Duplicidad
7.25 Una resolución no debe versar sobre más de un tema […]. La no observancia de esta norma suele conducir a discusiones confusas y puede llevar a acciones confusas…
—…y salió corriendo de aquí gritando como una loca y llamándola «paqui de mierda», y ahora han telefoneado del periódico para que haga unas declaraciones, porque la doctora…
Parminder oyó la voz de la recepcionista, casi un susurro, cuando pasaba por la puerta de la sala de personal, que estaba entreabierta. Con un movimiento rápido, la abrió del todo y se encontró a la joven en pleno cuchicheo con la enfermera. Ambas dieron un respingo y se volvieron en redondo.
—Doctora Jawan…
—Supongo que tienes presente el acuerdo de confidencialidad que firmaste al aceptar este empleo, ¿no, Karen?
La recepcionista pareció horrorizada.
—Sí, sí… No estaba… Laura ya sabía… Venía a darle este recado. Han llamado del Yarvil and District Gazette. La señora Weedon ha muerto y una de sus nietas dice que…
—¿Y eso que llevas ahí? ¿Es para mí? —la interrumpió Parminder con frialdad, señalando los historiales médicos que Karen sostenía.
—Ah… sí —repuso la joven, aturullada—. Él quería ver al doctor Crawford, pero…
—Será mejor que vuelvas a tu puesto en la entrada.
Parminder cogió los historiales y se dirigió de nuevo a la recepción, echando chispas. Cuando se encontró ante los pacientes, se dio cuenta de que no sabía a quién llamar, y miró la carpeta que llevaba en la mano.
—Señor… señor Mollison.
Howard se incorporó sonriendo y se acercó a ella con su balanceo característico. Parminder notó cómo la bilis le subía por la garganta. Se dio la vuelta y echó a andar hacia su consulta, con Howard siguiéndola.
—¿Todo bien, Parminder? —preguntó él, tras cerrar la puerta e instalarse, sin que lo invitaran a ello, en la silla destinada a los pacientes.
Era su forma habitual de saludarla, pero a ella le pareció que esa vez se burlaba.
—¿Qué problema tienes? —le preguntó con brusquedad.
—Una pequeña irritación —repuso él—. Aquí. Necesitaría una crema o algo así.
Se sacó la camisa de los pantalones y la levantó unos centímetros. Parminder vio una franja de piel enrojecida donde la barriga le caía sobre los muslos.
—Tendrás que quitarte la camisa.
—Sólo me pica ahí.
—Necesito ver toda la zona.
Howard exhaló un suspiro y se puso en pie. Mientras se desabrochaba, añadió:
—¿Has visto el orden del día para la próxima reunión que te he enviado esta mañana?
—No, aún no he abierto el correo electrónico.
Era mentira. Ya había leído el orden del día y se había enfurecido, pero aquél no era momento para decírselo a Howard. Le molestaba que tratara de abordar asuntos del concejo en su consultorio; era su forma de recordarle que había un sitio donde era su subordinada, aunque en aquella habitación ella pudiera ordenarle que se quitara la ropa.
—Si haces el favor de… Necesitaría mirar debajo de…
Howard levantó su enorme barriga, dejando al descubierto la parte superior de los pantalones y finalmente la cinturilla. Sosteniendo su propia grasa con los brazos, le sonrió a Parminder. Ella acercó una silla y su cabeza quedó a la altura del cinturón de Howard.
En el pliegue oculto de la barriga había una erupción escamosa y desagradable: de un rojo intenso, se extendía de un lado del torso a otro como una sonrisa gigantesca y emborronada. Un tufo a carne podrida invadió su nariz.
—Intertrigo —diagnosticó—, y dermatitis atópica ahí, donde te has rascado. Bueno, ya puedes vestirte.
Howard dejó caer la barriga y cogió la camisa, tan pancho.
—Verás que he incluido en el orden del día el edificio de Bellchapel. En este momento está generando cierto interés en la prensa.
Parminder tecleaba algo en el ordenador y no contestó.
—Del Yarvil and District Gazette —insistió Howard—. Voy a escribirles un artículo. —Y, abrochándose la camisa, añadió—: Quieren las dos caras de la cuestión.
Ella trataba de no escuchar, pero la mención del periódico le encogió aún más el estómago.
—¿Cuándo te tomaste por última vez la presión, Howard? No veo que lo hayas hecho en los últimos seis meses.
—Seguro que la tengo bien. Me estoy medicando.
—Pero deberíamos comprobarla, ya que estás aquí.
Howard volvió a suspirar y se arremangó laboriosamente.
—Van a publicar el artículo de Barry antes que el mío —dijo entonces—. ¿Sabías que les envió un artículo? ¿Sobre los Prados?
—Sí —respondió ella a su pesar.
—¿No tendrás una copia? Para no repetir nada que haya dicho él, ¿sabes?
Los dedos de Parminder temblaron un poco en el tensiómetro. El manguito no cerraba bien en el grueso brazo. Se lo quitó y fue en busca de uno más grande.
—No —contestó de espaldas—. Nunca llegué a verlo.
Howard la vio accionar la bomba y observó el manómetro con la sonrisa indulgente de quien contempla un ritual pagano.
—Demasiado alta —declaró Parminder cuando la aguja marcó 17/10.
—Tomo pastillas para eso —dijo Howard, rascándose donde le había puesto el manguito, y se bajó la manga—. El doctor Crawford no me ha comentado nada.
—Estás tomando amlodipina y bendroflumetiacida para la presión arterial, ¿correcto? Y simvastatina para el corazón… No veo ningún betabloqueante.
—Por el asma —explicó Howard mientras se alisaba la manga.
—Así es… y aspirina. —Se volvió para mirarlo—. Howard, tu peso es el factor más importante en todos tus problemas de salud. ¿Nunca te han mandado al especialista en nutrición?
—Llevo treinta y cinco años al frente de una tienda de delicatessen —contestó él sin dejar de sonreír—. No necesito que me den lecciones sobre alimentación.
—Unos pequeños cambios en tu forma de vida te harían mejorar mucho. Si pudieras perder…
—No te compliques la vida —la interrumpió él con un amago de guiño—. Sólo necesito una crema para el picor.
Desahogando su furia en el teclado, Parminder tecleó recetas para una pomada fungicida y otra con esteroides; una vez impresas, se las tendió sin decir nada.
—Gracias, muy amable —repuso Howard, y se levantó con esfuerzo de la silla—. Que pases un buen día.
—¿Qué quieres?
El cuerpo encogido de Terri Weedon se veía muy pequeño en el umbral de su casa. Apoyó sus manos como garras en las jambas para imponer un poco más y bloquear la entrada. Eran las ocho de la mañana; Krystal acababa de irse con Robbie.
—Hablar contigo —dijo su hermana. Corpulenta y hombruna, con una camiseta blanca de tirantes y pantalones de chándal, Cheryl fumaba un cigarrillo y la miraba con los ojos entornados a través del humo—. Se ha muerto la abuelita Cath.
—¿Qué?
—Que se ha muerto la abuelita —repitió Cheryl más alto—. Como si te importara, joder.
Pero Terri lo había oído la primera vez. Le sentó como una patada en el estómago y, confusa, quiso volver a oírlo.
—¿Estás colocada? —preguntó Cheryl mirando ceñuda la expresión tensa y distante de su hermana.
—Vete a la mierda. No, no me he metido nada.
Era verdad. Terri no se había pinchado esa mañana; llevaba tres semanas sin consumir droga. No se sentía orgullosa de ello; en la cocina no había ningún gráfico de éxitos; otras veces había aguantado más tiempo, incluso meses. Obbo llevaba dos semanas fuera, de modo que había sido más fácil. Pero sus bártulos seguían en la vieja lata de galletas, y el ansia ardía como una llama eterna en su frágil cuerpo.
—Murió ayer. Danielle ni se ha molestado en decírmelo hasta esta mañana, joder —dijo Cheryl—. Y yo que pensaba ir a verla hoy al hospital. Danielle va a por la casa, la de la abuelita. Esa puta avariciosa.
Hacía mucho tiempo que Terri no pisaba la casita adosada de Hope Street, pero al oír a Cheryl vio con toda claridad los visillos y los adornitos del aparador. Imaginó a Danielle allí, birlando cosas, hurgando en los armarios.
—El funeral es el martes a las nueve, en el crematorio.
—Vale —dijo Terri.
—La casa también es nuestra, no sólo de Danielle. Le diré que queremos la parte que nos toca.
—Ajá.
Se quedó mirando hasta que el pelo amarillo canario y los tatuajes de Cheryl hubieron desaparecido tras la esquina, y luego se volvió y cerró la puerta.
La abuelita Cath estaba muerta. Llevaban muchísimo tiempo sin hablarse. «No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta.» Pero no había perdido el contacto con Krystal. ésta se había convertido en su niñita mimada. La abuelita iba a verla remar en aquellas estúpidas carreras. En su lecho de muerte había pronunciado el nombre de Krystal, no el de Terri.
«Pues vale, vieja puta. Como si me importara una mierda. Ya es demasiado tarde.»
Sintiendo una opresión en el pecho, temblorosa, iba de aquí para allá en la apestosa cocina, buscando tabaco, pero deseando en realidad la cuchara, la llama y la jeringuilla.
Ya era demasiado tarde para decirle a la vieja lo que nunca le había dicho. Demasiado tarde para volver a ser su Terri-Baby. Big girls don’t cry… big girls don’t cry… «Las niñas mayores no lloran…» Había tardado años en comprender que la canción que la abuelita Cath le cantaba, con su rasposa voz de fumadora, era en realidad Sherry Baby.
Las manos de Terri corretearon como alimañas por las encimeras en busca de paquetes de tabaco; los desgarraba uno por uno, pero estaban todos vacíos. Seguro que Krystal se había fumado el último; era una cerda avariciosa, como Danielle, que ahora andaba hurgando entre las posesiones de la abuelita Cath, tratando de ocultarles su muerte a los demás.
Había una colilla bastante larga sobre un plato grasiento; Terri la limpió un poco frotándola contra la camiseta y la encendió en el fogón. Le pareció oír su propia voz a los once años: «Ojalá fueras mi mami.»
No quería recordar. Se apoyó contra el fregadero, fumando, y trató de mirar hacia el futuro, de imaginar el inminente enfrentamiento entre sus dos hermanas mayores. Cheryl y Shane sabían cómo usar los puños, y no hacía mucho Shane había metido unos trapos ardiendo en el buzón de la puerta de un desgraciado; había acabado cumpliendo condena por ello, y aún estaría a la sombra de no ser porque la casa estaba vacía en aquel momento. Pero Danielle contaba con armas de las que Cheryl carecía: dinero, una casa en propiedad y un teléfono fijo. Tenía conocidos en cargos oficiales y sabía cómo dirigirse a ellos. Era de esas personas que tienen llaves de repuesto y andan revolviendo papeles misteriosos.
No obstante, y pese a sus armas, Terri dudaba que Danielle se quedara con la casa. No estaban sólo ellas tres; la abuelita Cath tenía montones de nietos y bisnietos. Después de que Terri quedara bajo la tutela de Protección de Menores, su padre había tenido más hijos. Cheryl calculaba que eran nueve en total, de cinco madres distintas. Terri nunca había conocido a sus hermanastros, pero Krystal le había contado que la abuelita los veía.
—¿Ah, sí? —había contestado Terri—. Pues espero que le roben hasta las bragas a esa vieja puta estúpida.
Conque veía al resto de la familia… pues no eran precisamente angelitos, por lo que había oído Terri. Era sólo con ella, en otro tiempo Terri-Baby, con quien la abuelita Cath había roto toda relación.
Cuando no iba chutada, los pensamientos y los recuerdos malos surgían de la oscuridad en su interior, como moscardones negros que se le aferraban a las paredes del cráneo, zumbando.
«Ojalá fueras mi mami.»
Terri llevaba una camiseta de tirantes que le dejaba al descubierto la piel quemada del brazo, el cuello y la parte superior de la espalda, formando pliegues y arrugas antinaturales, como de helado fundido. A los once años había pasado seis meses en la unidad de quemados del South West General.
(—¿Cómo te hiciste eso, cariño? —le preguntó la madre de la niña de la cama contigua.
Su padre le había arrojado una sartén con aceite hirviendo y su camiseta de The Human League había prendido fuego.
—Un accidente —murmuró Terri.
Le había dicho lo mismo a todo el mundo, incluidas la asistente social y las enfermeras. Antes que delatar a su padre habría preferido quemarse viva.
Su madre se había ido al poco de cumplir Terri once años, dejando a sus tres hijas. Danielle y Cheryl se mudaron a casa de la familia de sus novios en cuestión de días. Sólo Terri quedó atrás, tratando de hacerle patatas fritas a su padre, aferrada a la esperanza de que su madre volvería. Incluso durante la agonía y el terror de aquellos primeros días en el hospital, se alegraba de lo ocurrido, porque estaba segura de que su madre, cuando se enterara, volvería a buscarla. Cada vez que había movimiento al fondo de la sala, a Terri le daba un vuelco el corazón.
Pero, en aquellas seis largas semanas de dolor y soledad, la única visitante fue la abuelita Cath. Pasaba las tardes sentada junto a su nieta, recordándole que les diera las gracias a las enfermeras, muy seria y estricta, pero irradiando una inaudita ternura.
Le regaló una muñeca barata de plástico, con un reluciente impermeable negro, pero cuando Terri se lo quitó, no llevaba nada debajo.
—No lleva bragas, abuelita.
Y la anciana había soltado una risita. La abuelita Cath nunca reía.
«Ojalá fueras mi mami.» Terri quería irse a vivir con ella. Se lo pidió y la abuelita dijo que sí. A veces, Terri pensaba que aquellas semanas en el hospital habían sido las más felices de su vida, a pesar del dolor. Se sentía segura y la gente era amable con ella, la cuidaban. Y creía que al salir iría a casa de la abuelita Cath, la casa de los preciosos visillos, y no tendría que volver con su padre; no tendría que volver a la habitación cuya puerta se abría en plena noche, dando un golpetazo contra el póster de David Essex que Cheryl había dejado, para revelar a su padre con la mano en la bragueta, acercándose a la cama desde donde ella le suplicaba que no lo hiciera…)
La Terri adulta tiró la colilla humeante al suelo de la cocina y se dirigió a la puerta. Necesitaba algo más que nicotina. Cruzó el jardín, salió a la calle y caminó en la misma dirección que Cheryl. Con el rabillo del ojo vio a dos vecinos que charlaban en la acera y la miraban al pasar. «¿Queréis una puta foto o qué? Os durará más.» Terri sabía que era objeto constante de cotilleos, sabía qué decían de ella; a veces se lo decían a gritos. La bruja presumida de la puerta de al lado andaba siempre quejándose al concejo parroquial del lamentable estado del jardín de Terri. «Que os jodan, que os jodan, que os jodan…»
Echó a correr, tratando de dejar atrás los recuerdos.
«Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra? No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta.»
Ésa fue la última vez que hablaron, y la abuelita Cath la había llamado eso que la llamaban todos los demás, y Terri había respondido con tono parecido.
«Que te jodan, vieja desgraciada, que te jodan.»
Nunca le había dicho: «Me fallaste, abuelita.» Nunca le había dicho: «¿Por qué no dejaste que me quedara contigo?» Nunca le había dicho: «Te quería más que a nadie en el mundo, abuelita.»
Esperaba que Obbo hubiese vuelto. En teoría volvía ese día; ése o el siguiente. Necesitaba un poco de droga. La necesitaba más que nunca.
—Qué pasa, Terri.
—¿Has visto a Obbo? —le preguntó al chico que fumaba y bebía apoyado contra la fachada de la tienda de licores.
Tenía la sensación de que las cicatrices de la espalda le ardían de nuevo.
El chico negó con la cabeza, mascando chicle y mirándola con lascivia. Terri siguió adelante. Molestas imágenes de la asistente social, de Krystal, de Robbie: más moscardones en su cabeza, pero eran como los vecinos que la miraban, meros jueces: no comprendían la terrible urgencia de su ansia.
(La abuelita Cath la había ido a buscar al hospital para llevársela a su casa, y la había instalado en el dormitorio de invitados. Terri nunca había dormido en una habitación tan limpia y tan bonita. Cada una de las tres noches que había pasado allí, se había sentado en la cama después de que la abuelita le hubiese dado un beso y reordenado los adornos que había a su lado sobre el alféizar de la ventana. Un ramito de tintineantes flores de cristal en un jarrón, un pisapapeles de plástico rosa con una concha y un caballo de cerámica con una sonrisita tonta en la cara, su favorito.
—Me gustan los caballos —le había dicho a la abuelita.
Antes de que su madre se fuera, habían hecho una visita a la feria agrícola con el colegio. Toda la clase contempló un gigantesco percherón negro completamente enjaezado, pero Terri fue la única que se atrevió a acariciarlo. El olor la embriagó y se abrazó a la pata del animal, una columna que reposaba sobre un enorme casco cubierto de pelo blanco, sintiendo la carne viva bajo el pelaje, mientras la profesora exclamaba: «¡Cuidado, Terri, cuidado!», y el anciano que estaba con el caballo le sonreía y decía que no pasaba nada, que Samson no le haría daño a una niñita preciosa como ella.
El caballo de cerámica era de otro color: amarillo, con la crin y la cola negras.
—Te lo puedes quedar —le había dicho la abuelita, y Terri fue presa del éxtasis más absoluto.
Pero la mañana del cuarto día apareció su padre.
—Te vienes a casa conmigo —dijo, y su expresión la aterró—. No vas a quedarte con esta vieja chivata de los cojones. Ni en broma, zorra.
La abuelita Cath estaba tan asustada como Terri.
—Mikey, no… —gimoteaba una y otra vez.
Varios vecinos espiaban desde sus ventanas. La abuelita agarraba a Terri de un brazo y su padre del otro.
—¡Te vienes a casa conmigo!
Su padre le puso un ojo morado a la abuelita. Se llevó a rastras a Terri y la metió en el coche. Cuando llegaron a casa, golpeó y pateó cada centímetro de su cuerpo que pudo alcanzar.)
—¡¿Has visto a Obbo?! —le gritó Terri a la vecina de éste desde una distancia de cincuenta metros—. ¿Ha vuelto?
—No sé —respondió la mujer dándose la vuelta.
(Cuando Michael no pegaba a Terri, le hacía las otras cosas, esas cosas de las que ella no podía hablar. La abuelita Cath no volvió nunca más. Terri se escapó a los trece años, pero no a casa de la abuelita, no quería que su padre la encontrara. La atraparon de todas formas, y pasó a manos de Protección de Menores.)
Terri aporreó la puerta de Obbo y esperó. Volvió a llamar, pero nadie acudió. Se dejó caer en el peldaño de la puerta, temblando, y se echó a llorar.
Dos chicas del Winterdown que habían faltado a clase la miraron al pasar.
—¡Ésa es la madre de Krystal Weedon! —dijo una bien alto.
—¡¿La fulana?! —exclamó la otra a voz en cuello.
Terri no tuvo fuerzas para insultarlas, porque estaba llorando a moco tendido. Soltando bufidos y risitas, las chicas siguieron su camino.
—¡Puta! —le gritó una de ellas desde el final de la calle.
