13. «Tesorito de mil piezas de oro»

Aislada en un capullo privilegiado (1958-1965)

Cuando en 1958 mi madre me llevó por primera vez a la escuela primaria, yo llevaba mi nueva chaqueta de cordón rosa, unos pantalones de franela verde y un enorme lazo rosa en el pelo. Entramos directamente al despacho de la directora, quien nos esperaba en compañía de la supervisora académica y de una de las profesoras. Todos sonreían y se dirigían a mi madre respetuosamente llamándola directora Xia y tratándola como a un personaje. Poco después, me enteré de que aquella escuela pertenecía a su departamento.

Aquella entrevista especial se debió a que yo contaba seis años de edad, cuando normalmente sólo aceptaban niños a partir de los siete debido a la escasez de plazas escolares. Sin embargo, ni siquiera mi padre tuvo entonces inconveniente en saltarse las normas, ya que tanto él como mi madre querían que empezara a ir al colegio a una edad temprana. Mi fluida declamación de poemas clásicos y mi hermosa caligrafía convencieron a los profesores de que me hallaba lo suficientemente avanzada. Tras convencer de ello a la directora y a sus colegas con la prueba de ingreso habitual, se me aceptó como caso especial, ante lo cual mis padres se mostraron tremendamente orgullosos de mí. Aquella misma escuela había rechazado ya a muchos de los hijos de sus colegas.

Se trataba de una escuela a la que todo el mundo quería enviar a sus hijos debido a que estaba considerada la mejor de Chengdu, así como la principal escuela «clave» de toda la provincia. El ingreso en las escuelas y universidades clave resultaba sumamente difícil. Dependía tan sólo de los méritos de cada uno, y no se concedía prioridad a los hijos de las familias de funcionarios.

Cada vez que me presentaban a una nueva maestra, siempre era como «la hija del director Chang y de la directora Xia». Mi madre solía acudir a la escuela en su bicicleta como parte de su trabajo para comprobar el modo en que era gestionada. Un día, comenzó de pronto a hacer frío y me trajo una chaqueta verde de abrigo con cordones bordada en su parte delantera. La propia directora vino al aula para entregármela, y yo me sentí terriblemente avergonzada de las miradas de todos mis compañeros. Al igual que la mayoría de los niños, lo único que quería era ser una más de mi grupo y que me aceptaran como tal.

Teníamos exámenes todas las semanas, y los resultados eran exhibidos en el tablón de anuncios. El primer puesto siempre me correspondía a mí, lo que disgustaba a las que me seguían. En ocasiones, descargaban su amargura llamándome «tesorito de mil piezas de oro» (qian-jin-xiao-jie) o haciendo cosas como meterme sapos en el cajón o atarme las trenzas al respaldo del asiento. Decían que no mostraba espíritu colectivo y que despreciaba a los demás. Yo, sin embargo, sabía que lo único que ocurría era que me gustaba hacer mi propia vida.

La formación era similar a la de una escuela occidental, a excepción de la época en que tuvimos que dedicarnos a contribuir a la producción de acero. No existía educación política, pero teníamos que hacer mucho deporte: carreras, salto de altura, salto de longitud y gimnasia y natación obligatorias. Cada una tenía un deporte para las horas posteriores a las clases, y a mí me seleccionaron para el tenis. Al principio, mi padre se mostró contrario a verme convertida en una deportista -en ello consistía el objetivo del entrenamiento- pero la monitora de tenis, una muchacha joven y sumamente hermosa, fue a visitarle ataviada con unos atractivos pantalones cortos. Entre otras labores, mi padre era el encargado provincial de deportes. La monitora le obsequió con una sonrisa deslumbrante y observó que dado que el tenis -el más elegante de todos los deportes- no era excesivamente practicado en China en aquella época, sería muy positivo que su hija diera ejemplo, dijo, a toda la nación. Mi padre hubo de rendirse.

Me encantaban mis profesores, todos ellos excelentes y dotados de la habilidad de hacer de sus asignaturas algo fascinante y emocionante a la vez. Recuerdo al profesor de ciencias, un tal señor Da-li, que nos enseñaba la teoría de los satélites artificiales (los rusos acababan de lanzar su primer Sputnik) y nos hablaban de la posibilidad de visitar otros planetas. Hasta los niños más revoltosos permanecían pegados a sus asientos durante sus lecciones. Oí comentar a algunos que había sido derechista, pero ninguno sabíamos qué significaba eso y, en consecuencia, nos daba lo mismo.

Años después, mi madre me dijo que el señor Da-li había sido escritor de libros infantiles de ciencia-ficción. Fue acusado de derechista en 1957 por escribir un artículo acerca de la costumbre de los ratones de robar comida para su propio engorde, lo que se entendió como un ataque disimulado a los funcionarios del Partido. Se le prohibió escribir, y a punto estuvo de ser enviado al campo cuando mi madre logró recuperarle para mi escuela. Pocos funcionarios eran lo bastante valerosos como para dar empleo a un derechista.

Mi madre sí lo era, y a ello se debía que estuviera a cargo de mi escuela. Dada su localización, debería haber pertenecido al Distrito Occidental de Chengdu, pero las autoridades de la ciudad se la asignaron al Distrito Oriental en el que trabajaba mi madre debido a que querían que contara con los mejores profesores (aunque éstos tuvieran antecedentes «indeseables») y a que el jefe del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito Occidental nunca se hubiera atrevido a emplear a semejantes personas. La supervisora académica de mi escuela era esposa de un antiguo oficial del Kuomintang que había sido enviado a un campo de trabajo. Por lo general, no se habría permitido que personas con un pasado como el suyo desempeñaran un trabajo como aquél, pero mi madre no sólo se negó a trasladarlas sino que incluso les concedió grados honoríficos. Sus superiores aprobaron su actitud, pero insistieron en que aceptara personalmente la responsabilidad de un comportamiento tan poco ortodoxo. A ella no le importó. Con la protección adicional e implícita que le proporcionaba la posición de mi padre, se sentía mucho más segura que sus colegas.


