QUINTA PARTE

Privilegios

7.32 La persona que ha realizado una afirmación difamatoria tiene derecho a reclamar su privilegio siempre y cuando demuestre que la hizo sin malicia y en el cumplimiento de un deber público.

Charles Arnold-Baker

La administración local, 7.ª edición

I

Terri Weedon estaba acostumbrada a que la dejaran. El primer gran abandono había sido el de su madre, que, sin siquiera despedirse, un buen día se fue con una maleta mientras ella estaba en el colegio.

Terri se fugó a los catorce años, y pasó por las manos de diversos asistentes sociales y funcionarios de Protección de Menores; algunos eran buenas personas, pero todos se marchaban una vez finalizada su jornada laboral. Cada nueva partida añadía una fina capa a la costra que iba envolviendo el corazón de Terri.

Tenía amigos que estaban bajo tutela, pero a los dieciséis años todos se las arreglaban ya por su cuenta, y la vida los había ido desperdigando. Conoció a Ritchie Adams y tuvo dos hijos con él, unas cositas rosadas, puras y hermosas como nada en el mundo, salidas de sus entrañas; y en el hospital, las dos veces, durante unas horas magníficas, se había sentido renacer.

Y entonces se llevaron a sus hijos, y jamás volvió a verlos.

Banger la había abandonado. La abuelita Cath la había abandonado. Casi todos se iban, muy pocos se quedaban. Ya debería estar acostumbrada.

El día que volvió Mattie, su asistente social de siempre, Terri le preguntó:

—¿Dónde está la otra?

—¿Kay? Sólo cubría mi baja por enfermedad. Bueno, ¿dónde tenemos a Liam? Perdón. Es Robbie, ¿no?

A Terri no le caía bien Mattie. Para empezar, no tenía hijos, así que ¿cómo podía alguien que no tenía hijos decirte cómo criar a los tuyos? ¿Cómo iba a entenderlo? Y tampoco era que Kay le cayera bien, pero le suscitaba un sentimiento extraño, el mismo que en su momento le había suscitado la abuelita Cath antes de que la llamara «zorra» y le dijera que no quería volver a verla. Con Kay, aunque llevara carpetas como las demás, y aunque hubiera iniciado la revisión del caso, sentía que quería que las cosas salieran bien porque le importaba ella, no sólo los formularios. Sí, daba esa impresión. Pero se había ido, «y seguro que ya ni se acuerda de nosotros», pensó resentida.

El viernes por la tarde, Mattie le dijo que era casi seguro que cerrarían Bellchapel.

—Es una decisión política —explicó enérgicamente—. Quieren ahorrar dinero, pero el Ayuntamiento de Yarvil no es partidario de los tratamientos con metadona. Además, Pagford quiere que se marchen del edificio. Ha salido en el periódico local, no sé si lo habrás visto.

A veces le hablaba así, con un tono desenfadado de «a fin de cuentas estamos en el mismo barco» que chirriaba, porque iba acompañado de preguntas como si se había acordado de darle de comer a su hijo. Pero esa vez fue lo que dijo, más que cómo lo dijo, lo que molestó a Terri.

—¿Que la van a cerrar? —preguntó.

—Eso parece —contestó Mattie como si nada—, pero a ti eso no te afectará mucho. Bueno, es evidente que…

Terri había empezado tres veces el programa de Bellchapel. El polvoriento interior de la iglesia transformada en clínica, con sus mamparas divisorias, sus folletos informativos y su lavabo con luces fluorescentes azules (para que no pudieran encontrarse las venas e inyectarse), se había convertido en un sitio familiar, casi agradable. Últimamente notaba que los empleados de la clínica se dirigían a ella de otra manera. Al principio todos daban por hecho que volvería a fracasar, pero habían empezado a hablarle como le hablaba Kay: como si supieran que dentro de aquel pellejo quemado y plagado de cicatrices vivía una persona de verdad.

—… es evidente que te afectará, pero la metadona puede suministrártela tu médico de cabecera. —Hojeó la abultada carpeta que contenía el historial de Terri—. Te corresponde la doctora Jawanda, del consultorio de Pagford, ¿verdad? Pagford… ¿Por qué vas al consultorio tan lejos?

—Porque le pegué a una enfermera de Cantermill —contestó Terri casi sin pensar.

Cuando Mattie se fue, Terri permaneció un buen rato sentada en la sucia silla de la sala de estar, mordiéndose las uñas hasta que le sangraron.

Nada más llegar Krystal a casa, después de recoger a Robbie en la guardería, Terri le contó que iban a cerrar Bellchapel.

—Todavía no lo han decidido —precisó su hija con autoridad.

—¿Cómo coño lo sabes? La van a cerrar, y ahora dicen que tendré que ir a Pagford a ver a esa zorra que mató a la abuelita Cath. Pues va a ir su puta madre.

—Tienes que ir.

Krystal llevaba días así: mangoneando a su madre, comportándose como si ella fuera la adulta.

—¡No tengo que hacer una puta mierda! —repuso Terri con furia—. Puta descarada —añadió, por si no había quedado claro.

—Si vuelves a chutarte —le advirtió Krystal con la cara encendida—, se llevarán a Robbie.

El niño, que todavía sujetaba la mano de su hermana, rompió a llorar.

—¡¿Lo ves?! —se chillaron ambas a la vez.

—¡Le vas a joder la vida! —gritó Krystal—. ¡Y además, esa doctora no le hizo nada a la abuelita Cath! ¡Sólo son mentiras que se inventan Cheryl y los demás!

—¡Mírala, la sabelotodo! —chilló Terri—. ¡No tienes ni puta idea de…!

Krystal le escupió.

—¡Largo de aquí! —gritó Terri, y como su hija era más alta y más fuerte que ella, cogió un zapato del suelo y la amenazó con él—. ¡Vete!

—¡Sí, me voy! ¡Y me llevo a Robbie! ¡Y tú puedes quedarte aquí y follarte a Obbo y tener otro hijo!

Antes de que su madre pudiera impedírselo, Krystal arrastró a Robbie, que lloraba, y salió de la casa.

Se llevó a su hermano a su refugio de siempre, pero no cayó en la cuenta de que a esa hora de la tarde Nikki no estaría en casa, sino dando una vuelta por ahí. La madre de Nikki le abrió la puerta vestida con su uniforme de Asda.

—El niño no puede quedarse —le dijo a Krystal, tajante, mientras Robbie gimoteaba e intentaba soltarse de la mano de ésta—. ¿Dónde está tu madre?

—En casa —contestó ella, y todo lo otro que quería decir se evaporó bajo la severa mirada de aquella mujer.

Así que no tuvo más remedio que volver a Foley Road con Robbie. Terri abrió la puerta y, con rencor triunfal, agarró a su hijo por el brazo, lo metió dentro y le cerró el paso a Krystal.

—Ya lo has tenido bastante, ¿no? —se burló por encima de los llantos de Robbie—. Ahora vete a la mierda.

Y cerró de un portazo.

Esa noche Terri acostó a Robbie a su lado en su colchón. Allí tumbada, despierta, pensó en lo poco que le hacía falta Krystal, aunque la necesitaba tanto como a la heroína.

Su hija llevaba días enfadada. Aquello que había dicho sobre Obbo…

(«¿Que te ha dicho qué?», se había reído él, incrédulo, cuando se encontraron en la calle y Terri le dijo, entre dientes, que Krystal estaba disgustada.)

… no podía ser. Él jamás haría eso.

Obbo era de las pocas personas que no la habían dejado en la estacada. Terri lo conocía desde los quince años. Habían ido juntos al colegio, salían por Yarvil cuando ella estaba bajo tutela, bebían sidra juntos bajo los árboles del sendero que atravesaba los últimos restos de tierras de cultivo lindantes con los Prados. Habían fumado juntos su primer porro.

A Krystal nunca le había caído bien. «Son celos», pensó Terri mientras observaba a Robbie, dormido, a la luz de la farola que atravesaba las finas cortinas. «Sólo son celos. Él me ha ayudado más que nadie», se reafirmó, desafiante, porque cuando hacía recuento de los actos de generosidad descontaba los abandonos. Del mismo modo, todas las atenciones de la abuelita Cath habían sido fulminadas por su rechazo.

En cambio, Obbo la había escondido de Ritchie, el padre de sus dos primeros hijos, cuando ella había huido de la casa, descalza y ensangrentada. A veces le regalaba heroína, gestos que ella también consideraba de generosidad. Los refugios de Obbo eran más fiables que la casita de Hope Street que, durante tres días magníficos, ella había creído que era su hogar.

Krystal no volvió el sábado por la mañana, pero eso no era ninguna novedad; Terri sabía que debía de estar en casa de Nikki. Rabiosa porque se estaba acabando la comida, ya no le quedaba ni un cigarrillo y Robbie lloriqueaba preguntando por su hermana, fue a la habitación de su hija y se puso a revolver entre su ropa en busca de dinero o algún cigarrillo suelto. Al lanzar el viejo y arrugado uniforme de remo de Krystal, algo hizo ruido y Terri vio el pequeño joyero de plástico, volcado, con la medalla de remo ganada por su hija y, debajo, el reloj de Tessa Wall.

Cogió el reloj y se quedó mirándolo. Era la primera vez que lo veía. Se preguntó de dónde lo habría sacado Krystal. Lo primero que pensó fue que lo había robado, pero entonces pensó que tal vez se lo había regalado la abuelita Cath, incluso que quizá se lo hubiera dejado en su testamento. Ese pensamiento era más perturbador que la idea del robo. Pensar que su hija lo atesoraba y lo tenía escondido, que no se lo había mencionado…

Se guardó el reloj en el bolsillo de los pantalones de chándal y llamó a gritos a Robbie para que la acompañara a comprar. El niño tardó una eternidad en ponerse los zapatos, y Terri perdió la paciencia y le dio un cachete. Habría preferido ir a comprar sola, pero a las asistentes sociales no les gustaba que se dejara a los hijos en casa, aunque sin ellos se pudieran hacer mejor las cosas.

—¿Dónde está Krystal? —lloriqueó Robbie mientras su madre se lo llevaba de malos modos por la puerta—. ¡Quiero Krystal!

—No sé dónde está esa zorra —le espetó Terri, arrastrándolo calle abajo.

Obbo estaba en la esquina, junto al supermercado, hablando con dos hombres. Al verla la saludó con la mano, y sus acompañantes se alejaron.

—¿Qué hay, Ter?

—Bastante bien —mintió ella—. Suéltame, Robbie.

El niño se le aferraba a una pierna.

—Oye —dijo Obbo—, ¿podrías guardarme unas cosas unos días?

—¿Qué cosas? —preguntó Terri, arrancando los dedos de Robbie de su delgada pierna y cogiéndolo de la mano.

—Un par de bolsas de mierda. Me harías un gran favor, Ter.

—¿Cuántos días?

—No sé, no muchos. Te las llevo esta noche, ¿vale?

Terri pensó en Krystal, y en qué diría si se enteraba.

—Sí, vale —concedió.

Entonces se acordó de otra cosa y se sacó el reloj de Tessa del bolsillo.

—Voy a vender esto. ¿Cuánto crees que me darán?

—No está mal —dijo Obbo sopesándolo—. Yo puedo darte veinte. ¿Te las llevo esta noche?

Terri había calculado que el reloj valía más, pero no quiso llevarle la contraria.

—Sí, vale.

Siguió hacia la entrada del supermercado, con Robbie de la mano, pero de pronto se dio la vuelta.

—Pero no me chuto —dijo—. No me traigas…

—¿Sigues tomando el jarabe ese? —dijo él sonriendo y mirándola a través de sus gruesas gafas—. Ya sabes que van a cerrar Bellchapel, ¿no? Lo dice el periódico.

—Sí —repuso ella, abatida, y tiró de Robbie hacia el supermercado—. Ya lo sé.

«No pienso ir a Pagford —pensó mientras cogía unas galletas de un estante—. Ni hablar.»

Se había hecho casi inmune a las críticas y evaluaciones constantes, a las miradas de soslayo de los transeúntes, al desprecio de los vecinos; pero no pensaba ir a aquel pueblecito pretencioso a que le dieran una ración doble de todo aquello; no pensaba viajar en el tiempo una vez por semana hasta el sitio donde la abuelita Cath le había dicho que se la quedaría para luego abandonarla. Tendría que pasar por delante de aquella bonita escuela que le había enviado unas cartas horribles sobre Krystal, diciendo que iba sucia, que la ropa le venía pequeña y su comportamiento era inaceptable. Temía que salieran de Hope Street esos parientes a los que ya había olvidado, y que ahora se peleaban por la casa de la abuelita Cath, y lo que diría Cheryl si se enteraba de que Terri se relacionaba voluntariamente con la paqui de mierda que había matado a la abuelita. Otro hito en su lista de afrentas a la familia que la odiaba.

—No van a conseguir que vaya a ese pueblo de mierda —masculló, tirando de Robbie hacia la caja.

II

—Agárrate. Mamá está a punto de colgar los resultados en la página web —anunció jocosamente Howard Mollison el sábado a mediodía—. ¿Quieres esperar a que sean públicos, o te los digo ahora?

Instintivamente, Miles le dio la espalda a Samantha, que estaba sentada frente a él en la isla de la cocina. Tomaban un último café antes de que madre e hija se marcharan a la estación para coger el tren a Londres. Se pegó bien el auricular a la oreja y dijo:

—A ver, dime.

—Has ganado. Cómodamente. Has conseguido casi el doble de votos que Wall.

Miles miró hacia la puerta de la cocina y sonrió.

—Vale —dijo tan inexpresivamente como pudo—. Me alegro.

—Espera. Mamá quiere decirte algo.

—Felicidades, querido —lo felicitó Shirley con regocijo—. Es una noticia absolutamente maravillosa. Sabía que lo conseguirías.

—Gracias, mamá.

Esas dos palabras fueron suficientes para Samantha, pero había decidido no mostrarse sarcástica ni desdeñosa. Tenía su camiseta del grupo musical en la maleta; había ido a la peluquería y se había comprado unos zapatos de tacón. Sólo deseaba irse de una vez.

—Concejal Mollison, ¿eh? —dijo cuando Miles colgó el teléfono.

—Pues sí —repuso él con cierta cautela.

—Felicidades. Así, lo de esta noche será una celebración por todo lo alto. Qué pena perdérmela —mintió, inspirada por la emoción de su inminente escapada.

Conmovido, Miles se inclinó hacia ella y le dio un apretón en la mano.

Libby apareció en la cocina hecha un mar de lágrimas y sosteniendo el móvil.

—¿Qué pasa? —preguntó Samantha, asustada.

—¿Puedes llamar a la mamá de Harriet? ¡Por favor!

—¿Por qué?

—¡Por favor!

—Pero ¿por qué, Libby?

—Pues porque quiere hablar contigo. —Se frotó los ojos y la nariz con el dorso de la mano—. Harriet y yo hemos discutido. ¿Puedes llamarla, por favor?

Samantha se llevó el teléfono a la sala. Sólo tenía una vaga idea de quién era esa mujer. Desde que las niñas iban al internado, apenas tenía contacto con los padres de sus amigas.

—Lamento muchísimo todo esto —dijo la madre de Harriet—. Le he dicho a Harriet que hablaría con usted, pues quiero convencerla de que no se trata de que Libby no quiera que ella vaya… Ya sabe lo buenas amigas que son, y no soporto verlas así…

Samantha miró la hora. Tenían que salir al cabo de diez minutos a más tardar.

—A Harriet se le ha metido en la cabeza que a Libby le sobra una entrada, pero que no quiere que vaya con ella. Ya le he dicho que eso no es verdad, que esa entrada es para usted porque no quiere que Libby vaya sola, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Samantha—. Sola no puede ir.

