22. «La reforma del pensamiento a través del trabajo»

Hacia los confínes del Himalaya (enero-junio de 1969)

En 1969, mis padres, mi hermana, mi hermano Jin-ming y yo fuimos expulsados de Chengdu uno detrás de otro y enviados a distintas partes de las regiones salvajes de Sichuan. Nos encontrábamos entre los millones de habitantes urbanos que habrían de partir hacia el exilio. De este modo, los jóvenes no andarían vagando por las ciudades sin otra cosa que hacer que crear problemas por puro aburrimiento, y los adultos como mis padres tendrían un «futuro». Estos últimos formaban parte de la antigua administración, posteriormente reemplazada por los Comités Revolucionarios de Mao, y enviarles a realizar las duras tareas del campo constituía la solución más conveniente.

Según la retórica de Mao, se nos enviaba al campo «para nuestra reforma». Mao recomendaba «la reforma del pensamiento a través del trabajo» para todos, pero nunca llegó a aclarar la relación entre ambas cosas y, claro está, nadie le pidió que se explicara. La simple consideración de tal posibilidad hubiera equivalido a un delito de traición. Lo cierto es que en China todo el mundo sabía que los trabajos pesados, especialmente en el campo, habían de ser siempre considerados un castigo. Resultaba significativo que ninguno de los hombres de confianza del Presidente, miembros de los recientemente fundados Comités Revolucionarios u oficiales del Ejército -y muy pocos de sus hijos- tuvieran que realizarlos.

El primero de nosotros en ser expulsado fue mi padre. Poco después del Año Nuevo de 1969 fue enviado al condado de Miyi, situado en la región de Xichang, en la linde oriental del Himalaya, una región tan remota que hoy alberga la base de lanzamiento de satélites de China. Se encuentra a unos quinientos kilómetros de Chengdu, lo que entonces suponía cuatro días de viaje en camión, pues no había ferrocarril. En tiempos antiguos, la zona se había utilizado para abandonar allí a los exiliados, ya que se decía que sus montañas y sus aguas se encontraban impregnadas de un misterioso «aire maligno». Traducido al lenguaje actual, el «aire maligno» en cuestión eran sus enfermedades subtropicales. Se construyó un campo en el que acomodar a los antiguos funcionarios del Gobierno provincial. Había miles de campos como aquél extendidos por todo el país. Se llamaban «escuelas de cuadros», pero aparte del hecho de que no eran escuelas en absoluto, tampoco estaban reservados a funcionarios. Allí se enviaba también a escritores, intelectuales, científicos, maestros, médicos y actores que se habían tornado inútiles para el nuevo orden de ignorancia de Mao.

En lo que se refería a los funcionarios, no sólo se enviaba allí a seguidores del capitalismo como mi padre y otros enemigos de clase. La mayor parte de sus colegas Rebeldes fueron también expulsados, ya que el nuevo Comité Revolucionario de Sichuan no podía ni mucho menos acomodarlos a todos debido a que había ocupado sus puestos con militares y Rebeldes de otras procedencias, tales como obreros y estudiantes. La «reforma del pensamiento a través del trabajo» se convirtió en un método sumamente conveniente de quitarse de encima a los Rebeldes sobrantes. Del departamento de mi padre tan sólo unos pocos permanecieron en Chengdu. La señora Shau fue nombrada directora adjunta de Asuntos Públicos del Comité Revolucionario de Sichuan. Todas las organizaciones Rebeldes habían sido disueltas.

Las «escuelas de cuadros» no eran campos de concentración ni gulags, sino lugares aislados de detención en los que los internos disfrutaban de una libertad restringida y tenían que realizar trabajos pesados bajo estricta supervisión. Dado que en China todas las zonas cultivables se encuentran densamente pobladas, tan sólo en las zonas áridas o montañosas había el suficiente espacio para albergar a los exiliados de las ciudades. Los internos debían producir alimentos y automantenerse. Aunque aún recibían un salario, apenas había nada que pudieran comprar con él. Las condiciones de vida eran muy duras.

Mi padre fue liberado de su prisión en Chengdu pocos días antes de la partida con objeto de que pudiera prepararse para el viaje. Lo único que quería hacer era ver a mi madre. Ésta se encontraba aún detenida, y temía no volver a verla nunca más. Empleando el tono más humilde de que era capaz, escribió al Comité Revolucionario una carta en la que suplicaba autorización para verla, pero su solicitud fue denegada.

La sala de cine en la que se encontraba mi madre estaba en lo que había sido la principal calle comercial de Chengdu. Ahora, las tiendas aparecían medio vacías, pero el mercado negro de semiconductores que frecuentaba mi hermano Jin-ming no se hallaba muy lejos, y en algunas ocasiones había podido ver a mi madre caminando en fila con otros prisioneros a lo largo de la calle y transportando un cuenco y un par de palillos. La cantina del cine no funcionaba a diario, por lo que los detenidos tenían que salir de vez en cuando para ir a comer a otro lugar. Tras el descubrimiento de Jin-ming, pudimos ver a nuestra madre en algunas ocasiones tras esperar en la calle. Algunas veces no la veíamos en la fila de prisioneros, lo que nos consumía de ansiedad. Ignorábamos que se trataba de ocasiones en las que su psicópata guardiana había decidido castigarla negándole autorización para salir a comer. A veces, sin embargo, la veíamos al día siguiente, una más del silencioso grupo compuesto por unos doce hombres y mujeres de expresión lúgubre que, con la cabeza inclinada, caminaban mostrando sus brazaletes blancos, en los que aparecían escritos cuatro siniestros caracteres en tinta negra: «buey diabólico, serpiente demoníaca».

Durante varios días seguidos acompañé a mi padre a aquella calle y aguardamos desde el amanecer hasta el mediodía sin lograr advertir signo alguno de su presencia. Paseábamos arriba y abajo, golpeando el suelo cubierto de escarcha con los pies para calentarnos. Una mañana, mientras esperábamos a que se levantara la espesa niebla que ocultaba los inertes edificios de cemento, apareció mi madre. Acostumbrada como estaba a ver con frecuencia a sus hijos esperándola en la calle, alzó rápidamente la mirada para comprobar si estábamos allí esta vez. Sus ojos se encontraron con los de mi padre. Sus labios temblaron, y también los de él, pero no emitieron sonido alguno. Se limitaron a contemplarse fijamente hasta que un guardián gritó a mi madre que bajara la vista. Mi padre permaneció con la mirada impasible durante largo rato después de que ella doblara la esquina.

Un par de días después, mi padre partió. A pesar de su calma y de su reserva pude detectar síntomas que indicaban que sus nervios estaban a punto de ceder. Me preocupaba terriblemente que pudiera perder la razón de nuevo, especialmente ahora que se veía obligado a sufrir aquel tormento físico y mental en soledad, lejos de su familia. Decidí acudir junto a él tan pronto como pudiera para hacerle compañía, pero era sumamente difícil hallar un medio de transporte hasta Miyi, ya que los servicios públicos de comunicación con aquellas remotas regiones se encontraban paralizados. Por ello, experimenté una inmensa alegría cuando, pocos días después, supe que mi escuela iba a ser trasladada a un lugar llamado Ningnan situado tan sólo a unos ochenta kilómetros de su campo.

En enero de 1969, todas las escuelas de enseñanza media de Chengdu fueron enviadas a una zona rural situada en algún lugar de Sichuan. Habríamos de vivir con los campesinos de las aldeas y ser «reeducados» por ellos. Nadie especificó en qué debía consistir exactamente dicha educación, pero Mao siempre había sostenido que las personas cultivadas eran inferiores a los campesinos analfabetos y que necesitaban reformarse para parecerse más a ellos. Uno de sus lemas rezaba: «Aunque los campesinos tienen las manos sucias y los pies manchados de estiércol son, sin embargo, mucho más limpios que los intelectuales.»

Mi escuela y la de mi hermana estaban repletas de hijos de seguidores del capitalismo, por lo que fueron trasladadas a lugares dejados de la mano de Dios a los que no se envió a ningún hijo de miembros de los Comités Revolucionarios. Éstos ingresaron en el Ejército, única alternativa frente a la del campo y mucho más cómoda que ésta. En aquella época, uno de los símbolos más claros de poder consistía en tener a los hijos en el Ejército.

En total, fueron enviados al campo unos quince millones de jóvenes a lo largo de lo que fue uno de los mayores desplazamientos de población de la historia. Una de las pruebas del orden existente bajo aquel caos fue la rapidez y la magnífica organización con que se llevó a cabo. Todos recibimos un subsidio destinado a adquirir ropa adicional, edredones, sábanas, maletas, mosquiteras y plásticos en los que envolver las colchonetas. Se prestó una atención minuciosa a detalles tales como proporcionarnos zapatillas, cantimploras y linternas. En su mayor parte, todas aquellas cosas habían de ser especialmente fabricadas, ya que no se encontraban disponibles en las desabastecidas tiendas. Los miembros de familias pobres tenían derecho a solicitar una ayuda económica adicional. Durante el primer año, el Estado nos suministraría dinero de bolsillo y raciones alimenticias, incluyendo arroz, aceite y carne que nos serían entregados en el pueblo que se nos asignara.

Desde el Gran Salto Adelante, el campo había sido organizado en comunas, cada una de las cuales agrupaba a cierto número de pueblos y podía incluir desde dos mil a veinte mil hogares. Cada comuna gobernaba sus propias brigadas de producción, las cuales se componían a su vez de diversos equipos de producción. Cada equipo de producción equivalía aproximadamente a un pueblo, y constituía la unidad básica de la vida rural. En mi escuela había hasta ocho alumnos asignados a cada equipo de producción, y se nos permitía escoger a aquellos compañeros con los que queríamos formar grupo. Yo escogí a los míos entre los que integraban el curso de Llenita. Mi hermana prefirió venirse conmigo en lugar de con su escuela, ya que se nos autorizaba a optar por un lugar en el que tuviéramos parientes. Mi hermano Jin-ming pertenecía a la misma escuela que yo, pero se quedó en Chengdu debido a que aún no había cumplido los dieciséis años fijados como edad de ruptura. Llenita tampoco fue, ya que era hija única.

Yo esperaba con ansiedad el traslado a Ningnan. Nunca había experimentado el esfuerzo del trabajo físico, y apenas me hacía idea de su significado. Imaginaba un entorno idílico desprovisto de consignas políticas. Un funcionario de Ningnan que había venido a hablar con nosotros nos había descrito el clima subtropical, con su elevado firmamento azul, sus grandes flores rojas de hibisco, sus enormes plátanos de treinta centímetros de longitud y el río de las Arenas Doradas -el tramo superior del Yangtzé- con su superficie reluciente bajo el sol y agitada por la suave brisa.

