5. «Se vende hija por diez kilos de arroz»

En lucha por una Nueva China (1947-1948)

Yu-wu había llegado a la casa unos cuantos meses antes; llevaba una carta de presentación de un amigo común. Los Xia, que acababan de mudarse de su residencia prestada a una gran casa situada dentro de los muros y en las cercanías de la puerta norte, habían estado buscando un inquilino rico que les ayudara con el alquiler. Yu-wu llegó vistiendo el uniforme de oficial del Kuomintang y acompañado por una mujer -a la que presentó como su esposa- y un niño pequeño. De hecho, la mujer no era su esposa, sino su ayudante. El niño era de ella, y su verdadero esposo se encontraba en algún lugar remoto luchando con el Ejército regular comunista. Poco a poco, aquella «familia» se convirtió en una familia real. Posteriormente, llegaron a tener otros dos niños y sus respectivos cónyuges volvieron a casarse.

Yu-wu se había unido al Partido Comunista en 1938. Poco después de la rendición japonesa había sido enviado a Jinzhou desde Yan'an, ciudad que en tiempo de guerra era cuartel general de los comunistas, y se le había nombrado responsable de recoger y entregar información a las fuerzas comunistas situadas en los alrededores de la ciudad. Operaba bajo la identidad de jefe militar del Kuomintang, cargo que los comunistas habían conseguido comprarle. En aquella época, los puestos del Kuomintang, incluso dentro del sistema de inteligencia, se encontraban prácticamente al alcance del mejor postor. Algunas personas adquirían puestos para proteger a sus familias del reclutamiento forzoso y de los abusos de los matones; otros lo hacían para poder, a su vez, dedicarse a la extorsión económica. Debido a su importancia estratégica, Jinzhou contaba con numerosos oficiales, lo que facilitaba la infiltración comunista del sistema.

Yu-wu había planeado su papel a la perfección. Organizaba numerosas cenas y fiestas de juego, en parte para conseguir nuevos contactos y en parte para tejer una estructura protectora en torno suyo. Entremezclado con las constantes idas y venidas de oficiales del Kuomintang y de funcionarios del servicio de inteligencia discurría un interminable río de «primos» y «amigos». Siempre se trataba de personas diferentes, pero nadie hacía preguntas.

Yu-wu contaba con otro posible disfraz para aquellos frecuentes visitantes. La consulta del doctor Xia siempre estaba abierta, y los «amigos» de Yu-wu podían entrar desde la calle sin llamar la atención y luego atravesar la consulta hasta el patio interior. El doctor Xia toleraba las bulliciosas fiestas de Yu-wu sin poner objeciones, a pesar incluso de que su secta, la Sociedad de la Razón, prohibía el juego y el alcohol. Mi madre se sintió extrañada, pero lo atribuyó al carácter tolerante de su padrastro. Algunos años después, al volver la vista atrás, cayó en el convencimiento de que el doctor Xia había conocido -o adivinado- la verdadera identidad de Yu-wu.

Cuando mi madre se enteró de que su primo Hu había muerto a manos del Kuomintang, fue a ver a Yu-wu y le dijo que quería trabajar para los comunistas. Él la rechazó, aduciendo que era aún demasiado joven.

Mi madre se había convertido en un personaje bastante importante dentro de su escuela, y confiaba en que los comunistas terminarían por establecer contacto con ella. Lo hicieron, pero se tomaron el tiempo que consideraron preciso hasta comprobarlo todo sobre ella. De hecho, antes de partir hacia la zona comunista, su amiga Shu había hablado de mi madre con su propio contacto comunista, y posteriormente se lo había presentado como un amigo. Un día, aquel hombre se acercó a ella y le dijo de buenas a primeras que acudiera cierto día al túnel del ferrocarril situado a medio camino entre las estaciones norte y sur de Jinzhou. Allí, dijo, se pondría en contacto con ella un apuesto joven de veintitantos años de edad y acento de Shanghai. Aquel hombre, que como supo posteriormente se llamaba Liang, se convirtió en su control.

El primer trabajo que se le encomendó fue distribuir obras escritas tales como Acerca de los gobiernos de coalición, de Mao Zedong, y panfletos de la reforma agraria y otras políticas comunistas. Dicho material había de ser introducido en la ciudad de modo clandestino, por lo general oculto en grandes fardos de tallos de sorgo destinados a servir como combustible. A continuación, los panfletos eran reempaquetados y a menudo enrrollados en el interior de grandes pimientos verdes.

Algunas veces, la esposa de Yu-lin compraba los pimientos y vigilaba la calle para advertir la presencia de los compañeros de mi madre cuando acudían a recoger el material. También ayudaba a ocultar los panfletos entre las cenizas de las diversas estufas, bajo pilas de cajas de medicamentos chinos o montones de leña. Los estudiantes debían leer aquel material en secreto, aunque podían leerse novelas progresistas más o menos abiertamente: entre las favoritas se encontraba La madre, de Máximo Gorki.

Un día, un ejemplar de uno de los panfletos que había estado distribuyendo mi madre -La nueva democracia, de Mao- terminó por llegar a manos de una amiga de la escuela bastante despistada, quien lo introdujo en su bolso y se olvidó de su existencia. Cuando acudió al mercado, abrió el bolso para coger dinero y el panfleto cayó al suelo. Dos agentes del servicio de inteligencia que pasaban por allí lo reconocieron rápidamente por el papel delgado y amarillento en que estaba impreso. La muchacha fue detenida e interrogada. Murió torturada.

Numerosas personas habían muerto a manos de los servicios de inteligencia del Kuomintang, y mi madre sabía que se arriesgaba a ser torturada si la capturaban. Aquel incidente, lejos de intimidarla, aumentó su osadía. También su moral se vio enormemente estimulada por el hecho de que ahora se sentía parte del movimiento comunista.

Manchuria representaba el campo de batalla crucial de la guerra civil, y lo que sucediera en Jinzhou se estaba convirtiendo en un elemento más y más crítico para decidir el resultado de la lucha por el dominio de China. No existía un frente fijo en el sentido de línea única de batalla. Los comunistas controlaban la zona norte de Manchuria y gran parte de la campiña; el Kuomintang mantenía el control de las principales ciudades -con la excepción de Hairbin, situada en el Norte-, así como los puertos de mar y la mayor parte de las líneas de ferrocarril. A finales de 1947, los ejércitos comunistas de la zona superaban por primera vez en número a los de sus oponentes. A lo largo del año, más de trescientos mil soldados del Kuomintang habían sido puestos fuera de combate. Numerosos campesinos se unían al Ejército comunista o desplazaban sus simpatías para colaborar con él. El motivo principal de ello era que los comunistas habían desarrollado una reforma agraria basada en «la tierra para quien la trabaja», y los campesinos pensaban que el único modo de conservar sus tierras era prestarles su apoyo.

Por entonces, los comunistas controlaban gran parte de la zona de Jinzhou. Los campesinos se mostraban reacios a entrar en la ciudad para vender sus productos debido a que para ello tenían que atravesar los controles del Kuomintang, en los que o bien eran extorsionados y obligados a pagar enormes sumas o bien veían sus productos sencillamente confiscados. En la ciudad, el precio del grano se disparaba casi a diario, situación que empeoraba debido a las manipulaciones de comerciantes codiciosos y oficiales corruptos.

Al llegar el Kuomintang, había emitido un nuevo papel moneda conocido con el nombre de dinero Ley. Sin embargo, sus autoridades se mostraron incapaces de controlar la inflación: Al doctor Xia siempre le había preocupado qué sería de mi abuela y de mi madre cuando él muriera (y ya casi tenía ochenta años). Había estado invirtiendo sus ahorros en el nuevo dinero porque confiaba en el Gobierno. Transcurrido un tiempo, el dinero Ley se vio sustituido por otra moneda, el Guanjin, que pronto adquirió tan poco valor que cuando mi madre quiso pagar las tasas de la facultad, hubo de alquilar un rickshaw para transportar el enorme montón de billetes necesarios (para salvar la cara, Chiang Kai-s-hek se había negado a imprimir ningún billete superior a diez mil yuanes). Todos los ahorros del doctor Xia desaparecieron.