—Lo sabía —dijo la otra mujer con un extraño deje de triunfo—. Y le aseguro que entiendo su actitud protectora. Ni siquiera se me ocurriría proponerle esto si no creyera que iba a ahorrarle muchas molestias. Pero es que las niñas son tan buenas amigas, y Harriet está como loca con ese grupo, y creo, por lo que acaba de decirle Libby a Harriet por teléfono, que Libby se muere de ganas de que mi hija vaya también. Entiendo perfectamente que usted quiera vigilar a su hija, pero el caso es que mi hermana va a llevar a sus dos hijas al concierto, de modo que habría un adulto con ellas. Yo podría llevar a Libby y Harriet en coche esta tarde, nos encontraríamos con las demás fuera del estadio y luego todas podríamos pasar la noche en casa de mi hermana. Le aseguro que o mi hermana o yo estaremos con Libby en todo momento.

—Pues… se lo agradezco mucho. Pero mi amiga nos espera… —dijo Samantha con un extraño zumbido en los oídos.

—No se preocupe. Si usted quiere visitar a su amiga de todas formas… Lo único que digo es que no hay necesidad de que usted vaya al concierto, ¿no?, ya que habrá otro adulto con las niñas. Y Harriet está desesperada, absolutamente desesperada. Yo no pensaba inmiscuirme, pero creo que esto puede afectar a la amistad entre las niñas… —Y con un tono menos efusivo, añadió—: Le pagaríamos la entrada, por supuesto.

No había escapatoria, no había dónde esconderse.

—Ya —dijo Samantha—. Claro. Es que a mí me apetecía ir con ella…

—Ellas prefieren ir solas —decidió la madre de Harriet con vehemencia—. Así usted no tendrá que agacharse para esconderse en medio de tanto quinceañero, ¡ja, ja! A mi hermana no le importa, la pobre no llega al metro sesenta de estatura.

III

Para gran desilusión de Gavin, todo parecía indicar que al final tendría que asistir a la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison. Si Mary, clienta del bufete y viuda de su mejor amigo, le hubiera pedido que se quedara a cenar, habría considerado más que justificado escaquearse, pero ella no se lo había pedido. Habían ido a visitarla unos parientes, y cuando Gavin se presentó en su casa, le pareció que se agobiaba un poco.

«No quiere que lo sepan», se dijo, mientras ella lo acompañaba hasta la puerta, y atribuyó esa actitud a su timidez.

Así que volvió a The Smithy; por el camino iba recordando su conversación con Kay.

—Creía que era tu mejor amigo. ¡Sólo hace unas semanas que murió!

—Sí, y yo me he ocupado de ella —replicaba él—, porque eso es lo que él habría querido. Ninguno de los dos esperaba que pasara esto. Pero Barry está muerto. Ahora ya no puede dolerle.

A solas en The Smithy, buscó un traje limpio para ir a la fiesta, porque en la invitación se especificaba «traje oscuro», y trató de imaginarse cómo disfrutarían los corrillos de Pagford con el cotilleo de su relación con Mary.

«¿Y qué? —pensó, asombrado de su propia valentía—. ¿Acaso tiene que pasar sola el resto de su vida? Estas cosas ocurren. Lo único que he hecho ha sido cuidarla.»

Y pese a su reticencia a asistir a una fiesta que sin duda resultaría aburrida y agotadora, sintió que una pequeña burbuja de emoción y felicidad le levantaba el ánimo.

En Hilltop House, Andrew Price se arreglaba el pelo con el secador de su madre. Nunca había tenido tantas ganas de ir a una discoteca o una fiesta como de ir a la recepción de esa noche. Howard los había contratado a los tres para servir la comida y las bebidas en el centro parroquial, y a él le había alquilado un uniforme para la ocasión: camisa blanca, pantalones negros y pajarita. Trabajaría al lado de Gaia, y no como chico de almacén, sino como camarero.

Pero su nerviosismo no se debía sólo a eso. Gaia había cortado con el legendario Marco de Luca. Esa tarde, Andrew la había encontrado llorando en el patio trasero de La Tetera de Cobre cuando había salido a fumar un cigarrillo.

—Él se lo pierde —le había dicho, tratando de disimular el júbilo que sentía.

Y ella, sorbiendo por la nariz, había respondido:

—Gracias, Andy.

—Menudo mariquita estás hecho —le dijo Simon cuando Andrew apagó por fin el secador.

Llevaba unos minutos en el rellano, a oscuras, esperando para decir aquello, observando por la rendija de la puerta entreabierta cómo su hijo se acicalaba ante el espejo.

Andrew se sobresaltó y luego rió. Su buen humor desconcertó a Simon.

—Vaya pinta —insistió al salir Andrew del cuarto de baño con la camisa y la pajarita—. Con ese lacito pareces un gilipollas integral.

«Y tú estás en el paro gracias a mí, mamón.»

Los sentimientos de Andrew respecto a lo que le había hecho a su padre cambiaban según el momento. A veces lo abrumaba un sentimiento de culpa que lo contaminaba todo, pero luego desaparecía y se regodeaba con su triunfo. Esa noche, su secreta satisfacción avivaba la emoción que ardía bajo su fina camisa blanca y aportaba un hormigueo adicional a la piel de gallina provocada por el frío que lo azotó al bajar por la colina en la bicicleta de Simon. Se sentía ilusionado, lleno de esperanza. Gaia estaba libre y vulnerable. Y su padre vivía en Reading.

Cuando llegó con la bicicleta ante la puerta del centro parroquial, Shirley Mollison, con su vestido de cóctel, estaba atando a la verja unos enormes globos de helio con forma de cincos y seises.

—Hola, Andrew —saludó emocionada—. Aparta la bicicleta de la entrada, por favor.

Andrew la llevó hasta la esquina y pasó junto a un flamante BMW verde descapotable aparcado a pocos metros. Al volver hacia la entrada del local, rodeó el coche y se fijó en sus lujosos acabados interiores.

—¡Y aquí tenemos a Andy!

Por lo visto, el buen humor y la expectación de su jefe igualaban a los suyos. Howard iba hacia él enfundado en un enorme esmoquin de terciopelo; parecía un prestidigitador. Sólo había otras cinco o seis personas más, pues todavía faltaban veinte minutos para que empezara la fiesta. Por todas partes se veían globos azules, blancos y dorados, y en una gran mesa de caballetes habían distribuido bandejas tapadas con servilletas; al fondo de la sala, un disc-jockey de mediana edad preparaba su equipo.

—¿Puedes ir a ayudar a Maureen, Andy, por favor?

Maureen, iluminada desde arriba por una lámpara de techo, ponía vasos en un extremo de la larga mesa.

—Pero ¡qué guapo estás! —exclamó con voz ronca, al acercarse Andrew.

Llevaba un vestidito brillante de tejido elástico que marcaba cada contorno de su huesudo cuerpo, del que colgaban inesperados michelines, realzados por la despiadada prenda. Se oyó un débil «hola» de misteriosa procedencia: era Gaia, que estaba en cuclillas junto a una caja llena de platos.

—Saca los vasos de las cajas, Andy —dijo Maureen—, y ponlos aquí arriba, donde vamos a montar el bar.

El chico obedeció. Mientras abría la caja, se le acercó una mujer desconocida con varias botellas de champán.

—Esto habría que ponerlo en la nevera, si hay.

Tenía la nariz recta, los grandes ojos azules y el cabello rubio y rizado de Howard, pero así como las facciones de éste eran femeninas, suavizadas por su gordura, su hija —porque tenía que ser su hija—, sin ser guapa, resultaba muy atractiva, con sus pobladas cejas, grandes ojos y un hoyuelo en la barbilla. Llevaba pantalones y camisa de seda con el cuello desabrochado. Dejó las botellas en la mesa y se dio la vuelta. Su porte, y tal vez su ropa, convencieron a Andrew de que era la propietaria del BMW aparcado fuera.

—Es Patricia —le dijo Gaia al oído, y a él otra vez se le puso piel de gallina, como si ella transmitiera electricidad—. La hija de Howard.

—Ya me lo ha parecido —repuso, pero le interesó mucho más ver que Gaia desenroscaba el tapón de una botella de vodka y se servía un poco en un vaso.

Bajo la atenta mirada de Andrew, se lo bebió de un trago y se estremeció ligeramente. Acababa de tapar la botella cuando Maureen pasó cerca de ellos con una cubitera.

—Menudo zorrón —comentó Gaia mirándola alejarse, y él percibió el olor a vodka de su aliento—. Mira qué pinta.

Andrew rió, pero al darse la vuelta paró en seco, porque Shirley estaba justo a su espalda, con su sonrisa felina.

—¿Y la señorita Jawanda? ¿Todavía no ha llegado? —preguntó.

—Está en camino. Acaba de mandarme un mensaje —contestó Gaia.

Pero a Shirley no le importaba mucho dónde pudiera estar Sukhvinder. Había oído las palabras de Andrew y Gaia sobre Maureen, y eso la había hecho recuperar por completo su buen humor, que se había resentido ligeramente ante la evidente satisfacción que Maureen sentía por su propio atavío. Hacer mella con eficacia en la autoestima de una mujer tan lerda y tan ilusa no era nada fácil, pero al alejarse hacia el disc-jockey, Shirley planeó que, el siguiente momento que estuvieran a solas, le diría a Howard: «Me temo que los chicos estaban… bueno, ya sabes, riéndose de Maureen. Qué lástima que se haya puesto ese vestido. No me gusta nada verla hacer el ridículo.»

Shirley se recordó que tenía muchos motivos para estar contenta, pues esa noche necesitaba tener alta la moral. Howard, Miles y ella iban a estar juntos en el concejo; sería maravilloso, sencillamente maravilloso.

Comprobó que el disc-jockey estuviera al corriente de que la canción favorita de Howard era la versión de Tom Jones de The Green, Green Grass of Home, y echó un vistazo a su alrededor en busca de más tareas pendientes; pero su mirada fue a posarse en la razón por la que esa noche su felicidad no había alcanzado las cotas de perfección que había previsto.

Patricia estaba de pie, sola, observando el escudo de armas de Pagford colgado en la pared y sin hacer ningún esfuerzo por relacionarse con nadie. Shirley lamentaba que no se pusiera falda de vez en cuando; pero al menos había ido sola. Porque de aquel deportivo BMW podría haber salido otra persona, y para Shirley esa ausencia ya constituía una pequeña victoria.

No era normal que una madre le tuviera aversión a su propia hija: se suponía que los hijos tenían que gustar tal como eran, aunque no fueran como uno quería, aunque resultaran ser la clase de persona que haría que uno cruzara la calle para evitarla si no fueran parientes de uno. Howard se lo tomaba con filosofía, incluso bromeaba sobre ese tema, con comedimiento, cuando Patricia no podía oírlo. Shirley, en cambio, era incapaz de alcanzar ese nivel de indiferencia. Se sintió obligada a acercarse a su hija, con la vaga e inconsciente esperanza de atenuar la rareza que sin duda todos los asistentes detectarían en su peculiar atuendo y su comportamiento.

—¿Quieres beber algo, querida?

—Todavía no —contestó Patricia sin apartar la vista del escudo de armas—. Anoche bebí más de la cuenta. Seguramente todavía daría positivo. Salimos de copas con los compañeros de trabajo de Melly.

Shirley contempló también el emblema y esbozó una vaga sonrisa.

—Melly está muy bien, gracias por preguntar —añadió Patricia.

—Ah, me alegro.

—Me encantó la invitación. «Pat y acompañante.»

—Lo siento, querida, pero eso es lo que suele ponerse cuando dos personas no están casadas.

—Ah, ya. Eso dice el Debrett’s, ¿no? Bueno, Melly decidió no venir porque no la mencionabais en la invitación, así que tuvimos una discusión de miedo, y aquí estoy, sola. Has conseguido lo que querías, ya ves.

Patricia se dirigió hacia las bebidas y dejó a Shirley un poco turbada. Los arrebatos de su hija siempre la habían intimidado, desde que era una niña.

—Llega tarde, señorita Jawanda —dijo, y recobró la compostura al ver que Sukhvinder venía presurosa hacia ella, aturullada.

Desde su punto de vista, aquella joven demostraba cierta insolencia al presentarse allí, después de lo que su madre le había dicho a Howard en aquella misma sala. La contempló mientras iba a reunirse con Andrew y Gaia, y pensó en decirle a Howard que tenían que prescindir de Sukhvinder. Era un poco corta, y probablemente el eccema que ocultaba bajo la camiseta negra de manga larga entrañaba un problema de higiene; comprobaría si era contagioso en su web médica favorita.

A las ocho en punto empezaron a llegar los invitados. Howard le pidió a Gaia que se pusiera a su lado y recogiera los abrigos, para que todos vieran cómo daba órdenes y llamaba por su nombre a aquella chica tan guapa del vestidito negro y el delantal con volantes. Pero al poco rato, Gaia ya no podía hacerse cargo de tantos abrigos, así que Howard llamó a Andrew para que la ayudara.

—Pilla una botella y escóndela en la cocina —le pidió Gaia a Andrew mientras colgaban los abrigos, de tres en tres y luego de cuatro en cuatro, en el pequeño guardarropa—.Podemos ir turnándonos para echar un trago.

—Vale —contestó él, eufórico.

—¡Gavin! —exclamó Howard al ver entrar al socio de su hijo por la puerta, solo, a las ocho y media.

—¿Y Kay, Gavin? ¿No ha venido? —preguntó Shirley al instante. (Maureen se estaba poniendo unos zapatos brillantes de tacón de aguja detrás de la mesa de caballetes, de modo que tenía muy poco tiempo para sacarle ventaja.)

—No; es una pena pero no ha podido venir —dijo el interpelado; y entonces, horrorizado, se encontró de frente con Gaia, que esperaba para cogerle el abrigo.

—Mi madre podría haber venido —terció la chica en voz clara y dura y mirándolo a la cara—. Pero Gavin la ha dejado, ¿verdad, Gav?

Howard le dio unas palmadas en el hombro a Gavin y, fingiendo no haber oído nada, bramó:

—Me alegro de verte. Ve a buscarte algo para beber.

Shirley mantuvo una expresión imperturbable, pero la emoción del momento no desapareció enseguida y al saludar a los siguientes invitados seguía un poco aturdida. Cuando Maureen se acercó tambaleante con su horroroso vestido para unirse al comité de bienvenida, Shirley sintió un inmenso regocijo y, en voz baja, le dijo:

—Acabamos de presenciar una escenita muy desagradable. Verdaderamente muy desagradable. Gavin y la madre de Gaia… Ay, querida, si lo hubiéramos sabido…

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

Pero Shirley se limitó a negar con la cabeza y saborear el exquisito placer que le procuraba la frustrada curiosidad de Maureen. Abrió los brazos al ver entrar a Miles, Samantha y Lexie.

—¡Por fin! ¡El concejal Miles Mollison!

Samantha tuvo la impresión de que veía a Shirley abrazar a Miles desde una gran distancia. Había pasado tan bruscamente de la felicidad y la expectación al pasmo y la decepción que sus pensamientos se habían convertido en un rumor confuso que le obstaculizaba percibir el mundo exterior.

(—¡Estupendo! —dijo Miles—. Así podrás venir a la fiesta de papá. Acababas de decirme que…

—Sí —respondió ella—. Ya lo sé. Qué bien, ¿verdad?

Pero cuando Miles vio que se enfundaba en los vaqueros y la camiseta del grupo musical que ella llevaba más de una semana soñando con ponerse, se quedó perplejo.

—Es una fiesta formal.

—En el centro parroquial de Pagford, Miles.

—Sí, pero en la invitación…

—Pues yo voy a ir así.)

—Hola, Sammy —la saludó Howard—. ¡Vaya, vaya! ¡No hacía falta que te arreglaras tanto!

