26. «Olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de dulces»

Aprendiendo inglés a la sombra de Mao (1972-1974)

Desde su regreso de Pekín en otoño de 1972, la ocupación principal de mi madre había sido el cuidado de sus cinco hijos. Mi hermano pequeño, Xiao-fang, que entonces contaba diez años de edad, necesitaba una continua ayuda con sus estudios para compensar los años de colegio perdidos, y el futuro de sus otros hijos dependía en gran parte de ella.

La paralización de la sociedad durante más de seis años había creado un considerable número de problemas sociales que, sencillamente, se habían dejado sin resolver. Uno de los más graves lo constituían los millones de jóvenes que habían sido enviados al campo, todos los cuales se mostraban desesperados por volver a las ciudades. Tras la caída de Lin Biao, el regreso comenzó a ser posible para algunos de ellos, debido en parte a que el Estado necesitaba mano de obra para una economía urbana que entonces trataba de revitalizar. El Gobierno, sin embargo, hubo de limitar estrictamente su número debido a que en China existía la política estatal de controlar la población de las metrópolis, pues el Estado debía garantizar que la población urbana contara con alimentos, alojamiento y trabajo.

Así, se desencadenó una feroz competencia por obtener los escasos billetes de regreso. El Estado creó una normativa destinada a limitar su número. El matrimonio constituía uno de los criterios de exclusión. Una vez casado, ninguna organización urbana te aceptaba. A ello se debió que mi hermana viera rechazada su petición de trabajo y de ingreso en la universidad, únicas posibilidades de regreso a Chengdu. Se sentía profundamente desgraciada, ya que quería reunirse con su esposo; la fábrica en la que éste trabajaba había recobrado su funcionamiento normal, lo que le impedía trasladarse a Deyang para vivir con ella salvo en los períodos oficiales de permiso por matrimonio, esto es, apenas doce días al año. La única posibilidad que le restaba a mi hermana para regresar a Chengdu consistía en obtener un certificado que estableciera que padecía una enfermedad incurable, algo que hacían muchas jóvenes en su mismo caso. Mi madre la ayudó a conseguir uno, emitido por un médico amigo, en el que se afirmaba que Xiao-hong sufría cirrosis hepática. Regresó a Chengdu a finales de 1972.

El único modo de resolver los problemas era a través de contactos personales. Todos los días acudía gente a ver a mi madre: maestros, médicos, enfermeras, actores y funcionarios de rango poco elevado en busca de ayuda para traer a sus hijos del campo. A menudo, mi madre constituía su única esperanza, y aunque por entonces no trabajaba, se esforzaba incansablemente por pulsar cuantos resortes podía. Mi padre, por el contrario, no ayudaba: estaba demasiado imbuido por sus propias convicciones para empezar a hacer «apaños».

Incluso cuando las vías oficiales funcionaban, los contactos personales resultaban esenciales para asegurar un proceso sin obstáculos y evitar una posible catástrofe. Mi hermano Jin-ming abandonó su poblado en marzo de 1972. En su comuna había dos organizaciones ocupadas en reclutar nuevos trabajadores: una era una fábrica de componentes eléctricos situada en la capital del condado; la otra, una empresa no especificada perteneciente al Distrito Oriental de Chengdu. Jin-ming quería regresar a Chengdu, pero mi madre realizó averiguaciones entre sus amigos del Distrito Oriental y descubrió que la empresa en cuestión no era otra cosa que un matadero. Jin-ming retiró inmediatamente su solicitud y entró a trabajar en la fábrica local.

Se trataba de una enorme factoría que había sido desplazada allí desde Shanghai en 1966 como parte del proyecto de Mao para trasladar la industria a las montañas de Sichuan en previsión de un ataque soviético o norteamericano. Jin-ming logró impresionar a sus compañeros por su honestidad y su capacidad de trabajo, y en 1973 fue uno de los cuatro jóvenes elegidos por los trabajadores de la fábrica entre cuatrocientos solicitantes para ingresar en la universidad. Aprobó sus exámenes brillantemente y sin esfuerzo pero, dado que mi padre aún no había sido rehabilitado, mi madre hubo de asegurarse de que la universidad no fuera a verse disuadida al realizar la «investigación política» entonces obligatoria, sino que adquiriera la impresión de que su rehabilitación era inmediata. Asimismo, hubo de mantenerse alerta para evitar que Jin-ming pudiera verse desplazado por los posibles contactos de algún solicitante frustrado. En octubre de 1973, año en que ingresé en la Universidad de Sichuan, Jin-ming fue admitido en la Escuela de Ingenieros de China Central emplazada en Wuhan para estudiar técnicas de vaciado. Hubiera preferido estudiar física pero, de cualquier modo, se sentía en el séptimo cielo. Mientras Jin-ming y yo nos preparábamos para ingresar en la universidad, mi segundo hermano, Xiao-hei, vivía en un estado de completo desaliento. La condición básica para realizar estudios académicos era haber sido anteriormente obrero, campesino o soldado, y él no había sido ninguna de las tres cosas. El Gobierno continuaba expulsando en masa a los jóvenes de las ciudades hacia zonas rurales, lo que para mi hermano constituía el único futuro posible aparte de entrar en las fuerzas armadas. Para esto último, sin embargo, había decenas de solicitudes, y la única posibilidad de conseguirlo era utilizando algún contacto.

No obstante, mi madre consiguió que Xiao-hei lo lograra en diciembre de 1972 aunque casi contra todo pronóstico, dado que mi padre seguía sin ser rehabilitado. Mi hermano fue asignado a una escuela de la Fuerza Aérea situada en el norte de China, y tras un adiestramiento básico que duró tres meses se convirtió en operador de radio. Así, pasó a trabajar cinco horas al día en una labor sumamente apacible y a ocupar el resto de su tiempo en sus «estudios políticos» y en la producción de alimentos.

En las sesiones de «estudio» todos afirmaban que se habían unido a las fuerzas armadas «para responder a la llamada del Partido, para proteger a la población y para defender a la madre patria». Sin embargo, existían razones más pertinentes: los jóvenes de las ciudades querían evitar ser enviados al campo, y aquellos que ya estaban allí esperaban encontrar en el Ejército un trampolín del que saltar a la ciudad. Para los campesinos de las zonas pobres, el ingreso en las fuerzas armadas significaba al menos la garantía de obtener una mejor alimentación.