En 1962, mi padre fue invitado a enviar a sus hijos a una nueva escuela recién inaugurada junto al complejo en el que vivíamos. Se llamaba El Plátano, por los árboles que bordeaban una de las avenidas que atravesaban sus terrenos. La escuela fue fundada por el Distrito Occidental con el objetivo expreso de convertirla en una escuela «clave», dado que dicho distrito no poseía ninguna escuela de esta categoría en su jurisdicción. Los buenos profesores de las otras escuelas del distrito fueron trasladados al Plátano, y la institución no tardó en adquirir reputación de escuela aristocrática, destinada a los hijos de los personajes más destacados del Gobierno provincial.

Antes de la fundación del Plátano existía en Chengdu un colegio interno para los hijos de altos oficiales del Ejército al que también enviaban a sus retoños algunos funcionarios de alto rango. Poseía un nivel académico pobre y adquirió fama de esnob, ya que los internos se pasaban la vida compitiendo acerca de la importancia de sus progenitores. A menudo se les oía decir cosas tales como: «¡Mi padre es jefe de división, y el tuyo sólo es general de brigada!» Los fines de semana podían verse en el exterior largas hileras de automóviles repletos de niñeras, guardaespaldas y chóferes que esperaban para llevar a los niños a sus casas. Mucha gente juzgaba aquella atmósfera contraproducente para los pequeños, y mis propios padres siempre habían mostrado una profunda aversión hacia aquella escuela.

El Plátano no había sido concebida como una escuela elitista y, tras entrevistarse con el director y algunos de los profesores, mis padres se convencieron de que se trataba de una institución comprometida con el logro de elevados niveles de ética y disciplina. Tan sólo daba cabida a unos veinticinco alumnos por curso, cuando en mi escuela anterior había tenido cincuenta compañeros en la misma clase. Evidentemente, las ventajas del Plátano estaban proyectadas en parte para los funcionarios de alto rango que vivían junto a la escuela, pero mi padre, cada vez más apaciguado, optó por pasar por alto este hecho.

La mayoría de mis compañeros de clase eran hijos de funcionarios del Gobierno provincial. Algunos de ellos vivían en el mismo complejo que yo. Aparte de la escuela, el complejo constituía mi único mundo. Contaba con jardines rebosantes de flores y de plantas exuberantes. Había palmeras, pitas, adelfas, magnolias, camelias, rosas, hibiscos e incluso dos raros álamos temblones chinos que habían crecido el uno hacia el otro y entrelazaban sus ramas como una pareja de amantes. Eran sumamente sensibles. Si se rascaba suavemente uno de los troncos, ambos árboles comenzaban a temblar y sus hojas se agitaban débilmente. En verano, a la hora de comer, solía sentarme en un banco de piedra de forma cilindrica situado bajo un enrejado de glicinia y, apoyando los codos sobre una mesa también de piedra, leía un libro o jugaba al ajedrez. A mi alrededor se extendían los radiantes colores del terreno y, a no mucha distancia, un insólito cocotero señalaba arrogantemente el cielo. Mi planta favorita, sin embargo, era un jazmín de intenso perfume que también trepaba por un enrejado. Cuando florecía, mi dormitorio se llenaba con su aroma, y a mí me encantaba sentarme junto a la ventana contemplándolo e impregnándome de sus deliciosos efluvios.

Cuando nos trasladamos al complejo, vivimos al principio en una encantadora casa de una sola planta separada del resto y dotada de su propio patio. Estaba construida al estilo chino tradicional, y carecía de comodidades modernas: no disponía de agua corriente en su interior y no tenía retrete de cisterna, ni tampoco bañera de porcelana. En 1962, se construyeron en un extremo del complejo algunos apartamentos modernos de estilo occidental dotados de todos aquellos adelantos, y a mi familia le fue asignado uno de ellos. Antes de mudarnos, acudí a visitar aquel país de las maravillas y a examinar la novedad de aquellos grifos mágicos, aquellas cisternas y aquellos armarios de espejo en las paredes. Deslicé mis manos sobre las brillantes baldosas blancas de los muros de los cuartos de baño: resultaban frescas y agradables al tacto.

Había trece edificios de apartamentos en el complejo. Cuatro de ellos estaban destinados a los directores de departamento, y el resto era para los jefes de sección. Nuestro apartamento ocupaba una planta entera, pero en el caso de los jefes de sección, cada planta era compartida por dos familias. Nuestras habitaciones eran más espaciosas. Teníamos mosquiteras en las ventanas, cosa que ellos no tenían; y dos cuartos de baño, cuando ellos sólo tenían uno. Teníamos agua caliente tres días a la semana, pero ellos carecían de ella. Teníamos un teléfono, algo sumamente inusual en China, y ellos no. Los oficiales de menor rango ocupaban los bloques de un complejo más pequeño situado al otro lado de la calle, y sus comodidades eran aún más escasas. La media docena de secretarios del Partido que constituían el núcleo de las autoridades provinciales disfrutaban de un complejo propio emplazado dentro del nuestro. Aquel santuario interior se extendía entre dos puertas permanentemente vigiladas por guardias militares armados, y tan sólo se autorizaba la entrada de personal especialmente autorizado. Al otro lado de las puertas se alzaban diversas casas independientes de dos plantas, una para cada uno de los secretarios del Partido. Junto al umbral del primer secretario, Li Jing-quan, montaba guardia otro soldado. Yo crecí considerando normal la jerarquía y el privilegio.

Todos los adultos que trabajaban en el complejo principal tenían que enseñar sus pases cuando atravesaban la puerta principal. Los niños no teníamos pases, pero los guardias nos conocían. Las cosas se complicaban cuando recibíamos visitantes, ya que éstos se veían obligados a rellenar un formulario, tras lo cual llamaban a nuestro apartamento desde el pabellón del portero para que alguien fuera a buscarlos hasta la puerta principal. A los guardias no les agradaban las visitas de otros niños. Decían que no querían que fueran a estropear los jardines. Aquello dificultaba el invitar a compañeros a casa, y durante los cuatro años que pasé en la escuela «clave» muy rara vez invité a mis amigas.