Pero el abrazo que le dio fue más lascivo de lo habitual, y lo acompañó con unas palmaditas en el trasero, prieto bajo los ceñidos vaqueros.

Samantha le dedicó una fría y tensa sonrisa a Shirley y pasó por su lado camino del bar. En su cabeza, una vocecilla impertinente le preguntó: «Pero a ver, ¿qué esperabas que ocurriera en el concierto? ¿Qué pretendías? ¿Qué buscabas?»

«Nada. Sólo un poco de diversión.»

El sueño de unas risas y unos brazos jóvenes y fuertes, que esa noche debería haber experimentado en una especie de catarsis; su delgada cintura rodeada otra vez, y el sabor intenso de lo nuevo, lo inexplorado; su fantasía había perdido las alas y caía en picado…

«Sólo quería ver el ambiente.»

—Estás muy guapa, Sammy.

—Gracias, Pat.—Hacía más de un año que no veía a su cuñada. «Eres la que mejor me cae de esta familia, Pat.»

Miles, que ya la había alcanzado, le dio un beso a su hermana.

—¿Cómo estás? ¿Cómo está Mel? ¿No ha venido?

—No, no ha querido —respondió Patricia. Estaba bebiendo champán, pero por su expresión se habría dicho que era vinagre—. En la invitación ponía «Pat y acompañante». Tuvimos una discusión tremenda. Mamá se ha anotado un punto.

—Anda, no seas así, Pat —dijo Miles, sonriente.

—¿Que no sea así, dices? ¿Y cómo coño quieres que sea, Miles?

Una oleada de intenso placer inundó a Samantha: ya tenía un pretexto para atacar.

—Me parece una forma muy grosera de invitar a la pareja de tu hermana, y tú lo sabes, Miles. A tu madre le vendrían bien unas lecciones de buenos modales, la verdad.

Desde luego, estaba más gordo que hacía un año. Y la papada le sobresalía por el cuello de la camisa. Enseguida le olía mal el aliento. Últimamente tenía la costumbre de balancearse sobre las puntas de los pies, como hacía su padre. Samantha sintió una súbita repugnancia física y se dirigió hacia un extremo de la mesa, donde Andrew y Sukhvinder se afanaban llenando y repartiendo vasos.

—¿Hay ginebra? —preguntó—. Prepárame un gin-tonic. Fuertecito.

Apenas reconoció a Andrew. Él empezó a prepararle el cóctel e intentó no mirarle los enormes pechos, cuyo esplendor realzaba la camiseta, pero era como tratar de no entornar los ojos cuando el sol te daba de lleno en la cara.

—¿Los conoces? —preguntó Samantha tras beberse medio gin-tonic de un trago.

Andrew se ruborizó antes de poner en orden sus pensamientos. Y aún se horrorizó más cuando Samantha, soltando una risita socarrona, añadió:

—Al grupo. Me refiero al grupo.

—Sí. Sí, he oído hablar de ellos. Pero no… no son mi estilo.

—¿Ah, no? —dijo ella, y se acabó la copa—. Sírveme otro, anda.

Entonces cayó en la cuenta de quién era: aquel chico insignificante de la tienda de delicatessen. Con el uniforme parecía mayor. Quizá un par de semanas trajinando cajas por la escalera del sótano le habían fortalecido la musculatura.

—Ah, mira —dijo, al fijarse en una persona que iba hacia el grueso de los invitados, en continuo aumento—, ahí está Gavin. El segundo hombre más aburrido de Pagford. Después de mi marido, claro.

Se fue con la cabeza alta, satisfecha consigo misma, con otra copa en la mano; la ginebra le había dado donde ella más lo necesitaba, anestesiándola y estimulándola al mismo tiempo, y mientras se alejaba pensó: «Le han gustado mis tetas, veamos qué opina de mi culo.»

Gavin vio que Samantha se acercaba y sólo podía esquivarla uniéndose a alguna conversación, la de quien fuera; la persona que tenía más cerca era Howard, así que se introdujo precipitadamente en el grupo que rodeaba al anfitrión.

—Me arriesgué —les estaba diciendo Howard a los otros; agitaba un puro en el aire y un poco de ceniza le había caído en las solapas del esmoquin de terciopelo—. Me arriesgué y trabajé duro. Así de sencillo. No hay ninguna fórmula mágica. Nadie me regaló… Ah, aquí está Sammy. ¿Quiénes son esos jovencitos, Samantha?

Los cuatro ancianos se quedaron mirando al grupo de música pop desplegado sobre sus pechos, y Samantha se volvió hacia Gavin.

—Hola —dijo; se inclinó hacia él, obligándolo a darle un beso—. ¿Y Kay? ¿No ha venido?

—No —contestó Gavin, cortante.

—Estábamos hablando de negocios, Sammy —dijo Howard alegremente, y Samantha pensó en su tienda, que estaba a punto de cerrar—. Soy una persona con iniciativa —informó al grupo, repitiendo lo que sin duda era un tema recurrente—. Ésa es la clave. Eso es lo único que se necesita. Y yo soy una persona con iniciativa.

Enorme y redondo como un globo, parecía un aterciopelado sol en miniatura que irradiaba satisfacción. El brandy que tenía en la mano ya había empezado a suavizar su tono.

—Estaba dispuesto a arriesgarme. Podría haberlo perdido todo.

—Bueno, querrás decir que tu madre podría haberlo perdido todo —lo corrigió Samantha—. ¿No hipotecó Hilda su casa para aportar la mitad de la entrada de la tienda?

Percibió el brevísimo parpadeo de Howard, cuya sonrisa, sin embargo, no vaciló.

—Sí, en realidad todo el mérito es de mi madre —repuso—, por trabajar, ahorrar y vigilar los gastos, y por ofrecerle a su hijo algo con que empezar. Yo multiplico lo que me dieron, y se lo devuelvo a la familia: pago para que tus hijas puedan ir al St. Anne. Se cosecha lo que se siembra, ¿verdad, Sammy?

Que Shirley le hubiera hecho un comentario así no la habría sorprendido, pero sí que se lo hiciera Howard. Los dos apuraron sus copas; Gavin aprovechó ese momento para escabullirse, y Samantha no trató de impedírselo.

Gavin se preguntó si conseguiría marcharse de allí inadvertidamente. Estaba nervioso, y el ruido que había en la sala no contribuía a que se tranquilizara. Una idea espantosa se había apoderado de él desde el encontronazo con Gaia en la puerta. ¿Y si Kay se lo había contado todo a su hija? ¿Y si Gaia sabía que estaba enamorado de Mary Fairbrother y se lo había dicho a alguien? Era el tipo de cosa que haría una chica de dieciséis años sedienta de venganza.

Lo peor que podía pasarle era que todo Pagford supiera que estaba enamorado de Mary antes de haber tenido ocasión de confesárselo a ella. Pensaba hacerlo pasados unos meses, quizá un año; dejar que se cumpliera el primer aniversario de la muerte de Barry y, entretanto, cultivar los diminutos brotes de confianza ya existentes, para que los sentimientos de Mary fueran revelándose poco a poco, como a él se le habían revelado los suyos.

—¡No tienes nada para beber, Gav! —dijo Miles—. ¡Hay que poner remedio a esta situación!

Condujo con decisión a su socio hasta la mesa de las bebidas y le sirvió una cerveza sin parar de hablar y, como Howard, radiante de felicidad y orgullo.

—¿Te has enterado de que he ganado la votación?

Gavin no sabía nada, pero no se sintió capaz de fingir sorpresa.

—Claro. Felicidades.

—¿Cómo está Mary? —preguntó Miles, expansivo; esa noche se sentía amigo de todo el pueblo: lo habían elegido—. ¿Más animada?

—Sí, creo que…

—He oído que planea mudarse a Liverpool. Quizá sea lo mejor.

—¿Cómo? —saltó Gavin.

—Me lo ha contado Maureen esta mañana. Por lo visto, la hermana de Mary intenta persuadirla de que vuelva allí con los niños. Todavía tiene mucha familia en…

—Pero tiene su vida aquí.

—Me parece que era a Barry a quien le gustaba Pagford. No sé si Mary querrá quedarse ahora, dadas las circunstancias.

Gaia observaba a Gavin por la rendija de la puerta de la cocina. Tenía en la mano un vaso de plástico con vodka del que Andrew había robado para ella.

—Es un hijo de puta —farfulló—. Si no hubiera engañado a mi madre, todavía estaríamos en Hackney. Es una estúpida. Siempre supe que él no iba en serio. Nunca la llevaba a ningún sitio. Y después de follar se largaba corriendo.

Andrew, que estaba detrás de ella poniendo más bocadillos en una bandeja casi vacía, no podía creer que Gaia empleara palabras como «follar». La Gaia quimérica que protagonizaba sus fantasías era una virgen sexualmente imaginativa y audaz. No sabía qué había hecho o dejado de hacer la Gaia de carne y hueso con Marco de Luca, pero por cómo juzgaba a su madre se diría que sabía cómo se comportaban los hombres después de mantener relaciones sexuales, y si su interés era sincero.

—Bebe un poco —le ofreció ella cuando Andrew fue hacia la puerta con la bandeja. Le acercó su vaso de plástico a los labios, y él bebió un sorbo de vodka. Con una risita tonta, Gaia se apartó para dejarlo salir y le dijo—: ¡Dile a Suks que venga a beber un poco!

En la abarrotada sala había mucho ruido. Andrew dejó la bandeja de bocadillos en la mesa, pero por lo visto el interés por la comida había disminuido; en el bar, Sukhvinder se esforzaba por atender a los invitados, muchos de los cuales habían empezado a servirse ellos mismos las copas.

—Gaia te necesita en la cocina —le dijo Andrew, y la sustituyó.

No tenía sentido hacer de barman, así que se limitó a llenar tantos vasos como encontró y dejarlos encima de la mesa para que la gente se sirviera ella misma.

—¡Hola, Peanut! —lo saludó Lexie Mollison—. ¿Me sirves champán?

Habían estudiado juntos en el St. Thomas, pero Andrew llevaba mucho tiempo sin verla. Su acento había cambiado desde que iba al St. Anne, y él no soportaba que lo llamaran «Peanut».

—Lo tienes delante —contestó, y lo señaló.

—Nada de alcohol, Lexie —dijo Samantha con firmeza, saliendo de entre la multitud—. Ni hablar.

—Me ha dicho el abuelo…

—No me importa.

—Pero si todo el mundo…

—¡He dicho que no!

Lexie se marchó muy enfadada. Andrew, contento de no tener que hablar con ella, sonrió a Samantha y se sorprendió cuando ella le devolvió una sonrisa radiante.

—¿Tú también contestas a tus padres?

—Sí —respondió él, y Samantha rió.

Tenía unos pechos francamente enormes.

—¡Damas y caballeros! —bramó una voz por el micrófono, y todos dejaron de hablar para escuchar a Howard—. Me gustaría pronunciar unas palabras… Seguramente la mayoría ya sabéis que mi hijo Miles acaba de ser elegido miembro del concejo parroquial.

Hubo algunos aplausos y Miles alzó su copa por encima de la cabeza para agradecerlos. Andrew se sobresaltó al oír a Samantha decir claramente por lo bajo: «Uy, sí… ¡hurra! Ya ves…»

Como ya nadie iba a buscar bebidas, Andrew volvió discretamente a la cocina. Encontró a Gaia y Sukhvinder riendo y bebiendo; al ver a Andrew, ambas gritaron:

—¡Andy!

Él también rió.

—¿Estáis borrachas?

—Sí —contestó Gaia.

—No —dijo Sukhvinder—. Yo no, pero ella sí.

—No me importa —añadió Gaia—. Mollison puede despedirme si quiere. Ya no tengo que ahorrar para el billete a Hackney.

—No te despedirá —dijo Andrew, y se sirvió vodka—. Eres su preferida.

—Ya —admitió Gaia—. Es un viejo verde asqueroso.

Y los tres volvieron a reír.

La ronca voz de Maureen, amplificada por el micrófono, traspasaba la puerta de cristal.

—¡Vamos, Howard! ¡Vamos, un dueto para celebrar tu cumpleaños! ¡Adelante! ¡Damas y caballeros, la canción favorita de Howard!

Los adolescentes se miraron horrorizados. Gaia tropezó, riendo, y abrió la puerta de un empujón.

Sonaron los primeros compases de The Green, Green Grass of Home,[4] y a continuación la voz de bajo de Howard y la bronca voz de contralto de Maureen:

The old home town looks the same,

As I step down from the train…[5]

Gavin fue el único que oyó las risas y los resoplidos, pero al darse la vuelta lo único que vio fue la puerta de la cocina, que oscilaba un poco sobre los goznes.

Miles se había acercado a charlar con Aubrey y Julia Fawley, que habían llegado tarde prodigando sonrisas para excusar su retraso. Gavin se sentía atenazado por aquella mezcla de temor y ansiedad con la que ya se estaba familiarizando. Su breve sueño de libertad y felicidad se había enturbiado por obra de aquellas dos amenazas: que Gaia contara lo que él le había dicho a su madre y que Mary se marchara de Pagford para siempre. ¿Qué podía hacer?

Down the lane I walk, with my sweet Mary,

Hair of gold and lips like cherries…[6]

—¿Y Kay? ¿No ha venido?

Era Samantha; se apoyó en la mesa, a su lado, con una sonrisita de suficiencia.

—Ya me lo has preguntado —dijo Gavin—. No.

—¿Va todo bien entre vosotros?

—¿Es asunto tuyo?

Lo dijo sin pensar; estaba harto de que Samantha intentara sonsacarle información y se burlara de él. Por una vez, estaban los dos solos; Miles seguía ocupado con los Fawley.

Ella fingió que su actitud la sorprendía. Tenía los ojos enrojecidos y hablaba despacio; por primera vez, Gavin se sintió más disgustado que intimidado.

—Lo siento. Yo sólo…

—Ya, sólo preguntabas —dijo él, mientras Howard y Maureen se balanceaban cogidos del brazo.

—Me gustaría verte sentar la cabeza. Kay y tú hacíais buena pareja.

—Ya. Es que aprecio mi libertad. No conozco a muchas parejas felizmente casadas.

Samantha había bebido demasiado para captar toda la carga de esa indirecta, pero tuvo la vaga impresión de que se la habían lanzado.

—Los matrimonios son un misterio para los de fuera —dijo con cautela—. Sólo los entienden las dos personas implicadas. Así que no deberías juzgar, Gavin.

—Gracias por el consejo —repuso él, y, agotada su capacidad de aguante, dejó la lata de cerveza vacía en la mesa y se dirigió hacia el guardarropa.

Samantha lo miró marcharse, convencida de que había ganado el asalto, y centró la atención en su suegra, a la que veía entre la muchedumbre, contemplando la actuación de Howard y Maureen. Saboreó la rabia de Shirley, reflejada en la sonrisa más tensa y fría que había esbozado en toda la noche. Howard y Maureen habían cantado juntos muchas veces a lo largo de los años; a él le encantaba cantar, y ella había hecho los coros de un grupo de música folklórica. Cuando terminó la canción, Shirley dio una sola palmada; lo hizo como si llamara a un lacayo, y Samantha soltó una carcajada y se dirigió hacia el extremo de la mesa donde estaba el bar, pero se llevó un chasco al ver que el chico de la pajarita ya no se hallaba allí.

Andrew, Gaia y Sukhvinder seguían desternillándose en la cocina. Se reían del dueto de Howard y Maureen, y por haberse bebido dos tercios de la botella de vodka; pero sobre todo se reían por el placer de reír, contagiándose unos a otros hasta que ya no se tenían en pie.

La ventanita que había encima del fregadero, entreabierta para que la cocina se airease, se acabó de abrir y la cabeza de Fats asomó por ella.

—Buenas noches —dijo.