Gavin podría haberle dicho a Mary que pasara por su despacho para hablar del más reciente intercambio de cartas con la compañía de seguros, pero prefirió ir a verla a su casa. No había fijado ninguna cita a partir de media tarde, por si ella le ofrecía quedarse a cenar; era una cocinera estupenda.
El contacto regular con Mary había acabado por disipar la instintiva tendencia de Gavin a rehuir la tristeza del duelo que ella sobrellevaba. Mary siempre le había gustado, pero Barry la eclipsaba cuando estaban juntos. Lo cierto es que a ella nunca pareció sentarle mal el papel protagonista de su marido; por el contrario, se habría dicho que estaba encantada de ser una bonita figura decorativa, contenta de reírle los chistes, contenta, simplemente, de estar con él.
Gavin dudaba que Kay se sintiese satisfecha desempeñando un papel secundario. Cuando subía por Church Row rascando las marchas, se dijo que Kay consideraría una ofensa la menor sugerencia de que cambiara su conducta o se reservara sus opiniones por el bien del placer, la felicidad y la autoestima de su pareja.
Tenía la sensación de que nunca había sido tan poco feliz en una relación. Incluso en la última época de su deteriorado noviazgo con Lisa, hubo treguas temporales, risas, repentinos y conmovedores recordatorios de tiempos mejores. En cambio, la situación con Kay se parecía a una guerra. A veces, él olvidaba que supuestamente se profesaban afecto. ¿Le gustaba siquiera a Kay?
La peor pelea hasta la fecha la habían tenido por teléfono la mañana siguiente a la cena en casa de Miles y Samantha. Ella había acabado colgándole. Él había pasado veinticuatro horas pensando que su relación había terminado y, aunque era lo que quería, había sentido más temor que alivio. En sus fantasías, Kay desaparecía simplemente de vuelta a Londres, pero la realidad era que se había amarrado a Pagford con un empleo y una hija en Winterdown. El pueblo era pequeño, y Gavin se enfrentaba a la perspectiva de toparse con ella en todas partes. Quizá Kay estaba envenenando ya el pozo de los cotilleos en su contra; la imaginaba repitiéndole a Samantha las cosas que le había dicho a él por teléfono, o contándoselas a aquella vieja entrometida de la tienda de delicatessen que le ponía los pelos de punta.
«He desarraigado a mi hija, he dejado mi trabajo y me he trasladado aquí por ti, y me tratas como a una fulana a la que no tienes que pagar.»
La gente juzgaría que se había portado mal con ella. Bueno, quizá sí se había portado mal. Seguro que hubo algún punto crucial en el que habría podido echarse atrás, pero no lo había visto.
Pasó el fin de semana entero dándole vueltas a cómo le sentaría que lo consideraran el malo de la película. Nunca había representado ese papel. Cuando Lisa lo dejó, todos se habían mostrado atentos y comprensivos con él, en especial los Fairbrother. Fue presa de la culpa y el miedo hasta que, el domingo por la noche, se derrumbó y llamó a Kay para disculparse. Ahora volvía a estar donde no quería, y odiaba a Kay por ello.
Aparcó el coche en el sendero de entrada de los Fairbrother, como había hecho tan a menudo en vida de Barry, y al caminar hacia la puerta advirtió que habían cortado el césped desde su última visita. Cuando llamó al timbre, Mary le abrió casi al instante.
—Hola, ¿qué tal…? Mary, ¿qué pasa?
Ella, con los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas de lágrimas, tragó saliva un par de veces negando con la cabeza. Y entonces, sin saber del todo cómo, Gavin se encontró estrechándola entre sus brazos en el umbral.
—¿Mary? ¿Ha ocurrido algo?
Notó que asentía con la cabeza. Muy consciente de lo expuestos que estaban, de la calle a sus espaldas, la hizo entrar con suavidad. La notaba menuda y frágil en sus brazos; ella lo aferraba con los dedos y apretaba la cara contra su abrigo. Gavin intentó dejar el maletín con suavidad, pero el ruido que provocó al dar contra el suelo la hizo apartarse de él, llevándose las manos a la cara, jadeante.
—Lo siento… lo siento… Oh, Dios mío, Gav…
—¿Qué ha pasado? —La voz de Gavin sonó diferente: convincente e imperiosa, como la de Miles cuando había alguna crisis en el trabajo.
—Alguien ha puesto… no sé cómo… alguien ha puesto el nombre de Barry…
Le indicó que pasara al estudio de la casa, abarrotado, desordenado y acogedor, con los antiguos trofeos de remo de Barry en las estanterías y una gran fotografía enmarcada de ocho chicas adolescentes con los puños en alto y medallas al cuello. Mary señaló la pantalla del ordenador con un dedo tembloroso. Sin quitarse el abrigo, Gavin se dejó caer en la silla y miró fijamente el foro de la página web del concejo parroquial de Pagford.
—Esta mañana es… estaba en la tienda de delicatessen y Maureen Lowe me ha dicho que mucha gente ha colgado mensajes de condolencia en la página… Así que iba a en… enviar un mensaje de a… agradecimiento. Y… mira…
Gavin lo vio mientras ella hablaba. Simon Price, no apto para presentarse al concejo, colgado por El Fantasma de Barry Fairbrother.
—Madre mía —soltó asqueado.
Mary se echó a llorar otra vez. Gavin tuvo ganas de volver a abrazarla, pero temió hacerlo, especialmente en aquella habitación donde la presencia de Barry era tan palpable. Se conformó con asirle la fina muñeca y conducirla por el pasillo hasta la cocina.
—Necesitas una copa —le dijo con aquel tono imperioso que le resultaba tan raro—. A la porra el café. ¿Dónde están las bebidas de verdad?
Pero se acordó antes de que Mary contestara: había visto a Barry sacar las botellas del armario muchas veces. Le preparó entonces un gin-tonic corto, que era lo único que le había visto tomar antes de cenar.
—Gav, son las cuatro de la tarde.
—¿Y qué más da? —repuso él con su nueva voz—. Vamos, tómatelo.
Una risa un poco trastornada interrumpió los sollozos de Mary; aceptó el vaso y bebió un sorbo. Gavin cogió el rollo de papel de cocina para secarle la cara y los ojos.
—Qué bueno eres, Gav. ¿Tú no quieres nada? ¿Un café o… o una cerveza? —preguntó ella, riendo débilmente otra vez.
Él mismo sacó un botellín de la nevera, se quitó el abrigo y se sentó frente a Mary, a la isla del centro de la cocina. Al cabo de un rato, cuando se hubo tomado casi toda la copa, Mary volvió a ser la de siempre, serena y comedida.
—¿Quién crees tú que habrá sido? —preguntó.
—Algún cabronazo —repuso Gavin.
—Ahora están todos peleándose por su plaza en el concejo. Y discutiendo sobre los Prados, como de costumbre. Y él sigue ahí, metiendo baza. El Fantasma de Barry Fairbrother. A lo mejor es él realmente quien está colgando esos mensajes.
Gavin no supo si lo decía en broma y decidió esbozar una leve sonrisa que podía borrar con facilidad.
—¿Sabes una cosa? —siguió Mary—. Me encantaría pensar que, esté donde esté, se preocupa por nosotros, por mí y por los chicos. Pero lo dudo. Apuesto a que quien más le preocupa es Krystal Weedon. ¿Sabes qué me diría si estuviera aquí?
Mary apuró la copa. Gavin no creía habérsela preparado muy fuerte de ginebra, pero vio que tenía las mejillas muy sonrosadas.
—No —contestó con cautela.
—Me diría que yo tengo apoyo —dijo Mary, y Gavin, para su asombro, captó ira en aquella voz que siempre le había parecido tan dulce—. Sí, probablemente diría: «Tú tienes a toda la familia, a nuestros amigos y a los chicos para ofrecerte consuelo, pero Krystal… —su tono se volvía más estridente—, Krystal no tiene a nadie que la cuide.» ¿Sabes a qué dedicó el día de nuestro aniversario de boda?
—No —repitió Gavin.
—A escribir un artículo sobre Krystal para el periódico. Sobre Krystal y los Prados. Los puñeteros Prados. Ojalá no vuelvan a mencionármelos nunca, ya irá siendo hora. Quiero otra ginebra. Debería beber más a menudo.
Gavin cogió su vaso y volvió al armario de las bebidas, perplejo. Siempre había considerado absolutamente perfecto el matrimonio de Barry. Nunca se le había pasado por la cabeza que Mary pudiese no apoyar al cien por cien cada empresa y cruzada en que se embarcaba su eternamente ocupado marido.
—Entrenamientos de remo por las tardes, salidas los fines de semana para llevarlas a las regatas —continuó Mary sobre el tintineo de los cubitos que Gavin le ponía en el vaso—, y se pasaba muchas noches al ordenador, tratando de conseguir gente que lo apoyara con lo de los Prados, añadiendo cosas al orden del día para las reuniones del concejo. Y todos decían siempre: «Qué maravilloso es Barry, qué bien lo hace todo, siempre se ofrece voluntario; qué comprometido está con la comunidad.» —Tomó un buen trago del segundo gin-tonic—. Sí, maravilloso. Absolutamente maravilloso. Hasta que eso lo mató. Todo el día de nuestro aniversario de boda estuvo tratando de cumplir con la entrega de ese estúpido artículo. Ni siquiera lo han publicado todavía.
Gavin no podía dejar de mirarla. La rabia y el alcohol habían devuelto el color a su rostro. Estaba sentada muy erguida, no encorvada y acobardada como la veía últimamente.
—Fue eso lo que lo mató —declaró entonces, y su voz reverberó un poco en la cocina—. Se lo dio todo a todos. Excepto a mí.
Desde el funeral de Barry, Gavin había pensado varias veces, con una profunda sensación de ineptitud, en el insignificante vacío que él dejaría atrás en su comunidad, en comparación con su amigo, el día que muriese. Mirando a Mary, se preguntó si no sería mejor dejar un enorme hueco en el corazón de una persona. ¿No había comprendido Barry cómo se sentía Mary? ¿No había comprendido la suerte que tenía?
La puerta de entrada se abrió con estrépito, y Gavin oyó entrar a los cuatro chicos: voces, pisadas y trajín de zapatos y mochilas.
—Hola, Gav —saludó Fergus, el mayor, y besó a su madre en la coronilla—. Mamá, ¿estás bebiendo a estas horas?
—Es culpa mía —intervino Gavin—. Asumo toda la responsabilidad.
Qué buenos chicos eran los Fairbrother. A Gavin le gustaba cómo le hablaban a su madre, cómo la abrazaban; la forma en que charlaban unos con otros y con él. Eran abiertos, educados y simpáticos. Pensó en Gaia, en sus maliciosos comentarios, en sus silencios como cortantes trozos de cristal, en los bufidos que le soltaba.
—Gav, ni siquiera hemos hablado del seguro —dijo Mary, mientras los chicos iban de aquí para allá en la cocina, buscando bebidas y algún tentempié.
—No importa —respondió él sin pensar, y se apresuró a corregirse—. ¿Vamos a la sala de estar o…?
—Sí, vamos.
Mary se tambaleó un poco al bajar del taburete, y él volvió a asirla del brazo.
—¿Te quedas a cenar, Gav? —quiso saber Fergus.
—Quédate si quieres —dijo Mary.
Él sintió que lo invadía una oleada de calidez.
—Me encantaría —contestó—. Gracias.
—Qué pena —dijo Howard Mollison meciéndose ligeramente sobre las puntas de los pies, de cara a la repisa de la chimenea—. Una pena, desde luego.
Maureen acababa de contarle con pelos y señales la muerte de Catherine Weedon; se había enterado de todo esa tarde a través de su amiga Karen, la recepcionista, incluida la queja presentada por la nieta de la fallecida. Una expresión de satisfecho reproche le arrugaba la cara; Samantha, que estaba de muy mal humor, pensó que parecía un cacahuete. Miles se limitaba a soltar las convencionales exclamaciones de sorpresa y lástima, pero Shirley miraba el techo con expresión impasible; detestaba que Maureen tuviera el papel protagonista con una noticia que debería haber oído ella primero.
—Mi madre conocía a la familia desde hacía mucho —le contó Howard a Samantha, que ya lo sabía—. Eran vecinas en Hope Street. Cath era buena persona, a su manera. La casa estaba siempre impecable, y trabajó hasta pasados los sesenta. Oh, sí, Cath Weedon era trabajadora como la que más, con independencia de cómo haya acabado el resto de la familia. —Howard disfrutaba reconociendo méritos cuando tocaba—. El marido se quedó en paro cuando cerraron la fundición. No, la pobre Cath no lo tuvo siempre fácil, claro que no.
A Samantha le estaba costando mucho mostrar interés, pero por suerte Maureen interrumpió a Howard.
—¡Y el periódico la ha tomado con la doctora Jawanda! —gritó—. Imaginaos cómo debe de sentirse, ahora que los del Yarvil Gazette se han enterado. La familia está armando un escándalo. Bueno, se comprende, si la pobre difunta pasó tres días sola en aquella casa. ¿Conoces a esa mujer, Howard? ¿Cuál de ellas es Danielle Fowler?
Shirley se levantó y salió de la habitación, con el delantal puesto. Samantha tomó otro trago de vino, sonriendo.
—A ver, pensemos —dijo Howard. Presumía de conocer a casi todo el mundo en Pagford, pero las últimas generaciones de Weedon pertenecían más a Yarvil—. No puede ser una hija, porque Cath tuvo cuatro varones. Será una nieta, supongo.
—Y quiere que se lleve a cabo una investigación —añadió Maureen—. Bueno, la cosa tenía que acabar así. Era cuestión de tiempo. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto. La doctora Jawanda se negó a darle antibióticos al crío de los Hubbard, y acabó hospitalizado con un ataque de asma. ¿Sabes dónde se formó esa mujer, si en la India o…?
Shirley, que escuchaba desde la cocina mientras removía la salsa, se sintió irritada, como le pasaba siempre, por la forma en que Maureen monopolizaba la conversación, o eso al menos le parecía. Resuelta a no volver hasta que Maureen hubiese acabado, se dirigió al estudio a comprobar si alguien se había excusado de asistir a la siguiente reunión del concejo parroquial; en su papel de secretaria, ya estaba redactando el orden del día.
—¡Howard, Miles…! ¡Venid a ver esto!
La voz de Shirley, habitualmente dulce y aflautada, sonó estridente.
Howard salió bamboleante de la sala de estar, seguido por Miles, aún con el traje que había llevado todo el día en la oficina. Los ojos de Maureen, enrojecidos, con párpados caídos y kilos de rímel, se clavaron en el umbral desierto como los de un sabueso; sus ansias de saber qué había encontrado Shirley eran casi palpables. Sus dedos de nudillos descarnados y cubiertos de piel translúcida y moteada, como de leopardo, empezaron a deslizar el crucifijo y la alianza por la cadena que llevaba al cuello. A Samantha, las profundas arrugas que descendían de las comisuras de la boca de Maureen siempre le recordaban a un muñeco de ventrílocuo.
«¿Por qué te pasas la vida aquí? —le preguntó mentalmente Samantha—. Por sola que me sintiera, jamás sería el perrito faldero de Howard y Shirley como tú.»
Samantha sintió una arcada de repugnancia. Tuvo ganas de coger aquella habitación demasiado caldeada y estrujarla hasta que la porcelana, la chimenea de gas y las fotografías con marco dorado de Miles se hicieran pedazos; y entonces, con la marchita y pintarrajeada Maureen chillando en su interior, arrojarla, cual lanzadora de pesos celestial, hacia el sol poniente. La habitación aplastada con la vieja arpía dentro voló en su imaginación por el cielo para hundirse en un océano sin fondo, dejándola a ella sola en la infinita quietud del universo.
Samantha había pasado una tarde terrible. Había tenido otra aterradora conversación con su contable; no recordaba gran cosa del trayecto de vuelta a casa desde Yarvil. Le habría gustado descargarlo todo en Miles pero, después de dejar el maletín y quitarse la corbata, él preguntó:
—Todavía no has empezado a preparar la cena, ¿verdad? —Hizo ademán de olisquear el aire, y contestó a su propia pregunta—: No, no has empezado. Bueno, pues ya va bien, porque mis padres nos han invitado a cenar. —Y antes de que ella protestara, añadió—: No tiene nada que ver con el concejo. Es para hablar de la organización de los sesenta y cinco años de papá.
La rabia fue casi un alivio para Samantha, pues eclipsó su ansiedad y sus temores. Había seguido a Miles hasta el coche regodeándose en su sensación de mujer maltratada. Cuando él le preguntó por fin, en la esquina de Evertree Crescent: «¿Cómo te ha ido el día?», ella contestó: «De puñetera maravilla.»
—Me pregunto qué estará pasando —dijo Maureen, rompiendo el silencio en la sala.
Samantha se encogió de hombros. Típico de Shirley, lo de llamar a los hombres y dejar a las mujeres a la expectativa; Samantha no estaba dispuesta a darle a su suegra la satisfacción de mostrar interés.
Las pisadas elefantinas de Howard hicieron crujir el parquet bajo la alfombra del pasillo. Maureen boqueaba de pura expectación.
—Bueno, bueno, bueno —resolló Howard, entrando pesadamente en la habitación.
—Estaba comprobando la página del concejo —explicó Shirley detrás de él y un poco jadeante—, por si alguien no podía asistir a la próxima reunión…
—Alguien ha colgado acusaciones contra Simon Price —informó Miles a Samantha, adelantándose a sus padres en el papel de locutor.
—¿Qué clase de acusaciones? —quiso saber ella.
—Lo culpan de aceptar bienes robados —intervino Howard, reclamando para sí el protagonismo— y de estafar a sus jefes en la imprenta.
A Samantha le alegró comprobar que se quedaba impasible. Sólo tenía una idea muy remota de quién era Simon Price.
—Ha firmado con pseudónimo —continuó Howard—, y no con uno de muy buen gusto, la verdad.
—¿Qué es, una grosería? —preguntó Samantha—. ¿La Gran Polla o algo así?
La carcajada de Howard resonó en la habitación. Maureen soltó un afectado chillido de espanto, pero Miles frunció el entrecejo y Shirley echaba fuego por los ojos.
—No es eso exactamente, Sammy —dijo Howard—. No, se hace llamar El Fantasma de Barry Fairbrother.
—Ah —repuso Samantha, y su sonrisa se evaporó.
Eso no le gustaba. Al fin y al cabo, ella iba en la ambulancia cuando le habían puesto todos aquellos tubos y agujas al cuerpo inerte de Barry; lo había visto moribundo con la mascarilla; había visto a Mary aferrada a su mano, había oído sus gemidos y sollozos.
—Oh, no, no tiene ninguna gracia —intervino Maureen, aunque su voz de rana reveló que aquello le encantaba—. Qué desagradable, lo de hablar en nombre de los muertos, faltándoles al respeto de esa manera. No está bien.
—No —admitió Howard. Distraídamente, cruzó la habitación, cogió la botella de vino y volvió junto a Samantha para llenarle la copa vacía—. Pero por lo visto hay alguien a quien no le importa el buen gusto, si se trata de eliminar de la campaña a Simon Price.
—Si piensas lo que creo que estás pensando, papá —intervino Miles—, ¿no habría ido a por mí en lugar de a por Price?