Apenas salía del complejo, si no era para acudir a la escuela. Alguna que otra vez acudí a unos grandes almacenes con mi abuela, pero nunca experimenté el deseo de comprar nada. El concepto de compra era algo ajeno a mí, y mis padres sólo me daban dinero de bolsillo en ocasiones especiales. Nuestra cantina era como un restaurante, y la comida que servía era excelente. Exceptuando la época del hambre, siempre tuvimos al menos siete u ocho platos entre los que escoger. Los chefs eran especialmente seleccionados, y todos pertenecían al grado uno o al grado especial: al igual que los profesores, los mejores eran clasificados en niveles. En casa siempre había fruta y caramelos, pero yo me hubiera contentado con alimentarme exclusivamente de polos. Una vez, un 1 de junio en que se celebraba el Día del Niño, recibí algo de dinero de bolsillo y devoré veintiséis de ellos de una sentada.

La vida en el complejo era autosuficiente. El complejo tenía sus propias tiendas, peluquerías, cines y salas de baile, así como sus propios fontaneros e ingenieros. El baile era una afición muy popular. Los fines de semana se celebraban fiestas de baile para los distintos niveles de funcionarios del Gobierno provincial. El que tenía lugar en la antigua sala de baile de oficiales del Ejército norteamericano era para las familias situadas a partir del nivel de jefe de sección. Tenía siempre una orquesta y contaba con varios actores y actrices del Grupo Provincial de Música y Danza que le prestaban colorido y elegancia. Algunas de las actrices solían venir a nuestro apartamento para charlar con mis padres; tras lo cual me llevaban a dar un paseo por el complejo. A mí me enorgullecía enormemente que me vieran en su compañía, ya que en China tanto los actores como las actrices ejercen una inmensa fascinación en la gente. Unos y otras gozaban de un grado especial de tolerancia y se les permitía vestir más ostentosamente que el resto de las personas e, incluso, tener aventuras amorosas. Dado que el grupo pertenecía a su departamento, consideraban a mi padre como su jefe. Sin embargo, no le trataban con el exagerado respeto que mostraban ante él otras personas. Por el contrario, solían bromear con él y le llamaban «el bailarín estrella», ante lo cual mi padre se limitaba a sonreír con aire de timidez. Los bailes eran acontecimientos informales de salón en los que las parejas se deslizaban recatadamente arriba y abajo sobre la reluciente pista. Mi padre era, de hecho, un gran bailarín, y resultaba evidente que disfrutaba haciéndolo. A mi madre no se le daba bien: le resultaba imposible captar el ritmo, por lo que no le gustaba. Durante los intervalos, se permitía que los niños bailasen sobre la pista, y nosotros nos tirábamos de las manos y nos dedicábamos a practicar una especie de esquí sobre suelo. La atmósfera, el calor, los perfumes, las damas elegantemente vestidas y los sonrientes caballeros formaban para mí un mágico mundo de ensueño.

Había cine todos los sábados por la tarde. En 1962, ya con una atmósfera más relajada, llegaban incluso algunas películas de Hong Kong, en su mayor parte historias de amor. En ellas podían obtenerse atisbos del mundo exterior, por lo que resultaban muy populares. Por supuesto, había también ardientes películas revolucionarias. Las proyecciones se realizaban en dos lugares diferentes según el nivel de los asistentes. La élite número uno ocupaba una espaciosa sala dotada de asientos grandes y confortables. La otra se amontonaba en un gran auditorio situado en un complejo distinto. En cierta ocasión, acudí allí debido a que daban una película que me interesaba ver. Los asientos estaban ya ocupados desde mucho antes de que empezara la película, y los que llegaban en último lugar aparecían provistos de sus propios taburetes. Había mucha gente de pie. Si uno se quedaba en el fondo era necesario subirse a una silla para poder ver algo. Personalmente, ignoraba que aquello iba a ser así, por lo que no me había llevado nada. Al fin, me vi atrapada en la aglomeración de la parte posterior, incapaz de ver nada en absoluto. Alcancé a ver a un cocinero que conocía y que se había encaramado a un pequeño banco en el que hubieran podido acomodarse dos personas. Cuando me vio intentando escurrirme entre la muchedumbre me dijo que subiera y lo compartiera con él. Era muy estrecho, y yo sentía que mi equilibrio era terriblemente precario. Numerosas personas seguían desfilando a nuestro alrededor, y no tardé en verme derribada por una de ellas. Caí con fuerza, partiéndome la ceja con el borde de un taburete. Aún hoy conservo la cicatriz.

En nuestra sala de élite se proyectaban películas restringidas que no podía ver nadie más, ni siquiera los empleados del auditorio grande. Se conocían con el nombre de «películas de referencia» y en su mayor parte se componían de recortes de películas occidentales. Recuerdo que en una aparecía un mirón de playa al que las mujeres que había estado espiando duchaban con un cubo de agua. Otro extracto de uno de los documentales mostraba a varios pintores abstractos que habían enseñado a un chimpancé a aplicar tinta sobre una hoja y a un hombre que tocaba el piano con el trasero.

Imagino que ambas habían sido seleccionadas para mostrar la decadencia de Occidente. Se proyectaron exclusivamente para altos funcionarios del Partido, aunque incluso a éstos les era negada la mayor parte de la información procedente de allí. De vez en cuando se proyectaban películas occidentales en una pequeña sala de visionado en la que no se permitía la entrada de niños. Yo experimentaba una enorme curiosidad, y solía suplicar a mis padres que me llevaran. Éstos me complacieron en un par de ocasiones. Para entonces, mi padre se había vuelto más tolerante con nosotros. Había un guardia en la puerta, pero al ver que iba con mis padres no puso objeción alguna. Ambas películas, sin embargo, me resultaron totalmente incomprensibles. Una parecía girar en torno a un piloto norteamericano que enloquecía después de arrojar una bomba atómica sobre Japón. La otra era un largometraje en blanco y negro. En una de las escenas, un líder sindical era golpeado por dos matones en el interior de un automóvil, y me sentí horrorizada al advertir que un hilo de sangre resbalaba de sus labios. Era la primera vez en mi vida que contemplaba un acto de violencia con derramamiento de sangre (los comunistas habían abolido los castigos corporales en las escuelas). En aquellos días, las películas chinas eran producciones amables, sentimentales y optimistas; cualquier sugerencia de actos violentos aparecía estilizada, como en la ópera china.

