca.
A Krystal no le preocuparon las repercusiones que pudiera tener aquello.
«Son blandos como la mierda y se derriten a la mínima», decía de Ashlee y su familia.
Pero aquellas palabras de Ashlee se habían clavado en un lugar tierno e infectado de la psique de Krystal, y por eso había sido como un bálsamo que al día siguiente Fats la hubiera buscado en el instituto para preguntarle, por primera vez, si quería quedar aquel fin de semana. Ella corrió a contarles a Nikki y Leanne que el sábado había quedado con Fats Wall, y sus miradas de sorpresa la complacieron. Y para colmo, él había aparecido cuando había dicho que aparecería (o menos de una hora más tarde de lo acordado), delante de todos sus amigos, y se había marchado con ella. Como si fueran una pareja.
—¿Y qué? ¿Cómo te va? —le preguntó Fats cuando ya habían recorrido cincuenta metros en silencio y dejado atrás el cibercafé.
Sabía que los convencionalismos exigían mantener en todo momento algún tipo de comunicación, aunque al mismo tiempo se preguntara si encontrarían un sitio discreto antes de llegar al parque, que estaba a media hora a pie. Quería follársela cuando estuvieran los dos colocados: tenía curiosidad por comprobar si había mucha diferencia.
—Esta mañana he ido al hospital a ver a mi bisabuela. Ha tenido un infarto —le contó Krystal.
La abuelita Cath no había intentado hablar esa vez, pero Krystal creía que había reparado en su presencia. Tal como había imaginado, su madre se había negado a ir a visitarla, así que ella se había pasado una hora sentada junto a la cama, sola, hasta que llegó la hora de ir al centro comercial.
Fats sentía curiosidad por las minucias de la vida de Krystal, pero sólo en la medida en que ella era un orificio de entrada a la vida cotidiana de los Prados. Los detalles como visitas al hospital no le interesaban.
—Y me han entrevistado para el periódico —añadió Krystal con incontenible y repentino orgullo.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Fats—. ¿Por qué?
—Para hablar sobre los Prados. Sobre cómo es criarse allí.
(La periodista la había encontrado por fin en casa, y cuando Terri dio su permiso a regañadientes, se la llevó a una cafetería para hablar. Le preguntó una y otra vez si estudiar en el St. Thomas la había ayudado, si le había cambiado la vida en algún sentido. Parecía un poco impaciente y frustrada por las respuestas de Krystal.
—¿Sacabas buenas notas en el colegio? —insistió, y Krystal se mostró evasiva y a la defensiva—. El señor Fairbrother dijo que había ampliado tus horizontes.
Krystal no sabía muy bien qué quería decir eso de los horizontes. Cuando pensaba en el St. Thomas, recordaba cuánto le gustaba el patio con su enorme castaño, del que todos los años llovían unos frutos enormes y brillantes; antes de ir al St. Thomas, ella nunca había visto castañas. Al principio le gustaba el uniforme, era agradable ir vestida igual que los demás. La había emocionado ver el nombre de su bisabuelo en el monumento a los caídos erigido en el centro de la plaza: «soldado Samuel Weedon». Sólo había otro chico del colegio cuyo apellido figurara en aquel monumento, y se trataba del hijo de un granjero, que a los nueve años ya conducía un tractor y un día había llevado un cordero a clase para hacer una presentación. Krystal no había olvidado la sensación que le produjo el tacto de la lana del cordero. Cuando se lo contó a la abuelita Cath, ella comentó que tiempo atrás en su familia también había habido campesinos.
A Krystal le encantaba el río, verde y suntuoso, adonde a veces iban de excursión. Lo mejor eran las competiciones deportivas y los partidos de béisbol inglés. Siempre la elegían la primera para cualquier deporte de equipo, y entonces le encantaba oír el gruñido de decepción de las contrincantes. A veces se acordaba de las maestras especiales que le habían asignado, sobre todo de la señorita Jameson, que era joven y moderna, de larga melena rubia. Siempre había imaginado que Anne-Marie se parecía un poco a la señorita Jameson.