—¿Y cómo sabes que no lo ha hecho ya?
—¿Qué quieres decir? —se apresuró a preguntar Miles.
—Quiero decir —repuso Howard, encantado de ser el blanco de todas las miradas— que hace un par de semanas recibí una carta anónima que hablaba de ti. No decía nada específico, sólo que no le llegabas a la suela del zapato a Fairbrother. Me sorprendería mucho que esa carta no viniera de la misma fuente que el anuncio en la web. En ambos se hace mención de Fairbrother, ¿comprendéis?
Samantha se llevó la copa a los labios con demasiado entusiasmo y un poco de vino se le derramó en dos hilillos hacia la barbilla, exactamente por donde sus propias arrugas de ventrílocuo aparecerían con el tiempo. Se limpió la cara con la manga.
—¿Dónde está esa carta? —quiso saber Miles, tratando de no parecer inquieto.
—La metí en la trituradora. Era anónima, no contaba.
—No queríamos preocuparte, cariño —intervino Shirley, y le dio unas palmaditas en el brazo.
—De todas formas, no tienen nada contra ti —añadió Howard para tranquilizar a su hijo—, o habrían sacado a la luz los trapos sucios, como han hecho con Price.
—La mujer de Simon Price es una chica encantadora —comentó Shirley con ligero pesar—. Si es cierto que él anda metido en chanchullos, seguro que Ruth no sabe nada. Es amiga mía del hospital —añadió, dirigiéndose a Maureen—. Es enfermera.
—No sería la primera esposa que no ve lo que está pasando ante sus narices —dijo Maureen, demostrando que, como si fueran naipes, la sabiduría mundana triunfa sobre la información privilegiada.
—Usar el nombre de Barry Fairbrother me parece el descaro más absoluto —comentó Shirley, fingiendo no haber oído a Maureen—. El que lo ha hecho no ha pensado ni un momento en su viuda, en su familia. Sólo le importan sus prioridades, sacrificaría lo que fuera por ellas.
—Demuestra a qué nos enfrentamos —dijo Howard. Se rascó bajo la barriga, pensativo—. Estratégicamente hablando, es una jugada astuta. Desde el principio supe que Price iba a dividir el voto de los defensores de los Prados. La Pelmaza no tiene un pelo de tonta; también lo ha advertido, y quiere que abandone.
—Pero a lo mejor no tiene nada que ver con Parminder y los suyos —especuló Samantha—. Puede ser de alguien a quien no conocemos, alguien que quiera ajustar cuentas con Simon Price.
—Ay, Sam —repuso Shirley con una risa cristalina, negando con la cabeza—. Se nota que la política es algo nuevo para ti.
«Vete a la mierda, Shirley.»
—Vale, y entonces, ¿por qué han usado el nombre de Barry Fairbrother? —preguntó Miles, encarándose con su mujer.
—Bueno, está en la web, ¿no? Es su plaza la que está vacante.
—¿Y quién va a andar buscando esa clase de información en la web del concejo? No —añadió él con seriedad—, es alguien de dentro.
Alguien de dentro… Libby le había contado una vez a Samantha que dentro de una gota de agua de charca podía haber miles de especies microscópicas. Samantha se dijo que eran todos absolutamente ridículos, allí sentados ante los platos conmemorativos de Shirley como si estuvieran en la sala del gabinete de Downing Street, como si unos cuantos chismes en la página web de un concejo parroquial constituyeran una campaña organizada, como si todo aquello tuviese la más mínima importancia.
Así pues, con actitud desafiante, Samantha dejó de prestarles atención. Clavó la vista en la ventana y el despejado cielo del anochecer, y pensó en Jake, el chico musculoso del grupo musical favorito de Libby. A la hora del almuerzo, Samantha había salido en busca de unos bocadillos, y volvió con una revista de música en la que venía una entrevista a Jake y su grupo. Había montones de fotos.
—Es para Libby —le dijo a su ayudante en la tienda.
—Hala, vaya tío. No lo echaría de mi cama aunque me la llenara de migas —comentó Carly señalando a Jake, desnudo de cintura para arriba, con la cabeza hacia atrás, revelando aquel cuello grueso y fuerte—. Oh, mira, pero si sólo tiene veintiún años. No soy una asaltacunas.
Carly tenía veintiséis. Samantha no se molestó en calcular cuántos años le llevaba ella a Jake. Se había comido el bocadillo, había leído la entrevista y estudiado las fotos. Jake con las manos apoyadas en una barra sobre la cabeza, los bíceps abultados bajo una camiseta negra; Jake con una camisa blanca abierta, los músculos abdominales grabados a cincel por encima de la cinturilla baja de los vaqueros.
Samantha bebió el vino de Howard y contempló el cielo, de un delicado tono rosáceo más allá del seto de alheña; el tono preciso que tenían sus pezones antes de que el embarazo y la lactancia los volvieran oscuros y distendidos. Se imaginó con diecinueve años, contra los veintiuno de Jake, con la cintura estrecha de nuevo, curvas prietas y un vientre plano y firme, cómodamente embutida en sus shorts blancos de talla 36. Recordaba claramente la sensación de estar sentada en el regazo de un joven con aquellos shorts, con el calor y la aspereza de los vaqueros contra los muslos desnudos y unas grandes manos rodeándole la delgada cintura. Imaginó el aliento de Jake en el cuello; se imaginó volviéndose para mirarlo a los ojos azules, cerca de aquellos pómulos prominentes y la boca firme y perfilada…
—… en el centro parroquial, y encargaremos el catering en Bucknoles —estaba diciendo Howard—. Hemos invitado a todo el mundo: a Aubrey y Julia… a todos. Con un poco de suerte, será una celebración por partida doble, tú en el concejo y yo un año más joven…
Samantha estaba achispada y un poco cachonda. ¿Cuándo iban a cenar? Advirtió que Shirley había salido de la sala, y esperó que fuera para servir algo de comida en la mesa.
Sonó el teléfono junto al codo de Samantha, que dio un respingo. Antes de que nadie pudiera moverse, Shirley había aparecido de nuevo, con un floreado guante de horno en una mano. Levantó el auricular con la otra.
—¿Dos dos cinco nueve? —canturreó con modulación creciente—. Ah… ¡Hola, Ruth, querida!
Howard, Miles y Maureen se pusieron rígidos y prestaron atención. Shirley se volvió para lanzarle una mirada penetrante a su marido, como si transmitiera con los ojos la voz de Ruth a la mente de Howard.
—Sí —dijo Shirley con voz aflautada—. Sí…
Sentada junto al teléfono, Samantha oía la voz de la otra mujer, pero no distinguía las palabras.
—Oh, ¿de verdad?
Maureen volvía a boquear; parecía un pajarillo antiquísimo, o quizá un pterodáctilo que ansiaba noticias regurgitadas.
—Sí, querida, ya entiendo… Oh, no debería haber problema… No, no; se lo explicaré a Howard. No, no supone ningún problema.
Los ojillos castaños de Shirley no se habían apartado un instante de los grandes y saltones ojos azules de Howard.
—Ruth, querida —dijo—. Ruth, no quiero preocuparte, pero ¿has visto hoy la web del concejo? Bueno… no es muy agradable, pero creo que tendrías que saber que… que alguien ha colgado una cosa muy fea sobre Simon… Bueno, será mejor que lo leas tú misma, no quisiera… Muy bien, querida. Muy bien. Nos vemos el miércoles, espero. Sí. Adiós.
Shirley colgó.
—No lo sabía —declaró Miles.
Shirley negó con la cabeza, confirmándolo.
—¿Para qué llamaba?
—Por su hijo —le dijo a Howard—. Tu nuevo chico para todo. Tiene alergia a los cacahuetes.
—Muy conveniente en una tienda de comida —opinó Howard.
—Quería saber si podrías guardarle en la nevera una jeringuilla de adrenalina, sólo por si acaso.
Maureen resopló.
—Estos chicos de hoy en día… Todos tienen alergias.
La mano sin guante de Shirley no había soltado el auricular. Su subconsciente esperaba captar temblores en la línea procedentes de Hilltop House.
Ruth estaba sola en la iluminada sala, de pie y aferrando todavía el auricular que acababa de colgar.
Hilltop House era pequeña y compacta. Era una casa antigua y no costaba saber dónde se encontraba exactamente cada uno de los miembros de la familia Price; las voces, pisadas y puertas que se abrían y cerraban se oían muy bien. Ruth sabía que su marido seguía en la ducha, porque oía sisear y traquetear la caldera bajo la escalera. Había esperado a que Simon abriera el agua para telefonear a Shirley, pues le preocupaba que él pudiera pensar que pedir aquel pequeño favor, lo de la EpiPen inyectable, era confraternizar con el enemigo.
El ordenador familiar estaba instalado en un rincón de la sala, donde Simon podía tenerlo vigilado y asegurarse de que nadie disparara el importe de la factura. Ruth soltó el teléfono y se abalanzó sobre el teclado.
La web del concejo parroquial tardaba lo suyo en cargarse. Con mano temblorosa, Ruth se ajustó las gafas de lectura en la nariz mientras examinaba las distintas páginas. Por fin encontró el tablón de anuncios. El nombre de su marido le saltó a la vista en espantoso negro sobre blanco: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Abrió el texto entero con un doble clic sobre el título, y lo leyó. De pronto, todo empezó a darle vueltas.
—Dios mío —musitó.
La caldera había dejado de sonar. Simon estaría poniéndose el pijama que había calentado en el radiador. Ya había corrido las cortinas de la salita y encendido las lámparas de pie y la estufa de leña para bajar a tenderse en el sofá y ver las noticias.
Ruth no tendría más remedio que decírselo. No podía dejar que él lo descubriera por sí mismo, además de que no creía poder guardárselo para sí. Estaba asustada y se sentía culpable, aunque no sabía por qué.
Lo oyó bajar la escalera, hasta que apareció en la puerta con el pijama de franela azul.
—Simon —susurró Ruth.
—¿Qué pasa? —repuso él, instantáneamente irritado.
Supo que algo iba mal, que su fantástico plan de sofá, estufa y noticias estaba a punto de irse al traste.
Ruth señaló el monitor, tapándose la boca con la otra mano, como una niña pequeña. Su terror contagió a Simon, que se precipitó hacia el ordenador y miró la pantalla con ceño. Leer no era su fuerte. Se esforzó en descifrar cada palabra, cada línea.
Cuando hubo acabado, permaneció muy quieto, pasando revista mentalmente a los probables soplones. Pensó en el conductor de la carretilla elevadora, el del chicle, al que había dejado colgado en los Prados cuando recogieron el ordenador nuevo. Pensó en Jim y Tommy, que hacían con él los encargos en negro y a hurtadillas. Alguien del trabajo se había ido de la lengua. La rabia y el miedo colisionaron en su interior y provocaron una combustión.
Fue hasta el pie de la escalera y gritó:
—¡Vosotros dos! ¡Bajad ahora mismo!
Ruth aún se tapaba la boca con la mano. Simon sintió el sádico impulso de apartársela de un bofetón, de decirle que se calmara, que era él quien estaba de mierda hasta el cuello.
Andrew llegó el primero, con Paul detrás. Andrew vio el escudo de armas de Pagford en la pantalla, y a su madre con la mano en la boca. Descalzo sobre la vieja alfombra, tuvo la sensación de caer en picado en un ascensor averiado.
—Alguien ha contado cosas por ahí que he mencionado en esta casa —dijo Simon mirando furibundo a sus hijos.
Paul había bajado consigo el libro de ejercicios de química y lo sostenía como si fuera un cantoral. Andrew miraba fijamente a su padre, tratando de adoptar una expresión de confusión y curiosidad.
—¿Quién se ha chivado de que tenemos un ordenador robado? —preguntó Simon.
—Yo no —contestó Andrew.
Paul miró a su padre con cara inexpresiva, tratando de procesar la pregunta. Andrew deseó que hablara de una vez. ¿Por qué tenía que ser tan lento?
—¿Y bien? —le insistió Simon a Paul.
—No creo que yo…
—¿Qué no crees? ¿No habérselo contado a nadie?
—No, no creo que se lo haya contado a…
—Oh, muy interesante —dijo Simon, caminando de aquí para allá delante de Paul—. Esto es interesantísimo.
De un manotazo, le arrancó el libro de las manos y lo lanzó lejos.
—Pues intenta pensarlo, pedazo de mierda —gruñó—. Piénsalo de una vez, coño. ¿Le has contado a alguien que tenemos un ordenador robado?
—No, que es robado no —contestó Paul—. Nunca le he contado a nadie… Ni siquiera creo haberle dicho a nadie que teníamos uno nuevo.
—Ya veo —repuso su padre—. Y la noticia se ha difundido por arte de magia, ¿verdad? —Señalaba la pantalla del ordenador—. ¡Pues alguien se ha ido de la lengua, joder! —exclamó—. ¡Porque está en el internet de los cojones! ¡Y ya puedo considerarme afortunado si no me-quedo-en-la-puta-calle!
Con cada una de esas últimas palabras fue dándole un golpe con el puño en la cabeza. Paul se encogió y retrocedió; por la nariz le brotó un hilillo oscuro; sufría frecuentes hemorragias nasales.
—¡¿Y tú qué?! —le gritó Simon a su mujer, que seguía petrificada junto al ordenador, con los ojos muy abiertos detrás de las gafas y la mano tapándole la boca como un velo—. Has estado cotilleando por ahí, ¿eh?
Ruth se quitó la mordaza.
—No, Simon —susurró—. La única persona a la que le conté que teníamos un ordenador nuevo es Shirley y ella nunca…
«Qué tonta eres, qué tonta, joder, ¿por qué tenías que decirle eso?»
—¿Que hiciste qué? —siseó.
—Se lo conté a Shirley —gimoteó Ruth—. Pero no le dije que era robado, Simon. Sólo le dije que ibas a traerlo a casa…
—Bueno, pues ya sabemos de dónde viene esta mierda, joder —soltó Simon, y empezó a gritar—: ¡Su puto hijo se presenta a las elecciones, coño, y por supuesto ella me quiere sacar los trapos sucios!
—Pero si es ella quien me lo ha dicho hace un momento, Simon, ella no habría…
Simon se abalanzó sobre su mujer y le pegó en la cara, como deseaba hacer desde que había visto su expresión tonta y asustada. Las gafas de Ruth volaron y se hicieron añicos contra la estantería. Simon volvió a pegarle y ella cayó sobre la mesa de ordenador que con tanto orgullo había comprado con su primer sueldo del South West General.
Andrew se había hecho una promesa. Le dio la sensación de que se movía a cámara lenta, todo parecía frío y húmedo y ligeramente irreal.
—No le pegues —dijo, interponiéndose entre sus padres—. No le…
El labio se le partió contra los incisivos, aplastado por los nudillos de Simon. Andrew cayó hacia atrás encima de su madre, aún desplomada sobre el teclado. Simon lanzó otro puñetazo, que alcanzó a Andrew en los brazos, con que se protegía la cara. El muchacho trató de incorporarse, con su madre forcejeando debajo, pero su padre estaba en pleno ataque, golpeándolos con saña.
—¡No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer, joder!… ¡No te atrevas, gilipollas, cobarde, pedazo de mierda!…
Andrew se dejó caer de rodillas para quitarse de en medio y Simon le dio una patada en las costillas.
—¡Basta! —exclamó Paul con voz lastimera.
Simon lanzó otra patada a las costillas de su hijo, pero éste la esquivó y su progenitor estrelló el pie contra la chimenea de ladrillo, y de pronto empezó a soltar ridículos aullidos de dolor.
Andrew se escabulló a cuatro patas mientras Simon se aferraba los dedos del pie, dando saltitos sin moverse del sitio y chillando maldiciones. Ruth, desplomada en la silla giratoria, sollozaba tapándose la cara con las manos. Andrew se puso en pie; notaba el sabor de su propia sangre.
—Cualquiera pudo irse de la lengua con lo de ese ordenador —resolló casi sin aliento, esperando otro estallido de violencia; ahora que había empezado, que estaban en plena trifulca, se sentía más valiente; era la espera lo que lo sacaba de quicio, ver a su padre adelantar la barbilla y oír el ansia creciente de violencia en su voz—. Nos dijiste que le habían dado una paliza a un vigilante jurado. Cualquiera pudo irse de la lengua. No hemos sido nosotros…
—¡Gilipollas de mierda, no te atrevas…! ¡Me he roto el dedo, joder! —jadeó Simon, y se dejó caer en una butaca, todavía agarrándose el pie. Esperaba compasión, por lo visto.
Andrew imaginó que empuñaba un arma y le disparaba a la cara, que sus facciones estallaban y sus sesos salpicaban las paredes.
—¡Y Pauline vuelve a tener la regla! —le gritó Simon a Paul, que trataba de contener la sangre de la nariz que le goteaba entre los dedos—. ¡Sal de la alfombra! ¡Coño, sal de la alfombra, mariquita!
Paul huyó corriendo de la habitación. Andrew se apretaba el dolorido labio con el borde de la camiseta.
—¿Y todos esos trabajos en negro? —gimoteó Ruth, con la mejilla encarnada y las lágrimas goteándole de la barbilla.
Andrew detestaba verla así, patética y humillada; pero también la despreciaba un poco por haberse metido en aquel lío, cuando cualquiera lo habría visto venir.
—Ahí mencionan los trabajos en negro —prosiguió ella—. Shirley no sabe nada de eso, ¿cómo iba a saberlo? Eso lo ha colgado alguien de la imprenta. Ya te lo dije, Simon, ya te dije que no debías hacer esos trabajos, siempre he temido que…
—¡Cierra la puta boca, joder! ¡Ahora te quejas, pero no te importaba una mierda gastarte el dinero! —bramó Simon adelantando otra vez la barbilla.
Andrew quiso gritarle a su madre que se callara: parloteaba cuando cualquier imbécil habría visto que debía mantener la boca cerrada, y callaba cuando habría hecho bien en hablar; no aprendía, nunca veía lo que se avecinaba.
Transcurrió un minuto sin que ninguno hablara. Ruth se enjugaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz de forma intermitente. Simon seguía aferrándose el pie, con los dientes apretados y respirando con dificultad. Andrew se lamía la sangre del labio, que ya notaba hinchado.
—Esto va a costarme mi puto trabajo —masculló Simon, recorriendo la habitación con ojos de loco, como si pudiera haber alguien a quien hubiera olvidado pegar—. Ya andan hablando de que hay exceso de personal, joder. Sólo faltaba esto. Esto va a ser…
Tumbó de un manotazo la lámpara de la mesita, que rodó por el suelo sin romperse. La recogió, tiró del cable para desenchufarlo de la pared, la blandió por encima de la cabeza y se la arrojó a Andrew, que se agachó para esquivarla.
—¡¿Quién coño se ha chivado?! —gritó cuando la lámpara se hizo añicos contra la pared—. ¡Porque alguien se ha chivado, joder!
—¡Habrá sido algún cabrón de la imprenta, ¿no?! —contestó Andrew a gritos; notaba el labio grueso y palpitante, como un gajo de mandarina—. ¿De verdad crees que nosotros…? ¿De verdad crees que a estas alturas no sabemos tener la boca cerrada?