Me desconcertaba el modo de vestir de los obreros occidentales: llevaban elegantes trajes que ni siquiera mostraban remiendos y que no encajaban ni por asomo con mi idea de lo que debían probablemente vestir las masas oprimidas de los países capitalistas. Después de la película, pregunté a mi madre sobre aquello y ella me respondió diciendo algo acerca de «niveles de vida relativos». No comprendí qué quería decir con ello, y pensé que la pregunta seguía sin responder.

De niña, mi idea de Occidente era la de un pozo de pobreza y miseria similar al que rodea a la vagabunda cerillera del cuento de Hans Christian Andersen. Cuando en el jardín de infancia había rehusado terminar mi plato, la profesora había exclamado: «¡Piensa en todos los niños que mueren de hambre en el mundo capitalista!» En la escuela, cuando intentaban hacernos trabajar más, los profesores solían decir: «Tenéis suerte de poder ir a una escuela y tener libros para leer. En los países capitalistas los niños tienen que trabajar para mantener a sus hambrientas familias.» A menudo, cuando los adultos querían que aceptáramos algo, afirmaban que en Occidente la gente ansiaba poseer eso pero que no podía conseguirlo, y que por tanto debíamos alegrarnos de nuestra buena fortuna. Al final, comencé a pensar de ese modo automáticamente. En cierta ocasión en que una niña de mi clase apareció luciendo una nueva clase de impermeable rosado y traslúcido que nunca había visto antes, pensé en lo estupendo que sería que me lo cambiara por mi viejo paraguas de papel encerado. Inmediatemente, sin embargo, me reprendí por aquel impulso burgués y escribí en mi diario: «Piensa en todos los niños del mundo capitalista: ¡ni siquiera pueden soñar con poseer un paraguas!»

Interiormente, imaginaba a los extranjeros como seres terroríficos. Todos los chinos tienen el cabello negro y los ojos castaños, por lo que cualquier otro colorido de pelo y de ojos les resulta extraño. Mi imagen de los extranjeros coincidía más o menos con el estereotipo oficial: un hombre de cabellos rojos y enmarañados, con ojos de un color extraño y una nariz muy, muy larga que va por ahí borracho, dando tumbos, bebiendo Coca-Cola a morro y afianzándose sobre sus piernas abiertas de un modo nada elegante. Los extranjeros decían constantemente «hola» con una entonación peculiar. Yo ignoraba qué significaba «hola»; pensaba que se trataba de una palabrota. Cuando los niños jugaban a la «guerra de guerrillas» (que venía a ser su propia versión de indios y vaqueros), los del bando enemigo se pegaban una espina sobre la nariz y exclamaban «hola» sin parar.

Durante mi tercer año en la escuela primaria, cuando contaba nueve años de edad, mis compañeros y yo decidimos decorar el aula con plantas. Una de las niñas sugirió que podría obtener algunas especies poco corrientes de un jardín que cuidaba su padre en la iglesia católica de la calle del Puente Seguro. Antaño había habido un orfanato adosado a la iglesia, pero habían terminado por cerrarlo. La iglesia aún funcionaba bajo control del Gobierno, el cual había obligado a los católicos a romper con el Vaticano y unirse a una organización «patriótica». Debido a la propaganda acerca de la religión, la idea de la iglesia me resultaba misteriosa e inquietante. La primera vez que había oído mencionar la violación había sido en una novela en la que se atribuía una a un sacerdote extranjero. Por otra parte, los sacerdotes adoptaban invariablemente la imagen de espías imperialistas y malvados que utilizaban a los bebés de los hospitales para realizar experimentos médicos.

Todos los días, camino del colegio y de regreso de él, solía pasar junto al comienzo de la calle del Puente Seguro, bordeada de árboles seculares, y distinguía el perfil de la puerta de la iglesia. Acostumbrada a la estética china, sus pilares se me antojaban sumamente extraños ya que, a diferencia de los nuestros, tallados en madera y posteriormente pintados, estaban tallados en mármol blanco y acanalados al estilo griego. Me moría por visitar el interior, y había pedido a aquella niña que me invitara un día a ir a su casa. Ella, sin embargo, repuso que su padre no quería que llevara visitas, lo que no sirvió sino para acrecentar aún más su misterio. Cuando se ofreció a traer algunas plantas de su jardín, me ofrecí calurosamente a acompañarla.

A medida que nos aproximábamos a la puerta de la iglesia sentí que me ponía en tensión y que mi corazón casi dejaba de latir. No recordaba haber visto nunca una puerta tan imponente. Mi amiga se puso de puntillas y golpeó un aro de metal que colgaba de la puerta. En ésta se abrió de pronto una pequeña entrada tras la que apareció un anciano arrugado que caminaba doblado casi por completo sobre sí mismo. Pensé que era como las brujas que salen en las ilustraciones de los cuentos de hadas. Aunque no podía ver su rostro con claridad, me imaginé que tendría una larga nariz ganchuda y un sombrero de pico y que en cualquier momento saldría volando por los aires montado en una escoba. El hecho de que perteneciera al sexo opuesto al de las brujas carecía de importancia. Atravesé apresuradamente el umbral. Frente a mí se abría un patio pulcro y diminuto en el que había un jardín. Me sentía tan nerviosa que no era capaz de ver qué contenía. Mis ojos tan sólo registraban una enorme proliferación de colores y formas, así como una pequeña fuente que manaba en medio de una estructura rocosa. Mi amiga me tomó de la mano y me condujo a lo largo del porche hasta el otro lado del patio. Cuando llegamos al final, abrió una puerta y me dijo que allí era donde el sacerdote pronunciaba sus sermones. ¡Sermones! Me había topado con aquella palabra en un libro en el que el sacerdote se servía de su sermón para transmitir secretos de Estado a otro espía imperialista. Mi tensión aumentó cuando salvé el umbral y penetré en una enorme y oscura estancia que parecía un salón; durante unos instantes, no pude ver nada. Por fin, distinguí una estatua al fondo de la sala. Aquél fue mi primer encuentro con un crucifijo. A medida que me acercaba, la figura de la cruz parecía elevarse sobre mí, inmensa y abrumadora. La sangre, la postura y la expresión de su rostro se combinaban para producir una sensación profundamente aterradora. Me volví y salí corriendo de la iglesia. En el exterior, casi choqué con un hombre ataviado con un traje negro. Pensé que intentaba agarrarme y, esquivándole, eché nuevamente a correr. A mis espaldas oí una puerta que crujía y, de pronto, me vi envuelta por una gran calma, rota tan sólo por el murmullo de la fuente. Abrí la pequeña entrada de la puerta principal y alcancé el comienzo de la calle sin dejar de correr. Mi corazón palpitaba con fuerza, y la cabeza me daba vueltas.