La situación económica fue deteriorándose gradualmente durante el invierno de 1947-1948. Se multiplicaban las protestas en contra de la escasez de alimentos y el aumento de los precios. Jinzhou constituía la fuente principal de suministro de los grandes ejércitos que el Kuomintang mantenía en el Norte, y a mediados de diciembre de 1947 una muchedumbre de veinte mil personas tomó por asalto dos grandes almacenes de grano bien abastecidos.

Sin embargo, había un negocio que sí prosperaba: el tráfico de muchachas jóvenes destinadas a los burdeles o vendidas como esclavas a los ricos. La ciudad aparecía alfombrada de mendigos que ofrecían a sus hijos a cambio de comida. Durante varios días mi madre vio frente a su facultad a una mujer demacrada, harapienta y de aspecto desesperado que permanecía tendida sobre el suelo congelado. Junto a ella aguardaba una chiquilla de unos diez años de edad cuyos rasgos aparecían entumecidos por la miseria. Del cuello de su túnica surgía un palo sobre el que la madre había clavado un cartel escrito torpemente: «Se vende hija por diez kilos de arroz.»

Entre aquellos que no lograban llegar a fin de mes se encontraban los profesores. Llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo, a lo que el Gobierno había respondido incrementando el coste de la educación. Tal medida apenas había surtido efecto, ya que las familias no podían permitirse la subida. Un profesor de la facultad de mi madre murió intoxicado tras devorar un trozo de carne que había recogido en la calle. Sabía que aquella carne estaba podrida, pero tenía tanta hambre que decidió correr el riesgo.

Para entonces, mi madre se había convertido en presidenta del sindicato de estudiantes. Su control en el partido, Liang, le había dado instrucciones de que intentara atraerse las simpatías del resto de los profesores, y no sólo de los alumnos, y ella había emprendido una campaña destinada a recolectar dinero para los profesores. En compañía de otras muchachas, acudía a los cines y teatros, y allí, antes de que comenzara la función, exhortaba a los asistentes a realizar donaciones. También organizaron revistas musicales y rastrillos de venta, pero los beneficios fueron escasos… las personas que acudían eran demasiado pobres o demasiado mezquinas.

Un día se topó con una amiga suya, nieta de un general de brigada y casada con un oficial del Kuomintang. La amiga le contó que aquella noche iba a celebrarse un banquete para unos cincuenta oficiales -con sus respectivas esposas- en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. En aquella época, los oficiales del Kuomintang llevaban una vida social sumamente activa. Mi madre corrió a la facultad y se puso en contacto con tanta gente como pudo. Les dijo que se reunieran a las cinco de la tarde en el lugar más emblemático de la ciudad: su torre de piedra de casi veinte metros de alto, construida en el siglo XI. Cuando llegó allí, a la cabeza de un nutrido contingente, había ya más de un centenar de muchachas aguardando sus órdenes. Mi madre les expuso su plan. A eso de las seis de la tarde vieron gran número de oficiales que llegaban en carruajes y rickshaws. Las mujeres iban ataviadas de punta en blanco, vestidas de seda y satén y cargadas de joyas que tintineaban a su paso.

Cuando mi madre calculó que los comensales ya se encontrarían en plena colación, ella y un grupo de muchachas desfilaron al interior del restaurante. La decadencia del Kuomintang había llegado a tales extremos que las medidas de seguridad se hallaban increíblemente relajadas. Mi madre se encaramó a una silla. Su sencilla túnica de algodón azul oscuro la convertía en la viva imagen de la austeridad frente a todas aquellas joyas y sedas bordadas. Pronunció un breve discurso acerca de la difícil situación en que se encontraban los profesores y finalizó con las siguientes palabras: «Todos sabemos que sois personas generosas. Sin duda, vosotros seréis los primeros en alegraros de tener esta ocasión de demostrarlo abriendo vuestros bolsillos.»

Los oficiales se encontraban en un apuro. Ninguno de ellos quería parecer mezquino. De hecho, puede decirse que se veían más o menos obligados a realizar un gesto de ostentación. Por otra parte, claro está, querían librarse de aquellas molestas intrusas. Las muchachas recorrieron las mesas repletas de manjares y anotaron la contribución de cada uno de los oficiales. A continuación, acudieron a los respectivos domicilios de éstos a primera hora de la mañana siguiente y recogieron el importe de sus compromisos. Los profesores se mostraron enormemente agradecidos a las muchachas, quienes les entregaron inmediatamente el dinero para que pudieran utilizarlo antes de que su valor se desplomara, o sea, en cuestión de horas.

No se tomaron represalias contra mi madre, quizá porque los comensales se sentían avergonzados por haberse dejado sorprender de aquella manera y no querían incrementar su ridículo… aunque, claro está, toda la ciudad se enteró inmediatamente del episodio. Mi madre había logrado con éxito invertir las reglas del juego en contra de ellos. La estupefacción que le había producido la extravagancia de la élite del Kuomintang frente al espectáculo de la gente que se moría de hambre en las calles había aumentado aún más su compromiso con los comunistas.

Del mismo modo que los alimentos constituían el principal problema en el interior de la ciudad, el campo sufría una dramática escasez de ropa, ya que el Kuomintang había prohibido la venta de tejidos al exterior. Una de las principales tareas de los guardas de las murallas, entre ellos Lealtad Pei-o, era evitar que la gente sacara telas de contrabando para vendérselas a los comunistas. Los contrabandistas eran una mezcla de especialistas en mercado negro, gente a sueldo de los funcionarios del Kuomintang y comunistas infiltrados.

El procedimiento habitual era que Lealtad y sus compañeros detuvieran los carros y confiscaran las telas. A continuación, dejaban en libertad al contrabandista con la esperanza de que al poco retornaría con otro cargamento del que pudieran también apropiarse. En ocasiones, acordaban con los contrabandistas un porcentaje destinado a sus bolsillos. Tanto si llegaban a un acuerdo como si no, los guardas vendían de todos modos las telas a las zonas controladas por los comunistas. Lealtad y sus colegas prosperaban cada vez más.

Una noche, un carromato sucio y anodino se detuvo frente al puesto de guardia de Lealtad. Éste representó su pantomima habitual, golpeando con un palo el fardo de telas cargado al fondo del vehículo en la esperanza de intimidar a su conductor y obtener un acuerdo lo más provechoso posible. Mientras calculaba el valor del cargamento y la tenacidad del carretero, confiaba también en distraerle lo bastante como para descubrir el nombre de su jefe a lo largo de la conversación. Lealtad no mostraba apresuramiento alguno, ya que se trataba de un envío considerable: más de lo que podía sacarse de la ciudad antes del amanecer.

Se sentó junto al conductor y le ordenó dar media vuelta y regresar al interior de la ciudad con el cargamento. El conductor, acostumbrado a recibir órdenes arbitrarias, hizo lo que se le ordenaba.

Mi abuela estaba en su cama, profundamente dormida, cuando oyó golpes en la puerta a eso de la una de la madrugada. Al abrir, se encontró frente a frente con Lealtad, quien le dijo que quería dejar el cargamento en la casa durante la noche. Mi abuela se vio obligada a aceptar, ya que la tradición china hace que sea prácticamente imposible decir «no» a un pariente. Las obligaciones para con la familia y los parientes siempre tienen prioridad sobre el juicio moral de cada uno. Al doctor Xia, que aún dormía, no le dijo nada.

Mucho antes de que amaneciera, Lealtad reapareció acompañado de dos carromatos; trasladó el cargamento a su interior y partió justamente cuando el alba comenzaba ya a teñir el cielo. Menos de media hora después, apareció un destacamento de policías armados que acordonaron la casa. El conductor del carromato -a sueldo de un departamento distinto del servicio de inteligencia- había informado a sus jefes y éstos, claro está, querían que les fuera devuelta su mercancía.

