Demencia
5.11 Según la ley ordinaria, los idiotas están sujetos a una incapacidad legal permanente para votar, pero las personas que tienen la mente perturbada pueden votar durante sus intervalos de lucidez.
Samantha Mollison ya se había comprado los tres DVD del grupo musical favorito de Libby. Los tenía escondidos en el cajón de los calcetines y las medias, al lado de su diafragma, y preparó una coartada por si Miles los encontraba: eran un regalo para Libby. A veces, en la tienda, donde últimamente había menos movimiento que nunca, buscaba fotografías de Jake en internet. Durante una de esas sesiones de búsqueda de imágenes —Jake con traje, pero sin camisa; Jake con vaqueros y camiseta de tirantes blanca— descubrió que el grupo iba a dar un concierto en Wembley dos semanas más tarde.
Libby se alegraría mucho si le regalaba una entrada; además, sería una oportunidad para pasar un rato juntas. Samantha tenía una amiga de la universidad que vivía en West Ealing; podrían quedarse a dormir en su casa. Más emocionada de lo que se había sentido en mucho tiempo, consiguió dos entradas carísimas para el concierto. Esa noche, cuando regresó a su casa, estaba radiante por el efecto de aquel delicioso secreto, casi como si llegara de una cita.
Miles estaba en la cocina; todavía no se había cambiado y tenía el teléfono en la mano. Al verla entrar se quedó mirándola con una expresión extraña, difícil de descifrar.
—¿Qué pasa? —preguntó Samantha, un poco a la defensiva.
—No consigo hablar con papá. Su teléfono comunica todo el rato. Han colgado otro mensaje.
Como ella lo miraba perpleja, añadió con un deje de impaciencia:
—¡El Fantasma de Barry Fairbrother! ¡Otro mensaje! ¡En la web del concejo!
—Ah —dijo Samantha desenrollándose la bufanda—. Vale.
—Acabo de encontrarme a Betty Rossiter por la calle y me lo ha contado. He mirado en el foro, pero no he visto nada. Mamá ya debe de haberlo borrado. Bueno, eso espero, porque si la Pelmaza va con esto a un abogado, mamá va a estar en la línea de fuego.
—¿Era sobre Parminder Jawanda? —dijo Samantha con tono deliberadamente despreocupado.
No preguntó de qué se la acusaba, en primer lugar porque estaba decidida a no ser una bruja entrometida y cotilla como Shirley y Maureen, y en segundo lugar porque creía saberlo ya: que Parminder era la responsable de la muerte de Cath Weedon. Tras una breve pausa, preguntó con cierto retintín:
—¿Y dices que tu madre va a estar en la línea de fuego?
—Bueno, es la administradora de la página web, así que podrían responsabilizarla si no elimina cualquier afirmación difamatoria o potencialmente difamatoria. No estoy seguro de que mis padres comprendan la gravedad de todo esto.
—Podrías defender a tu madre. A ella le encantaría.
Pero Miles no la oyó. Pulsaba una y otra vez la tecla de rellamada y fruncía el entrecejo, porque el teléfono de su padre seguía comunicando.
—Esto se está poniendo muy feo —dijo.
—Cuando era Simon Price a quien atacaban no te parecía tan grave. ¿Qué diferencia hay?
—Si es una campaña contra los miembros del concejo, o contra los candidatos…
Samantha se dio la vuelta para ocultar una sonrisa. Al fin y al cabo, no era por su madre por quien Miles estaba preocupado.
—Pero ¿qué quieres que publiquen sobre ti? —preguntó con fingida inocencia—. Tú no tienes secretos.
«Si los tuvieras, a lo mejor serías más interesante.»
—¿Y esa carta?
—¿Qué carta?
—Por amor de Dios. ¡Mamá y papá dijeron que había llegado una carta, una carta anónima sobre mí! ¡Ponía que no le llegaba a la suela del zapato a Barry Fairbrother!
Samantha abrió la nevera y contempló su poco apetecible contenido, consciente de que su marido no podía verle la cara con la puerta abierta.
—No pensarás que alguien tiene algo contra ti, ¿verdad? —preguntó.
—No, pero soy abogado. Puede haber gente que me guarde rencor. No creo que esos mensajes anónimos… No sé, hasta el momento todos se refieren a la otra parte, pero podría haber represalias en… No me gusta nada el cariz que están tomando las cosas.
—Mira, Miles, en eso consiste la política —repuso Samantha, divertida—. En airear los trapos sucios.
Él salió ofendido de la cocina, pero a ella no le importó: su pensamiento volvía a estar ocupado por pómulos cincelados, cejas picudas y músculos abdominales tensos y firmes. Ya se sabía de memoria casi todas las canciones del DVD. Se compraría una camiseta del grupo, y otra para Libby. Jake estaría contoneándose a sólo unos metros de ella. Se divertiría como hacía años que no lo hacía.
Entretanto, Howard se paseaba arriba y abajo por la tienda de delicatessen con el móvil pegado a la oreja. Habían bajado las persianas y encendido las luces, y al otro lado del arco de la pared, Shirley y Maureen se afanaban en preparar la cafetería para la inauguración, desempaquetando loza y vasos, hablando en voz baja, alborotadas, y tratando de oír las contribuciones casi monosilábicas de Howard a la conversación que mantenía.
—Sí… Hum… Hum… Sí…
—Chillándome, así como lo oyes —decía Shirley—. Chillándome y soltando palabrotas. «Quítelo ahora mismo, joder», me dijo. Y yo le respondí: «Voy a quitarlo, doctora Jawanda, y le agradecería que no me insultara.»
—Yo, si me hubiera insultado, lo habría dejado allí un par de horas más —opinó Maureen.
Shirley sonrió: resultaba que había decidido prepararse una taza de té, dejando el mensaje anónimo sobre Parminder cuarenta y cinco minutos más antes de quitarlo. Maureen y ella ya habían desmenuzado el asunto del mensaje hasta dejarlo pelado; su hambre más inmediata estaba saciada. Ahora Shirley miraba hacia el futuro con ruindad, ansiosa por ver cómo reaccionaría Parminder al haberse hecho público su secreto.
—Entonces no pudo ser ella quien puso el mensaje sobre Simon Price —dedujo Maureen.
—No, evidentemente —coincidió Shirley mientras pasaba el trapo por las bonitas piezas de loza azul y blanca que había escogido, rechazando otras de tono rosa que a Maureen le gustaban más.
A veces, aunque no estuviera directamente involucrada en el negocio, a Shirley le gustaba recordarle a Maureen que todavía tenía mucha influencia por ser la mujer de Howard.
—Sí —dijo Howard por teléfono—. Pero ¿no sería mejor que…? Hum… hum…
—¿Y tú quién crees que es? —preguntó Maureen.
—Pues no lo sé —contestó Shirley con gesto remilgado, como si estuviera muy por encima de esa información y esas sospechas.
—Seguro que alguien que conoce a los Price y los Jawanda —especuló Maureen.
—Evidentemente —volvió a decir Shirley.
Entonces Howard colgó por fin.
—Aubrey está de acuerdo —informó a las dos mujeres entrando con sus andares de pato en la cafetería. Llevaba en la mano el Yarvil Gazette de ese día—. Es un artículo poco convincente. Muy poco convincente.
Ambas mujeres tardaron unos segundos en recordar que se suponía que tenían que mostrarse interesadas por el artículo póstumo de Barry Fairbrother aparecido en el periódico local. Su fantasma era muchísimo más interesante.
—Ah, sí. A mí me ha parecido muy flojo —dijo Shirley cuando reaccionó.
—La entrevista a Krystal Weedon era divertida —apuntó Maureen con sorna—. Decía que le gustaba el arte. Supongo que se refería a los garabatos que hace en los pupitres.
Howard se rió. Buscando un pretexto para darles la espalda, Shirley cogió del mostrador la EpiPen de recambio de Andrew Price, que Ruth había llevado a la tienda esa mañana. Shirley había buscado información sobre las EpiPen en su página web médica favorita, y se consideraba capacitada para explicar cómo funcionaba la adrenalina. Pero como nadie se lo preguntó, guardó el tubito blanco en un armario y cerró la puerta haciendo tanto ruido como pudo para que Maureen no siguiera con sus ocurrencias.
A Howard le sonó el teléfono que tenía en su enorme mano.
—¿Sí? Ah, Miles. Sí, sí… Sí, ya nos hemos enterado… Mamá lo ha visto esta mañana… —Rió—. Sí, ya lo ha quitado… No lo sé… Creo que lo publicaron ayer… Hombre, yo no diría… Todos conocemos a la Pelmaza desde hace años…
Pero la jocosidad de Howard fue debilitándose a medida que Miles hablaba. Al cabo de un rato dijo:
—Ah… Sí, entiendo. Sí. No, no me lo había planteado desde… Quizá deberíamos buscar a alguien que le eche un vistazo a la seguridad…
Las tres personas que estaban en la tienda no repararon en el ruido de un coche que pasaba por la plaza a oscuras, pero el conductor sí vio la enorme sombra de Howard Mollison moverse detrás de las persianas de color crema. Gavin pisó el acelerador, impaciente por llegar a casa de Mary. Por teléfono le había parecido que estaba desesperada.
—¿Quién es el que hace esto? ¿Quién es? ¿Quién me odia tanto?
—Nadie te odia —había dicho él—. ¿Cómo quieres que alguien te odie? No te muevas, voy para allá.
Aparcó delante de la casa, cerró la portezuela con un golpe sordo y corrió por el sendero. Mary le abrió antes de que él llamara. Volvía a tener los ojos hinchados y llorosos, y llevaba una bata de lana hasta los pies que la empequeñecía. No era nada seductora; es más, era la antítesis del kimono rojo de Kay. Sin embargo, su carácter casero y sencillo, incluso su fealdad, ofrecían un nuevo nivel de intimidad.
Los cuatro hijos de Mary se hallaban en la sala de estar. Mary le indicó a Gavin que la acompañara a la cocina.
—¿Saben algo? —preguntó él.
—Fergus sí. Se lo ha contado un compañero de clase. Le he pedido que no les diga nada a los demás. La verdad, Gavin… ya no aguanto más. Tanta maldad…
—Pero no es cierto —replicó él, y entonces, superado por la curiosidad, añadió—: ¿Verdad que no?
—¡Claro que no! —exclamó ella, indignada—. Bueno… no lo sé… no la conozco mucho. Pero hacerle hablar a él así… poner esas palabras en su boca… ¿No se han parado a pensar en cómo me sentaría a mí?
Y rompió a llorar de nuevo. A Gavin no le pareció oportuno abrazarla mientras llevara aquella bata, y al instante se alegró de no haberlo hecho, porque Fergus, el hijo de dieciocho años, entró en la cocina.
—Hola, Gav.
El chico parecía cansado, mayor de lo que era. Con un brazo rodeó los hombros de su madre, que apoyó la cabeza en su hombro, enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa de su hijo, como una niña pequeña.
—Yo no creo que haya sido la misma persona —les dijo Fergus sin ningún preámbulo—. He vuelto a leerlo. El estilo del mensaje es diferente.
Lo tenía en su teléfono móvil, y empezó a leerlo en voz alta:
—«La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región, siempre ha tenido una motivación secreta. Hasta el día de mi muerte…»
—Para, Fergus —pidió Mary, y se sentó a la mesa de la cocina—. No lo soporto. En serio, no puedo. Y por si fuera poco, hoy han publicado su artículo en el periódico.
Se tapó la cara con las manos y lloró en silencio; Gavin vio el periódico local encima de la mesa. Él nunca lo leía. Sin preguntar, fue al armario a prepararle una copa a Mary.
—Gracias, Gav —dijo ella con voz nasal cuando él le llevó el vaso.
—Podría ser Howard Mollison —especuló Gavin, y se sentó a su lado—. Por lo que Barry decía de él.
—No lo creo —repuso Mary, secándose las lágrimas—. Es algo tan cruel. Nunca hizo nada parecido cuando Barry… —hipó un poco— vivía. —Y entonces le espetó a su hijo—: Tira ese periódico, Fergus.
El chico la miró, dolido y confuso.
—Pero si sale el artículo de papá…
—¡Tíralo! —insistió Mary con un deje de histeria en la voz—. ¡Si quiero puedo leerlo en el ordenador! ¡Lo último que hizo tu padre antes de morir, el día de nuestro aniversario de boda!
Fergus cogió el periódico de la mesa y se quedó un momento de pie, observando a su madre, que volvió a ocultar la cara entre las manos. Entonces, tras mirar brevemente a Gavin, salió de la cocina con el Yarvil Gazette.
Al cabo de un rato, cuando Gavin consideró que el chico ya no volvería, le puso una mano en el brazo con gesto consolador. Se quedaron un rato allí sentados, en silencio. Gavin se sentía mucho mejor ahora que el periódico ya no estaba encima de la mesa.
Parminder no trabajaba a la mañana siguiente, pero tenía una reunión en Yarvil. Cuando sus hijos se marcharon al colegio, inició un metódico recorrido por la casa para asegurarse de que tenía todo lo que necesitaba, pero cuando sonó el teléfono, se sobresaltó tanto que se le cayó el bolso al suelo.
—¿Sí? —respondió casi con voz de alarma.
Tessa, al otro lado de la línea, se sorprendió.
—Hola, Minda. Soy yo. ¿Estás bien?
—Sí, sí, es que me he asustado al oír el teléfono —explicó Parminder mientras contemplaba el suelo de la cocina, donde se habían esparcido llaves, papeles, monedas y tampones—. ¿Qué pasa?
—No, nada. Sólo llamaba para charlar. Para saber cómo estás.
El tema del mensaje anónimo colgaba entre ellas dos como un monstruo burlón que se columpiara del hilo del teléfono. El día anterior, Parminder apenas había dejado hablar del tema a Tessa cuando la había llamado. Le había gritado: «¡Es mentira, es todo mentira, y no me vengas con que no ha sido Howard Mollison!»
Tessa no había querido insistir.
—Ahora no puedo hablar —dijo Parminder—. Tengo una reunión en Yarvil. Una revisión del caso de un niño que está en el registro de población de riesgo.
—Ah, vale. Perdona. ¿Te llamo más tarde?
—Sí. Vale, perfecto. Adiós.
Recogió el contenido del bolso y salió precipitadamente de la casa; tuvo que volver corriendo desde la cancela del jardín para comprobar si había cerrado bien la puerta. Ya al volante de su coche, de vez en cuando se daba cuenta de que no recordaba haber recorrido el último kilómetro, y se hacía el firme propósito de concentrarse. Pero el malicioso mensaje anónimo seguía atormentándola. Ya se lo sabía de memoria.
La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región, siempre ha tenido una motivación secreta. Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos. Votaba siempre lo que yo le decía en todas las reuniones del concejo. Ahora que no estoy, no será de utilidad como concejala, porque se ha vuelto loca.
Lo había visto por primera vez la mañana anterior, al abrir la web del concejo para revisar las actas de la última reunión. La conmoción había sido casi física: empezó a respirar de forma rápida y superficial, como en los momentos más difíciles del parto, cuando intentaba situarse por encima del sufrimiento, distanciarse del doloroso presente.
Ya debía de saberlo todo el mundo. No podía esconderse.
La asaltaban pensamientos extraños. Por ejemplo, qué habría dicho su abuela de que hubieran acusado a Parminder en un foro público de amar al marido de otra mujer, y un gora, para colmo. Casi podía ver a bebe tapándose la cara con un pliegue del sari, sacudiendo la cabeza, meciéndose adelante y atrás como solía hacer cuando la familia recibía un duro golpe.
—Algunos maridos —le había dicho Vikram la noche anterior, con una nueva y extraña mueca en su sardónica sonrisa— querrían saber si es verdad.
—¡Claro que no es verdad! —había replicado Parminder tapándose la boca con una mano temblorosa—. ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¡Claro que no! ¡Tú lo conocías! ¡Éramos amigos, sólo amigos!
Pasó por delante de la Clínica Bellchapel para Drogodependientes. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos sin darse cuenta? Era un peligro. Conducía sin prestar atención.
Recordó la noche en que Vikram y ella habían ido a cenar a un restaurante, hacía casi veinte años, para celebrar su decisión de contraer matrimonio. Ella le había explicado el jaleo que había armado su familia el día que Stephen Hoyle la había acompañado a casa, y él había estado de acuerdo en que era una tontería pueblerina. Entonces él lo había entendido. Pero no lo entendía ahora que era Howard Mollison quien la acusaba, en lugar de sus retrógrados parientes. Por lo visto, Vikram no se daba cuenta de que los goras podían ser estrechos de miras, falsos y maldicientes…
Se había pasado el desvío. Tenía que concentrarse. Tenía que prestar atención.
—¿Llego tarde? —preguntó, cuando por fin cruzó el aparcamiento y caminó hacia Kay Bawden.
Ya conocía a la asistente social, porque había ido a su consulta para pedir la renovación de su receta de anticonceptivos.
—No, no —dijo Kay—. He pensado que sería mejor que la acompañara hasta el despacho, porque esto es un laberinto…
El edificio de los Servicios Sociales de Yarvil era un feo bloque de oficinas de los años setenta. Camino de los ascensores, Parminder se preguntó si Kay sabría lo del mensaje anónimo aparecido en la página web del concejo, o lo de la queja presentada contra ella por la familia de Catherine Weedon. Imaginó que al abrirse las puertas del ascensor se encontraría con una fila de hombres trajeados, esperando para acusarla y condenarla. ¿Y si aquella revisión del caso de Robbie Weedon sólo era una artimaña y en realidad se dirigía hacia su propio juicio?
Kay la guió por un pasillo lúgubre y desierto hasta una sala de reuniones. Dentro había tres mujeres que la saludaron con una sonrisa. Kay inició las presentaciones:
—Ésta es Nina. Asiste a la madre de Robbie en Bellchapel —dijo, y se sentó de espaldas a las ventanas con persianas de lamas—. Gillian es mi supervisora. Louise Harper es la supervisora de la guardería de Anchor Road. La doctora Parminder Jawanda es la médica de cabecera de Robbie —añadió.
Parminder aceptó un café. Las otras cuatro mujeres se pusieron a hablar sin incluirla en la conversación.
(«La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región…»
«Que se las da de preocuparse tanto.» Howard Mollison, qué cabrón eres. Pero siempre la había tenido por una hipócrita; Barry ya lo decía.
—Como provengo de los Prados, Howard cree que quiero que la gente de Yarvil invada Pagford. Pero tú eres una profesional de clase media, y por eso considera que no tienes ningún derecho a estar a favor de los Prados. Cree que eres una hipócrita o que creas problemas por mera diversión.)
—… no entiendo por qué a esa familia le corresponde un médico de cabecera de Pagford —dijo una de las asistentes sociales desconocidas, cuyos nombres ya había olvidado.
—Hay varias familias de los Prados adscritas a nuestro consultorio —contestó Parminder sin vacilar—. Pero ¿no hubo algún problema con los Weedon y su anterior…?