Para mí, que entonces vivía en un mundo invadido de grises neblinas y negras consignas murales, aquel sol y aquella vegetación tropicales se me antojaban como un sueño. Al escuchar las palabras del funcionario me imaginaba a mí misma en una montaña de flores bordeada por un río de aguas doradas. Cierto es que también había mencionado aquel misterioso «aire maligno» que yo ya conocía de la literatura clásica, pero incluso aquello parecía añadir un toque de antiguo exotismo. Para mí los únicos peligros residían en las campañas políticas. Otro motivo por el que deseaba ir era porque pensaba que me sería fácil visitar a mi padre. Sin embargo, no advertí entonces que entre nosotros se extendía una cadena de montañas de tres mil metros de altura desprovistas de sendero alguno. Nunca se me ha dado bien leer mapas.

El 27 de enero de 1969, mi escuela partió hacia Ningnan. Cada alumno estaba autorizado a llevar consigo una maleta y una colchoneta. Nos cargaron en camiones, en grupos de aproximadamente tres docenas de estudiantes por camión. Había pocos asientos, por lo que la mayoría nos sentamos en el suelo sobre las colchonetas. Durante tres días, el convoy de vehículos recorrió caminos rurales repletos de baches hasta llegar a la frontera de Xichang. Para ello atravesamos la llanura de Chengdu y las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas, procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por pandas.

La segunda tarde del viaje llegamos a un lugar llamado el Condado de Asbestos, bautizado con el nombre de su principal producción. El convoy se detuvo en un aislado lugar de la montaña para que pudiéramos utilizar los retretes, consistentes en dos casetas de barro equipadas con redondas letrinas comunales cubiertas de gusanos. No obstante, si repugnante era el espectáculo en el interior, el panorama exterior era escalofriante. Los obreros mostraban un rostro ceniciento y plomizo desprovisto de cualquier asomo de alegría. Aterrorizada, pregunté a uno de los miembros del equipo de propaganda, un amable individuo llamado Dong-an a quien habían encargado trasladarnos hasta nuestro destino, quiénes eran aquellas personas con aspecto de zombis. Convictos procedentes de un campo de lao-gai («reforma por el trabajo»), repuso él. Dado que la extracción de asbestos era una actividad altamente tóxica, normalmente corría a cargo de condenados a trabajos forzados que operaban sin apenas medidas de higiene y seguridad. Aquél fue mi primer y único encuentro con los gulags chinos.

El quinto día, el camión nos descargó en un granero situado en la cumbre de una montaña. La propaganda publicitaria me había hecho prever una recepción de personas con tambores que, acompañadas de una gran fanfarria, habrían adornado a los recién llegados con flores de papel encarnado. Por el contrario, fuimos recibidos por un único funcionario comunal que acudió al granero para darnos la bienvenida con un discurso pronunciado en el pomposo estilo de los periódicos y unas dos docenas de campesinos encargados de ayudarnos a transportar las maletas y las colchonetas. Sus rostros eran tan inexpresivos como inescrutables, y su lenguaje me resultó imposible de entender.

Mi hermana y yo nos dirigimos a nuestra nueva vivienda acompañadas de las dos muchachas y los cuatro jóvenes que completaban nuestro grupo. Los cuatro campesinos que transportaban parte de nuestro equipaje caminaban en absoluto silencio, y no parecían entender las preguntas que les hacíamos, por lo que también nosotros optamos por enmudecer. Durante horas, caminamos por el monte en fila india adentrándonos más y más en el vasto universo de aquellas verdosas y oscuras montañas. Yo, sin embargo, me encontraba demasiado fatigada para apreciar su belleza. Hubo un momento en que, tras apoyarme en una roca para recuperar el aliento, paseé la mirada sobre el horizonte que nos rodeaba. Nuestro grupo se me antojó insignificante entre la inmensidad de aquellas montañas eternas en las que no se distinguían caminos, casas ni seres humanos, tan sólo el susurro del viento entre los árboles y el rumor de riachuelos ocultos. Sentí que desaparecía en el interior de una región muda, extraña y salvaje.

Al anochecer llegamos a una oscura aldea. Allí no había electricidad, y el combustible se consideraba demasiado valioso para desperdiciarlo mientras quedara algo de luz. Los pobladores, inmóviles junto a sus puertas, nos contemplaban con la boca abierta y el rostro inexpresivo; era imposible adivinar en ellos interés o indiferencia. Eran las mismas miradas con las que se encontraron numerosos extranjeros tras la apertura de China al exterior durante la década de los setenta. De hecho, nosotros éramos tan extraños para aquellos aldeanos como ellos lo eran para nosotros.

El pueblo albergaba una residencia preparada para nuestra llegada. Se trataba de una edificación construida con barro y madera que comprendía dos salas, una para nosotras cuatro y otra para los cuatro muchachos. Un pasillo conducía al ayuntamiento, donde se había instalado un fogón para que pudiéramos cocinar.

Exhausta, me desplomé sobre el duro tablón de madera que hacía las veces de cama y que habría de compartir con mi hermana. Algunos niños nos habían seguido, profiriendo pequeños gritos de excitación. Comenzaron a llamar a la puerta, pero cada vez que la abríamos salían corriendo y regresaban a golpearla de nuevo tan pronto como cerrábamos. Emitiendo extraños sonidos, atisbaban por nuestra ventana, apenas un orificio cuadrado abierto en la pared y desprovisto de persiana. Yo estaba desesperada por lavarme. Clavamos una vieja camisa sobre el ventanuco a modo de cortina y comenzamos a empapar las toallas en el agua helada de nuestras palanganas. Intenté hacer caso omiso de las constantes risitas de los chiquillos, para entonces ocupados en alzar la «cortina» una y otra vez. Nos vimos obligadas a conservar puestas nuestras chaquetas acolchadas mientras nos aseábamos.

Uno de los muchachos de nuestro grupo actuaba como líder y contacto con los aldeanos. Se nos concedían unos cuantos días, dijo, para organizar el suministro de nuestras necesidades cotidianas, tales como agua, leña y queroseno. Hecho esto, tendríamos que comenzar a trabajar en los campos.

En Ningnan todo se hacía manualmente, tal y como había sido tradicional durante al menos dos mil años. No había maquinaria, y tampoco animales de tiro. Los campesinos soportaban una escasez de alimentos que no les permitía mantener asnos o caballos. Con motivo de nuestra llegada, los lugareños habían llenado de agua un tanque redondo fabricado con barro. Al día siguiente pude advertir hasta qué punto era valiosa cada gota. Para conseguir el agua teníamos que cargar al hombro una vara de la que pendían dos barriles de madera y trepar durante media hora a lo largo de estrechos senderos hasta llegar al pozo. Una vez llenos, cada uno de los barriles pesaba más de cuarenta kilos, pero el dolor de los hombros se me hacía insoportable incluso cuando estaban vacíos. Me sentí inmensamente aliviada cuando los chicos anunciaron galantemente que el suministro del agua sería tarea suya.

También se ocupaban de cocinar, ya que tres de nosotras -yo misma incluida- jamás habíamos cocinado en nuestra vida, a causa del tipo de familias en que habíamos sido educadas. Así pues, me vi en la necesidad de aprender a cocinar por las bravas. El grano llegaba entero, y tenía que ser previamente machado en un mortero con un pesado majador que blandíamos con todas nuestras fuerzas. A continuación, la mezcla había de ser vertida en una estrecha cesta de bambú de gran tamaño que posteriormente se balanceaba con un movimiento especial de los brazos para que las cascaras -más ligeras- quedaran sobre la superficie y fuera posible retirarlas y aprovechar el arroz que quedaba bajo ellas. Al cabo de un par de minutos, los brazos comenzaban a dolerme insoportablemente y terminaban por temblarme tanto que no era capaz de coger la cesta. Cada comida se convertía en una batalla extenuante.

Por si fuera poco, teníamos que hacer acopio de combustible. Había dos horas de caminata hasta la zona del bosque que las autoridades de protección forestal habían designado para recolectar leña. Sólo se nos permitía cortar ramas pequeñas, por lo que trepábamos por los cortos pinos y blandíamos ferozmente nuestros cuchillos. Los troncos se apilaban en haces que luego transportábamos sobre nuestras espaldas. Yo era la más joven del grupo, por lo que sólo se me obligaba a llevar un cesto de plumosas agujas de pino. Sin embargo, el viaje de regreso suponía otras dos horas más de ascenso y descenso a través de senderos de montaña, y cuando por fin llegábamos solía sentirme tan exhausta que el peso de mi carga se me antojaba de al menos sesenta kilos. No podía dar crédito a mis ojos cuando situaba la cesta en la balanza, ya que apenas llegaba a pesar dos kilos y medio, una cantidad de madera que se consumía rápidamente y que difícilmente daba para hervir un wok de agua.

En una de las primeras salidas que hicimos para recoger leña me rasgué el fondillo del pantalón al bajar de un árbol. Me sentí tan avergonzada que me escondí entre los árboles y salí cuando ya todos habían emprendido la marcha para no llevar detrás a nadie que pudiera verme. Los muchachos, todos ellos perfectos caballeros, insistieron en que abriera la marcha para asegurarse de que no caminaban demasiado aprisa para mí, y me vi obligada a repetir varias veces que no me importaba en absoluto ser la última y que no lo decía por cortesía.

Ni siquiera las visitas al retrete eran tarea fácil. Para ello había que descender por una inclinada y resbaladiza ladera hasta alcanzar un profundo pozo abierto en el redil de las cabras. No había más remedio que dar el rostro o la espalda a las cabras, sumamente aficionadas a embestir al primer intruso que veían. Debido a aquello, me asaltaron tales nervios que durante varios días fui incapaz de evacuar correctamente. Después de salir del redil, había que realizar un enorme esfuerzo para trepar de nuevo por la cuesta, por lo que cada vez que regresaba llevaba conmigo una nueva colección de magulladuras extendidas por todo mi cuerpo. El primer día que trabajamos con los campesinos se me asignó transportar estiércol de cabra desde el retrete hasta unas diminutas parcelas que acababan de ser incendiadas para despojarlas de arbustos y de hierba. El terreno aparecía cubierto por una capa de ceniza que, una vez mezclada con excrementos humanos y animales, habría de servir para fertilizar el suelo antes del arado primaveral, tarea que también se realizaba manualmente.