También había retenido pizcas de conocimiento con vívidos detalles. Los volcanes: los provocaban los desplazamientos de placas; en clase habían construido maquetas rellenas de bicarbonato de sosa y detergente, y las habían hecho entrar en erupción sobre unas bandejas de plástico. Eso le había encantado. También sabía algo sobre los vikingos: tenían esos barcos alargados y cascos con cuernos, aunque había olvidado cuándo llegaron a Britania y por qué.
Sin embargo, entre sus recuerdos del St. Thomas también figuraban los comentarios mascullados por las niñas de su clase; a un par de ellas les había pegado. Cuando los servicios sociales la dejaron volver con su madre, el uniforme se le quedó tan corto y apretado y lo llevaba tan sucio que el colegio envió varias cartas, y por su culpa la abuelita Cath y Terri tuvieron una fuerte pelea. Las otras niñas del colegio no la querían en sus grupos, salvo cuando se trataba de formar los equipos de béisbol inglés. Todavía recordaba el día en que Lexie Mollison repartió a todas las alumnas de la clase un sobrecito rosa que contenía una invitación para una fiesta, y cómo pasó por delante de ella mirándola por encima del hombro, o ése era el recuerdo que conservaba.
Solamente un par de niños la habían invitado a sus fiestas. Se preguntaba si Fats y su madre recordarían que una vez había ido a una fiesta de cumpleaños en su casa. Habían invitado a toda la clase, y la abuelita Cath le había comprado un vestido nuevo. Por eso sabía que el vasto jardín trasero de Fats tenía un estanque, un columpio y un manzano. Habían comido gelatina y organizado carreras de sacos. Tessa había regañado a Krystal porque ésta, desesperada por ganar una medalla de plástico, empujaba a los otros niños para apartarlos del camino. Uno de ellos acabó sangrando por la nariz.
—Pero el St. Thomas te gustaba, ¿no? —le preguntó la periodista al final.
—Sí —contestó ella, sabiendo que no había transmitido lo que el señor Fairbrother quería que transmitiera, y lamentó que él no estuviera allí para ayudarla—. Sí, me gustaba.)
—¿Cómo es que querían que les hablaras de los Prados? —preguntó Fats.
—Fue idea del señor Fairbrother.
Tras una pausa de varios minutos, Fats preguntó:
—¿Tú fumas?
—¿Qué, hierba? Sí, a veces he fumado con Dane.
—Pues he traído.
—Se la compras a Skye Kirby, ¿no?
A Fats le pareció detectar un deje de diversión en su voz; porque Skye era la opción más fácil y segura, la persona a la que recurrían los chicos de clase media. Le gustó el tono de burla de Krystal.
—¿Y tú dónde la compras? —preguntó.
—Ni idea, era de Dane.
—¿A Obbo, quizá? —insistió Fats.
—Ese puto mamón…
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
Pero Krystal no tenía palabras para explicar qué pasaba con Obbo; y aunque las hubiera tenido, no habría querido hablar de él. Obbo le ponía los pelos de punta; a veces iba a su casa y se pinchaba con Terri; otras veces se la follaba, y Krystal se lo cruzaba en la escalera, y él le sonreía con sus gafas de culo de botella mientras se abrochaba la sucia bragueta. A menudo, Obbo le ofrecía trabajillos a Terri, como esconder aquellos ordenadores, u ofrecer a desconocidos un sitio donde pernoctar, o prestar servicios cuya naturaleza Krystal desconocía, pero que obligaban a su madre a ausentarse durante horas. Hacía poco había tenido una pesadilla en la que tumbaban a su madre sobre una especie de bastidor, le separaban brazos y piernas y la ataban; Terri era casi toda ella un enorme agujero, una especie de gallina desplumada, gigantesca y desnuda; y en el sueño, Obbo entraba y salía de su cavernoso interior, y toqueteaba cosas allí dentro, mientras la cabecita de Terri ponía cara de miedo y aflicción. Krystal se había despertado mareada, furiosa y asqueada.