—Sí, los echaron del consultorio de Cantermill —confirmó Kay, que tenía delante un fajo de notas más grande que el de sus colegas—. Terri agredió a una enfermera. Por eso les asignaron el consultorio de Pagford. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Casi cinco años —respondió Parminder, que había recabado todos los datos en el consultorio.
(Había visto a Howard en la iglesia, el día del funeral de Barry, con sus gruesas manazas recogidas, fingiendo que rezaba, y a los Fawley arrodillados a su lado. Parminder sabía en qué creían los cristianos. «Ama a tu prójimo como a ti mismo…» Si Howard hubiera sido más sincero, se habría vuelto hacia un lado y le habría rezado a Aubrey…
«Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos…»
¿Sería verdad que no había podido disimularlo?)
—¿… la última vez que lo ha visto, Parminder? —estaba preguntando Kay.
—Cuando su hermana lo trajo para que le recetáramos antibióticos para una otitis. Hará unas ocho semanas.
—¿Y cómo lo encontró? —preguntó otra de las presentes.
—La verdad es que su crecimiento es normal —dijo Parminder, y sacó unas fotocopias de su bolso—. Le hice una exploración concienzuda, porque… bueno, conozco el historial de la familia. Tenía un peso adecuado, aunque supongo que su dieta no será ninguna maravilla. No tenía piojos, liendres ni nada parecido. Tenía las nalgas un poco irritadas, y recuerdo que su hermana dijo que a veces todavía se orinaba encima.
—Es que todavía le ponen pañales —aportó Kay.
—Entonces, ¿no le encontró ningún problema grave de salud? —preguntó la mujer que había hecho la pregunta anterior.
—No encontré señales de malos tratos. Recuerdo que le quité la camiseta para examinarlo, y no tenía cardenales ni otras lesiones.
—En la casa no vive ningún hombre —intervino Kay.
—¿Y la otitis? —preguntó la supervisora de Kay.
—Tenía una infección bacteriana posterior a un virus. Nada fuera de lo común. Típico de los niños de esa edad.
—Así que, en general…
—He visto cosas mucho peores —afirmó Parminder.
—Dice que fue la hermana quien lo llevó, y no su madre. ¿Es usted también la médica de cabecera de Terri?
—Creo que hace cinco años que Terri no viene por la consulta —dijo Parminder.
La supervisora se dirigió entonces a Nina.
—¿Cómo le va con la metadona?
(«Hasta el día de mi muerte estuvo enamorada de mí…»
«Quizá el Fantasma no sea Howard, sino Shirley, o Maureen —pensó de repente Parminder—. Es más probable que fueran ellas quienes me observaban cuando estaba con Barry, deseosas de ver algo raro con sus pervertidas mentes de vieja…»)
—… es la vez que más está durando en el programa —iba diciendo Nina—. Ha mencionado a menudo la revisión del caso. Tengo la impresión de que sabe que se le están agotando las oportunidades. No quiere perder a Robbie, eso lo ha repetido muchas veces. Creo que has conseguido hacérselo entender, Kay. La verdad es que veo que se responsabiliza un poco de la situación, por primera vez desde que la conozco.
—Gracias, pero prefiero no hacerme demasiadas ilusiones. La situación sigue siendo muy precaria. —Las desalentadoras palabras de Kay no se correspondían con su irreprimible sonrisa de satisfacción—. ¿Cómo le va a Robbie en la guardería, Louise?
—Bueno, vuelve a venir —dijo una de las asistentes sociales—. No ha faltado ningún día en las tres últimas semanas, lo que supone un cambio muy significativo. Lo trae su hermana. Viste ropa que le queda pequeña, generalmente sucia, pero habla de la bañera y las comidas en casa.
—¿Y cómo se porta?
—Presenta retraso en el desarrollo. Su dominio del lenguaje es muy limitado. No le gusta que entren hombres en la guardería. Cuando viene algún padre, nunca se le acerca; se queda junto a las educadoras y se pone muy nervioso. Y un par de veces… —añadió, consultando sus notas— lo han visto imitando actos claramente sexuales, con otras niñas o cerca de ellas.
—Decidamos lo que decidamos, creo que no tenemos motivos para sacarlo del registro de población de riesgo —opinó Kay, y las demás expresaron su aprobación con un murmullo.
—Por lo que veo, todo depende de que Terri no abandone vuestro programa y siga sin consumir droga —le dijo la supervisora a Nina.
—Sí, desde luego, eso es fundamental —coincidió Kay—, pero me preocupa que, aunque no esté consumiendo heroína, no satisfaga todas las necesidades de Robbie. Da la impresión de que es Krystal quien lo está criando, y ella es una chica de dieciséis años con muchos problemas…
(Parminder recordó lo que le había dicho a Sukhvinder un par de días atrás.
«¡Krystal Weedon! ¡Esa estúpida! ¿Es eso lo que aprendiste estando en el mismo equipo que Krystal Weedon, a rebajarte a su nivel?»
A Barry le caía bien Krystal. Veía en ella cosas que eran invisibles para los demás.
Un día, hacía ya mucho tiempo, Parminder le había contado a Barry la historia de Bhai Kanhaiya, el héroe sij que atendía las necesidades de los heridos en la batalla, tanto de su bando como del bando enemigo. Cuando le preguntaron por qué ofrecía su ayuda indiscriminadamente, Bhai Kanhaiya contestó que la luz de Dios brillaba en todas las almas, y que él no sabía distinguir entre ellas.
«La luz de Dios brillaba en todas las almas.»
Parminder había llamado estúpida a Krystal Weedon y había insinuado que era inferior. Barry jamás habría dicho algo así. Se avergonzó de sí misma.)
—… había una bisabuela que por lo visto ayudaba a cuidarlo, pero…
—Ha muerto —dijo Parminder antes de que lo dijera nadie—. Enfisema y derrame cerebral.
—Sí —dijo Kay sin dejar de consultar sus notas—. Y eso nos devuelve a Terri. Ella también estuvo bajo la tutela de los servicios sociales. ¿Ha asistido a algún taller para padres?
—Nosotros los ofrecemos, pero hasta ahora nunca ha estado en condiciones de seguir ninguno —respondió la mujer de la guardería.
—Si aceptara hacer uno de esos cursos y asistiera a las clases, seguramente la situación mejoraría mucho —opinó Kay.
—Si nos cierran la clínica —terció Nina, de Bellchapel, dirigiéndose a Parminder—, supongo que Terri tendrá que ir a su consultorio a que le administren la metadona.
—Dudo mucho que Terri hiciera eso —opinó Kay antes de que la doctora pudiera contestar.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Parminder, molesta.
Las otras mujeres se quedaron mirándola.
—Pues que coger autobuses y recordar citas no es la especialidad de Terri —explicó Kay—. En cambio, para ir a Bellchapel sólo tiene que andar un poco.
—Ah —dijo Parminder, abochornada—. Sí. Lo siento. Sí, supongo que es verdad.
(Había creído que Kay estaba aludiendo a la queja por la muerte de Catherine Weedon, que estaba insinuando que no creía que Terri Weedon confiara en ella.
«Concéntrate en lo que dicen. ¿Qué te pasa?»)
—Bueno, recapitulemos —dijo la supervisora mientras revisaba sus notas—. Nos encontramos ante un caso de negligencia materna con intervalos de atención adecuada. —Exhaló un suspiro, más de exasperación que de tristeza—. La crisis inmediata ya está superada: Terri ha dejado de consumir droga; Robbie vuelve a ir a la guardería, donde podemos vigilarlo; y no hay ninguna preocupación urgente por su seguridad. Como dice Kay, Robbie tiene que seguir en el registro de población de riesgo… Propongo que volvamos a reunirnos dentro de cuatro semanas.
La reunión se prolongó otros cuarenta minutos. Una vez terminada, Kay acompañó a Parminder al aparcamiento.
—Le agradezco mucho que haya venido personalmente. La mayoría de los médicos de cabecera se limitan a enviar un informe.
—Era mi mañana libre. —Lo dijo para quitarle importancia, porque no soportaba quedarse sola en casa sin nada que hacer; pero Kay creyó que lo decía para recibir más elogios, y se los ofreció.
Llegaron al coche de la doctora y Kay dijo:
—Usted es miembro del concejo parroquial, ¿verdad? ¿Le ha pasado Colin los datos de Bellchapel que le di?
—Ah, sí. Un día tendríamos que hablar de eso. Está en el orden del día de la próxima reunión.
Pero después de que Kay le diera su número de teléfono y se marchara, agradeciéndole su asistencia una vez más, Parminder volvió a concentrarse en Barry, el Fantasma y los Mollison. Iba conduciendo por los Prados cuando un sencillo pensamiento que llevaba rato intentando sepultar se coló por fin, traspasando sus defensas.
«Quizá sí que estaba enamorada de él.»
Andrew se había pasado horas tratando de decidir qué ropa ponerse para su primer día de trabajo en La Tetera de Cobre. El conjunto que por fin había elegido colgaba en el respaldo de la silla de su dormitorio. Una pústula de acné particularmente furiosa en la mejilla izquierda había decidido aumentar de tamaño hasta casi reventar, y Andrew había llegado al extremo de experimentar con el maquillaje de Ruth, que había cogido a hurtadillas de su cómoda.
El viernes por la noche, mientras ponía la mesa en la cocina pensando en Gaia y las cercanas siete horas seguidas de proximidad con ella, su padre volvió del trabajo en un estado que Andrew jamás le había visto. Simon estaba muy apagado, casi desorientado.
—¿Dónde está tu madre?
Ruth salió, muy afanosa, de la despensa.
—¡Hola, Simoncete! ¿Cómo…? ¿Qué pasa?
—Me han despedido. Dicen que por reducción de plantilla.
Ruth se llevó las palmas a las mejillas con gesto de espanto, y al punto corrió hacia su marido, le echó los brazos al cuello y lo estrechó.
—¿Por qué? —le susurró.
—Por ese mensaje —contestó Simon—. En la puta página web. También se han cargado a Jim y Tommy. O aceptábamos la reducción, o nos echaban por la puta cara. Y con unas condiciones de mierda. Menos de lo que recibió Brian Grant.
Andrew se quedó muy quieto, y poco a poco fue calcificándose en un monumento de culpa.
—Mierda —dijo Simon, con la cabeza apoyada sobre el hombro de su mujer.
—Ya encontrarás otra cosa —le susurró ella.
—Por aquí cerca seguro que no.
Se sentó en una silla de la cocina sin quitarse el abrigo, y echó un vistazo alrededor, al parecer demasiado aturdido para hablar. Ruth no se separaba de él, consternada, cariñosa y llorosa. Andrew se alegró al detectar en la mirada catatónica de Simon aquel histrionismo exagerado tan propio de él. Eso lo ayudó a no sentirse tan culpable. Siguió poniendo la mesa sin decir nada.
La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. Paul, informado de la noticia familiar, estaba aterrado, como si su padre pudiera acusarlo a él y responsabilizarlo de su desgracia. Simon se comportó como un auténtico mártir cristiano durante el primer plato, herido pero muy digno ante una persecución injustificada.
—Voy a contratar a alguien para que le aplaste la cara a ese hijo de la gran puta —soltó de pronto, mientras se llevaba a la boca una cucharada de pastel de manzana, y los demás entendieron que se refería a Howard Mollison.
—Ha aparecido otro mensaje en la página web del concejo —informó Ruth con ansiedad—. No has sido el único, Simon. Shir… Me lo han contado en el trabajo. La misma persona, el Fantasma de Barry Fairbrother, ha escrito algo horrible sobre la doctora Jawanda. Howard y Shirley han pedido a un técnico que revise la web y, por lo visto, quien está escribiendo esos mensajes utiliza los datos de usuario de Barry Fairbrother, así que, por si acaso, los han borrado de la… la base de datos o como se llame…
—¿Y eso me va a devolver mi puto empleo?
Ruth no volvió a abrir la boca hasta pasados unos minutos.
A Andrew lo inquietó lo que había contado su madre. Era preocupante que estuvieran investigando al Fantasma de Barry Fairbrother, y resultaba turbador que alguien hubiera seguido su ejemplo. ¿A quién más que a Fats podía habérsele ocurrido utilizar los datos de usuario de Barry Fairbrother? Pero ¿qué razones podía tener Fats para atacar a la doctora Jawanda? ¿O era otra forma de meterse con Sukhvinder? Aquello no le gustaba nada…
—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó Simon desde el otro lado de la mesa.
—Nada —balbuceó Andrew, pero rectificó—: Es muy fuerte, ¿no? Quedarte sin trabajo…
—Ah, ¡te parece muy fuerte, ¿eh?! —le chilló Simon, y Paul soltó la cuchara y se tiró el helado por encima—. ¡Limpia eso, Pauline! ¡Menudo mariquita estás hecho! —Volvió a mirar a Andrew y añadió—: Ya lo ves, Carapizza, la vida real es esto. ¡El mundo está lleno de canallas que intentan joderte! ¡Y tú —dijo, apuntando con el dedo a su hijo mayor— ya estás jodiendo a Mollison, o no hace falta que vuelvas a casa mañana por la noche!
—Simon…
Pero él apartó la silla de la mesa y tiró su cuchara, que rebotó en el suelo con estrépito, salió de la cocina y cerró de un portazo. Andrew sabía lo que vendría a continuación, y no se equivocaba.
—Para él es un golpe muy duro —explicó Ruth, temblorosa, a sus hijos—. Después de tantos años trabajando para esa empresa… Le preocupa pensar cómo va a mantenernos a partir de ahora.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, cuando sonó el despertador, Andrew lo apagó de un manotazo y saltó de la cama. Estaba emocionado como si fuera Navidad. Se lavó y se vistió a toda velocidad, y luego dedicó cuarenta minutos a su pelo y su cara, aplicándose base de maquillaje en los granos más grandes.
Temió que Simon le saliera al paso cuando pasara de puntillas frente a la habitación de sus padres, pero no fue así. Tras un rápido desayuno, sacó la bicicleta de carreras del garaje y bajó a toda pastilla por la colina hasta Pagford.
Hacía una mañana neblinosa que prometía un día soleado. Las persianas de la tienda de delicatessen todavía estaban bajadas, pero cuando empujó la puerta, ésta cedió y se oyó el tintineo de la campanilla.
—¡Por aquí no! —gritó Howard, y se le acercó bamboleándose—. ¡Tienes que entrar por la puerta de atrás! ¡Quita la bicicleta de ahí y déjala junto a los cubos de basura!
En la parte trasera de la tienda, a la que se accedía por un estrecho callejón, había un pequeño y húmedo patio con suelo de piedra bordeado por altos muros, unos cobertizos con cubos de basura metálicos de tamaño industrial, y una trampilla que daba a una escalera de vértigo que conducía al sótano.
—Átala por ahí, donde no estorbe —dijo Howard, que se había asomado a la puerta trasera, resollando y con la cara perlada de sudor.
Mientras Andrew forcejeaba con el candado de la cadena, Howard se secó la frente con el delantal.
—Bueno, empezaremos por el sótano —dijo, una vez que el chico hubo atado la bicicleta. Señaló la trampilla—. Baja por ahí y mira cómo están organizadas las cosas.
Se agachó para asomarse a la trampilla mientras Andrew descendía por la escalera. Howard llevaba años sin poder bajar a su propio sótano. Maureen solía hacerlo, no sin dificultad, un par de veces por semana, pero ahora que estaba lleno de artículos para la cafetería, se hacían indispensables unas piernas más jóvenes.
—¡Fíjate bien en todo! —le gritó a Andrew, al que ya no divisaba—. ¿Ves dónde tenemos las tartas y los productos de bollería? ¿Ves los sacos de café en grano y las cajas de bolsitas de té? ¿Y los rollos de papel higiénico y las bolsas de basura en el rincón?
—Sí —contestó la resonante voz de Andrew desde las profundidades.
—Llámame señor Mollison —dijo Howard con un deje arisco en su jadeante voz.
Abajo, en el sótano, Andrew se preguntó si tenía que empezar en ese mismo momento.
—Vale… señor Mollison. —Su respuesta sonó un tanto sarcástica, y Andrew se apresuró a arreglarlo preguntando con tono educado—: ¿Qué hay en los armarios grandes?
—Míralo tú mismo —respondió Howard, impaciente—. Para eso has bajado. Para saber dónde tienes que colocar las cosas y de dónde tienes que cogerlas.
Howard oyó los ruidos sordos que producía Andrew al abrir las macizas puertas, y confió en que el chico no fuera demasiado tonto ni necesitara instrucciones continuas. Ese día a Howard se le había acentuado el asma; el índice de concentración de polen era muy alto para la época del año, y a eso había que sumarle la sobrecarga de trabajo, la emoción y las pequeñas frustraciones de la inauguración. Si seguía sudando tanto, quizá tuviera que llamar a Shirley para pedirle que le llevara una camisa limpia antes de que abrieran las puertas.
—¡Ya está aquí la furgoneta! —anunció Howard al oír el murmullo de un motor al final del callejón—. ¡Sube! Tienes que bajarlo todo al sótano y ponerlo en su sitio, ¿de acuerdo? Y súbeme un par de cartones de leche a la cafetería. ¿Me has entendido?
—Sí… señor Mollison —dijo la voz de Andrew allá abajo.
Howard volvió despacio adentro para coger el inhalador que llevaba siempre en su chaqueta, colgada en la trastienda. Después de unas cuantas inhalaciones se sintió mejor. Se secó de nuevo el sudor de la cara con el delantal e hizo crujir la silla en la que se sentó a descansar.
Desde que había ido a ver a la doctora Jawanda por el sarpullido, había pensado varias veces en lo que ella le había advertido sobre su peso: que era la fuente de todos sus problemas de salud.
Eran tonterías, sin duda. No había más que ver al hijo de los Hubbard: flaco como un espárrago y sin embargo padecía un asma de miedo. Howard siempre había sido corpulento, desde que tenía uso de razón. En las pocas fotografías en que aparecía con su padre, que había abandonado a la familia cuando Howard tenía cuatro o cinco años, era un bebé gordinflón. Después de marcharse su padre, su madre lo sentaba a la cabecera de la mesa, entre ella y su abuela, y se quedaba muy compungida si el niño no repetía plato. Poco a poco, Howard había ido creciendo hasta llenar el espacio entre las dos mujeres, y a los doce años estaba igual de gordo que el padre que los había abandonado. Howard asociaba el buen apetito con la masculinidad. Su corpulencia era uno de sus rasgos característicos. Las dos mujeres que lo querían habían construido esa mole con gran satisfacción, y él creía que era típico de la Pelmaza, esa aguafiestas castradora, querer arrebatársela.