Tras cargar el pesado cesto sobre mis hombros, me arrastré con dificultad ladera arriba, caminando a cuatro patas. El estiércol estaba ya bastante seco, pero parte de él comenzó a rezumar sobre mi chaqueta de algodón, traspasándola hasta alcanzar mi ropa interior y mi espalda; asimismo, cierta cantidad rebosó y se depositó sobre mis cabellos. Cuando por fin alcancé los campos vi cómo las campesinas descargaban hábilmente sus cestos doblando la cintura hacia un lado e inclinándolos de tal modo que todo su contenido caía al suelo. Yo, sin embargo, no lograba conseguir el mismo resultado. Desesperada por librarme del peso que oprimía mi espalda, intenté descargar la cesta. Para ello, extraje el brazo derecho de su asidero y, de repente, la cesta se desplomó hacia la izquierda con un poderoso impulso arrastrando mi hombro tras ella y precipitándome al suelo sobre el montón de estiércol que contenía. Pocos días después, una de mis amigas se dislocó la rodilla a causa de un accidente similar, pero yo sólo me torcí ligeramente la cadera.

La dureza del trabajo formaba parte de la «reforma del pensamiento». En teoría, el esfuerzo debía ser motivo de disfrute, ya que nos acercaba al día en que nos convertiríamos en seres nuevos y más parecidos a los campesinos. Antes de la Revolución Cultural, yo había aceptado con total convencimiento aquella inocente teoría, y me había esforzado deliberadamente para transformarme en una persona mejor. En cierta ocasión, durante la primavera de 1966, mi curso había sido encargado de colaborar en la construcción de una carretera. A las muchachas se nos asignaron tareas livianas, tales como separar las piedras que luego tendrían que romper los chicos. Yo me ofrecí para realizar trabajos masculinos y terminé con los brazos espantosamente hinchados de tanto romper piedras con un grueso mazo que apenas podía levantar. Ahora, apenas tres años después, mi adoctrinamiento se estaba viniendo abajo. Desaparecido el apoyo psicológico que me proporcionaban mis ciegas creencias, no pude evitar sentir un profundo odio hacia el trabajo que se me obligaba a realizar en las montañas de Ningnan, ya que se me antojaba completamente absurdo.

A los pocos días de mi llegada, comencé a padecer un serio sarpullido cutáneo que reapareció durante los tres años siguientes cada vez que visitaba el campo. Ninguna medicina parecía capaz de curarlo, y me veía atormentada día y noche por un picor que me impulsaba a rascarme sin cesar. Al cabo de tres semanas de iniciar mi nueva vida, me salieron varias llagas purulentas y mis piernas se inflamaron a causa de las infecciones. Sufrí asimismo diarreas y vómitos. Con la clínica de la comuna a unos cincuenta kilómetros de distancia, me sentía terriblemente débil y enferma en un momento en que precisaba de toda mi fuerza física.

No tardé en llegar a la conclusión de que no cabía albergar demasiadas esperanzas de poder visitar a mi padre mientras estuviera en Ningnan. La carretera decente más cercana se encontraba a un día de penosa caminata, e incluso una vez allí no había posibilidad de encontrar un transporte público. Los camiones eran escasos y pasaban a largos intervalos, y era sumamente improbable que se dirigieran a Miyi desde donde yo estaba. Por fortuna, el hombre del equipo de propaganda, Dong-an, acudió al pueblo para comprobar que habíamos conseguido instalarnos adecuadamente. Cuando advirtió mi enfermedad, me sugirió amablemente que regresara con él a Chengdu para someterme a tratamiento. Él debía volver con los últimos camiones que nos habían transportado hasta Ningnan y así, veintiséis días después de mi llegada, partí de regreso hacia Chengdu.

Al marcharme, me di cuenta de que apenas había llegado a trabar conocimiento con los campesinos de nuestra aldea. La única persona que había conocido allí era el contable del pueblo, quien al tratarse de la persona más culta de la zona venía a vernos a menudo para intercambiar opiniones intelectuales. Su casa era la única que había llegado a visitar, y siempre recordaré las suspicaces miradas que pude advertir en el curtido rostro de su esposa, ocupada en lavar los sanguinolentos intestinos de un cerdo mientras acarreaba a su silencioso hijito sobre las espaldas. Cuando la saludé me dirigió una breve mirada de indiferencia y no me devolvió el saludo. Sintiéndome turbada y extraña, me despedí rápidamente.

Durante los pocos días que trabajé con los campesinos me sentía tan desprovista de energía que apenas hablé con ellos como es debido. Se me antojaban remotos, desinteresados y separados de mí por las impenetrables montañas de Ningnan. Sabía que se esperaba de nosotros que nos esforzáramos por visitarlos, cosa que mi hermana y mis amigos -a la sazón en mejor forma que yo- hacían todas las tardes, pero yo me sentía permanentemente agotada, enferma y acosada por los picores. Por otra parte, visitarles hubiera significado que me conformaba con la perspectiva de pasar allí los mejores años de mi vida, cuando inconscientemente me negaba a aceptar una existencia de campesina. Sin admitirlo específicamente, no podía evitar el rechazar la existencia que Mao me había asignado.

Cuando llegó el momento de mi partida sentí una súbita nostalgia por la extraordinaria belleza de Ningnan. Mientras me esforzaba por seguir adelante con mi vida allí no había podido apreciar adecuadamente aquellas montañas. La primavera se había adelantado a febrero, y los dorados jazmines de invierno brillaban junto a los carámbanos que colgaban de los pinos. Los riachuelos de los valles formaban una sucesión de transparentes estanques rodeados por rocas de extrañas formas. Los reflejos del agua mostraban magníficas nubes, bóvedas de árboles majestuosos e inflorescencias desconocidas que surgían de las grietas de los peñascos. Tras lavar la ropa en aquellas pozas espléndidas, solíamos tenderla sobre las rocas para que secara bajo el sol y el soplo de aquel aire vigoroso. A continuación, nos tendíamos sobre la hierba y escuchábamos la vibración de los pinares agitados por la brisa. Nunca dejé de maravillarme ante el espectáculo de las laderas de las montañas distantes, cubiertas de melocotoneros silvestres, mientras imaginaba la masa de flores rosadas que los cubrirían al cabo de pocas semanas.

Cuando llegué a Chengdu, tras cuatro interminables días de traqueteo en la parte trasera de un camión vacío durante los que sufrí frecuentes vómitos y diarreas, acudí directamente a la clínica contigua al complejo. Las inyecciones y las pastillas que me suministraron me curaron rápidamente. Mi familia aún tenía acceso a la clínica, al igual que a la cantina. El Comité Revolucionario de Sichuan era un organismo dividido y poco eficiente: aún no había conseguido organizar una administración que funcionara. Ni siquiera había logrado instaurar normas que gobernaran diversos aspectos de la vida cotidiana. Como resultado, el sistema sufría numerosas lagunas: muchos de los antiguos usos continuaban practicándose, y la población había vuelto en gran medida a utilizar sus propios recursos. La dirección de la cantina y la clínica no se habían negado a atendernos, por lo que seguíamos utilizando sus servicios.

Mi abuela dijo que además de las inyecciones y pastillas occidentales recetadas por la clínica necesitaba tomar ciertos medicamentos chinos. Un día, regresó a casa con un pollo y algunas raíces de membranoso tragacanto y angélica china consideradas altamente bu («curativas»), y me preparó una sopa a la que añadió cebolletas de primavera muy picadas. Se trataba de ingredientes no disponibles en las tiendas, por lo que había tenido que recorrer varios kilómetros para adquirirlos en uno de los mercados negros rurales.

Mi abuela tampoco se encontraba bien. A veces la veía tendida en la cama, lo que resultaba sumamente inusual en ella; había sido siempre una mujer tan enérgica que rara vez la habíamos visto permanecer quieta un minuto, pero en aquellos días solía cerrar los ojos y morderse los labios con fuerza, lo que me hacía pensar que debía de sufrir grandes dolores. Sin embargo, cada vez que le preguntaba me respondía que no le ocurría nada y seguía recogiendo medicinas y haciendo colas para conseguir mis alimentos.

No tardé en encontrarme mucho mejor. Dado que no había autoridad alguna que pudiera ordenar mi regreso a Ningnan, comencé a planear un viaje para visitar a mi padre. En esos días, sin embargo, llegó un telegrama de Yibin anunciando que mi tía Jun-ying, que hasta entonces había estado cuidando de mi hermano pequeño Xiao-fang, se encontraba gravemente enferma. Pensé que en tales circunstancias mi deber era ir a atenderlos.

La tía Jun-ying y el resto de los parientes de mi padre en Yibin se habían portado de un modo muy afectuoso con mi familia a pesar del hecho de que mi padre había roto la ancestral tradición china de ocuparse de los propios parientes. Tradicionalmente, se consideraba un deber filial de los hijos el preparar para su madre un pesado féretro de madera cubierto por varias capas de pintura y organizar para ella grandiosos funerales, a menudo financieramente catastróficos. El Gobierno, sin embargo, recomendaba con insistencia la celebración de funerales más simples seguidos de cremación (con objeto de ahorrar terreno). A la muerte de su madre, en 1958, mi padre no supo de su fallecimiento hasta después del funeral, ya que su familia temía que pusiera objeciones a la celebración de un entierro y funeral aceptables. Asimismo, sus familiares apenas nos visitaron después de nuestro traslado a Chengdu.

No obstante, cuando mi padre empezó a tener problemas con la Revolución Cultural todos acudieron para ofrecernos su ayuda. La tía Jun-ying, quien realizaba a menudo el viaje entre Yibin y Chengdu, terminó por hacerse cargo de Xiao-fang para aliviar a mi abuela de parte de sus obligaciones. Compartía una casa con la hermana pequeña de mi padre, y había cedido desinteresadamente la mitad de su parte a los familiares de un pariente lejano, quienes se habían visto obligados a abandonar su propio hogar en ruinas.

Cuando llegué, encontré a mi tía sentada en una butaca de mimbre junto a la puerta principal que daba acceso al vestíbulo que hacía las veces de sala de estar. En el lugar de honor descansaba un enorme féretro construido de pesada madera de color rojo oscuro. Se trataba del único lujo que se había permitido. Al verla me sentí inundada de tristeza. Acababa de sufrir un ataque al corazón, y tenía las piernas semiparalizadas. Los hospitales funcionaban de modo esporádico. Sin nadie que efectuara las reparaciones necesarias, sus servicios se habían interrumpido, y el suministro de medicamentos era igualmente irregular. Los médicos habían dicho a la tía Jun-ying que nada podían hacer por ella, por lo que había decidido permanecer en casa.