El doctor Xia y mi abuela hubieron de sufrir considerables molestias pero, al menos, el botín había desaparecido. Para mi madre, sin embargo, la redada representó casi una catástrofe. Conservaba algunos panfletos comunistas ocultos en la casa y, tan pronto como hizo su aparición la policía, se precipitó con ellos hacia el cuarto de baño. Una vez allí, los introdujo en sus pantalones, enguatados y anudados en los tobillos para conservar el calor, y se puso una gruesa chaqueta de invierno. A continuación, salió tan despreocupadamente como supo, fingiendo que se dirigía a la escuela. Los policías la detuvieron y anunciaron que iban a registrarla. Ella les gritó que contaría a su «tío» Zhu-ge cómo la habían tratado,

Hasta entonces, los policías habían ignorado por completo las conexiones que tenía la familia dentro del servicio de inteligencia. Igualmente, desconocían quién había confiscado los tejidos. La administración de Jinzhou se encontraba sumida en una confusión completa debido al enorme número de unidades distintas del Kuomintang estacionadas en la ciudad y al hecho de que cualquiera que tuviera un arma y alguna forma de protección podía ejercer un poder arbitrario. Cuando Lealtad y sus hombres se habían apropiado del cargamento, el conductor no les había preguntado para quién trabajaban.

Tan pronto como mi madre mencionó el nombre de Zhu-ge, la actitud del oficial al mando cambió. Zhu-ge era amigo de su jefe. A una señal suya, sus subordinados bajaron las armas y abandonaron su actitud de insolencia y desafío. El oficial saludó ceremoniosamente y murmuró profusas disculpas por haber molestado a tan augusta familia. Por su parte, los policías rasos se mostraron aún más decepcionados que su jefe: si no había botín, significaba que no habría dinero y si no había dinero no habría comida. Arrastrando los pies, se retiraron con expresión malhumorada.


En aquella época había en Jinzhou una nueva universidad, la Universidad Nordeste del Exilio, formada por estudiantes y profesores que habían huido del norte de Majichuria, ocupado por los comunistas. A menudo, las políticas comunistas habían sido sumamente severas, y varios terratenientes habían sido asesinados. En las poblaciones, incluso los pequeños empresarios y fabricantes eran denunciados y sus propiedades confiscadas. La mayor parte de los intelectuales procedían de familias relativamente prósperas, y muchos de ellos habían sido testigos del sufrimiento de sus parientes bajo la dominación comunista o habían sido ellos mismos denunciados.

En la Universidad del Exilio había una facultad de medicina, y mi madre deseaba ingresar en ella. Su ambición siempre había sido llegar a ser médico. Ello obedecía en parte a la influencia del doctor Xia y en parte a que la profesión médica era la que más posibilidades de independencia ofrecía a una mujer. Liang apoyaba la idea con gran entusiasmo ya que el Partido, decía, tenía planes para ella. En febrero de 1948, ingresó en la Facultad de Medicina con horario parcial.

La Universidad del Exilio era un campo de batalla en el que el Kuomintang y los comunistas competían ferozmente por ganar influencia. El Kuomintang era consciente de su mala situación en Manchuria, por lo que animaba activamente a los estudiantes e intelectuales para que se trasladaran al Sur. Los comunistas, por su parte, no querían perder a sus más ilustrados ciudadanos, por lo que modificaron su programa de reforma agraria y promulgaron una orden según la cual los capitalistas urbanos habían de ser bien tratados y los intelectuales de las familias acaudaladas debían ser protegidos. Armados con aquella política de moderación, los activistas clandestinos de Jinzhou intentaron persuadir a los estudiantes y profesores para que se quedaran. Ello se convirtió en la principal actividad de mi madre.

A pesar del cambio de política de los comunistas, algunos de los profesores y estudiantes decidieron que era más seguro huir. A finales de junio zarpó un barco repleto de estudiantes con destino a la ciudad de Tianjin, situada a unos cuatrocientos kilómetros al Sudoeste. Cuando llegaron allí, descubrieron que no había comida ni lugar alguno donde pudieran alojarse. El Kuomintang local les animó a que se unieran al Ejército. «¡Luchad por regresar a vuestra tierra!», les dijeron. No era para eso para lo que habían huido de Manchuria. Algunos obreros comunistas en la clandestinidad que habían embarcado con ellos les animaron a resistir, y ese 5 de julio los estudiantes se manifestaron en el centro de Tianjin en demanda de alimentos y hospedaje. Las tropas abrieron fuego y numerosos estudiantes resultaron heridos, muchos de ellos de gravedad. Algunos de ellos murieron.

Cuando las noticias llegaron a Jinzhou, mi madre decidió inmediatamente organizar un movimiento de apoyo a los estudiantes que habían partido a Tianjin. Convocó una reunión de los líderes de sindicatos estudiantiles de las siete facultades superiores y técnicas, quienes votaron por el establecimiento de una Federación de Sindicatos Estudiantiles de Jinzhou. Mi madre fue elegida presidenta. Decidieron enviar un telegrama de solidaridad a los estudiantes de Tianjin y organizar una marcha que llegaría hasta el cuartel general del general Chiu, responsable de la aplicación de la ley marcial, donde presentarían una petición.

Los amigos de mi madre aguardaban ansiosamente en la facultad, en espera de instrucciones. Era un día húmedo y gris, y el suelo era una masa de barro pegajoso. Oscureció, y aún no había señales de mi madre ni de los otros seis líderes estudiantiles. Por fin, llegaron noticias de que la policía había reventado el mitin y los había detenido a todos. El informador había sido Yao-han, supervisor político de la escuela de mi madre.

Fueron conducidos al cuartel general. Tras un intervalo de espera, el general Chiu entró en la estancia. Se sentó tras una mesa y comenzó a hablarles en tono paciente y paternalista, mostrando aparentemente más pesadumbre que enfado. Eran jóvenes, dijo, por lo que era normal que se comportaran de un modo precipitado. Pero, ¿qué sabían de política? ¿Acaso no se daban cuenta de que estaban siendo utilizados por los comunistas? Deberían limitarse a sus libros. Dijo que los pondría en libertad si firmaban una confesión admitiendo sus errores e identificando a los comunistas que se camuflaban entre ellos. A continuación, hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras.

Mi madre halló insufribles tanto su discurso como su actitud en general. Adelantándose, dijo en voz alta:

– Díganos, general, ¿qué error hemos cometido?

El general comenzó a irritarse:

– Habéis sido utilizados por los bandidos comunistas para causar problemas. ¿No os parece eso suficiente error?

Mi madre gritó de nuevo:

– ¿Qué bandidos comunistas? Nuestros amigos murieron en Tianjin porque, siguiendo vuestro consejo, habían huido de los comunistas. ¿Acaso merecían que les disparaseis? ¿Acaso hemos hecho algo irrazonable?

Tras cruzar algunas palabras altisonantes, el general golpeó la mesa con el puño y llamó a gritos a sus guardias.

– Acompáñenla por las instalaciones -dijo, y añadió, volviéndose hacia mi madre-: ¡Es preciso que se dé cuenta de dónde está!

Antes de que los soldados pudieran sujetarla, mi madre saltó hacia él y golpeó también ella la mesa con el puño:

– ¡Esté donde esté, no he hecho nada malo!