A medida que transcurría la década de los setenta, el ingreso en el Partido -al igual que el ingreso en el Ejército- fue convirtiéndose en algo cada vez menos relacionado con el compromiso ideológico de cada uno. En sus solicitudes, todos declaraban que el Partido era «grande, glorioso y correcto» y que «unirse al Partido implicaba dedicar sus vidas a la más espléndida causa de la humanidad: la liberación del proletariado universal». Para la mayoría, sin embargo, el motivo real residía en sus intereses personales. Se trataba del paso ineludible para convertirse en oficial, y todo oficial licenciado se convertía automáticamente en funcionario del Estado, lo que implicaba sueldo, prestigio y poder garantizados, así como -claro está- un registro urbano. Los cabos, no obstante, tenían que regresar a sus aldeas y convertirse de nuevo en campesinos, por lo que al término de todos los períodos militares abundaban los suicidios, las crisis nerviosas y las depresiones.

Una noche, Xiao-hei estaba sentado en compañía de aproximadamente un millar de soldados, oficiales y familiares contemplando una película proyectada al aire libre cuando, de repente, se oyó el tableteo de una ametralladora seguido por una enorme explosión. El público se dispersó entre gritos. Los disparos procedían de un guardia al que le faltaba poco para licenciarse y regresar a su pueblo, dado que había fracasado en su intento de ingresar en el Partido y verse consecuentemente ascendido al grado de oficial. Había matado en primer lugar al comisario de su compañía, al que consideraba responsable de haber obstaculizado su promoción, y a continuación había abierto fuego indiscriminadamente contra la multitud y había arrojado una granada de mano. Murieron otras cinco personas, todas ellas mujeres e hijos de las familias de los oficiales. A ellas hubo de añadir más de una docena de heridos. Por fin, huyó hacia uno de los bloques residenciales, el cual fue inmediatamente sitiado por compañeros de armas quienes a través de sus megáfonos le exhortaron a que se rindiera. Sin embargo, tan pronto el guardia comenzó a disparar a través de las ventanas, todos se dispersaron para regocijo de los excitados espectadores. Tras un feroz intercambio de disparos, irrumpieron en el apartamento y descubrieron que el guardia se había suicidado.

Al igual que todos cuantos le rodeaban, Xiao-hei deseaba ingresar en el Partido. Para él, sin embargo, no se trataba de una cuestión de vida o muerte como para sus compañeros campesinos, ya que sabía que no tendría que regresar al campo al término de su carrera militar. La norma era que cada uno volvía a su lugar de procedencia, por lo que mi hermano obtendría automáticamente un empleo en Chengdu tanto si era miembro del Partido como si no. El trabajo, sin embargo, siempre sería mejor en el primer caso, y además tendría más acceso a información, lo que para él era sumamente importante dado que en aquella época China era un desierto intelectual en el que apenas había nada que leer aparte de la grosera propaganda difundida habitualmente.

Además de aquellas consideraciones prácticas, el miedo nunca estaba ausente del todo. Para muchos, unirse al Partido era casi como contratar una póliza de seguros. Pertenecer al Partido significaba ganar credibilidad y al mismo tiempo una relativa sensación de seguridad que resultaba sumamente reconfortante. Lo que aún era más importante en un entorno tan intensamente político como el que rodeaba a Xiao-hei, el hecho de que no solicitara su ingreso en el Partido sería anotado en su expediente personal y ello haría que sobre él recayeran numerosas sospechas: «¿Por qué no quiere ingresar?» Ver denegado el ingreso de solicitud también podía dar lugar a graves suspicacias. «¿Por qué no habrá sido aceptado? Algo raro debe de ocurrir con ese muchacho…»

Xiao-hei llevaba algún tiempo leyendo clásicos marxistas con genuino interés: al fin y al cabo, eran los únicos libros disponibles, y necesitaba algo con lo que aplacar su sed intelectual. Dado que las ordenanzas del Partido Comunista establecían que el estudio del marxismo-leninismo constituía la primera condición para ingresar en el Partido, mi hermano pensó que podría combinar su interés con una ventaja práctica. Sin embargo, ni sus jefes ni sus camaradas se dejaron impresionar. De hecho, se sintieron puestos en evidencia debido a que como consecuencia de su origen campesino y semianalfabeto la mayoría eran incapaces de comprender a Marx. Xiao-hei comenzó a verse criticado y acusado de arrogancia y de autoaislamiento frente a las masas. Si quería ingresar en el Partido tendría que hallar otro modo de hacerlo.

Muy pronto advirtió que lo más importante era saber complacer a sus jefes inmediatos y, en segundo grado, a sus camaradas. Además de resultar popular y trabajar de firme tenía que «servir al pueblo» del modo más literal posible.

A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los ejércitos, en los que se asignan las labores más bajas y desagradables a los rangos menos elevados, el Ejército chino esperaba a que sus miembros se ofrecieran voluntarios para realizar tareas tales como acarrear agua para las abluciones matutinas y barrer las instalaciones. El toque de diana tenía lugar a las seis y media de la mañana, pero aquellos que aspiraban a ingresar en el Partido tenían el «honorable deber» de levantarse antes de aquella hora. Lo cierto es que había tantos que lo hacían que solían producirse peleas hasta por las escobas. La gente se levantaba más y más pronto con tal de asegurarse la posesión de una de ellas. Una mañana, Xiao-hei oyó a alguien barriendo el campamento cuando apenas habían dado las cuatro.

Había otras tareas importantes, pero la que más «contaba» era la preparación de la comida. El rancho oficial era ínfimo, incluso para los oficiales, y sólo se comía carne una vez por semana. De este modo, cada compañía debía encargarse de cultivar su propio grano y sus propias verduras, así como de criar sus propios cerdos. En la época de la cosecha, los comisarios de las compañías solían pronunciar enardecidas arengas: «¡Camaradas! ¡Por fin el Partido os pone a prueba! ¡Debemos acabar este campo a lo largo del día! Cierto que se trata de una tarea que precisa de diez veces el número de brazos de que disponemos, ¡pero un revolucionario es capaz de realizar el trabajo de diez hombres! Los miembros del Partido Comunista deben dar ejemplo. Y para aquellos que deseen unirse al mismo, ¡éste es el momento de demostrar su valía! ¡Aquellos que consigan pasar la prueba podrán ingresar en el Partido al concluir el día, en el campo de batalla!»