A diferencia de mí, mi hermano Jin-ming -nacido un año después que yo- se mostró sumamente independiente ya desde pequeño. Le encantaban las ciencias, y leía montones de revistas científicas populares. Aunque al igual que el resto de las publicaciones también éstas aparecían repletas de la inevitable propaganda, lo cierto era que informaban de avances científicos y tecnológicos occidentales que causaban honda impresión en Jin-ming. Le fascinaban las fotografías del láser, de los aerodeslizadores y de los helicópteros, automóviles y sistemas electrónicos que aparecían en aquellas revistas, a lo que había que añadir los atisbos que lograba del mundo occidental en las «películas de referencia». Comenzó a pensar que uno no podía fiarse de la escuela, los medios de comunicación y los adultos en general cuando decían que el mundo capitalista era un infierno y que China era un paraíso.

Estados Unidos excitaba especialmente la imaginación de Jin-ming como el país que contaba con la tecnología más desarrollada. Un día, cuando contaba once años, había estado describiendo animadamente durante la cena los nuevos avances norteamericanos en el campo del láser cuando de pronto le dijo a mi padre que adoraba Norteamérica. Éste no supo cómo responder, y su rostro adquirió una expresión de intensa preocupación. Por fin, acarició la cabeza de Jin-ming y dijo a mi madre: «¿Qué podemos hacer? ¡Este muchacho va a convertirse en un derechista cuando crezca!»

Antes de cumplir los doce años, Jin-Ming ya había construido cierto número de inventos basados en las ilustraciones de los libros científicos infantiles, entre ellos un telescopio con el que había intentado observar el cometa Halley y un microscopio para el que se había servido de trozos de vidrio procedentes de una bombilla. Un día en que estaba intentando mejorar una escopeta de repetición construida con gomas elásticas para disparar guijarros y semillas de tejo, pidió a uno de sus compañeros de clase, cuyo padre era oficial del Ejército, que le consiguiera algunos casquillos de bala vacíos para lograr los efectos sonoros apropiados. Su amigo consiguió algunas balas, extrajo la parte posterior, las vació de pólvora y se las entregó a Jin-ming sin advertir que los detonadores aún estaban dentro. Jin-ming llenó uno de los casquillos con un tubo de pasta de dientes cortado por la mitad y con ayuda de unas tenazas lo sostuvo sobre la estufa de carbón de la cocina para que se calentara. Sobre la parrilla del carbón descansaba una pava, y Jin-ming sostenía las tenazas bajo ella cuando de repente se oyó un tremendo estampido y se abrió un boquete en el fondo de la pava. Todo el mundo entró a ver qué había ocurrido. Jin-ming estaba aterrorizado, mas no tanto por la explosión como por mi padre, que constituía una figura temible.

Éste, sin embargo, no pegó a Jin-ming. Ni siquiera le reconvino. Se limitó a dirigirle una mirada larga y dura y por fin dijo que bastante asustado estaba ya y que saliera a dar un paseo. Jin-ming se sintió tan aliviado que a duras penas logró evitar ponerse a dar saltos. En ningún momento había pensado que le sería posible librarse tan fácilmente. Cuando regresó de su paseo, mi padre le dijo que no volvería a hacer ningún experimento si no era bajo la supervisión de un adulto. Sin embargo, aquella orden no permaneció en vigor mucho tiempo, y Jin-ming no tardó en volver a las andadas.

Yo le ayudé en uno o dos de sus proyectos. En cierta ocasión, fabricamos un prototipo de pulverizador alimentado con agua del grifo con el que podía reducirse la tiza a polvo. Era Jin-ming, claro está, quien aportaba el ingenio y la habilidad, ya que mi interés solía ser poco duradero.

Jin-ming acudió a la misma escuela primaria que yo. El señor Da-li, el profesor de ciencias que en otro tiempo había sido condenado como derechista, fue también maestro suyo, y desempeñó un papel fundamental a la hora de abrir a Jin-ming al mundo de la ciencia. Desde entonces, mi hermano ha conservado una profunda gratitud hacia él.

Mi segundo hermano, Xiao-hei, nacido en 1954, era el favorito de mi abuela, pero mi padre y mi madre apenas le prestaban atención. Uno de los motivos era que pensaban que ya obtenía suficiente cariño de la primera. Aquella sensación de desfavorecimiento alimentó en Xiao-hei una actitud defensiva frente a mis padres, lo que despertaba en ellos una profunda irritación, especialmente en mi padre, quien no soportaba ninguna actitud que considerara falta de franqueza.

Algunas veces, se sentía tan enojado por la actitud de Xiao-hei que llegaba a pegarle. Posteriormente, sin embargo, se arrepentía, y a la menor oportunidad le acariciaba la cabeza y le decía que sentía profundamente no haber sabido controlar su genio. En aquellas ocasiones, mi abuela sostenía con mi padre unas broncas tremebundas, y éste a su vez la acusaba de malcriar a Xiao-hei. Aquel constante motivo de tensión entre ambos tuvo como resultado inevitable que mi abuela se sintiera aún más ligada a Xiao-hei y le mimara más que antes.