Sus mayores dificultades le sobrevenían a la hora de evacuar. Después de las comidas solía sentirse insoportablemente hinchada, pero no lograba encontrar alivio si no era a costa de fuertes dolores. En ocasiones, las recetas de sus parientes le proporcionaban cierta ayuda, si bien fallaban en la mayoría de los casos. Yo solía administrarle frecuentes masajes en el estómago y en cierta ocasión, ante sus desesperadas súplicas, llegué a introducirle un dedo en el ano en un intento de retirar los excrementos. Todos aquellos remedios apenas le producían un alivio temporal y, en consecuencia, no se atrevía a comer demasiado. Se sentía terriblemente débil, y solía permanecer sentada en la butaca de mimbre del vestíbulo durante horas, contemplando las papayas y los bananos del jardín trasero. Tan sólo una vez me dijo con un suave susurro: «Tengo tanta hambre… ojalá pudiera comer…»

Ya no podía caminar sin ayuda, y el mismo acto de incorporarse suponía para ella un enorme esfuerzo. Para evitar que le salieran llagas, me sentaba a menudo junto a ella para que se apoyara sobre mí. Ella me decía que era una buena enfermera, y que debía de estar ya cansada y aburrida de permanecer allí. Por mucho que insistiera, se negaba a permanecer sentada más allá de un breve período cada día para que yo pudiera «salir y divertirme».

Ni que decir tiene que en el exterior no existía medio alguno de diversión. Sentía enormes deseos de poder leer algo, pero fuera de los cuatro volúmenes de Las obras selectas de Mao Zedong todo lo que pude descubrir en casa fue un diccionario. El resto de los libros había sucumbido al fuego. Así pues, me entretuve en estudiar los quince mil caracteres que contenía y en aprenderme de memoria aquellos que desconocía.

El resto del tiempo lo pasaba cuidando de mi hermano de siete años, Xiao-fang, y dando largos paseos con él. Algunas veces, el pequeño se aburría y pedía cosas como escopetas de juguete o los caramelos de colores que ocupaban en solitario los escaparates de las tiendas. Yo, no obstante, carecía de dinero -ya que tan sólo recibíamos una pequeña asignación-, y Xiao-fang era incapaz de comprender aquello debido a su corta edad, por lo que se revolcaba en el suelo polvoriento, gritando, chillando y rompiéndome la chaqueta a tirones. En aquellas ocasiones, yo me agachaba e intentaba engatusarle hasta que, al final, desesperada, me echaba también a llorar. Ante aquello, él solía controlarse y hacer las paces conmigo, tras lo cual ambos regresábamos exhaustos a casa.

Incluso en plena Revolución Cultural, Yibin era una ciudad dotada de una atmósfera sumamente agradable. Sus ondulantes ríos y sus serenas colinas, tras las que se extendía un horizonte difuso, me inspiraban cierta sensación de eternidad y me aliviaban temporalmente del sufrimiento que me rodeaba. Al caer la noche, los carteles y los altavoces esparcidos por la ciudad interrumpían sus mensajes, y las oscuras callejas se veían envueltas por una niebla rasgada tan sólo por la luz temblorosa de las lámparas de aceite al escapar a través de las grietas de puertas y ventanas. De cuando en cuando podían verse islotes de luz que indicaban la presencia de puestos de comida aún abiertos. No es que tuvieran mucho que vender, pero la mayoría contenía una mesa cuadrada de madera rodeada por cuatro bancos alargados de color oscuro que brillaban por el roce de los comensales que los habían utilizado durante tantos años. Sobre la mesa podía distinguirse una diminuta chispa del tamaño de un guisante procedente de una lámpara de aceite de colza. En torno a aquellas mesas nunca había gente charlando, pero los dueños mantenían sus locales abiertos. Antiguamente, se hubieran visto repletas de gente ocupada en contarse chismorreos y beber el «licor de cinco granos» típico de la localidad acompañándolo con carne en adobo, lengua de cerdo estofada con salsa de soja y cacahuetes tostados con sal y pimienta. Los puestos vacíos evocaban en mí la imagen de Yibin en la época en que la ciudad no se había hallado completamente dominada por la política.

Al abandonar las callejas, mis oídos se veían asaltados por los altavoces. En el centro de la ciudad reinaba el estruendo perpetuo de gritos y denuncias. Independientemente de su contenido, su volumen resultaba de por sí insoportable, y me vi obligada a desarrollar una técnica que me permitía hacer oídos sordos a cuanto me rodeaba con objeto de conservar la cordura.

Una tarde de abril, una noticia captó súbitamente mi atención. Se había celebrado en Pekín un Congreso del Partido. Como de costumbre, a la población se le ocultaba las verdaderas actividades de aquella importante asamblea de sus «representantes». Tras anunciarse los nuevos nombres del órgano dirigente sentí caérseme el alma a los pies al oír que se había confirmado la nueva organización de la Revolución Cultural.

Aquel congreso -el noveno- señaló formalmente el establecimiento del sistema de poder personal de Mao. Pocos de los antiguos líderes del congreso anterior, celebrado en 1956, habían conseguido permanecer en sus puestos hasta entonces. De diecisiete miembros del Politburó, tan sólo cuatro permanecían en el poder: Mao, Lin Biao, Zhou Enlai y Li Xiannian. El resto o bien habían muerto o habían sido denunciados y destituidos. Algunos de ellos no tardarían en morir a su vez.

El presidente Liu Shaoqi, considerado el número dos del Octavo Congreso, permanecía detenido desde 1967 y había sido salvajemente golpeado en diversas asambleas de denuncia. Se le negaban medicamentos tanto para su antigua diabetes como para su reciente pulmonía y tan sólo recibía tratamiento cuando se hallaba al borde de la muerte debido a que la señora Mao había ordenado explícitamente que debía permanecer vivo para que el Noveno Congreso contara con un «objetivo viviente». Durante el congreso, Zhou Enlai se encargó de leer el veredicto, según el cual Liu Shaoqi era «un traidor criminal, un espía enemigo, un canalla al servicio de los imperialistas, los revisionistas modernos [Rusia] y el Kuomintang». Tras el congreso, el régimen se aseguró de que viviera la totalidad de su agonía.

El mariscal Ho Lung, otro antiguo miembro del Politburó a la vez que uno de los fundadores del Ejército comunista, murió apenas dos meses después del congreso. Debido al poder que había ejercido en el seno de las Fuerzas Armadas fue atormentado con dos años y medio de lenta tortura, planificada -según reveló a su mujer- «para destruir mi salud y asesinarme sin necesidad de derramar mi sangre». El suplicio al que fue sometido incluía la limitación a una pequeña lata de agua diaria durante los ardientes días del verano, la ausencia de calefacción durante el invierno -época en la que las temperaturas permanecían muy por debajo de cero durante varios meses- y la interrupción de la medicación para su diabetes. Por fin, su diabetes empeoró y murió tras la administración de una potente dosis de glucosa durante una de sus crisis diabéticas.

Tao Zhu, el miembro del Politburó que había ayudado a mi madre a comienzos de la Revolución Cultural, permaneció detenido y en condiciones inhumanas durante tres años, lo que destruyó su salud. Se le negó tratamiento médico hasta que su cáncer de vesícula empeoró considerablemente y Zhou Enlai autorizó la operación. Sin embargo, las ventanas de su habitación de hospital permanecieron constantemente tapadas con papeles de periódico, y sus familiares no fueron autorizados a verle ni en su lecho de muerte ni después de que ésta tuviera lugar.

El mariscal Peng Dehuai murió tras un tormento igualmente prolongado que, en su caso, duró ocho años, hasta 1974. Su última petición -que le sacaran de su habitación, oscurecida con papel de periódico, para poder contemplar los árboles y la luz del día- resultó denegada. Aquellas y otras muchas persecuciones similares formaban parte de los métodos típicos imperantes durante la Revolución Cultural de Mao. En lugar de firmar penas de muerte, el líder se limitaba a señalar sus intenciones, tras lo cual siempre surgía alguien dispuesto a ejecutar el tormento e improvisar los detalles más sangrientos. Entre sus métodos se incluían la presión psicológica, la brutalidad física, la negación de cuidados médicos e, incluso, la administración de medicamentos que pudieran poner fin a la vida de sus víctimas. Aquella clase de muerte recibió un nombre especial en chino: po-hai zhi-si, «perseguidos hasta morir». Mao era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, y solía animar a los verdugos por medio de su «consentimiento tácito» (mo-xu) lo que le permitía librarse de sus enemigos sin cargar con culpa alguna. La responsabilidad era ineludiblemente suya, si bien no de modo exclusivo. Los verdugos también aportaban su propia iniciativa. Los subordinados de Mao se mantenían constantemente alerta e intentaban anticiparse a sus deseos buscando nuevos modos de complacerle que, al mismo tiempo, alimentaran sus propias tendencias sádicas.

Los horribles detalles de las persecuciones sufridas por numerosos líderes no fueron revelados hasta algunos años más tarde. Cuando salieron a la luz, nadie en China se sintió sorprendido. Todos conocíamos ya demasiados casos por propia experiencia.

La transmisión radiada en la plaza incluía la enumeración de los miembros del nuevo Comité Central. Aterrada, me mantuve a la espera de escuchar los nombres de los Ting hasta que, efectivamente, fueron pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos de mi familia.

Poco después llegó un telegrama diciendo que mi abuela se había desmayado y se encontraba en cama. Anteriormente, jamás había hecho nada semejante. La tía Jun-ying me apremió a regresar a casa para atenderla, por lo que Xiao-fang y yo tomamos el siguiente tren con destino a Chengdu.


Mi abuela, próxima ya a cumplir sesenta años, había visto su estoicismo finalmente conquistado por el dolor, un dolor que taladraba su cuerpo y se desplazaba a través de él para concentrarse finalmente en los oídos. Los médicos de la clínica del complejo le dijeron que podría tratarse de un problema de nervios para el que no tenían cura; le recomendaron, sin embargo, que procurara mantenerse de buen humor. Así pues, la llevé a un hospital situado a media hora de camino de la calle del Meteorito.

Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.

El hospital aún funcionaba, gracias a la profesionalidad y dedicación de algunos de sus empleados. Sobre sus muros de ladrillo pude ver grandes consignas de sus colegas más militantes en los que se acusaba a los primeros de servirse del trabajo para aniquilar la revolución (una acusación habitual que sufrían aquellos que intentaban continuar realizando sus trabajos). La doctora que nos atendió sufría tics en los párpados y mostraba unas profundas ojeras. Deduje que debía de estar agotada por la afluencia de pacientes, a lo que había que añadir los ataques políticos a los que tendría que enfrentarse. El hospital rebosaba de hombres y mujeres de expresión amarga. Algunos tenían el rostro magullado; otros permanecían tendidos sobre parihuelas con las costillas rotas. Eran todos víctimas de las asambleas de denuncia.