Efectivamente, los miembros del Partido tenían que trabajar duramente para mostrarse a la altura de su «papel dirigente». Sin embargo, eran los aspirantes quienes realmente se veían obligados a esforzarse. En cierta ocasión, Xiao-hei alcanzó tal grado de agotamiento que se desplomó en mitad de un campo. Mientras los nuevos miembros que habían logrado obtener su «ingreso en el campo de batalla» alzaban el puño derecho y pronunciaban el voto de rigor «de combatir toda mi vida por la gloriosa causa comunista», Xiao-hei hubo de ser trasladado a un hospital, en el que permaneció durante varios días.

La vía más eficaz de ingreso en el Partido consistía en la crianza de cerdos. La compañía tenía varias docenas de ellos, y los animales ocupaban un lugar especial en los corazones de los soldados: tanto éstos como los oficiales solían acercarse a las pocilgas para observar a los cerdos a la vez que intercambiaban comentarios y votos por su rápido desarrollo. Si las bestias crecían a buen ritmo los porqueros se convertían en los niños bonitos de la compañía, por lo que se trataba de una profesión enormemente solicitada.

Xiao-hei llegó a obtener el puesto de porquero con jornada completa. Se trataba de un trabajo duro y sucio, a lo que había que añadir la presión psicológica que sufrían quienes lo desempeñaban. Todas las noches, él y sus colegas se turnaban para levantarse de madrugada y proporcionar a los cerdos una ración extraordinaria de comida. Cuando una hembra tenía una carnada, los porqueros la vigilaban noche tras noche para que no fuera a aplastar a sus crías. Las preciosas habas de soja se recogían, lavaban, molían, escurrían y convertían en «leche de soja» con la que a continuación se alimentaba amorosamente a la cerda para estimular su producción de leche. La vida en las fuerzas aéreas resultaba, pues, muy distinta de lo que Xiao-hei había imaginado. La producción de alimentos le ocupó más de una tercera parte del tiempo que permaneció en el Ejército. Al cabo de un año de esforzada crianza porcina, Xiao-hei fue finalmente aceptado en el Partido y por fin, al igual que muchos otros, procuró repantingarse y tomárselo con calma.

Una vez se había ingresado en el Partido, la aspiración de la mayoría consistía en obtener el ascenso a oficial, ya que ello duplicaba todas las ventajas que conllevaba lo anterior. La clave para ello dependía de ser -o no- elegido por los superiores, por lo que resultaba vital no disgustarles. Un día, Xiao-hei fue llamado a presencia de uno de los comisarios políticos de la escuela militar. Acudió en ascuas, ya que ignoraba si lo que le esperaba era un golpe de buena fortuna o una catástrofe total. El comisario, un hombre rechoncho de aproximadamente cincuenta años de edad con ojos saltones y una voz estridente e imperiosa, se mostró sorprendentemente afable con Xiao-hei y, encendiendo un cigarrillo, se interesó acerca de sus antecedentes familiares, su edad y su estado de salud. Le preguntó asimismo si tenía novia, a lo que mi hermano repuso que no. Aquellas preguntas tan íntimas se le antojaban una buena señal. El comisario prosiguió, alabándole: «Has estudiado concienzudamente el pensamiento marxista-leninista de Mao Zedong. Has trabajado duramente, y has producido buena impresión en las masas. Claro está que debes continuar mostrándote modesto, ya que la modestia contribuye a tus progresos», etcétera. Para cuando el comisario apagó el cigarrillo, Xiao-hei se hallaba convencido de tener el ascenso en el bolsillo.

Su superior, sin embargo, encendió otro y comenzó a relatarle una historia acerca de un incendio acaecido en un molino de algodón y de una hilandera que había resultado gravemente quemada al introducirse en su interior en un intento de poner a salvo la propiedad estatal. De hecho, había sido necesario amputarle todas sus extremidades, de tal modo que había quedado reducida a una cabeza y un torso. No obstante, subrayó el comisario, su rostro no se había visto afectado, ni -lo que era aún más importante- su capacidad de procrear. Se trataba -afirmó- de una heroína destinada a obtener una amplia publicidad en la prensa. El Partido deseaba complacerla en todos sus deseos, y ella había anunciado que anhelaba contraer matrimonio con un oficial de las fuerzas aéreas. Xiao-hei era joven, apuesto, sin compromisos y con probabilidades de ser ascendido a oficial en cualquier momento…

Xiao-hei se sintió compadecido de la dama, pero de ahí a casarse con ella había una gran diferencia. Sin embargo, ¿cómo podía oponerse al comisario? No podía recurrir a ningún motivo convincente. ¿El amor? Se suponía que el amor debía permanecer ligado a los «sentimientos de clase» y, ¿quién podía merecer más sentimientos de clase que una heroína comunista? Aducir que no la conocía tampoco bastaría para librarle de su compromiso. En China se habían producido ya numerosos matrimonios arreglados por el Partido. Como miembro del mismo -y muy especialmente como miembro aspirante a oficial- Xiao-hei debía decir: «¡Obedezco resueltamente los designios del Partido!» Lamentó amargamente haber dicho que no tenía novia. Caviló aceleradamente acerca de un posible modo de negarse mientras escuchaba al comisario, quien seguía enumerando las ventajas del proyecto: ascenso inmediato a oficial, publicidad como héroe del Partido, una empleada doméstica permanente y una generosa renta vitalicia.

El superior encendió su tercer cigarrillo e hizo una pausa. Xiao-hei sopesó sus palabras. Decidió correr un riesgo calculado e inquirió si se trataba de una decisión irrevocable del Partido, ya que sabía que éste prefería que sus miembros se ofrecieran siempre «voluntariamente». Tal y como esperaba, el comisario respondió negativamente: la decisión dependía de Xiao-hei. Éste, finalmente, decidió jugarse el todo por el todo. «Confesó» que, si bien no tenía novia, su madre le había concertado una relación femenina. Sabía que su «prometida» tendría que tener ciertas cualidades para superar a la heroína, y ello implicaba que poseyera dos atributos básicos: unos antecedentes de clase adecuados y un empleo digno de encomio. Así pues, la describió como hija del jefe de una importante región militar y empleada en un hospital de Ejército. Hacía poco -añadió- que habían empezado a «hablar de amor».

El comisario se echó atrás, afirmando que tan sólo había querido comprobar la reacción de Xiao-hang y que no tenía intención de ponerle en compromiso alguno. Xiao- hei no fue castigado, y poco después fue ascendido a oficial y puesto a cargo de una unidad terrestre de comunicaciones. La heroína terminó contrayendo matrimonio con un joven de ascendencia campesina.