Para cuando quiso darse cuenta, mi madre se encontraba fuertemente sujeta por ambos brazos y unos hombres la alejaban a rastras de la mesa. Recorrieron un pasillo y descendieron por unas escaleras hasta alcanzar una habitación en tinieblas. En el extremo más alejado pudo ver un hombre vestido con harapos. Parecía hallarse sentado sobre un banco y apoyado contra una columna. Su cabeza colgaba hacia un costado. Mi madre se dio cuenta de que el hombre estaba atado a la columna y de que le habían atado los muslos al banco. Dos hombres procedían a situar unos ladrillos bajo sus talones. Cada ladrillo que añadían hacía surgir de sus labios un gemido profundo y ahogado. Mi madre notó que su cabeza se inundaba de sangre, y creyó oír el chasquido de huesos al quebrarse. A los pocos instantes, estaba contemplando el interior de otra estancia. El oficial que hacía las veces de guía le indicó un hombre que, no lejos de donde ambos se encontraban, colgaba de una viga de madera por las muñecas, desnudo de la cintura para arriba. Sus cabellos caían formando una masa enmarañada, por lo que mi madre no pudo verle la cara. Sobre el suelo descansaba un brasero junto al que un hombre fumaba tranquilamente un cigarrillo. Mientras mi madre observaba, el hombre extrajo una barra de hierro de las brasas; la punta era del tamaño del puño de un hombre y estaba al rojo vivo. Con una sonrisa, la apoyó sobre el pecho del hombre que colgaba de la viga. Mi madre pudo oír un agudo grito de dolor y un horrible chisporroteo, vio el humo que surgía de la herida y a su nariz llegó un denso olor a carne quemada. Sin embargo, no gritó ni se desmayó. El horror había despertado en ella una rabia poderosa y apasionada que le proporcionaba una fuerza inmensa y parecía superar cualquier temor.

El oficial le preguntó si aceptaría ahora firmar una confesión. Ella se negó, repitiendo que no sabía de la existencia de comunista alguno en el grupo. La arrojaron al interior de una pequeña estancia en la que había una cama y unas cuantas sábanas. Allí pasó varios días, oyendo los gritos de aquellos que eran torturados en las celdas cercanas y negándose a las repetidas demandas de sus captores para que les proporcionara una lista de nombres.

Por fin, un día fue conducida a la parte trasera del edificio, donde se abría un patio cubierto de escombros y hierbajos. Le ordenaron permanecer firme contra un muro. Junto a ella habían apoyado contra la pared a un hombre que había sido inequívocamente torturado y apenas podía tenerse en pie. Perezosamente, unos cuantos soldados tomaron posiciones. Sintió que un hombre le tapaba los ojos. Aunque no podíaver, cerró los ojos. Se hallaba dispuesta a morir, orgullosa de estar dando su vida por una gran causa.

Oyó disparos, pero no sintió nada. Al cabo de un minuto aproximadamente, le quitaron el trapo que le cubría los ojos y miró a su alrededor, parpadeando. El hombre que había visto antes se encontraba tendido en el suelo. El oficial que la había trasladado a los calabozos se acercó con una amplia sonrisa, una de sus cejas enarcada por la sorpresa que le producía comprobar que aquella jovenzuela de diecisiete años no se hubiera convertido en un despojo suplicante. Con gran calma, mi madre le dijo que no tenía nada que confesar. La devolvieron a su celda. Nadie la molestó ni la torturó. Al cabo de unos cuantos días más, fue puesta en libertad.

A lo largo de la semana anterior, el movimiento comunista clandestino había estado pulsando todos sus resortes. Mi abuela había acudido al cuartel general todos los días, llorando, suplicando y amenazando con suicidarse. El doctor Xia había visitado a sus más poderosos pacientes, a los que había obsequiado con lujosos presentes. Las conexiones de la familia dentro del servicio de inteligencia también se habían movilizado. Mucha gente había apoyado a mi madre por escrito, declarando que no se trataba de una comunista sino que tan sólo era joven e impulsiva.

Lo que le había ocurrido no causó en ella el menor desánimo. Tan pronto salió de la prisión se dispuso a organizar un funeral en homenaje a los estudiantes muertos en Tianjin. Las autoridades concedieron su autorización. En Jinzhou reinaba una profunda cólera por lo que les había ocurrido a aquellos jóvenes que, después de todo, habían partido siguiendo el consejo del Gobierno. Al mismo tiempo, los colegios y facultades se apresuraron a anunciar el adelanto del fin de curso y la cancelación de diversos exámenes en la confianza de que los estudiantes se dispersaran y volvieran a sus casas.

Llegado este punto, el movimiento clandestino recomendó a sus miembros que partieran hacia las zonas controladas por los comunistas. A aquellos que no desearan o no pudieran hacerlo se les ordenó que suspendieran sus actividades clandestinas. El Kuomintang estaba desatando una feroz represión en la que demasiados activistas estaban siendo detenidos y ejecutados. Liang partiría, y pidió a mi madre que le acompañara, pero mi abuela se negó a permitirlo. Mi madre no era sospechosa de ser comunista, dijo, pero si marchaba con ellos comenzaría a serlo. ¿Y qué pasaría con los que la habían apoyado? Si partía ahora, todas aquellas personas tendrían problemas.

Así pues, se quedó. Pero ansiaba entrar en acción. Recurrió a Yu-wu, la única persona de entre las que quedaban que le constara que trabajaba para los comunistas. Yu-wu no conocía a Liang, ni tampoco a los contactos de mi madre. Pertenecían a dos sistemas clandestinos distintos que operaban completamente separados, con objeto de que si alguien era detenido y no podía soportar la tortura, tan sólo pudiera revelar un número limitado de nombres.

Jinzhou constituía la fuente básica de suministro para todos los ejércitos del Kuomintang en el Nordeste, a la vez que su centro logístico. Dichos ejércitos se componían de más de medio millón de hombres, dispersados a lo largo de vías de ferrocarril vulnerables o concentrados en unas pocas zonas cada vez más estrechas en torno a las principales ciudades. Durante el verano de 1948, había en Jinzhou unos doscientos mil soldados del Kuomintang, si bien repartidos en varias unidades de mando distintas. Chiang Kai-shek había mantenido rencillas con varios de sus principales generales, lo que había desorganizado las líneas de mando y había creado una grave desmoralización. Las diferentes fuerzas se mostraban mal coordinadas, y a menudo desconfiaban entre sí. Muchos estrategas, incluyendo sus asesores norteamericanos, opinaban que Chiang debía abandonar Manchuria definitivamente, y la clave de cualquier retirada, ya fuera forzada o «voluntaria», por mar o por ferrocarril, consistía en conservar Jinzhou. La ciudad se encontraba a poco más de ciento cincuenta kilómetros al norte de la Gran Muralla, muy cercana al territorio chino propiamente dicho, donde la posición del Kuomintang aún parecía relativamente segura, y era fácil obtener refuerzos desde el mar ya que Huludao se encontraba a tan sólo cincuenta kilómetros al Sur y se hallaba conectada por una vía de ferrocarril aparentemente segura.

Durante la primavera de 1948, el Kuomintang había comenzado a construir un nuevo sistema de defensa en torno a Jinzhou. Consistía en bloques de cemento encastrados en estructuras de acero. Los comunistas, pensaban, no disponían de carros blindados, su artillería era pobre y no poseían experiencia alguna en el ataque de posiciones fortificadas. La idea consistía en rodear la ciudad de pequeñas fortalezas autosuficientes cada una de las cuales pudiera operar como unidad independiente incluso en el caso de verse rodeada. Las fortalezas se hallarían comunicadas por zanjas de dos metros de anchura y otros dos de profundidad que a su vez estarían protegidas por un cerco continuo de alambre de espino. El general Wei Li-huang, comandante supremo de Manchuria, acudió en visita de inspección y declaró el sistema inexpugnable.

Sin embargo, el proyecto nunca llegó a concluirse. Ello se debió en parte a la falta de materiales y a la mala planificación pero, sobre todo, a la corrupción. El encargado de los trabajos de construcción desviaba materiales para su venta en el mercado negro, y a los obreros no se les pagaba lo bastante para comer. Ya en septiembre, cuando las fuerzas comunistas comenzaron a aislar la ciudad, tan sólo se había completado una tercera parte del sistema, en su mayor parte una serie de pequeños fortines de cemento incomunicados entre sí. Otras partes aparecían apresuradamente construidas con arcilla extraída de las viejas murallas de la ciudad.