Resultó evidente que se había subido a algo que había fuera, porque, a medida que su cuerpo iba apareciendo por la ventana, se oían chirridos y, finalmente, el golpazo de un objeto pesado. Fats aterrizó por fin en el escurridero y tiró varios vasos, que se rompieron contra el suelo.

Sukhvinder salió de la cocina sin decir nada. A Andrew tampoco le hizo ninguna gracia ver a Fats allí. Gaia fue la única que permaneció impasible. Sin parar de reír, dijo:

—Hay una puerta, no sé si lo sabes.

—¿En serio? —dijo Fats—. ¿Qué tenemos para beber?

—Esto es nuestro —dijo Gaia, y abrazó la botella de vodka—. La ha birlado Andy. Tendrás que buscarte la vida.

—Vale —repuso Fats con serenidad, y salió por la puerta hacia la sala.

—Voy al lavabo —masculló Gaia; escondió la botella de vodka bajo el fregadero y se marchó también de la cocina.

Andrew salió también. Sukhvinder había vuelto a la zona de la barra y Fats estaba apoyado en la mesa, con una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra.

—Me sorprende que hayas venido a una cosa así —dijo Andrew.

—Me han invitado, tío. Lo ponía en la invitación: «Familia Wall.»

—¿Sabe Cuby que estás aquí?

—Ni idea. Está escondido. No ha conseguido la plaza de Barry. Ahora todo el tejido social se vendrá abajo, porque Cuby no estará allí para sostenerlo. ¡Joder! ¡Esto es asqueroso! —añadió, y escupió el trozo de bocadillo que tenía en la boca—. ¿Vamos a fumar?

En la sala había tanto ruido, y los invitados estaban tan borrachos y gritaban tanto, que a nadie debía de importarle ya lo que hiciera Andrew. Cuando salieron a la calle, encontraron a Patricia Mollison sola junto a su deportivo, fumando y contemplando un cielo colmado de estrellas.

—Coged de éstos si queréis —dijo, ofreciéndoles su paquete.

Después de encenderles los cigarrillos, siguió allí de pie, tan tranquila, con una mano en el bolsillo. Tenía algo que a Andrew lo intimidaba; ni siquiera se atrevía a mirar a Fats para evaluar su reacción.

—Me llamo Pat —dijo ella al cabo de un rato—. Soy la hija de Howard y Shirley.

—Hola. Yo Andrew.

—Y yo Stuart —dijo Fats.

No parecía que la joven tuviera intención de prolongar la conversación. Andrew lo interpretó como una especie de cumplido e intentó emular su indiferencia. Entonces, unos pasos y unas voces femeninas amortiguadas interrumpieron el silencio.

Gaia arrastraba a Sukhvinder tirándole de una mano. Iba riendo, y Andrew se percató de que su borrachera todavía no había alcanzado el punto álgido.

—Oye, tío —le dijo Gaia a Fats—, ¿por qué eres tan capullo con Sukhvinder?

—Vale ya —dijo ésta intentando liberarse de su mano—. En serio, suéltame…

—¡Es la verdad! —dijo Gaia con voz entrecortada—. ¡Eres un capullo! ¿Eres tú el que le pone cosas en Facebook?

—¡Vale ya! —gritó Sukhvinder.

Consiguió soltarse y volvió corriendo a la fiesta.

—Eres un cerdo —le espetó Gaia sujetándose a la verja—. Eso de llamarla lesbiana…

—No hay nada malo en ser lesbiana —terció Patricia entornando los ojos detrás del humo al inhalar—. Pero yo qué voy a decir.

Andrew se fijó en que Fats la miraba de reojo.

—Yo nunca he dicho que hubiera nada malo en serlo. Sólo son bromas —dijo Fats.

Gaia, con la espalda apoyada en la verja, resbaló hasta quedar sentada en la fría acera y se tapó la cabeza con los brazos.

—¿Estás bien? —le preguntó Andrew.

De no haber estado Fats allí, también se habría sentado.

—Estoy borracha —murmuró ella.

—Deberías meterte los dedos en la garganta —le recomendó Patricia, observándola impertérrita.

—Bonito coche —comentó Fats, mirando el BMW.

—Sí —dijo Patricia—. Es nuevo. Gano el doble que mi hermano —añadió—, pero Miles es el Niño Jesús. Miles el Mesías… El concejal Mollison segundo… del Concejo Parroquial de Pagford. ¿Te gusta Pagford? —le preguntó a Fats mientras Andrew observaba a Gaia, que respiraba hondo con la cabeza entre las rodillas.

—No. Es un pueblo de mierda.

—Ya… Yo estaba deseando largarme de aquí. ¿Conocías a Barry Fairbrother?

—Un poco.

Algo en su tono hizo que Andrew se pusiera en guardia.

—Era mi guía de lectura en St. Thomas —dijo Patricia con la vista fija en el extremo de la calle—. Un tipo encantador. Me habría gustado asistir a su funeral, pero Melly y yo estábamos en Zermatt. ¿Qué es todo ese rollo del que hablaba mi madre? Eso del Fantasma de Barry.

—Alguien que colgaba cosas en la página web del concejo parroquial —se apresuró a contestar Andrew, temiendo lo que pudiera decir Fats—. Rumores y tal.

—Ya. A mi madre le encantan esas cosas.

—Me pregunto qué será lo próximo que diga el Fantasma —comentó Fats, mirando de soslayo a Andrew.

—Seguramente dejará de colgar mensajes ahora que se han celebrado las elecciones —masculló él.

—Bueno, no está tan claro. Si todavía hay cosas que al Fantasma de Barry le cabrean…

Sabía que estaba poniendo nervioso a Andrew, y se alegraba. Últimamente, su amigo dedicaba todo su tiempo libre a aquel puñetero empleo, y pronto se mudaría. Él no le debía nada. La autenticidad verdadera no podía coexistir con el sentimiento de culpa y la obligación.

—¿Estás bien? —le preguntó Patricia a Gaia, que asintió con la cabeza sin descubrirse la cara—. ¿Qué ha sido lo que te ha mareado, el alcohol o el dueto?

Andrew rió un poco, por educación y porque quería que dejaran de hablar del Fantasma de Barry Fairbrother.

—A mí también me ha revuelto el estómago —continuó Patricia—. Maureen y mi padre cantando juntos. Cogidos del brazo. —Dio una última e intensa calada al cigarrillo y tiró la colilla, que luego aplastó con el tacón—. Cuando tenía doce años, la sorprendí haciéndole una mamada. Y él me dio un billete de cinco para que no se lo contara a mi madre.

Andrew y Fats se quedaron petrificados, sin atreverse siquiera a mirarse. Patricia se pasó el dorso de la mano por la cara: estaba llorando.

—No tendría que haber venido —dijo—. Ha sido un error.

Subió al BMW, y los dos chicos se quedaron mirándola embobados mientras encendía el motor, salía del aparcamiento marcha atrás y se perdía en la noche.

—Joder —dijo Fats.

—Me parece que voy a vomitar —susurró Gaia.

—El señor Mollison quiere que entréis. Para ocuparnos de las bebidas.

Una vez transmitido el mensaje, Sukhvinder desapareció otra vez.

—Yo no puedo —susurró Gaia.

Andrew la dejó sentada en la acera y entró. Al abrir la puerta, el barullo de la sala lo golpeó como una bofetada. La pista de baile estaba muy animada. Tuvo que apartarse para dejar pasar a Aubrey y Julia Fawley, que ya se iban. Los dos, de espaldas a la fiesta, parecían aliviados de marcharse de allí por fin.

Samantha Mollison no bailaba, sino que estaba apoyada en la mesa donde, hasta hacía poco, había hileras y más hileras de bebidas. Mientras Sukhvinder iba de un lado para otro recogiendo vasos, Andrew abrió la última caja de vasos limpios, los puso en la mesa y empezó a llenarlos.

—Llevas la pajarita torcida —le dijo Samantha; se inclinó por encima de la mesa y se la enderezó.

Abochornado, Andrew se metió en la cocina en cuanto ella lo soltó. Mientras metía los vasos en el lavavajillas, iba dando sorbos de la botella de vodka que se había agenciado. Quería emborracharse tanto como Gaia; quería recuperar aquel momento en que habían reído a carcajadas juntos, antes de que apareciera Fats.

Pasados diez minutos, volvió a salir para ver cómo estaba la mesa de las bebidas; Samantha seguía apoyada en ella, con la mirada vidriosa, y todavía había muchos vasos llenos a su alcance. Howard se contoneaba en medio de la pista de baile, con el sudor resbalándole por la cara, riendo a carcajadas de algo que le había dicho Maureen. Andrew se abrió paso entre la multitud y salió a la calle.

Al principio no la veía, pero luego los vio a los dos: Gaia y Fats estaban abrazados a unos diez metros de la puerta, contra la verja, apretados el uno contra el otro, morreándose.

—Mira, lo siento, pero no puedo hacerlo todo yo sola —dijo Sukhvinder, desesperada, a sus espaldas.

Entonces vio a Fats y Gaia y soltó algo entre un grito y un sollozo.

Andrew dio media vuelta y entró con ella en el centro parroquial, completamente aturdido. Fue derecho a la cocina, vertió el resto del vodka en un vaso y se lo bebió de un trago. Con movimientos mecánicos, llenó de agua el fregadero y se puso a lavar los vasos que no cabían en el lavavajillas.

El alcohol no era como el hachís. Lo hacía sentirse vacío, pero también despertaba en él el deseo de pegarle a alguien. A Fats, por ejemplo.

Al cabo de un rato, se dio cuenta de que el reloj de plástico de la pared de la cocina ya no marcaba las doce sino la una, y que los invitados empezaban a marcharse.

Se suponía que tenía que entregarles los abrigos. Lo intentó un rato, pero luego volvió precipitadamente a la cocina y dejó a Sukhvinder a cargo de la tarea.

Samantha estaba apoyada en la nevera, sola, con un vaso en la mano. Andrew lo veía todo de forma extrañamente entrecortada, como una serie de fotogramas. Gaia no había vuelto; seguro que se había ido con Fats. Samantha estaba diciéndole algo; ella también estaba borracha. Andrew ya no se sentía intimidado ante su presencia; seguro que no tardaría en vomitar.

—… odio el maldito Pagford… —decía Samantha, y añadió—: Pero tú eres joven, todavía puedes largarte.

—Sí —dijo él, y se dio cuenta de que no se notaba los labios—. Y me largaré. Me largaré.

Samantha le apartó el pelo de la frente y lo llamó «cariño». La imagen de Gaia metiéndole la lengua en la boca a Fats amenazaba con borrar todo lo demás. A Andrew le llegaba el perfume de Samantha, que rezumaba en oleadas de su piel caliente.

—Ese grupo es una mierda —dijo, señalándole el pecho, pero no le pareció que ella lo oyera.

Samantha tenía los labios agrietados y calientes, y sus pechos eran enormes, apretados contra el torso de Andrew; su espalda era tan ancha como la de él…

—¿Qué demonios…?

De pronto, Andrew se vio desplomado sobre el escurridero, y un hombre corpulento de pelo cano y muy corto arrastró a Samantha fuera de la cocina. Andrew tuvo la vaga percepción de que había pasado algo malo, pero aquel extraño parpadeo de la realidad se estaba acentuando, hasta que lo único que pudo hacer fue tambalearse por la cocina y vomitar en el cubo de la basura, y vomitar y vomitar…

—¡Lo siento, no se puede entrar! —oyó que Sukhvinder le decía a alguien—. ¡Hay cosas amontonadas detrás de la puerta!

Andrew anudó fuertemente la bolsa de la basura en la que había vomitado. Sukhvinder lo ayudó a limpiar la cocina. Vomitó dos veces más, pero en ambas ocasiones consiguió llegar al lavabo.

Eran casi las dos de la madrugada cuando Howard, sudoroso pero sonriente, les dio las gracias y les deseó buenas noches.

—Buen trabajo, chicos —dijo—. Nos vemos mañana. Muy bien… Por cierto, ¿dónde está la señorita Bawden?

Andrew dejó que Sukhvinder se inventara algo. Fuera, en la calle, desató la bicicleta de Simon y se fue empujándola por el manillar.

La larga caminata hasta Hilltop House con aquel frío le despejó la cabeza, pero no alivió su amargura ni su tristeza.

¿Le había dicho alguna vez a Fats que le gustaba Gaia? Quizá no, pero él lo sabía. Sí, Fats lo sabía. ¿Y si… y si estaban follando en ese preciso instante?

«De todas formas, me iré —pensó Andrew, cabizbajo y temblando mientras empujaba la bicicleta por la ladera de la colina—. Que los jodan…»

Entonces pensó: «Lo mejor que puedo hacer es irme…» ¿Lo había soñado o acababa de morrearse con la madre de Lexie Mollison? ¿Había entrado su marido en la cocina y los había sorprendido? ¿Se lo había imaginado?

Le daba miedo Miles, pero también quería contarle a Fats lo que había pasado, verle la cara…

Cuando entró en su casa, agotado, lo recibieron la oscuridad y la voz de Simon proveniente de la cocina:

—¿Has guardado mi bicicleta en el garaje? —Estaba sentado a la mesa, comiendo un cuenco de cereales. Eran casi las dos y media—. No podía dormir —dijo.

Por una vez no estaba furioso. Como Ruth no estaba allí, no tenía que demostrar que era más listo ni más fuerte que sus hijos. Parecía cansado y empequeñecido.

—Creo que tendremos que irnos a vivir a Reading, Carapizza —añadió.

Ese mote se había convertido casi en una expresión de cariño.

Temblando ligeramente, sintiéndose mayor, traumatizado y tremendamente culpable, Andrew quiso compensar de algún modo a su padre por el perjuicio que le había causado. Ya era hora de hacer borrón y cuenta nueva y convertir a Simon en un aliado. Formaban una familia. Iban a marcharse juntos de allí. Quizá todo les fuera mejor en otro sitio.

—Tengo algo para ti —dijo—. Ven. En clase nos han enseñado cómo se hace…

Y lo llevó hasta el ordenador.

IV

El cielo, azul y neblinoso, se extendía como una cúpula sobre Pagford y los Prados. El amanecer ya iluminaba el viejo monumento a los caídos de la plaza y las agrietadas fachadas de hormigón de Foley Road, y teñía las blancas paredes de Hilltop House de un tenue dorado. Al subir a su coche, preparada para otra larga jornada en el hospital, Ruth Price miró hacia el río Orr, que brillaba como una cinta de plata a lo lejos, y le pareció sumamente injusto que pronto otras personas fueran a disfrutar de su casa y sus vistas.

Un kilómetro y medio más allá, en Church Row, Samantha Mollison todavía dormía en la habitación de invitados. La puerta no tenía cerrojo, pero la había apuntalado con un sillón antes de derrumbarse, a medio desvestir, en la cama. El principio de un fuerte dolor de cabeza rondaba su sueño, y el sol que entraba por la rendija de las cortinas caía como un rayo láser en la comisura de uno de sus ojos. Tenía la boca seca. Se movió un poco, sin salir de un duermevela inquieto, poblado de sueños extraños y teñidos de remordimiento.

En el piso de abajo estaba Miles, solo, rodeado por las limpias y brillantes superficies de la cocina, sentado muy erguido ante una taza de té intacta. Miraba fijamente la nevera, y en su mente volvía a tropezarse con su mujer, borracha, en los brazos de un colegial de dieciséis años.

Tres casas más allá, Fats Wall fumaba tumbado en su dormitorio, con la misma ropa que había llevado en la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison. Se había propuesto no dormir y lo había conseguido. Notaba la boca un poco entumecida y hormigueante por todos los cigarrillos que había fumado, pero el cansancio había tenido el efecto contrario al que él esperaba: no podía pensar con claridad, pero su infelicidad y su desasosiego eran más profundos que nunca.