Pero a veces, en momentos de debilidad, cuando le costaba respirar o moverse, se asustaba. No le importaba que Shirley se comportara como si él jamás hubiera estado en peligro, pero recordaba las largas noches en el hospital después del bypass, cuando no podía conciliar el sueño por miedo a que su corazón fallara y se detuviera. Siempre que veía a Vikram Jawanda, recordaba que sus largos y oscuros dedos le habían tocado el corazón desnudo y palpitante; la cordialidad que rebosaba en cada encuentro era una forma de ahuyentar ese terror instintivo, primario. Después, en el hospital le habían dicho que tenía que adelgazar un poco, pero ya había adelgazado trece kilos por culpa de la espantosa comida que allí le daban, y en cuanto recibió el alta, Shirley se propuso volver a engordarlo…
Se quedó sentado un momento más, disfrutando de la facilidad con que respiraba gracias al inhalador. Ese día significaba mucho para él. Treinta y cinco años atrás, había introducido la gastronomía de calidad en Pagford con el ímpetu de un aventurero del siglo XVI que regresa con exquisiteces traídas de la otra punta del mundo, y Pagford, tras el recelo inicial, no había tardado en empezar a husmear con curiosidad y timidez en sus tarros de poliestireno. Pensó con añoranza en su difunta madre, que tan orgullosa estaba de su próspero negocio. Lamentó que no hubiera llegado a ver la cafetería. Howard se levantó con esfuerzo, cogió la gorra de cazador de su gancho y se la encasquetó con cuidado, en un acto de autocoronación.
Sus nuevas camareras llegaron a las ocho y media. Howard les tenía preparada una sorpresa.
—Tomad —dijo, tendiéndoles los uniformes: un vestido negro con delantal de volantes blanco, exactamente como él había imaginado—. Creo que son de vuestra talla; los ha escogido Maureen. Ella también se pondrá uno.
Gaia reprimió una risa cuando Maureen entró sin decir nada en la tienda, proveniente de la cafetería, muy sonriente. Llevaba las sandalias Dr. Scholl y medias negras. El vestido le llegaba cinco centímetros por encima de las arrugadas rodillas.
—Podéis cambiaros en la trastienda, chicas —dijo, señalando la puerta por la que acababa de aparecer Howard.
Gaia ya estaba quitándose los vaqueros junto al lavabo del personal cuando vio la expresión de Sukhvinder.
—¿Qué te pasa, Suks? —preguntó.
Ese repentino apodo dio a Sukhvinder el valor para decir lo que, de otra manera, quizá no habría sido capaz de verbalizar.
—No puedo ponerme este vestido —susurró.
—¿Por qué no? Te quedará bien.
Pero era un vestido de manga corta.
—No puedo.
—Pero si… ¡Dios mío! —exclamó Gaia.
Sukhvinder se había arremangado la sudadera. Tenía la cara interna de los brazos cubierta de feas cicatrices entrecruzadas, y unos profundos cortes más recientes, con la sangre ya coagulada, que iban desde la muñeca hasta el codo.
—Suks —le dijo Gaia con serenidad—. ¿A qué juegas, tía?
Sukhvinder negó con la cabeza; tenía los ojos anegados en lágrimas. Gaia se quedó pensativa un momento y entonces dijo:
—Ya sé… Ven aquí.
Empezó a quitarse la camiseta de manga larga.
Se oyó un golpe en la puerta y el pestillo, que no estaba echado del todo, se abrió: Andrew, sudoroso y cargado con dos pesados paquetes de rollos de papel higiénico, metió un pie para entrar, pero el grito de Gaia lo frenó en seco. Al retroceder tropezó con Maureen, que lo reprendió:
—Las chicas se están cambiando ahí dentro.
—El señor Mollison me ha dicho que ponga esto en el lavabo para el personal.
Joder. Qué guay. Gaia en bragas y sujetador. Andrew se lo había visto casi todo.
—¡Lo siento! —gritó Andrew desde el otro lado de la puerta.
Se había puesto tan colorado que le palpitaba la cara.
—Gilipollas —masculló Gaia, tendiéndole la camiseta a Sukhvinder—. Póntela debajo del vestido.
—Quedará muy raro.
—No importa. La semana que viene te pones una negra; parecerá que lleves un vestido de manga larga. Ahora nos inventaremos alguna explicación…
Y cuando salieron de la trastienda, ya uniformadas, Gaia anunció:
—Tiene eccema en los brazos. Se le hacen costras.
—Ah —dijo Howard, y le miró los brazos a Sukhvinder, cubiertos por las mangas largas y blancas de la camiseta de Gaia, y luego miró a Gaia, que estaba tan preciosa como había imaginado.
—La semana que viene me pondré una camiseta negra —dijo Sukhvinder sin mirarlo a los ojos.
—Muy bien —asintió él, y le dio unas palmaditas en la parte baja de la espalda a Gaia al dirigirlas a ambas a la cafetería—. Bien, preparaos. Ya casi estamos. ¡Abre las puertas, Maureen, por favor!
Ya había un grupito de clientes esperando en la acera. En el escaparate, un letrero rezaba: LA TETERA DE COBRE - INAUGURACIÓN - ¡EL PRIMER CAFÉ ES GRATIS!
Andrew pasó horas sin ver a Gaia. Howard lo tuvo muy ocupado subiendo y bajando cartones de leche y zumos de fruta por la empinada escalera del sótano, y limpiando el suelo de la pequeña cocina en la parte de atrás. Lo hicieron comer pronto, antes que a las dos camareras. No volvió a verla hasta que Howard lo llamó al mostrador de la cafetería; ella iba en ese momento en la dirección opuesta, hacia la trastienda, y pasó a escasos centímetros de Andrew.
—¡Estamos desbordados, señor Price! —exclamó Howard de buen humor—. Anda, consíguete un delantal limpio y pásales la bayeta a esas mesas mientras Gaia come algo.
Miles y Samantha Mollison se habían sentado a una mesa junto a la ventana con sus dos hijas y Shirley.
—Parece que va viento en popa —comentó Shirley mirando alrededor. Entonces se fijó en Sukhvinder—. Pero ¿qué demonios lleva esa cría bajo el uniforme?
—¿Vendajes? —sugirió Miles entornando los ojos para ver bien a la chica en el otro extremo del local.
—¡Hola, Sukhvinder! —exclamó Lexie, que la conocía de la escuela primaria.
—No grites, cariño —la regañó su abuela, y Samantha sintió una punzada de rabia.
Maureen salió de detrás de la barra con su vestidito negro y el delantal con volantes, y Shirley, con la taza de café en los labios, se quedó de una pieza.
—Madre mía —musitó mientras Maureen se acercaba a ellos sonriendo de oreja a oreja.
Samantha se dijo que, en efecto, Maureen estaba ridícula, en especial junto a dos chicas de dieciséis años con el mismo vestidito, pero no iba a darle a Shirley la satisfacción de admitir que estaba de acuerdo con ella. Se volvió con gran alarde para mirar al chico que limpiaba las mesas allí cerca. Era flacucho, pero de hombros razonablemente anchos. Se le marcaban los músculos en movimiento bajo la camiseta holgada. Parecía increíble que el trasero de Miles, ahora tan gordo, pudiera haber sido una vez así de pequeño y prieto; entonces el chico se volvió hacia la luz y Samantha le vio el acné.
—No está nada mal, ¿verdad? —le comentó Maureen a Miles con su voz de cuervo—. Ha estado a rebosar desde que hemos abierto las puertas.
—Bueno, chicas —dijo Miles a su familia—, ¿qué vamos a tomar para contribuir a las ganancias del abuelo?
De mala gana, Samantha pidió un plato de sopa, y en ese momento se les acercó Howard desde la tienda de delicatessen; llevaba el día entero cruzando a la cafetería cada diez minutos para saludar a los clientes y comprobar los ingresos en la caja.
—Un éxito aplastante —le dijo a Miles, haciéndose un hueco a su mesa—. ¿Qué te parece el local, Sammy? No lo habías visto, ¿verdad? ¿Te gusta el mural? ¿Y la vajilla?
—Ajá —repuso Samantha—. Muy bonitos.
—Estaba pensando en celebrar aquí mis sesenta y cinco —dijo Howard, y se rascó distraídamente la erupción que aún no habían curado las cremas de Parminder—, pero no hay espacio suficiente. Creo que lo haremos en el centro parroquial, como habíamos decidido.
—¿Cuándo será, abuelo? —preguntó la vocecita de Lexie—. ¿Estoy invitada?
—El veintinueve, y tú, ¿cuántos tienes ya, dieciséis? Pues claro que estás invitada —repuso Howard alegremente.
—¿El veintinueve? —intervino Samantha—. Ay, pero…
Shirley la miró con severidad.
—Howard lleva meses planeándolo, y hace siglos que todos hablamos del asunto.
—… esa noche es el concierto de Libby —concluyó Samantha.
—Es algo del colegio, ¿no? —preguntó Howard.
—No —contestó Libby—. Mamá ha conseguido entradas para el concierto de mi grupo favorito. En Londres.
—Y yo la acompañaré —añadió Samantha—. Libby no puede ir sola.
—La mamá de Harriet dice que ella podría…
—Si vas a Londres, te llevo yo, Libby.
—¿El veintinueve? —preguntó Miles mirando a Samantha muy serio—. ¿El día después de las elecciones?
Ella soltó la risa burlona que le había ahorrado a Maureen.
—Se trata del concejo parroquial, Miles. No creo que tengas que ofrecer muchas ruedas de prensa.
—Bueno, pues te echaremos de menos, Sammy —concluyó Howard, y se levantó con esfuerzo, apoyándose en el respaldo de la silla de ella—. Será mejor que siga con… Ya está bien, Andrew, deja eso ya… Ve a ver si hace falta subir algo del sótano.
Andrew se vio obligado a esperar junto a la barra con la gente pasando ante él de ida y vuelta de los lavabos. Maureen cargaba a Sukhvinder con platos de bocadillos.
—¿Cómo está tu madre? —le preguntó la mujer a bocajarro a la muchacha, como si acabara de ocurrírsele.
—Bien —respondió ella ruborizándose.
—¿No está muy disgustada por ese asunto en la web del concejo?
—No —contestó Sukhvinder, pero los ojos se le humedecieron.
Andrew salió al patio de atrás; a media tarde daba el sol y hacía una temperatura agradable. Confiaba en que Gaia estuviese allí, aireándose un poco, pero debía de haberse quedado en la trastienda. Decepcionado, encendió un cigarrillo. Apenas había dado una calada cuando Gaia salió de la cafetería, rematando el almuerzo con una lata de refresco.
—Hola —dijo Andrew con la boca seca.
—Hola —contestó ella, y al cabo de un instante añadió—: Eh, ¿por qué ese amigo tuyo trata tan mal a Sukhvinder? ¿Es algo personal, o es racista?
—No, no es racista —respondió Andrew.
Se quitó el pitillo de la boca, intentando que no le temblaran las manos, pero no se le ocurría nada más que decir. El sol que se reflejaba en los cubos de basura le calentaba la sudorosa espalda; estar tan cerca de ella con aquel entallado vestidito negro era casi insoportable, en especial ahora que había visto lo que ocultaba debajo. Dio otra calada; no creía haberse sentido nunca tan deslumbrado, tan vivo.
—¿Y qué le ha hecho ella?
La curva de las caderas hasta la estrecha cintura; la perfección de aquellos ojos grandes y moteados por encima de la lata de Sprite. Andrew tuvo ganas de decir: «Nada, es un cabrón, le pegaré un puñetazo si me dejas tocarte…»
Sukhvinder salió al patio, parpadeando por el sol; parecía incómoda y acalorada con la camiseta de Gaia.
—Quiere que vuelvas a entrar —le dijo a ésta.
—Pues que espere —repuso Gaia con frialdad—. Voy a acabarme esto. Sólo he tenido cuarenta minutos.
Andrew y Sukhvinder la contemplaron mientras daba sorbos a la lata, impresionados por su arrogancia y su belleza.
—¿No estaba diciéndote la bruja algo sobre tu madre hace un momento? —le preguntó Gaia a Sukhvinder, que asintió con la cabeza—. Pues a mí me parece que fue el amiguito de éste —continuó Gaia, mirando a Andrew, y a él su énfasis en «de éste» le resultó absolutamente erótico, aunque lo hubiese dicho con tono despectivo— quien colgó ese mensaje sobre tu madre en la web.
—No pudo ser Fats —dijo Andrew con voz levemente temblorosa—. El que lo hizo se metió también con mi padre, hace un par de semanas.
—¿Cómo? —se interesó Gaia—. ¿La misma persona colgó algo sobre tu padre?
Él asintió, encantado de ser objeto de su interés.
—Decía que robaba, ¿no? —intervino Sukhvinder con considerable valentía.
—Sí. Y ayer lo despidieron. —Y mirando a los ojos a Gaia, casi sin vacilar, añadió—: Así que su madre no es la única persona que ha sufrido.
—Qué fuerte —soltó Gaia, y apuró la lata antes de lanzarla a un cubo de basura—. En este pueblo están como putas cabras.
El mensaje sobre Parminder en la página web del concejo había elevado los temores de Colin Wall a un nuevo y espeluznante nivel. Sobre cómo obtenían información los Mollison sólo podía hacer conjeturas, pero si sabían lo de Parminder…
—¡Por Dios, Colin! —había exclamado Tessa—. ¡No son más que cotilleos malintencionados! ¡No tienen fundamento!
Pero Colin no se atrevía a creerla. Formaba parte de su naturaleza la tendencia a pensar que los demás también vivían con secretos que los volvían medio locos. Ni siquiera le quedaba el consuelo de haberse pasado casi toda su vida adulta temiendo calamidades que nunca se materializaban ya que, según la ley de las probabilidades, alguna se haría realidad.
Iba pensando en su inminente desenmascaramiento, como hacía ahora constantemente, cuando volvía de la carnicería a las dos y media, y no cayó en la cuenta de dónde estaba hasta que el bullicio de la cafetería lo sobresaltó. De no haberse encontrado ya a la altura de las ventanas de La Tetera de Cobre habría cruzado la plaza por el otro lado; ahora, la simple proximidad de algún miembro de la familia Mollison lo asustaba. Entonces vio algo a través del cristal que le llamó la atención.
Diez minutos después, cuando entró en la cocina de su casa, Tessa estaba hablando por teléfono con su hermana. Colin dejó la pierna de cordero en la nevera y subió con decisión las escaleras hasta la buhardilla de Fats. Abrió la puerta de par en par y encontró una habitación vacía, tal como esperaba.
No recordaba cuándo había entrado allí por última vez. El suelo estaba alfombrado de ropa sucia. Olía raro, pese a que Fats había dejado abierta la claraboya. Se fijó en una caja grande de cerillas sobre el escritorio. La abrió y comprobó que contenía muchos rollitos de cartón. Junto al ordenador, y con absoluto descaro, su hijo había dejado un paquetito de papel de fumar Rizla.
A Colin le pareció que el corazón le saltaba del pecho y se le detenía de golpe.
—¿Colin? —Oyó la voz de Tessa en el rellano de abajo—. ¿Dónde estás?
—¡Aquí arriba! —bramó.
Tessa apareció en la puerta con expresión asustada y nerviosa. Sin decir nada, Colin cogió la caja de cerillas y le enseñó el contenido.
—Oh —dijo débilmente ella.
—Dijo que hoy había quedado con Andrew Price. —A Tessa le dio miedo la mandíbula de su marido, donde un músculo airado se movía espasmódico—. Acabo de pasar por delante de esa cafetería nueva, en la plaza, y Andrew Price está trabajando allí, limpiando mesas. Así que ¿dónde está Stuart?
Tessa llevaba semanas fingiendo creer a Fats siempre que éste le decía que había quedado con Andrew. Llevaba días repitiéndose que Sukhvinder debía de confundirse al pensar que Fats salía (que se dignaría siquiera salir) con Krystal Weedon.
—No lo sé —contestó—. Baja a tomarte una taza de té. Lo llamaré.
—Prefiero esperar aquí —dijo él, y se sentó en la cama deshecha de Fats.
—Vamos, Colin, baja conmigo.
Tessa no se atrevía a dejarlo allí. No sabía qué podía encontrar en los cajones o en la mochila de Fats. No quería que curioseara en el ordenador o que mirara debajo de la cama. Para ella, negarse a hurgar en rincones oscuros se había convertido en su único modus operandi.
—Baja conmigo, Colin —insistió.
—No —contestó él, y cruzó los brazos como un niño enfurruñado, pero aquel músculo seguía tensándole la mandíbula—. Hay indicios de que se droga. El hijo del subdirector, nada menos.
Tessa, que se había sentado en la silla del ordenador de Fats, sintió una familiar punzada de cólera. Sabía que su egocentrismo era una consecuencia inevitable de la enfermedad de Colin, pero a veces…
—Muchos adolescentes experimentan —repuso.
—Sigues defendiéndolo, ¿eh? ¿Nunca se te ha ocurrido que tu manía de excusarlo siempre le lleva a pensar que puede hacer lo que le dé la gana?
Tessa trataba de no perder los estribos, tenía que hacer de parachoques entre su marido y su hijo.
—Lo siento, Colin, pero tú y tu trabajo no sois lo único que…
—Ya veo… O sea, que si me ponen de patitas en la calle…
—¿Por qué demonios van a ponerte de patitas en la calle?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó él, indignado—. Todo esto me desprestigia a mí, y mi reputación ya deja bastante que desear… Es uno de los alumnos más problemáticos del…
—¡Eso no es verdad! Nadie excepto tú considera que Stuart sea otra cosa que un adolescente normal. ¡No es un Dane Tully!
—Pues está siguiendo el mismo camino que Tully… Aquí hay indicios de que se droga.
—¡Ya te dije que debíamos llevarlo al instituto Paxton! Sabía que, si estudiaba en Winterdown, todo lo que hiciera lo relacionarías contigo. ¿De verdad te extraña que sea un rebelde, cuando cada cosa que hace te la debe a ti? ¡Yo nunca quise que fuera a tu instituto!
—¡Y yo nunca lo quise a él, maldita sea! —bramó Colin poniéndose en pie.
—¡No digas eso! —dijo Tessa ahogando un grito—. Ya sé que estás enfadado, pero ¡no digas eso!
Dos pisos más abajo, la puerta de la casa se cerró de un portazo. Tessa miró alrededor, espantada, como si Fats fuera a materializarse allí en ese instante. No la había asustado sólo el ruido. Stuart nunca cerraba de golpe la puerta, solía entrar y salir con el sigilo de un ladrón.
Oyeron sus pisadas en las escaleras: ¿sabía que estaban en su habitación, o lo sospechaba? Colin esperaba con los puños apretados a los costados. Tessa oyó crujir los peldaños del segundo tramo, y Fats apareció en el umbral. Su madre tuvo la certeza de que su expresión era estudiada: una mezcla de aburrimiento y desdén.
—Buenas tardes —dijo el joven, y su mirada fue de su madre a su rígido y tenso padre. Tenía todo el aplomo que le faltaba a Colin—. Qué sorpresa.
Desesperada, Tessa trató de echarle un cable.
—A papá le preocupaba no saber dónde estabas —dijo con un atisbo de súplica—. Dijiste que hoy ibas a encontrarte con Arf, pero papá ha visto…
—Ya, he cambiado de planes —la interrumpió Fats.
Miró de soslayo hacia donde había dejado la caja de cerillas.