Para los comunistas resultaba esencial conocer aquel sistema y la disposición de las tropas del Kuomintang. Por entonces, los comunistas estaban reuniendo una fuerza descomunal -aproximadamente un cuarto de millón de hombres- con vistas a una gran batalla decisiva. El comandante en jefe de todos los ejércitos comunistas, Zhu De, envió un telegrama al jefe militar de la zona, Lin Biao: «Tomad Jinzhou… y controlaremos toda China.» Antes del ataque final, se solicitó del grupo de Yu-wu información actualizada. Éste necesitaba urgentemente más colaboradores, por lo que al recibir la visita de mi madre en busca de trabajo se mostró tan encantado como sus superiores.

Los comunistas habían enviado a algunos oficiales disfrazados al interior de la ciudad con objeto de efectuar tareas de reconocimiento, pero un hombre que paseara solo de noche por los alrededores no tardaba en atraer la atención. La presencia de una pareja de enamorados resultaría mucho menos llamativa. Para entonces, las normas del Kuomintang habían considerado por completo aceptable que jóvenes de ambos sexos fueran vistos en público en compañía uno del otro. Dado que los oficiales de reconocimiento eran varones, mi madre resultaría ideal para el papel de novia.

Yu-wu le dijo que se presentara en un lugar acordado a una hora determinada. Debía vestir una túnica de color azul claro y lucir una flor de seda roja en los cabellos. El oficial comunista llevaría consigo un ejemplar del periódico del Kuomintang -el Diario Central- doblado en forma de triángulo, y se identificaría enjugándose tres veces el sudor de la mejilla izquierda y otras tres veces la mejilla derecha.

El día acordado, mi madre acudió a un pequeño templo situado nada más atravesar la vieja muralla del Norte pero aún dentro del perímetro de defensas. Un hombre que llevaba el periódico doblado triangularmente se acercó a ella y realizó las señas de identificación correctas. Mi madre se acarició la mejilla derecha tres veces con la mano derecha y luego la mejilla izquierda tres veces con la mano izquierda. Por fin, le tomó del brazo y echaron a andar.

Mi madre no comprendía del todo qué estaba haciendo el hombre, pero no hizo preguntas. La mayor parte del tiempo caminaron en silencio, hablando tan sólo cuando pasaban junto a alguien. La misión transcurrió sin incidentes.

A ésta siguieron más, durante las que reconocieron los alrededores de la ciudad y las arterias vitales de comunicación: las vías de ferrocarril.

Una cosa era obtener la información, y otra muy distinta sacarla de la ciudad. Para finales de julio, los controles habían sido firmemente cerrados, y todo aquel que intentaba entrar o salir era minuciosamente registrado. Yu-wu consultó a mi madre, en cuyo ingenio y valor había aprendido a confiar. Los vehículos de los oficiales de rango superior podían entrar y salir sin ser registrados, y mi madre pensó en un contacto que podría utilizarse. Una de sus compañeras de facultad era nieta de uno de los jefes militares locales, el general Ji, y el hermano de la muchacha era a su vez coronel de la brigada de su abuelo.

Los Ji eran una familia de Jinzhou y poseían influencias considerables. Ocupaban una calle entera, apodada «calle Ji», en la que poseían una enorme propiedad dotada de un extenso y bien cuidado jardín. Mi madre había paseado a menudo por aquel jardín con su amiga, y se llevaba bastante bien con el hermano de ésta, Hui-ge.

Hui-ge era un apuesto joven a mediados de la veintena y estaba licenciado en ingeniería. A diferencia de muchos otros jóvenes pertenecientes a familias ricas y poderosas, no era en absoluto un petimetre. A mi madre le gustaba, y él sentía por ella la misma simpatía. Poco a poco, comenzó a frecuentar el domicilio de los Xia y a invitar a mi madre a tomar el té. A mi abuela le encantaba: era sumamente educado y le consideraba un partido extraordinario.

Muy pronto, Hui-ge comenzó a invitar a mi madre a salir con él. Al principio les acompañaba su hermana en calidad de carabina, pero al cabo de poco rato desaparecía con cualquier excusa insustancial. Cuando estaban solas, solía alabar a su hermano en presencia de mi madre, afirmando que era el favorito de su abuelo. También debía de hablar con él acerca de mi madre, pues ésta descubrió que el joven sabía muchas cosas de ella, incluyendo el hecho de que había sido detenida por sus actividades radicales. Descubrieron que tenían mucho en común. Hui-ge se mostraba muy franco en lo que se refería al Kuomintang. En una o dos ocasiones, dio un leve tirón a su uniforme y suspiró, diciendo que ojalá terminara pronto la guerra y pudiera regresar a su trabajo como ingeniero. Dijo a mi madre que creía que los días del Kuomintang estaban contados, y ella tuvo la sensación de que al decírselo le estaba revelando sus más ocultos pensamientos.

Ella sabía que le apreciaba, pero se preguntaba si tras los actos de él no se ocultarían motivos políticos. Dedujo que debía de estar intentando transmitirle un mensaje, y con ello también a los comunistas. Y el mensaje tenía que ser: no me gusta el Kuomintang, y estoy dispuesto a ayudarte.

Se convirtieron en conspiradores tácitos. Un día, mi madre sugirió que Hui-ge podría rendirse a los comunistas con un pequeño destacamento de tropas (cosa que ocurría con cierta frecuencia). Él le respondió que era un oficial de Estado Mayor, por lo que no controlaba tropas en el frente. Mi madre le dijo que intentara persuadir a su abuelo para cambiar de bando, pero él, apesadumbrado, repuso que lo más probable era que el viejo lo mandara fusilar si tan sólo osaba sugerírselo.

Mi madre seguía informando a Yu-wu, y éste le dijo que continuara cultivando la amistad de Hui-ge. Al cabo de poco tiempo, Yu-wu le dijo que debía pedirle a Hui-ge que la llevara a efectuar un recorrido en su jeep fuera de los límites de la ciudad. Realizaron aquel tipo de excursiones en tres o cuatro ocasiones y, cada vez, cuando llegaban junto a una de las primitivas letrinas de barro, mi madre decía que tenía que utilizarla. A continuación, descendía del vehículo y ocultaba sus mensajes en un agujero de la pared mientras él aguardaba en su jeep. Nunca le hizo ninguna pregunta. Sus conversaciones se centraban cada vez más en las inquietudes del joven acerca de sí mismo y de su familia. De un modo indirecto, sugirió que los comunistas podrían ejecutarle:

– ¡Me temo que muy pronto no seré más que un alma incorpórea llamando a la Puerta Oeste!

(Se suponía que el Cielo del Oeste era el destino de los muertos, debido a que se consideraba el reino de la paz eterna. Así pues, al igual que en la mayor parte de los lugares del resto de China, los campos de ejecución de Jinzhou se encontraban a la salida de la Puerta Oeste.) Cuando decía aquello, solía mirar a mi madre con aire interrogante, invitándola claramente a contradecirle.

Mi madre estaba segura de que los comunistas le perdonarían por lo que había hecho por ellos, y aunque se consideraba algo implícito, solía responder en tono de confianza: «¡No pienses en esas cosas tan tristes!» o «¡Estoy segura de que a ti no te ocurrirá eso!».


La situación del Kuomintang continuó su deterioro durante la última parte del verano, y no sólo como resultado de las acciones militares. La corrupción desencadenó el caos. A finales de 1947, la inflación había crecido hasta la increíble cifra de más de un cien mil por ciento, y había de incrementarse aún en las zonas controladas por el Kuomintang hasta un dos millones ochocientos setenta mil por ciento a finales de 1948. En Jinzhou, el precio del sorgo -el principal grano disponible- aumentaba setenta veces de un día para otro. La población civil se enfrentaba día a día a una situación cada vez más desesperada a medida que cada vez más comida iba a parar al Ejército, cuyos jefes revendían posteriormente gran parte de ella en el mercado negro.