Era como tratar de comprender a un animal salvaje. Andrew veía moverse la mandíbula de su padre y advirtió que estaba considerando sus palabras.
—¡¿Cuándo han colgado eso?! —le gritó a Ruth—. ¡Míralo! ¿Qué fecha pone?
Todavía sollozando, Ruth miró la pantalla; tuvo que acercarse casi hasta tocarla con la punta de la nariz, ahora que sus gafas estaban rotas.
—El quince —susurró.
—El quince… Domingo. Era domingo, ¿no?
Ni Andrew ni Ruth lo sacaron de su error. Andrew no podía creerse su suerte, aunque seguro que no duraría.
—Domingo —continuó Simon—, de manera que cualquiera habrá podido… ¡Joder, mi pie! —exclamó al levantarse, y se acercó a Ruth cojeando exageradamente—. ¡Aparta!
Ruth se apresuró a dejarle la silla y lo observó volver a leer el párrafo, soltando bufidos como una fiera. Andrew se dijo que, si tuviera un alambre a mano, podría estrangularlo allí mismo.
—Alguien se ha enterado a través de la imprenta —declaró Simon, como si hubiese llegado por sí mismo a esa conclusión sin haber oído a su mujer y su hijo insistirle en esa hipótesis. Puso las manos en el teclado y se volvió hacia Andrew—. ¿Cómo lo quito?
—¿Qué?
—¡Tú estudias informática, joder! ¿Cómo quito esto de ahí?
—No puedes entrar en… No puedes. Tiene que ser el administrador.
—Pues hazte administrador —replicó Simon levantándose e indicándole la silla giratoria.
—No puedo hacerme administrador —dijo Andrew, temiendo que su padre estuviera al borde de un segundo ataque de violencia—. Hay que introducir el nombre de usuario correcto y las contraseñas.
—Pues vaya desperdicio de espacio que eres, joder.
Simon le dio un empujón en el esternón al pasar cojeando a su lado y lo hizo caer de espaldas contra la repisa de la chimenea.
—¡Pásame el teléfono! —le gritó a su mujer cuando hubo vuelto a sentarse en la butaca.
Ruth cogió el teléfono y recorrió el par de metros que la separaban de él, que se lo arrancó de las manos y marcó un número.
Andrew y Ruth esperaron en silencio mientras Simon llamaba, primero a Jim y luego a Tommy, los tipos con los que había llevado a cabo los trabajos clandestinos. La ira de Simon y las sospechas que abrigaba respecto a sus propios cómplices se canalizaban por la línea telefónica en frases cortas llenas de juramentos.
Paul no había vuelto. Quizá siguiera lidiando con su hemorragia nasal, pero era más probable que estuviera muerto de miedo. A Andrew le pareció poco prudente. Era más seguro desaparecer sólo cuando Simon te daba permiso para hacerlo.
Cuando hubo acabado, Simon le tendió el teléfono a Ruth sin decir palabra; ella lo cogió y se apresuró a colgarlo en su sitio.
Él se quedó sentado, pensando, con el dedo lastimado latiéndole y sudando al calor de la estufa, henchido de rabia e impotencia. La paliza que les había dado a su mujer y su hijo no tenía la más mínima importancia, no dedicó un solo segundo a pensar en ellos; acababa de ocurrirle algo terrible y lo natural era que su explosión de ira alcanzara a sus allegados más cercanos; la vida funcionaba así. En cualquier caso, la estúpida cabrona de Ruth había admitido habérselo contado a Shirley…
Simon estaba construyendo su propia cadena de pruebas a partir de los acontecimientos que en su opinión habrían tenido lugar. Algún capullo (y sospechaba del conductor de la carretilla, el del chicle, con su expresión de cabreo cuando Simon lo había dejado tirado en los Prados) les había hablado de él a los Mollison (aunque no tuviera mucha lógica, la admisión de Ruth de que le había mencionado el ordenador a Shirley lo volvía más probable), y ellos (los Mollison, las altas esferas, los hipócritas y los cabrones que eran los guardianes del acceso al poder) habían colgado ese mensaje en su página web (aquella vieja estúpida de Shirley era la administradora, y eso le ponía el broche a su teoría).
—Ha sido tu amiga de los cojones —le dijo a su llorosa mujer de labios temblorosos—. Tu amiga de los cojones, Shirley. Ha sido ella. Ha reunido unos cuantos trapos sucios sobre mí para apartarme de la carrera de su hijo. Ha sido ella.
—Pero Simon…
«Cállate, cállate, no seas idiota», pensó Andrew.
—Conque sigues de su parte, ¿eh? —bramó Simon haciendo ademán de levantarse.
—¡No! —chilló Ruth, y él volvió a dejarse caer en la butaca, pues no quería forzar su dolorido pie.
A los directivos de Harcourt-Walsh no iba a gustarles mucho lo de esos trabajos fuera de horario, pensó Simon. Tampoco le extrañaría que apareciera la policía, husmeando en busca del ordenador. Lo asaltó el impulso urgente de hacer algo.
—Tú —dijo señalando a Andrew—. Desenchufa ese ordenador. Los cables y todo lo demás. Te vienes conmigo.
Cosas negadas, cosas nunca dichas, cosas veladas y disimuladas.
Las turbias aguas del río Orr fluían ahora sobre los restos del ordenador robado, que habían arrojado a medianoche desde el viejo puente de piedra. Simon llegó al trabajo cojeando con su dedo roto y les dijo a todos que había resbalado en el jardín. Ruth se puso hielo en los moretones y los disimuló torpemente con un viejo tubo de maquillaje; en el labio de Andrew se cerró una costra, como la de Dane Tully, y a Paul le sobrevino otra hemorragia nasal en el autobús y tuvo que ir directamente a la enfermería del instituto.
Shirley Mollison, que había estado de compras en Yarvil, no respondió a las repetidas llamadas de Ruth hasta media tarde, y para entonces los hijos de Ruth ya habían vuelto del colegio. Andrew escuchó la conversación incompleta desde la escalera, fuera de la sala de estar. Sabía que Ruth trataba de ocuparse del problema antes de que llegara Simon, porque él era más que capaz de arrancarle el teléfono y ponerse a insultar a gritos a su amiga.
—… sólo son absurdas mentiras —iba diciendo alegremente—, pero te agradeceríamos mucho que lo quitaras, Shirley.
Andrew frunció el entrecejo, y el corte del labio amenazó con volverse a abrir. Odiaba oír a su madre pidiéndole un favor a aquella mujer. Durante un instante le produjo una rabia irracional que no hubiesen quitado ya el mensaje; y entonces se acordó de que lo había escrito él, de que él había sido la causa de todo: la cara magullada de su madre, su propio labio partido y el ambiente de pánico que impregnaba la casa ante el inminente regreso de Simon.
—Comprendo muy bien que tienes un montón de cosas en marcha… —decía Ruth con cobardía—, pero sin duda entenderás que podría hacerle mucho daño a Simon que la gente creyera…
Andrew pensó que era así como Ruth le hablaba a Simon las pocas veces que se sentía obligada a contradecirlo: con actitud servil, de disculpa, vacilante. ¿Por qué no le exigía a aquella mujer que quitara el mensaje de inmediato? ¿Por qué se mostraba siempre tan acobardada, tan contrita? ¿Por qué no abandonaba a su padre de una maldita vez?
Andrew siempre había visto a Ruth como un ente separado, una mujer buena e intachable. De niño, sus padres le habían parecido la noche y el día: él, malo y aterrador, y ella, buena y cariñosa. Pero a medida que se hacía mayor, iba percatándose de la ceguera voluntaria de Ruth, de su constante defensa de Simon, de la inquebrantable lealtad que sentía por su falso ídolo.
La oyó colgar y entonces continuó bajando ruidosamente la escalera para encontrarse con ella cuando salía de la sala.
—¿Hablabas con la mujer de la página web?
—Sí. —La voz de Ruth denotaba cansancio—. Va a quitar eso que han colgado sobre papá, y esperemos que la cosa acabe ahí.
Andrew sabía que su madre era una mujer inteligente, y desde luego más mañosa en los arreglos domésticos que el torpe de su padre. Y además se ganaba la vida con su trabajo.
—¿Por qué no quitó el mensaje inmediatamente, si sois amigas? —preguntó, entrando en la cocina tras ella.
Por primera vez en su vida, la lástima que sentía por Ruth se mezclaba con una sensación de frustración muy parecida a la ira.
—Estaba muy ocupada —soltó Ruth.
Tenía un ojo inyectado en sangre por el puñetazo de Simon.
—¿No le has dicho que puede meterse en líos por dejar cosas difamatorias ahí colgadas, si es ella quien modera los foros? Nos lo enseñaron en la clase de infor…
—Ya te he dicho que va a quitarlo, Andrew —lo interrumpió ella de malos modos.
No le daba miedo sacar el genio con sus hijos. ¿Por qué? ¿Porque no le pegaban, o había otra razón? Andrew sabía que la cara tenía que dolerle tanto como a él.
—Bueno, ¿y quién crees tú que escribió esas cosas sobre papá? —preguntó, sintiéndose temerario.
Ruth se volvió para mirarlo con cara de furia.
—No lo sé —respondió—, pero, fuera quien fuese, su comportamiento fue cobarde y despreciable. Todo el mundo tiene algo que ocultar. ¿Qué pasaría si tu padre colgara en internet cosas que sabe de la gente? Pero él no haría una cosa así.
—Iría contra su código moral, ¿verdad?
—¡No conoces a tu padre tan bien como crees! —exclamó Ruth con lágrimas en los ojos—. Sal de aquí… vete a hacer los deberes… lo que sea, no me importa, pero ¡vete!
Andrew volvió a su habitación muerto de hambre, porque había bajado a la cocina en busca de algo de comer, y pasó un buen rato tendido en la cama, preguntándose si habría sido un error colgar aquel mensaje, y cuánto daño tendría que hacerle Simon a algún miembro de la familia para que su madre comprendiera que no se regía por ningún código moral.
Entretanto, en el estudio de su casa, a kilómetro y medio de Hilltop House, Shirley Mollison intentaba recordar cómo se borraba un mensaje del foro. Los mensajes eran poco frecuentes y solía dejarlos donde estaban, a veces hasta tres años. Por fin, del fondo del archivador que había en un rincón, sacó la sencilla guía para la administración del sitio web que había elaborado ella misma al principio y, tras varias meteduras de pata, consiguió borrar las acusaciones contra Simon. Lo hizo sólo porque se lo había pedido Ruth, que le caía bien, y no porque creyera que le incumbía alguna responsabilidad en el asunto.
Pero suprimir aquel mensaje no equivalía a borrarlo de la conciencia de quienes tenían un interés ferviente y personal en la contienda por la plaza de Barry. Parminder Jawanda lo había copiado en su ordenador, y no paraba de abrirlo para someter cada frase al riguroso examen de un forense que analiza fibras en un cadáver, en busca de indicios del ADN literario de Howard Mollison. Él seguramente habría intentado disimular su particular forma de redactar, pero Parminder creía reconocer su pomposidad en «no le son desconocidas las medidas para abaratar los costes» y en «podrá poner sus numerosos y útiles contactos a disposición del concejo».
—Minda, tú no conoces a Simon Price —dijo Tessa Wall.
Colin y ella cenaban con los Jawanda en la cocina de la antigua vicaría, y Parminder había sacado el tema casi en el instante en que habían cruzado el umbral.
—Es un hombre muy desagradable —continuó Tessa—, cualquiera podría guardarle rencor. De verdad, no creo que se trate de Howard Mollison. No consigo verlo haciendo algo tan burdo.
—Abre los ojos, Tessa —contestó Parminder—. Howard haría cualquier cosa para asegurarse de que Miles salga elegido. Espera y verás. Luego irá a por Colin, ya lo verás.
Tessa vio cómo los nudillos de la mano con que Colin sujetaba el tenedor se le ponían blancos, y lamentó que Parminder no pensara un poco antes de hablar. Ella conocía mejor que nadie los puntos débiles de Colin: era quien le recetaba el Prozac.
Vikram estaba sentado a la cabecera de la mesa sin decir nada. Su hermosa cara esbozó con naturalidad una sonrisa ligeramente sardónica. Tessa siempre se sentía intimidada por el cirujano, como le pasaba con todos los hombres muy atractivos. Aunque Parminder era una de sus mejores amigas, apenas conocía a Vikram, que trabajaba muchas horas y no se involucraba tanto como su mujer en los asuntos de Pagford.
—Os he contado lo del orden del día, ¿no? —prosiguió Parminder, lanzada—. ¿El de la próxima reunión? Howard presenta una moción sobre los Prados, para que se la transmitamos al comité de Yarvil que estudia la revisión del límite territorial, y, por si fuera poco, otra moción para que la clínica de toxicómanos sea desalojada del edificio. Quiere que todo se haga deprisa y corriendo, mientras la plaza de Barry esté aún sin cubrir.
Parminder no paraba de levantarse de la mesa para ir por cosas, y abría más armarios de los necesarios, distraída y con la cabeza en otro sitio. En dos ocasiones olvidó para qué se había levantado y volvió a sentarse con las manos vacías. Entre sus espesas pestañas, Vikram la observaba moverse de aquí para allá.
—Anoche llamé a Howard —explicó ella— y le dije que deberíamos esperar a que el concejo vuelva a contar con la totalidad de concejales para votar sobre cuestiones de tanta importancia. Se echó a reír. Dice que no podemos esperar. Según él, con la revisión territorial tan cerca, en Yarvil necesitan conocer nuestra opinión. En realidad, tiene miedo de que Colin consiga la plaza de Barry, porque entonces no lo tendrá tan fácil para colárnoslo todo. He mandado correos electrónicos a todos los que creo que están de nuestro lado, a ver si pueden presionarlo para postergar las votaciones hasta la siguiente reunión…
»El Fantasma de Barry Fairbrother —añadió entonces casi sin aliento—. Qué cabrón. No va a utilizar la muerte de Barry para vencerlo, si yo puedo evitarlo.
A Tessa le pareció ver la sombra de una mueca en los labios de Vikram. La vieja guardia de Pagford, liderada por Howard Mollison, le perdonaba a Vikram lo que no podía perdonarle a su esposa: la tez morena, la inteligencia y el bienestar económico (todo lo cual, en opinión de Shirley, les causaba cierto placer). A Tessa le parecía tremendamente injusto, porque Parminder se tomaba muy en serio cada aspecto de su vida en Pagford: los festivales escolares, las ventas de pasteles benéficas, su consulta médica y el concejo parroquial, y sin embargo su recompensa era la implacable aversión de la vieja guardia; a Vikram, que rara vez participaba en nada, esa misma gente lo adulaba y halagaba, dándole el visto bueno con aires de amos y señores.
—Mollison es un megalómano —prosiguió Parminder mientras removía la comida en el plato con nerviosismo—. Un matón y un megalómano.
Vikram dejó los cubiertos y se arrellanó en la silla.
—¿Y cómo es que se conforma con ser presidente del concejo parroquial? —quiso saber—. ¿Por qué no ha intentado meterse en la junta comarcal?
—Porque piensa que Pagford es el epicentro del universo —refunfuñó su mujer—. No lo entiendes: no cambiaría su cargo de presidente del Concejo Parroquial de Pagford por el de primer ministro. Además, no le hace ninguna falta estar en la junta de Yarvil; ya tiene a Aubrey Fawley allí, batallando en las cuestiones de mayor calado. Ya está calentando motores para la revisión del perímetro territorial. Trabajan en equipo.
Para Parminder, la ausencia de Barry era como un fantasma en la mesa. Él le habría explicado todo aquello a Vikram y además lo habría hecho reír; Barry era un magnífico imitador de los discursos de Howard, de sus andares de pato, de sus repentinas interrupciones gastrointestinales.
—No ceso de decirle a Parminder que se estresa demasiado con todo esto —le comentó Vikram a Tessa, quien se sorprendió, ruborizándose un poco al ser el blanco de aquellos ojos oscuros—. ¿Sabes ya lo de esa estúpida queja, lo de la anciana con enfisema?
—Sí, Tessa lo sabe. Lo sabe todo el mundo. ¿Tenemos que discutirlo en la mesa? —le espetó Parminder, y se levantó de golpe para recoger los platos.
Tessa hizo ademán de ayudarla, pero ella le ordenó que no se moviera. Vikram le brindó a Tessa una sonrisita de solidaridad que a ésta le produjo un hormigueo en el estómago. No pudo evitar recordar, mientras Parminder trajinaba en torno a la mesa, que el de Vikram y Parminder era un matrimonio concertado.
(—Sólo se trata de que la familia hace la presentación —le había contado Parminder en los primeros tiempos de su amistad, a la defensiva y un poco molesta por algo que había visto en la cara de Tessa—. Nadie te obliga a casarte.
Pero, en otras ocasiones, le habló de lo mucho que la había presionado su madre para que consiguiera un marido.
—Todos los padres sij quieren ver casados a sus hijos. Es una obsesión —explicó Parminder con amargura.)
Colin no lamentó que le arrebataran el plato. Las náuseas que le revolvían el estómago eran aún peores que a su llegada a la antigua vicaría. Se sentía tan ajeno a los otros tres comensales que era como estar dentro de una gruesa burbuja de cristal. La sensación de hallarse encerrado en una gigantesca esfera de preocupación viendo pasar sus propios temores, que le impedían ver el mundo exterior, le resultaba tristemente familiar.
Tessa no le ayudaba. Se mostraba fría y poco comprensiva respecto a su campaña por la plaza de Barry, y lo hacía a propósito. El motivo de esa cena era que Colin pidiese su opinión a Parminder sobre los panfletos que había impreso, en los que anunciaba su candidatura. Tessa se negaba a implicarse y de esa forma le impedía hablar con ella del temor que lo estaba asfixiando. Le estaba negando una vía de escape.
En un intento de emular la frialdad de su mujer, fingiendo que, después de todo, no se estaba derrumbando por culpa de una presión autoimpuesta, Colin no le había mencionado a Tessa la llamada del Yarvil and District Gazette que había recibido ese día en el instituto. La periodista se había interesado por Krystal Weedon.
¿Habría tocado él a esa chica?
Colin había respondido que el instituto no podía proporcionar ninguna información sobre una alumna y que tendría que acceder a Krystal a través de sus padres.
—Ya he hablado con Krystal —repuso ella—. Sólo quería contar con su opinión sobre…
Pero Colin había colgado, y el terror había arrasado con todo.
¿Por qué querían hablar sobre Krystal? ¿Por qué lo llamaban a él? ¿Había hecho algo? ¿Habría tocado a esa chica? ¿Se habría quejado ella?
El psicólogo le había enseñado a no intentar confirmar ni desmentir esa clase de pensamientos. Se suponía que debía reconocer su existencia y luego seguir comportándose normalmente, pero era como evitar rascarse cuando se tenía un persistente picor. El hecho de que los trapos sucios de Simon Price hubiesen salido a la luz en la página web del consejo lo había dejado pasmado: el terror de verse expuesto, que había desempeñado un papel tan predominante en la vida de Colin, ya tenía cara, y sus facciones eran las de un querubín avejentado, con una mente demoníaca que bullía bajo aquella gorra de cazador encasquetada sobre unos rizos canosos y tras unos ojos inquisitivos y saltones. Colin se acordaba muy bien de las historias de Barry sobre la formidable mente estratégica del dueño de la tienda de delicatessen, y sobre la intrincada maraña de alianzas que rodeaba a los dieciséis miembros del Concejo Parroquial de Pagford.