—Bueno, ¿y vas a contarnos dónde has estado? —preguntó Colin. Tenía manchas blancas alrededor de la boca.
—Si queréis… —repuso Fats, y esperó.
—Stu —dijo su madre, entre el susurro y el gemido.
—He salido con Krystal Weedon —declaró Fats.
«Dios mío, no —pensó Tessa—. No, no, no.»
—¿Que has hecho qué? —preguntó Colin, tan sorprendido que olvidó momentáneamente mostrarse agresivo.
—He salido con Krystal Weedon —repitió Fats un poco más alto.
—¿Y desde cuándo es amiga tuya? —preguntó Colin tras una pausa infinitesimal.
—Desde hace un tiempo.
Tessa advirtió los esfuerzos de su marido por formular una pregunta demasiado espantosa para él.
—Deberías habérnoslo dicho, Stu —terció ella.
—¿Deciros qué?
Tessa temió que su hijo llevara la discusión a un punto peligroso.
—Adónde ibas —contestó, y se levantó tratando de no parecer alterada—. La próxima vez, llámanos.
Miró a Colin con la esperanza de que la siguiera hacia la puerta, pero él continuaba clavado en el centro de la habitación y observaba a Fats con cara de horror.
—¿Estás… liado con Krystal Weedon?
—¿Liado? ¿Qué quieres decir con «liado»?
—¡Ya sabes qué quiero decir! —exclamó Colin, enrojeciendo.
—¿Te refieres a si me la tiro?
Tessa exclamó «¡Stu!», pero su gritito quedó ahogado por el bramido de Colin:
—¡¿Cómo te atreves?!
Fats se limitó a mirarlo con una sonrisita en los labios. Su actitud era provocadora y mordaz.
—¿A qué? —preguntó.
—¿Te…? —Colin buscó las palabras, cada vez más rojo—. ¿Te acuestas con Krystal Weedon?
—No supondría ningún problema que lo hiciera, ¿verdad? —respondió Fats, y miró a su madre—. Todos tratáis de ayudar a Krystal, ¿no?
—Ayudarla no…
—¿No intentáis mantener abierta esa clínica para drogadictos y ayudar así a la familia de Krystal?
—¿Qué tiene que ver con…?
—No veo qué problema hay con que salga con ella.
—¿De verdad estás saliendo con Krystal? —intervino Tessa con acritud. Si Fats quería llevar la disputa a su terreno, le plantaría cara—. Vamos, ¿de verdad vas a sitios con ella, Stuart?
Su sonrisita la asqueaba. Ni siquiera estaba dispuesto a fingir un poco de decencia.
—Bueno, no lo hacemos ni en su casa ni en la mía, así que…
Colin levantó un puño y lo descargó contra la mejilla de Fats, cuya atención se centraba en su madre, y lo pilló desprevenido; el chico se tambaleó hacia un lado, dio contra el escritorio y resbaló hasta caer al suelo. Un instante después se había puesto en pie, pero Tessa ya se había colocado entre los dos, de cara a su hijo.
Detrás de ella, Colin repetía:
—Serás cabrón… Serás cabrón…
—¿Ah, sí? —dijo Fats, que ya no sonreía—. ¡Pues prefiero ser un cabrón que un gilipollas como tú!
—¡No! —gritó Tessa—. Colin, sal de aquí. ¡Sal de aquí!
Horrorizado, furioso y muy alterado, Colin dudó unos instantes, pero luego abandonó impetuoso la habitación y lo oyeron trastabillar en las escaleras.
—¿Cómo has podido hacer esto? —le susurró Tessa a su hijo.
—¡Joder!, ¡¿cómo he podido hacer qué?! —exclamó Stuart, y la expresión de su rostro la alarmó tanto que se apresuró a cerrar la puerta y echar el cerrojo.
—Te estás aprovechando de esa chica, Stuart, y lo sabes, y la forma en que acabas de hablarle a tu…
—Y una mierda —soltó Fats, que andaba de aquí para allá, sin asomo ya de calma—. No me estoy aprovechando de ella, ni de coña. Sabe exactamente lo que quiere. Que viva en los putos Prados no significa… La cosa está clara: Cuby y tú no queréis que me la folle porque pensáis que está por debajo de…
—¡Eso no es verdad! —exclamó Tessa, aunque sí lo era, y pese a toda su preocupación por Krystal, esperaba que Fats fuera lo bastante sensato como para ponerse condón.
—Cuby y tú sois unos hipócritas de mierda —soltó él sin dejar de pasearse como una fiera enjaulada—. Tanta palabrería sobre ayudar a los Weedon, y luego no queréis que…
—¡Basta! —gritó Tessa—. ¡No te atrevas a hablarme así! ¿No te das cuenta de…? ¿Acaso no lo comprendes? ¿Tan egoísta eres que…?
Tessa no encontraba las palabras. Se dio la vuelta, abrió la puerta de un tirón y se fue dando un sonoro portazo.
Su marcha ejerció un extraño efecto en Fats, que detuvo sus nerviosos paseos y miró fijamente la puerta varios segundos. Luego se hurgó en los bolsillos, sacó un cigarrillo y lo encendió, y no se molestó en exhalar el humo hacia la claraboya. Empezó a caminar otra vez por la habitación, sin control sobre sus propios pensamientos: imágenes entrecortadas desfilaban por su mente en una especie de marea furiosa.
Se acordó de una tarde de viernes, hacía casi un año, cuando Tessa había subido allí, a su buhardilla, para decirle que su padre quería llevarlo al día siguiente a jugar a fútbol con Barry y sus hijos.
(—¿Qué? —preguntó Fats, perplejo. Era una proposición sin precedentes.
—Quiere que juguéis un poco a la pelota, por pura diversión —explicó Tessa, y evitó su mirada contemplando con ceño la ropa desparramada por el suelo.
—¿Para qué?
—A papá le parece que podría estar bien —dijo su madre, y se agachó para recoger una camisa del uniforme escolar—. Declan quiere practicar un poco, me parece. Tiene un partido.
A Fats se le daba bastante bien el fútbol. A la gente le sorprendía, creían que tendría que aborrecer el deporte y despreciar los equipos. Jugaba tal como hablaba: hábilmente, con ligereza, fingiéndose torpe, atreviéndose a correr riesgos, sin preocuparse por si derribaba a alguien.
—No sabía que supiera jugar.
—A tu padre se le da muy bien el fútbol, cuando nos conocimos jugaba dos días a la semana —respondió Tessa con irritación—. Mañana a las diez, ¿de acuerdo? Te lavaré el pantalón de chándal.)
Fats dio una calada al pitillo, recordando a su pesar. No debería haber accedido a ir. En la actualidad simplemente se habría negado a participar en la payasada de Cuby, se habría quedado en la cama hasta que cesaran los gritos. Un año antes todavía no sabía muy bien en qué consistía ser auténtico.
(Salió de casa con Cuby y soportó un trayecto a pie de cinco minutos, ambos sin decir palabra y plenamente conscientes del abismo que los separaba.
El campo de fútbol pertenecía al St. Thomas. Estaba desierto bajo el sol. Se dividieron en dos equipos de tres, porque había un amigo de Declan pasando el fin de semana en su casa. El amigo en cuestión, que claramente veneraba a Fats, formó equipo con él y Cuby.
Fats y Cuby se pasaban la pelota en silencio, mientras que Barry, seguramente el peor jugador, prorrumpía en gritos y ovaciones con su acento de Yarvil mientras corría de aquí para allá por la zona de juego delimitada con sudaderas. Cuando Fergus marcó un gol, Barry corrió hacia él para celebrarlo con un abrazo, pero calculó mal y le dio un cabezazo en la mandíbula. Los dos cayeron despatarrados, Fergus gimiendo de dolor y riendo a la vez; Barry, sentado en el suelo, se disculpó entre carcajadas. Fats sonrió de oreja a oreja, pero cuando oyó la risa desagradable y estentórea de Cuby, se dio la vuelta, ceñudo.
Y entonces llegó aquel momento, aquel vergonzoso y horrible momento, con un empate en el marcador y a pocos segundos del final del partido, en que Fats le arrebató la pelota a Fergus y Cuby gritó:
—¡Adelante, Stu, chaval!
«Chaval.» Cuby no había dicho «chaval» en toda su vida. Sonó patético, falso y artificial. Trataba de ser como Barry, de imitar la forma relajada y natural en que éste animaba a sus hijos; trataba de impresionar a Barry.
Fats chutó un auténtico cañonazo y, antes de que la pelota impactara de lleno en la cara estúpida y confiada de Cuby y le rompiera las gafas y le brotara una única gota de sangre bajo el ojo, antes de todo eso, tuvo tiempo de comprender que había sido a propósito: que había querido hacerle daño a Cuby y el pelotazo había sido su justo castigo.)
No habían vuelto a jugar a fútbol. Al pequeño experimento fracasado de acercamiento entre padre e hijo se le dio carpetazo, como a otros diez o doce anteriores.
«¡Y yo nunca lo quise a él!»
Fats estaba seguro de haberlo oído. Y Cuby se refería a él. Estaban en su habitación. ¿De quién si no iba a estar hablando Cuby?
«Como si me importara una mierda», se dijo Fats. Era lo que había sospechado siempre. No sabía por qué había notado aquella sensación de frío en el pecho.
Recogió la silla del ordenador, que se había volcado durante el incidente, para ponerla en su sitio. La reacción más auténtica habría sido apartar a su madre de un empujón y partirle la cara a Cuby. Romperle otra vez las gafas. Hacerlo sangrar. Fats estaba indignado consigo mismo por no haberlo hecho.
Pero había otros métodos. Llevaba años oyendo cosas. Sabía mucho más de lo que ellos creían sobre los ridículos miedos de su padre.
Tenía los dedos más torpes que de costumbre. Cuando abrió la página web del concejo parroquial, la ceniza del cigarrillo que tenía en los labios cayó sobre el teclado. Unas semanas atrás, había buscado información sobre las inyecciones SQL y encontrado el código que Andrew no había querido compartir con él. Estudió el foro del concejo durante unos minutos, y entonces, sin dificultad, entró en el sistema con el nombre de Betty Rossiter, lo cambió por el de «El Fantasma de Barry Fairbrother» y empezó a teclear.
Shirley Mollison estaba convencida de que su marido y su hijo exageraban el peligro que suponía para el concejo dejar los mensajes del Fantasma colgados en la web. No le parecían peores que cotilleos y, que ella supiera, de momento la ley no los sancionaba; tampoco creía que la ley fuera tan absurda y poco razonable como para castigarla a ella por algo escrito por otra persona: sería manifiestamente injusto. Por orgullosa que se sintiera del título de abogado de su hijo, estaba segura de que en ese asunto se equivocaba.
Ahora comprobaba el foro incluso con mayor frecuencia de la recomendada por Miles y Howard, pero no porque temiera las consecuencias legales. Tenía la certeza de que el Fantasma de Barry Fairbrother no había cumplido aún con el cometido que se había impuesto, aplastar a los pro-Prados, y quería ser la primera en leer su siguiente mensaje. Se escabullía varias veces al día a la antigua habitación de Patricia y abría la página. En ocasiones sentía un estremecimiento mientras pasaba el aspirador o pelaba patatas, y corría hacia el estudio, sólo para llevarse una nueva decepción.
Shirley sentía un vínculo único y secreto con el Fantasma. Él había escogido su web como foro donde exponer la hipocresía de los oponentes de Howard, y ella creía que eso le daba derecho a sentir el orgullo del naturalista que ha construido un hábitat donde se digna anidar una especie poco común. Pero había algo más. Shirley disfrutaba con la ira del Fantasma, con su saña y su audacia. Se preguntaba quién sería, e imaginaba a un hombre fuerte y misterioso que estaba de parte de Howard y ella, que los apoyaba y les abría camino entre sus oponentes, que iban cayendo a medida que el Fantasma los segaba con la guadaña de las feas verdades que ellos ocultaban.
De algún modo, ningún hombre de Pagford parecía digno de ser el Fantasma, y la habría decepcionado enterarse de que era alguno de los anti-Prados que conocía.
—Suponiendo que sea un hombre —apuntó Maureen.
—Bien visto —opinó Howard.
—Yo creo que es un hombre —repuso Shirley con frialdad.
Cuando Howard se marchó a la cafetería el domingo por la mañana, Shirley, todavía en bata y con una taza de té en la mano, se dirigió de forma maquinal al estudio y abrió la página web.
Fantasías de un subdirector de instituto, colgado por El Fantasma de Barry Fairbrother.
Shirley dejó la taza con manos temblorosas, abrió el mensaje y lo leyó, boquiabierta. Luego corrió a la sala, cogió el teléfono y llamó a la cafetería, pero comunicaban.
Cinco minutos después, Parminder Jawanda, que también se había acostumbrado a abrir el foro del concejo con mayor frecuencia de la habitual, vio el mensaje. Al igual que Shirley, su reacción inmediata fue descolgar el teléfono.
Los Wall estaban desayunando sin su hijo, que aún dormía en la buhardilla. Cuando Tessa contestó, Parminder interrumpió su saludo.
—Hay un mensaje sobre Colin en la web del concejo. Haz lo que sea, pero no dejes que lo vea.
Los atemorizados ojos de Tessa se volvieron hacia su marido, que estaba a menos de un metro del auricular y había oído las palabras de Parminder, pronunciadas con toda claridad.
—Luego te llamo —respondió Tessa y, colgando el auricular con mano temblorosa, dijo—: Colin, espera…
Pero él ya había salido con determinación de la sala, cabeceando y con los brazos rígidos a los costados. Tessa tuvo que correr para alcanzarlo.
—Quizá es mejor no mirar —lo instó Tessa cuando la mano grande y huesuda de Colin movió el ratón sobre el escritorio—. O puedo leerlo yo y luego…
Uno de los hombres que confían en representar a la comunidad en el concejo parroquial es Colin Wall, subdirector del Instituto de Enseñanza Secundaria Winterdown. Es posible que a los votantes les interese saber que Wall, que impone una férrea disciplina, tiene unas fantasías de lo más inusuales. Al señor Wall le da tanto pánico que un alumno pueda acusarlo de conducta sexual inapropiada que en muchas ocasiones ha tenido que pedir la baja para calmarse. El Fantasma sólo puede especular sobre si habrá llegado a tocar a algún alumno de primer curso, pero el fervor de sus febriles fantasías sugiere que, aunque no lo haya hecho, le gustaría hacerlo.
«Stuart», pensó Tessa al instante.
La cara de Colin presentaba un tinte cadavérico al resplandor de la pantalla. Era el aspecto que Tessa imaginaba que tendría si sufría un derrame cerebral.
—Colin…
—Supongo que Fiona Shawcross lo ha ido contando por ahí —susurró.
La catástrofe que siempre había temido se cernía sobre él. Aquello era el final de todo. Siempre había imaginado que ingeriría una sobredosis de somníferos. Se preguntó si tendrían suficientes en casa.
Tessa, que se había quedado momentáneamente desconcertada por la mención de la directora, dijo:
—Fiona no haría… En cualquier caso, no sabe…
—Sabe que tengo un trastorno obsesivo-compulsivo.
—Sí, pero no sabe lo que… lo que te da tanto miedo…
—Sí, está al corriente. Se lo conté la última vez que tuve que pedir la baja.
—¿Por qué? —saltó Tessa—. ¿Cómo demonios se te ocurrió contárselo?
—Quise explicarle por qué era tan importante que me tomara unos días libres —respondió casi humildemente—. Pensé que necesitaba saber lo grave que era el asunto.
Ella tuvo que sofocar el impulso de gritarle. Eso explicaba la aversión con que Fiona trataba a Colin y hablaba de él; a Tessa nunca le había gustado aquella mujer, a la que encontraba dura y poco comprensiva.
—Aun así —dijo—, no me parece que Fiona tenga nada que ver…
—Directamente no —la interrumpió Colin, y se llevó una mano temblorosa al sudoroso labio superior—. Pero Mollison ha oído el cotilleo en algún sitio.
«No ha sido Mollison. Esto es Stuart cien por cien.» Tessa reconocía a su hijo en cada línea. La asombraba que Colin no lo viera, que no hubiese establecido la conexión entre el mensaje y la discusión del día anterior, con el agravante de haberle pegado. «Ni siquiera ha podido evitar una pequeña aliteración. Debe de haberlos escrito todos él: el de Simon Price, el de Parminder.» Fue presa del espanto.
Pero Colin no pensaba en Stuart. Revivía pensamientos tan gráficos como recuerdos, como impresiones sensoriales, ideas violentas e infames: una mano que palpaba y apretaba al pasar entre nutridos grupos de jóvenes cuerpos; un grito de dolor, un joven rostro crispado. Y luego el preguntarse, una y otra vez, si lo habría hecho realmente, si lo habría disfrutado. No conseguía recordarlo. Sólo sabía que no paraba de pensar en ello, de ver cómo ocurría, de sentir cómo ocurría. Carne tierna a través de una fina blusa de algodón; agarrar, apretar, dolor y conmoción; una vulneración. ¿Cuántas veces? No lo sabía. Había pasado largas horas preguntándose cuántos estudiantes sabían que él hacía eso, si se lo habían contado unos a otros, cuánto tiempo tardarían en desenmascararlo.
Como no sabía cuántas veces había traspasado el límite y no podía confiar en sí mismo, siempre que recorría los pasillos lo hacía cargado de papeles y carpetas para no tener las manos libres. Les gritaba a los alumnos arremolinados que se quitaran de en medio, que le dejaran paso. Pero no servía de nada. Siempre había alguien rezagado que lo rozaba al pasar, que chocaba sin querer, y entonces, con las manos ocupadas, él imaginaba otras formas de contacto indecoroso: un codo que cambia de postura para rozar un pecho, un paso de lado para asegurarse el contacto corporal, una pierna casualmente enredada entre las de la chica.
—Colin —dijo Tessa.
Pero él se había echado a llorar otra vez, con abruptos sollozos que estremecían su cuerpo grande y desgarbado. Ella lo rodeó con los brazos y sus lágrimas le humedecieron la mejilla.
A unos kilómetros de distancia, en Hilltop House, Simon Price estaba sentado ante el nuevo ordenador de la familia en la sala. Ver a Andrew marcharse en bicicleta a su trabajo de fin de semana para Howard Mollison, además de haber tenido que pagar el precio de mercado por aquel ordenador, lo hacía sentirse irritable y víctima de una injusticia. No había vuelto a entrar en la web del concejo parroquial desde la noche en que se había deshecho del ordenador robado, pero algo lo hizo comprobar en ese momento si el mensaje que le había costado el puesto de trabajo seguía allí colgado y visible para futuros empleadores.
Ya no estaba. Simon no sabía que se lo debía a su mujer, porque Ruth temía admitir que había llamado a Shirley, incluso para pedirle que quitara el mensaje. Un poco más animado, buscó el mensaje sobre Parminder, pero también había desaparecido.
Se disponía a cerrar la página cuando vio el mensaje más reciente. Se titulaba Fantasías de un subdirector de instituto.