El alto mando del Kupmintang se hallaba dividido en cuanto a la estrategia que debían seguir. Chiang Kai-shek recomendaba abandonar Mukden, la mayor ciudad de Manchuria, y concentrarse en la defensa de Jinzhou, pero se mostraba incapaz de imponer a sus generales una estrategia coherente. Parecía depositar todas sus esperanzas en una mayor intervención norteamericana. El derrotismo impregnaba las filas de su Alto Estado Mayor.

Para septiembre, el Kuomintang conservaba tan sólo tres puntos fuertes en Manchuria: Mukden, Changchun (la vieja capital de Manchukuo, Hsinking), y Jinzhou, así como los cuatrocientos ochenta kilómetros de línea férrea que los unían. Los comunistas estaban rodeando las tres ciudades simultáneamente, y el Kuomintang ignoraba de dónde provendría el ataque principal. De hecho, éste había de desatarse sobre Jinzhou, la más meridional de las tres ciudades y la llave estratégica del camino hacia el resto, ya que, una vez hubiera caído, las otras dos verían interrumpida su fuente de suministro. Los comunistas podían desplazar grandes cantidades de tropas de un sitio a otro sin que el enemigo lo advirtiera, pero el Kuomintang dependía de las líneas férreas -sometidas a constantes ataques- y, en menor medida, del transporte aéreo.

El asalto de Jinzhou comenzó el 12 de septiembre de 1948. Un diplomático norteamericano que volaba a Mukden, John F. Melby, anotó en su diario el 23 de septiembre: «A lo largo del pasillo que conduce a Manchuria, en dirección Norte, la artillería comunista destrozaba sistemáticamente el aeródromo de Chinchow [Jinzhou].» Al día siguiente, 24 de septiembre, las fuerzas comunistas se acercaron. Veinticuatro horas más tarde, Chiang Kai-shek ordenó al general Wei Li-huang que se abriera paso desde Mukden con quince divisiones para aliviar la situación de Jinzhou. El general Wei vaciló, y para el 26 de septiembre los comunistas habían prácticamente aislado la ciudad.

El 1 de octubre se completó el círculo que rodeaba Jinzhou. Aquel mismo día, cuarenta kilómetros al Norte, cayó la ciudad natal de mi madre, Yixian. Chiang Kai-shek voló a Mukden para asumir personalmente el mando. Ordenó que siete divisiones más se unieran a la batalla de Jinzhou, pero hasta el 9 de octubre, dos semanas después de dar la orden, ni siquiera consiguió que el general Wei lograra salir de Mukden. Incluso entonces, lo hizo con sólo once divisiones en lugar de quince. El 6 de octubre, Chiang Kai-shek voló a Huludao y ordenó a las tropas que allí estaban que acudieran en defensa de Jinzhou. Algunas lo hicieron, pero de un modo tan mal organizado que no tardaron en verse aisladas y aniquiladas.

Los comunistas se preparaban para convertir el asalto a Jinzhou en un asedio. Yu-wu fue a ver a mi madre y le propuso una misión crucial: consistía en introducir clandestinamente varios detonadores en uno de los depósitos de munición, precisamente el que suministraba a la división de Hui-ge. Las municiones se encontraban almacenadas en un gran patio cuyos muros aparecían rematados por alambre de espino (según se rumoreaba, electrificado). Todo aquel que entraba y salía era registrado. Los soldados que vivían en el interior de las instalaciones se pasaban la mayor parte del tiempo jugando y bebiendo. Algunas veces, llevaban unas cuantas prostitutas y los oficiales organizaban bailes en un improvisado club. Mi madre dijo a Hui-ge que quería ir y echar un vistazo a uno de aquellos bailes. Él asintió y no le hizo más preguntas.

Al día siguiente, un hombre al que mi madre no había visto nunca le entregó los detonadores. Ella los introdujo en su bolso y acudió al depósito en compañía de Hui-ge. Nadie los registró. Cuando estuvieron dentro, pidió a Hui-ge que le enseñara el lugar, pero dejó el bolso en el automóvil, tal y como le habían pedido que hiciera. Otros activistas habían de encargarse de recoger los detonadores cuando se perdieran de vista. Mi madre paseó con deliberada lentitud para dar más tiempo a los hombres, y Hui-ge no tuvo inconveniente alguno en complacerla.

Aquella noche, la ciudad se vio sacudida por una gigantesca explosión. Las detonaciones se sucedían unas a otras como una reacción en cadena, y la dinamita y las bombas iluminaban el cielo como un espectacular despliegue de fuegos artificiales. La calle en la que se encontraba el depósito estaba en llamas. Las ventanas habían quedado destrozadas dentro de un radio de aproximadamente cincuenta metros. A la mañana siguiente, Hui-ge invitó a mi madre a la mansión de los Ji. Tenía los ojos hundidos y no se había afeitado. Resultaba evidente que no había pegado ojo. La saludó con algo más de reserva que de costumbre.

Tras un denso silencio, le preguntó si conocía la noticia. La expresión que mostró ella debió de confirmar sus peores temores: que él mismo había contribuido a paralizar su propia división. Dijo que habría una investigación.

– Me pregunto si la fuerza de esta explosión me arrancará la cabeza de los hombros -suspiró- o atraerá sobre mí una recompensa.

Mi madre, que sentía compasión por él, le dijo con aplomo:

– Estoy segura de que se te considera por encima de toda sospecha. No me cabe duda de que serás recompensado.

Al oír aquello, Hui-ge se puso en pie y saludó militarmente.

– ¡Agradezco tu promesa! -dijo.

Para entonces, los obuses de la artillería comunista habían comenzado a caer sobre la ciudad. Cuando mi madre oyó por primera vez el silbido de las bombas que volaban sobre su cabeza se sintió un poco asustada. Más tarde, sin embargo, cuando el bombardeo arreció, comenzó a acostumbrarse a ello. Era como una especie de trueno permanente. La mayor parte de las personas perdían el miedo bajo una especie de indiferencia fatalista. El asedio sirvió también para quebrar el rígido ritual manchú del doctor Xia: por primera vez, todos los miembros de la familia comieron juntos, hombres y mujeres, amos y sirvientes. Hasta entonces, lo habían hecho nada menos que en ocho grupos distintos, cada uno de los cuales consumía una comida diferente. Un día, mientras estaban sentados en torno a la mesa disponiéndose a cenar, un obús entró con gran estrépito por la ventana que se abría sobre el kang en el que jugaba el hijo de Yu-lin, de un año de edad, y se detuvo bajo la mesa del comedor. Afortunadamente, como muchos otros obuses, era defectuoso.

Una vez comenzó el asedio, cesó la posibilidad de conseguir alimentos, ni siquiera en el mercado negro. Cien millones de dólares del Kuomintang apenas bastaban para comprar una libra de sorgo. Al igual que la mayor parte de las familias que podían permitírselo, mi abuela había almacenado un poco de sorgo y de habas de soja, y el marido de su hermana, Lealtad Pei-o, se sirvió de sus contactos para obtener algún suministro extraordinario. El asno de la familia resultó muerto por un trozo de metralla durante el asedio, así que se lo comieron.

El 8 de octubre, los comunistas situaron casi un cuarto de millón de soldados en posición de ataque. El bombardeo se volvió mucho más intenso y aumentó asimismo la precisión de los disparos. El general Fan Han-jie -comandante en jefe del Kuomintang- decía que parecían seguirle allí donde fuera. Numerosas baterías artilleras fueron neutralizadas, y las fortalezas del incompleto sistema de defensa se vieron, al igual que la carretera y los nudos ferroviarios, sometidas a un nutrido fuego. Las líneas del teléfono y el telégrafo resultaron cortadas, y el sistema eléctrico se vino abajo.