Mis padres pensaban que sólo sus hijos -y no las niñas- debían recibir reprimendas y castigos corporales. Una de las únicas dos veces que pegaron a mi hermana Xiao-hong fue a la edad de cinco años. Se había empeñado en comer caramelos antes de una de las comidas, y cuando llegó a la mesa protestó diciendo que no podía notar gusto alguno debido al sabor dulce que aún tenía en la boca. Mi padre le dijo que sólo tenía lo que ella misma se había buscado. A Xiao-hong le disgustó aquella respuesta, por lo que comenzó a chillar y arrojó los palillos por la estancia. Mi padre le propinó un cachete y ella asió un plumero dispuesta a devolverle el golpe. Mi padre le arrebató el plumero y ella se hizo con una escoba. Tras un breve forcejeo, mi padre la encerró en su dormitorio y se marchó, repitiendo: «¡Demasiado mimada! ¡Demasiado mimada!» Mi hermana se quedó sin comer.

De niña, Xiao-hong era sumamente terca. Por algún motivo, siempre se negó a viajar y a asistir a proyecciones de cine u obras de teatro. Asimismo, había montones de cosas que le disgustaba comer: ponía el grito en el cielo cada vez que le servían leche o carne de vaca o de cordero. Yo, de pequeña, solía seguir su ejemplo, lo que hizo que me perdiera numerosas películas y gran variedad de deliciosos alimentos.

Yo tenía un carácter muy distinto al suyo, y la gente comenzó a calificarme de muchacha sensible y prudente (dong-shi) mucho antes de que alcanzara la adolescencia. Mis padres jamás me pusieron la mano encima ni tuvieron que hablarme con severidad. Incluso las leves críticas que me hacían eran pronunciadas en tono extremadamente delicado, como si fuera una persona adulta a la que resultara fácil herir. Me proporcionaron mucho afecto, sobre todo mi padre, quien siempre me llevaba consigo a dar su paseo de sobremesa y a menudo contaba con mi compañía cuando tenía que ir a visitar a algún amigo. La mayoría de sus amigos íntimos eran revolucionarios veteranos tan inteligentes como capaces, pero todos parecían tener algún fallo en su pasado a los ojos del Partido, por lo que se les habían asignado cargos de menor importancia. Uno de ellos había pertenecido a una rama del Ejército Rojo a las órdenes de Zhang Guo-tao, uno de los rivales de Mao. Otro era un donjuán cuya esposa -una funcionaría del Partido a quien mi padre siempre había intentado evitar- era de una severidad insufrible. Yo lo pasaba bien en aquellas reuniones de adultos, pero nada me gustaba tanto como que me dejaran sola con mis libros, a los que dedicaba el día entero durante mis vacaciones escolares sin dejar en ningún momento de roerme las puntas de los cabellos mientras leía. Además de la literatura y de algunos poemas clásicos razonablemente sencillos, me encantaban la ciencia-ficción y los relatos de aventuras. Recuerdo un libro sobre un hombre que, creo, pasaba unos días en otro planeta y regresaba a la Tierra en el siglo veintiuno para descubrir que todo había cambiado desde su partida. La gente se nutría con cápsulas alimenticias, viajaba en aerodeslizadores y tenía teléfonos con pantallas de vídeo. Yo entonces anhelaba poder vivir en el siglo XXI y disponer de todos aquellos aparatos mágicos.

Mi niñez transcurrió como una carrera hacia el futuro en la que yo me apresuraba por convertirme en adulta y soñaba despierta constantemente en lo que haría cuando fuera mayor. Desde el mismo momento en que aprendí a leer y a escribir, preferí aquellos libros en los que la narración predominaba sobre las imágenes. Mi impaciencia se manifestaba en todos los aspectos: si tenía un caramelo, nunca lo chupaba, sino que rápidamente lo mordía y lo masticaba. Masticaba hasta las pastillas para la tos.

Mis hermanos y yo nos llevábamos sorprendentemente bien. Tradicionalmente, los niños y las niñas rara vez jugaban juntos, pero los cuatro éramos buenos amigos y nos cuidábamos los unos a los otros. Apenas existían entre nosotros celos o competitividad, y rara vez nos peleábamos. Siempre que mi hermana me veía llorando, rompía también ella en lágrimas. No le importaba escuchar las alabanzas que me dedicaba la gente. Todo el mundo comentaba la espléndida relación que llevábamos, y los padres de otros niños no cesaban de preguntar a mis padres cómo se las habían arreglado para conseguirlo.

Entre mis hermanos, mis padres y mi abuela, se había creado una afectuosa atmósfera familiar. Nunca asistíamos a las peleas de mis padres, sino tan sólo a sus momentos de ternura. Mi madre nunca nos dejaba percibir el desencanto que a veces experimentaba con mi padre. Tras la época del hambre, mis padres -al igual que la mayoría de los funcionarios- no se mostraron tan apasionadamente entregados a su trabajo como lo habían estado durante la década de los cincuenta. La vida familiar adquirió una mayor preponderancia, y su disfrute ya no se equiparaba con la deslealtad. Mi padre, superada ya la cuarentena, se volvió más apacible y estrechó sus lazos con mi madre. Ambos pasaban cada vez más tiempo juntos, y a medida que crecía pude advertir muestras inequívocas del amor que ambos se profesaban.

Un día oí a mi padre comentar con mi madre un piropo dedicado a ésta por uno de sus colegas cuya esposa tenía fama de ser una belleza. «Somos ambos afortunados por tener esposas tan excepcionales -había dicho a mi padre-. Mira a tu alrededor: destacan entre todas las demás.» Mi padre sonreía mientras recordaba la escena con mal disimulado orgullo. «Yo, claro está, sonreí cortésmente -dijo-, pero lo que en realidad pensaba era, ¿cómo puedes comparar a tu mujer con la mía? ¡Mi mujer es única en su género!»