Lo leyó dos veces, y entonces, sentado a solas en la sala, se echó a reír. Fue una risa despiadada y triunfal. Aquel hombre, con su frente enorme y aquella forma de cabecear, nunca le había caído simpático. Le gustó saber que, en comparación, él había salido bastante bien parado.
Ruth entró en la habitación sonriendo con timidez; se alegraba de que su marido riera, puesto que estaba de un humor de perros desde que había perdido el trabajo.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¿Sabes el padre de Fats? ¿Wall, el subdirector? Pues no es más que un puto pedófilo.
La sonrisa se borró de los labios de Ruth, que se precipitó a leer el mensaje.
—Me voy a dar una ducha —anunció Simon de excelente humor.
Ruth esperó a quedarse sola para llamar a su amiga Shirley y avisarla de aquel nuevo escándalo, pero el teléfono de los Mollison comunicaba.
Shirley había conseguido por fin establecer contacto con Howard. Ella todavía llevaba puesta la bata; él caminaba de aquí para allá por la pequeña trastienda detrás del mostrador.
—Llevo siglos intentando hablar contigo…
—Mo estaba utilizando el teléfono… ¿Qué pone?
Shirley leyó el mensaje sobre Colin pronunciando con claridad, como una locutora de noticias. No había llegado al final cuando Howard la interrumpió.
—¿Lo has copiado o algo así?
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Lo estás leyendo de la pantalla? ¿Sigue ahí colgado? ¿No lo has quitado?
—Estoy en ello —mintió Shirley, confusa—. Pensaba que te gustaría…
—¡Quítalo ahora mismo! Por Dios, Shirley, esto se nos está yendo de las manos… ¡No podemos tener cosas como ésa ahí colgadas!
—Es que creía que tenías que…
—¡Tú asegúrate de que te libras de él, y ya hablaremos en casa! —zanjó Howard.
Shirley estaba furiosa: ellos nunca se levantaban la voz.
La siguiente reunión del concejo parroquial, la primera desde la muerte de Barry, sería crucial en la batalla que se estaba librando por la cuestión de los Prados. Howard se había negado a postergar la votación sobre el futuro de la Clínica Bellchapel para Drogodependientes o la consulta popular para transferir a Yarvil la jurisdicción sobre la barriada.
Parminder sugirió por tanto que Colin, Kay y ella se encontraran la víspera de la reunión para planear la estrategia.
—Pagford no puede tomar la decisión unilateral de alterar el límite territorial, ¿no? —preguntó Kay.
—No —respondió Parminder con paciencia (Kay no podía evitar ser una recién llegada)—, pero la Junta Comarcal de Yarvil ha pedido la opinión de los vecinos, y Howard está decidido a que sea su propia opinión la que se transmita.
Celebraban la reunión en la sala de los Wall, porque Tessa había presionado sutilmente a Colin para poder estar presente en su encuentro con las dos mujeres. Sirvió copas de vino, dejó un gran cuenco de patatas fritas sobre la mesa de centro y se sentó, guardando silencio mientras los tres hablaban.
Estaba agotada y enfadada. Aquel mensaje anónimo le había provocado a Colin uno de sus peores ataques de ansiedad, tan agudo y debilitante que no había podido ir al instituto. Parminder sabía lo enfermo que estaba —le había firmado la baja del trabajo—, y sin embargo lo había invitado a participar en aquella reunión preliminar, sin tener en cuenta, por lo visto, a qué nuevos arrebatos de paranoia y angustia tendría que enfrentarse Tessa esa noche.
—Sin duda hay muchos resentidos por la forma en que los Mollison están llevando las cosas —iba diciendo Colin con el tono grandilocuente y entendido que adoptaba a veces, cuando fingía no saber qué eran el miedo y la paranoia—. Creo que la gente empieza a estar harta de que se consideren los portavoces del pueblo. Me ha dado esa impresión cuando hacía campaña por ahí.
Habría sido un detalle, pensó Tessa con amargura, que Colin hubiese disimulado alguna vez de esa manera en beneficio de ella. Años atrás, le había gustado ser la única confidente de su marido, la única custodia de sus terrores y su fuente de consuelo, pero todo eso ya no le resultaba halagador. Esa noche la había tenido despierta entre las dos y las tres y media, sentado en el borde de la cama, meciéndose entre gemidos y llantos y diciendo que quería morirse, que no podía soportarlo, que ojalá nunca se hubiese presentado a la plaza en el concejo, que estaba acabado…
Tessa oyó a Fats en las escaleras y se puso tensa, pero su hijo pasó ante la puerta camino de la cocina y se limitó a dirigirle una mirada burlona a Colin, quien se había sentado en un puf de cuero delante del fuego, con las rodillas a la altura del pecho.
—Quizá el hecho de que Miles se presente a la elección lo ponga a malas con la gente, incluso con los partidarios naturales de los Mollison, ¿no? —sugirió Kay, esperanzada.
—Sí, es posible —repuso Colin asintiendo con la cabeza.
Kay se volvió hacia Parminder.
—¿Cree que el concejo votará realmente para que la clínica Bellchapel abandone el edificio? Sé que a la gente le preocupan las jeringuillas desechadas y que haya adictos merodeando por el barrio, pero la clínica está a kilómetros de distancia… ¿Qué más le da a Pagford?
—Howard y Aubrey se apoyan mutuamente —explicó Parminder, con el rostro tenso y marcadas ojeras. (Era ella quien tenía que asistir a la reunión del concejo al día siguiente, y luchar contra Howard Mollison y sus compinches sin Barry a su lado)—. Necesitan hacer recortes a nivel de la junta comarcal. Si Howard echa a la clínica de su barato edificio, será mucho más cara de mantener, y así Fawley podrá decir que los gastos han aumentado y justificar los recortes en la financiación municipal. Y entonces éste hará todo lo posible para que los Prados vuelvan al término municipal de Yarvil.
Cansada de dar explicaciones, Parminder fingió examinar el nuevo fajo de papeles sobre Bellchapel que Kay había traído, desmarcándose así de la conversación.
«¿Por qué hago todo esto?», se preguntó.
Podría estar sentada en casa con Vikram, quien estaba viendo una comedia en la televisión con Jaswant y Rajpal cuando ella había salido. El sonido de sus risas le había llegado al alma: ¿cuánto hacía que no se reía? ¿Qué hacía allí, bebiendo aquel vino tibio repugnante y luchando por una clínica que nunca necesitaría y por una barriada de gente que probablemente le parecería desagradable? Ella no era Bhai Kanhaiya, que no encontraba diferencia entre las almas de amigos y enemigos; ella no veía brillar la luz de Dios en Howard Mollison. Le producía más placer la idea de que éste perdiera que la de los niños de los Prados asistiendo al St. Thomas, o la de la gente de los Prados consiguiendo acabar con sus adicciones en Bellchapel, aunque, de manera desapasionada y distante, sí pensaba que todas esas cosas eran buenas…
(Pero en realidad sí sabía por qué lo hacía. Quería ganar por Barry. Él se lo había contado todo sobre su asistencia a la escuela de St. Thomas. Sus compañeros de clase lo invitaban a sus casas a jugar, y a él, que vivía entonces en una caravana con su madre y dos hermanos, le encantaban las viviendas impolutas y cómodas de Hope Street. Se había quedado apabullado por las victorianas de Church Row y había asistido a una fiesta de cumpleaños en la mismísima casa que acabó por comprar y en la que había criado a sus cuatro hijos.
Barry se había enamorado de Pagford, con su río, sus campos y sus sólidas casas. Había fantaseado con tener un jardín donde jugar, un árbol del que colgar un columpio, espacio y verdor por todas partes. Había recogido castañas para llevárselas a los Prados. Tras destacar en el St. Thomas, donde era el mejor de su clase, Barry se había convertido en el primer miembro de su familia que asistía a la universidad.)
«Amor y odio —se dijo Parminder, un poco asustada de sincerarse tanto consigo misma—. Por amor y por odio, por eso estoy aquí.»
Pasó la página de uno de los documentos de Kay, fingiendo concentración.
Ésta se alegró de que la doctora estudiara con tanto interés sus papeles, porque les había dedicado mucho tiempo. Le costaba creer que, al leerlos, alguien pudiese no quedar convencido de que la clínica Bellchapel debía permanecer donde estaba.
Pero a la luz de aquellas estadísticas, los estudios de casos anónimos y los testimonios en primera persona, en realidad Kay pensaba en la clínica en términos de una única paciente: Terri Weedon. Notaba que se había producido un cambio en aquella mujer, y eso la hacía sentirse orgullosa y la asustaba al mismo tiempo. Terri mostraba débiles signos de volver a ejercer cierto control sobre su vida. En dos ocasiones recientes le había dicho a Kay: «No van a llevarse a Robbie, no les dejaré», y no se trataba de quejas impotentes contra el destino, sino de la declaración de un propósito.
—Ayer lo llevé yo a la guardería —le dijo a Kay, quien cometió el error de quedarse perpleja—. ¿Por qué coño pones esa cara? ¿No soy lo bastante buena para ir a la puta guardería?
Kay estaba convencida de que, si a Terri le cerraban la puerta de Bellchapel en las narices, se destruiría la delicada estructura que trataban de ensamblar con los restos de una vida. Terri parecía tenerle un miedo visceral a Pagford que Kay no comprendía.
—Odio ese sitio de mierda —había soltado al mencionarlo Kay de pasada.
Más allá de que su difunta abuela vivía allí, Kay no sabía nada sobre la relación de Terri con el pueblo, pero temía que, si le pedían que acudiera allí cada semana para recibir metadona, su autocontrol se derrumbara, y con él la nueva y frágil estabilidad familiar.
Colin había tomado la palabra después de Parminder para explicar la historia de los Prados; Kay asentía con la cabeza, aburrida, y decía «Hum», pero sus pensamientos estaban muy lejos.
Colin se sentía profundamente halagado por la forma en que aquella atractiva joven estaba pendiente de sus palabras. Esa noche se notaba más tranquilo que en ningún otro momento desde que había leído aquel espantoso mensaje, afortunadamente ya desaparecido de la web. No se había producido ninguno de los cataclismos que había imaginado de madrugada. No estaba despedido. No había una multitud airada ante su puerta. Ni en la página web del concejo de Pagford, ni de hecho en ninguna otra parte de internet (había llevado a cabo varias búsquedas en Google), no había nadie que exigiera su arresto o encarcelamiento.
Fats volvió a pasar ante la puerta abierta, llevándose una cucharada de yogur a la boca. Miró hacia el interior y durante un fugaz instante sus ojos se cruzaron con los de Colin, que perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
—… y… sí, bueno, eso es todo, en pocas palabras —concluyó con escasa convicción.
Miró a Tessa en busca de apoyo, pero su mujer contemplaba el vacío con expresión glacial. Colin se sintió un poco dolido; habría dicho que Tessa se alegraría de verlo mejor, tan dueño de sí, tras la noche insomne y horrible que habían pasado. Tenía el estómago encogido por vertiginosas oleadas de temor, pero lo consolaba la proximidad de Parminder, tan segundona y cabeza de turco como él, así como la comprensiva atención que le prestaba la atractiva asistente social.
A diferencia de Kay, Tessa había escuchado cada palabra que acababa de pronunciar Colin sobre el derecho de los Prados a seguir perteneciendo a Pagford. En su opinión, las palabras de su marido no transmitían convicción. Quería creer en lo que había creído Barry, y quería derrotar a los Mollison porque eso era lo que su amigo se había propuesto. Colin no le tenía simpatía a Krystal Weedon, pero Barry sí, y por eso suponía que la chica valía más de lo que él pensaba. Tessa sabía que su marido era una extraña mezcla de arrogancia y humildad, de convicción inquebrantable e inseguridad.
«Son unos completos ilusos —se dijo, mirándolos a los tres, que examinaban un gráfico que Parminder había sacado de entre las notas de Kay—. Creen que van a cambiar sesenta años de ira y rencor con unas cuantas estadísticas.» Ninguno de ellos era Barry. Él había constituido el vivo ejemplo de lo que ellos proponían en teoría: a través de la educación, había pasado de la pobreza a la opulencia, de la impotencia y la dependencia a hacer valiosas aportaciones a la sociedad. ¿Acaso no veían que, comparados con el malogrado Barry, eran un desastre como defensores de su legado?
—Desde luego, a la gente la irrita cada vez más que los Mollison traten de controlarlo todo —estaba diciendo Colin.
—Y en mi opinión —terció Kay—, si leen todo esto, va a costarles lo suyo fingir que la clínica no está cumpliendo una función crucial.
—No todos los miembros del concejo se han olvidado de Barry —intervino Parminder con voz ligeramente temblorosa.
Tessa reparó en que sus grasientos dedos tanteaban inútilmente. Mientras los demás hablaban, se había acabado ella sola el cuenco entero de patatas fritas.
Hacía una mañana radiante y cálida, y en el aula de informática del instituto Winterdown el aire se notaba viciado al acercarse la hora de comer; la luz que entraba por las sucias ventanas cubría las polvorientas pantallas de molestas motas. Pese a que ni Fats ni Gaia estaban allí para distraerlo, Andrew Price no conseguía concentrarse. No dejaba de pensar en la conversación de sus padres que había escuchado a escondidas la noche anterior.
Estaban hablando, y muy en serio, de mudarse a Reading, donde vivían la hermana y el cuñado de Ruth. Con la atención puesta en la puerta abierta de la cocina, Andrew se había apostado en el pasillo a oscuras. Por lo visto, un tío de Simon, del que Andrew y Paul apenas sabían nada porque a su padre le caía fatal, le había ofrecido un empleo, o la posibilidad de un empleo.
—Es menos dinero —dijo Simon.
—Eso no lo sabes. No ha mencionado…
—Tiene que serlo. Y allí la vida es más cara.
Ruth profirió un sonido ambiguo.
En el pasillo, sin atreverse apenas a respirar, Andrew supo que su madre quería ir: así lo indicaba el mero hecho de que no se hubiese mostrado inmediatamente de acuerdo con su marido.
A Andrew se le hacía imposible imaginar a sus padres en una casa que no fuera Hilltop Hill, o con un escenario de fondo que no fuera Pagford. Había dado por sentado que se quedarían allí para siempre. Él se marcharía algún día a Londres, pero Simon y Ruth permanecerían allí arraigados como árboles, hasta la muerte.
Subió con sigilo a su habitación y miró a través de la ventana las titilantes luces de Pagford, acurrucado en su profunda y oscura hondonada entre colinas. Le pareció que era la primera vez que contemplaba aquella vista. Allí abajo, en algún sitio, Fats fumaba en su buhardilla, probablemente viendo porno en el ordenador. Gaia también estaba allí, absorta en los misteriosos ritos de su género. A Andrew se le ocurrió que ella ya había pasado por eso: la habían arrancado de su mundo para trasplantarla a otro. Por fin tenían algo profundo en común; casi le produjo cierto placer melancólico pensar que, al marcharse, compartiría algo con ella.
Pero Gaia no había provocado su propio destierro. Con la inquietud revolviéndole el estómago, Andrew cogió el móvil para escribirle un SMS a Fats: A Simoncete le ofrecen trabajo en Reading. Igual lo acepta.
Fats no le había contestado todavía, y Andrew llevaba toda la mañana sin verlo, pues no habían tenido clases en común. Tampoco lo había visto los dos fines de semana anteriores, porque él había trabajado en La Tetera de Cobre. La conversación más larga que habían mantenido recientemente se había ceñido al mensaje de Fats sobre Cuby en la web del concejo.
—Creo que Tessa sospecha de mí —había dicho Fats con despreocupación—. No para de mirarme como si supiera que fui yo.
—¿Qué vas a decir? —había musitado Andrew, asustado.
Conocía el deseo de gloria y reconocimiento de Fats, y también su pasión por blandir la verdad como un arma, pero no estaba seguro de que su amigo comprendiera que el decisivo papel del propio Andrew en las actividades del Fantasma de Barry Fairbrother no debía salir jamás a la luz. Nunca le había sido fácil explicarle a Fats lo que suponía en realidad tener un padre como Simon, y ahora, de algún modo, costaba más que nunca explicarle las cosas.
Esperó a que el profesor de informática hubiera pasado de largo y, cuando lo perdió de vista, buscó Reading en internet. Comparado con Pagford, era enorme. Celebraba un festival de música anual. Quedaba a poco más de sesenta kilómetros de Londres. Echó un vistazo al servicio de trenes; quizá fuera a la capital los fines de semana, como hacía ahora con el autobús a Yarvil. Pero todo le pareció irreal: el mundo que conocía se reducía a Pagford, y seguía sin poder imaginar a su familia viviendo en otro sitio.
A la hora de comer, Andrew salió del instituto en busca de Fats. En cuanto estuvo fuera de la vista, encendió un cigarrillo y, cuando volvía a meterse el mechero en el bolsillo, se llevó una alegría al oír una voz femenina que lo saludaba.
—Hola. —Gaia y Sukhvinder se le acercaron.
—Qué tal —contestó Andrew, y exhaló el humo hacia un lado para no echárselo a la preciosa cara de Gaia.
Últimamente, los tres tenían algo en común que nadie más compartía. Dos fines de semana en la cafetería habían creado un frágil vínculo entre ellos. Conocían el repertorio de frases hechas de Howard y habían soportado el lujurioso interés de Maureen por sus vidas familiares; se habían burlado juntos de las arrugadas rodillas de su jefa bajo el uniforme de camarera demasiado corto y, como mercaderes en una tierra extranjera, habían intercambiado pepitas de información personal. Y así, las chicas sabían que al padre de Andrew lo habían despedido; Andrew y Sukhvinder sabían que Gaia trabajaba para pagarse el billete de tren de vuelta a Hackney; y él y Gaia sabían que la madre de Sukhvinder detestaba que trabajara para Howard Mollison.
—¿Dónde está tu amigo Fati? —preguntó Gaia cuando los tres echaron a andar juntos.
—Ni idea. No lo he visto.
—Bueno, no te pierdes nada —contestó Gaia—. ¿Cuántos de ésos te fumas al día?
—No los cuento —dijo Andrew, alegrándose de su interés—. ¿Quieres uno?
—No. No me gusta el tabaco.
Él se preguntó si tampoco le gustaría besar a los chicos que fumaban. Niamh Fairbrother no se había quejado cuando la había besado con lengua en la discoteca del salón de actos.
—¿Marco no fuma? —quiso saber Sukhvinder.
—No; siempre está entrenando —contestó Gaia.
Para entonces, Andrew casi había llegado a acostumbrarse a la existencia de Marco de Luca. Tenía ciertas ventajas que Gaia estuviera protegida, por así decirlo, por una lealtad fuera de Pagford. El impacto de las fotografías de los dos juntos en el Facebook de Gaia se había mitigado de tanto mirarlas. Y no creía que se hiciera meras ilusiones al pensar que los mensajes que ella y Marco se dejaban mutuamente eran cada vez menos frecuentes y menos amistosos. Claro que no podía saber qué estaba sucediendo entre ellos por teléfono o correo electrónico, pero estaba seguro de que, cuando se mencionaba a Marco, Gaia parecía un poco abatida.