Ninguno de los médicos fue capaz de diagnosticar el padecimiento de mi abuela. No había aparato de rayos X ni ningún otro instrumento que permitiera una exploración adecuada. Estaban todos estropeados. Suministraron a mi abuela diversos analgésicos, y cuando éstos dejaron de surtir efecto la ingresaron en el hospital. Los pabellones estaban atestados, y las camas se tocaban unas a otras. Incluso los pasillos aparecían bordeados por camas. Las escasas enfermeras que corrían de un pabellón a otro no se bastaban para atender a todos los pacientes, por lo que decidí quedarme con mi abuela.

Regresé a casa para recoger algunos utensilios con los que cocinar sus comidas. Llevé también conmigo un colchón de bambú que extendí bajo su cama. Por la noche, cuando me despertaban sus quejidos, apartaba el delgado edredón que me cubría y le administraba masajes que la calmaban temporalmente. Desde debajo de la cama podía percibirse en la estancia un intenso olor a orines. Todos los pacientes tenían su orinal junto al lecho. Mi abuela, sin embargo, era muy escrupulosa en cuestiones de higiene, e insistía en levantarse y caminar hasta el lavabo incluso durante la noche. El resto de los pacientes, sin embargo, no eran tan quisquillosos, y a menudo sus orinales tardaban varios días en ser vaciados. Las enfermeras se encontraban demasiado ocupadas para preocuparse por detalles tan nimios.

La ventana que se abría junto a la cama de mi abuela daba al jardín delantero. Toda su superficie aparecía invadida por las hierbas, y sus bancos de madera estaban a punto de desplomarse. La primera vez que me asomé a verlo pude ver a varios niños ocupados en quebrar las pocas ramas de un pequeño magnolio que aún conservaba dos o tres flores mientras los adultos pasaban junto a ellos indiferentes a la escena. El vandalismo contra las plantas había pasado a formar parte de la vida cotidiana hasta un punto en que apenas llamaba la atención.

Un día, mirando por la ventana, distinguí a Bing -uno de mis amigos- descendiendo de su bicicleta. Mi corazón dio un vuelco, y sentí un súbito ardor en el rostro. Rápidamente estudié mi reflejo en el cristal, ya que mirarme en un espejo en público habría conllevado verme criticada como elemento burgués. Iba vestida con una chaqueta de cuadros blancos y rosados, diseño recientemente permitido para los atuendos de las jóvenes. Se autorizaba de nuevo el cabello largo, pero sólo si se recogía en dos trenzas, y yo pasaba horas y horas reflexionando acerca de cómo llevar las mías: ¿una junto a otra, quizá, o separadas entre sí? ¿Rectas o ligeramente curvadas en las puntas? ¿Debían ser las trenzas más largas que las coletas que las remataban o viceversa? Aquellas decisiones tan elementales se me hacían interminables. No existían normas oficiales acerca del peinado o la ropa. El uso diario venía determinado por lo que llevaban los demás, y las opciones eran tan escasas que la gente miraba constantemente a su alrededor en busca de una mínima variación. Representaba un auténtico desafío al ingenio el lograr un aspecto atractivo y distinto que al mismo tiempo fuera lo bastante similar al del resto de las personas como para que ningún dedo inquisitorial pudiera señalar de un modo específico en qué consistía la herejía.

Aún estaba ocupada estudiando mi aspecto cuando Bing penetró en el pabellón. En su aspecto no había nada fuera de lo corriente, pero le envolvía un cierto aire que lo distinguía de los demás. Exudaba un toque de cinismo poco habitual en aquellos años en que el sentido del humor brillaba por su ausencia, y yo me sentía profundamente atraída hacia él. Su padre había sido director de departamento en el Gobierno provincial anterior a la Revolución Cultural, pero Bing era distinto de la mayoría de los hijos de altos funcionarios. «¿Por qué tienen que enviarme a mí al campo?», solía decir, y de hecho se las arregló para obtener un certificado de enfermedad incurable que evitó su partida. Fue la primera persona en la que advertí la presencia de una inteligencia abierta y de una mente irónica e inquisitiva que nunca juzgaba por las apariencias, a la vez que el primero que despejó los tabúes que albergaba mi mente.

Hasta entonces había rechazado la posibilidad de cualquier relación amorosa. La devoción que sentía hacia mi familia, intensificada por la adversidad, ensombrecía cualquier otra emoción que hubiera podido experimentar. Aunque en mi interior siempre había existido otra identidad, una identidad sexual que pugnaba por salir al exterior, siempre había conseguido mantenerla encerrada. Conocer a Bing, sin embargo, me llevó al borde de aceptar un compromiso amoroso.

Aquel día, Bing se presentó en el pabellón de mi abuela con un ojo morado. Me dijo que acababa de golpearle Wen, un joven que había regresado de Ningnan para acompañar a una muchacha que se había roto una pierna. Bing describió la pelea sin darle importancia, asegurando con gran satisfacción que Wen sentía celos porque no disfrutaba tanto como él de mi compañía y atención. Posteriormente, sin embargo, conocí la versión del propio Wen: había golpeado a Bing porque no podía soportar «esa arrogante sonrisa suya».

Wen era bajo y robusto, de dientes prominentes y manos y pies enormes. Al igual que Bing, era hijo de altos funcionarios. Solía remangarse la camisa y las perneras y calzaba un par de sandalias de paja, al modo campesino, inspirándose en el modelo de uno de los jóvenes que aparecían en los carteles de propaganda. Un día me dijo que regresaba a Ningnan para continuar reformándose. Cuando le pregunté el motivo, dijo despreocupadamente: «Para seguir los pasos del presidente Mao. ¿Por qué, si no? Para eso soy guardia rojo del presidente Mao.» Durante unos instantes, permanecí sin habla. Había comenzado a pensar que la gente solamente utilizaba aquella jerga en ocasiones oficiales. Es más: ni siquiera había adoptado la solemne expresión obligatoria a la hora de representar aquellas pantomimas. El tono distraído con que había hablado me convenció de que sus palabras eran sinceras.

Sin embargo, el modo de pensar de Wen no me impulsaba a evitarle. La Revolución Cultural me había enseñado a no juzgar a las personas por sus creencias, sino a dividirlas entre aquellas capaces o incapaces de mostrar crueldad y sadismo. Sabía que Wen era una persona decente, y a él recurrí en busca de ayuda cuando decidí abandonar Ningnan de modo permanente.

Había permanecido dos meses fuera de Ningnan. No había ninguna norma que lo prohibiera, pero el régimen contaba con una poderosa arma para asegurarse de que me vería obligada a regresar a las montañas más pronto o más tarde: mi registro de residencia había sido trasladado de Chengdu a Ningnan, y mientras permaneciera en la ciudad no tendría derecho a alimentos ni a bienes de racionamiento. Por el momento subsistía compartiendo las raciones de mi familia, pero se trataba de una situación que no podría alargarse eternamente. Me di cuenta de que tendría que arreglármelas para conseguir que mi registro fuera trasladado a algún lugar cercano a Chengdu.

La propia Chengdu quedaba descartada, ya que no se permitía a nadie trasladar un registro rural a la ciudad. Asimismo, estaba prohibido trasladarse de un lugar agreste y montañoso a otra zona más rica, tal como era la llanura que rodeaba Chengdu. Sin embargo, había un modo de burlar las normas: podíamos trasladarnos si contábamos con parientes dispuestos a aceptarnos, y era también posible inventarse tales parientes, ya que nadie hubiera podido seguir la pista de los numerosos familiares con que habitualmente cuenta un chino.

Proyecté el traslado con Nana, una buena amiga mía que acababa de regresar de Ningnan para intentar descubrir un medio de salir de allí. También incluimos en el plan a mi hermana, quien aún estaba en Ningnan. Para obtener el traslado de nuestros registros necesitábamos antes que nada tres cartas: una de una comuna diciendo que nos aceptaría si contábamos con la recomendación de algún pariente que pudiéramos tener entre sus miembros; otra del condado al que pertenecía la comuna, en la que se aprobara el contenido de la primera, y una tercera del Departamento de Juventudes Urbanas de Sichuan en la que éste aprobara a su vez el traslado. Cuando tuviéramos las tres teníamos que regresar a nuestros equipos de producción en Ningnan para que éstos autorizasen el traslado antes de que el registro del condado de Ningnan nos pusiera finalmente en libertad. Sólo entonces nos entregarían el documento crucial para todo ciudadano de China: los libros de registro que deberíamos entregar a las autoridades en nuestro próximo lugar de residencia.

La vida se tornaba igualmente complicada y desalentadora cada vez que alguien se apartaba en lo más mínimo de la rígida planificación de las autoridades, y en la mayoría de los casos surgían complicaciones inesperadas. Mientras planeaba cómo organizar el traslado, el Gobierno dictó de repente una regulación por la que se congelaban todos los traslados posteriores al 21 de junio. Para entonces, estábamos ya en la tercera semana de mayo, por lo que sería imposible localizar a tiempo a un pariente real que quisiera aceptarnos y completar todas las formalidades a tiempo.

Recurrí a Wen. Sin dudarlo un instante, se ofreció a «crear» las tres cartas. La falsificación de documentos oficiales era un delito grave castigado con largas condenas de cárcel, pero aquel devoto guardia rojo de Mao acalló mis ruegos de cautela sin darles mayor importancia.

Los elementos cruciales de toda falsificación eran los sellos. En China, los documentos adquieren carácter oficial por los sellos que portan. Wen era un buen calígrafo, capaz de grabarlos siguiendo el estilo de los oficiales. Para ello se servía de pastillas de jabón. En una sola tarde tuvo listas las tres cartas que cada una de las tres necesitábamos y que, aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos con el resto del procedimiento.

Cuando llegó el momento de partir, me sentí terriblemente indecisa, puesto que ello implicaba dejar a mi abuela en el hospital. Ella me animó a marchar, diciendo que no tardaría en volver a casa para cuidar de mis hermanos pequeños. Yo no intenté disuadirla, ya que el hospital era un lugar espantosamente deprimente. Además del repugnante olor que reinaba en él, era increíblemente ruidoso: tanto de día como de noche podían oírse gemidos, golpes y conversaciones en voz alta en los pasillos. Los altavoces despertaban a todo el mundo a las seis de la mañana, y en numerosas ocasiones los enfermos fallecían en presencia del resto de los pacientes.