Colin Wall despertó sudoroso de otra de las pesadillas que lo atormentaban desde hacía años. En esos sueños siempre hacía cosas terribles, la clase de cosas que temía durante las horas de vigilia. Esa vez había matado a Barry Fairbrother; las autoridades acababan de descubrirlo y habían ido a decirle que lo sabían, que habían exhumado el cadáver de Barry y encontrado el veneno que Colin le había administrado.

Con la mirada fija en la sombra que proyectaba la pantalla de la lámpara en el techo, Colin se preguntó por qué nunca se había planteado la posibilidad de que hubiera matado a Barry; y al instante se le presentó la pregunta: «¿Cómo sabes que no lo hiciste?»

Abajo, Tessa se inyectaba insulina en el vientre. Sabía que Fats había vuelto a casa esa noche, porque desde el pie de la escalera que llevaba a su buhardilla se olía el humo de los cigarrillos. Lo que no sabía era dónde había estado ni a qué hora había vuelto, y eso la asustaba. ¿Cómo habían podido llegar a esa situación?

Howard Mollison dormía profunda y felizmente en su cama de matrimonio. Las cortinas estampadas lo salpicaban de pétalos de rosa y lo protegían de un despertar brusco, pero sus resollantes ronquidos habían despertado a su mujer. Shirley tomaba tostadas y café en la cocina, con las gafas y la bata de chenilla puestas. Evocó la imagen de Maureen cogida del brazo de su marido en el centro parroquial y sintió un odio concentrado que anulaba el sabor de cada bocado que daba.

En The Smithy, en las afueras de Pagford, Gavin Hughes se enjabonaba bajo el chorro de la ducha, con el agua muy caliente, y se preguntaba por qué él carecía del valor de otros hombres, que eligen correctamente entre alternativas casi infinitas. Ansiaba una vida que había entrevisto, pero que nunca había probado, y sin embargo tenía miedo. Elegir era peligroso: cuando elegías, renunciabas a las demás posibilidades.

Kay Bawden, agotada, tumbada en la cama de matrimonio en su casa de Hope Street, escuchaba el silencio reinante a primera hora del día en Pagford y observaba a Gaia, que dormía a su lado, pálida y exhausta a la luz del alba. En el suelo, junto a Gaia, había un cubo; Kay lo había puesto allí después de llevar a su hija casi a cuestas del cuarto de baño al dormitorio, de madrugada, después de sujetarle el cabello durante una hora mientras ella vomitaba en la taza del váter.

«¿Por qué me trajiste aquí? —se lamentaba Gaia entre arcada y arcada—. Suéltame. Vete. Puta mierda. Te odio.»

Kay contemplaba su rostro dormido y recordaba al hermoso bebé que dieciséis años atrás había dormido a su lado. Recordaba las lágrimas derramadas por Gaia cuando Kay había roto con Steve, con quien había convivido ocho años. Steve iba a las reuniones de padres del colegio de Gaia y le había enseñado a montar en bicicleta. Kay recordó la fantasía que había alimentado (y que en retrospectiva parecía tan disparatada como la de Gaia a los cuatro años, cuando quería tener un unicornio), en la que su relación con Gavin prosperaba y podía darle a su hija, por fin, un padrastro permanente y una bonita casa en el campo. Estaba desesperada por conseguir un final de cuento de hadas, una vida a la que Gaia siempre quisiera regresar; porque la separación de madre e hija se precipitaba hacia Kay a la velocidad de un meteorito, y ella preveía que el alejamiento de Gaia sería una calamidad que haría añicos su mundo.

Estiró un brazo por debajo del edredón y cogió la mano de su hija. El contacto con aquel cuerpo que había traído al mundo por accidente hizo que rompiera a llorar, en silencio, pero con unos sollozos tan abruptos que hacían temblar el colchón.

Y al final de Church Row, Parminder Jawanda se puso un abrigo encima del camisón y se llevó el café al jardín trasero. Sentada en un banco de madera a la débil luz del sol, miraba despuntar un día que se prometía precioso, pero había algo que se interponía entre sus ojos y su corazón. El peso que le oprimía el pecho lo atenuaba todo.

La noticia de que Miles Mollison había ganado la plaza de Barry en el concejo parroquial no la había sorprendido, pero al ver el escueto anuncio de Shirley en la web había vuelto a experimentar una chispa de la locura que se había apoderado de ella en la última reunión: el deseo de atacar, sustituido casi al instante por una impotencia sofocante.

—Voy a dimitir del concejo —le había dicho a Vikram—. No pinto nada allí.

—Pero si te gusta… —había dicho él.

Le gustaba cuando estaba Barry. Esa mañana, en medio de tanta quietud, le resultó fácil evocarlo: un hombre de escasa estatura, con barba pelirroja; ella lo superaba por media cabeza. Nunca había sentido la menor atracción física hacia él. «Al fin y al cabo, ¿qué es el amor?», pensó, mientras una suave brisa agitaba el alto seto de cipreses de Leyland que cercaba el amplio jardín trasero de los Jawanda. ¿Era amor que alguien llenara un espacio de tu vida que, cuando esa persona desaparecía, quedaba vacío dentro de ti como un bostezo enorme?

«Disfrutaba riendo —se dijo—. Echo mucho de menos la risa.»

Y el recuerdo de la risa fue lo que por fin le hizo aflorar las lágrimas. Resbalaron por su nariz y cayeron en el café, como pequeños orificios de bala que desaparecían rápidamente. Lloraba porque ya no tenía motivos para reír, y también porque la noche anterior, mientras oían a lo lejos el alegre golpeteo de la música del centro parroquial, Vikram le había dicho:

—¿Por qué no vamos a Amritsar este verano?

El Templo Dorado, el santuario sagrado de una religión que a ella le resultaba indiferente. Parminder se había percatado inmediatamente de las intenciones de Vikram. El tiempo yacía flácido y vacío en sus manos como nunca antes. Ninguno de los dos sabía qué decidiría la comisión del Colegio de Médicos respecto a ella cuando analizara la infracción ética que había cometido contra Howard Mollison.

—Mandeep dice que es una gran trampa para turistas —le había contestado, descartando Amritsar de plano.

«¿Por qué dije eso? —se preguntó, llorando como nunca en su jardín, con el café enfriándose en su mano—. Sería bonito enseñarles Amritsar a los niños. Vikram sólo quería ser amable. ¿Por qué no acepté?»

Tenía la vaga impresión de que al negarse a ir al Templo Dorado había cometido una traición. Visualizó a través de las lágrimas aquel edificio, con su cúpula en forma de flor de loto invertida, reflejado en una lámina de agua y destacando brillante como la miel contra un telón de fondo de mármol blanco.

—Mamá.

Sukhvinder había cruzado el jardín sin que su madre se diera cuenta. Llevaba vaqueros y una sudadera holgada. Parminder se apresuró a enjugarse las lágrimas y miró con los ojos entornados a su hija, que estaba de espaldas al sol.

—Hoy no quiero ir a trabajar.

Parminder reaccionó enseguida, con el mismo espíritu de contradicción automática que la había hecho rechazar Amritsar.

—Te has comprometido, Sukhvinder.

—No me encuentro bien.

—Lo que pasa es que estás cansada. Fuiste tú la que quiso ese empleo. Ahora tienes que cumplir tus obligaciones.

—Pero es que…

—Irás a trabajar —le espetó su madre, como si pronunciara una sentencia—. No vas a darle a los Mollison otro motivo de queja.

La muchacha volvió a la casa, y Parminder se sintió culpable. Estuvo a punto de llamarla, pero en lugar de eso tomó nota mentalmente de que debía buscar tiempo para sentarse a hablar con ella sin discutir.

V

Krystal iba por Foley Road bajo el primer sol matinal, comiendo un plátano. Su sabor y su textura eran nuevos para ella y no acababa de decidir si le gustaba o no. Su madre y ella nunca compraban fruta.

La madre de Nikki la había echado de la casa sin miramientos.

—Tenemos cosas que hacer, Krystal —había dicho—. Vamos a comer a casa de la abuela de Nikki.

En el último momento le había dado un plátano para que desayunara algo, y Krystal se había marchado sin protestar. En la mesa de la cocina apenas había sitio para la familia de Nikki.

Los Prados no mejoraban con la luz del sol, que no hacía más que revelar la suciedad y los desperfectos, las grietas de las paredes de hormigón, las ventanas cegadas con tablones y la basura.

La plaza de Pagford, en cambio, parecía recién pintada cada vez que brillaba el sol. Dos veces al año, los niños de la escuela de primaria atravesaban el centro del pueblo, en fila india, camino de la iglesia para asistir a los oficios de Navidad y Pascua. (A Krystal nadie quería darle la mano, porque Fats les había dicho a sus compañeros que tenía pulgas. Se preguntaba si él se acordaría de eso.) Había cestillos colgantes llenos de flores, que ponían notas de color morado, rosa y verde; y cada vez que Krystal pasaba por delante de las artesas con flores que había frente al Black Canon, arrancaba un pétalo. Esos pétalos, fríos y resbaladizos, se volvían rápidamente marrones y pegajosos cuando los estrujaba, y solía limpiárselos frotando la mano contra la parte de abajo de uno de los bancos de madera de St. Michael.

Entró en la casa y enseguida vio, por la puerta abierta a su izquierda, que Terri no se había acostado. Estaba sentada en su butaca, con los ojos cerrados y la boca abierta. Krystal cerró la puerta de la calle, que produjo un chirrido, pero su madre no se movió.

Se colocó al lado de ella y le sacudió un delgado brazo. La cabeza de Terri cayó hacia delante sobre el pecho escuálido. Estaba roncando.

Krystal la soltó. La imagen de un hombre muerto en el cuarto de baño volvió a sumergirse en su subconsciente.

—Zorra estúpida —murmuró.

Entonces cayó en la cuenta de que Robbie no estaba en la sala. Subió la escalera, llamándolo.

—Aquí —lo oyó decir detrás de la puerta de la habitación de Krystal.

Abrió la puerta empujándola con el hombro y vio a Robbie allí de pie, desnudo. Detrás de él, tumbado en su colchón y rascándose el torso descubierto, estaba Obbo.

—¿Qué pasa, Krys? —preguntó con una sonrisa sarcástica.

Krystal agarró a su hermano y lo llevó a su dormitorio. Le temblaban tanto las manos que tardó una eternidad en vestirlo.

—¿Te ha hecho algo? —le susurró a Robbie.

—Tengo hambre —dijo el niño.

Cuando lo hubo vestido, lo cogió y se lo llevó abajo. Oía a Obbo moviéndose por su habitación.

—¿Qué hace aquí? —le espetó a Terri, que seguía adormilada en la butaca—. ¡¿Qué hace en mi cuarto con Robbie?!

Robbie forcejeó para soltarse de sus brazos; no soportaba los gritos.

—¿Y qué coño es eso? —añadió Krystal al reparar en dos grandes bolsas de deporte negras al lado de la butaca de su madre.

—Nada.

Pero Krystal ya había abierto una de las cremalleras.

—¡Nada! —gritó Terri.

Dentro había grandes bloques de hachís del tamaño de ladrillos, pulcramente envueltos en láminas de plástico. Krystal, que apenas sabía leer, que no podía identificar la mitad de las hortalizas en un supermercado, que no habría sabido decir el nombre del primer ministro, sabía que el contenido de aquellas bolsas, si llegaban a encontrarlas allí, significaba la cárcel para su madre. Entonces vio la lata con el cochero y los caballos en la tapa, metida entre el brazo y el asiento de la butaca donde estaba Terri.

—Te has chutado —balbuceó Krystal; el desastre llovía, invisible, y todo se derrumbaba—. Joder, te has…

Oyó a Obbo por la escalera y agarró de nuevo a Robbie. El pequeño se puso a llorar y forcejear, asustado, pero Krystal no pensaba soltarlo.

—¡Suelta al niño, joder! —chilló Terri en vano.

Krystal ya había abierto la puerta de la calle y corría tan rápido como podía, con Robbie en brazos, que se resistía y gemía.

VI

Shirley se duchó y sacó unas prendas del armario mientras Howard seguía roncando. Estaba abrochándose la rebeca cuando oyó la campana de la iglesia de St. Michael and All Saints, que llamaba al oficio de las diez. Siempre pensaba que debía de oírse mucho en casa de los Jawanda, que vivían justo enfrente, y confió en que para ellos fuera una proclama de la adhesión de Pagford a costumbres y tradiciones de las que ellos, evidentemente, no participaban.

De forma casi inconsciente, porque lo hacía muy a menudo, Shirley recorrió el pasillo, entró en el antiguo dormitorio de Patricia y se sentó ante el ordenador.

Su hija debería haber estado allí, durmiendo en el sofá cama que Shirley le había preparado. Era un alivio no tener que tratar con ella esa mañana. Howard, que seguía tarareando The Green, Green Grass of Home cuando llegaron a Ambleside de madrugada, no había reparado en que Patricia no iba con ellos hasta que Shirley hubo sacado la llave de la puerta.

—¿Dónde está Pat? —preguntó, resollando y apoyándose en el porche.

—Estaba muy disgustada porque Melly no ha querido venir —dijo Shirley suspirando—. Creo que discutieron. Supongo que habrá vuelto a casa para arreglar las cosas.

—Éstas siempre están entretenidas —repuso Howard, apoyándose alternativamente en las paredes del estrecho pasillo por el que avanzaba con cuidado hacia el dormitorio.

Shirley abrió su web médica favorita. Cuando tecleó la primera letra del nombre de la enfermedad que quería investigar, la página volvió a explicarle qué eran las EpiPens, y Shirley revisó rápidamente su modo de empleo y su composición, porque tal vez todavía tuviera una oportunidad de salvarle la vida a aquel chico. A continuación, tecleó «eccema» y descubrió, con cierta desilusión, que esa afección no era contagiosa; por tanto, no podría utilizarla como pretexto para despedir a Sukhvinder Jawanda.

Entonces, por pura costumbre, tecleó la dirección de la web del Concejo Parroquial de Pagford y abrió el foro.

Ya era capaz de reconocer al instante la forma y longitud del nombre de usuario «El Fantasma de Barry Fairbrother», igual que un enamorado reconoce al instante la nuca de su ser querido, o la curva de sus hombros, o sus andares.

Bastó con un vistazo al primer mensaje para que la invadiera la emoción: el Fantasma no la había abandonado. Shirley sabía que el arrebato de la doctora Jawanda no podía quedar sin castigo.

El lío secreto del hijo predilecto de Pagford.

Shirley leyó el título, pero al principio no lo entendió, tal vez porque lo que ella esperaba encontrar allí era el nombre de Parminder. Volvió a leerlo y dio un grito ahogado, el aspaviento de una mujer que recibe un chorro de agua helada.

Howard Mollison, hijo predilecto de Pagford, y Maureen Lowe son, desde hace muchos años, algo más que socios. Todo el mundo sabe que Maureen realiza con regularidad degustaciones del salami más exquisito de Howard. La única persona que parece no estar al corriente de ese secreto es Shirley, la mujer de Howard.

Completamente inmóvil, Shirley pensó: «No es verdad.»

No podía ser verdad.

Sí, había sospechado en un par de ocasiones, y alguna vez se lo había insinuado a Howard…

No, no iba a creérselo. No podía creérselo.

Pero había quienes sí se lo creerían. Creerían al Fantasma. Todos le creían.

Sus manos parecían dos guantes vacíos, torpes y débiles, y cometieron numerosos errores antes de conseguir borrar el mensaje. Cada segundo que permaneciera allí, alguien más podía leerlo, darle crédito, reírse de él, enviarlo al periódico local… Howard y Maureen, Howard y Maureen…

El mensaje ya estaba borrado. Shirley se quedó sentada con los ojos fijos en la pantalla; sus pensamientos correteaban como ratones tratando de escapar de un recipiente de cristal, pero no había escapatoria, no había punto de apoyo firme, no había forma de volver a trepar a la feliz posición que Shirley ocupaba antes de leer aquel espantoso mensaje, colgado donde todos podían haberlo leído…

Howard se había reído muchas veces de Maureen.