El 13 de octubre las defensas exteriores se derrumbaron. Más de cien mil soldados del Kuomintang retrocedieron atropelladamente hacia el interior de la ciudad. Aquella noche, una banda compuesta aproximadamente por una docena de soldados desgreñados irrumpió en la casa de los Xia pidiendo comida. No habían comido en dos días. El doctor Xia les saludó cortésmente y la esposa de Yu-lin comenzó inmediatamente a cocinar una enorme cacerola de fideos de sorgo. Cuando estuvieron listos, los depositó sobre la mesa de la cocina y entró en la habitación contigua para avisar a los soldados. Al volver la espalda, una granada aterrizó en la cacerola y estalló, esparciendo los fideos por toda la cocina. Ella se arrojó bajo una estrecha mesa situada frente al kang. Uno de los soldados estuvo a punto de adelantársele, pero la esposa de Yu-lin le asió de una pierna y le apartó. Mi abuela se mostró horrorizada. «¿Qué hubiera ocurrido si llega a volverse hacia ti y aprieta el gatillo?», siseó con furia cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos.

Hasta las etapas finales del asedio, los bombardeos mostraron una precisión impresionante: muy pocas casas civiles resultaron alcanzadas, aunque la población hubo de sufrir los efectos de los terribles incendios que producían las bombas sin disponer de agua con la que apagarlos. El cielo aparecía completamente oscurecido por un humo oscuro y espeso e, incluso durante el día, era imposible ver más allá de unos pocos metros. El estruendo de la artillería era ensordecedor. Mi madre podía oír los lamentos de la gente, pero nunca lograba determinar de dónde venían ni qué estaba ocurriendo.

El 14 de octubre dio comienzo la ofensiva final. Novecientas piezas de artillería bombardearon la ciudad sin pausa. Casi todos los miembros de la familia se resguardaron en un improvisado refugio antiaéreo que habían excavado previamente, pero el doctor Xia se negó a abandonar la casa. Se sentó tranquilamente sobre el kang en la esquina de su estancia situada junto a la ventana y oró silenciosamente a Buda. En un momento determinado, catorce gatitos entraron corriendo en la estancia, y el anciano se mostró encantado: «Un lugar en el que intenta refugiarse un gato es un lugar afortunado», dijo. Ni una sola bala penetró en su cuarto… y todos los gatitos sobrevivieron. La única otra persona que se negó a descender al refugio fue mi bisabuela, quien se limitó a enroscarse en su habitación bajo la mesa de roble que había junto al kang. Cuando concluyó la batalla, los gruesos edredones y mantas que cubrían la mesa parecían un colador.

Durante uno de los bombardeos, mientras estaban en el refugio, el hijito de Yu-lin dijo que tenía que hacer pipí. Su madre le acompañó al exterior y, unos segundos después, el costado del refugio que habían ocupado previamente se derrumbó. Mi madre y mi abuela tuvieron que salir y refugiarse en la casa. Mi madre se acurrucó junto al kang de la cocina, pero muy pronto el costado de ladrillo del kang comenzó a sufrir el impacto de trozos de metralla y la casa comenzó a temblar. Salió corriendo al jardín posterior. El cielo estaba ennegrecido por el humo. Las balas volaban por el aire y rebotaban por todos sitios, estrellándose contra los muros; el ruido era similar al de una lluvia poderosa mezclada con gritos y lamentos.

Durante la madrugada del día siguiente, un grupo de soldados del Kuomintang irrumpieron en la casa arrastrando consigo a unos veinte civiles aterrorizados de todas las edades: eran los residentes de las casas colindantes. Los soldados estaban al borde de la histeria. Procedían de un puesto de artillería emplazado en un templo situado al otro lado de la calle y chillaban sin parar a los civiles asegurando que alguno de ellos tenía que haber revelado su posición. Gritaban una y otra vez que querían saber quién había sido. Al ver que nadie hablaba, agarraron a mi madre y la empujaron contra una pared, acusándola a ella. Mi abuela, horrorizada, sacó apresuradamente unas pequeñas piezas de oro y las introdujo en las manos de los soldados. Ella y el doctor Xia se postraron de rodillas ante los soldados y les suplicaron que dejaran en libertad a mi madre. La esposa de Yu-lin afirmó posteriormente que había sido la única vez que había visto al doctor Xia realmente asustado. El anciano rogaba una y otra vez a los soldados: «Es mi hijita. Por favor, creedme, ella no lo hizo…»

Los soldados se quedaron con el oro y dejaron libre a mi madre, pero a punta de bayoneta obligaron a todos los presentes a entrar en dos habitaciones y los dejaron allí encerrados, para evitar, según dijeron, que pudiesen enviar más señales al enemigo. Dentro de las habitaciones reinaba una oscuridad total, y la atmósfera era sobrecogedora. Sin embargo, mi madre no tardó en advertir que el bombardeo amainaba. Los sonidos procedentes del exterior cambiaron. Mezcladas con el silbido de las balas se oían las explosiones de las granadas de mano y el entrechocar de las bayonetas. Algunas voces gritaban: «¡Deponed las armas y os perdonaremos la vida!» Podían escucharse escalofriantes alaridos y gritos de ira y de dolor. A continuación, los gritos y los disparos fueron acercándose cada vez más y mi madre oyó el sonido de las botas sobre los adoquines a medida que los soldados del Kuomintang corrían calle abajo.

Por fin, el alboroto amainó un poco y los Xia pudieron oír golpes sobre la puerta lateral de la casa. El doctor Xia se acercó cautelosamente a la puerta de la habitación y la abrió poco a poco: los soldados del Kuomintang se habían marchado. A continuación, se acercó a la puerta lateral y preguntó quién llamaba. Una voz respondió: «El Ejército popular. Hemos venido a liberaros.» El doctor Xia abrió la puerta y entraron rápidamente varios hombres vestidos con uniformes viejos y deformados. A pesar de la oscuridad, mi madre vio que llevaban toallas blancas arrolladas alrededor de la manga izquierda como si se tratara de brazaletes y que mantenían sus armas preparadas para atacar y con las bayonetas caladas. «No tengáis miedo -dijeron-. No os haremos daño. Somos vuestro Ejército. El Ejército del pueblo.» Dijeron que querrían registrar la casa en busca de soldados del Kuomintang. Aunque hablaban educadamente, no cabía considerarlo como una simple petición. No obstante, no estropearon nada, ni pidieron comida ni robaron. Tras el registro, se despidieron cortésmente de la familia y se marcharon.

En realidad, hasta que los soldados entraron en la casa nadie se había dado cuenta de que los comunistas habían efectivamente tomado la ciudad. Mi madre no cabía en sí de júbilo. Esta vez no se sintió defraudada por los uniformes desgarrados y polvorientos de los soldados comunistas.

Las personas que se habían refugiado en casa de los Xia se mostraban ansiosas por retornar a sus hogares para comprobar si éstos habían sido dañados o saqueados. De hecho, una de las casas había quedado destruida por una explosión, y una mujer embarazada que había logrado quedarse en ella había resultado muerta.

Poco después de que se marcharan los vecinos se oyó una nueva llamada en la puerta lateral. Mi madre acudió a abrir: frente a ella se agrupaban media docena de aterrorizados soldados del Kuomintang. Su aspecto era lamentable, y sus ojos mostraban una mirada enloquecida por el miedo. Se arrodillaron para saludar al doctor Xia y a mi abuela con un largo kowtow y suplicaron que se les proporcionaran ropas civiles. Los Xia se compadecieron de ellos y les entregaron algunas prendas viejas que ellos se apresuraron a ponerse sobre los uniformes antes de partir.