La señora Mao y sus secuaces, entretanto, recrudecían sus esfuerzos por impedir el desarrollo laboral del país. Su consigna para la industria era: «Detener la producción constituye por sí mismo una revolución.» Para la agricultura -sector en el que para entonces comenzaban a intervenir a fondo-: «Preferimos hierbajos socialistas a cosechas capitalistas.» La adquisición de tecnología extranjera se definió como «olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de dulces». Y en cuanto a la educación: «Queremos obreros analfabetos, y no cultivados aristócratas espirituales.» Una vez más, hicieron un llamamiento a la rebelión de los escolares contra sus maestros, y en 1974 volvieron a producirse en las aulas de Pekín los mismos destrozos de ventanas, mesas y sillas que habían tenido lugar en 1966. La señora Mao aifrmó que ello emulaba «la actitud revolucionaria de los obreros ingleses del siglo dieciocho al destrozar su maquinaria». Toda aquella demagogia servía aun único objetivo: crear nuevos problemas para Zhou Enlai y Deng Xiaoping y generar el caos. La señora Mao y el resto de sus lumbreras no tenían otra posibilidad de «brillar» si no era a través de la destrucción. En labores constructivas no tenían nada que hacer.

Zhou y Deng habían estado realizando intentonas por abrir el país al exterior, lo que impulsó a la señora Mao a desencadenar un nuevo ataque contra la cultura extranjera. A comienzos de 1974, los medios de comunicación lanzaron una poderosa campaña de denuncia contra el director italiano Michelangelo Antonioni por una película que había rodado acerca de China. Poco importaba que nadie en China hubiera visto la película y que pocos hubieran oído hablar de ella… o de su director. La misma xenofobia se aplico a Beethoven tras una visita de la Orquesta de Filadelfia.

Durante los dos años transcurridos desde la caída de Lin Biao, mi estado de ánimo había pasado del optimismo a una sensación de cólera y desesperación. La única fuente de consuelo era que la gente aún mostraba capacidad de lucha, y que aquella locura no campaba por sus respetos como lo hiciera en los primeros años de la Revolución Cultural. Durante este período, Mao rehusó apoyar por completo a ninguno de ambos bandos. Detestaba los esfuerzos de Zhou y Deng por poner fin a la Revolución Cultural, pero sabía que su esposa y los acólitos de ésta eran incapaces de mantener la nación en funcionamiento.

Mao permitió a Zhou continuar con la administración del país, pero le echó encima a su esposa, por entonces ocupada en una nueva campaña destinada a criticar a Confucio. Las consignas reinantes contenían una denuncia ostensible de Lin Biao, pero en realidad iban dirigidas a Zhou quien, como solía afirmarse de modo unánime, encarnaba las virtudes aconsejadas por los sabios antiguos. A pesar de la inquebrantable lealtad de Zhou, Mao aún no se decidía a dejarle las manos libres ni siquiera en un momento en el que se encontraba irreparablemente afectado por un cáncer.

Fue en aquella época cuando comencé a darme cuenta de que el auténtico responsable de la Revolución Cultural no había sido otro que Mao. Sin embargo, aún me resistía a condenarle de un modo explícito, incluso ante a mí misma. ¡Era tan difícil destruir a un Dios! Psicológicamente, sin embargo, me encontraba ya preparada para dejarme convencer de su verdadera catadura.

Dado que no resultaba fundamental para la economía y que cualquier intento por enseñar o aprender implicaba una inversión de la ignorancia que tanto había ensalzado la Revolución Cultural, la educación se convirtió para la señora Mao y su camarilla en el objetivo principal de sabotaje. Así, tan pronto ingresé en la universidad observé que había aterrizado en un campo de batalla.

La Universidad de Sichuan había albergado el cuartel general del 26 de Agosto, el grupo Rebelde que había actuado como fuerza de choque de los Ting, y sus edificios aún mostraban las cicatrices de siete años de Revolución Cultural. Apenas quedaban ventanas intactas. El estanque que había en el centro del campus, célebre en otro tiempo por la elegancia de sus lotos y sus peces de colores, se había convertido en un inmundo pantano cubierto de mosquitos. Los plátanos franceses que bordeaban la avenida que partía de la verja central habían sido mutilados.

Nada más entrar en la universidad, se desató una campaña política contra la «entrada por la puerta trasera». Claro está que no se hacía mención alguna del hecho de que eran los propios líderes de la Revolución los que habían bloqueado la «puerta delantera». Pude advertir que entre los nuevos estudiantes «obreros-campesinos-soldados» abundaban los hijos de altos funcionarios del Estado y que prácticamente la totalidad del resto contaba con poderosas conexiones: los campesinos, con sus jefes del equipo de producción o secretarios de comunas; los obreros, con sus superiores (al menos aquellos que no eran de por sí pequeños funcionarios). La «puerta trasera» constituía la única vía de acceso. Mis compañeros demostraron escaso vigor en aquella campaña.

Todas las tardes, e incluso algunas noches, nos veíamos obligados a estudiar gruesos artículos del Diario del Pueblo en los que se denunciaba una u otra cuestión, o bien a sostener absurdas polémicas en las que todos los presentes se limitaban a emular el lenguaje vacuo y grandilocuente de la prensa. Teníamos que permanecer constantemente en el campus con excepción de los sábados por la tarde y los domingos, e incluso estos últimos debíamos regresar antes de que anocheciera.

Por entonces, yo compartía una habitación con otras cinco muchachas. La estancia poseía dos filas de literas alineadas unas frente a otras. En el centro había una mesa y seis sillas en las que solíamos sentarnos a trabajar. Apenas quedaba sitio para nuestras palanganas. La ventana se abría a una maloliente alcantarilla descubierta.

Mi asignatura era el inglés, pero apenas había medio de aprenderlo. No había ingleses nativos. De hecho, no había extranjeros en la universidad, ya que toda la provincia de Sichuan se encontraba vedada a ellos. De vez en cuando acudía alguno de modo excepcional (invariablemente un «amigo de China») pero incluso el simple hecho de dirigirse a ellos sin autorización constituía un delito criminal. Podíamos ser encarcelados tan sólo por escuchar la BBC o la Vozde América. No había publicaciones extranjeras disponibles a excepción de The Worker, el periódico del minúsculo Partido Comunista de Gran Bretaña, de tendencia maoísta, e incluso éste solía mantenerse bajo llave en una habitación especial. Recuerdo la emoción que sentí la única vez que me permitieron echar un vistazo a uno de sus ejemplares. Mi excitación, sin embargo, se vino abajo nada más depositar la mirada sobre un artículo de la primera página en el que se comentaba la campaña destinada a la crítica de Confucio. Me encontraba allí sentada y sumida en la estupefacción cuando un profesor al que apreciaba especialmente pasó junto a mí y comentó con una sonrisa: «China debe de ser el único lugar del mundo en el que se lee ese periódico.»