—Es un capullo —resumió.
—¿Es un tío alto con la cabeza afeitada y tatuajes por toda la nuca? —preguntó Fats.
Esa semana había vuelto a saltarse clases y se había pasado una hora sentado en lo alto de una tapia, observando. Aquel hombre calvo le había interesado; lo había visto hurgando en la parte trasera de una vieja furgoneta blanca.
—No, ése es Pikey Pritchard —dijo Krystal—, si es que lo viste en Tarpen Road…
—¿A qué se dedica?
—Ni idea. Pregúntale a Dane. Es amigo del hermano de Pikey.
Pero a Krystal le gustaba el interés de Fats; era la primera vez que mostraba tantas ganas de hablar con ella.
—Pikey está en libertad condicional —añadió.
—¿Por qué?
—Atacó a un tío con una botella rota en el Cross Keys.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Y yo qué coño sé. No estaba allí —contestó ella.
Estaba contenta, y eso siempre la hacía ponerse un poco chula. Dejando a un lado su preocupación por la abuelita Cath (quien, al fin y al cabo, seguía viva y por tanto tal vez se recuperara), había tenido un par de semanas bastante buenas: Terri estaba cumpliendo el régimen de Bellchapel, y Krystal se aseguraba de que Robbie fuera a la guardería. Al niño ya casi se le había curado el culito. La asistente social parecía tan satisfecha o más que ninguna de las anteriores. Y ella había asistido al instituto todos los días, aunque no a las sesiones de orientación con Tessa el lunes y el miércoles por la mañana. No sabía por qué. A veces perdía la costumbre de ir.
Volvió a mirar de reojo a Fats. Jamás se le había ocurrido que ese chico pudiera gustarle, al menos no hasta que él le había echado el ojo en la discoteca del salón de actos. A Fats lo conocía todo el mundo, y algunos de sus chistes circulaban como esos gags divertidos que ponían en la tele. (Krystal mentía a todos diciendo que en su casa tenían televisor. Veía suficiente televisión en casa de sus amigas, y en la de la abuelita Cath, para apañárselas. «Sí, vaya mierda de serie», o «Ya lo sé, casi me meo», decía, cuando los otros comentaban los programas que habían visto.) Por su parte, Fats estaba intentando imaginarse qué se sentía cuando te atacaban con una botella rota, cuando el borde irregular de cristal te cortaba la cara. Le parecía notar los nervios seccionados y la punzada del aire en la herida, el calor húmedo al brotar la sangre. Percibió un cosquilleo alrededor de la boca, una especie de exceso de sensibilidad, como si ya tuviera la cicatriz.
—¿Dane todavía lleva una navaja? —preguntó.
—¿Y yo qué sé si lleva una navaja?
—Un día amenazó con ella a Kevin Cooper.
—Ya. Cooper es un capullo, ¿sí o no?
—Sí, tienes razón —confirmó Fats.
—Esa navaja Dane la lleva por los hermanos Riordon.
A Fats le gustaba la naturalidad de Krystal; que aceptara que un chico llevara una navaja porque había una rencilla que probablemente acabaría en violencia. Aquello era la vida real, ésas eran cosas que de verdad importaban… Ese día, antes de que Arf llegara a su casa, Cuby había estado atosigando a Tessa para que le diera su opinión sobre si debía imprimir su folleto electoral en papel amarillo o blanco…
—¿Y ahí? —propuso Fats al cabo de un rato.
A su derecha había un largo muro de piedra; la cancela, abierta, dejaba entrever piedras y vegetación.
—Sí, vale —dijo Krystal.