Al despuntar el alba, la esposa de Yu-lin abrió la puerta principal. Frente a ella podían verse varios cadáveres tendidos. Dejó escapar un grito de terror y corrió de nuevo al interior de la casa. Mi madre oyó su grito y salió a ver qué pasaba. Había cadáveres por toda la calle. A muchos de ellos les faltaban las cabezas y las extremidades; otros, mostraban las entrañas desparramadas por el suelo. Algunos no eran más que amasijos sanguinolentos. De los postes del telégrafo colgaban brazos, piernas y trozos de carne humana. Las alcantarillas abiertas aparecían atascadas por una mezcla de aguas rojizas, escombros y despojos humanos.

La batalla de Jinzhou había sido colosal. El ataque final había durado treinta y una horas y en muchos aspectos había representado un hito decisivo en el curso de la guerra. Murieron veinte mil soldados del Kuomintang y otros ochenta mil fueron capturados. Cayeron prisioneros no menos de dieciocho generales, entre ellos el comandante supremo de las Fuerzas Armadas de Jinzhou -general Fan Han-jie- quien había intentado escapar disfrazado de civil. Mientras los prisioneros de guerra desfilaban por las calles camino de los campos de internamiento, mi madre vio a una amiga suya que avanzaba en compañía de su esposo, oficial del Kuomintang. Ambos caminaban envueltos en mantas para defenderse del frío de la mañana.

Era costumbre de los comunistas no ejecutar a aquellos que rindieran sus armas, así como tratar bien a los prisioneros. Con ello lograban ganarse las simpatías de los soldados rasos, muchos de los cuales procedían de humildes familias campesinas. Los comunistas no mantenían campos de prisioneros. Tan sólo conservaban a los oficiales de rango medio y alto y dispersaban al resto casi inmediatamente. Solían celebrar reuniones para los soldados en los que éstos eran invitados a «descargar su amargura» y a hablar acerca de sus duras condiciones de vida como campesinos desprovistos de tierra. La revolución, decían los comunistas, se hallaba centrada sobre un único objetivo: proporcionarles tierras. A los soldados se les enfrentaba con una elección: podían regresar a sus hogares, en cuyo caso se les proporcionaba el billete necesario, o podían permanecer con los comunistas para acabar con el Kuomintang y evitar que nadie pudiera jamás volver a arrebatarles sus tierras. La mayor parte optaban por quedarse y unirse al Ejército comunista. Algunos, claro está, se enfrentaban a la imposibilidad física de regresar a sus casas mientras continuara la guerra. Mao había aprendido de los antiguos manuales bélicos chinos que el modo más efectivo de conquistar a las personas consistía en conquistar sus corazones y sus mentes. Así, la política seguida frente a los prisioneros demostró ser enormemente eficaz. Especialmente a partir de la toma de Jinzhou, eran cada vez más los soldados del Kuomintang que, sencillamente, se dejaban capturar. Durante la guerra civil, más de un millón setecientos cincuenta mil soldados del Kuomintang se rindieron para pasarse al bando comunista. Durante el último año de la guerra civil, las bajas en combate apenas representaban el veinte por ciento del número total de tropas perdidas por el Kuomintang.

Uno de los oficiales de mayor rango capturados tenía a su hija consigo cuando le detuvieron. La muchacha se encontraba en avanzado estado de gestación. El oficial preguntó al comandante de las tropas comunistas si podía quedarse en Jinzhou con ella. Éste respondió que no convenía que un padre ayudara a su hija a dar a luz, y que en su lugar enviaría a una camarada femenina para que la asistiera. El oficial del Kuomintang pensó que tan sólo decía aquello para quitárselo de encima, pero posteriormente supo que su hija había sido muy bien tratada, y que la camarada femenina no había sido otra que la propia esposa del comandante comunista.

La política de trato a los prisioneros representaba una intrincada combinación de cálculo político y consideraciones humanitarias, y ello constituía uno de los factores cruciales de la victoria comunista. Su objetivo no consistía simplemente en aplastar al ejército enemigo sino, a ser posible, lograr asimismo su desintegración. En la derrota del Kuomintang la desmoralización tuvo tanta importancia como las propias armas.

Tras la batalla, la prioridad fundamental consistía en labores de recogida y limpieza, lo que en gran parte era llevado a cabo por los soldados comunistas. Los habitantes se mostraban también ansiosos por ayudar, ya que querían deshacerse de los cuerpos y escombros que rodeaban sus casas lo antes posible. Durante días, podían verse largos convoyes de carromatos cargados de cadáveres y enormes colas de personas cargadas al hombro con cestas que serpenteaban hacia el exterior de la ciudad. A medida que fue posible ir de un lado a otro de nuevo, mi madre descubrió que muchas de las personas que antes conocía habían muerto, algunas como consecuencia de impactos directos; otras, sepultadas bajo los escombros al derrumbarse sus hogares.

La mañana siguiente al fin del asedio, los comunistas colgaron carteles en los que solicitaban de la población que reanudara su vida normal lo más rápidamente posible. El doctor Xia colgó su placa alegremente decorada para indicar que su farmacia volvía a estar abierta. Posteriormente, las autoridades comunistas le comunicaron que había sido el primer médico en hacer tal cosa. La mayor parte de los comercios reabrieron el 20 de octubre a pesar de que las calles aún no habían sido despojadas por completo de cadáveres. Dos días después, los colegios reabrieron sus puertas y las oficinas reanudaron su horario normal de apertura.

El problema más inmediato era la comida. El nuevo gobierno exhortaba a los campesinos a acudir a la ciudad para vender sus productos, y para animarlos fijó los precios al doble de lo que alcanzaban en el campo. El precio del sorgo cayó rápidamente: de cien millones de dólares del Kuomintang por libra a dos mil doscientos dólares. Cualquier trabajador ordinario podía comprar cuatro libras de sorgo con lo que ganaba en un día. El temor a la hambruna se desvaneció. Los comunistas entregaron cupos de ayuda de grano, sal y carbón a los pobres. El Kuomintang jamás había hecho nada parecido, y la población se sintió considerablemente impresionada.

Otra cosa que estimuló la buena voluntad de la población fue la disciplina de los soldados comunistas. No sólo no se producían saqueos ni violaciones, sino que muchos hacían incluso más de lo debido por mostrar una conducta ejemplar, lo que contrastaba poderosamente con el comportamiento de las tropas del Kuomintang.

La ciudad, sobrevolada a menudo por amenazadores aviones norteamericanos, permaneció en estado de máxima alerta. El 23 de octubre, una considerable fuerza del Kuomintang intentó sin éxito retomar Jinzhou con un movimiento de pinza realizado desde Huludao y el Nordeste. Tras la pérdida de Jinzhou, los grandes ejércitos situados en torno a Mudken y Changchun no tardaron en desmembrarse o rendirse, y para el 2 de noviembre toda Manchuria se hallaba ya en poder de los comunistas.

Los comunistas demostraron ser enormemente eficaces en lo que se refería a restaurar el orden y poner de nuevo en marcha la economía. Los bancos de Jinzhou reabrieron sus puertas el 3 de diciembre, y el suministro eléctrico se reanudó al día siguiente. El 29 de diciembre se publicó un comunicado que anunciaba un nuevo sistema de administración urbana por el que se formarían comités de residentes en lugar de los antiguos comités de vecindad. Dichos comités habían de convertirse en una institución clave del sistema comunista de administración y control. Al día siguiente se restableció el suministro de agua corriente y el día 31 la estación de ferrocarril reanudó su servicio.

Los comunistas lograron incluso detener la inflación, y fijaron una tasa de cambio favorable para convertir el dinero del Kuomintang, desprovisto de todo valor, en dinero comunista de la «Gran Muralla».

Desde el momento en que llegaron las fuerzas comunistas, mi madre había anhelado dedicarse a trabajar para la revolución. Se sentía fuertemente comprometida con la causa comunista, y tras algunos días de impaciente espera recibió la visita de un representante del Partido que le fijó una cita para ver al encargado del trabajo juvenil en Jinzhou, un tal camarada Wang Yu.

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