Nuestros libros de texto no eran sino una ridicula colección de propaganda. La primera frase que aprendimos en inglés fue «¡Larga vida al presidente Mao!». Sin embargo, nadie osó analizarla gramaticalmente, ya que en chino el modo optativo -utilizado para expresar un deseo o un anhelo- resulta equivalente a «algo irreal». En 1966, un profesor de la Universidad de Sichuan había recibido una paliza ¡por tener la osadía de sugerir que «¡Larga vida al Presidente Mao!» era una frase irreal! Uno de los capítulos trataba de un joven «modelo» que había resultado ahogado al saltar al interior de una riada para rescatar un poste de telégrafo debido a que el poste en cuestión sería utilizado para transportar la voz del presidente Mao.

Con grandes dificultades, me las arreglé para hacerme con algunos libros de texto de lengua inglesa publicados antes de la Revolución Cultural, los cuales obtuve a título de préstamo de algunos profesores de mi departamento y de Jin-ming, quien solía enviarme libros por correo desde su universidad. En ellos se incluían extractos de escritores como Jane Austen, Charles Dickens y Oscar Wilde, así como narraciones extraídas de la historia de Europa y Estados Unidos. Su lectura constituía para mí un auténtico gozo, pero tan sólo obtenerlos e intentar luego conservarlos consumía gran parte de mi energía.

Cada vez que alguien se acercaba a mí, los tapaba rápidamente con un periódico. Ello se debía sólo en parte a su contenido «burgués», ya que resultaba igualmente importante que no te vieran estudiando con demasiado ahínco y no despertar los celos de tus compañeros leyendo algo completamente fuera de sus posibilidades. Aunque todos estábamos estudiando inglés y recibiendo por ello un sueldo del Gobierno -en parte, esto último, por nuestro valor propagandístico- no debíamos ser vistos dedicando demasiado entusiasmo a nuestra asignatura, pues podíamos recibir la calificación de «blancos y expertos». Según la absurda lógica de aquella época, la competencia profesional («experto») equivalía automáticamente a la poca habilidad política («blanco»).

Yo tenía la desgracia de ser mejor alumna de inglés que mis compañeros, lo que no era bien visto por algunos de los funcionarios estudiantiles -o controladores de menor nivel- que supervisaban las sesiones de adoctrinamiento político y comprobaban las «condiciones de pensamiento» de sus compañeros de estudio. Los funcionarios estudiantiles de mi curso procedían en su mayoría del campo. Mostraban un gran interés por aprender inglés, pero eran casi todos semianalfabetos y apenas poseían aptitudes para ello, Yo me sentía compadecida de su ansiedad y su frustración, y comprendía los celos que inspiraba en ellos, pero el concepto maoísta de «blanco y experto» les hacía enorgullecerse de su falta de capacidad, prestaba respetabilidad política a su envidia y les proporcionaba una perversa ocasión de dar rienda suelta a su exasperación.

De vez en cuando, algún funcionario estudiantil solicitaba un «mano a mano» conmigo. En mi curso, el líder de la célula del Partido era un antiguo campesino llamado Ming que había ingresado en el Ejército y posteriormente se había convertido en jefe de un equipo de producción. Era muy mal estudiante, y solía darme largas y solemnes charlas acerca de las últimas incidencias de la Revolución Cultural, las «gloriosas tareas de los obreros-campesinos-soldados» y la necesidad de alcanzar la «reforma del pensamiento». Se suponía que yo necesitaba de aquellos «mano a mano» debido a mis «limitaciones», pero Ming nunca iba al grano, sino que dejaba sus críticas flotando en el aire: «Las masas se han quejado de ti. ¿Sabes acaso por qué?», tras lo cual se detenía para comprobar el efecto que ello me producía. Al final, solía revelarme algunas de tales acusaciones. Como era inevitable, un día fue la de ser «blanca y experta». Otro día me dijo que era una «burguesa» porque había fracasado en la lucha por obtener la tarea de limpiar los retretes o lavar la ropa de mis camaradas, todas ellas consideradas buenas obras de índole obligatoria. Una vez, incluso, descargó sobre mí la despreciable acusación de no pasar el tiempo suficiente ayudando a mis compañeros de clase para evitar que pudieran ponerse a mi altura.

Una crítica que Ming solía realizar con voz temblorosa (evidentemente, se trataba de una cuestión que le afectaba en lo más profundo) era que «las masas han informado de que te muestras altiva. Te aislas de ellas». En China, resultaba corriente que la gente afirmara que te mostrabas despreciativo si no lograbas ocultar el deseo de gozar de algunos ratos de soledad.

Por encima de los funcionarios estudiantiles estaban los supervisores políticos, quienes tampoco sabían apenas inglés. No me apreciaban en absoluto, y yo tampoco a ellos. Por entonces, estaba regularmente obligada a informar de mis pensamientos al encargado de mi curso, y antes de cada sesión solía deambular por el campus durante horas intentando reunir el valor suficiente para llamar a su puerta. Aunque no era mala persona -o al menos, eso creo- yo le temía. Sobre todo, sin embargo, temía la inevitable, tediosa y ambigua diatriba de rigor. Al igual que a muchos otros, le encantaba jugar al ratón y al gato para gozar de su sensación de poder. En tales ocasiones, yo tenía que mostrarme humilde y voluntariosa, y prometerle cosas que no sentía y que no tenía la menor intención de cumplir.

Comencé a experimentar nostalgia de los años que había pasado en el campo y en la fábrica, ya que entonces me habían dejado relativa-mente en paz. Las universidades estaban controladas mucho más estrechamente, dado que poseían un interés particular para la señora Mao. En aquella época, me encontraba entre personas que se habían beneficiado de la Revolución Cultural ya que, de no haberse producido ésta, muchas de ellas jamás hubieran llegado allí.