Ya había estado una vez en el cementerio, con Nikki y Leanne; se habían sentado encima de una tumba a beber un par de latas de cerveza, un poco cohibidas por lo que estaban haciendo, hasta que una mujer les gritó y las insultó. Al marcharse de allí, Leanne le había lanzado una lata vacía.
Cuando enfilaron el ancho paseo asfaltado entre las tumbas, a Fats le pareció un sitio arriesgado, estarían demasiado expuestos: el terreno era verde y llano, y las lápidas no ofrecían prácticamente ningún cobijo. Entonces divisó unos setos de agracejo junto al muro del fondo. Atajó por el camino más corto y Krystal lo siguió con las manos en los bolsillos. Avanzaron entre lechos de gravilla rectangulares y lápidas resquebrajadas e ilegibles. Era un cementerio grande, extenso y bien cuidado. Poco a poco llegaron a donde estaban las tumbas más recientes, de mármol negro muy pulido y letras doradas, donde se veían flores frescas para los difuntos.
—Sí, ahí detrás estaremos bien —dijo Fats observando el oscuro hueco entre los espinosos arbustos de flores amarillas y la tapia del cementerio.
Se internaron a gatas en el húmedo y oscuro recoveco de tierra y se sentaron con la espalda contra la fría tapia. Entre las ramas de los arbustos veían las pulcras hileras de lápidas, pero a nadie entre ellas. Confiando en impresionar a Krystal, Fats lió un canuto con dedos expertos.
Pero Krystal tenía la mirada perdida bajo la bóveda de hojas brillantes y oscuras y pensaba en Anne-Marie, que el jueves había ido a visitar a la abuelita Cath (se lo había contado su tía Cheryl). Si ella se hubiera saltado las clases y también hubiera ido ese día, por fin la habría conocido. Había imaginado muchas veces ese primer encuentro y cómo le diría: «Soy tu hermana.» En esas fantasías, Anne-Marie siempre se alegraba muchísimo, y a partir de entonces se veían a todas horas y Anne-Marie acababa proponiéndole que se fuera a vivir con ella. La Anne-Marie imaginaria tenía una casa como la de la abuelita Cath, limpia y ordenada, sólo que mucho más moderna. Últimamente, Krystal añadía un precioso bebé sonrosado en una cuna con volantes.
—Toma —dijo Fats pasándole el porro.
Krystal dio una calada y retuvo el humo en los pulmones unos segundos; su expresión se tornó soñadora cuando el hachís empezó a obrar su magia y relajó sus facciones.
—Tú no tienes hermanos, ¿no?
—No —respondió Fats palpándose el bolsillo para comprobar que llevaba los condones.
Krystal empezó a notar una agradable sensación de mareo y le devolvió el canuto. Él dio una larga calada y exhaló anillos de humo.
—Soy adoptado —reveló al cabo de un rato.
Krystal lo miró con ojos como platos.
—¿Adoptado? ¿Lo dices en serio?
Con los sentidos embotados, las confidencias brotaban casi solas; todo se volvía más fácil.
—A mi hermana también la adoptaron —dijo Krystal, maravillada ante la coincidencia y contentísima de hablar de Anne-Marie.
—Sí, probablemente vengo de una familia como la tuya.
Pero ella no le hizo caso; tenía ganas de hablar.
—Tengo una hermana mayor y un hermano mayor, Liam, pero se los llevaron antes de que yo naciera.
—¿Por qué?
De pronto, Fats le prestaba toda su atención.
—Mi madre estaba entonces con Ritchie Adams —continuó. Dio una buena calada al porro y exhaló el humo en una larga y fina bocanada—. Es un psicópata. Le ha caído la perpetua. Se cargó a un tío. Se ponía muy violento con mamá y los niños, y entonces vinieron John y Sue y se los llevaron. Los sociales se metieron en medio, y al final John y Sue se los quedaron.