No; era ella la que se había reído de Maureen. Howard se había reído de Kenneth.

Siempre juntos: días festivos y laborables, excursiones de fin de semana…

«…la única persona que parece no estar al corriente del secreto…»

Howard y Shirley no necesitaban sexo: llevaban años durmiendo en camas separadas, tenían un acuerdo tácito…

«…realiza con regularidad degustaciones del salami más exquisito de Howard…»

(Shirley creyó que su madre había vuelto a la vida y estaba allí con ella: riendo a carcajadas y burlándose y derramando el vino de la copa que sostenía… Shirley no soportaba esa risa asquerosa. Nunca había soportado las procacidades ni el ridículo.)

Se levantó de un brinco, tropezando con las patas de la silla, y volvió precipitadamente al dormitorio. Howard dormía tumbado boca arriba, emitiendo fuertes ruidos porcinos.

—Howard. ¡Howard!

Tardó más de un minuto en despertar. Estaba desorientado y confuso. Sin embargo, Shirley, de pie a su lado, todavía veía en él al caballero protector que podía salvarla.

—Howard, el Fantasma de Barry Fairbrother ha colgado otro mensaje.

Contrariado por ese brusco despertar, él hundió la cara en la almohada y soltó un gruñido atronador.

—Sobre ti —añadió Shirley.

Howard y Shirley no solían hablarse con franqueza. Eso era algo que a ella siempre le había gustado. Pero ese día no tenía más remedio que hablar claro.

—Sobre ti —repitió— y Maureen. Dicen que tenéis… una aventura.

Howard se llevó una manaza a la cara y se frotó los ojos. Shirley creyó que se los frotaba más de lo necesario.

—¿Qué? —dijo luego, sin descubrirse la cara.

—Que Maureen y tú tenéis una aventura.

—¿De dónde ha sacado eso?

Ni desmentido, ni indignación, ni risa mordaz. Sólo una prudente interrogación sobre las fuentes.

En adelante, Shirley recordaría ese momento como una muerte, el verdadero final de una vida.

VII

—¡Cállate, Robbie, joder!

Krystal había llevado a Robbie hasta una parada de autobús, varias calles más allá, para que ni Obbo ni Terri pudieran encontrarlos. No sabía si tenía suficiente dinero para el billete, pero estaba decidida a ir a Pagford. La abuelita Cath había muerto, el señor Fairbrother había muerto, pero Fats Wall todavía estaba allí, y ella necesitaba fabricar un bebé con él.

—¡¿Qué hacías en mi habitación con él?! —le gritó a Robbie, que lloriqueó y no contestó.

Al móvil de Terri le quedaba muy poca batería. Krystal marcó el número de Fats, pero le salió el buzón de voz.

En Church Row, Fats comía tostadas y escuchaba a sus padres, que tenían una de aquellas extrañas conversaciones en el estudio, al otro lado del recibidor. Agradecía tener algo que lo distrajera de sus pensamientos. El móvil que llevaba en el bolsillo vibró, pero no contestó. No había nadie con quien quisiera hablar. No podía ser Andrew, después de lo ocurrido la noche anterior.

—Ya sabes lo que tienes que hacer, Colin —estaba diciendo su madre. Parecía extenuada—. Colin, por favor…

—El sábado por la noche cenamos con ellos. La noche antes de su muerte. Cociné yo. ¿Y si…?

—Colin, no pusiste nada en la comida. Por el amor de Dios, ya estoy otra vez… No debería hacer esto, Colin, sabes perfectamente que no debería meterme. Quien habla es tu trastorno obsesivo compulsivo.

—Pero podría ser, Tess. De pronto se me ocurrió. ¿Y si puse algo…?

—Entonces, ¿cómo es que Mary, tú y yo estamos vivos? ¡Le hicieron una autopsia, Colin!

—Nadie nos comentó el resultado. Mary no nos dijo nada. Creo que por eso ya no quiere hablar conmigo. Sospecha de mí.

—Colin, por el amor de Dios… —Tessa redujo la voz hasta convertirla en un susurro apremiante.

Fats ya no pudo oír lo que decía su madre. Entonces, el teléfono volvió a vibrar. Lo sacó del bolsillo. Era el número de Krystal. Contestó.

—Hola —dijo ella; al fondo se oía gritar a un niño—. ¿Quieres quedar?

—No sé —respondió él al mismo tiempo que bostezaba. Tenía intención de acostarse.

—Estoy en el autobús camino de Pagford. Podríamos hacer algo.

La noche anterior, Fats había apretujado a Gaia Bawden contra la verja del centro parroquial hasta que ella se había apartado de él y había vomitado. Luego Gaia había vuelto a hacerle reproches, y él la había dejado allí y se había marchado a casa.

—No sé —repitió. Estaba muy cansado y desanimado.

—¿Qué? —insistió ella.

Fats oyó a Colin en el estudio.

—Eso lo dices tú, pero ¿y si no lo detectaron? ¿Y si…?

—Colin, no deberíamos hablar así. Sabes que no debes tomarte en serio esas ideas.

—¿Cómo puedes decirme eso? ¿Cómo quieres que no me las tome en serio? Si soy responsable de…

—Vale, sí —le dijo Fats a Krystal—. Dentro de veinte minutos delante del pub de la plaza.

VIII

Al final fue la urgencia de orinar lo que obligó a Samantha a salir de la habitación de invitados. En el cuarto de baño bebió agua fría directamente del grifo hasta que le entraron náuseas, se tragó dos paracetamoles que sacó del armarito de encima del lavamanos y se dio una ducha.

Se vistió sin mirarse en el espejo. Mientras hacía todo eso, aguzaba el oído por si algún ruido le indicaba el paradero de Miles, pero la casa estaba en silencio. Pensó que quizá hubiera llevado a Lexie a algún sitio, lejos de su madre borracha, libidinosa y asaltacunas.

(«¡Ese chico iba a la clase de Lexie!», le espetó Miles en cuanto estuvieron a solas en su dormitorio. Samantha esperó a que él se apartara de la puerta, y entonces la abrió de un tirón y fue a refugiarse en la habitación de invitados.)

Tenía oleadas de náuseas y de vergüenza. Le habría gustado poder olvidarlo, haber perdido el conocimiento, pero seguía viendo la cara de aquel chico cuando ella se había abalanzado sobre él. Recordaba el contacto de aquel cuerpo tan delgado y tan joven apretado contra el suyo.

Si se hubiera tratado de Vikram Jawanda, tal vez podría haberlo enfocado con cierta dignidad. Necesitaba un café. No podía quedarse eternamente en el cuarto de baño. Pero al darse la vuelta para abrir la puerta, se vio en el espejo y estuvo a punto de perder el valor. Tenía la cara abotargada y los párpados hinchados, y la tensión y la deshidratación le destacaban las arrugas.

«Dios mío, qué habrá pensado de mí…»

Encontró a Miles sentado en la cocina. No lo miró, fue derecha hacia el armario del café. Antes de que hubiera tocado el tirador de la puerta, él dijo:

—Aquí hay café.

—Gracias —masculló ella, y se sirvió una taza evitando mirar a su marido.

—He enviado a Lexie a casa de mis padres —dijo Miles—. Tenemos que hablar.

Ella se sentó a la mesa de la cocina.

—Pues adelante —dijo.

—¿Adelante? ¿Eso es lo único que se te ocurre?

—¿No dices que quieres hablar?

—Anoche, en la fiesta de cumpleaños de mi padre, fui a buscarte y te encontré achuchando a un chico de dieciséis…

—De dieciséis años, sí —confirmó Samantha—. Al menos es legal.

Miles se quedó mirándola con perplejidad.

—¿Te resulta gracioso? Si me hubieras encontrado tú a mí tan borracho que ni siquiera fuera consciente de…

—Yo era consciente —lo interrumpió su mujer.

No quería ser como Shirley, no quería taparlo todo con un mantelito de volantes de educada ficción. Quería ser sincera, atravesar aquella gruesa capa de autocomplacencia que hacía que ya no reconociera al joven del que había estado enamorada.

—¿De qué eras consciente? —preguntó Miles.

Era tan evidente que esperaba que ella se mostrara avergonzada y arrepentida que a Samantha le dieron ganas de reír.

—Consciente de que lo estaba besando —dijo.

Miles la miró con fijeza, haciendo que su valor se esfumara, porque sabía qué iba a decir él a continuación.

—¿Y si hubiera entrado Lexie?

Samantha no tenía respuesta para eso. Pensar que Lexie pudiera enterarse de aquello le daba ganas de huir para siempre. ¿Y si el chico se lo contaba? Habían sido compañeros de colegio. Samantha no había tenido en cuenta cómo era Pagford.

—¿Qué demonios te está pasando? —preguntó Miles.

—No soy feliz —declaró Samantha.

—¿Por qué? —preguntó él, pero se apresuró a añadir—: ¿Es por la tienda? ¿Es eso?

—En parte sí. Pero detesto vivir en Pagford. Detesto vivir tan cerca de tus padres. Y a veces —añadió— detesto despertarme a tu lado.

Pensó que Miles se enfurecería, pero en cambio le preguntó con bastante serenidad:

—¿Significa que ya no me quieres?

—No lo sé.

Con el cuello de la camisa desabrochado parecía más joven. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Samantha creyó atisbar a alguien conocido y vulnerable dentro del avejentado cuerpo sentado al otro lado de la mesa. «Y todavía me quiere», pensó extrañada, recordando la cara arrugada que acababa de ver en el espejo del cuarto de baño.

—Pero la noche en que murió Barry Fairbrother —añadió— me alegré de que tú siguieras vivo. Creo que soñé que habías muerto y me desperté, y sé que me alegré cuando te oí respirar.

—Y… ¿y eso es lo único que tienes que decirme? ¿Que te alegras de que no esté muerto?

Samantha se había equivocado al pensar que Miles no estaba furioso: estaba conmocionado.

—¿Eso es lo único que tienes que decirme? Coges una curda en la fiesta de mi padre y…

—¿Habría sido menos grave si no hubiera pasado en la maldita fiesta de tu padre? —replicó ella; la cólera de Miles había inflamado la suya—. ¿Es ése el verdadero problema, que te hice quedar mal delante de papá y mamá?

—Samantha, estabas besando a un chico de apenas dieciséis años.

—¡Pues mira, a lo mejor no es el último! —replicó ella a voz en grito. Se levantó y dejó su taza de un golpazo en el fregadero; el asa se rompió y se le quedó en la mano—. ¿No lo entiendes, Miles? ¡No puedo más! Odio nuestra vida de mierda y odio a tus malditos padres…

—Pues no te importa que paguen la educación de las niñas…

—… odio ver cómo te conviertes en tu padre ante mis narices…

—… lo que pasa es que no soportas verme feliz cuando tú no lo eres…

—… cuando a mi querido esposo le importa un cuerno lo que yo siento…

—… podrías hacer muchas cosas, pero prefieres quedarte sentada en el sofá poniendo mala cara…

—… no pienso seguir quedándome sentada en el sofá, Miles…

—… no voy a pedir perdón por implicarme en la comunidad…

—… bueno, pues lo que dije es lo que pienso: ¡no le llegas a la suela del zapato a Barry!

—¿Qué? —saltó él, y al levantarse volcó la silla mientras Samantha iba hacia la puerta.

—¡Ya me has oído! —le gritó—. Como decía en mi carta, Miles, no le llegas a la suela del zapato a Barry Fairbrother. Él era sincero.

—¿Tu carta?

—Sí —dijo ella casi sin aliento, con una mano en el picaporte—. Esa carta anónima la envié yo. Una noche que bebí de más mientras tú hablabas por teléfono con tu madre. —Abrió la puerta y agregó—: Y que sepas que tampoco te voté.

La expresión de Miles le produjo una gran turbación. En el recibidor se calzó unos zuecos, lo primero que encontró, y salió a la calle antes de que él pudiera alcanzarla.

IX

El trayecto en autobús trasladó a Krystal a su infancia. Cuando estudiaba en el St. Thomas lo hacía todos los días, sola. Sabía cuándo aparecería la abadía y se la señaló a Robbie.

—¿Ves el castillo en ruinas?

Robbie tenía hambre, pero la emoción de ir en autobús lo distrajo un poco. Krystal le sujetaba la mano con fuerza. Le había prometido comprarle algo de comer cuando llegaran a su destino, pero no sabía cómo lo conseguiría. Quizá pudiera pedirle dinero prestado a Fats para una bolsa de patatas fritas, y también para el billete de vuelta.

—Yo iba a ese colegio —le dijo a su hermano mientras él hacía dibujos abstractos con un dedo en la sucia ventanilla—. Y tú también irás.

Cuando la realojaran a causa de su embarazo, muy probablemente le facilitarían otra vivienda en los Prados; nadie quería comprarlas porque estaban muy deterioradas. Pero, pese al mal estado de esas casas, Krystal lo consideraba una ventaja, porque podría matricular a Robbie y el bebé en el St. Thomas. Además, seguro que los padres de Fats le darían dinero para una lavadora cuando naciera su nieto. Quizá hasta le compraran un televisor.

El autobús bajaba por una cuesta hacia Pagford, y Krystal entrevió el reluciente río, que asomó brevemente antes de que la carretera descendiera demasiado. Cuando había empezado a entrenar con el equipo de remo, la había decepcionado no hacerlo en el Orr, sino en el sucio canal de Yarvil.

—Ya hemos llegado —le dijo a Robbie cuando el autobús entró lentamente en la plaza engalanada con flores.

Fats no había caído en que esperar delante del Black Canon significaba estar enfrente de Mollison y Lowe y La Tetera de Cobre. Todavía faltaba más de una hora para el mediodía, que era cuando abría la cafetería los domingos, pero Fats no sabía a qué hora empezaba a trabajar Andrew. Esa mañana no le apetecía encontrarse con su amigo, así que se quedó junto a la fachada lateral del pub, donde no pudieran verlo, y no salió hasta que vio llegar y detenerse el autobús. Cuando éste volvió a arrancar, Krystal apareció en la acera con un niño pequeño y sucio cogido de la mano.

Desconcertado, fue hacia ellos.

—Es mi hermano —dijo la chica con brusquedad, en respuesta a algo que detectó en la cara de Fats.

Éste tuvo que recordarse lo que significaba una vida dura y auténtica. Lo había tentado brevemente la idea de dejar embarazada a Krystal (y demostrarle a Cuby lo que los hombres de verdad son capaces de conseguir sin esfuerzo, con toda naturalidad), pero aquel crío agarrado a la mano y la pierna de su hermana lo había desconcertado.

Fats lamentó haber aceptado quedar allí con Krystal. Lo hacía parecer ridículo. Ahora que la veía en la plaza, habría preferido volver a aquella casa apestosa y sórdida.

—¿Tienes dinero? —le preguntó Krystal.

—¿Qué?

El cansancio le impedía pensar con claridad. Ya no se acordaba de por qué había querido pasar toda la noche despierto; había fumado tanto que le dolía la lengua.

—Dinero —repitió Krystal—. Tiene hambre, y he perdido un billete de cinco. Luego te lo devuelvo.

Fats metió una mano en el bolsillo de los vaqueros y palpó un billete arrugado. No sabía muy bien por qué, pero delante de Krystal no quería que pareciera que le sobraba el dinero, así que hurgó un poco más en busca de cambio, y al final sacó unas monedas.

Fueron al quiosco que había a dos calles de la plaza, y Fats se quedó en la acera mientras Krystal le compraba a Robbie patatas fritas y un paquete de Rolos. Nadie dijo nada, ni siquiera Robbie, quien parecía temer a Fats. Al final, cuando Krystal le hubo dado las patatas a su hermano, le dijo a Fats:

—¿Adónde vamos?

