Mi madre partió para visitar al camarada Wang un templado día de otoño, la mejor época del año en Jinzhou. El calor del verano había desaparecido, y el aire se había vuelto más fresco, pero el tiempo aún era lo bastante cálido como para vestir ropa de verano. Felizmente, el viento y el polvo que asolaban la población durante gran parte del año brillaban por su ausencia.
Llevaba una amplia túnica tradicional de color azul claro y una blanca bufanda de seda, y acababa de cortarse el pelo según la nueva moda revolucionaria. Al entrar en el patio del nuevo cuartel general del Gobierno provincial vio a un hombre que, situado bajo un árbol y de espaldas a ella, procedía a cepillarse los dientes junto al borde de un macizo de flores. Mi madre esperó a que terminara, y cuando alzó la cabeza vio que tendría poco menos de treinta años, facciones muy oscuras y unos ojos grandes y melancólicos. Bajo su viejo uniforme se adivinaba que era delgado, y creyó calcular en él una estatura ligeramente inferior a la suya. Todo su aspecto tenía algo de soñador. Mi madre pensó que parecía un poeta. «Camarada Wang, soy Xia De-hong, de la Asociación de Estudiantes -dijo-. He venido para informarle de nuestras actividades.»
«Wang» era el nom de guerre delhombre que había de ser mi padre. Había entrado en Jinzhou con las fuerzas comunistas unos pocos días antes. Desde finales de 1945, había sido uno de los dirigentes de la guerrilla local y ahora era jefe del secretariado y miembro del comité del Partido Comunista que gobernaba Jinzhou. Muy pronto había de ser nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad, organismo que se ocupaba de la educación, el nivel de alfabetización, la salud, la prensa, los espectáculos, los deportes, la juventud y los sondeos de opinión pública. Se trataba de un puesto importante.
Había nacido en 1921 en Yibin, en la provincia sudoeste de Sichuan, situada a unos dos mil kilómetros de Jinzhou. Yibin, que entonces tenía una población de aproximadamente treinta mil habitantes, se encuentra allí donde el río Min se une al río de las Arenas Doradas para formar el Yangtzé, el río más largo de China. La zona que circunda Yibin es una de las más fértiles de Sichuan, y se conoce como el Granero del Cielo. El cálido y nebuloso clima de la región la convierte en el lugar ideal para el cultivo del té. Gran parte del té negro que hoy se consume en Gran Bretaña proviene de allí.
Mi padre fue el séptimo de una familia de nueve hermanos. Su padre había trabajado como aprendiz de un fabricante de tejidos desde los doce años de edad. Cuando alcanzó la edad adulta, él y su hermano -quien también trabajaba en la misma fábrica- decidieron abrir su propio negocio. Al cabo de unos años, comenzaron a prosperar y pudieron comprar una buena casa.
Su antiguo patrono, sin embargo, sentía celos de su éxito y les puso un pleito, acusándolos de haberle robado dinero para montar su negocio. El juicio duró siete años, y los hermanos se vieron obligados a gastar todos sus recursos en su propia defensa. Todos cuantos se hallaban relacionados con el tribunal les extorsionaban, y la codicia de los funcionarios parecía insaciable. Mi abuelo fue enviado a prisión. El único modo en que su hermano podía sacarle de la cárcel era convenciendo a su antiguo patrono de que retirara los cargos. Para ello tenía que conseguir mil monedas de plata. Aquello terminó de destruirles, y mi tío abuelo murió poco después, a la edad de treinta y cuatro años, víctima de la fatiga y la preocupación.
Mi abuelo se encontró a cargo de dos familias, con un total de quince personas bajo su responsabilidad. Reemprendió su antiguo negocio y a finales de la década de los veinte comenzó a prosperar de nuevo. Sin embargo, atravesaban una época de cruentas luchas entre señores de la guerra que exigían elevados impuestos. Ello, combinado con los efectos de la Gran Depresión, dificultaba enormemente el funcionamiento de una fábrica textil. En 1933, mi abuelo murió a los cuarenta y cinco años de edad debido a la tensión y al exceso de trabajo. Hubo que vender el negocio para pagar sus deudas y la familia se dispersó. Algunos se alistaron como soldados, lo que normalmente se consideraba el último recurso de todos los posibles, ya que las frecuentes luchas hacían que resultara fácil perder la vida en combate. El resto de los hermanos y primos se buscaron empleos diversos, y las muchachas se casaron lo mejor que pudieron. Una de las primas de mi padre, de quince años de edad y muy unida a él, se vio obligada a casarse con un adicto al opio varias décadas mayor que ella. Cuando vinieron a buscarla con la silla de mano, mi padre echó a correr tras ella, pues ignoraba si algún día volvería a verla.