Dio otra calada y se puso a pensar en aquella época anterior a su nacimiento, plagada de sangre, rabia y oscuridad. Había oído algunas historias acerca de Ritchie Adams, sobre todo a través de la tía Cheryl. Ritchie apagaba las colillas en los bracitos de Anne-Marie cuando ésta sólo tenía un año, y le daba patadas en las costillas. Le había partido la cara a Terri, y el pómulo izquierdo le había quedado más hundido que el derecho. La adicción de Terri había alcanzado cotas catastróficas. La tía Cheryl se refirió con toda normalidad a la decisión de quitarles los dos críos a aquellos padres que los desatendían y maltrataban.
—Estaba cantado —había dicho.
John y Sue eran unos parientes lejanos que no tenían hijos. Krystal nunca había sabido dónde o cómo encajaban en su complejo árbol genealógico, o cómo habían llevado a cabo lo que, según la versión de Terri, era un vulgar secuestro. Tras mucho batallar con las autoridades, les habían permitido adoptar a los niños. Terri, que siguió con Ritchie hasta que lo detuvieron, no volvió a ver a Anne-Marie o Liam, por motivos que Krystal no acababa de comprender; la historia en sí estaba repleta de odio, comentarios y amenazas imperdonables, mandatos judiciales y montones de asistentes sociales.
—¿Y quién es tu padre? —quiso saber Fats.
—Banger. —Hizo un esfuerzo por recordar su verdadero nombre—. Barry —murmuró, aunque tuvo la sensación de que no era ése—. Barry Coates. Pero yo llevo el apellido de mi madre, Weedon.
A través del humo dulce y denso, flotó hasta ella el recuerdo de aquel joven muerto por sobredosis en la bañera de Terri. Le pasó el canuto a Fats y apoyó la cabeza contra la tapia, alzando la vista hacia la franja de cielo moteada de hojas oscuras.
Fats pensaba en Ritchie Adams, que había matado a un hombre, y se planteó la posibilidad de que su propio padre biológico estuviera también en alguna cárcel; lleno de tatuajes, como Pikey, flaco y musculoso. Comparó mentalmente a Cuby con aquel hombre fuerte, duro y auténtico. Sabía que era un bebé cuando lo habían separado de su madre biológica, porque había fotografías de Tessa con él en brazos, frágil como un pajarito y con un gorrito de lana blanca en la cabeza. Había sido prematuro. Tessa le había contado algunas cosas, aunque él nunca le hacía preguntas. Su madre era muy joven cuando lo tuvo, eso sí lo sabía. Quizá fuera como Krystal, la fácil de la escuela…
Ya llevaba un buen colocón. Asió a Krystal de la nuca, la atrajo hacia sí y la besó, con lengua. Tanteó con la otra mano para tocarle los pechos. Se notaba la cabeza embotada y los miembros pesados; hasta su sentido del tacto parecía afectado. Le costó un poco meterle la mano bajo la camiseta, y luego bajo el sujetador. La boca de Krystal estaba caliente y sabía a tabaco y hachís; tenía los labios secos y agrietados. La droga mitigaba levemente la excitación de Fats; parecía recibir cualquier información sensorial a través de un manto invisible. Tardó más rato que la otra vez en quitarle la ropa, y le costó ponerse el condón, porque tenía los dedos torpes y entumecidos; entonces apoyó sin querer el codo, con todo su peso, en la parte blanda del brazo de Krystal, que chilló de dolor.
Estaba más seca que la otra vez. Fats la penetró con brusquedad, decidido a conseguir lo que había ido a buscar. El tiempo discurría despacio, como si se hubiera vuelto viscoso, pero Fats oía su propia respiración agitada, y eso lo puso nervioso, porque imaginó que había alguien más agazapado en el oscuro recoveco con ellos dos, alguien que los observaba, jadeándole en la oreja. Krystal soltó un débil gemido. Con la cabeza hacia atrás, su nariz parecía muy ancha, como un hocico. Él le subió la camiseta para verle los pechos, pálidos y tersos, que se estremecían un poco bajo el sujetador desabrochado. Fats se corrió de repente y sin previo aviso, y le pareció que su gruñido de satisfacción surgía del mirón agazapado.