Colin había imaginado con frecuencia cómo se enteraría de que el juego había terminado: un moderado artículo en el periódico; gente que le volvería la cara cuando entrara en Mollison y Lowe; la directora del instituto llamándolo a su despacho para tener una discreta charla con él. Había imaginado su propia caída cientos de veces: su vergüenza a la vista de todos, colgada del cuello como la campanilla de un leproso, sin posibilidad de volver a ocultarla nunca. Lo pondrían de patitas en la calle. Incluso podría acabar en la cárcel.
—Colin —lo avisó Tessa en voz baja; Vikram le preguntaba si quería más vino.
Ella sabía qué estaba pasando detrás de aquella frente amplia y abombada; no con detalle, pero la ansiedad de su marido había sido una constante a lo largo de los años. Tessa sabía que Colin no podía evitarlo, formaba parte de su idiosincrasia. Muchos años atrás, había leído aquellas palabras de W. B. Yeats: «En lo más profundo del amor se esconde una piedad indecible.» Qué ciertas le habían parecido. El poema la había hecho sonreír y acariciar la página, porque ella amaba a Colin y la compasión formaba una parte fundamental de ese amor.
A veces, sin embargo, casi se le agotaba la paciencia. A veces era ella quien necesitaba que la tranquilizaran, que se preocuparan un poco por ella. Colin había sufrido un predecible ataque de pánico cuando Tessa le contó que le habían diagnosticado una diabetes del tipo 2, pero una vez que lo hubo convencido de que no corría riesgo inminente de muerte, la desconcertó la rapidez con que él dejó de hablar del asunto para volver a sumirse en sus planes para las elecciones.
(Aquella mañana, a la hora del desayuno, Tessa se había controlado por primera vez el nivel de azúcar en sangre con el glucómetro. Luego sacó la jeringuilla de insulina para pincharse en el vientre; le dolió mucho más que cuando la pinchaba la diestra Parminder.
Al verla, Fats cogió su cuenco de cereales y se volvió en redondo, derramando leche en la mesa, la manga de la camisa de su uniforme y el suelo de la cocina. Colin soltó un grito ahogado cuando lo vio escupir en el cuenco los copos que tenía en la boca y luego espetarle a su madre:
—¿Tienes que hacer eso en la puta mesa?
—¡Haz el favor de no ser tan grosero y desagradable! —saltó Colin—. ¡Siéntate bien! ¡Y limpia este desastre! ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre? ¡Pídele disculpas!
Tessa se retiró la aguja precipitadamente y sangró un poco.
—Lamento que ver cómo te chutas cuando estamos desayunando me dé ganas de vomitar, Tess —dijo Fats desde debajo de la mesa, mientras limpiaba el suelo con papel de cocina.
—¡Tu madre no se está chutando, tiene una enfermedad! —gritó Colin—. ¡Y no la llames «Tess»!
—Ya sé que las agujas no te gustan, Stu —dijo Tessa, pero tenía los ojos llorosos; se había hecho daño y estaba enfadada con los dos.
Por la noche, en la cena, todavía le duraba el enfado.)
Tessa se preguntó por qué Parminder no apreciaba la preocupación de Vikram. Cuando ella estaba estresada, Colin nunca se daba cuenta. «A lo mejor —se dijo con irritación— esto del matrimonio concertado no está tan mal… Desde luego, mi madre no habría elegido a Colin para mí…»
Parminder estaba sirviendo el postre, unos cuencos de macedonia de fruta. Molesta, Tessa se preguntó qué le habría servido a un invitado que no fuera diabético, y se consoló pensando en la barrita de chocolate que tenía en la nevera de su casa.
Parminder, que durante la cena había hablado cinco veces más que el resto de comensales, empezó a despotricar contra su hija Sukhvinder. Ya le había contado a Tessa por teléfono lo de la traición de la niña, y ahora volvió a soltarlo en la mesa.
—Va a trabajar de camarera para Howard Mollison. De verdad que no sé dónde tiene la cabeza. Pero Vikram…
—Ni siquiera piensan, Minda —proclamó Colin rompiendo su largo silencio—. Los adolescentes son así. Nada les importa. Son todos iguales.
—Qué tonterías dices, Colin —saltó Tessa—. No son todos iguales, en absoluto. Nosotros estaríamos encantados de que Stu se buscara un trabajo de fines de semana, aunque me temo que no hay ni la más remota posibilidad de que eso suceda.
—… pero a Vikram no le importa —continuó Parminder, ignorando la interrupción—. No le ve nada malo, ¿no es así?
El aludido contestó sin alterarse.
—La experiencia laboral enseña. Es muy probable que Jolly no llegue a la universidad, y no me parece ninguna vergüenza. No es para todo el mundo. Yo la veo casándose pronto, y feliz.
—Pero camarera, nada menos…
—Bueno, no todos pueden ser académicos, ¿no?
—No, desde luego ella no lo será —repuso Parminder, que casi temblaba de rabia y tensión—. Sus notas son un absoluto desastre… No tiene aspiraciones ni ambición. Camarera… «Seamos realistas, no voy a llegar a la universidad», me dice. Claro, con esa actitud desde luego que no. Y con Howard Mollison… Oh, seguro que le ha encantado que mi hija haya ido a suplicarle un empleo. ¿En qué estaría pensando? ¿En qué?
—A ti tampoco te gustaría que Stu trabajara para alguien como Mollison —le dijo Colin a Tessa.
—No me importaría —lo contradijo ella—. Me encantaría que diera muestras de cualquier clase de ética laboral. Por lo que sé, sólo parecen importarle los juegos de ordenador y… —Se interrumpió, porque su marido no sabía que Stuart fumaba.
—En realidad —repuso Colin—, Stuart sería muy capaz de una cosa así: de congraciarse con alguien que supiera que no nos cae bien, sólo para fastidiarnos. Disfrutaría mucho, desde luego.
—Por el amor de Dios, Colin, Sukhvinder no trata de fastidiar a Parminder —dijo Tessa.
—¿O sea que piensas que estoy siendo poco razonable? —le soltó Parminder.
—No, no —contestó Tessa, horrorizada por verse metida en una discusión familiar—. Sólo digo que en Pagford no hay muchos sitios donde los chicos puedan trabajar, ¿no?
—¿Y qué falta hace que trabaje? —preguntó una Parminder furiosa, alzando las manos con exasperación—. ¿No le damos dinero suficiente?
—El dinero ganado por uno mismo es diferente, eso ya lo sabes —le recordó Tessa.
Tessa estaba de cara a una pared llena de fotografías de los chicos Jawanda. Solía sentarse allí y había contado cuántas veces aparecía cada hijo: Jaswant, dieciocho; Rajpal, diecinueve; y Sukhvinder, nueve. Sólo había una fotografía que celebrara los logros individuales de Sukhvinder: la imagen del equipo de remo de Winterdown el día que había derrotado al del St. Anne. Barry les había entregado a todos los padres una copia ampliada de esa fotografía, en la que Sukhvinder y Krystal Weedon aparecían en el centro de las ocho chicas, rodeándose los hombros con el brazo, sonriendo de oreja a oreja y dando un brinco, de manera que salían ambas ligeramente desenfocadas.
«Barry habría ayudado a Parminder a ver las cosas desde la perspectiva correcta», se dijo. Había sido un puente entre madre e hija, las dos lo adoraban.
Tessa se preguntó, y no por primera vez, hasta qué punto suponía una diferencia el hecho de que no hubiese alumbrado a su hijo. ¿Le resultaba más fácil aceptarlo como un individuo independiente que si hubiera sido de su propia sangre? De su sangre alta en glucosa, contaminada…
Desde hacía poco, Fats ya no la llamaba «mamá». Ella tenía que fingir que no le importaba, porque a Colin lo hacía enfadar muchísimo; pero cada vez que Fats decía «Tessa» era como si le clavaran una aguja en el corazón.
Los cuatro acabaron de comerse la fruta en silencio.
En la casita blanca de lo alto de la colina, Simon Price se sentía inquieto y amargado. Iban pasando los días. El mensaje acusador había desaparecido del foro del concejo, pero él seguía paralizado. Retirar su candidatura podría interpretarse como una admisión de culpabilidad. Sin embargo, la policía no se había presentado en busca del ordenador; Simon casi se arrepentía de haberlo tirado desde el puente. Por lo demás, no conseguía determinar si había imaginado o no la sonrisa cómplice en la cara del hombre de la estación de servicio cuando le había tendido la tarjeta de crédito. En el trabajo se hablaba mucho sobre el exceso de personal y Simon seguía temiendo que aquel mensaje llegara a oídos de sus jefes y que decidieran ahorrarse la indemnización por cese despidiéndolos a los tres: Jim, Tommy y él.
Andrew se mantenía a la expectativa, pero cada día abrigaba menos esperanzas. Había intentado mostrarle al mundo lo que era su padre, y el mundo, por lo visto, se había limitado a encogerse de hombros. Había imaginado que alguien de la imprenta o del concejo parroquial se levantaría para plantarle cara a Simon, para decirle que no era digno de competir con otras personas, que no estaba capacitado ni cumplía los requisitos para ello, y que no debía acarrearse su propia deshonra o la de su familia. Pero no había pasado nada, excepto que Simon dejó de hablar del concejo y de hacer llamadas con la esperanza de cosechar votos, y que los panfletos que había impreso fuera de jornada en el trabajo seguían en una caja en el porche.
Entonces, sin previo aviso y sin fanfarria alguna, llegó la victoria. Cuando bajaba la escalera la noche del viernes, en busca de algo de comer, Andrew oyó a Simon hablar con rigidez por teléfono en la sala, y se detuvo a escuchar.
—… retirar mi candidatura —decía—. Sí. Bueno, mis circunstancias personales han cambiado. Sí, eso es. Sí, exacto. Muy bien, gracias.
Andrew lo oyó colgar.
—Bueno, ya está —le dijo a Ruth—. Si ésa es la clase de mierda que andan propagando, me quedo fuera.
Andrew oyó a su madre musitar algo para mostrar su aprobación y, antes de que le diera tiempo a moverse, Simon apareció en el pasillo. Su padre inspiró hondo y pronunció la primera sílaba de su nombre antes de percatarse de que lo tenía justo delante en la escalera.
—¿Qué haces? —El rostro de Simon quedaba en penumbra, iluminado tan sólo por la luz que llegaba de la sala.
—Tengo sed —mintió Andrew; a su padre no le gustaba que comieran entre horas.
—Empiezas a trabajar con Mollison este fin de semana, ¿verdad?
—Sí.
—Vale, pues escúchame bien. Quiero cualquier cosa que puedas averiguar sobre ese cabrón, ¿me oyes? Toda la mierda que consigas destapar. Y sobre su hijo también, si te enteras de algo.
—Vale —repuso Andrew.
—Y lo colgaré en esa página web de los cojones para que lo vean todos —concluyó Simon, y volvió a la sala—. El puto Fantasma de Barry Fairbrother.
Mientras seleccionaba cosas de comer que su padre no pudiera echar de menos, cortando rebanadas aquí y cogiendo puñados allá, un tintineo de júbilo resonaba en el pensamiento de Andrew: «Te he jodido, cabrón.»
Había logrado exactamente lo que se proponía: Simon no tenía ni idea de quién había echado por tierra sus ambiciones. El muy imbécil hasta le exigía que lo ayudara en su venganza; desde luego, era un cambio radical, porque cuando Andrew les había contado a sus padres que tenía un empleo en la tienda de delicatessen, Simon había montado en cólera.
—Mira que eres gilipollas. ¿Qué pasa con tu alergia?
—Creía que debía evitar todos los frutos secos —le soltó Andrew.
—No te hagas el listo conmigo, Carapizza. ¿Y si te zampas uno sin querer, como en el St. Thomas? ¿De verdad piensas que queremos pasar otra vez por toda esa mierda?
Pero Ruth había apoyado a Andrew, diciendo que su hijo ya era mayor para andarse con cuidado en ese tema. Cuando Simon salió de la sala, intentó decirle a Andrew que su padre sólo estaba preocupado por él.
—Lo único que le preocupa es perderse el maldito Partido de la Jornada por tener que llevarme al hospital —había replicado el chico.
Andrew volvió a su dormitorio, donde se sentó a embutirse comida en la boca con una mano y mandarle un SMS a Fats con la otra.
Pensó que todo había acabado, terminado, concluido. Hasta ahora, Andrew no había tenido ningún motivo para observar alguna diminuta burbuja de levadura fermentada, la cual lleva en su interior una inevitable transformación alquímica.
Mudarse a Pagford era lo peor que le había pasado a Gaia Bawden. Con excepción de las visitas ocasionales a su padre en Reading, ella nunca había salido de Londres. Cuando Kay le dijo que quería irse a vivir a un pueblecito del West Country, Gaia no se lo creyó; tardó semanas en tomarse en serio la amenaza. Al principio supuso que se trataba de otra idea descabellada de su madre, como las dos gallinas que había comprado para el minúsculo jardín de Hackney (y que un zorro había matado sólo dos semanas más tarde), o su decisión de preparar mermelada de naranja, cuando ella casi nunca cocinaba, empeño en el que había arruinado la mitad de las cacerolas y se había quemado una mano.
Separada a la fuerza de quienes eran sus amigos desde la escuela primaria, de la casa donde vivía desde los ocho años y de los fines de semana que, de forma creciente, ofrecían todo tipo de diversiones urbanas, Gaia se vio sumergida, pese a sus súplicas, amenazas y protestas, en una vida que jamás había imaginado que pudiera existir. Un pueblo de calles adoquinadas y sin una sola tienda abierta pasadas las seis de la tarde, donde la vida comunitaria giraba alrededor de la iglesia y donde muchas veces lo único que se oía era el canto de los pájaros: Gaia tenía la impresión de haber caído por un portal hacia un mundo perdido en el tiempo.
Kay y Gaia siempre se habían aferrado la una a la otra (el padre de Gaia nunca había convivido con ellas, y las dos relaciones posteriores de Kay no habían llegado a formalizarse); discutían y se perdonaban continuamente y, con el paso de los años, se convirtieron en algo parecido a compañeras de piso. Sin embargo, últimamente, cuando Gaia miraba a la mujer sentada con ella a la mesa de la cocina, sólo veía a una enemiga. Su única ambición era regresar a Londres, por el medio que fuera, y vengarse de su madre haciéndola tan desgraciada como pudiera. Todavía no sabía si a ésta le dolería más que suspendiera los exámenes de GCSE o que los aprobara e intentara convencer a su padre de que la dejara irse a vivir con él y matricularse en un instituto de Londres para acabar los estudios de bachillerato. Entretanto, tenía que sobrevivir en territorio hostil, donde su aspecto y su acento, que en otros tiempos habían sido un pasaporte para acceder a los círculos sociales más selectos, eran moneda extranjera.
Gaia no tenía ningún interés en convertirse en una de las alumnas populares de Winterdown: sus compañeros de clase le parecían penosos, con aquel acento del West Country y aquellas patéticas ideas de lo que era pasarlo bien. Si buscaba con insistencia la compañía de Sukhvinder Jawanda era, en parte, para demostrarles al grupito de los guays que los encontraba ridículos, y también porque se sentía inclinada a identificarse con cualquiera que tuviera estatus de marginado.
El hecho de que Sukhvinder se hubiera avenido a trabajar de camarera con Gaia había propiciado un salto cualitativo en su amistad. En su siguiente clase doble de biología, Gaia se soltó como nunca antes, y Sukhvinder vislumbró por fin parte de las misteriosas razones por las que aquella chica nueva, tan guapa y tan enrollada, la había elegido a ella como amiga. Cuando ajustaba el ocular del microscopio que compartían, Gaia murmuró:
—Aquí es todo jodidamente blanco, ¿no?
—Ya —se oyó decir Sukhvinder antes de haber procesado la pregunta.
Gaia seguía hablando, pero ella no le prestaba mucha atención. «Jodidamente blanco.» Sí, suponía que su amiga tenía razón.
Un día, en el St. Thomas, donde era la única alumna de tez oscura de la clase, había tenido que levantarse para hablar de la religión sij ante sus compañeros. Obediente, se colocó al frente del aula y contó la historia del fundador del sijismo, el gurú Nanak, que desapareció en un río y al que dieron por ahogado, pero que al cabo de tres días salió a la superficie y anunció: «No hay hindú, no hay musulmán.» Los otros niños se rieron del disparate de que alguien hubiera sobrevivido tres días bajo el agua, y Sukhvinder no tuvo valor para recordarles que Cristo había muerto y luego resucitado. Así pues, resumió la historia del gurú Nanak, impaciente por volver a su silla.
Podía contar con los dedos de una mano las veces que había visitado una gurdwara; en Pagford no había ninguna, y la de Yarvil era muy pequeña y, según sus padres, estaba dominada por los chamar, una casta diferente de la suya. Sukhvinder no entendía qué importancia podía tener eso, porque sabía que el gurú Nanak había prohibido expresamente las distinciones de castas. Era todo muy confuso, y ella seguía disfrutando con los huevos de Pascua y decorando el árbol de Navidad, y encontraba sumamente engorrosos los libros que Parminder obligaba a leer a sus hijos, en los que se explicaban las vidas de los gurús y los principios de la Khalsa.
Cuando iba a visitar a la familia de su madre a Birmingham, donde por la calle casi todo el mundo era de color y las tiendas estaban llenas de saris y especias indias, Sukhvinder se sentía fuera de lugar. Sus primos hablaban punjabí además de inglés y llevaban una vida urbana de lo más moderna; sus primas eran guapas y vestían a la última. Se burlaban de su acento del West Country y de su inexistente sentido de la moda, y Sukhvinder no soportaba que se rieran de ella. Antes de que Fats Wall iniciara su régimen de torturas diarias, antes de que dividieran a su curso en diferentes grupos y Sukhvinder coincidiera a diario con Dane Tully, a ella siempre le había gustado volver a Pagford; entonces el pueblo era su refugio.
Mientras colocaban los portaobjetos, manteniendo la cabeza gacha para no llamar la atención de la señora Knight, Gaia le contó a Sukhvinder más de lo que le había contado hasta entonces sobre su vida en el instituto Gravener de Hackney; hilaba las frases con una precipitación que denotaba nerviosismo. Describió a los amigos que había dejado atrás; uno de ellos, Harpreet, se llamaba igual que el primo mayor de Sukhvinder. Le habló de Sherelle, que era negra y la chica más lista de su grupo; y de Jen, cuyo hermano había sido el primer novio de Gaia.
Pese a que todo aquello le interesaba mucho, el pensamiento de Sukhvinder divagó y se imaginó una reunión de alumnos y profesores en la que la mirada tuviera que esforzarse mucho para identificar los diversos componentes de un caleidoscopio formado por pieles de todos los tonos, desde el blanco más blanco hasta el caoba. En Winterdown, el pelo negro azulado de los chicos de origen asiático destacaba nítidamente en un mar de cabezas de un rubio pardusco y desvaído. En un sitio como Gravener, chicos como Fats Wall y Dane Tully habrían estado en minoría.