En cierta ocasión, algunos de los estudiantes de mi curso recibieron el encargo de compilar un diccionario de abreviaturas inglesas. El departamento había decidido que el que entonces existía era reaccionario debido a que, lógicamente, contenía un número mucho mayor de abreviaturas capitalistas que de abreviaturas aprobadas oficialmente. «¿Por qué tiene Roosevelt que tener su abreviatura -FDR- y no el presidente Mao?», preguntaban algunos estudiantes con indignación. Con gran solemnidad, intentaban concebir entradas adecuadas hasta que, por fin, se veían obligados a renunciar a su «misión histórica» debido a que, sencillamente, no existían suficientes términos aceptables.

Yo encontraba aquel entorno insoportable. Podía comprender la ignorancia, pero me negaba a aceptar su glorificación, y mucho menos su autoridad.

A menudo teníamos que abandonar la universidad para realizar actividades completamente irrelevantes para nuestros estudios. Mao decía que «debíamos aprender cosas en las fábricas, en el campo y en las unidades militares». Como de costumbre, en ningún momento se especificaba qué debíamos aprender exactamente. Comenzamos por «aprender en el campo». Una semana de octubre de 1973, durante mi primer curso, la universidad entera fue enviada a un lugar situado en las afueras de Chengdu y conocido con el nombre de Manantial del Monte del Dragón, el cual se había visto recientemente castigado por la visita de uno de los viceprimeros ministros del país, Chen Yonggui, quien anteriormente había sido el líder de una brigada agrícola llamada Dazhai. Emplazada en la montañosa provincia septentrional de Shanxi, Dazhai se había convertido en el modelo agrícola de Mao, debido -ni que decir tiene- a que había prestado tradicionalmente más atención al entusiasmo revolucionario que a las consideraciones materiales. Mao no sabía -o no le importaba- que muchos de los resultados que afirmaba haber obtenido la brigada de Dazhai fueran simples exageraciones. Durante su visita al Manantial del Monte del Dragón, el viceprimer ministro Chen había exclamado, «¡Ah, aquí tenéis montañas! ¡Imaginaos cuántos campos podríais crear!», como si las fértiles colinas cubiertas de huertos pudieran compararse con las áridas montañas de su pueblo natal. Sus observaciones, sin embargo, llevaban consigo el peso de la ley. Las masas de estudiantes universitarios dinamitaron los huertos que hasta entonces habían suministrado a Chengdu manzanas, ciruelas, melocotones y flores. A continuación, nos dedicamos a transportar piedras durante largos trayectos a base de carros y varas con objeto de proceder a la construcción de terrazas para el cultivo de arroz.

Como en toda actividad solicitada por Mao, resultaba obligatorio mostrar un enorme entusiasmo en aquella tarea. Muchos de mis compañeros trabajaron de un modo que llamaba poderosamente la atención, pero en mi caso se consideró que no demostraba el celo suficiente, en parte porque me resultaba difícil ocultar la aversión que me producía aquella actividad y en parte porque no era una persona que sudara con facilidad, independientemente de la cantidad de energía que consumiera. Aquellos estudiantes cuyo cuerpo sudaba a chorros resultaban invariablemente más ensalzados en las reuniones de planificación que se celebraban todas las tardes.

Mis colegas universitarios mostraban sin duda más apasionamiento que eficacia. Los cartuchos de dinamita que introducían en el suelo solían fallar, lo que no dejaba de ser de agradecer dado que no existían medidas de seguridad, y los muros de piedra que construíamos para rodear los bordes de las terrazas no tardaban en desplomarse. Cuando partimos, dos semanas más tarde, la ladera de la montaña era un desierto de cráteres, montones de piedras y masas informes de cemento. Pocos, sin embargo, parecían preocupados por ello. Todo el episodio no había sido más que una pantomima, una parodia… un fin absurdo alcanzado por medios no menos absurdos.

Yo detestaba aquellas expediciones, al igual que detestaba que nuestro trabajo y nuestra propia existencia tuvieran que verse utilizados para llevar a cabo aquel ridículo juego político. A finales de 1974, fui enviada a una unidad militar, nuevamente en compañía de toda la universidad.

El campamento, situado a unas dos horas de camión desde Chengdu, se encontraba emplazado en un paraje bellísimo rodeado de campos de arroz, melocotoneros y bosquecillos de bambú. Los diecisiete días que permanecimos en él, sin embargo, se me antojaron como un año. Me sentía permanentemente asfixiada por las largas carreras matutinas, magullada por las caídas y desplazamientos a cuatro patas bajo el fuego imaginario de los carros de combate «enemigos» y exhausta por las horas que pasábamos apuntando nuestros rifles o arrojando granadas de mano simuladas con trozos de madera. Se esperaba de mí que demostrara mi apasionamiento y mi competencia en una serie de actividades para las que resultaba completamente inútil. Se consideraba imperdonable que tan sólo destacara en mi asignatura: la lengua inglesa. Aquellas acciones militares constituían tareas políticas, y tenía que demostrar mi valía en ellas. Irónicamente, cualidades militares tales como la buena puntería hacían que los soldados que las poseían fueran condenados por el propio Ejército como «blancos y expertos».

Yo formaba parte de un puñado de estudiantes que arrojábamos las granadas de madera a una distancia tan peligrosamente corta que se nos apartó de la gran ocasión en que habríamos de practicar con las auténticas. Nos sentamos en la cima de una colina, formando un grupo patético. Mientras oíamos las explosiones distantes, una de mis compañeras estalló en sollozos, y también yo experimenté una profunda aprensión ante la idea de haber dado pruebas de mi «blancura».

Nuestra segunda disciplina consistía en ejercicios de puntería. A medida que nos dirigíamos al campo de tiro, pensaba para mí misma: «No puedo permitirme el lujo de fallar en esto. Tengo que pasar la prueba sea como sea.» Cuando pronunciaron mi nombre, me tendí en el suelo e intenté situar el blanco en el punto de mira, pero lo único que vi fue la negrura más absoluta. Ni blanco, ni campo, ni nada. Temblaba tanto que sentía todo mi cuerpo desprovisto de energía. La orden de fuego llegó hasta mí débilmente, como si acudiera flotando a través de las nubes desde una gran distancia. Apreté el gatillo, pero no distinguí sonido alguno, ni pude ver nada. A la hora de comprobar los resultados, los instructores se quedaron estupefactos: ninguna de mis balas había alcanzado el tablero y, claro está| mucho menos el blanco.