No podía ser que estuviera proponiéndole echar un polvo con el niño allí. Le había pasado por la cabeza llevarla al Cubículo: era un sitio que sólo conocían Andrew y él, y representaría la profanación definitiva de su amistad; ya no le debía nada a nadie. Pero rechazó la idea de echar un polvo delante de un niño de tres años.

—No nos molestará —añadió Krystal—. Ya tiene sus chocolatinas. No, luego —le dijo a Robbie, que gimoteaba para que su hermana le diera los Rolos—. Cuando te hayas terminado las patatas.

Echaron a andar hacia el viejo puente de piedra.

—No nos molestará —repitió ella—. Es muy obediente. ¿Verdad? —le dijo en voz alta a Robbie.

—Quiero chocolate —dijo el niño.

—Dentro de un rato.

Krystal se dio cuenta de que ese día Fats necesitaba un empujoncito. En el autobús ya había pensado que llevar a Robbie con ella, aunque fuera necesario, sería complicado.

—¿Qué te cuentas? —le preguntó.

—Anoche fui a una fiesta —contestó él.

—¿Ah, sí? ¿Quién estaba?

Fats soltó un gran bostezo y Krystal se quedó esperando su respuesta.

—Arf Price. Sukhvinder Jawanda. Gaia Bawden.

—¿Ésa vive en Pagford? —preguntó Krystal con aspereza.

—Sí, en Hope Street.

Lo sabía porque a Andrew se le había escapado. Andrew nunca le había dicho que le gustara, pero en las pocas clases que tenían en común, Fats se había fijado en que no le quitaba ojo y en lo cohibido que se mostraba en presencia de la chica o cuando alguien la mencionaba.

En cambio, Krystal pensaba en la madre de Gaia, la única asistente social que le había caído bien, la única que había conseguido que Terri la escuchara. Vivía en Hope Street, igual que la abuelita Cath. Seguramente estaría allí ahora. ¿Y si…?

Pero Kay las había dejado tiradas. Ahora Mattie volvía a ser su asistente social. Además, se suponía que uno no debía molestarlas cuando estaban en su casa. En cierta ocasión, Shane Tully siguió a su asistente social hasta su casa, y se ganó una orden de alejamiento. Claro que anteriormente había amenazado con lanzarle un ladrillo contra el parabrisas del coche…

De todas formas, razonó Krystal entornando los ojos cuando el camino describió una curva y el río la deslumbró con un millar de cegadores puntitos de luz, Kay seguía siendo la portadora de carpetas, la que llevaba la cuenta y la jueza. Parecía una tía enrollada, pero ninguna solución que les propusiera conseguiría que Krystal y Robbie siguieran juntos…

—Podríamos bajar allí —propuso, señalando un tramo de orilla con la hierba crecida, un poco más allá del puente—. Robbie podría esperarnos allí, en ese banco.

Pensó que desde allí podría vigilarlo y, al mismo tiempo, asegurarse de que no viera nada. Aunque ya lo había visto otras veces, en la época en que Terri llevaba a desconocidos a su casa…

Pese a lo agotado que estaba, a Fats le repugnó esa idea. No podía hacerlo en la hierba, a la vista de un niño pequeño.

—No —dijo con fingida naturalidad.

—No nos molestará —insistió Krystal—. Tiene sus Rolos. Ni siquiera se enterará —mintió.

Robbie sabía más de la cuenta. En la guardería había habido un incidente cuando lo habían pillado imitando el acto sexual, haciendo el perrito con una niña.

Fats recordó que la madre de Krystal era una prostituta. Le repugnaba lo que ella le estaba proponiendo, pero ¿no era su reticencia poco auténtica?

—¿Qué pasa? —preguntó la chica con agresividad.

—Nada.

Dane Tully lo haría. Pikey Pritchard lo haría. Cuby no lo haría ni que lo mataran.

Krystal condujo a Robbie hasta el banco. Fats se agachó y miró por encima del respaldo hacia el trecho de malas hierbas y matorrales; le pareció que el crío probablemente no vería nada, pero se propuso acabar cuanto antes por si acaso.

—Toma —le dijo Krystal a su hermano, sacando el paquete cilíndrico de Rolos mientras el niño intentaba alcanzarlo, entusiasmado—. Si te quedas aquí sentado un minuto, puedes acabártelos, ¿vale? Siéntate aquí, Robbie, y yo estaré allí, en los matorrales. ¿Me has entendido, Robbie?

—Sí —dijo el niño, muy contento. Ya tenía las mejillas manchadas de chocolate y tofe.

Krystal descendió por la orilla hacia el tramo de hierba crecida y confió en que Fats no pusiera objeciones a hacerlo sin condón.

X

Gavin llevaba gafas de sol para protegerse de la intensa luz de la mañana, pero como disfraz no le servían de mucho, porque sin duda Samantha Mollison reconocería su coche. Cuando la vio acercarse por la acera, con las manos en los bolsillos y cabizbaja, viró bruscamente a la izquierda en lugar de seguir calle abajo hasta la casa de Mary, cruzó el antiguo puente de piedra y aparcó en una calle lateral en la ribera opuesta del río.

No quería que Samantha lo viera aparcar ante la casa de Mary. No importaba los días laborables, cuando llevaba traje y un maletín; no le había importado antes de que admitiera ante sí mismo lo que sentía por Mary, pero ahora sí importaba. En cualquier caso, aquella era una mañana preciosa, y un paseo le serviría para hacer tiempo.

«Aún no hay que descartar ninguna posibilidad», se dijo, mientras cruzaba el puente a pie. Debajo de él, sentado en un banco, había un niño pequeño comiendo caramelos. «No tengo que decir nada de entrada… Improvisaré sobre la marcha.»

Pero le sudaban las palmas. Había pasado una noche de perros imaginando que Gaia les contaba a las gemelas Fairbrother que él estaba enamorado de su madre.

Mary pareció alegrarse de verlo.

—¿Y tu coche? —preguntó, mirando más allá de Gavin.

—He aparcado en el río. Hace una mañana preciosa, me apetecía dar un paseo, y de pronto se me ha ocurrido que podría cortarte el césped si…

—Bueno, Graham ya me hizo ese favor —repuso Mary—, pero es un detalle por tu parte. Pasa y tómate un café.

Mary charlaba de esto y aquello mientras se movía por la cocina. Llevaba unos vaqueros viejos recortados y una camiseta; revelaban lo delgada que estaba, pero volvía a tener el cabello tan brillante como él recordaba. Gavin veía a las gemelas tumbadas sobre una manta en el césped recién cortado, ambas con auriculares y escuchando sus iPods.

—¿Cómo estás? —preguntó Mary, sentándose a su lado.

Gavin no entendió a qué venía su tono de preocupación; entonces se acordó de que la noche anterior, durante su breve visita, había encontrado tiempo para contarle que Kay y él habían roto.

—Estoy bien —repuso—. Probablemente ha sido lo mejor.

Ella sonrió y le dio palmaditas en el brazo.

—Anoche me enteré —dijo él con la boca seca— de que quizá te vayas a vivir a otro sitio.

—En Pagford las noticias viajan deprisa —comentó ella—. Sólo es una posibilidad. Theresa quiere que vuelva a Liverpool.

—¿Y qué les parece a los chicos?

—Bueno, esperaría a que Fergus y las chicas acabaran los exámenes de junio. Declan no supone tanto problema. No es que ninguno de nosotros quiera alejarse de…

Y se deshizo en lágrimas ante sus ojos, pero él se sintió tan feliz que tendió una mano para tocarle la delicada muñeca.

—No, claro que no…

—… la tumba de Barry.

—Ah —repuso Gavin, y su alegría se apagó como una vela.

Mary se secó las lágrimas con el dorso de la mano. A él aquello le parecía un poco morboso. En su familia incineraban a los muertos. El entierro de Barry había sido el segundo al que asistía en su vida, y todo le había parecido horrible. Para él, una tumba no era más que el indicador de un sitio donde se descomponía un cuerpo; una idea bien desagradable, y sin embargo la gente se empeñaba en visitarlo y llevarle flores, como si aún pudiera recuperarse.

Mary se levantó para coger pañuelos de papel. Fuera, en el jardín, las gemelas compartían ahora unos auriculares y cabeceaban al ritmo de una canción.

—Así que Miles ha conseguido la plaza de Barry —dijo Mary—. Anoche, la celebración se oía desde aquí.

—Bueno, Howard festejaba su… Sí, exacto.

—Y Pagford prácticamente se ha librado de los Prados.

—Ajá, eso parece.

—Y ahora que Miles está en el concejo, les costará menos cerrar Bellchapel —añadió Mary.

Gavin siempre tenía que recordarse qué era Bellchapel; esas cuestiones no le interesaban en absoluto.

—Sí, supongo.

—O sea que se acabó todo por lo que Barry luchaba.

Ella ya no lloraba y un rubor airado volvía a teñirle las mejillas.

—Ya lo sé —admitió Gavin—. Es muy triste.

—No sé si lo es —repuso Mary, aún enfadada—. ¿Por qué ha de pagar Pagford las facturas de los Prados? Barry sólo veía una cara de la moneda. Pensaba que todos los habitantes de los Prados eran como él. Creía que Krystal Weedon era como él, pero no es cierto. Nunca se le ocurrió que la gente de los Prados fuera feliz donde estaba.

—Ya —dijo Gavin, alegrándose de que ella no compartiera las opiniones de Barry, y tuvo la sensación de que la sombra de su tumba ya no se cernía sobre ellos—. Entiendo lo que quieres decir. Por lo que he oído sobre Krystal Weedon…

—Barry le dedicaba más tiempo y atención que a sus propias hijas —prosiguió Mary—. Y ella no puso ni un penique para su corona de flores. Me lo contaron las niñas. Participaron todas las del equipo de remo menos Krystal. Y tampoco acudió a su funeral, después de todo lo que Barry había hecho por ella.

—Ya, bueno, eso demuestra…

—Lo siento, pero no puedo dejar de pensar en todo eso —lo interrumpió ella, furibunda—. No puedo dejar de pensar que él habría querido que yo tomara su relevo en atender a la maldita Krystal Weedon. No consigo superarlo. Todo su último día, y le dolía la cabeza y no hizo nada por remediarlo… ¡Pasó todo el último día de su vida escribiendo aquel maldito artículo!

—Sí, lo sé. —Y, con la sensación de poner un vacilante pie en un endeble puente de cuerda, añadió—: Es algo típicamente masculino. Miles es igual. Samantha no quería que se presentara como candidato al concejo, pero él se obstinó. Hay tíos a los que les encanta tener un poco de poder…

—Barry no estaba en esto por el poder —dijo Mary, y Gavin se apresuró a dar marcha atrás.

—No, no, Barry no. Él hacía todo eso por…

—No podía evitarlo —zanjó Mary—. Creía que todo el mundo era como él, que si les echabas una mano se volvían mejores.

—Ya, pero la cuestión es que hay otros a los que les vendría bien que les echaras una mano, a los de casa…

—¡Pues sí, exactamente! —exclamó Mary, y rompió a llorar otra vez.

—Mary… —Gavin se levantó para acercarse a ella (ya estaba en medio del puente de cuerda, sintiendo una mezcla de pánico y expectación)—. Oye, ya sé que ha pasado poco tiempo… poquísimo, pero conocerás a otra persona.

—¿A mis cuarenta y con cuatro hijos?… —sollozó.

—Hay muchos hombres… —empezó él, pero por ahí no iba bien; mejor no hacerle creer que tenía muchas opciones, así que se corrigió—: Al hombre adecuado no le importará que tengas hijos. Además, son unos chicos estupendos, acogerlos sería un placer para cualquiera.

—Oh, Gavin, eres un encanto —repuso ella, y volvió a secarse las lágrimas.

Él le rodeó los hombros con un brazo y Mary no lo rechazó. Permanecieron así, de pie y en silencio, mientras ella se sonaba la nariz, y cuando Gavin notó que hacía ademán de apartarse, dijo:

—Mary…

—¿Qué?

—Tengo que… Mary, creo que estoy enamorado de ti.

Por unos segundos experimentó el sublime orgullo del paracaidista que se arroja al espacio ilimitado.

Entonces ella retrocedió bruscamente.

—Gavin…

—Lo siento —dijo él, alarmado ante el rechazo que vio en su cara—. Quería que lo supieras por mí. Le dije a Kay que ése era el motivo por el que rompía con ella, y temía que te enteraras por otra persona. Habría esperado meses para decírtelo. Años —añadió, tratando de que sonriera de nuevo, de que volviera a pensar que él era un encanto.

Pero Mary negaba con la cabeza, con los brazos cruzados.

—Gavin, yo nunca, nunca…

—Olvida lo que he dicho —dijo él como un tonto—. Olvídalo y ya está.

—Creía que lo entendías.

Gavin concluyó que debería haber sabido que a Mary la ceñía la protectora armadura invisible del duelo.

—Y lo entiendo —mintió—. No pensaba decírtelo, sólo que…

—Barry siempre dijo que yo te gustaba.

—No, no —respondió él, desesperado.

—Gavin, creo que eres un hombre muy agradable —dijo ella casi sin aliento—. Pero no… Quiero decir, aunque no estuviera…

—No —la interrumpió él en voz alta, tratando de ahogar sus palabras—. Lo comprendo. Oye, me voy a ir yendo.

—No hace falta que…

Pero ahora él casi la odiaba. Había entendido lo que trataba de decirle: «Aunque no estuviera llorando a mi marido, te rechazaría.»

La visita de Gavin había sido tan breve que cuando Mary, un poco temblorosa, tiró el café que él no se había tomado, todavía estaba caliente.

XI

Howard le dijo a Shirley que no se encontraba bien, que se quedaría en la cama para descansar y que La Tetera de Cobre podría pasar sin él una tarde.

—Llamaré a Mo —añadió.

—No, ya la llamo yo —respondió Shirley.

Cuando cerraba la puerta del dormitorio, se dijo: «Está usando el corazón como excusa.»

Howard le había dicho: «No seas tonta, Shirl» y «Es un disparate, un maldito disparate», y ella no había insistido. Por lo visto, tantos años eludiendo remilgadamente temas escabrosos (se había quedado literalmente sin habla cuando Patricia, que entonces tenía veintitrés años, le había dicho: «Soy lesbiana, mamá») la habían vuelto incapaz de exteriorizar las cosas.

Llamaron al timbre. Era Lexie.

—Papá me ha dicho que viniera. Mamá y él tienen que hacer no sé qué. ¿Y el abuelo?

—Está en la cama —respondió Shirley—. Anoche se excedió un poco.

—Qué buena fiesta, ¿verdad? —comentó Lexie.

—Sí, estupenda —repuso su abuela, mientras en su interior se iba formando una tempestad.

Al cabo de un rato, Shirley se cansó del parloteo de su nieta.

—Vámonos a comer a la cafetería —propuso, y a través de la puerta cerrada del dormitorio dijo—: Howard, me llevo a Lexie a comer algo a La Tetera.

Él contestó con voz preocupada y Shirley se alegró. No temía a Maureen, la miraría a los ojos…

Pero cuando caminaba con su nieta hacia la cafetería, se le ocurrió que Howard podía haber llamado a Maureen en cuanto ella había salido. Qué estúpida era… Había creído que, si llamaba a Maureen para decirle que Howard se encontraba mal, evitaría que ambos se pusieran en contacto. Había olvidado que…

Las calles que tan bien conocía y que tanto amaba le parecieron distintas, extrañas. Cada cierto tiempo, Shirley hacía inventario de la fachada que ofrecía a aquel mundo pequeño y encantador: esposa y madre, voluntaria de hospital, secretaria del concejo parroquial, hija predilecta del pueblo; y Pagford había sido para ella un espejo que reflejaba, con educado respeto, su importancia y su valía. Pero el Fantasma había cogido un sello de goma y había estampado en la prístina superficie de su vida una revelación que lo anulaba todo: «su marido se acostaba con su socia, y ella nunca se enteró…».