—Oh, ahí está —dijo ella.
No era el apuesto Marco quien había aparecido ante su vista, sino Fats Wall, que charlaba con Dane Tully delante del quiosco.
Sukhvinder frenó en seco, pero Gaia la agarró del brazo.
—Puedes caminar por donde te dé la gana —le recordó, tirando de ella suavemente, y entornó sus ojos verdes cuando se acercaron a donde estaban fumando Fats y Dane.
—Qué tal, Arf —dijo Fats cuando los vio.
—Fats —respondió Andrew. Y tratando de evitar problemas, en especial que Fats se metiera con Sukhvinder delante de Gaia, añadió—: ¿Recibiste mi mensaje?
—¿Qué mensaje? Ah, sí… lo de Simoncete. O sea que te vas, ¿no?
Lo dijo con una desdeñosa indiferencia que Andrew sólo pudo atribuir a la presencia de Dane Tully.
—Sí, es posible.
—¿Adónde te vas? —quiso saber Gaia.
—A mi padre le han ofrecido un empleo en Reading.
—¡Anda, si mi padre vive allí! —exclamó ella con cara de sorpresa—. Cuando vaya a su casa podemos salir por ahí. El festival es alucinante. Bueno, ¿quieres un bocadillo, Suks?
Andrew se quedó tan estupefacto que, para cuando consiguió reaccionar, ella ya había entrado en el quiosco. Por unos instantes, la sucia parada de autobús, el quiosco y hasta Dane Tully, con sus tatuajes y su andrajoso atuendo de camiseta y pantalón de chándal, parecieron irradiar un resplandor celestial.
—Bueno, tengo cosas que hacer —dijo Fats.
Dane soltó una risita y Fats se alejó con paso rápido antes de que Andrew pudiera responder u ofrecerse a acompañarlo.
Fats sabía que Andrew se sentiría desconcertado y dolido por su fría actitud, y se alegraba. No se preguntó por qué se alegraba, o por qué, desde hacía unos días, el deseo de causar dolor era su principal impulso. Últimamente había llegado a la conclusión de que cuestionarse sus propios motivos era poco auténtico; se trataba de un refinamiento de su filosofía personal que la volvía más fácil de seguir.
Cuando entraba en los Prados, Fats pensó en lo sucedido en su casa la noche anterior, cuando su madre había subido a su habitación por primera vez desde que Cuby le había pegado.
(—Ese mensaje sobre tu padre en la web del concejo parroquial… Tengo que preguntártelo, Stuart, y ojalá… Stuart, ¿lo escribiste tú?
A su madre le había llevado unos días encontrar el valor necesario para acusarlo, y él estaba preparado.
—No —contestó.
Quizá habría sido más auténtico admitir que sí, pero prefirió no hacerlo, y no veía por qué tenía que justificar su actitud.
—¿No fuiste tú? —insistió ella sin cambiar el tono ni la expresión.
—No —repitió él.
—Porque resulta que muy poca gente sabe lo que papá… lo que le preocupa.
—Bueno, pues no fui yo.
—El mensaje se colgó la misma noche en que papá y tú discutisteis, y cuando él te pegó…
—Ya te lo he dicho: no fui yo.
—Sabes que está enfermo, Stuart.
—Ya, no paras de decírmelo.
—¡No paro de decírtelo porque es verdad! No puede evitarlo… Tiene una enfermedad mental grave que le provoca una angustia y un sufrimiento indecibles.
El móvil de Fats emitió un pitido. Bajó la mirada y vio un SMS de Andrew. Lo leyó, y fue como si le diesen un puñetazo en el estómago: Arf se marchaba para siempre.
—Te estoy hablando, Stuart…
—Ya lo sé… ¿Qué?
—Todos esos mensajes, sobre Simon Price, Parminder, papá… son todos de gente que tú conoces. Si estás detrás de todo esto…
—Ya te he dicho que no.
—… estarás causando un daño incalculable. Un daño muy grave, horroroso, Stuart, a las vidas de otras personas.
Pero él trataba de imaginar una vida sin Andrew. Se conocían desde los cuatro años.
—No he sido yo —insistió.)
«Un daño muy grave, horroroso, a las vidas de otras personas.»
«Ellos mismos se han buscado esas vidas», se dijo con desdén cuando doblaba la esquina de Foley Road. Las víctimas del Fantasma estaban enfangadas en hipocresía y mentiras, y no les gustaba verse expuestas. Eran unas chinches estúpidas que huían de la luz. No sabían nada sobre la vida real.
Más allá se veía una casa con un neumático viejo tirado en la hierba del jardín. Supuso que se trataba de la de Krystal, y cuando vio el número comprobó que así era. Nunca había estado allí. Un par de semanas antes no habría accedido a encontrarse con ella en su casa a la hora de comer, pero las cosas cambiaban. Él había cambiado.
Decían que su madre era una prostituta. Sin duda era una yonqui. Krystal le había dicho que no habría nadie en casa porque su madre estaría en la clínica Bellchapel recibiendo su dosis de metadona. Fats recorrió el sendero del jardín sin aflojar el paso, pero con una inquietud inesperada.
Krystal estaba vigilando su llegada desde la ventana de su habitación. Había cerrado todas las puertas del piso de abajo para que Fats sólo viera el pasillo; todos los trastos desparramados en él los había metido en la sala y la cocina. La alfombra estaba sucia y quemada en algunos sitios, y el papel de la pared manchado, pero eso no podía arreglarlo. No quedaba ni gota del desinfectante con aroma a pino, pero había encontrado un poco de lejía y rociado la cocina y el baño, las fuentes de los peores olores de la casa.
Cuando Fats llamó, corrió escaleras abajo. No tenían mucho tiempo; probablemente Terri volvería con Robbie a la una. Era poco tiempo para fabricar un bebé.
—Hola —dijo al abrir la puerta.
—¿Qué tal? —saludó Fats, y exhaló humo por la nariz.
Él no sabía qué se iba a encontrar. Su primera impresión del interior de la casa fue una caja mugrienta y vacía. No había muebles. Las puertas cerradas a su izquierda y al fondo le parecieron extrañamente siniestras.
—¿Estamos solos? —preguntó al cruzar el umbral.
—Sí —repuso Krystal—. Podemos subir a mi habitación.
Ella le mostró el camino. Cuanto más se adentraban en la casa, peor olía, una mezcla de lejía y suciedad. Fats intentó que no le importara. En el rellano, todas las puertas estaban cerradas excepto una, por la que Krystal entró.
Fats no quería dejarse impresionar, pero en aquella habitación no había nada a excepción de un colchón, cubierto con una sábana y un edredón sin funda, y un pequeño montón de ropa en un rincón. En la pared había unas cuantas fotos recortadas de la prensa amarilla y pegadas con celo: una mezcla de estrellas del rock y famosos.
Krystal había hecho aquel collage el día anterior, a imitación del que tenía Nikki en la pared de su habitación. Sabiendo que Fats iría a su casa, había pretendido que el dormitorio resultara más acogedor. Había corrido las finas cortinas, que conferían un tono azulado a la luz.
—Dame un piti —pidió Krystal—. Me muero de ganas de fumar.
Fats le encendió uno. Nunca la había visto tan nerviosa; la prefería sobrada y desenvuelta.
—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, y, con el cigarrillo en los labios, empezó a desvestirse—. Mi madre no tardará en volver.
—Ya, de Bellchapel, ¿no? —dijo Fats, tratando de visualizar a la dura Krystal de siempre.
—Ajá —repuso ella, y se sentó en el colchón para quitarse el pantalón de chándal.
—¿Y si la cierran? —preguntó Fats, quitándose el blazer—. He oído que andan pensando hacerlo.
—Ni idea —contestó Krystal, aunque estaba asustada.
La fuerza de voluntad de su madre, frágil y vulnerable como un pajarito, podía venirse abajo a la mínima.
Ella ya estaba en ropa interior. Fats se estaba quitando los zapatos cuando advirtió algo metido entre la ropa de Krystal: un pequeño joyero de plástico abierto y, en su interior, un reloj que le resultaba familiar.
—¿No es el de mi madre? —preguntó sorprendido.
—¿Cómo? —Krystal fue presa del pánico—. No —mintió—. Era de mi abuelita Cath. ¡No lo…!
Pero Fats ya lo había sacado del joyero.
—Sí, es el suyo —dijo. Reconocía la correa.
—¡Que no, joder!
Krystal estaba aterrada. Casi había olvidado que lo había robado, de dónde había salido. Fats no decía nada, y eso no le gustaba.
El reloj en su mano parecía representar un desafío y un reproche al mismo tiempo. En rápida sucesión, Fats se imaginó largándose de allí, mientras se lo guardaba como si tal cosa en el bolsillo, o devolviéndoselo a Krystal con un encogimiento de hombros.
—Es mío —dijo ella.
Él no quería ser un policía. Quería vivir fuera de la ley. Pero le hizo falta acordarse de que el reloj había sido un regalo de Cuby para devolvérselo a Krystal y seguir desvistiéndose. Sonrojada, ella se quitó el sujetador y las bragas y, desnuda, se deslizó debajo del edredón.
Fats se acercó a ella en calzoncillos, con un condón sin abrir en la mano.
—No necesitamos eso —le dijo ella con la lengua pastosa—. Ahora tomo la píldora.
—¿Ah, sí?
Krystal se movió para hacerle sitio en el colchón. Fats se metió bajo el edredón. Cuando se quitaba los calzoncillos, se preguntó si le habría mentido con lo de la píldora, como con el reloj. Pero hacía tiempo que quería probar a hacerlo sin condón.
—Venga —susurró ella, y le arrebató el preservativo y lo arrojó sobre su blazer, que estaba tirado en el suelo.
Fats la imaginó embarazada de su hijo, las caras de Tessa y Cuby cuando se enteraran. Un hijo suyo en los Prados, de su propia sangre. Sería más de lo que Cuby había conseguido en su vida.
Se encaramó encima de ella; aquello sí que era la vida real.
A las seis y media de aquella tarde, Howard y Shirley Mollison entraron en el centro parroquial de Pagford. Shirley cargaba con un montón de papeles y Howard llevaba el collar con el escudo azul y blanco de Pagford.
El parquet crujió bajo el colosal peso de Howard cuando se dirigió a la cabecera de las deterioradas mesas, ya colocadas una junto a la otra. Howard le tenía casi tanto cariño a aquella sala como a su propia tienda. Las niñas exploradoras la utilizaban los martes, y los miércoles el Instituto de la Mujer. Había albergado mercadillos benéficos y celebraciones de aniversario, banquetes de boda y velatorios, y olía a todas esas cosas: a ropa vieja y cafeteras, a vestigios de pasteles caseros y ensaladillas, a polvo y cuerpos humanos; pero sobre todo a madera y piedra muy antiguas. De las vigas del techo pendían lámparas de latón batido de gruesos cables negros, y se accedía a la cocina a través de unas ornamentadas puertas de caoba.
Shirley iba distribuyendo la documentación alrededor de la mesa. Adoraba las reuniones del concejo. Aparte del orgullo y el goce que le producía ver a Howard presidiéndolas, Maureen estaba forzosamente ausente. Como no tenía ningún papel oficial, debía conformarse con las migajas que Shirley se dignaba compartir con ella.
Los demás concejales fueron llegando solos o en parejas. Howard los saludaba con su vozarrón, que reverberaba contra las vigas. Rara vez asistían los dieciséis miembros del concejo; ese día esperaban a doce de ellos.
La mesa estaba llena a medias cuando llegó Aubrey Fawley, caminando, como siempre, como si tuviera un fuerte viento en contra, con un aire de esfuerzo desganado, ligeramente encorvado y con la cabeza gacha.
—¡Aubrey! —exclamó Howard alegremente, y por primera vez se adelantó para recibir a un recién llegado—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está Julia? ¿Has recibido mi invitación?
—Perdona, no sé…
—La de mis sesenta y cinco años. Será aquí, el sábado… El día después de las elecciones.
—Ah, sí, sí. Oye, Howard, hay una joven ahí fuera… Dice que es del Yarvil and District Gazette. Una tal Alison no sé qué…
—Vaya. Qué raro. Acabo de enviarle mi artículo… ya sabes, la respuesta al de Fairbrother. A lo mejor tiene algo que ver con eso… Voy a ver.
Se alejó con sus andares de pato, con cierto recelo. Cuando se acercaba a la puerta, entró Parminder Jawanda; frunciendo el cejo como de costumbre, pasó de largo sin saludarlo, y por una vez Howard no le preguntó «¿Qué tal, Parminder?».
Fuera, en la acera, se encontró con una joven rubia, baja y rechoncha, con un aura de impermeable jovialidad que Howard reconoció como una determinación similar a la suya. Sujetaba una libreta y alzaba la vista hacia las iniciales de los Sweetlove grabadas sobre la puerta de doble hoja.
—Hola, hola —la saludó con respiración un poco entrecortada—. Usted es Alison, ¿no? Soy Howard Mollison. ¿Ha venido hasta aquí para decirme que escribo fatal?
—No, qué va, el artículo nos gusta —le aseguró ella—. Sin embargo, como las cosas se están poniendo interesantes, se me ha ocurrido asistir a la reunión. No le importa, ¿verdad? Tengo entendido que se permite la asistencia de la prensa. He consultado los estatutos.
Mientras hablaba, se iba acercando a la puerta.
—Sí, sí, la prensa puede estar presente —repuso Howard, que la acompañó y se detuvo cortésmente en la puerta para que lo precediera—. A menos que tengamos que abordar algún asunto a puerta cerrada, claro.
—¿Como el de esas acusaciones anónimas en su foro? ¿Esos mensajes del Fantasma de Barry Fairbrother?
—Madre mía —resopló Howard, y le sonrió—. No irá a decirme que eso es una noticia, ¿verdad? ¿Un par de comentarios ridículos en internet?
—¿Han sido sólo un par? Alguien me dijo que tuvieron que quitar varios de la página web.
—No, no. Pues alguien lo ha entendido mal. Por lo que sé, sólo han sido dos o tres. Disparates, aunque desagradables. —E improvisó—: Personalmente, creo que se trataba de algún crío.
—¿Un crío?
—Ya sabe, algún adolescente con ganas de divertirse.
—¿Le parece que un adolescente elegiría como blanco a miembros del concejo? —preguntó ella sin dejar de sonreír—. He oído que una de las víctimas ha perdido su empleo, posiblemente como resultado de las acusaciones que se vertieron en su contra en la página web del concejo.
—Eso no lo sabía —mintió Howard.
Shirley había visto a Ruth en el hospital el día anterior, y ésta le había comentado la noticia.
—He visto en el orden del día —prosiguió Alison cuando los dos entraban en la iluminada sala— que van a hablar sobre Bellchapel. En sus artículos, el señor Fairbrother y usted hacían observaciones convincentes sobre ambas caras de la controversia… Después de publicar el del señor Fairbrother llegaron bastantes cartas al periódico. Al director eso le gustó. Cualquier cosa que motive a la gente a escribir cartas…
—Sí, ya las vi. No parecía que nadie tuviera muchas cosas buenas que decir sobre la clínica, ¿no?
Los concejales sentados a la mesa los observaban. Alison Jenkins les devolvió la mirada y siguió sonriendo, imperturbable.
—Deje que le traiga una silla —dijo Howard, y jadeó un poco cuando cogió una de un montón cercano y la dejó para Alison a unos cuatro metros de la mesa.
—Gracias. —Ella la acercó dos metros más.
—Damas y caballeros —anunció Howard—, esta noche contamos con tribuna de prensa. La señorita Alison Jenkins, del Yarvil and District Gazette.
Su presencia pareció despertar el interés de varios concejales, que la miraron satisfechos, pero la mayoría la observó con desconfianza. Howard volvió pesadamente a la cabecera de la mesa, donde Aubrey y Shirley le dirigieron miradas inquisitivas.
—El Fantasma de Barry Fairbrother —les susurró cuando se sentaba con cautela en la silla de plástico (dos reuniones atrás, una había cedido bajo su peso)—. Y Bellchapel. —Y haciendo dar un respingo a Aubrey, añadió a viva voz—: ¡Aquí llega Tony! Adelante, Tony… Les daremos un par de minutos más a Sheila y Henry, ¿les parece?
El murmullo de conversaciones en torno a la mesa era un poco más apagado de lo habitual. Alison Jenkins ya garabateaba en su libreta. Ceñudo, Howard pensó: «Todo esto es culpa del maldito Fairbrother.» Invitar a la prensa había sido cosa suya. Por un brevísimo instante, pensó en Barry y el Fantasma como si fueran el mismo ser, un liante vivo y muerto.
Al igual que Shirley, Parminder había llevado un fajo de papeles, y los tenía en un montón bajo el orden del día, que fingía leer para no tener que hablar con nadie. En realidad, pensaba en la mujer sentada casi directamente detrás de ella. El Yarvil and District Gazette había publicado una nota sobre el colapso de Catherine Weedon y la reclamación de la familia contra la médica de cabecera. No se había citado el nombre de Parminder, pero sin duda la periodista sabía quién era. Quizá incluso le hubiesen llegado ecos del mensaje anónimo sobre ella en la web del concejo.
«Tranquilízate. Te estás volviendo como Colin.»
Howard había empezado a aceptar excusas y solicitar modificaciones del acta de la reunión anterior, pero Parminder apenas lo oía sobre el latido de su propia sangre en los oídos.
—Bien, a menos que alguien tenga algo que objetar —decía Howard—, abordaremos en primer lugar los puntos ocho y nueve, porque el consejero Fawley tiene noticias sobre ambos y no puede quedarse mucho rato…
—Tengo hasta las ocho y media —lo interrumpió Aubrey consultando el reloj.
—De modo que si no hay objeciones… ¿No? Tienes la palabra, Aubrey.
El aludido expuso la cuestión con sencillez aséptica. Pronto iba a haber una nueva revisión del perímetro territorial y, por primera vez, el deseo de poner los Prados bajo la jurisdicción de Yarvil no se limitaba a Pagford. A quienes confiaban en añadir votos contra el gobierno a los de Yarvil les parecía que merecería la pena absorber los costes relativamente pequeños de Pagford, donde los votos se desperdiciaban, y que era un seguro reducto conservador desde la década de 1950. Toda la cuestión podía llevarse a cabo disfrazándola de simplificación y reestructuración: por así decirlo, Yarvil ya proporcionaba prácticamente todos los servicios al barrio.
Aubrey concluyó diciendo que si Pagford tenía deseos de cortar vínculos con los Prados, sería útil que expresara esa voluntad en beneficio de la junta comarcal.
—Y si hubiese un mensaje claro y conciso por parte de ustedes —añadió—, creo que esta vez…
—Nunca ha funcionado —lo interrumpió un granjero, y hubo murmullos de asentimiento.
—Bueno, John, lo cierto es que hasta ahora nunca nos habían invitado a expresar nuestra posición —explicó Howard.