A mi padre le encantaban los libros, y comenzó a aprender la lectura de la prosa clásica a los tres años de edad, lo que-resultaba una edad notablemente excepcional. Un año después de la muerte de mi abuelo, hubo de abandonar el colegio. Sólo tenía trece años, y odiaba la idea de tener que renunciar a sus estudios. Tenía que encontrar un empleo, por lo que al año siguiente -en 1935- abandonó Yibin y descendió por el Yangtzé hasta Chongqing, una ciudad entonces mucho más grande. Encontró trabajo como aprendiz en una tienda de alimentos en la que trabajaba doce horas al día. Una de sus tareas consistía en transportar el enorme narguile de su patrono cada vez que éste se trasladaba por la ciudad en una silla de bambú transportada a hombros por dos personas. El único propósito de todo aquello era que su patrono pudiera alardear de permitirse un empleado que le transportara el narguile, artefacto que podía haber sido fácilmente transportado en la silla. Mi padre no recibía paga alguna, tan sólo una cama y dos frugales comidas al día. No cenaba, por lo que todas las noches se acostaba con el estómago asaltado por calambres. Estaba constantemente obsesionado por el hambre.
Su hermana mayor vivía también en Chongqing. Se había casado con un maestro de escuela, y mi abuela había ido a vivir con ellos tras la muerte de su esposo. Un día, mi padre estaba tan hambriento que entró en la cocina de su hermana y se comió una batata fría. Cuando su hermana lo descubrió, se enfureció con él y gritó: «¡Bastante difícil me resulta mantener a nuestra madre! ¡No puedo permitirme alimentar también a mi hermano!» Mi padre se sintió tan dolido que salió corriendo de la casa y no regresó nunca más.
Pidió a su patrono que le diera de cenar. Éste no sólo se negó, sino que comenzó a maltratarle. Furioso, mi padre le abandonó, regresó a Yibin y vivió a base de hacer trabajos ocasionales de aprendiz en una tienda tras otra. No sólo se enfrentaba al sufrimiento en su propia vida, sino que lo hallaba por doquier en torno a él. Todos los días, cuando caminaba en dirección al trabajo, se cruzaba con un anciano que vendía bollos. El viejo, que ya sólo podía caminar encorvado, era ciego, y llamaba la atención de los viandantes cantando una canción conmovedora. Cada vez que mi padre escuchaba aquella canción, se decía a sí mismo que la sociedad debía cambiar.
Comenzó a buscar una salida. Siempre había recordado la primera vez que había oído la palabra «comunismo»: había sido en 1928, cuando tan sólo contaba siete años de edad. Estaba jugando cerca de su casa cuando vio una gran muchedumbre que se había congregado en un cruce de caminos cercano. Se abrió paso como pudo hasta la primera fila: allí vio a un joven sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Tenía las manos atadas a la espalda; junto a él había un hombre fornido armado con un enorme sable. Curiosamente, al joven se le permitió hablar durante un rato de sus ideales y de algo que llamaba comunismo. A continuación, el verdugo descargó la espada sobre su nuca. Mi padre gritó y se tapó los ojos. La experiencia le sobrecogió profundamente, pero también le impresionó la valentía y la calma que había mostrado el joven frente a la muerte.