La tarde en que fue dada de alta, mi abuela experimentó un agudo dolor en la base de la columna. Le fue imposible sentarse en el portaequipajes de la bicicleta, por lo que Xiao-hei condujo el vehículo hasta casa con sus ropas, toallas, palanganas, termos y utensilios de cocina y yo fui caminando junto a ella para prestarle apoyo. Hacía una tarde de bochorno. Por muy lentamente que avanzáramos, caminar le dolía, lo que resultaba fácil de advertir por sus labios fuertemente apretados y el temblor que le asaltaba al intentar ahogar sus gemidos. Yo le relataba historias y cotilleos en un intento por distraerla. Los plátanos que solían dar sombra a las aceras apenas conservaban unas cuantas ramas patéticas, pues no habían sido podados ni una sola vez durante aquellos tres años de Revolución Cultural. Aquí y allá, los edificios mostraban las cicatrices sufridas durante los feroces combates librados por las distintas facciones Rebeldes.

Tardamos casi una hora en recorrer la mitad del camino. De pronto, el cielo se oscureció. Un violento vendaval levantó una nube de polvo y de fragmentos de carteles, y mi abuela se tambaleó. Yo la sostuve con fuerza. Comenzó a caer un chaparrón que nos empapó en pocos instantes. No había lugar en el que resguardarse, por lo que continuamos andando. Nuestras ropas, pegadas al cuerpo, entorpecían nuestros movimientos y yo jadeaba, casi sin aliento. Sentía la delgada y diminuta figura de mi abuela cada vez más pesada. La lluvia silbaba y arreciaba a nuestro alrededor, el viento azotaba nuestros cuerpos calados y yo comencé a experimentar un frío intenso. Mi abuela sollozaba: «¡Por todos los cielos, déjame morir! ¡Déjame morir!» También yo sentía ganas de llorar, pero me limité a decir: «Abuela, pronto estaremos en casa…»

En ese momento oí el repiqueteo de una campana. «¡Eh! ¿Quieren que las lleve?» Un carro de pedales se había detenido junto a nosotros, conducido por un joven de camisa abierta a quien el agua resbalaba por las mejillas. Acercándose a nosotras, ayudó a mi abuela a subir al carro descubierto, sobre el que se veía a un anciano acurrucado que nos hizo un gesto con la cabeza. El joven dijo que se trataba de su padre, a quien había ido a recoger al hospital. Nos dejó frente a la puerta de casa, y ante mis profusas muestras de agradecimiento se limitó a agitar la mano como diciendo «No ha sido molestia alguna», tras lo cual desapareció en la oscuridad de la tormenta. La fuerza del chaparrón me impidió oír su nombre.

Dos días después, mi abuela ya se había levantado y trajinaba por la cocina preparando envolturas de masa para hacernos una comida especial. Comenzó asimismo a limpiar las habitaciones con su habitual ritmo incansable. Advertí que se estaba esforzando demasiado y le pedí que se quedara en la cama, pero ella se negó a hacerme caso.

Nos hallábamos a comienzos de junio. Constantemente me decía que debía partir, y recordando lo enferma que había estado durante mi última estancia en Ningnan insistía en que Jin-ming me acompañara para cuidar de mí. Aunque mi hermano acababa de cumplir dieciséis años, aún no le había sido asignada ninguna comuna. Envié un telegrama a mi hermana pidiéndole que regresara de Ningnan para cuidar de nuestra abuela. Xiao-hei, que entonces contaba catorce años, me prometió que podía fiarme de él, y el pequeño Xiao-fang, de siete años, realizó una solemne declaración en términos similares.

Cuando acudí a despedirme de ella, mi abuela rompió en sollozos. Dijo que ignoraba si volvería a verme alguna vez. Yo le acaricié el dorso de la mano, ya huesudo y cubierto de venas, y lo oprimí contra mi mejilla. Esforzándome por reprimir las lágrimas, le dije que regresaría en muy poco tiempo.


Tras una larga búsqueda, había logrado hallar un camión que se dirigiera a la región de Xichang. Desde mediados de los sesenta, Mao había ordenado que numerosas e importantes fábricas (entre ellas la que daba empleo a Lentes, el novio de mi hermana) fueran trasladadas a Sichuan, y en especial a Xichang, donde se estaba llevando a cabo la construcción de un nuevo centro industrial. La teoría de Mao era que las montañas de Sichuan constituirían la mejor defensa en caso de un ataque de los rusos o los norteamericanos. Había camiones de cinco provincias distintas ocupados en transportar material a aquella base. A través de un amigo común, encontré un conductor de Pekín que aceptó llevarnos a todos, esto es, Jin-ming, Nana, Wen y yo. Hubimos de viajar sentados en la caja descubierta, ya que la cabina estaba reservada para el conductor de apoyo. Cada camión pertenecía a un convoy cuyas unidades se reunían al atardecer.

Al igual que sus colegas del resto del mundo, aquellos conductores tenían fama de no mostrar inconveniente en llevar a chicas, aunque sí a chicos. Dado que el suyo constituía prácticamente el único medio de transporte, muchos jóvenes se sentían irritados por dicha actitud. A lo largo del camino pudimos ver consignas pegadas sobre los troncos de los árboles: «¡Oponeos con firmeza a los conductores que transportan a las chicas pero no a los chicos!» Otros muchachos, más atrevidos, se instalaban en mitad de la calzada en un intento por detener a los camiones. Uno de mis compañeros de escuela no consiguió saltar a un lado a tiempo y resultó muerto.

Entre las «afortunadas» autoestopistas se había producido algún que otro caso de violación, aunque las historias de romances eran más frecuentes. De aquellos viajes surgieron numerosos matrimonios. Los conductores que trabajaban para la construcción de la base estratégica gozaban de ciertos privilegios, entre los que se hallaba el poder transferir el registro de su esposa a su ciudad de residencia. Algunas muchachas no dudaron en aprovechar la oportunidad.

Nuestros conductores eran sumamente amables, y se comportaron de un modo impecable. Cuando nos deteníamos para pasar la noche solían ayudarnos a buscar un hotel antes de acompañarles a su casa de huéspedes, y nos invitaban a cenar con ellos para que pudiéramos compartir gratuitamente sus alimentos especiales.

Tan sólo hubo una ocasión en la que creí adivinar cierta sombra de deseo sexual en sus mentes. En una de las paradas, otra pareja de conductores nos invitaron a Nana y a mí a viajar en su camión a lo largo del tramo siguiente. Cuando se lo dijimos al nuestro, su rostro se ensombreció visiblemente y dijo con voz malhumorada: «Marchaos, pues. Marchaos con esos chicos tan guapos si os gustan más.» Nana y yo nos miramos y balbuceamos llenas de turbación: «No hemos dicho que nos gusten más. Vosotros habéis sido muy amables con nosotras.» Al final, optamos por quedarnos con ellos.

Wen no nos perdía de vista a Nana y a mí. Nos prevenía constantemente acerca de los conductores, los ladrones, los hombres en general y lo que debíamos comer y lo que no, a la vez que nos aconsejaba que no saliéramos después de oscurecer. Asimismo, nos llevaba las maletas y se encargaba de traernos agua caliente. A la hora de la cena solía decirnos a Nana, Jin-ming y a mí que nos uniéramos a los conductores para comer mientras él se quedaba en el hotel para vigilar nuestro equipaje, ya que abundaban los robos. Nosotros, a cambio, le llevábamos comida a nuestro regreso.

Wen nunca nos hizo proposiciones sexuales. La tarde en que atravesamos la frontera de Xichang, Nana y yo fuimos a lavarnos al río. Hacía mucho calor, y los atardeceres eran espléndidos. Wen encontró para nosotras una tranquila curva del río en la que pudimos bañarnos en compañía de patos salvajes y juncos entrelazados. La luna arrojaba sus rayos sobre el agua, y su imagen aparecía fragmentada en miles de brillantes anillos de plata. Wen se sentó junto al camino y se dispuso a montar guardia con la espalda significativamente vuelta hacia nosotras. Al igual que otros muchos jóvenes, había aprendido a comportarse de un modo caballeroso durante la época anterior a la Revolución Cultural.

Para acceder a los hoteles teníamos que presentar una carta de nuestra unidad. Wen, Nana y yo habíamos conseguido sendas cartas de nuestros equipos de producción, y Jin-ming tenía una carta de su colegio. Los hoteles no eran caros, pero apenas teníamos dinero ya que los sueldos de nuestros padres se habían visto drásticamente reducidos. Nana y yo solíamos compartir una cama en uno de los dormitorios, y los muchachos hacían lo propio. Los establecimientos solían ser sucios y rudimentarios. Antes de acostarnos, Nana y yo levantábamos la colcha e investigábamos la presencia de pulgas y chinches. Las palanganas solían mostrar viejos círculos negros o amarillentos producidos por la suciedad. El tracoma y las infecciones por hongos eran padecimientos habituales, por lo que siempre utilizábamos las nuestras.

Una noche, a eso de las doce, nos despertaron unos fuertes golpes en la puerta: todos los residentes del hotel tenían que levantarse y preparar un «informe vespertino» para el presidente Mao. Aquella absurda actividad resultaba comparable a las «danzas de lealtad», y consistía en reunirse frente a una estatua o un retrato de Mao y canturrear citas del Pequeño Libro Rojo, tras lo cual todos lo blandíamos rítmicamente gritando «¡Larga vida al presidente Mao, larga larga vida al presidente Mao y larga larga larga vida al presidente Mao!».

Nana y yo abandonamos la habitación medio dormidas. El resto de los viajeros salían de sus respectivos dormitorios en grupos de dos y de tres, frotándose los ojos, abotonándose las chaquetas y tirando hacia arriba de las orejas de algodón de sus zapatos. No se oía una sola protesta, ya que nadie se hubiera atrevido a emitirla. A las cinco de la mañana tuvimos que repetir el proceso, denominado esta vez «solicitud matutina de instrucciones» a Mao. Más tarde, cuándo ya nos encontrábamos en camino, Jin-ming dijo: «El jefe del Comité Revolucionario de esta ciudad debe de sufrir de insomnio.»

Aquellos grotescos métodos de adoración a Mao -los cantos, las insignias «Mao» y la exhibición del Libro Rojo- habían formado parte de nuestras vidas durante algún tiempo. La idolatría, sin embargo, había experimentado a finales de 1968 un desarrollo creciente con el establecimiento formal de los comités revolucionarios en todo el país. Sus miembros advirtieron que el curso de acción más seguro y eficaz consistía en no hacer nada que no fuera ensalzar la figura de Mao y, por supuesto, continuar con las persecuciones políticas. En cierta ocasión en que me encontraba en una farmacia de Chengdu, un viejo ayudante de mirada sobrecogedora y gafas de montura gris había murmurado sin mirarme: «Para navegar por los océanos es preciso contar con un timonel…» A sus palabras siguieron unos tensos instantes de silencio, y tardé unos segundos en darme cuenta que esperaba que yo completara la frase, que no era sino una observación aduladora realizada por Lin Biao y referida a Mao. No hacía mucho que aquellos intercambios habían sido oficialmente impuestos como saludo formal. Así pues, me vi obligada a balbucir: «Para hacer la revolución es preciso contar con el pensamiento de Mao Zedong.»