—¿No deberíamos aclarar primero cuál es nuestra posición antes de declararla públicamente? —intervino Parminder con voz gélida.
—Muy bien —repuso Howard con tono inexpresivo—. ¿Querría empezar usted misma, doctora Jawanda?
—No sé cuántos de ustedes leyeron el artículo de Barry en el Gazette —dijo Parminder. Todas las caras estaban vueltas hacia ella, así que trató de no pensar en el mensaje anónimo ni en la periodista que tenía sentada detrás—. Me pareció que dejaba muy claros los argumentos para que los Prados sigan formando parte de Pagford.
Parminder vio a Shirley, quien escribía afanosamente, esbozar una sonrisita mirando el bolígrafo.
—¿Señalándonos las ventajas que supone tener a gente como Krystal Weedon? —preguntó una anciana llamada Betty desde el otro extremo de la mesa.
Parminder siempre la había detestado.
—Recordándonos que los habitantes de los Prados también forman parte de nuestra comunidad —contestó ella.
—Ellos siempre se han considerado de Yarvil —dijo el granjero.
—Me acuerdo de cuando Krystal Weedon empujó a un niño al río durante una excursión —comentó Betty.
—No, no fue ella —repuso Parminder con brusquedad—. Mi hija estaba allí, fueron dos chicos que estaban peleándose… En cualquier caso…
—Pues yo oí decir que había sido Krystal Weedon —insistió Betty.
—¡Pues oyó mal! —gritó Parminder con tono cortante.
Todos se quedaron estupefactos, incluida ella misma. El eco de sus palabras reverberó en las antiguas paredes. Apenas era capaz de tragar saliva; se quedó cabizbaja, mirando fijamente el orden del día, y oyó la voz de John desde una gran distancia.
—Barry habría hecho mejor en hablar de sí mismo, no de esa chica. Sacó mucho provecho de ir al St. Thomas.
—El problema —intervino otra mujer— es que por cada Barry te encuentras con un montón de gamberros.
—Esa gente es de Yarvil y punto —opinó un concejal—; pertenecen a Yarvil.
—Eso no es cierto —repuso Parminder en voz baja, pero todos guardaron silencio para escucharla, a la espera de que volviese a gritar—. No es cierto. Miren a los Weedon. En eso se centraba precisamente el artículo de Barry. Eran una familia de Pagford que llevaba muchísimos años aquí, pero…
—¡Se mudaron a Yarvil! —exclamó Betty.
—Aquí no había viviendas disponibles —explicó Parminder, tratando de contener la rabia—, ninguno de ustedes quería una nueva urbanización en las afueras del pueblo.
—Perdone, pero usted no estaba aquí —repuso Betty, sonrojada, apartando ostentosamente la vista de Parminder—. Usted no conoce la historia.
Todos se pusieron a hablar a la vez: la reunión se había disgregado en grupitos que intercambiaban opiniones entre sí, y Parminder no podía formar parte de ninguno. Notaba un nudo en la garganta y no se atrevía a mirar a nadie a los ojos.
—¿Les parece que hagamos una votación a mano alzada? —exclamó Howard desde el extremo de la mesa, y volvió a hacerse el silencio—. Bien. ¿A favor de decirle a la Junta Comarcal de Yarvil que Pagford estará encantado de que vuelva a trazarse el límite territorial y los Prados queden fuera de nuestra jurisdicción?
Parminder apretó los puños en el regazo y las uñas se le hincaron en las palmas. En torno a ella hubo un rumor de mangas.
—¡Excelente! —exclamó Howard, y el júbilo en su voz rebotó contra las vigas con eco triunfal—. Bueno, redactaré algo con Tony y Helen, lo distribuiremos para que todos lo vean, y lo mandaremos. ¡Excelente!
Un par de concejales aplaudieron. A Parminder se le nubló la vista y parpadeó con fuerza. El orden del día se emborronaba y volvía a aclararse ante sus ojos. El silencio se prolongó tanto que finalmente levantó la mirada: Howard, presa de la excitación, había tenido que recurrir al inhalador, y casi todos los concejales lo observaban con interés.
—Bueno, vamos a ver —resolló Howard con la cara colorada y sonriente, y dejó el inhalador—. A menos que alguien tenga algo que añadir —una pausa infinitesimal—, pasamos al punto nueve. Bellchapel. Aubrey también tiene algo que decirnos sobre el tema.
«Barry no habría dejado que ocurriera. Él habría peleado. Habría hecho reír a John y conseguido que votara con nosotros. Debería haber escrito sobre sí mismo y no sobre Krystal… Y yo le he fallado.»
—Gracias, Howard —dijo Aubrey, mientras Parminder se hincaba aún más las uñas y la sangre seguía palpitándole en los oídos—. Como ya saben, nos hemos visto obligados a hacer una serie de recortes bastante drásticos a nivel municipal…
«Estaba enamorada de mí, y cuando me veía no podía disimular sus sentimientos…»
—… y uno de los proyectos que tenemos que revisar es el de Bellchapel. Tenía la intención de comentarles el asunto, porque, como todos ustedes saben, el edificio es propiedad del pueblo…
—… y el contrato de arrendamiento está a punto de vencer —añadió Howard—. En efecto.
—Pero no hay ningún interesado en ese viejo edificio, ¿no? —preguntó un contable retirado desde la otra punta de la mesa—. Por lo que he oído, está en muy mal estado.
—Oh, estoy seguro de que encontraremos un nuevo inquilino —contestó Howard con toda tranquilidad—, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es si pensamos que la clínica está haciendo un buen…
—Ésa no es la cuestión en absoluto —lo interrumpió Parminder—. El concejo parroquial no tiene competencia para decidir si la clínica lleva a cabo o no una buena labor. Nosotros no financiamos su trabajo. No son responsabilidad nuestra.
—Pero somos propietarios del edificio —apuntó Howard, todavía sonriente y educado—, de manera que me parece natural que consideremos…
—Si vamos a estudiar la información sobre el trabajo que realiza la clínica, me parece importantísimo que tengamos una perspectiva completa de la situación.
—Usted perdone —intervino Shirley desde el otro extremo de la mesa, mirando a Parminder con exagerados parpadeos—, pero ¿podría hacer el favor de no interrumpir al presidente, doctora Jawanda? Es tremendamente difícil tomar notas si la gente no para de hablar a la vez. —Y añadió con una sonrisa—: Ahora he sido yo quien ha interrumpido. ¡Perdón!
—Supongo que el concejo quiere continuar obteniendo ingresos por el edificio —prosiguió Parminder, ignorando a Shirley—. Y, por lo que sé, no tenemos otro arrendatario en perspectiva, de manera que me pregunto por qué habríamos de considerar siquiera rescindir el contrato de la clínica.
—No los curan —intervino Betty—. Sólo les dan más drogas. Por mi parte, estaría encantada de verlos fuera de allí.
—En este momento estamos obligados a tomar algunas decisiones muy difíciles a nivel municipal —dijo Aubrey Fawley—. El gobierno pretende que la administración local lleve a cabo recortes por más de mil millones. No podemos continuar proporcionando servicios como hasta ahora. He aquí la realidad pura y dura.
Parminder detestaba la forma en que se comportaban los demás concejales en presencia de Aubrey, pendientes de cada palabra que pronunciara con su voz profunda, asintiendo levemente con la cabeza al oírlo hablar. Y estaba al corriente de que algunos de ellos la llamaban «la Pelmaza».
—Los estudios demuestran que el consumo de drogas ilegales se incrementa durante las recesiones —apuntó ella.
—La decisión es de ellos y de nadie más —replicó Betty—. Nadie los obliga a tomar drogas.
La anciana miró alrededor en busca de apoyo en la mesa. Shirley le sonrió.
—Estamos teniendo que tomar decisiones difíciles —prosiguió Aubrey.
—De manera que se ha aliado con Howard —lo interrumpió Parminder— y han decidido que pueden darle un empujoncito a la clínica echándola del edificio.
—Se me ocurren mejores maneras de gastar el dinero que en un hatajo de delincuentes —comentó el contable.
—Si por mí fuese, les quitaría todas las prestaciones —remachó Betty.
—Me han invitado a esta reunión para ilustrarlos sobre lo que está pasando en el Ayuntamiento de Yarvil —dijo Aubrey con perfecta calma—. Para nada más, doctora Jawanda.
—Helen —dijo Howard en voz bien alta para darle la palabra a otra concejala que levantaba la mano y trataba de hacerse oír desde hacía rato.
Parminder no escuchó lo que dijo la mujer en cuestión. Había olvidado el fajo de papeles que tenía bajo el orden del día, a los que Kay Bawden había dedicado tanto tiempo: las estadísticas, los historiales de casos exitosos, la explicación de los beneficios de la metadona en comparación con la heroína; estudios que ilustraban los costes, financieros y sociales, de la adicción a la heroína. Todo lo que la rodeaba se había vuelto ligeramente líquido, irreal; sabía que estaba a punto de estallar como nunca, y no había posibilidad de lamentarlo, ni de impedirlo, ni de hacer otra cosa que presenciar cómo ocurría; ya era tarde, demasiado tarde…
—… cultura de la ayuda social —iba diciendo Aubrey Fawley—. Son gente que, literalmente, no ha trabajado un solo día en su vida.
—Y reconozcámoslo —intervino Howard—, se trata de un problema con una solución bien simple: sólo tienen que dejar de tomar drogas. —Se volvió hacia Parminder con una sonrisa conciliadora—. A lo que experimentan entonces lo llaman «el mono», ¿verdad, doctora Jawanda?
—O sea que usted cree que deberían hacerse responsables de su adicción y cambiar de conducta, ¿no? —repuso Parminder.
—Pues sí, dicho en pocas palabras.
—Antes de que le cuesten más dinero al Estado.
—Exactam…
—¡¿Y usted?! —exclamó Parminder cuando la engulló el silencioso estallido—. ¿Sabe cuántos miles de libras le ha costado usted, Howard Mollison, a la salud pública por culpa de su incapacidad para dejar de atiborrarse?
Una mancha burdeos empezó a irradiarse del cuello de Howard hacia sus mejillas.
—¿Sabe cuánto cuestan sus bypass, y sus medicamentos, y su larga estancia en el hospital? ¿Y las visitas al médico que necesita para el asma y la hipertensión y esa fea erupción que le ha salido, todo ello provocado por su negativa a perder peso?
Con los gritos de Parminder, otros concejales empezaron a protestar defendiendo a Howard. Shirley se había puesto en pie. Parminder seguía gritando, y al mismo tiempo reunía a manotazos los papeles, que se le habían desparramado al gesticular.
—¿Y qué pasa con el derecho del paciente a la confidencialidad del médico? —exclamó Shirley—. ¡Esto es un atropello! ¡Un escándalo!
Parminder ya se iba con paso raudo, y al cruzar el umbral, por encima de sus propios sollozos de furia oyó a Betty exigir su expulsión inmediata del concejo. Casi echó a correr para alejarse del centro parroquial; acababa de hacer algo de proporciones catastróficas, y sólo deseaba que la oscuridad se la tragara para siempre.
El Yarvil and District Gazette se mostró cauteloso a la hora de informar sobre la reunión del concejo parroquial de Pagford más enconada que se recordaba. Pero no sirvió de nada. El expurgado artículo, y la suma de vívidas descripciones de primera mano ofrecidas por los asistentes, dieron pie a una avalancha de cotilleos. Para empeorar las cosas, un artículo en portada describía con detalle los ataques anónimos en internet con el nombre del fallecido Barry Fairbrother, ataques que, en palabras de Alison Jenkins, «han provocado un grado de especulación e indignación considerable. Véase el artículo completo en la página 4». Si bien no se facilitaban los nombres de los acusados ni los detalles de sus supuestas fechorías, ver las expresiones «graves imputaciones» y «actividad criminal» en letras impresas inquietó aún más a Howard que los mensajes originales en la web.
—Deberíamos haber reforzado la seguridad de la página web en cuanto apareció aquel primer mensaje —les dijo a su mujer y su socia plantado ante su chimenea de gas.
Una silenciosa lluvia de primavera salpicaba la ventana, y en el jardín trasero relucían minúsculos puntitos de luz roja. Howard tenía escalofríos y monopolizaba el calor que irradiaban las falsas brasas. Desde hacía varios días, prácticamente cada visitante de la tienda de delicatessen había entrado con la intención de cotillear sobre los mensajes anónimos, el Fantasma de Barry Fairbrother y el estallido de Parminder Jawanda en la reunión del concejo. Howard detestaba que las cosas que le había gritado ella se airearan por todas partes. Por primera vez en su vida, se sentía incómodo en su propia tienda y preocupado por su posición en Pagford, antes incontestable. La elección del sustituto de Barry Fairbrother tendría lugar al día siguiente, y mientras que antes se había sentido optimista y emocionado, ahora estaba preocupado y nervioso.
—Todo esto ha hecho mucho daño, muchísimo daño —repetía.
Se llevó inconscientemente la mano al vientre para rascarse, pero se contuvo y soportó el picor con expresión de mártir. Tardaría mucho en olvidar lo que la doctora Jawanda había gritado ante el concejo y la prensa. Shirley y él ya habían consultado la información en el Colegio de Médicos, habían acudido a ver al doctor Crawford y formulado una queja formal. Desde entonces no se había visto a Parminder en su consulta, de modo que sin duda lamentaba su estallido. Aun así, Howard no conseguía olvidar su expresión cuando le gritaba aquellas cosas. Lo había impresionado terriblemente ver tanto odio en otro ser humano.
—Todo esto pasará —dijo Shirley para tranquilizarlo.
—No estoy tan seguro —repuso él—. No estoy tan seguro. Da una imagen bastante mala de nosotros. Del concejo. Peleándonos delante de la prensa. Nos hace parecer divididos. Aubrey dice que los del ayuntamiento no están nada contentos. Todo este asunto ha minado nuestra credibilidad en el asunto de los Prados. Que la gente se tire de los pelos en público, que se saquen trapos sucios de esta manera… No da la impresión de que el concejo represente al pueblo.
—Pero sí lo representamos —replicó Shirley con una risita—. En Pagford nadie quiere los Prados… Bueno, casi nadie.
—El artículo hace que parezca que nuestro bando fue a cargarse a los pro-Prados. Que trató de intimidarlos. —Al final sucumbió a la tentación y se rascó ferozmente—. Bueno, Aubrey sabe que nadie de nuestro bando hizo eso, pero la periodista esa ha conseguido que lo parezca. Y te diré una cosa: como Yarvil nos presente como ineptos o corruptos… Bueno, llevan años tratando de hacerse con el dominio del pueblo.
—Eso no va a pasar —declaró su esposa—. No puede pasar.
—Creía que todo había acabado —prosiguió Howard, ignorando a su mujer y pensando en los Prados—. Creía que lo habíamos conseguido. Creía que nos habíamos librado de ellos.
El artículo al que había dedicado tanto tiempo, en el que explicaba por qué el barrio y la clínica para toxicómanos eran sumideros y borrones en el honor de Pagford, había quedado eclipsado por los escándalos del estallido de Parminder y el Fantasma de Barry Fairbrother. Howard había olvidado por completo cuánto placer le produjeron las acusaciones contra Simon Price, y que no se le había ocurrido quitarlas de la web hasta que la mujer de Price lo había pedido.
—La Junta Comarcal de Yarvil me ha mandado un correo electrónico con un montón de preguntas sobre la web —informó a Maureen—. Quieren saber qué pasos hemos dado contra la difamación. Dicen que la seguridad deja mucho que desear.
Shirley, que detectaba un reproche personal en todo aquello, dijo con frialdad:
—Ya te lo he dicho, Howard: he tomado medidas al respecto.
El sobrino de unos amigos había acudido a la casa el día anterior, cuando Howard estaba en la tienda. El chico estaba a media carrera de informática y le había recomendado a Shirley que cerraran aquella web, tierra abonada para los hackers, buscaran a alguien «experto de verdad» y crearan una completamente nueva.
Shirley apenas había entendido una palabra de cada diez de la jerga técnica que le había soltado el joven. Sabía que un «hacker» era alguien que entraba ilegalmente en una página web, y cuando el estudiante terminó de soltar toda aquella jerigonza, ella había acabado con la confusa impresión de que el Fantasma había conseguido averiguar de algún modo las contraseñas de los usuarios, quizá interrogándolos astutamente en una conversación relajada.
Por tanto, había enviado un correo a todos para pedirles que cambiaran sus contraseñas y se aseguraran de no darles las nuevas a nadie. A eso se refería con «he tomado medidas al respecto».
En cuanto a la recomendación de cerrar la página web, de la que ella era guardiana y conservadora, no había dado ningún paso para hacerlo, ni le había comentado la idea a Howard. Shirley temía que una web provista de todas las medidas de seguridad que el altanero joven había propuesto quedara muy por encima de sus capacidades administrativas y técnicas. Ya estaba actuando al límite de sus habilidades, y estaba resuelta a no perder su papel de administradora.
—Si Miles resulta elegido… —empezó, pero Maureen la interrumpió con su voz grave:
—Esperemos que este asunto tan feo no lo haya perjudicado. Confiemos en que no haya ninguna reacción violenta contra él.
—La gente sabrá que Miles no tuvo nada que ver —repuso Shirley con frialdad.
—¿Tú crees que lo sabrán? —preguntó Maureen.
Shirley la odió con toda su alma. ¿Cómo se atrevía a sentarse en su salón y contradecirla? Y, aún peor, Howard asentía con la cabeza, de acuerdo con Maureen.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Howard—, y ahora necesitamos a Miles más que nunca. Tenemos que conseguir que vuelva a haber cohesión en el concejo. Después de que la Pelmaza dijera lo que dijo, después de todo el revuelo, ni siquiera sometimos a votación lo de Bellchapel. Necesitamos a Miles.
Shirley había salido ya de la habitación a modo de silenciosa protesta porque Howard se pusiera de parte de Maureen. Se afanó con las tazas de té en la cocina, ardiendo de ira, preguntándose por qué no poner sólo dos tazas para lanzarle a Maureen la indirecta que tanto merecía.
Shirley continuaba sin sentir más que una rebelde admiración por el Fantasma. Sus acusaciones habían revelado la verdad sobre unas personas a las que despreciaba, personas destructivas e insensatas. Estaba segura de que el electorado de Pagford vería las cosas desde su punto de vista y votaría por Miles, no por aquel hombre tan desagradable, Colin Wall.
—¿Cuándo iremos a votar? —le preguntó a Howard al volver al salón con la tintineante bandeja del té, teniendo buen cuidado de ignorar a Maureen (pues el nombre que marcarían en la papeleta era el del hijo de ambos).
Pero, para su irritación, Howard propuso que fueran los tres juntos después de cerrar la tienda.
Como a su padre, a Miles Mollison también le preocupaba que el inaudito mal humor que planeaba sobre la votación del día siguiente afectara a sus posibilidades electorales. Aquella misma mañana, al entrar en el quiosco de detrás de la plaza, había oído parte de la conversación que mantenían la cajera y un anciano cliente.