—¿Por qué te marchaste de Londres? —preguntó con timidez.
—Porque mi madre quería estar cerca del gilipollas de su novio —masculló Gaia—. Gavin Hughes. ¿Lo conoces?
Ella negó con la cabeza.
—Seguro que los has oído follar —añadió Gaia—. Los oye toda la calle. Deja la ventana abierta una noche y ya verás.
Sukhvinder intentó disimular su conmoción, pero la sola idea de oír a sus padres, casados y formales, manteniendo relaciones sexuales ya le parecía suficientemente horrorosa. Gaia también se había puesto colorada, pero Sukhvinder pensó que de rabia, no de vergüenza.
—La dejará tirada. Mi madre es una ilusa. Después de follar, el tío se larga pitando.
Sukhvinder jamás habría hablado así de su madre; ni ella ni las gemelas Fairbrother (que en teoría aún eran sus mejores amigas). Niamh y Siobhan trabajaban juntas con otro microscopio un poco más allá. Desde la muerte de su padre, parecían más ensimismadas, siempre iban juntas y ya no estaban tan pendientes de Sukhvinder.
Andrew Price no dejaba de observar a Gaia por un hueco entre aquel mar de caras blancas. Sukhvinder lo había notado y creía que Gaia no, pero se equivocaba. Sencillamente no se tomaba la molestia de devolverle las miradas a Andrew o pavonearse, porque estaba acostumbrada a que los chicos la miraran; era algo que le pasaba desde que tenía doce años. Había dos chicos de sexto que siempre aparecían en los pasillos, con mucha más frecuencia de lo que parecía dictar la ley de las probabilidades, cuando ella iba de un aula a otra, y ambos eran más guapos que Andrew. Sin embargo, ninguno podía compararse con el chico con quien había perdido la virginidad poco antes de mudarse a Pagford.
Gaia casi no podía soportar que Marco de Luca siguiera existiendo físicamente en el universo, y separado de ella por doscientos doce kilómetros dolorosos e inútiles.
—Tiene dieciocho años —le contó a Sukhvinder—. Es medio italiano. Juega muy bien a fútbol. Le van a hacer una prueba para el equipo juvenil del Arsenal.
Gaia había mantenido relaciones sexuales con Marco cuatro veces antes de marcharse de Hackney, y las cuatro veces le había birlado los condones a Kay, que los guardaba en su mesilla de noche. En el fondo, quería que su madre supiera hasta dónde había tenido que llegar para grabarse en la memoria de Marco, porque iban a obligarla a abandonarlo.
Sukhvinder la escuchaba fascinada, pero sin confesarle que ya había visto a Marco en la página de Facebook de su nueva amiga. En todo Winterdown no había nadie que pudiera compararse con él: se parecía a Johnny Depp.
Gaia se inclinó sobre la mesa y se puso a juguetear, distraída, con el ocular del microscopio; al otro lado del aula, Andrew Price la miraba fijamente cada vez que creía que Fats no se daría cuenta.
—A lo mejor me es fiel. Sherelle va a dar una fiesta el sábado por la noche y lo ha invitado. Me ha jurado que no le dejará hacer nada. Pero mierda, ojalá…
Se quedó mirando fijamente el tablero de la mesa con aquellos ojos tan moteados, y Sukhvinder la observó con humildad, deslumbrada por su belleza y fascinada por su vida. La idea de tener otro mundo en el que estabas perfectamente integrada, donde tenías un novio futbolista y una pandilla de amigos guays y muy unidos, se le antojaba, aunque la hubieran separado a la fuerza de allí, una situación digna de asombro y envidia.
A la hora de comer fueron juntas al centro, lo que Sukhvinder casi nunca hacía; las gemelas Fairbrother y ella solían comer en la cafetería del instituto.
Estaban en la acera, delante del quiosco donde habían comprado unos bocadillos, cuando oyeron un grito desgarrador:
—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela!
Los alumnos de Winterdown que andaban por allí miraron alrededor, desconcertados, buscando la procedencia de los gritos, y Sukhvinder los imitó, tan confusa como ellos. Entonces vio a Krystal Weedon en la otra acera, apuntándola con la mano como si fuera una pistola. Había cuatro chicas más con ella, colocadas en hilera en el bordillo, esperando a que el tráfico les permitiera cruzar.
—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela! ¡Me las va a pagar, y tú también!
A Sukhvinder se le encogió el estómago. Todos la miraban fijamente. Dos chicas de tercero se escabulleron. Sukhvinder notó que los transeúntes se transformaban en una manada vigilante e impaciente. Krystal y sus amigas estaban de puntillas, listas para saltar del bordillo en cuanto se abriera un espacio entre los coches.
—Pero ¿qué dice? —le preguntó Gaia.
Sukhvinder tenía la boca tan seca que no pudo contestar. Correr no tenía sentido: llevaba todas las de perder, porque Leanne Carter era la chica más rápida de su curso. Tenía la impresión de que lo único que se movía eran los coches que pasaban, ofreciéndole unos pocos segundos más de seguridad.
Y entonces apareció Jaswant, acompañada por varios chicos de sexto.
—¿Todo bien, Jolly? —preguntó—. ¿Qué pasa?
Jaswant no había oído a Krystal; era pura casualidad que pasara por allí con su séquito. Al otro lado de la calle, Krystal y sus amigas habían formado un corrillo.
—Nada —mintió Sukhvinder, aliviada y sin dar crédito a aquel indulto provisional.
Delante de aquellos chicos no podía contarle a Jaz lo que estaba ocurriendo. Dos de ellos medían más de un metro ochenta. Todos miraban fijamente a Gaia.
Jaz y sus amigos fueron hacia la puerta del quiosco y Sukhvinder los siguió tras lanzarle una mirada angustiada a Gaia. Desde dentro, vieron que Krystal y sus amigas se marchaban, volviendo la cabeza de vez en cuando.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Gaia.
—Se ha muerto su bisabuela. Era paciente de mi madre —explicó Sukhvinder.
Tenía tantas ganas de llorar que le dolían los músculos de la garganta.
—Qué cabrona.
Pero los contenidos sollozos de Sukhvinder no eran sólo una secuela del miedo. Krystal le caía muy bien, y sabía que el sentimiento era mutuo. Todas aquellas tardes en el canal, todos aquellos viajes en el minibús… conocía la anatomía de la espalda y los hombros de Krystal mejor que la suya propia.
Regresaron al instituto con Jaswant y sus amigos. El más guapo inició una conversación con Gaia y cuando llegaron a la verja del centro, ya estaba tomándole el pelo por su acento londinense. Sukhvinder no veía a Krystal por ninguna parte, pero sí vio a Fats Wall a lo lejos, caminando a buen paso con Andrew Price. Habría reconocido su silueta y sus andares en cualquier sitio, del mismo modo que un instinto primario te ayuda a distinguir una araña que se desplaza por un suelo oscuro.
A medida que se acercaba al edificio, las náuseas iban intensificándose. A partir de ese momento serían dos: Fats y Krystal. Todos se habían enterado de que salían juntos. Y en la mente de Sukhvinder apareció una imagen muy vívida: ella sangrando en el suelo, Krystal y su pandilla propinándole patadas y Fats Wall mirando y riendo.
—Tengo que ir al lavabo —le dijo a Gaia—. Nos vemos arriba.
Se metió en el primero que encontró, se encerró en un cubículo y se sentó en la tapa del váter.
Le habría gustado morirse, desaparecer para siempre. Pero la sólida superficie de los objetos que la rodeaban se resistía a disolverse, y su cuerpo, su odioso cuerpo de hermafrodita, continuaba viviendo con estúpida terquedad.
Oyó el timbre que señalaba el inicio de las clases de la tarde, se levantó de un brinco y se precipitó fuera del cuarto de baño. Los alumnos formaban colas en el pasillo. Les dio la espalda y salió del edificio.
Había muchos alumnos que se saltaban clases. Krystal, por ejemplo, y Fats Wall. Si conseguía largarse, quizá se le ocurriera alguna forma de protegerse antes de volver. O podía plantarse delante de un coche. Imaginó que la atropellaban, que sus huesos se hacían pedazos. ¿Cuánto tardaría en morir, tendida en la calzada? Seguía prefiriendo la idea de ahogarse, del agua fresca y limpia sumiéndola en el sueño eterno, un sueño sin pesadillas…
—¿Sukhvinder? ¡Sukhvinder!
Se le encogió más aún el estómago. Tessa Wall caminaba hacia ella por el aparcamiento. La chica estuvo tentada de echar a correr, pero sabía que era inútil y se desanimó. Se quedó esperando a que Tessa la alcanzara, y la odió por aquella cara estúpida y vulgar y por aquel hijo cruel que tenía.
—¿Qué haces, Sukhvinder? ¿Adónde vas?
Ni siquiera se le ocurrió mentir. Abatida, se encogió de hombros y se rindió. Tessa no tenía ninguna cita hasta las tres. Debería haberla llevado a la secretaría para informar de su intento de fuga, pero en cambio se la llevó al despacho de orientación, con su tapiz nepalí y sus pósters de Atención al Menor. Era la primera vez que Sukhvinder entraba allí.
Tessa se puso a hablar, haciendo pausas para dar pie a que Sukhvinder interviniera, y luego siguió hablando, y Sukhvinder permaneció quieta con las palmas sudadas y la mirada fija en sus zapatos. Tessa conocía a su madre, le diría que su hija había intentado saltarse clases; pero ¿y si Sukhvinder le explicaba por qué? ¿Intercedería Tessa por ella? ¿Podría interceder? Ante su hijo no; ella no podía controlar a Fats, eso lo sabía todo el mundo. Pero ¿y ante Krystal? Ésta iba a orientación…
¿Cómo sería la paliza si se chivaba? De todas formas, le darían una paliza, aunque no dijera nada. Krystal ya había estado a punto de soltarle a toda su banda…
—¿Ha pasado algo, Sukhvinder?
Ella asintió con la cabeza. Tessa insistió:
—¿Puedes contármelo?
Y Sukhvinder se lo contó.
Estuvo segura de percibir, en la leve contracción de la frente de Tessa mientras escuchaba, algo más que compasión por ella. Tal vez Tessa pensara en cómo reaccionaría Parminder ante la noticia de que había gente que aireaba por la calle lo que supuestamente le había hecho a Catherine Weedon. A Sukhvinder no se le había olvidado preocuparse por eso cuando estaba sentada en el cubículo del lavabo deseando que le sobreviniera la muerte. O quizá la expresión de inquietud de Tessa fuera reticencia a enfrentarse a Krystal Weedon; seguramente ésta también era su favorita, como lo había sido del señor Fairbrother.
Una feroz y dolorosa sensación de injusticia traspasó la tristeza de Sukhvinder, su miedo y su autodesprecio, y apartó la maraña de preocupaciones y terrores que la atenazaban todos los días; y pensó en Krystal y sus amigas, a punto de echársele encima; y pensó en Fats, que le susurraba palabras ponzoñosas por detrás en todas las clases de matemáticas, y en el mensaje que la noche anterior había borrado de su página de Facebook: «lesbianismo. m. Homosexualidad femenina. También llamado safismo».
—No sé cómo lo sabe —dijo Sukhvinder; notaba el pulso en los oídos.
—¿Cómo sabe qué? —preguntó Tessa sin mudar aquella expresión de desvelo.
—Que le han puesto una reclamación a mi madre por lo de su bisabuela. Krystal y su madre no se hablan con el resto de la familia. A lo mejor… se lo ha contado Fats.
—¿Fats? —repitió Tessa sin comprender.
—Bueno, como salen juntos… Krystal y él. Quizá se lo haya dicho Fats.
Le produjo cierta amarga satisfacción ver cómo todo vestigio de serenidad profesional abandonaba el rostro de Tessa.
Kay Bawden no quería volver a poner un pie en casa de Miles y Samantha. No podía perdonarles que hubieran presenciado la exhibición de indiferencia de Gavin, ni perdonarle a Miles aquella risa condescendiente, su postura respecto a Bellchapel o el desdén con que él y Samantha habían hablado de Krystal Weedon.
Pese a las disculpas que le había ofrecido Gavin y la declaración, no muy entusiasta, de su afecto, Kay no cesaba de imaginárselo sentado con Mary en el sofá, levantándose para ayudarla a recoger los platos, acompañándola a su casa a pie. Unos días más tarde, cuando Gavin le dijo que había cenado en casa de Mary, Kay tuvo que reprimir una respuesta airada, porque él jamás había comido otra cosa que no fueran unas tostadas en su casa de Hope Street.
Quizá no le estuviera permitido decir nada malo de La Viuda, de la que Gavin hablaba como si fuera la mismísima virgen, pero los Mollison eran otro cantar.
—La verdad es que Miles no me cae muy bien.
—Tampoco es que sea mi mejor amigo.
—Si sale elegido, será una catástrofe para la clínica para toxicómanos.
—Pues yo no veo por qué.
La apatía de Gavin, su indiferencia ante el sufrimiento ajeno, enfurecían a Kay.
—¿No hay nadie dispuesto a defender Bellchapel?
—Supongo que Colin Wall —respondió Gavin.
Así que el lunes por la tarde, a las ocho, Kay recorrió el sendero de la casa de los Wall y llamó al timbre. Desde la puerta alcanzaba a ver el Ford Fiesta rojo de Samantha Mollison, aparcado en el camino de entrada tres casas más allá. Esa visión avivó sus ganas de pelea.
Una mujer de escasa estatura, poco agraciada, regordeta y con una falda de estampado psicodélico abrió la puerta de la casa de los Wall.
—Hola. Me llamo Kay Bawden, y me gustaría hablar con Colin Wall.
Tessa se quedó un instante mirando fijamente a aquella atractiva joven aparecida en la puerta de su casa y a la que nunca había visto. Por su cabeza pasó una idea descabellada: que Colin tenía una aventura y que su amante había ido a contárselo.
—Ah, sí. Pasa, pasa. Yo soy Tessa.
Kay se limpió los zapatos a conciencia en el felpudo y la siguió hasta una sala más pequeña y más fea, pero más acogedora que la de los Mollison. Vio a un hombre alto y medio calvo, de frente amplia, sentado en una butaca con una libreta en el regazo y un bolígrafo en la mano.
—Ha venido Kay Bawden, Colin —anunció Tessa—. Quiere hablar contigo.
Advirtió la expresión de sorpresa y recelo de su marido y supo al instante que no conocía a aquella mujer. «Francamente —se dijo, un tanto avergonzada—, ¿cómo se te ocurre pensar una cosa así?»
—Perdonad que me presente así, sin avisar —dijo Kay cuando Colin se levantó para estrecharle la mano—. Os habría telefoneado, pero no estáis…
—No, no figuramos en la guía —confirmó Colin. Era muy alto al lado de Kay, y sus ojos parecían minúsculos detrás de unas gruesas gafas—. Siéntate, por favor.
—Gracias. Es por lo de las elecciones. Las elecciones al concejo parroquial. Tú te presentas, ¿verdad? Contra Miles Mollison, ¿no?
—Así es —confirmó Colin, nervioso al comprender quién era ella: la periodista que había entrevistado a Krystal.
Por fin habían dado con él. Tessa no debería haberla dejado entrar.
—Quería saber si podría ayudar de alguna forma. Soy asistente social y trabajo sobre todo en los Prados. Podría darte algunos datos y cifras sobre la Clínica Bellchapel para Drogodependientes, que por lo visto Mollison pretende cerrar. Tengo entendido que tú estás a favor de la clínica, que te gustaría mantenerla abierta.
Colin sintió una oleada de alivio y placer que casi le produjo mareo.
—Ah, sí —dijo—. Sí, por ahí van los tiros. Sí, eso era lo que mi predecesor… Es decir, el anterior ocupante del cargo, Barry Fairbrother, se oponía firmemente al cierre de la clínica. Y yo también.
—Pues el otro día hablé con Miles Mollison y me dejó muy claro que, a su modo de ver, no vale la pena que la clínica siga abierta. Sinceramente, creo que tiene unas ideas muy ingenuas sobre las causas y los tratamientos de la adicción, y sobre el importante papel que desempeña Bellchapel. Si el concejo se niega a renovar el contrato de arrendamiento del edificio, y si el Ayuntamiento de Yarvil deja de financiarla, corremos el peligro de que un sector de la población muy vulnerable se quede sin ningún tipo de apoyo.
—Sí, sí, claro —coincidió Colin—. Claro, estoy de acuerdo. —Perplejo, lo halagaba que aquella atractiva joven hubiera ido a verlo a su casa para ofrecerse como aliada.
—¿Te apetece una taza de té, Kay? ¿O un café? —preguntó Tessa.
—Gracias, Tessa. Té, por favor. Sin azúcar.
Fats estaba en la cocina, hurgando en la nevera. Comía mucho y continuamente, y aun así seguía igual de flaco; nunca engordaba ni un gramo. Pese a que había expresado abiertamente cuánto lo molestaban, no pareció afectarle ver el paquete de jeringuillas ya preparadas de Tessa en una caja blanca de aspecto aséptico, junto al queso.
Su madre fue a llenar el hervidor, y volvió a pensar en el asunto que llevaba consumiéndola desde que, horas antes, Sukhvinder se lo había insinuado: Fats y Krystal salían juntos. Todavía no se lo había preguntado a Fats, ni contado a Colin. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que no podía ser cierto. Estaba segura de que su hijo tenía un concepto tan elevado de sí mismo que ninguna chica podía parecerle lo bastante buena, y mucho menos una como Krystal. Seguro que él no… «¿No se rebajaría? ¿Te refieres a eso? ¿Es eso lo que estás pensando?»
—¿Quién es? —le preguntó Fats con la boca llena de pollo frío, mientras ella encendía el hervidor.
—Una mujer que quiere ayudar a papá a conseguir la plaza en el concejo —contestó Tessa, y se puso a buscar galletas en el armario.
—¿Por qué? ¿Quiere ligárselo?
—No seas infantil, Stu —repuso ella con irritación.
Fats separó varias rodajas finas de jamón de un paquete ya abierto y se las metió una a una en la boca. Parecía un mago metiéndose pañuelos de seda en el puño. A veces Fats se pasaba diez minutos seguidos ante la nevera, abriendo paquetes y envoltorios de celofán y engullendo comida directamente. Era una costumbre que Colin reprobaba, como ocurría con casi todos los aspectos del comportamiento de Fats.
—No, en serio. ¿Por qué quiere ayudarlo? —insistió él cuando se hubo tragado lo que tenía en la boca.
—Quiere que la Clínica Bellchapel para Drogodependientes siga abierta.
—¿Por qué? ¿Es yonqui?
—No, no es yonqui —dijo Tessa, y la molestó ver que Fats se había zampado las tres últimas galletas de chocolate y había dejado el envoltorio vacío en el estante—. Es asistente social y cree que la clínica cumple una función importante. Papá quiere que siga abierta, pero Miles Mollison opina que no es eficiente.
—Muy buena no debe de ser, porque los Prados está lleno de gente que se chuta caballo y esnifa cola.
Tessa sabía muy bien que, si hubiera dicho que Colin quería cerrar la clínica, Fats habría presentado al instante algún argumento para mantenerla abierta.
—Tendrías que ser abogado, Stu —dijo cuando la tapa del hervidor empezó a temblar.