No podía creerlo. Gozaba de una vista perfecta. Le dije al instructor que el cañón debía de estar torcido, y él pareció creerme: mis resultados habían sido tan espectacularmente malos que difícilmente podía ser culpa mía. Me dieron otro fusil, lo que provocó las protestas de algunos compañeros que habían solicitado, sin éxito, que se les concediera una segunda oportunidad. Mi segundo intento fue algo mejor: dos de las diez balas alcanzaron los anillos exteriores. Aun así, mi nombre continuaba en último lugar entre todos los miembros de la universidad. Al ver los resultados, expuestos sobre la pared como si se tratara de un cartel mural, supe que mi «blancura» había recibido una nueva dosis de lejía. A mis oídos llegaron algunos comentarios sarcásticos de un funcionario estudiantil: «¡Bah! ¡Un segundo intento! ¡Como si eso fuera a servirle de algo! ¡Si no tiene sentimientos de clase ni odio de clase, igual daría que le concedieran cien!»

Desconsolada, me refugié en mis propias reflexiones sin apenas prestar atención a los soldados encargados de nuestra instrucción, en su mayoría campesinos de unos veinte años de edad. Tan sólo un incidente me recordó su presencia: una tarde, cuando algunas de las muchachas acudieron a recoger su ropa de la cuerda en la que la habían tendido a secar, advirtieron que sus bragas mostraban inconfundibles manchas de semen.


De regreso en la universidad, busqué refugio en los hogares de aquellos profesores y catedráticos que habían obtenido sus puestos antes de la Revolución Cultural, tan sólo por sus méritos académicos. Varios de ellos habían estado en Gran Bretaña y en los Estados Unidos antes de la llegada al poder de los comunistas, y en su presencia me relajaba y sentía que hablábamos el mismo idioma. Aun así, seguía comportándome con la cautela habitual entre los intelectuales después de tantos años de represión. Solíamos evitar los tópicos más peligrosos. Aquellos que habían estado en Occidente rara vez hablaban de su estancia allí. Yo, aunque me moría de ganas de preguntarles, lograba controlarme para no ponerles en una situación difícil.

Debido en parte a ese mismo motivo, nunca hablaba con mis padres acerca de mis pensamientos. ¿Cómo me habrían respondido de haberlo hecho? ¿Con peligrosas verdades o con prudentes mentiras? Por otra parte, no quería que se sintieran inquietos a causa de mis ideas heréticas. Quería mantenerles deliberadamente en la sombra, de tal modo que si algo me ocurría pudieran decir sin faltar a la verdad que lo ignoraban todo.

A los únicos a quienes comunicaba mis pensamientos era a los amigos de mi propia generación. De hecho, apenas teníamos otra cosa que hacer aparte de charlar, especialmente con los chicos. «Salir» con alguien -esto es, ser vista a solas y en público con un hombre- equivalía a un compromiso matrimonial y, en cualquier caso, prácticamente no existía aún forma de esparcimiento alguna. Los cines tan sólo proyectaban un puñado de películas aprobadas por la señora Mao. De vez en cuando estrenaban alguna cinta extranjera -acaso procedente de Albania- pero la mayor parte de las entradas iban a parar a los bolsillos de las personas mejor relacionadas. Frente a las taquillas se congregaban feroces multitudes de personas dispuestas a todo con tal de obtener las pocas que quedaban, y los revendedores hacían su agosto.

Así pues, nos limitábamos a quedarnos en casa charlando. Solíamos sentarnos con gran formalidad, como si estuviéramos en la Inglaterra victoriana. En aquellos días resultaba desacostumbrado que las mujeres trabaran amistad con los hombres, y una amiga me dijo en cierta ocasión: «Nunca he conocido a una chica que tuviera tantos amigos. Por lo general, las muchachas tienen amigas.» Tenía razón. Conocía a numerosas compañeras que se habían casado con el primero que se les había puesto por delante. Sin embargo, las únicas muestras de interés que obtuve de mis amigos fueron algún que otro poema sentimental y unas cuantas cartas tímidas, si bien una de estas últimas escrita con sangre y firmada por el portero del equipo de fútbol de la facultad.

Mis compañeros y yo hablábamos a menudo de Occidente. Para entonces había llegado ya a la conclusión de que se trataba de un lugar magnífico. Paradójicamente, los primeros que me metieron tal idea en la cabeza fueron el propio Mao y su régimen. Durante años, había visto condenadas como perversiones occidentales todas aquellas cosas a las que me sentía naturalmente inclinada: los vestidos bonitos, las flores, los libros, las aficiones, la educación, la dulzura, la espontaneidad, la clemencia, la amabilidad, la libertad, la aversión a la crueldad y a la violencia, el amor en lugar del «odio de clases», el respeto a la vida humana, el deseo de soledad y la competencia profesional. Como algunas veces pensaba para mis adentros: ¿cómo puede alguien no anhelar la vida en Occidente?

Sentía una enorme curiosidad acerca de posibles alternativas a la clase de vida que había llevado hasta entonces, y mis compañeros y yo intercambiábamos rumores y retazos de información que extraíamos de las publicaciones oficiales. No me impresionaban tanto el desarrollo tecnológico de Occidente y su elevado nivel de vida como la inexistencia de cazas de brujas, la ausencia de sentimientos suspicaces, la dignidad de sus individuos y el increíble grado de libertad. Para mí, la prueba definitiva de la libertad que reinaba en Occidente residía en la gran cantidad de gente que, desde allí, atacaba su sociedad y alababa nuestro país. Apenas había día en que la primera página de Referencia -el periódico que transmitía los artículos de prensa extranjeros- no incluyera algún elogio de Mao y la Revolución Cultural. Al principio, aquellas crónicas me indignaron, pero pronto me hicieron ver el grado de tolerancia que otras estructuras sociales podían mostrar, y me di cuenta de que ése era el tipo de sociedad en que yo deseaba vivir: una sociedad en la que se permitiera a las personas sostener puntos de vista opuestos o incluso disparatados. Comencé a advertir que el progreso de Occidente se debía precisamente a la tolerancia de que gozaban aquellos que se oponían o protestaban.