Se dejó caer sobre un costado, separándose de Krystal; se quitó el condón y lo arrojó a un lado, y luego se subió la cremallera. Le entró miedo y miró alrededor para comprobar que no había nadie por allí. Ella se subió las bragas con una mano y se bajó la camiseta con la otra; después se llevó ambas a la espalda para abrocharse el sujetador.
Mientras estaban detrás de los arbustos, varias nubes habían oscurecido el cielo. Fats tenía mucha hambre y notaba un zumbido distante en los oídos; su cerebro funcionaba despacio, pero sus oídos parecían hipersensibles. No conseguía sobreponerse al temor de que los hubieran visto, quizá desde lo alto de la tapia. Quería irse de allí.
—Vamos —murmuró, y, sin esperar a Krystal, gateó entre los arbustos y se incorporó, sacudiéndose la ropa.
A unos cien metros divisó a una pareja de ancianos, agachados ante una tumba. Quería alejarse de inmediato de espectrales miradas que pudiesen haberlo visto follar con Krystal Weedon; pero, al mismo tiempo, el proceso de ir a la parada y subirse al autobús de Pagford le parecía insoportablemente arduo. Ojalá pudiera ser simplemente transportado, en aquel mismo instante, a su habitación de la buhardilla.
Krystal salió tras él, tambaleante. Se tironeaba del borde de la camiseta y miraba fijamente un punto en la hierba.
—Joder —murmuró.
—¿Qué pasa? Anda, vámonos ya.
—Es el señor Fairbrother —dijo ella sin moverse.
—¿Qué?
Krystal señaló el túmulo que tenían delante. Aún no habían colocado la lápida, pero estaba rodeado de flores frescas.
—Mira, ¿lo ves? —Se agachó para señalarle las tarjetas grapadas al celofán—. Ahí pone Fairbrother. —Reconocía fácilmente ese nombre por todas las cartas que habían llegado a casa del colegio, en las que Barry pedía autorización a su madre para las salidas en el minibús—. «Para Barry» —leyó, pronunciando muy despacio—. Y ésta es «Para papá», de… —Los nombres de Niamh y Siobhan la superaron.
—¿Y qué? —dijo Fats.
Pero lo cierto era que aquello le había puesto los pelos de punta. Aquel ataúd de mimbre estaba allí mismo, a unos palmos por debajo de ellos, y en su interior, el cuerpo achaparrado y la cara risueña del mejor amigo de Cuby, al que tanto había visto en casa, se pudría lentamente. «El Fantasma de Barry Fairbrother…» Fats lo encontró perturbador. Era una especie de castigo.
—Vamos —insistió, pero Krystal no se movió—. ¿Qué te pasa?
—Yo remaba para él, ¿vale? —soltó.
—Ya, ya.
Fats dio unos pasos nerviosos hacia atrás, como un caballo asustado.
Krystal miraba fijamente el túmulo, abrazándose a sí misma. Se sentía vacía, triste y sucia. Ojalá no hubieran hecho aquello allí, tan cerca del señor Fairbrother. Tenía frío. Fats llevaba chaqueta, pero ella no.
—Anda, vamos —insistió él.
Ella lo siguió y salieron del cementerio sin dirigirse la palabra. Krystal iba pensando en Fairbrother. Siempre la llamaba «Krys». A ella le gustaba, porque nadie la había llamado nunca así. Se reía mucho con él. Tuvo ganas de llorar.
Fats pensaba en cómo convertir aquel episodio en una historia divertida para contársela a Andrew. Estar colocado, tirarse a Krystal, la paranoia del mirón, salir del escondite para encontrarse prácticamente encima de la tumba del viejo Barry Fairbrother… Pero de momento no le veía mucha gracia. De momento.