De vuelta en la sala con la bandeja, encontró a Kay hablando con Colin y repasando un fajo de documentos impresos que ella había sacado de su bolsa.
—… dos asistentes de toxicómanos financiados a medias por el concejo y Acción contra la Adicción, que es una organización benéfica muy buena. Además hay una asistente social adscrita a la clínica, Nina. Ella es la que me ha dado todo esto… Ah, muchas gracias —le dijo con una amplia sonrisa a Tessa, que acababa de dejar una taza de té en la mesa que tenía a su lado.
En pocos minutos, Kay sintió más simpatía por los Wall de la que había sentido por nadie de Pagford. Cuando le había abierto, Tessa no la había mirado de arriba abajo, evaluando sus defectos físicos y su forma de vestir. Su marido, aunque nervioso, parecía decente y decidido a impedir que los Prados quedara abandonado.
—¿De dónde es ese acento, Kay? ¿De Londres? —preguntó Tessa, mojando una galleta en su café.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué te ha traído a Pagford?
—Una relación. —No le produjo ningún placer decirlo, a pesar de que oficialmente ya se había reconciliado con Gavin. Miró a Colin y añadió—: No acabo de entender la situación respecto al concejo parroquial y la clínica.
—Pues el concejo es propietario del edificio —explicó Colin—. Es una antigua iglesia. El contrato de arrendamiento vence y hay que renovarlo.
—Y ésa sería una forma fácil de echarlos, ¿no?
—Exactamente. ¿Cuándo dices que hablaste con Miles Mollison? —preguntó con la esperanza, y al mismo tiempo con temor, de oír que Miles lo había mencionado a él.
—Cenamos en su casa hace dos semanas. Gavin y yo…
—¡Ah, eres la novia de Gavin! —la interrumpió Tessa.
—Sí. Bueno, pues salió a colación el tema de los Prados y…
—Era inevitable —terció Tessa.
—… Miles mencionó Bellchapel y yo me quedé… consternada por cómo enfocaba ciertos temas. Le dije que actualmente asisto a una familia —recordó la indiscreción que había cometido al mencionar el apellido Weedon y fue con cuidado—, y que, si la madre deja de recibir metadona, es casi seguro que acabará recayendo.
—Me parece que hablas de los Weedon —dijo Tessa, y se desanimó.
—Pues… sí, hablo de los Weedon —admitió Kay.
Tessa cogió otra galleta.
—Yo soy la orientadora de Krystal. Ésta debe de ser la segunda vez que su madre pasa por Bellchapel, ¿no?
—La tercera.
—Conocemos a Krystal desde que tenía cinco años. Iba a la clase de nuestro hijo en la escuela primaria —dijo Tessa—. Esa chica ha tenido una vida muy difícil.
—Ya lo creo —coincidió Kay—. Es asombroso que sea tan buena niña.
—Estoy de acuerdo —aportó Colin efusivamente.
Tessa recordó la tajante negativa de Colin a retirarle el castigo a Krystal tras aquel incidente en la reunión de profesores y alumnos, y arqueó las cejas. Entonces se preguntó, con una desagradable sensación en el estómago, qué diría Colin si resultara que Sukhvinder no mentía ni estaba equivocada. Pero no, seguro que la hija de Parminder se equivocaba. Era una chica muy tímida e ingenua. Seguramente lo había entendido mal… había oído algo y…
—El caso es que lo único que motiva a Terri es el miedo a perder a sus hijos —continuó Kay—. Ha vuelto a entrar en el programa de la clínica; su asistente ha constatado un cambio considerable en su actitud. Si cierran Bellchapel, todo se irá al traste otra vez, y no sé qué será de esa familia.
—Todo esto podría sernos muy útil —dijo Colin asintiendo con la cabeza, y, con gesto de gravedad, empezó a tomar notas en una hoja de su libreta—. Muy útil. ¿Y dices que tienes estadísticas de los pacientes que se han rehabilitado?
Kay buscó esa información entre los documentos. A Tessa le pareció que su marido quería acaparar la atención de la joven. Siempre había sido susceptible a la simpatía y la belleza.
Se puso a masticar otra galleta y siguió pensando en Krystal. Su anterior sesión de orientación no había sido muy satisfactoria. La chica se había mostrado más distante de lo habitual. Y la de ese día no había sido muy diferente. Tessa le había hecho prometer que no volvería a perseguir ni molestar a Sukhvinder, pero la actitud de la muchacha revelaba que Tessa la había decepcionado, que se había roto la confianza entre las dos. Seguramente la culpa la tenía el castigo que le había impuesto Colin. Tessa creía que Krystal y ella habían forjado un lazo lo bastante fuerte como para resistir eso, aunque no pudiera compararse con el que Krystal tenía con Barry.
(Tessa había estado presente el día en que Barry llevó al instituto un aparato de remo y pidió voluntarias para formar un equipo. Fueron a buscarla a la sala de profesores y la hicieron ir al gimnasio, porque la profesora de educación física estaba enferma y el único profesor suplente que habían encontrado con tan poca antelación era un hombre.
Las alumnas de cuarto, con sus pantalones cortos y sus camisetas Aertex, rieron por lo bajo cuando llegaron al gimnasio y se encontraron con que a la señorita Jarvis la habían sustituido dos varones desconocidos. Tessa tuvo que regañar a Krystal, Nikki y Leanne, que se habían puesto al frente de la clase y no paraban de hacer comentarios lascivos y provocativos sobre el profesor suplente, un joven muy atractivo con una desafortunada tendencia a ruborizarse.
Barry, bajito, pelirrojo y barbudo, iba en chándal. Había pedido una mañana libre en el trabajo. Todos consideraban que era una idea extravagante y poco realista: en los centros como Winterdown no había embarcaciones de ocho. Niamh y Siobhan parecían entre divertidas y avergonzadas por la presencia de su padre.
Barry explicó cuál era su propósito: formar un equipo de remo. Había conseguido que le dejaran utilizar el viejo cobertizo para botes del canal de Yarvil; el remo era un deporte fabuloso, y ofrecía a las chicas una oportunidad para destacar, por sí mismas y representando a su instituto. Tessa se colocó al lado de Krystal y sus amigas para tenerlas controladas; ya no reían tanto, pero no callaban del todo.
Barry les enseñó el funcionamiento del aparato de remo y pidió voluntarias. Nadie se ofreció.
—Krystal Weedon —dijo Barry, y la señaló—. Te he visto colgada de la estructura en el parque infantil; debes de tener un tren superior muy fuerte. Ven a probar.
Krystal se alegró de ser el centro de atención; caminó con aire arrogante hasta la máquina y se sentó en ella. Sin importarles que Tessa estuviera a su lado, mirándolas con ceño, Nikki y Leanne rieron a carcajadas, y el resto de la clase las imitó.
Barry enseñó a Krystal qué tenía que hacer. El silencioso profesor suplente vio con alarma profesional cómo Barry colocaba las manos de la chica en el puño de madera.
Krystal tiró de la empuñadura hacia sí, miró a Nikki y Leanne haciendo una mueca y todos volvieron a reír.
—¿Lo veis? —dijo Barry, sonriente—. Tiene talento innato.
¿Era cierto que Krystal tenía talento innato? Tessa, que no entendía de remo, no habría sabido decirlo.
—Pon la espalda recta —dijo Barry—, si no, puedes hacerte daño. Así. Tira… tira… ¡Mirad qué técnica! ¿Ya lo habías hecho antes?
Entonces Krystal enderezó bien la espalda y se concentró en realizar el ejercicio correctamente. Dejó de mirar a Nikki y Leanne. Fue cogiendo el ritmo.
—Excelente —aprobó Barry—. ¿Lo estáis viendo? ¡Excelente! ¡Así se hace! ¡Vamos! Otra vez. Y otra. Y…
—¡Me duele! —protestó Krystal.
—Ya sé que te duele. Así es como se consiguen unos brazos como los de Jennifer Aniston —repuso Barry.
Hubo algunas risas, pero esa vez las alumnas no se reían de Barry, sino que le reían la gracia. ¿Qué era lo que tenía Barry? Se mostraba siempre tan natural, tan desenvuelto, tan a gusto. Tessa sabía que los adolescentes vivían atormentados por el miedo al ridículo. Los adultos que no lo tenían, desde luego pocos, gozaban de una autoridad natural entre los jóvenes; deberían obligarlos a ser profesores.
—¡Muy bien! ¡Ya puedes descansar! —dijo Barry.
Krystal dejó el remo y se frotó los brazos; tenía la cara encendida.
—Vas a tener que dejar de fumar, Krystal —le aconsejó Barry, y esta vez sus palabras fueron recibidas con una sonora carcajada general—. Veamos, ¿quién más quiere probarlo?
Cuando Krystal volvió con sus compañeras de clase, ya no se reía. Observó con celo a cada nueva remera, y lanzaba miradas a Barry para ver qué opinaba de ellas. Cuando lo probó Carmen Lewis, demostrando una torpeza tremenda, Barry dijo: «¡Enséñales cómo se hace, Krystal!», y ella volvió a sentarse en el aparato, radiante.
Pero una vez finalizada la exhibición, cuando Barry pidió que las que estuvieran interesadas en hacer una prueba para entrar en el equipo levantaran la mano, Krystal se quedó con los brazos cruzados. Tessa la vio negar con la cabeza con gesto despectivo, mientras Nikki le hablaba al oído. Barry anotó los nombres de las chicas interesadas y luego alzó la cabeza.
—Y tú, Krystal Weedon —dijo, señalándola con el dedo—. Tú también vienes. No me digas que no. Si no vienes me enfadaré mucho. Parece que hayas nacido para remar, ya te lo he dicho. Y no me gusta que el talento natural se desperdicie. Krys… tal —dijo en voz alta al anotar su nombre— Wee… don.
¿Pensó Krystal en su talento natural después de la clase, mientras se duchaba? ¿Llevó el descubrimiento de su nueva aptitud todo el día, como una inesperada tarjeta de San Valentín? Tessa no lo sabía; pero, para sorpresa de todos, excepto tal vez de Barry, Krystal se presentó a las pruebas.)
Colin asentía enérgicamente con la cabeza mientras Kay le mostraba las tasas de recaída de Bellchapel.
—Esto tendría que verlo Parminder —comentó—. Me encargaré de que reciba una copia. Sí, sí, muy útil, efectivamente.
Tessa, con ligeras náuseas, cogió una cuarta galleta.
El lunes era el día de la semana que Parminder llegaba más tarde del trabajo y, como Vikram también volvía tarde del hospital, los tres hijos de los Jawanda ponían la mesa y se preparaban ellos mismos la cena. A veces se peleaban, otras bromeaban y se reían, pero ese día cada uno estaba enfrascado en sus pensamientos y realizaron la tarea con una eficacia inusual y casi sin decirse nada.
Sukhvinder no les había contado a sus hermanos que había intentado saltarse las clases, ni que Krystal Weedon había amenazado con darle una paliza. Últimamente se mostraba más reservada que nunca. La asustaba hacer confidencias, porque temía que pudieran delatar ese mundo de excentricidad que habitaba en su interior, ese mundo en el que Fats Wall parecía capaz de penetrar con tan aterradora facilidad. De todas formas, sabía que no podría mantener en secreto indefinidamente lo ocurrido aquel día, porque Tessa le había dicho que pensaba llamar a Parminder.
—Voy a hablar con tu madre, Sukhvinder. Es lo que solemos hacer, pero voy a explicarle por qué lo has hecho.
Sukhvinder había sentido por ella algo parecido al cariño, a pesar de que era la madre de Fats Wall. Pese a lo asustada que estaba por cómo pudiera reaccionar su madre, saber que su orientadora iba a interceder por ella había prendido en su interior una débil llama de esperanza. ¿Reaccionaría por fin su madre al conocer el alcance de su desesperación? ¿Cesarían sus interminables y duras críticas, su implacable desaprobación, su decepción?
Cuando finalmente se abrió la puerta de la casa, oyó a su madre hablar en punjabí.
—No, por favor. La puñetera granja otra vez no —se lamentó Jaswant, aguzando el oído.
Los Jawanda tenían unas tierras en el Punjab que Parminder, la hija mayor, había heredado de su padre, pues éste no había tenido hijos varones. Jaswant y Sukhvinder habían hablado alguna vez de la importancia que daba la familia a aquella granja. Por lo visto, algunos de sus parientes de más edad tenían la esperanza de que toda la familia regresara allí algún día, una posibilidad que a ellas les producía perplejidad y cierta risa. El padre de Parminder había enviado dinero a la granja toda su vida. La habitaban unos primos segundos que la trabajaban y que parecían hoscos y amargados. La granja era motivo de discusiones periódicas en la familia de su madre.
—A la abuela le ha dado otro ataque de histeria —interpretó Jaswant mientras la voz apagada de su madre traspasaba la puerta.
Parminder había enseñado punjabí a su primogénita, y Jaz había aprendido aún más hablando con sus primas. Sukhvinder, en cambio, tenía una dislexia tan acentuada que no había podido aprender dos lenguas, y Parminder había acabado por desistir del intento.
—… Harpreet sigue empeñado en vender ese terreno para la construcción de la carretera…
Sukhvinder oyó que Parminder se quitaba los zapatos lanzándolos de una patada. Ojalá su madre no estuviera preocupada por la granja precisamente esa noche: era un asunto que siempre la ponía de mal humor. Pero cuando Parminder abrió la puerta de la cocina y Sukhvinder le vio la cara, tensa como una máscara, el poco coraje que tenía la abandonó por completo.
Su madre saludó a Jaswant y Rajpal con la mano, pero a ella la apuntó con el dedo y luego a una silla de la cocina, indicándole que tenía que sentarse y esperar a que terminara de hablar por teléfono.
Jaswant y Rajpal subieron a sus habitaciones. Sukhvinder, clavada a la silla por efecto de la silenciosa autoridad de su madre, esperó bajo las fotografías que decoraban la pared, la prueba de su incompetencia en comparación con sus hermanos. La llamada se prolongó mucho, hasta que por fin Parminder se despidió y colgó.
Cuando se dio la vuelta y miró a su hija, ésta supo al instante, antes de que dijera una sola palabra, que había sido un error abrigar esperanzas.
—Bueno —dijo Parminder—. Tessa me ha llamado al trabajo. Creo que ya sabes de qué quería hablarme.
Sukhvinder asintió con la cabeza. Era como si tuviera la boca llena de algodón.
La cólera de su madre la embistió con la fuerza de un maremoto y la arrastró; no sabía ni dónde tenía los pies.
—¿Por qué? ¡Por qué! ¿Lo haces para imitar a esa chica de Londres? ¿Qué pretendes, impresionarla? Jaz y Raj nunca se han comportado así, jamás. ¿Por qué tú sí? ¿Qué te pasa? ¿Estás orgullosa de ser una holgazana y una dejada? ¿Te gusta comportarte como una delincuente? ¿Cómo crees que me he sentido cuando Tessa me lo ha contado? Me ha llamado al trabajo. Nunca había pasado tanta vergüenza. Me tienes harta, ¿me oyes? ¿Acaso no te damos todo lo que necesitas? ¿No te ayudamos lo suficiente? ¿Qué te pasa, Sukhvinder?
La chica, desesperada, quiso interrumpir la invectiva de su madre y mencionó el nombre de Krystal Weedon.
—¡Krystal Weedon! —gritó Parminder—. ¡Esa estúpida! ¿Por qué le haces caso? ¿Le has dicho que intenté alargarle la vida a su abuela? ¿Se lo has dicho?
—Yo… no…
—¡Si te importa lo que dice gente como Krystal Weedon, te espera un bonito futuro! Quizá ése sea tu verdadero nivel, ¿no, Sukhvinder? ¿Quieres faltar a clase, trabajar en una cafetería y desperdiciar todas tus oportunidades de tener una educación, sólo porque es más fácil? ¿Es eso lo que aprendiste estando en el mismo equipo que Krystal Weedon, a rebajarte a su nivel?
Sukhvinder pensó en Krystal y su pandilla, impacientes por cruzar hasta la otra acera, esperando a que disminuyera el tráfico. ¿Qué tenía que ocurrir para que su madre lo entendiera? Hacía una hora había pasado por su cabeza la fantasía de que quizá pudiera confiarse a ella, por fin, y contarle lo de Fats Wall.
—¡Apártate de mi vista! ¡Vete! ¡En cuanto llegue tu padre hablaré con él! ¡Vete!
Sukhvinder subió al piso de arriba. Jaswant le gritó desde su dormitorio:
—¿Qué eran tantos gritos?
No le contestó. Entró en su habitación, cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama.
«¿Qué te pasa, Sukhvinder? Me tienes harta. ¿Estás orgullosa de ser una holgazana y una dejada?»
¿Qué esperaba? ¿Que unos brazos cariñosos la abrazaran y la consolaran? ¿Cuándo la había abrazado Parminder? Obtenía un consuelo mucho mayor de la hoja de afeitar escondida en su conejo de peluche. Pero el deseo de cortarse y sangrar, que aumentaba hasta convertirse en necesidad, no podía satisfacerse durante el día, cuando la familia estaba despierta y su padre en camino.
El oscuro lago de desesperación y dolor que tenía en las entrañas ansiando ser liberado estaba en llamas, como si fuera de gasolina.
«Que se entere de lo que se siente.»
Se levantó, cruzó el dormitorio con decisión, se dejó caer en la silla de su escritorio y se puso a teclear con furia en el ordenador.
Sukhvinder se había interesado tanto como Andrew Price cuando aquel estúpido profesor suplente había intentado impresionarlos con su dominio de los ordenadores. Sin embargo, a diferencia de Andrew y un par de chicos más, ella no lo había acribillado a preguntas sobre piratería informática: se había ido a su casa tranquilamente y lo había buscado todo en internet. Casi todas las páginas web modernas estaban protegidas contra una clásica inyección SQL, pero cuando Sukhvinder oyó a su madre hablar del ataque anónimo a la web del Concejo Parroquial de Pagford, se le ocurrió que la seguridad de esa página tan anticuada y sencilla debía de ser mínima.
A Sukhvinder le resultaba más fácil teclear que escribir a mano, y leer códigos informáticos que frases largas. No tardó mucho en encontrar una página que ofrecía instrucciones muy claras para la forma más simple de inyección SQL. Luego abrió la web del concejo parroquial.
Tardó cinco minutos en piratearla, y sólo porque la primera vez transcribió mal el código. Sorprendida, descubrió que el administrador no había eliminado los datos de usuario de «El Fantasma de Barry Fairbrother» de la base de datos, sino que se había limitado a borrar la publicación. Por tanto, colgar otro mensaje con ese nombre sería pan comido.
Le costó mucho más redactar el mensaje que piratear la página web. Llevaba meses cargando con aquella acusación secreta, desde que la noche de fin de año, escondida en un rincón sin participar en la fiesta, a las doce menos diez había reparado, maravillada, en la cara de su madre. Tecleó despacio. El corrector automático la ayudó con la ortografía.
No temía que Parminder revisara el historial de internet de su ordenador: su madre sabía tan poco acerca de ella, y acerca de lo que pasaba en su dormitorio, que jamás sospecharía de su perezosa, estúpida y dejada hija.
Pulsó el botón del ratón como si apretara un gatillo.