Aun así, no podía por menos de sentirme irritada por ciertas observaciones. En cierta ocasión leí un artículo escrito por un occidental que había viajado a China para visitar a algunos de sus viejos amigos profesores de universidad. Describía el regocijo con que éstos le habían revelado la alegría que les había producido verse denunciados y enviados al fin del mundo, así como cuánto se alegraban de haber sido reformados. La conclusión del autor era que Mao había logrado verdaderamente convertir a los chinos en un «pueblo nuevo» capaz de contemplar con júbilo lo que para los occidentales representaba una calamidad. Me sentí asqueada. ¿Acaso ignoraba que la represión era tanto peor cuando no se producían protestas? ¿Acaso no sabía que era cien veces más dura cuando las víctimas respondían a ella con un rostro sonriente? ¿Cómo era posible que no advirtiera el patético estado al que habían sido reducidos aquellos profesores, el horror que habían debido de atravesar para degradarse hasta tal punto? Yo misma no me daba cuenta de que la pantomima que estábamos representando los chinos constituía algo insólito para los occidentales, no siempre capaces de interpretarla.

Tampoco era consciente de que en Occidente no resultaba fácil obtener información acerca de China, que ésta era malinterpretada en su mayor parte y que personas que no contaban con experiencia alguna del régimen chino aceptaban su propaganda y su retórica al pie de la letra. En consecuencia, llegué a la conclusión de que aquellos elogios debían de ser fraudulentos. Mis amigos y yo solíamos bromear comentando que aquellos articulistas se habían vendido a la «hospitalidad» de nuestro país. Cuando tras la visita de Nixon se permitió que los extranjeros visitaran ciertos lugares restringidos de China, las autoridades se apresuraron a acordonar todas aquellas zonas a las que acudían, incluso dentro de otras zonas previamente aisladas. Los mejores medios de transporte, las mejores tiendas, restaurantes y casas de huéspedes, incluso los mejores paisajes les eran reservados mediante carteles en los que se leía «Sólo para visitantes extranjeros». El mao-tai, el licor más cotizado del país, se hallaba completamente fuera del alcance del chino corriente, pero perfectamente disponible para cualquier turista. La mejor comida se reservaba para los visitantes. Los periódicos anunciaban orgullosamente que Henry Kissinger había atribuido la expansión de su cintura a los numerosos banquetes de doce platos que había disfrutado durante sus visitas a China. Aquello había tenido lugar en una época en la que en Sichuan -el Granero del Cielo- apenas contábamos con una ración mensual de carne de un cuarto de kilo al mes, y en la que las calles de Chengdu aparecían repletas de campesinos sin vivienda que habían llegado hasta allí huyendo del hambre que imperaba en el Norte y obligados a vivir como mendigos. Entre la población se extendía un profundo resentimiento por el modo en que los extranjeros eran tratados a cuerpo de rey. Mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos: «¿Por qué atacamos al Kuomintang por instalar avisos que decían “Prohibido el acceso a chinos y a perros”…? ¿Acaso no estamos haciendo nosotros lo mismo?»

La información se convirtió en una obsesión. Mi habilidad para leer inglés suponía en este sentido una enorme ventaja dado que la mayor parte de los libros que había perdido la biblioteca en los saqueos a que había sido sometida durante la Revolución Cultural habían sido obras chinas. Su considerable colección de volúmenes en lengua inglesa había sido puesta patas arriba, pero se conservaba en gran parte intacta.

Los bibliotecarios se mostraban encantados de que alguien leyera aquellos libros -y más aún tratándose de estudiantes- por lo que se mostraron considerablemente cooperadores. El sistema de indización se hallaba sumido en el caos más completo, y a menudo tenían que bucear en grandes pilas de volúmenes hasta encontrar los que yo buscaba. Gracias a los esfuerzos de aquellos amables jóvenes logré hacerme con varios clásicos ingleses. La primera novela que leí en inglés fue Mujercitas, de Louisa May Alcott. Novelistas como ella, Jane Austen y las hermanas Brontë me resultaban mucho más fáciles de leer que otros autores tales como Dickens, y me sentía asimismo más cercana a su modo de ser. Leí una breve historia de la literatura europea y norteamericana y me sentí profundamente impresionada por la tradición democrática de Grecia, el humanismo renacentista y el ansia de sabiduría de la Ilustración. Cuando leí los Viajes de Gulliver y llegué al pasaje acerca del emperador que «publicó un edicto por el que bajo severas penas ordenaba a todos sus subditos que rompieran los huevos por el extremo más pequeño», me pregunté si Swift habría estado alguna vez en China. No existen palabras que puedan describir el gozo que experimentaba al notar cómo mi mente se abría y expandía.

Cada vez que me quedaba a solas en la biblioteca me parecía estar en la gloria. A medida que me aproximaba a ella -casi siempre al atardecer- iba disfrutando de antemano del placer de la soledad en compañía de los libros y del aislamiento del mundo exterior. Cuando ascendía por la escalinata del edificio -un conglomerado de estilos clásicos-, el olor de los viejos libros almacenados durante tanto tiempo en estancias desprovistas de aireación producía en mí un estremecimiento de excitación. Detestaba aquellas escaleras por lo largas que eran.

Con ayuda de algunos diccionarios que me prestaron los profesores fui conociendo a Longfellow, a Walt Whitman, la historia de Norteamérica… Me aprendí de memoria la Declaración de Independencia, henchido el corazón ante las palabras «Consideramos estas verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres nacen iguales», así como frente a las que se referían a los «Derechos inalienables» de las personas, entre ellos «la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Tales conceptos resultaban insólitos en China, y al conocerlos sentía que se abría ante mí un mundo nuevo y maravilloso. Las libretas de notas que constantemente llevaba conmigo se encontraban repletas de pasajes como aquellos, a veces copiados con profundo apasionamiento y lágrimas en los ojos.

Un día de otoño de 1974, una amiga mía me enseñó con grandes precauciones un ejemplar de Newsweek en el que aparecían fotografías de Mao y de la señora Mao. Ella no sabía leer inglés, pero sentía un enorme interés por saber lo que decía el artículo. Aquélla fue la primera revista extranjera original que llegó a mis manos. Una de las frases del artículo me deslumbró como un relámpago. Decía que la señora Mao era «los ojos, los oídos y la voz» del propio Mao. Hasta aquel momento, nunca me había detenido a considerar la evidente conexión entre las obras de la señora Mao y su esposo, pero aquello equivalió a ver al líder desenmascarado. Fue como si la difusa percepción que hasta entonces rodeaba su imagen hubiera cobrado súbitamente nitidez. Era Mao quien había inspirado toda aquella destrucción y sufrimiento. Sin él, la señora Mao y sus esbirros de pacotilla jamás hubieran logrado durar un solo día. Por primera vez, experimenté la emoción de desafiar abiertamente a Mao desde el fondo de mi mente.

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