En cierta ocasión, mi padre partió en un viaje de turismo de tres semanas en el que habría de acompañar a los distintos directores de los departamentos de Asuntos Públicos de China por todo el país. Durante toda su carrera jamás se había organizado un viaje semejante, y se suponía que había de considerarse un privilegio especial. El grupo, acompañado por un fotógrafo encargado de obtener las imágenes del viaje, disfrutaría durante todo el trayecto del tratamiento reservado a las personalidades. Mi padre, sin embargo, no dejaba de mostrarse inquieto. A comienzos de la tercera semana, cuando el grupo ya había alcanzado Shanghai, añoraba tanto su hogar que dijo que no se encontraba bien y regresó en avión a Chengdu. A partir de entonces, mi madre no dejó de llamarle «viejo tonto». «Tu casa no iba a desaparecer, y yo tampoco. Al menos, no en una semana. ¡Qué oportunidad desperdiciada para habértelo pasado bien!» Cada vez que la oía decir eso, no podía evitar la sensación de que en realidad le había complacido considerablemente la «tonta nostalgia» de mi padre.

En la relación de mis padres con sus hijos parecían imperar dos factores sobre todos los demás: el primero era nuestra educación académica. Por muy preocupados que estuvieran por sus propios trabajos, siempre revisaban los deberes del colegio con nosotros. Permanecían en constante contacto con nuestros profesores, y grabaron a fuego en nuestras mentes que debíamos hacer del éxito académico el principal objetivo de nuestras vidas. Su grado de intervención en nuestros estudios aumentó después de la época del hambre, ya que contaban con más tiempo libre. Casi todas las tardes se turnaban para darnos clases particulares.

Mi madre era nuestra profesora de matemáticas, y mi padre se encargaba de enseñarnos lengua y literatura chinas. Aquellas tardes constituían para nosotros ocasiones solemnes en las que se nos permitía leer los libros de mi padre en su despacho, revestido desde el suelo hasta el techo de gruesos tomos de tapa dura y clásicos chinos encuadernados a mano. Antes de tocar las páginas de aquellos libros debíamos lavarnos las manos. Leíamos a Lu Xun, el gran escritor chino contemporáneo, así como poemas de la edad dorada de la poesía china que se consideraban difíciles incluso para los adultos.

La atención que nuestros padres prestaban a nuestros estudios era sólo comparable a su preocupación por nuestra educación ética. Mi padre quería que nos convirtiéramos en ciudadanos honorables y de principios, ya que lo consideraba un aspecto fundamental de la revolución comunista. De acuerdo con la tradición china, bautizó a cada uno de mis hermanos con un nombre que representaba sus ideales: Zhi, que significa «honesto», para Jin-ming; Pu, esto es, «modesto», para Xiao-hei; y Fang o «incorruptible» como parte del nombre de Xiao-fang. Mi padre creía que tales cualidades eran las que habían escaseado en la antigua China y las que los comunistas estaban llamados a restaurar. La corrupción había contribuido especialmente a desangrar la antigua China. En cierta ocasión, reprendió a Jin-ming por fabricar un avión de papel sirviéndose para ello de una hoja oficial de su departamento. Cada vez que queríamos utilizar el teléfono en casa teníamos que pedirle permiso. Dado que sus responsabilidades incluían los medios de comunicación, recibía gran cantidad de periódicos y revistas. Aunque nos animaba a que los leyéramos, no se nos permitía sacarlos de su despacho, ya que a final de mes los devolvía todos al departamento para que fueran vendidos y reciclados. De pequeña, pasé más de una aburrida tarde de domingo ayudándole a comprobar que no faltaba ninguno.

Mi padre fue siempre sumamente severo con nosotros, lo que constituía un constante motivo de tensión para él, tanto frente a la abuela como frente a nosotros mismos. En 1965, una de las hijas del príncipe Sihanuk de Camboya vino a Chengdu a presentar un espectáculo de danza. Tal acontecimiento representaba una novedad especial para una sociedad entonces prácticamente aislada. Yo me moría de ganas de acudir al ballet. En consideración al puesto que ocupaba, mi padre recibía gratuitamente las mejores entradas para todos los estrenos, y frecuentemente me llevaba con él. Aquella vez, por algún motivo, no iba a poder acudir. Me dio una entrada, pero me dijo que se la cambiara a alguien de las localidades posteriores para que nadie me viera en el mejor sitio.

Aquella tarde me situé junto a la entrada del teatro sosteniendo la entrada en la mano mientras la multitud entraba en el local. De hecho, todos contaban con entradas gratuitas de calidad equivalente a su rango. Transcurrió así un cuarto de hora largo, y yo aún seguía junto a la puerta. Me daba demasiada vergüenza pedirle a nadie que me las cambiara. Por fin, fue disminuyendo el número de personas que entraban, y la función estaba ya a punto de comenzar. Me encontraba al borde de las lágrimas, y deseando haber nacido con un padre distinto. En ese momento, vi a un joven funcionario del departamento de mi padre. Haciendo acopio de todo mi valor, le tiré por detrás del borde de la chaqueta. El muchacho sonrió e inmediatamente aceptó cederme su localidad, situada al fondo de la sala. No se mostró sorprendido. En el complejo en que habitábamos, la severidad de mi padre para con sus hijos era ya legendaria.

Con motivo del Año Nuevo chino de 1965 se organizó una representación especial destinada a los profesores. Aquella vez, mi padre acudió a ella conmigo pero, en lugar de permitirme que me sentara a su lado, cambió mi entrada por otra situada asimismo al fondo. Dijo que no era correcto que yo me sentara delante de los profesores. Desde donde estaba, apenas podía ver el escenario, lo que me hizo sentir profundamente desdichada. Más tarde, me enteré por los profesores hasta qué punto habían apreciado aquella deferencia de mi padre, pues se habían sentido irritados al ver a los hijos de otros altos funcionarios ocupando los asientos delanteros con una actitud que se les había antojado irrespetuosa.