—… Mollison siempre se ha creído el rey de Pagford —estaba diciendo el anciano, ajeno a la cara de palo de la tendera—. A mí me gustaba Barry Fairbrother. Eso sí fue una tragedia. Una verdadera tragedia. El joven Mollison nos hizo el testamento, y me pareció un engreído.
Miles se había amilanado y había vuelto a salir del quiosco, ruborizado como un colegial. Se preguntó si aquel anciano de expresión distinguida habría sido el autor de aquella carta anónima. Su cómoda convicción de que contaba con las simpatías de la gente se había hecho añicos, y no dejaba de pensar cómo se sentiría si al día siguiente nadie votaba por él.
Esa noche, cuando se desvestía para meterse en la cama, observó el reflejo de su mujer en el espejo del tocador. Samantha llevaba días sin dar muestras de otra cosa que no fuera sarcasmo cuando él mencionaba las elecciones. Esa noche no le habría venido mal algo de apoyo y consuelo. Además, estaba un poco excitado. Había pasado mucho tiempo. Haciendo memoria, calculó que la última vez había sido la víspera de la muerte de Barry Fairbrother. Samantha estaba un pelín borracha. Últimamente hacía falta alguna copa de más.
—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó Miles; por el espejo, la vio desabrocharse el sujetador.
Samantha no contestó de inmediato. Se frotó las profundas marcas que le había dejado el ceñido sujetador bajo las axilas, y luego, sin mirar a Miles, dijo:
—En realidad, hace tiempo que quiero hablarte del tema. —Detestaba tener que decirlo. Llevaba varias semanas tratando de evitarlo—. Roy cree que debería cerrar la tienda. No va bien.
A Miles lo asombraría saber hasta qué punto iba mal. Ella misma se había llevado una desagradable sorpresa cuando el contable le había expuesto la situación con el mayor realismo posible. Samantha no lo sabía y sí lo sabía. Qué extraño que el cerebro pudiera saber lo que el corazón se negaba a aceptar.
—Vaya —dijo Miles—. Pero ¿conservarás la página web?
—Sí. Seguiremos vendiendo por internet.
—Bueno, pues no está tan mal —dijo él para animarla un poco. Esperó un minuto, como muestra de respeto por la muerte de su tienda, y luego añadió—: Supongo que hoy no habrás leído el Gazette, ¿no?
Samantha tendió una mano para coger el camisón de la almohada, y Miles disfrutó de una breve y satisfactoria visión de sus pechos. El sexo lo ayudaría a relajarse, sin duda.
—Es una pena, Sam —dijo. Reptó por la cama hacia ella y, cuando se ponía el camisón, la rodeó con los brazos desde atrás—. Lo de tu tienda. Era preciosa. ¿Cuánto hacía ya que la tenías… diez años?
—Catorce.
Ella sabía qué quería Miles. Estuvo a punto de mandarlo al cuerno e irse a dormir a la habitación de invitados, pero el problema era que entonces habría discusión y mal ambiente, y lo que más deseaba en el mundo era poder escaparse a Londres con Libby al cabo de dos días, vestidas las dos con las camisetas que había comprado, y estar cerca de Jake y los otros músicos durante toda una velada. Esa excursión constituía la síntesis de la felicidad actual de Samantha. Además, el sexo quizá mitigara la irritación de Miles ante el hecho de que ella fuera a perderse la fiesta de cumpleaños de Howard.
Así pues, dejó que la abrazara y besara. Cerró los ojos, se colocó sobre él y se imaginó cabalgando a Jake en una playa desierta de arena blanca, ella con diecinueve años y él con veintiuno. Llegó al orgasmo mientras imaginaba a Miles observándolos con prismáticos, con avidez, desde un patín a pedales.
A las nueve de la mañana del día de las elecciones para cubrir la vacante dejada por Barry, Parminder salió de la antigua vicaría y recorrió Church Row hasta la casa de los Wall. Llamó a la puerta con los nudillos y esperó. Por fin, Colin le abrió.
Éste tenía ojeras, los ojos enrojecidos y sombras bajo los pómulos; su piel parecía más fina, y la ropa, demasiado grande. Aún no había vuelto a trabajar. La noticia de que Parminder había revelado a gritos en público información médica confidencial sobre Howard había retrasado su vacilante recuperación; el Colin más robusto de unas noches atrás, que se había sentado en su puf de cuero y fingido tener confianza en la victoria, podría no haber existido nunca.
—¿Va todo bien? —preguntó, y cerró la puerta detrás de Parminder con expresión precavida.
—Sí, bien —repuso ella—. Pensaba que igual te apetecía acompañarme al centro parroquial para votar.
—Yo… no me parece apropiado —contestó él débilmente—. Lo siento.
—Sé cómo te sientes, Colin —dijo Parminder con una vocecita tensa—. Pero si no votas, significará que ellos habrán ganado. No pienso dejarlos ganar. Pienso ir hasta allí y votarte, y quiero que vengas conmigo.
Parminder había dejado su trabajo temporalmente. Los Mollison se habían quejado a todos los organismos profesionales que encontraron, y el doctor Crawford le había aconsejado que cogiera una excedencia. Para su enorme sorpresa, se sentía extrañamente liberada.
Pero Colin negaba con la cabeza. A ella le pareció ver lágrimas en sus ojos.
—No puedo, Minda.
—¡Sí puedes! ¡Ya lo creo, Colin! ¡Tienes que plantarles cara! ¡Piensa en Barry!
—No puedo… lo siento… yo…
Soltó un grito ahogado y se echó a llorar. Parminder lo había visto llorar otras veces, en su consulta; el peso del temor que arrastraba consigo desde siempre lo hacía sollozar de desesperación.
—Vamos —dijo, sin sentir la más mínima incomodidad, y lo cogió del brazo para guiarlo hasta la cocina, donde le tendió el rollo de papel y dejó que sollozara hasta que le dio hipo. Luego preguntó—: ¿Dónde está Tessa?
—En el trabajo —boqueó él, y se enjugó las lágrimas.
Sobre la mesa de la cocina había una invitación a la fiesta del sexagésimo quinto cumpleaños de Howard Mollison; alguien la había roto limpiamente en dos.
—Yo también recibí una, antes de que le gritara. Escúchame, Colin, si votamos…
—No puedo —susurró él.
—… les demostraremos que no nos han vencido.
—Pero es que sí lo han hecho.
Parminder se echó a reír. Después de contemplarla boquiabierto unos instantes, él la imitó con grotescas carcajadas, como ladridos de un mastín.
—Bueno, nos han echado de nuestro trabajo —dijo la doctora—, y ninguno de los dos tiene ganas de salir de casa, pero, aparte de eso, creo que estamos en perfecta forma.
Él se quitó las gafas y se frotó los ojos, sonriendo.
—Vamos, Colin. Quiero votarte. Esto no ha acabado todavía. Cuando estallé y le dije a Howard Mollison que no era mejor que un yonqui, delante de todo el concejo y de aquella periodista…
Colin se echó a reír otra vez, y ella se alegró; no lo oía reír tanto desde Nochevieja, y entonces había sido Barry el causante.
—… se olvidaron de votar para sacar la clínica de toxicómanos de Bellchapel. O sea que, por favor, coge tu abrigo. Iremos juntos dando un paseo hasta allí.
Los bufidos y risitas de Colin se extinguieron. Se miró las grandes manos, una sobre otra como si se las estuviese lavando.
—Colin, aún no ha terminado. Tu papel es importante. A la gente no le gustan los Mollison. Si entras en el concejo, estaremos en una posición mucho más fuerte para luchar. Por favor, Colin.
—De acuerdo —repuso él al cabo de unos instantes, sorprendido ante su propia audacia.
Recorrieron el breve trayecto con el aire fresco y limpio, cada uno con su tarjeta del censo en la mano. En el centro parroquial no había otros votantes. Ambos marcaron con una cruz, con un lápiz grueso, la casilla en la papeleta junto al nombre de Colin, y se fueron con la sensación de haber salido impunes de algo.
Miles Mollison no votó hasta mediodía. Cuando salía, se detuvo ante la puerta del despacho de su socio.
—Me voy a votar, Gav —anunció.
Gavin le señaló el teléfono que sujetaba contra la oreja; esperaba para hablar con la compañía de seguros de Mary.
—Ah, vale. —Miles se volvió hacia la secretaria—. Me voy a votar, Shona.
Recordarles a ambos que necesitaba su apoyo no hacía ningún daño. Bajó con agilidad las escaleras y se dirigió a La Tetera de Cobre, donde, en una pequeña charla poscoital, había quedado en encontrarse con su mujer para ir juntos al centro parroquial.
Samantha se había pasado la mañana en casa, dejando a su ayudante al frente de la tienda. Sabía que ya no podía postergar más decirle a Carly que cerraban y que se había quedado sin trabajo, pero no había tenido valor para hacerlo antes del fin de semana y el concierto en Londres. Cuando apareció Miles y ella vio su sonrisita de excitación, la inundó una oleada de furia.
—¿Papá no viene? —fue lo primero que dijo su marido.
—Irán después de cerrar la tienda —explicó Samantha.
Cuando Miles y ella llegaron, en las cabinas para votar había dos ancianas. Samantha esperó, fijándose en la parte posterior de sus canosas permanentes, los gruesos abrigos y los tobillos, aún más gruesos. La más encorvada de las dos vio a Miles cuando salían, sonrió y exclamó:
—¡Acabo de votarle a usted!
—¡Vaya, pues muchas gracias! —contestó él sonriendo.
Samantha entró en la cabina y miró fijamente los dos nombres: Miles Mollison y Colin Wall, y el lápiz, atado al extremo de un cordel. Entonces garabateó «Odio este maldito pueblo» en la papeleta, la dobló, se acercó a la urna y la dejó caer por la ranura, sin sonreír.
—Gracias, cariño —dijo Miles en voz baja, y le dio una palmadita en la espalda.
Tessa Wall, que jamás había dejado de votar en unas elecciones, pasó con el coche por delante del centro parroquial de vuelta del trabajo y no se detuvo. Ruth y Simon Price pasaron el día hablando muy seriamente de la posibilidad de mudarse a Reading. Ruth tiró esa noche a la basura las tarjetas censales de los dos cuando recogió la mesa de la cocina tras la cena.
Gavin nunca había tenido intención de votar; de haber estado vivo Barry para presentarse, quizá lo habría hecho, pero no deseaba ayudar a Miles a conseguir otro de los objetivos de su vida. A las cinco y media cogió el maletín, irritable y deprimido por haberse quedado sin excusas para no cenar en casa de Kay. Le fastidiaba especialmente porque había indicios esperanzadores de que la compañía de seguros se decantara a favor de Mary, y habría preferido ir a decírselo. Eso significaba que tendría que guardarse la noticia hasta el día siguiente; no quería desperdiciarla en una llamada de teléfono.
Cuando Kay abrió la puerta, se lanzó de inmediato a hablar como una metralleta, lo que solía significar que estaba de mal humor.
—Lo siento, he tenido un día espantoso —le explicó, aunque él no se había quejado y apenas se habían saludado—. He vuelto muy tarde, tenía intención de tener la cena más adelantada. Pasa.
Del piso de arriba llegaba el estruendo insistente de una batería y un bajo. Gavin se sorprendió de que los vecinos no se quejaran. Kay lo vio levantar la vista hacia el techo.
—Gaia está furiosa porque un chaval de Hackney que le gustaba ha empezado a salir con otra chica —explicó.
Cogió la copa de vino que ya se había servido y tomó un buen trago. Le había remordido la conciencia al llamar a Marco de Luca «un chaval». Prácticamente se había mudado a su casa durante las semanas anteriores a su marcha de Londres. Kay lo encontraba encantador, considerado y servicial. Le habría gustado tener un hijo como Marco.
—Sobrevivirá —añadió, y se quitó el recuerdo de la cabeza para volver a las patatas que estaba cociendo—. Tiene dieciséis años. A esa edad te recuperas rápido. Sírvete un poco de vino.
Gavin se sentó a la mesa y deseó que Kay obligara a Gaia a bajar la música. Prácticamente tenía que hablarle a gritos para hacerse oír por encima la vibración del bajo, el traqueteo de tapas de sartén y el ruidoso extractor. Volvió a anhelar la melancólica calma de la gran cocina de Mary, su gratitud y el hecho de que lo necesitara.
—¿Cómo? —dijo en voz alta, porque advirtió que Kay acababa de preguntarle algo.
—He dicho si has votado.
—¿Votado?
—¡En las elecciones al concejo!
—Ah, no —contestó Gavin—. No puede importarme menos.
No tuvo la seguridad de que ella lo hubiese oído. Kay estaba hablando otra vez, y sólo cuando se acercó a la mesa con los cubiertos fue capaz de oírla.
—… absolutamente repugnante, en realidad, la forma en que el concejo se está confabulando con Aubrey Fawley. Supongo que, si Miles resulta elegido, se acabó Bellchapel…
Coló las patatas, y el ruido que hizo volvió a ahogar momentáneamente su voz.
—… si esa estúpida mujer no hubiese perdido los estribos, quizá tendríamos más posibilidades. Le di un montón de material sobre la clínica, y no creo que lo haya utilizado para nada. Se limitó a gritarle a Howard Mollison que estaba demasiado gordo. Si eso no es ser poco profesional, ya me dirás…
Gavin había oído rumores sobre el exabrupto en público de la doctora Jawanda. Lo había encontrado ligeramente divertido.
—… toda esta incertidumbre le hace mucho daño a la gente que trabaja en esa clínica, y no digamos a los pacientes.
Pero Gavin era incapaz de experimentar lástima o indignación: sólo sentía consternación ante el profundo conocimiento que Kay parecía tener de los entresijos y personalidades involucrados en ese intrincado asunto. Era otra señal de que echaba raíces más y más profundas en Pagford. Ahora iba a costar mucho arrancarla de allí.
Volvió la cabeza y miró a través de la ventana el crecido jardín. Se había ofrecido a ayudar a Fergus ese fin de semana con el de su madre. Con un poco de suerte, se dijo, Mary volvería a invitarlo a quedarse a cenar y, si lo hacía, se libraría de la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison, a la que Miles parecía pensar que estaba deseando ir.
—… yo quería seguir con los Weedon, pero no, Gillian dice que no podemos «andar escogiendo». ¿Tú llamarías a eso «andar escogiendo»?
—Perdona, ¿qué? —preguntó Gavin.
—Mattie ha vuelto —explicó Kay, y él tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que era la colega de cuyos casos se había estado ocupando—. Yo quería seguir trabajando con los Weedon, porque a veces notas un vínculo especial con una familia, pero Gillian no me lo permite. Es una locura.
—Debes de ser la única persona en el mundo que quiere tener algo que ver con los Weedon —comentó Gavin—. Por lo que he oído por ahí.
A Kay le hizo falta casi toda su fuerza de voluntad para no soltarle un bufido. Sacó los filetes de salmón del horno. La música de Gaia estaba tan alta que la sintió vibrar a través de la bandeja, que dejó entonces con estrépito en la placa.
—¡Gaia! —gritó, haciendo dar un respingo a Gavin, y pasó a su lado hacia el pie de las escaleras—. ¡¡¡Gaia!!! ¡Baja la música! ¡Lo digo en serio! ¡¡¡Bájala!!!
El volumen disminuyó quizá un decibelio. Kay volvió a la cocina echando chispas. Poco antes de que llegara Gavin, había tenido una de sus peores discusiones con su hija. La chica había declarado su intención de llamar por teléfono a su padre y pedirle que la dejara irse a vivir con él.
—¡Bueno, pues que tengas mucha suerte! —le había espetado Kay.
Pero cabía la posibilidad de que Brendan dijera que sí. Había dejado a Kay cuando Gaia sólo tenía un mes. Ahora estaba casado y era padre de otros tres hijos. Tenía una casa enorme y un buen trabajo. ¿Y si le decía que sí?
Gavin se alegró de que no tuviesen que hablar mientras cenaban; el potente latido de la música llenaba el silencio, y podía pensar en Mary en paz. Al día siguiente le diría que la compañía de seguros empezaba a hacer gestos conciliadores, y sería objeto de su gratitud y admiración…
Gavin casi tenía el plato limpio cuando advirtió que Kay no había tocado la comida. Lo miraba fijamente desde el otro lado de la mesa, y su expresión lo alarmó. Quizá él había revelado de algún modo sus pensamientos más íntimos…
En el piso de arriba, la música de Gaia se interrumpió de repente. A Gavin, el palpitante silencio le pareció espantoso; deseó que la chica pusiera otro disco, cuanto antes.
—Ni siquiera lo intentas —dijo Kay con abatimiento—. Ni siquiera finges que te importe, Gavin.
Él trató de tomar la salida más fácil.
—Kay, he tenido un día muy largo —dijo—. Perdona si no me apetece oír las minucias de la política local en cuanto entro por…
—No estoy hablando de la política local —lo cortó ella—. Te quedas ahí sentado con pinta de preferir estar en otro sitio, y es… es insultante. ¿Qué quieres, Gavin?
Él vio la cocina de Mary, su dulce rostro.
—Tengo que suplicar para verte —continuó Kay—, y cuando vienes aquí no puedes dejar más claro que no te apetecía venir.
Ella deseaba oírle decir «Eso no es verdad». El punto en que una negativa podría haber contado pasó de largo. Se deslizaban, a velocidad vertiginosa, hacia la crisis que Gavin deseaba tanto como temía.
—Dime qué quieres —insistió ella con cansancio—. Dímelo y ya está.
Ambos sentían que su relación se hacía añicos bajo el peso de todo lo que Gavin se negaba a decir. A fin de que ambos superaran esa incertidumbre, él recurrió a unas palabras que no tenía intención de pronunciar entonces, quizá nunca, pero que, en cierto sentido, parecían excusarlos a los dos.
—Yo no quería que pasara esto —dijo de todo corazón—. De verdad que no era mi intención. Kay, lo siento muchísimo, pero creo que estoy enamorado de Mary Fairbrother.
Por la expresión de ella, vio que no estaba preparada para algo así.
—¿De Mary Fairbrother? —repitió.
—Creo que hace tiempo que lo estoy —explicó Gavin (y sintió cierto placer agridulce al hablar de ello, pese a saber que estaba hiriéndola; no había sido capaz de contárselo a nadie más)—. Nunca había reconocido que… Me refiero a que cuando Barry estaba vivo, jamás habría…
—Pensaba que era tu mejor amigo —susurró Kay.
—Lo era.
—¡Sólo lleva muerto unas semanas!
A Gavin no le gustó oír eso.
—Mira —dijo—, intento ser franco contigo. Trato de ser justo.
—¿Que tratas de ser justo?
Gavin siempre había imaginado que la cosa acabaría en una explosión de furia, pero Kay se limitó a observarlo con lágrimas en los ojos mientras él se ponía el abrigo.
—Lo siento —dijo, y salió de su casa por última vez.
En la acera, experimentó una oleada de euforia, y corrió hacia su coche. Después de todo, aún podría contarle esa misma noche a Mary lo de la compañía de seguros.