El martes por la mañana Krystal no llevó a Robbie a la guardería, sino que lo vistió para llevárselo al funeral de la abuelita Cath. Mientras le ponía sus pantalones menos rotos, que ya le quedaban cortos, intentó explicarle quién había sido la abuelita Cath, pero podría haberse ahorrado la molestia. Robbie no conservaba ningún recuerdo de la abuelita, y tampoco tenía ni idea del significado de «abuelita»; los únicos parentescos que conocía eran «madre» y «hermana». Pese a las cambiantes insinuaciones y las cosas que le contaba Terri, Krystal sabía que su madre ignoraba quién era el padre del niño.
Oyó los pasos de su madre en la escalera.
—Deja eso —le espetó a Robbie, que había cogido una lata de cerveza vacía de la butaca donde solía sentarse Terri—. Ven aquí.
Krystal cogió a Robbie de la mano y fueron al recibidor. Terri todavía llevaba el pantalón del pijama y la camiseta sucia con que había dormido, e iba descalza.
—¿Por qué no te has cambiado? —inquirió Krystal.
—No voy —dijo Terri, y entró en la cocina—. Me lo he pensado mejor
—¿Por qué?
—No quiero ir. —Encendió un cigarrillo con la llama de un fogón—. No me da la gana.
Krystal todavía tenía a Robbie cogido de la mano, y el niño le daba tirones y se balanceaba.
—Van a ir todos —insistió—. Cheryl, Shane, todos.
—¿Y qué? —repuso Terri, agresiva.
Krystal había contado con que su madre se echara atrás en el último momento. En el funeral tendría que enfrentarse a Danielle, la hermana que hacía como si Terri no existiera, por no mencionar a los demás parientes que las habían repudiado. Quizá estuviera allí Anne-Marie. Todas las noches que había pasado llorando por la abuelita Cath y el señor Fairbrother, Krystal se había aferrado a esa esperanza como quien se aferra a una linterna en la oscuridad.
—Tienes que ir —le dijo a su madre.
—Pues no iré.
—Se trata de la abuelita Cath.
—¿Y qué?
—Hizo mucho por nosotras.
—No hizo una mierda —replicó Terri con desdén.
—Sí hizo —la contradijo Krystal, con las mejillas encendidas y apretando la mano de Robbie.
—Por ti a lo mejor sí. Por mí no hizo una mierda. Ya puedes ir a berrear en su puta tumba si quieres. Yo paso.
—¿Por qué?
—Es asunto mío, ¿vale?
Entonces apareció la vieja sombra de la familia.
—Va a venir Obbo, ¿verdad?
—Es asunto mío —repitió Terri con patética dignidad.
—Ven al funeral —dijo Krystal elevando la voz.
—Vas tú.
—No te chutes —le pidió Krystal, y su voz subió una octava.
—No me voy a chutar —dijo Terri, pero le dio la espalda y se puso a mirar por la sucia ventana de la cocina, desde donde se veía una parcela de hierba crecida y salpicada de basura, lo que ellas llamaban el «jardín trasero».
Robbie se soltó de la mano de su hermana y se fue a la sala. Con los puños metidos en los bolsillos de los pantalones de chándal y cuadrando los hombros, Krystal intentó decidir qué hacer. Le daba ganas de llorar pensar que iba a perderse el funeral, pero su aflicción contenía también cierto alivio, porque, si no iba, no debería enfrentarse a la batería de miradas hostiles que a veces había tenido que soportar en casa de la abuelita Cath. Estaba furiosa con Terri, y sin embargo la entendía. «Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra?» Quería conocer a Anne-Marie, pero tenía miedo.
—Vale, pues yo me quedo.
—No tienes que quedarte. Puedes ir si quieres. Me da igual.
Pero Krystal se quedó porque sabía que aparecería Obbo, que llevaba más de una semana fuera ocupándose de sus turbios asuntos. Deseó que hubiera muerto, que no volviera nunca.
Se puso a ordenar la casa, por hacer algo, mientras se fumaba uno de los cigarrillos liados que le había dado Fats Wall. No le gustaban, pero sí que él se los hubiera regalado. Los había guardado en el joyero de plástico de Nikki, junto con el reloj de Tessa.
Había pensado que, después del polvo en el cementerio, quizá no volviera a ver a Fats, porque él se había quedado muy callado y se había ido casi sin decirle adiós, pero pocos días después quedaron en el parque. Krystal advirtió que él se lo pasaba mejor esa vez que la anterior; no estaban colocados, y aguantó más. Después se quedó tumbado a su lado en la hierba, bajo los matorrales, fumando, y cuando ella le dijo que había muerto la abuelita Cath, él le contó que la madre de Sukhvinder Jawanda le había recetado a su bisabuela un medicamento inadecuado o algo así; no sabía exactamente qué había pasado.
Krystal se quedó horrorizada. Eso significaba que la abuelita Cath no tenía por qué haber muerto; podría estar viva todavía en su bonita casa de Hope Street, por si Krystal la necesitaba, ofreciéndole un refugio con una cama cómoda y sábanas limpias, la pequeña cocina llena de comida y una vajilla compuesta por piezas desparejadas, y el pequeño televisor en el rincón de la sala: «No quiero ver porquerías, Krystal, apágalo.»
A Krystal le caía bien Sukhvinder, pero la madre había matado a la abuelita Cath. No había que establecer diferencias entre los miembros de una tribu enemiga. Krystal tenía la clara intención de hacer polvo a Sukhvinder; pero entonces había intervenido Tessa Wall. Krystal no recordaba los detalles de lo que le había dicho, pero por lo visto Fats se había equivocado, o al menos no tenía toda la razón. Le había prometido a Tessa, a regañadientes, dejar en paz a Sukhvinder pero, en su mundo frenético y cambiante, una promesa así sólo podía ser una medida provisional.
—¡Deja eso! —le gritó a Robbie, que intentaba abrir la lata de galletas donde Terri guardaba sus bártulos.
Krystal se la quitó de un tirón y la sostuvo en las manos como si se tratara de un ser vivo, algo que pelearía por su vida y cuya destrucción traería consecuencias terribles. En la tapa de la lata había un dibujo cubierto de arañazos: un carruaje con equipaje en el techo, tirado por la nieve por cuatro caballos castaños, y en lo alto un cochero con una corneta. Se llevó la lata arriba mientras Terri fumaba en la cocina, y la escondió en su dormitorio. Robbie la siguió.
—Quiero al parque a jugar.
A veces Krystal lo llevaba y lo montaba en los columpios o en la rueda.
—Hoy no, Robbie.
El crío se puso a lloriquear hasta que ella le gritó que se callara.
Más tarde, cuando ya había oscurecido —después de que Krystal bañara a Robbie y le preparara unos espaguetis, cuando ya hacía mucho que el funeral había terminado—, Obbo llamó a la puerta. Krystal lo vio desde la ventana del dormitorio de Robbie e intentó llegar antes que Terri, pero no pudo.
—Qué hay, Ter —dijo Obbo, y traspasó el umbral sin que nadie lo hubiera invitado—. Me han dicho que la semana pasada me buscabas.
Krystal le había ordenado a Robbie que se quedara donde estaba, pero el niño la siguió por la escalera. Ahora percibía el olor a champú del pelo de su hermanito mezclado con el olor a tabaco y sudor impregnado en la vieja chaqueta de cuero de Obbo. Él había bebido, así que, cuando le sonrió con lascivia a Krystal le llegó una vaharada de cerveza.
—Qué pasa, Obbo —dijo Terri con aquel tono que Krystal sólo le oía cuando hablaba con él. Era conciliador, complaciente; admitía que Obbo tenía ciertos derechos en aquella casa—. ¿Dónde te habías metido?
—En Bristol. ¿Y tú qué, Ter?
—Mi madre no quiere nada —intervino Krystal.
Él la miró parpadeando a través de sus gruesas gafas. Robbie se aferraba con fuerza a la pierna de su hermana y le hincaba las uñas.
—¿Y ésta quién es, Ter? —preguntó Obbo—. ¿Tu mami?
Terri rió. Krystal miró con odio a Obbo; Robbie seguía fuertemente agarrado a su pierna. Obbo deslizó su adormilada mirada hacia el crío.
—¿Y cómo está mi niño?
—No es tu niño, capullo —le soltó Krystal.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Obbo, tranquilo y sonriente.
—Vete a la mierda. Mi madre no quiere nada. ¡Díselo! —le gritó a Terri—. Dile que no quieres nada.
Arredrada, atrapada entre dos voluntades más fuertes que la suya, Terri dijo:
—Sólo ha venido a ver…
—Mentira —la cortó Krystal—. Eso es mentira. Díselo. ¡No quiere nada! —le gritó con fiereza a la cara sonriente de Obbo—. Lleva semanas sin chutarse.
—¿Es verdad, Terri? —preguntó él sin dejar de sonreír.
—Sí —dijo Krystal al ver que su madre no contestaba—. Todavía va a Bellchapel.
—Pues no será por mucho tiempo —observó Obbo.
—Vete a la puta mierda —le espetó Krystal, furiosa.
—Porque la van a cerrar.
—¿Ah, sí? —El pánico se reflejó en la cara de Terri—. No es verdad.
—Claro que sí. Por los recortes.
—Tú no tienes ni idea —le dijo Krystal—. No le hagas caso, mamá. No han dicho nada, ¿a que no?
—Por los recortes —repitió Obbo, palpándose los abultados bolsillos en busca de cigarrillos.
—Acuérdate de la revisión que tenemos pendiente —le dijo Krystal a su madre—. No puedes chutarte. No puedes.
—¿Qué dices? —preguntó Obbo mientras intentaba encender el mechero.
Pero ninguna de las dos le contestó. Terri le sostuvo la mirada a su hija un par de segundos; luego, de mala gana, la deslizó hacia Robbie, que iba en pijama y seguía agarrado a la pierna de Krystal.
—Sí, ya me iba a la cama, Obbo —balbuceó sin mirarlo—. Nos vemos otro día.
—Me ha dicho Cheryl que se ha muerto la abuelita —comentó él.
De pronto a Terri se le contrajo el rostro de dolor y pareció tan vieja como la propia abuelita Cath.
—Sí, me voy a la cama. Vamos, Robbie. Ven conmigo, Robbie.
El niño no quería soltar a su hermana mientras Obbo estuviera allí. Terri le tendió una mano como una garra.
—Ve con ella, Robbie —lo instó Krystal. A veces, Terri agarraba a su hijo como si fuera un osito de peluche; era mejor Robbie que un chute—. Anda, vete con mamá.
Algo en la voz de su hermana lo tranquilizó, y dejó que Terri se lo llevara arriba.
—Hasta luego —dijo Krystal sin mirar a Obbo.
Se metió en la cocina, sacó del bolsillo el último cigarrillo de Fats Wall y se agachó para encenderlo en el fogón. Oyó que se cerraba la puerta de la calle y se sintió triunfante. «Que te follen.»
—Tienes un culo precioso, Krystal.
Ella dio tal brinco que un plato resbaló del montón que tenía al lado y se estrelló contra el sucio suelo. Obbo no se había marchado, sino que la había seguido. Le miraba fijamente el pecho, prieto bajo la ceñida camiseta.
—Vete a tomar por culo.
—Estás hecha una mujercita.
—Vete a tomar por culo.
—Me han dicho que lo haces gratis —continuó Obbo, y se le acercó—. Podrías ganar más dinero que tu madre.
—Vete…
Obbo le puso una mano en el pecho izquierdo. Krystal intentó apartarse, pero él la retuvo por la cintura con la otra mano. Ella le rozó la cara con el cigarrillo encendido, y Obbo le dio un puñetazo en la cabeza. Cayeron más platos al suelo y se rompieron, y entonces, mientras forcejeaban, Krystal resbaló y se cayó; se golpeó la parte posterior de la cabeza contra el suelo. Obbo se le montó encima y ella notó cómo tiraba hacia abajo de sus pantalones de chándal.
—¡No! ¡No! ¡Mierda!
Los nudillos de Obbo se le hincaron en el vientre mientras él se desabrochaba la bragueta. Intentó gritar, pero él le dio una bofetada. Su olor le impregnaba la nariz mientras le farfullaba al oído:
—Si gritas, te rajo, zorra.
La penetró, y le hizo daño. Krystal lo oía gruñir, y oía también su débil quejido: un sonido cobarde y tenue del que se avergonzaba.
Obbo se corrió y se apartó de ella. Inmediatamente, Krystal se subió los pantalones y se levantó; se quedó mirándolo, con lágrimas en las mejillas, mientras él le sonreía con lascivia.
—Se lo diré al señor Fairbrother —se oyó decir entre sollozos.
No sabía por qué lo había dicho. Era una estupidez.
—¿Quién coño es ése? —Obbo se abrochó la bragueta. Encendió un cigarrillo con parsimonia y se colocó ante la puerta, cerrándole el paso a Krystal—. ¿A él también te lo tiras? Eres una putita.
Salió al pasillo y desapareció.
Krystal temblaba como jamás había temblado. Creyó que iba a vomitar; tenía el olor de Obbo por todo el cuerpo. Le dolía la parte posterior de la cabeza; notaba un dolor dentro, y las bragas húmedas. Salió de la cocina, fue a la sala y se quedó allí de pie, temblando, abrazándose a sí misma; de pronto temió que Obbo volviera, sintió terror y se apresuró a echar el cerrojo de la puerta.
Volvió a la sala de estar; encontró una colilla larga y la encendió. Fumando, temblando y sollozando, se dejó caer en la butaca de Terri. Se levantó de un brinco al oír pasos en la escalera: Terri bajó y la miró, aturdida y recelosa.
—¿Qué te pasa?
Krystal se atragantó con las palabras:
—Me acaba… me acaba de violar.
—¿Qué?
—Obbo. Me acaba…
—No puede ser.
Era la negación instintiva con que Terri le hacía frente a todo en la vida: «No puede ser, él no haría eso, yo nunca, yo no.»
Krystal se abalanzó sobre ella y le dio un empujón. Escuálida como estaba, Terri cayó hacia atrás al suelo del pasillo, chillando y soltando juramentos. Krystal corrió hacia la puerta que acababa de cerrar, forcejeó con el cerrojo y la abrió de un tirón.
Cuando había recorrido veinte metros por la calle oscura, sin dejar de llorar, se le ocurrió que Obbo podía estar esperándola fuera, vigilando. Atajó por el jardín de un vecino y, corriendo, trazó una ruta en zigzag por los callejones traseros en dirección a la casa de Nikki; entretanto, la humedad se extendía por sus bragas y creyó que iba a vomitar.
Ella sabía que lo que le había hecho Obbo era una violación. A la hermana mayor de Leanne la habían violado en el aparcamiento de una discoteca de Bristol. Otras chicas habrían ido a la policía, eso también lo sabía; pero si tu madre era Terri Weedon no invitabas a la policía a entrar en tu vida.
«Se lo diré al señor Fairbrother.»
Sus sollozos se hicieron más espasmódicos. Habría podido contárselo a Fairbrother. Él sabía que en la vida real pasaban esas cosas: tenía un hermano que había estado en la cárcel, le había contado anécdotas de su juventud. No había tenido una adolescencia tan difícil como la suya —Krystal sabía que nadie llevaba una vida tan mísera como la suya, eso lo tenía claro—, pero sí parecida a la de Nikki o Leanne. Se les había acabado el dinero; su madre había comprado una casa de protección oficial y luego no había podido pagar la hipoteca; habían vivido un tiempo en una caravana que les había prestado un tío suyo.
Fairbrother se encargaba de todo, sabía solucionar los problemas. Había ido a su casa y había hablado con Terri de los entrenamientos de remo, porque madre e hija se habían peleado y aquélla se negaba a firmar los impresos para que Krystal fuera a los desplazamientos con el equipo. Fairbrother no se había escandalizado, o lo había disimulado, lo cual venía a ser lo mismo. Terri, que no confiaba en nadie y a quien nadie le caía bien, había dicho: «Parece un tío legal», y había firmado.
Una vez, Fairbrother le había dicho: «Tú lo tendrás más difícil que los demás, Krys; yo también lo tuve más difícil. Pero puedes salir adelante. No tienes que seguir el mismo camino que todos.»
Se refería a estudiar y esas cosas, pero ya era demasiado tarde para eso y, además, eran gilipolleces. ¿De qué iba a servirle ahora saber leer?
«¿Cómo está mi niño?»
«No es tu niño, capullo.»
«¿Cómo lo sabes?»
La hermana de Leanne había tenido que tomarse la pastilla del día después. Krystal le preguntaría a Leanne qué había que hacer para conseguirla e iría a buscarla. No podía tener un hijo de Obbo. Esa idea le producía náuseas.
«Tengo que salir de aquí.»
Pensó en Kay, pero la descartó. Decirle a una asistente social que Obbo entraba y salía a su antojo de su casa, y que la había violado, venía a ser lo mismo que decírselo a la policía. Si Kay se enteraba, seguro que se llevaría a Robbie.
Oía en su cabeza una voz lúcida y clara que hablaba con el señor Fairbrother; él era el único adulto que le había hablado como ella necesitaba que le hablaran, y no como la señora Wall, tan bienintencionada y tan estrecha de miras, o la abuelita Cath, que no quería oír la verdad.
«Tengo que sacar a Robbie de aquí. ¿Qué puedo hacer? Tengo que salir de aquí.»
Su único refugio seguro, la casita de Hope Street, ya estaban disputándoselo sus parientes…
Dobló a toda prisa una esquina bajo una farola, mirando hacia atrás por si Obbo la seguía. Y entonces le vino la respuesta, como si el señor Fairbrother le hubiera mostrado el camino: si Fats Wall la dejaba embarazada, podría conseguir su propia casa de protección oficial. Si Terri volvía a drogarse, podría llevarse a Robbie a vivir con ella y el nuevo bebé. Y Obbo jamás pondría un pie en su casa. La puerta tendría cerrojos, cadenas y cerraduras, y su casa estaría limpia, siempre muy limpia, como la de la abuelita Cath.
Siguió corriendo por calles oscuras, y sus sollozos fueron reduciéndose hasta desaparecer.
Seguramente los Wall le darían dinero. Ellos eran así. Se imaginaba la cara preocupada de Tessa, inclinada sobre una cuna. Krystal iba a darles un nieto.
Fats la abandonaría cuando se quedara embarazada, eso era lo que hacían todos; Krystal lo había visto infinidad de veces en los Prados. Aunque era un chico muy raro: quizá la sorprendiera. A ella tanto le daba. Su interés por él se había reducido hasta casi extinguirse, sólo le importaba porque era una pieza esencial de su plan. Lo que quería era el bebé: el bebé era más que un medio para conseguir un fin. Le gustaban los bebés; siempre había adorado a Robbie. Se los quedaría a los dos y los cuidaría; sería una especie de abuelita Cath para su familia, sólo que mejor, más cariñosa y más joven.
Quizá Anne-Marie fuera a visitarla cuando ya no viviera en casa de Terri. Sus hijos serían primos. Tuvo una clara visión en la que estaba con Anne-Marie ante la puerta de la escuela St. Thomas de Pagford, diciendo adiós con la mano a dos niñitas con vestido azul claro y calcetines cortos.
En casa de Nikki había luces encendidas, como siempre. Krystal echó a correr.