Los comités revolucionarios del país habían encargado la construcción de estatuas del líder, y para el centro de Chengdu se planeó la instalación de una enorme figura construida de mármol blanco. Para acomodarla se dinamitó la antigua y elegante verja del palacio a la que tan alegremente solía encaramarme pocos años antes. El mármol blanco debía proceder de Xichang, y una flota de camiones especiales conocidos con el nombre de «camiones de la lealtad» se encargaban de su transporte desde las canteras de las montañas. Llegaban decorados como las carrozas de un desfile, adornados con rojas cintas de seda y una enorme flor de seda en su parte anterior. Dado que habían sido consagrados exclusivamente al transporte del mármol, partían de Chengdu vacíos. Por su parte, los camiones que abastecían Xichang regresaban igualmente vacíos a Chengdu, ya que no debían mancillar el material que había de formar el cuerpo del Presidente.

Tras despedirnos del conductor que nos había llevado desde Chengdu, logramos que uno de los «camiones de la lealtad» nos transportara durante el último trecho que nos separaba de Ningnan. A lo largo del camino nos detuvimos a descansar en una cantera de mármol. Un grupo de obreros sudorosos y desnudos de cintura para arriba bebían té y fumaban sus largas pipas. Uno de ellos me contó que no empleaban maquinaria alguna, ya que sólo trabajando con las manos desnudas podían expresar adecuadamente su lealtad a Mao. Me sentí horrorizada al ver que llevaba una insignia «Mao» clavada en el pecho desnudo. Cuando subimos de nuevo al camión, Jin-ming observó que era posible que la insignia hubiera estado adherida con un trozo de esparadrapo. En cuanto a su devoto esfuerzo manual, manifestó: «Lo más probable es que sencillamente carezcan de máquinas.»

Jin-ming era dado a realizar aquella clase de comentarios escépti-cos que tanto nos hacían reír. Se trataba de algo desacostumbrado en aquellos días en los que el sentido del humor se consideraba algo peligroso. Mao, a pesar de sus hipócritas llamamientos a la rebelión, rehuía cualquier forma de curiosidad o escepticismo genuinos. La capacidad de pensar de un modo escéptico constituyó mi primer paso hacia la luz. Al igual que Bing, Jin-ming contribuyó a destruir mis rígidos hábitos de reflexión.

Tan pronto como entramos en Ningnan -situado a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar- comencé de nuevo a sufrir trastornos estomacales. Vomité todo cuanto había comido y todo comenzó a darme vueltas, pero no podíamos permitirnos el lujo de detenernos. Teníamos que localizar a nuestros equipos de producción y completar el resto del procedimiento de traslado antes del 21 de junio. Dado que el equipo más cercano era el de Nana, decidimos acudir a él en primer lugar. Se encontraba a un día de camino a través de territorio agreste y montañoso. Los torrentes veraniegos descendían rugiendo por barrancos a menudo desprovistos de puentes, y en tales casos Wen solía adelantarse vadeando el río para comprobar su profundidad mientras Jin-ming me transportaba sobre su huesuda espalda. Con frecuencia nos veíamos obligados a recorrer senderos de cabras de poco más de medio metro de anchura a lo largo de riscos bajo los que se abrían precipicios de hasta un millar de metros de profundidad. Varios de mis amigos del colegio habían muerto intentando recorrerlos de noche para regresar a casa. El sol brillaba con fuerza, y comencé a pelarme. Asimismo, empezó a obsesionarme la sed, y solía beberme el agua de todas las cantimploras que llevábamos. Cada vez que llegábamos a una hondonada, me arrojaba al suelo y bebía ansiosamente el agua fresca que discurría en su fondo. Nana intentó detenerme, pero la posibilidad de pasar sed me enloquecía demasiado como para hacerle caso. Ni que decir tiene que aquellos episodios tenían como resultado vómitos aún más violentos. Por fin, llegamos a una casa. Frente a ella crecían varios castaños gigantescos cuyas ramas se extendían formando majestuosas bóvedas. Los campesinos que la habitaban nos invitaron a entrar. Lamiéndome los agrietados labios, me dirigí inmediatamente hacia el fogón, sobre el que podía verse un enorme cuenco de barro que supuse lleno de agua de arroz. En las montañas, el agua de arroz se consideraba el más delicioso de los refrescos, y el dueño de la casa nos invitó amablemente a beber. Normalmente es de color blanco, pero el líquido que yo vi era negro. Con un intenso zumbido, una densa masa de moscas despegó de la gelatinosa superficie. Al asomarme de nuevo al interior, pude ver los restos de algunas que flotaban medio ahogadas en la superficie. No obstante, y a pesar de los escrúpulos que siempre me habían producido los insectos, tomé el cuenco con ambas manos, retiré los cadáveres y engullí el líquido a grandes sorbos.

Cuando alcanzamos el pueblo de Nana ya había oscurecido. Al día siguiente, el jefe de su equipo de producción no tuvo inconveniente alguno en sellar sus tres cartas y librarse de ella. A lo largo de los últimos meses, los campesinos habían aprendido que lo que se les enviaba no eran más brazos, sino más bocas que alimentar. Dado que no podían expulsar a los jóvenes procedentes de la ciudad, se mostraban encantados cada vez que alguno escogía marcharse.

Yo me sentía demasiado enferma para viajar hasta donde se encontraba mi propio equipo, por lo que Wen partió por sí solo para obtener la libertad de mi hermana y la mía. Nana y el resto de las muchachas de su equipo procuraron cuidarme lo mejor que pudieron. Tan sólo comía y bebía cosas previamente hervidas y vueltas a hervir una y otra vez, pero a pesar de ello continuaba allí tendida, sintiéndome cada vez peor y echando poderosamente de menos a mi abuela y sus caldos de gallina. En aquellos tiempos, la gallina estaba considerada un manjar exquisito, y Nana solía bromear diciendo que de un modo u otro yo conseguía conciliar el caos reinante en mi estómago con el deseo de degustar los mejores alimentos. No obstante, partió en compañía de las demás chicas y de Jin-ming para intentar adquirirlo. Los campesinos locales, sin embargo, no consumían ni vendían gallinas, sino que las criaban exclusivamente por sus huevos. Aunque atribuían tal costumbre a las normas heredadas de sus antepasados, algunos amigos nos revelaron que las gallinas estaban infectadas por la lepra, enfermedad sumamente extendida en aquellas montañas. En consecuencia, nos abstuvimos también de comer huevos.

Jin-ming estaba empeñado en prepararme una sopa como las que cocinaba mi abuela, y dedicó toda su capacidad inventiva a obtener un resultado práctico. Tras instalar frente a la casa una enorme cesta redonda de bambú, esparció bajo ella un poco de grano. A continuación, ató un trozo de cuerda al palo que la sujetaba y se escondió detrás de la puerta sujetando el otro extremo de la cuerda y colocando un espejo que le permitiera observar lo que sucedía bajo la cesta semialzada. Grupos de gorriones aterrizaban para pelearse por el grano, acompañados de vez en cuando por alguna tórtola que entraba contoneándose. Jin-ming escogía el mejor momento para tirar de la cuerda y cerrar la trampa. Así, gracias a su ingenio, pude disfrutar de una deliciosa sopa de ave.

Las colinas situadas detrás de la casa aparecían para entonces cubiertas por melocotoneros cargados de fruta madura, y Jin-ming y las chicas regresaban todos los días con cestos llenos de melocotones. Jin-ming me preparaba mermeladas, advirtiéndome que no debía comerlos crudos. Me sentía como una niña mimada, y pasaba los días en el salón contemplando las montañas distantes y leyendo obras de Turguéniev y Chéjov que Jin-ming había traído consigo para el viaje. El estilo del primero me afectaba profundamente, y llegué a aprenderme de memoria numerosos pasajes de Primer amor.

Por las tardes, la curva serpenteante de las lejanas montañas ardía como un espectacular dragón de fuego cuya silueta destacara contra la oscuridad del firmamento. El clima de Xichang era sumamente seco, pero ni las normas de protección forestal eran puestas en práctica ni funcionaban los servicios antiincendios. Como resultado, los montes ardían día tras día, deteniéndose tan sólo cuando una garganta interrumpía el paso de las llamas o una tormenta sofocaba los incendios.

Al cabo de unos días, Wen regresó con la autorización de mi equipo de producción para que partiéramos mi hermana y yo. Inmediatamente emprendimos el camino hacia el registro, aunque yo aún me sentía débil y apenas podía caminar unos metros antes de que mis ojos se inundaran con una masa de estrellas centelleantes. Tan sólo faltaba una semana para el 21 de junio.

Cuando llegamos a la capital del condado de Ningnan hallamos una atmósfera similar a la existente en tiempo de guerra. Para entonces, las luchas entre facciones habían cesado en la mayor parte de China, pero en aquellas zonas remotas continuaban librándose batallas. El bando perdedor se había refugiado en las montañas, pero desencadenaba frecuentes ataques relámpago. Se veían guardias armados por doquier, miembros en su mayor parte de los yi, un grupo étnico cuyos miembros habitaban mayoritariamente los rincones más recónditos de las selvas de Xichang. Según la leyenda, los yi no se tumbaban para dormir, sino que permanecían agachados con la cabeza hundida entre los brazos. Los líderes de las distintas facciones -todos ellos han- los animaban a realizar tareas peligrosas tales como combatir en primera línea y montar, la guardia. A medida que recorríamos las oficinas del condado en busca del registro nos veíamos obligados a sostener largas conversaciones con los guardias yi en las que -a falta de un idioma común- nos servíamos fundamentalmente de los gestos. Cuando nos acercábamos a ellos, solían alzar los rifles y nos apuntaban con el dedo en el gatillo entrecerrando los párpados. A pesar de estar muertos de miedo, procurábamos fingir indiferencia. Se nos había advertido que interpretarían cualquier muestra de temor como señal de culpabilidad y actuarían en consecuencia.