Eso sería lo que dirían todos cuando hablaran de ella; y lo que recordarían para siempre.

Shirley empujó la puerta de la cafetería y la campanilla tintineó.

—Ahí está Peanut Price —dijo Lexie.

—¿Y Howard? ¿Cómo se encuentra? —graznó Maureen.

—Sólo está cansado —respondió Shirley, y se sentó a una mesa con el corazón tan acelerado que se preguntó si a ella también iba a darle un infarto.

—Pues dile que las chicas no han aparecido —repuso Maureen de mal humor—, y que ninguna se ha molestado en llamar. Menos mal que hay pocos clientes.

Lexie se acercó al mostrador para hablar con Andrew, al que habían puesto de camarero. Sentada a la mesa, consciente de su excepcional soledad, Shirley se acordó de Mary Fairbrother, tan tiesa y demacrada en el funeral de Barry, con la viudedad rodeándola como el séquito de una reina; de la lástima y admiración que suscitaba. Al perder a su marido, se había convertido en la destinataria pasiva y silenciosa de la admiración general, mientras que a ella, encadenada a un hombre que la había traicionado, la envolvía un manto de vergüenza, y era objeto de escarnio…

(Tiempo atrás, en Yarvil, Shirley había tenido que aguantar las burlas de muchos hombres por la reputación de su madre, aunque ella, Shirley, había sido todo lo pura que se puede ser.)

—Mi abuelo se encuentra mal —le estaba contando Lexie a Andrew—. ¿De qué son esos pasteles?

Andrew se agachó detrás de la barra, ocultando lo ruborizado que estaba.

«Me morreé con tu madre.»

Había estado a punto de faltar al trabajo. Temía que Howard lo pusiera de patitas en la calle por besar a su nuera y lo aterrorizaba que Miles Mollison irrumpiera en la cafetería buscándolo. Por otra parte, no era tan ingenuo como para no comprender que Samantha, con sus cuarenta y largos años según sus crueles cálculos, sería la mala de la película. La defensa de Andrew era simple: «Ella estaba borracha y se me echó encima.»

En la vergüenza que sentía había un ápice de orgullo. Tenía ganas de ver a Gaia, contarle que una mujer mayor se había abalanzado sobre él. Confiaba en que los dos se rieran de la escena como se habían reído de Maureen, pero que en el fondo Gaia se quedara impresionada; y en que, entre risa y risa, él lograra averiguar qué habían hecho exactamente ella y Fats, hasta dónde le había dejado llegar. Andrew estaba dispuesto a perdonarla: Gaia también estaba bastante borracha. Pero no se había presentado a trabajar.

Fue en busca de una servilleta para Lexie y casi chocó con la mujer del jefe, que estaba detrás del mostrador con su EpiPen en la mano.

—Howard quería que comprobase una cosa —le dijo Shirley—. Esta jeringuilla no puede estar aquí. La dejaré en la trastienda.

XII

A medio paquete de Rolos, a Robbie le entró mucha sed. Su hermana no le había comprado nada de beber. Bajó del banco y se agachó en la hierba; desde ahí entreveía a Krystal en los arbustos con aquel desconocido. Al cabo de un rato, descendió por el talud hacia ellos.

—Tengo sed —gimoteó.

—¡Robbie, sal de ahí! —chilló Krystal—. ¡Vuelve a esperarme en el banco!

—¡Quiero beber!

—Joder… vuelve al banco y te llevo algo dentro de un momento. ¡Vamos, lárgate, Robbie!

Sollozando, el crío volvió a subir por el resbaladizo talud hasta el banco. Estaba habituado a que no le dieran lo que pedía y era desobediente por costumbre, porque el enfado y las normas de los adultos eran arbitrarios, y él había aprendido a obtener lo que quería donde y cuando pudiera.

Enfadado con Krystal, se bajó del banco y se alejó un poco por la calle. Un hombre con gafas de sol caminaba por la acera hacia él.

(Gavin había olvidado dónde tenía aparcado el coche. Había salido de casa de Mary y echado a andar por Church Row, y al llegar a la altura de donde vivían Miles y Samantha se percató de que iba en la dirección equivocada. Como no quería volver a pasar por la casa de los Fairbrother, había dado un rodeo para regresar al puente.

Vio al niño, con la cara manchada de chocolate y aspecto desaliñado, y pasó de largo; su felicidad se había hecho añicos y casi deseaba ir a casa de Kay para que ella lo consolara en silencio. Siempre se mostraba encantadora cuando lo veía triste, eso era lo primero que lo había atraído de ella.)

El borboteo del río aún le daba más sed a Robbie. Lloró un poco más y cambió de dirección, alejándose del puente, más allá del sitio donde se escondía Krystal. Los arbustos habían empezado a moverse. Robbie siguió andando hasta que descubrió una abertura en un largo seto a la izquierda de la calle. Se acercó y vio un campo de deportes al otro lado.

Robbie se coló por el agujero y contempló la amplia superficie verde, con un enorme castaño y porterías en los extremos. Sabía qué eran porque su primo Dane le había enseñado a chutar una pelota de fútbol en el parque infantil. Robbie nunca había visto una extensión de verde como aquélla.

Una mujer cruzaba el campo deprisa, cabizbaja y con los brazos cruzados.

(Samantha llevaba mucho rato caminando, sin destino concreto siempre y cuando no fuera Church Row. Se había hecho muchas preguntas y encontrado muy pocas respuestas; y una de esas preguntas era si no habría ido demasiado lejos al soltarle a Miles lo de aquella estúpida carta, que había escrito borracha y mandado por puro rencor, y que ahora le parecía bastante menos ingeniosa…

Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Robbie. Los niños solían colarse a través del seto para jugar en el campo los fines de semana. Sus propias hijas lo habían hecho de pequeñas.

Samantha saltó la verja y se alejó del río en dirección a la plaza principal. El asco de sí misma la embargaba, por mucho que intentara dejarlo atrás.)

Robbie volvió a cruzar el agujero del seto y siguió un rato por la acera a la mujer que caminaba deprisa, pero no tardó en perderla de vista. El paquete mediado de Rolos se le estaba fundiendo en la mano y tenía mucha sed. A lo mejor Krystal ya había acabado. Volvió sobre sus pasos.

Cuando llegó al primer grupo de matorrales en la ribera, vio que ya no se movían, y pensó que no pasaba nada si se acercaba.

—Krystal —llamó.

Pero en los arbustos no había nadie. Su hermana había desaparecido.

Robbie se echó a llorar y la llamó a gritos. Trepó de nuevo por el talud y miró desesperado a un lado y otro de la calle; no había rastro de su hermana.

—¡Krystal! —gritó.

Una mujer de pelo corto y canoso lo miró con el entrecejo fruncido cuando pasaba por la acera de enfrente.

Shirley había dejado a Lexie en La Tetera de Cobre, donde parecía muy a gusto, pero cuando empezaba a cruzar la plaza había visto a lo lejos a Samantha, que era la última persona que deseaba ver, así que había tomado la dirección contraria.

Los lloriqueos y chillidos del niño resonaron a su espalda mientras ella se alejaba. Aferraba con fuerza la EpiPen que llevaba en el bolsillo. No sería el blanco de bromas lascivas. Quería ser pura y digna de lástima, como Mary Fairbrother. Su rabia era tan enorme, tan peligrosa, que le impedía pensar de forma coherente: quería actuar, castigar, acabar de una vez.

Justo antes de llegar al puente de piedra, unos matorrales se agitaron a su izquierda. Miró hacia abajo y vislumbró algo inmundo y repugnante que la hizo seguir caminando.

XIII

Sukhvinder llevaba aún más rato que Samantha caminando por Pagford. Había salido de la antigua vicaría poco después de que su madre le dijera que debía ir a trabajar, y desde entonces vagaba por las calles, respetando invisibles zonas de exclusión en torno a Church Row, Hope Street y la plaza principal.

Tenía casi cincuenta libras en el bolsillo, que constituía lo que había ganado en la cafetería y la fiesta, así como la cuchilla de afeitar. Habría querido llevarse también su libreta de la caja de ahorros, que guardaba en un pequeño archivador en el estudio de su padre, pero Vikram estaba sentado a su escritorio. Había esperado un rato en la parada el autobús de Yarvil, pero al divisar a Shirley y Lexie Mollison calle abajo se había escabullido.

La traición de Gaia había sido brutal e inesperada. Ligarse a Fats Wall… Ahora que tenía a Gaia, dejaría a Krystal. Cualquier chico dejaría a una chica por Gaia, eso seguro. Pero ella no habría soportado ir a trabajar y tener que oír a su única amiga diciéndole que en el fondo Fats Wall era un buen tío.

Le vibró el móvil. Gaia ya le había mandado dos SMS.

Vaya pedo llevaba anoche eh?

Vas a currar?

Nada sobre Fats Wall. Nada sobre haberle pegado un morreo al torturador de Sukhvinder. El nuevo mensaje decía: Stas ok?

Volvió a meterse el móvil en el bolsillo. Podía echar a andar en dirección a Yarvil y coger el autobús una vez fuera del pueblo, donde nadie pudiese verla. Sus padres no la echarían de menos hasta las cinco y media, cuando supuestamente volvía de la cafetería.

Un plan desesperado se iba formando en su mente mientras caminaba, cansada y acalorada: si lograra encontrar alojamiento por menos de cincuenta libras… Sólo deseaba estar sola y utilizar su cuchilla de afeitar.

Llegó a la calle que discurría junto al Orr. Si cruzaba el puente, podría enfilar una calle tranquila y seguirla hasta el final, hasta la carretera de circunvalación.

—¡Robbie! ¡Robbie! ¿Dónde estás?

Era Krystal Weedon, que corría de aquí para allá por la ribera del río. Fats Wall, con una mano en el bolsillo, fumaba y la observaba.

Sukhvinder se apresuró a doblar a la derecha para meterse en el puente, aterrorizada de que la vieran. Los gritos de Krystal reverberaban en las raudas aguas.

Sukhvinder vislumbró algo en el río debajo de ella.

Antes de pensar siquiera qué estaba haciendo, apoyó las manos en el caldeado murete de piedra y se dio impulso para encaramarse.

—¡Está en el río, Krys! —chilló, y se lanzó de pies al agua.

Cuando la corriente tiró de ella hacia el fondo, una pantalla rota de ordenador le hizo un profundo corte en la pierna.

XIV

Cuando Shirley abrió la puerta del dormitorio, sólo vio dos camas vacías. La justicia requería un Howard dormido; tendría que aconsejarle que volviera a acostarse.

Pero no llegaba ningún sonido de la cocina ni del baño. ¿Se habría cruzado con él al volver por el camino del río? Howard debía de haberse marchado a trabajar; quizá ya estuviera con Maureen en la trastienda, hablando de ella, planeando divorciarse y casarse con Maureen, ahora que el juego había terminado y ya no había que fingir.

Fue a la sala casi corriendo, para llamar a la cafetería. Entonces vio a Howard tendido en la alfombra, en pijama. Tenía la cara muy colorada y los ojos se le salían de las órbitas. De sus labios escapaba un débil resuello y se aferraba el pecho con una mano. La parte de arriba del pijama se le había subido y Shirley vio la zona en carne viva y llena de costras en la que había previsto clavarle la aguja.

Él le lanzó una mirada de muda súplica.

Ella lo miró fijamente, aterrorizada, y luego salió como una exhalación. Escondió la EpiPen en la lata de galletas, pero al punto la sacó y la metió detrás de los libros de cocina.

Volvió corriendo a la sala y marcó el número de emergencias.

—¿Llama de Pagford? De Orrbank Cottage, ¿verdad? La ambulancia ya está en camino.

—Oh, gracias, gracias a Dios —repuso Shirley, y casi había colgado cuando comprendió las palabras de la mujer, y chilló—: ¡No, no es Orrbank Cottage…! —Pero la operadora ya había colgado.

Shirley volvió a llamar. Estaba tan nerviosa que se le cayó el auricular. A su lado, en la alfombra, el resuello de Howard se debilitaba.

—¡No es Orrbank Cottage! —gritó—. Es el treinta y seis de Evertree Crescent, en Pagford… A mi marido le ha dado un infarto.

XV

En Church Row, Miles Mollison salió corriendo de su casa en zapatillas y se precipitó calle abajo hacia la antigua vicaría, al fondo de la escarpada cuesta. Aporreó la gruesa puerta de roble con la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de marcar el número de móvil de su mujer.

—¿Sí? —preguntó Parminder cuando abrió la puerta.

—Mi padre… —jadeó Miles—, otro ataque al corazón… Mi madre ha llamado a una ambulancia… ¿Puede venir a verlo? Por favor, ¿puede venir?

Parminder se volvió con la intención de coger su maletín, pero se detuvo.

—No puedo ejercer como médico, Miles, estoy de excedencia. No puedo.

—No lo dice en serio… Por favor… la ambulancia aún tardará unos…

—No puedo, Miles —lo atajó ella.

Él se dio la vuelta, echó a correr y cruzó la cancela abierta. Calle arriba, vio a Samantha recorrer el sendero del jardín de su casa. La llamó a gritos, con voz entrecortada, y ella se volvió con cara de sorpresa. En un primer momento pensó que era la causante del pánico de su marido.

—Es papá… Ha tenido un colapso, hay una ambulancia de camino… Y la maldita Parminder Jawanda se niega a venir…

—¡Dios mío! —exclamó Samantha—. ¡Dios mío!

Corrieron hasta el coche y arrancaron calle arriba, Miles en zapatillas y Samantha con los zuecos que le habían hecho ampollas en los pies.

—Miles, se oye una sirena… Ya está aquí…

Pero cuando entraron en Evertree Crescent no vieron nada y la sirena había dejado de oírse.

A kilómetro y medio de allí, Sukhvinder Jawanda vomitaba agua del río bajo un sauce, mientras una anciana la envolvía en mantas ya casi tan empapadas como su ropa. A poca distancia de ellas, el hombre que había sacado a pasear el perro y había rescatado a Sukhvinder agarrándola del pelo y la sudadera se inclinaba sobre un cuerpecito inerte.

A la chica le había parecido notar que Robbie forcejeaba entre sus brazos, pero quizá sólo había sido la cruel corriente del río que trataba de arrebatárselo. Era buena nadadora, pero el Orr la había hundido hasta el fondo, zarandeándola sin que pudiese evitarlo. Las aguas la habían arrastrado hasta más allá del meandro y hacia la orilla, pero había logrado gritar. Había visto al hombre del perro corriendo hacia ella por la ribera…

—No hay nada que hacer —declaró éste, que llevaba veinte minutos tratando de reanimar a Robbie—. Está muerto.

Sukhvinder soltó un gemido y se desplomó en la hierba fría y mojada, temblando espasmódicamente, mientras la sirena de la ambulancia llegaba hasta ellos, demasiado tarde.

En Evertree Crescent, los enfermeros tenían grandes dificultades para subir a Howard a la camilla; Miles y Samantha tuvieron que echarles una mano.

—¡Os seguiremos con el coche, tú ve con papá! —le gritó Miles a Shirley, que parecía desconcertada y no muy dispuesta a subir a la ambulancia.

Maureen, que acababa de acompañar a la puerta al último cliente del día en La Tetera de Cobre, estaba en el umbral, escuchando.

—Se oyen muchas sirenas —le dijo por encima del hombro a un agotado Andrew, que pasaba la bayeta por las mesas—. Debe de haber pasado algo.

E inspiró una larga bocanada de aire, como si pudiera captar el intenso aroma del desastre en la cálida brisa de la tarde.

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