Durante la segunda mitad de la década de los treinta, los comunistas comenzaban ya a contar con una importante infraestructura incluso en confines tan remotos como Yibin. Su objetivo fundamental era resistir a los japoneses. Chiang Kai-shek había adoptado una política de no resistencia frente a la ocupación de Manchuria por los japoneses y los núcleos cada vez más numerosos del Ejército nipón en territorio chino, concentrándose por el contrario en sus intentos por aniquilar a los comunistas. Éstos, por su parte, habían popularizado una consigna, «Los chinos no deben luchar contra los chinos», y habían presionado a Chiang Kai-shek para que enfocara sus esfuerzos en combatir a los japoneses. En diciembre de 1936, Chiang fue secuestrado por dos de sus propios generales, uno de ellos el joven mariscal manchú Chang Hsueh-liang. Fue salvado en parte por los comunistas, quienes contribuyeron a su liberación a cambio de su acuerdo de formar un frente unido contra Japón. Chiang Kai-shek hubo de consentir, si bien no con demasiado entusiasmo, ya que sabía que aquello permitiría a los comunistas sobrevivir y desarrollarse. «Los japoneses son una enfermedad de la piel -dijo-, pero los comunistas son una enfermedad del corazón.» Aunque se suponía que los comunistas y el Kuomintang eran aliados, los primeros se veían aún forzados a desarrollar la mayor parte de sus actividades de modo clandestino.
En julio de 1937, los japoneses iniciaron su invasión generalizada del territorio chino propiamente dicho. Mi padre, al igual que muchos otros, se mostró horrorizado y desesperado por lo que estaba ocurriendo en su país. En aquella época comenzó a trabajar en una librería que vendía publicaciones de izquierda. Por las noches, aprovechando sus funciones de vigilante nocturno, devoraba un libro tras otro.
A sus honorarios de la tienda añadió un pequeño complemento trabajando por las tardes como «explicador» de películas. Muchas de las películas que entonces se proyectaban eran norteamericanas y mudas. Su tarea consistía en permanecer junto a la pantalla y explicar lo que estaba sucediendo, ya que los filmes no estaban ni doblados ni subtitulados. Asimismo, se unió a un grupo de teatro antijaponés en el que, dados sus rasgos jóvenes y delicados, solía interpretar papeles de mujer.
A mi padre le encantaba el grupo de teatro. A través de los amigos que allí conoció entró por primera vez en contacto con los comunistas en la clandestinidad. El empeño comunista por combatir a los japoneses y crear una sociedad justa inflamaba su imaginación, y en 1938, a la edad de diecisiete años, ingresó en el Partido. En aquella época, el Kuomintang vigilaba estrechamente las actividades comunistas en Sichuan. Nanjing, la capital, había caído en manos de los japoneses en diciembre de 1937, y Chiang Kai-shek se había visto forzado a trasladar su Gobierno a Chongqing. Dicho traslado desencadenó un frenesí de actividad policial en Sichuan, y el grupo de teatro de mi padre fue disuelto por la fuerza. Algunos de sus amigos fueron arrestados. Otros tuvieron que huir. Mi padre se sentía frustrado por no poder hacer nada por su país.
Pocos años antes, las fuerzas comunistas habían atravesado remotas zonas de Sichuan durante los casi diez mil kilómetros de su Larga Marcha, la cual terminó por llevarles a una pequeña población del Noroeste llamada Yan'an. Los compañeros del grupo de teatro habían hablado a menudo de Yan'an como un lugar incorrupto y eficiente en el que reinaba la camaradería: el sueño de mi padre. Así, a comienzos de 1940 inició su larga marcha particular hacia Yan'an. Primero viajó a Chongqing, donde uno de sus cuñados, oficial del Ejército de Chiang Kai-shek, escribió una carta para ayudarle a atravesar las zonas ocupadas por el Kuomintang y atravesar el bloqueo que Chiang Kai-shek había dispuesto en torno a Yan'an. Tardó casi cuatro meses en realizar el viaje, y llegó por fin en abril de 1940.
Yan'an se encuentra en la Meseta Amarilla, una zona árida y remota del noroeste de China. Dominada por una pagoda de nueve alturas, gran parte de la ciudad consistía en hileras de cuevas excavadas en los amarillentos riscos. Mi padre había de hacer de aquellas cuevas su hogar durante más de cinco años. Mao Zedong y sus dispersas fuerzas habían llegado allí en diferentes etapas entre 1935 y 1936, al final de la Larga Marcha, tras lo cual habían hecho de Yan'an la capital de su república. La población estaba rodeada de territorio hostil; su principal ventaja era su aislamiento, que la convertía en un objetivo difícil de atacar.