Por fin, dimos con el despacho del registrador, pero éste no se encontraba allí. Topamos, sin embargo, con un amigo nuestro que nos contó que se había ocultado debido a las hordas de jóvenes urbanos que le asaltaban intentando resolver sus problemas. Nuestro amigo ignoraba dónde se encontraba, pero nos habló de un grupo de «viejos jóvenes urbanos» que acaso lo supieran. Los «viejos jóvenes urbanos» eran aquellos que habían partido al campo antes de la Revolución Cultural. El Partido había intentado convencer a aquellos que habían suspendido sus exámenes de instituto y universidad para que emprendieran «la construcción de una nueva y espléndida campiña socialista» que habría de beneficiarse de su educación. Animados por un romanticismo entusiasta, algunos de ellos habían respondido al llamamiento del Partido. La cruda realidad de la vida rural -de la que no había ocasión de escapar- y el descubrimiento de la hipocresía del régimen, el cual jamás enviaba al campo a los hijos de los funcionarios aunque éstos también suspendieran sus exámenes, había convertido a muchos de ellos en cínicos.

Aquel grupo de «viejos jóvenes urbanos» se mostró sumamente amigable con nosotros. Tras obsequiarnos con un espléndido almuerzo a base de caza, se ofrecieron para averiguar dónde se ocultaba el registrador. Mientras un par de ellos partían a buscarle, nosotros nos quedamos charlando con el resto, sentados en su amplio porche rodeado de pinos frente al que se deslizaba un rugiente río conocido con el nombre de Agua Negra. Sobre las elevadas rocas que lo remataban, varias garcetas se balanceaban sobre una de sus delgadas patas al tiempo que alzaban la otra en diversas posturas de ballet. Algunas alzaban el vuelo, desplegando briosamente sus espléndidas alas, blancas como la nieve. Anteriormente, nunca había visto a aquellas elegantes danzarinas disfrutar de su libertad en estado salvaje.

Nuestros anfitriones nos señalaron la presencia de una oscura cueva abierta en la margen opuesta del río, de cuyo techo colgaba una espada de bronce de aspecto enmohecido. La cueva era inaccesible debido a su proximidad a las turbulentas aguas. Según la leyenda, la espada había sido abandonada allí por el célebre y sabio primer ministro del antiguo reino de Sichuan, el marqués Zhuge Liang, del siglo III. Se decía que había encabezado siete expediciones que habían partido de Chengdu para intentar conquistar las tribus bárbaras de la región de Xichang. Aunque conocía bien la historia, me produjo una intensa emoción ver las pruebas de su autenticidad con mis propios ojos. Aparentemente, había capturado siete veces al jefe de las tribus y le había dejado en libertad otras tantas en la esperanza de conquistarle con su magnanimidad. Las seis primeras, el cabecilla había continuado impasible con su rebelión, mas tras la séptima se había convertido en un leal seguidor del rey sichuanés. La moraleja de la leyenda era que para conquistar a un pueblo uno debía conquistar sus mentes y sus corazones, estrategia que Mao y los comunistas afirmaban suscribir. Vagamente, pensé que aquél era el motivo por el que debíamos someternos a sus «reformas del pensamiento»: para que no tuviéramos inconveniente en seguir sus órdenes. A ello se debía que presentara a los campesinos como modelo, ya que no había subditos más sumisos y obedientes. Al reflexionar acerca de ello hoy en día, llego a la conclusión de que la versión de Charles Colson -consejero de Nixon- venía a resumir el auténtico mensaje oculto: Cuando los tienes agarrados por los cojones, sus mentes y sus corazones seguirán por sí solos.

El curso de mis pensamientos se vio interrumpido por nuestros anfitriones. Lo que debíamos hacer, afirmaban con entusiasmo, era aludir indirectamente a las posiciones de nuestros padres cuando nos halláramos frente al registrador.

– Le faltará tiempo para poner el sello -aseguró un joven de aspecto alegre.

Todos ellos sabían ya que éramos hijas de altos funcionarios debido a la reputación de mi escuela. Sus consejos, sin embargo, no me convencieron del todo.

– Pero nuestros padres ya no gozan de esa posición. Han sido denunciados como seguidores del capitalismo -aventuré en tono vacilante.

– ¿Qué importa eso? -se apresuraron a inquirir varias voces intentando disipar mis dudas-. Tu padre es un comunista veterano, ¿no es cierto?

– Sí -murmuré.

– Y ha sido un alto funcionario, ¿verdad?

– Algo así -tartamudeé-, pero eso fue antes de la Revolución Cultural. Ahora…

– Ahora no importa. ¿Acaso alguien ha anunciado su destitución? No. Así pues, no pasa nada. ¿No comprendes? Resulta claro como la luz del día que el mandato de los funcionarios del Partido no ha concluido. El mismo podría decirte eso -exclamó el alegre joven señalando en dirección a la espada del viejo y sabio primer ministro. En aquel momento no me daba cuenta de que, consciente o inconscientemente, el pueblo consideraba la estructura de poder personal edificada por Mao como una alternativa impracticable frente a la antigua administración comunista. Los funcionarios destituidos habrían de regresar-. Entretanto -continuó el risueño joven mientras sacudía la cabeza para prestar mayor énfasis a sus palabras-, ninguno de nuestros funcionarios osaría ofenderte y arriesgarse con ello a crearse problemas en el futuro.

Pensé en las espantosas venganzas de los Ting. Era evidente que en China la gente siempre se mantendría alerta frente a la posibilidad de sufrir la venganza de quienes ejercieran el poder.

Al marcharnos, les pregunté cómo podría aludir a la posición de mi padre cuando me hallara frente al registrador sin parecer vulgar. Ellos se echaron a reír de buena gana.

– ¡Si es como los campesinos! Los campesinos no son tan susceptibles. En cualquier caso, no sería capaz de distinguir la diferencia. Limítate a decirle de buenas a primeras: «Mi padre es jefe de tal cosa…»

Me sentí herida por el tono de desdén que reflejaban sus voces, pero más tarde descubrí que la mayor parte de los jóvenes urbanos -ya antiguos o recientes- habían desarrollado un profundo desprecio hacia los campesinos tras instalarse entre ellos. Mao, ni que decir tiene, había confiado en la reacción opuesta.

El 20 de junio, tras recorrer desesperadamente las montañas durante varios días, dimos por fin con el registrador. Mis ensayos acerca de cómo aludir a la posición de mis padres demostraron ser completamente innecesarios, ya que el propio registrador tomó la iniciativa preguntándome: «¿Qué hacía su padre antes de la Revolución Cultural?» Tras numerosas preguntas personales que obedecían más a su curiosidad que a la necesidad de conocer las respuestas, extrajo un pañuelo sucio del bolsillo de su chaqueta y lo desdobló. En su interior había un sello de madera y una alargada caja de estaño que contenía una esponja de tinta encarnada. Solemnemente, impregnó el sello con el contenido de la esponja y lo depositó sobre nuestras cartas.

Con aquel sello vital -y casi por los pelos, ya que apenas nos quedaban veinticuatro horas- habíamos conseguido llevar a cabo nuestra misión. Aún teníamos que localizar al funcionario que estaba a cargo de nuestros libros de registro, pero sabíamos que ello no sería un problema grave. La autorización ya había sido obtenida. Inmediatamente, me sentí más relajada… aunque nuevamente asaltada por la diarrea y los dolores digestivos.

Como pude, regresé con los demás hasta la capital del condado. Para cuando llegamos ya era de noche, y nos encaminamos a la casa de huéspedes del Gobierno, un edificio destartalado que se alzaba en medio de un recinto vallado. El pabellón del portero estaba vacío, y no se veía a nadie en los terrenos que comprendía. La mayor parte de las habitaciones estaban cerradas, pero algunos de los dormitorios de la planta superior permanecían entreabiertos.

Entré en uno de ellos tras asegurarme de que no había nadie en su interior. Una ventana abierta daba a los campos que se extendían tras el muro de ladrillo semiderruido. A lo largo del costado opuesto del pasillo había otra hilera de habitaciones. No se veía ni un alma. La presencia en la estancia de algunos objetos personales y una taza de té a medio beber me indicó que alguien había estado ocupando aquel dormitorio recientemente. Sin embargo, me sentía demasiado fatigada para investigar por qué él o ella había huido del edificio en compañía del resto de sus ocupantes. Desprovista casi de la energía necesaria para cerrar la puerta, me arrojé sobre la cama y me quedé dormida sin desnudarme.

Desperté sobresaltada por un altavoz que entonaba diversas citas de Mao, una de las cuales rezaba: «¡Si nuestros enemigos no se rinden, los eliminaremos!» Súbitamente, me sentí completamente despierta, y advertí que nuestro edificio estaba siendo asaltado.

El siguiente sonido que distinguí fue el zumbido de algunas balas cercanas y el estrépito de algunas ventanas al romperse. El altavoz profirió el nombre de cierta organización Rebelde a la que exhortaba a rendirse. De otro modo, chillaba, los atacantes dinamitarían el edificio. Jin-ming irrumpió en el dormitorio. Varios hombres armados y protegidos por cascos fabricados con juncos penetraban apresuradamente en las habitaciones situadas frente a la mía, desde las que podía dominarse la entrada principal. Sin una palabra, corrieron a las ventanas, rompieron los cristales con las culatas de sus fusiles y comenzaron a disparar. Un hombre que parecía ser su comandante nos dijo con tono de urgencia que el edificio había albergado hasta entonces el cuartel general de la facción y que estaba siendo atacado por sus opositores. Más nos valía abandonarlo de inmediato, pero no por la escalera principal, pues ésta conducía a la puerta delantera. ¿Por dónde, entonces?

Frenéticamente, rasgamos las sábanas y edredones de la cama y construimos una especie de cuerda. Tras atar un extremo de ella al marco de la ventana, nos deslizamos hasta alcanzar el suelo, situado dos plantas más abajo. Apenas habíamos tocado el suelo cuando las balas comenzaron a silbar y a zumbar, incrustándose en el duro terreno embarrado que se extendía a nuestro alrededor. Doblados por la cintura, echamos a correr hacia el muro derruido y, tras salvarlo, continuamos corriendo durante largo rato hasta que nos sentimos lo bastante seguros como para detenernos. El firmamento y los campos de maíz comenzaban a dibujar pálidamente sus rasgos. Decidimos dirigirnos al domicilio de un amigo que vivía en una comuna próxima a donde nos encontrábamos con objeto de recuperar el aliento y decidir qué haríamos a continuación. A lo largo del camino nos enteramos por unos campesinos de que la casa de huéspedes había sido volada con explosivos.

Al llegar a su casa, descubrí que me estaba aguardando un mensaje. Poco tiempo después de marcharnos del pueblo de Nana en busca del paradero del registrador había llegado un telegrama dirigido a mí y procedente de Chengdu. Era mi hermana quien lo enviaba. Dado que ninguno de mis conocidos sabía dónde me hallaba, habían decidido abrirlo y transmitirse su contenido unos a otros de tal modo que el primero que me viera pudiera transmitírmelo.

Fue así como me enteré de que mi abuela había muerto.

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