La historia de China se hallaba impregnada de una tradición según la cual los hijos de los funcionarios solían ser arrogantes y abusaban de sus privilegios, lo que era motivo de resentimiento general. En cierta ocasión, uno de los nuevos guardias del complejo no reconoció a una adolescente que vivía allí y se negó a dejarla entrar. Ella se puso a gritar y le golpeó con su cartera. Algunos niños tenían la costumbre de dirigirse a los cocineros, los chóferes y el resto del personal en tono maleducado e imperioso. Los llamaban por sus nombres, cosa que un menor jamás debe hacer en China, ya que se considera algo en extremo irrespetuoso. Nunca olvidaré la expresión dolorida de los ojos del cocinero de nuestra cantina cuando el hijo de uno de los colegas de mi padre le devolvió un plato de comida y, tras gritarle su nombre a la cara, le dijo que no estaba buena. Aquello hirió profundamente al cocinero, pero no dijo nada. No quería disgustar al padre del muchacho. Algunos padres no hacían nada por evitar aquel tipo de conductas, pero mi padre estaba indignado. A menudo, decía: «Estos funcionarios no tienen nada de comunistas.»

Mis padres consideraban sumamente importante que sus hijos aprendieran a comportarse de modo cortés y respetuoso con todo el mundo. Nos dirigíamos a los empleados aplicándoles el tratamiento de «Tío» o «Tía» y, a continuación, su nombre, lo que tradicionalmente se consideraba la forma educada en que los menores debían dirigirse a los adultos. Cuando habíamos terminado de comer, siempre llevábamos personalmente los cuencos y los palillos sucios a la cocina. Mi padre decía que debíamos hacerlo como muestra de cortesía hacia los cocineros, quienes, de otro modo, se verían obligados a recoger la mesa ellos mismos. Aquellos pequeños detalles lograron que nos granjeáramos el profundo afecto de los empleados del complejo. Si llegábamos tarde, los cocineros nos reservaban algo de comida caliente. Los jardineros nos obsequiaban con flores y frutas, y el chófer no tenía inconveniente alguno en dar un rodeo para recogerme y dejarme en casa, si bien -claro está- a espaldas de mi padre, quien jamás me hubiera permitido utilizar el automóvil sin estar él presente.

Nuestro moderno apartamento estaba en el tercer piso, y nuestro balcón daba a una estrecha callejuela adoquinada y llena de barro que rodeaba el muro del complejo. Uno de los costados de la calle estaba formado por la muralla de piedra que abrigaba el complejo, mientras que el otro consistía en una hilera de delgadas casas de madera de una sola planta que no representaban sino la vivienda típica de las familias pobres de Chengdu. Aquellas casas tenían suelos de barro y carecían de agua corriente e instalaciones sanitarias. Sus fachadas estaban construidas de tablones verticales, dos de los cuales se utilizaban a modo de puerta. La habitación principal daba directamente a otra estancia que, a su vez, conducía a una tercera, y así sucesivamente, de tal modo que todas aquellas habitaciones formaban la casa. La habitación del fondo se abría a otra calle. Dado que los muros laterales eran compartidos con las casas de los vecinos, se trataba de casas desprovistas de ventanas. Sus habitantes tenían que dejar abiertas ambas puertas para dejar pasar la luz y el aire. A menudo, especialmente en los veranos más calurosos, solían sentarse en la estrecha acera para leer, coser o charlar. Desde allí podían contemplar los amplios balcones de nuestros apartamentos y sus brillantes ventanales de cristal. Mi padre decía que no debíamos ofender los sentimientos de las personas que vivían en la callejuela y, en consecuencia, nos prohibía jugar en el balcón.

En las tardes de verano, los niños de las cabañas del callejón solían recorrerlo esparciendo incienso antimosquitos. Para ello, solían canturrear un soniquete con el que pregonaban su actividad, y mis lecturas vespertinas solían verse acompañadas de aquellas melodías tristes y monótonas. Mi padre no cesaba de recordarme que el hecho de poder estudiar en una estancia amplia y fresca, dotada de un suelo de tarima y de una ventana con mosquitera constituía un enorme privilegio. «No debes pensar que eres superior a ellos -decía-. Sencillamente, tienes la suerte de vivir aquí. ¿Sabes para qué necesitábamos el comunismo? Para que todo el mundo pueda vivir en casas tan buenas como la nuestra e incluso mejores.»

Mi padre decía aquellas cosas tan a menudo que crecí avergonzada de los privilegios que disfrutaba. Algunas veces, los muchachos que vivían en el complejo se asomaban a sus balcones y remedaban la melodía que cantaban aquellos jóvenes desharrapados, lo que a mí me avergonzaba profundamente. Siempre que salía con mi padre en coche, me sentía turbada cada vez que el chófer tocaba la bocina para abrirse camino entre la multitud. Si la gente intentaba mirar el interior del coche, me hundía en el asiento para evitar sus ojos.

En los comienzos de la adolescencia, tenía fama de ser una muchacha sumamente formal. Me gustaba estar sola y me gustaba pensar, a menudo, sobre aquellas cuestiones morales que más me confundían. Me había vuelto bastante escéptica en lo que se refería a juegos, atracciones y diversiones con otros niños, y rara vez cotilleaba con mis amigas. Aunque era un personaje sociable y popular, siempre parecía existir cierta distancia que me separaba de los demás. En China, la gente entabla relación con relativa facilidad, especialmente cuando se trata de mujeres. Yo, sin embargo, había preferido la soledad desde niña.

Mi padre advirtió aquel aspecto de mi carácter, y constantemente lo comentaba con aprobación. Mientras mis profesores se empeñaban en decir que debíamos mostrar un mayor espíritu colectivo, fue él quien me dijo que tanta familiaridad y tanto contacto podían convertirse en algo destructivo. Animada por sus consejos, procuré defender mi intimidad y mi espacio. Ambos son conceptos que no poseen palabras exactas en la lengua china, pero que eran anhelados de modo instintivo por muchas personas, entre las cuales, ni que decir tiene, nos encontrábamos mis hermanos y yo. Jin-ming, por ejemplo, insistió tanto en que se le permitiera llevar su propia vida que aquellos que no le conocían bien dieron en pensar que se trataba de una persona antisocial; de hecho, se trataba de un personaje gregario y notablemente popular entre sus compañeros.

Mi padre solía decirnos: «Creo que es magnífico que vuestra madre mantenga esta política de “dejaros pastar libremente”.» Nuestros padres nos dejaban en paz y respetaban nuestra necesidad de poseer cada uno su mundo separado de los demás.

Загрузка...