Tras un corto período en una escuela del Partido, mi padre solicitó el ingreso en una de las más prestigiosas instituciones del mismo, la Academia de Estudios Marxistas-Leninistas. El examen de ingreso era bastante duro, pero gracias a sus lecturas nocturnas en el desván de la librería de Yibin obtuvo el primer puesto. Sus compañeros de ingreso quedaron estupefactos. Muchos de ellos procedían de grandes ciudades como Shanghai, y desde el principio le habían considerado un paleto de provincias. De este modo fue como mi padre se convirtió en el investigador más joven de la Academia.
A mi padre le encantaba Yan'an. En su opinión, quienes allí vivían eran gente llena de entusiasmo, optimismo y voluntad. Como todos los demás, los líderes del Partido vivían con sencillez, lo que suponía un notable contraste con los funcionarios del Kuomintang. Yan'an no era una democracia, pero se le antojaba un paraíso de justicia comparado con el lugar de donde procedía.
En 1942, Mao inició una campaña de rectificación por la que se invitaba a hacer críticas sobre el modo en que se gobernaba Yan'an. Un grupo de jóvenes investigadores de la Academia encabezados por Wang Shi-wei y entre los que se incluía mi padre exhibieron carteles en los que criticaban a sus líderes y exigían más libertad y el derecho a una mayor expresión individual. Su acción causó tal revuelo que el propio Mao acudió a leer los carteles.
A Mao no le gustó lo que vio, y convirtió su campaña en una caza de brujas. Wang Shi-wei fue acusado de trotskista y de espía. De mi padre, entonces el miembro más joven de la Academia, dijo Ai Si-qi -máximo exponente del marxismo en China y uno de los líderes de la misma- que había «cometido una equivocación sumamente ingenua». Anteriormente, Ai Si-qi había alabado a menudo a mi padre, calificándole de poseer una mente brillante y aguzada. Mi padre y sus amigos fueron sometidos a implacables críticas y durante meses se les obligó a realizar sesiones intensivas de autocrítica en las reuniones del Partido. Se les dijo que habían causado el caos en Yan'an y que habían debilitado la unidad y disciplina del Partido, lo que podía perjudicar la gran causa que tenía como objetivo salvar a China de los japoneses, la pobreza y la injusticia. Una y otra vez, los líderes del Partido les inculcaron la necesidad absoluta de mostrar una sumisión completa al Partido por el bien de la causa.
La Academia se cerró, y mi padre fue enviado a enseñar historia antigua de China a campesinos semianalfabetos que habían alcanzado el puesto de funcionarios en la Escuela Central del Partido. Sin embargo, aquel episodio había hecho de él un converso. Como tantos otros jóvenes, había depositado su vida y su fe en Yan'an. No podía dejarse decepcionar tan fácilmente. Consideró la severidad con que había sido tratado no sólo justificada sino incluso como una noble experiencia que había de limpiar su alma para la misión de salvar a China. Creía que el único modo en que aquello podía conseguirse era a través de medidas disciplinarias -acaso drásticas- entre las que había que incluir un inmenso sacrificio personal y la subordinación total del individuo.
Había también actividades menos exigentes. Realizó un recorrido de las zonas circundantes recolectando poesía popular y aprendió a bailar con gracia y elegancia al estilo occidental, lo que resultaba sumamente popular en Yan'an (muchos de los líderes comunistas, incluyendo el futuro primer ministro, Zhou Enlai, hacían lo propio). Al pie de las secas y polvorientas colinas discurría formando meandros el río Yan, el cual, repleto de cieno y de color amarillo oscuro, constituye uno de los afluentes que alimentan el majestuoso río Amarillo. En él solía mi padre nadar a menudo; le encantaba practicar el estilo espalda mientras contemplaba la sencilla pagoda.
La vida en Yan'an era dura pero estimulante. En 1942, Chiang Kai-shek reforzó su bloqueo. El suministro de alimentos, ropa y otras necesidades se vio drásticamente reducido. Mao exhortó a todos a coger la azada y la rueca y producir por sí mismos los bienes de primera necesidad. Mi padre terminó convirtiéndose en un excelente hilandero.
Permaneció en Yan'an durante toda la guerra. A pesar del bloqueo, los comunistas habían reforzado su control sobre amplias zonas, especialmente en el norte de China, detrás de las líneas japonesas. Mao había calculado acertadamente, y los comunistas habían obtenido un espacio vital indispensable. Al terminar la guerra, afirmaban controlar en mayor o menor medida un total de noventa y cinco millones de personas -el veinte por ciento de la población- distribuidas en dieciocho áreas de base. Igualmente importante, habían adquirido experiencia acerca de cómo gobernar y administrar la economía en las más duras condiciones, lo que les resultó sumamente útil. Su habilidad organizativa y su sistema de control eran siempre fenomenales.
El 9 de agosto de 1945, las tropas soviéticas inundaron el nordeste de China. Dos días después, los comunistas chinos les ofrecieron cooperación militar contra los japoneses, pero su oferta fue rechazada: Stalin apoyaba a Chiang Kai-shek. Aquel mismo día, los comunistas chinos comenzaron a enviar unidades armadas y asesores políticos al interior de Manchuria, una iniciativa que, como todos comprendían, había de ser de crucial importancia.
Un mes después de la rendición japonesa, mi padre recibió la orden de abandonar Yan'an y dirigirse a un lugar llamado Chaoyang y situado en el sudoeste de Manchuria, a unos mil cien kilómetros al Este, cerca de la frontera con la Mongolia Interior.
En noviembre, después de caminar durante dos meses, mi padre y los miembros de su pequeño grupo llegaron a Chaoyang. La mayor parte del territorio consistía en áridas colinas y montañas. Era casi tan pobre como Yan'an. La zona había formado parte de Manchukuo hasta tres meses antes. Un pequeño grupo de comunistas locales había proclamado su propio «gobierno». El antiguo Kuomintang clandestino hizo lo propio, y nuevas tropas comunistas acudieron desde Jinzhou -situada a unos ochenta kilómetros-, arrestaron al gobernador del Kuomintang y lo ejecutaron… por «conspiración para derrocar el Gobierno comunista».
El grupo de mi padre se hizo cargo de la situación con la autorización de Yan'an, y al cabo de un mes la administración funcionaba ya normalmente en toda el área de Chaoyang, en la que vivían aproximadamente cien mil personas. Mi padre fue nombrado jefe adjunto de la zona. Una de las principales acciones del nuevo Gobierno consistió en exhibir carteles anunciando los aspectos de su política: puesta en libertad de todos los prisioneros; clausura de todas las casas de empeño (los artículos empeñados podrían recuperarse sin cargo alguno); cierre de los burdeles y concesión a las prostitutas de seis meses de sostenimiento por parte de sus dueños; apertura de todos los almacenes de grano para distribución del mismo entre los más necesitados; confiscación de todas las propiedades de japoneses y colaboracionistas y protección de la industria y el comercio chinos.
Aquellas medidas resultaron enormemente populares, ya que beneficiaban a los pobres, esto es, la inmensa mayoría de la población. Chaoyang nunca había conocido un gobierno que pudiera calificarse siquiera de moderadamente bueno; había sido saqueado por diferentes ejércitos durante el período de los señores de la guerra y posteriormente ocupado y exprimido por los japoneses durante más de una década.
Pocas semanas después de que mi padre iniciara su nueva labor, Mao envió a sus fuerzas la orden de retirarse de todas las ciudades vulnerables y de las principales rutas de comunicación para retornar al campo: «dejad la carretera y ocupad el terreno que se extiende a ambos lados de ella», y «rodead las ciudades desde el campo». La unidad de mi padre se retiró de Chaoyang hacia el interior de las montañas. Con la excepción de algunos arbustos campestres y algún que otro avellano y frutal silvestre, se trataba de una zona casi completamente desprovista de vegetación. Por la noche, la temperatura descendía en torno a los -35 °C y soplaban vientos helados y huracanados. Casi no había qué comer. Tras el júbilo de contemplar la derrota de Japón y su propia y súbita expansión a grandes zonas del Nordeste, la aparente victoria de los comunistas parecía convertirse en cenizas. Mi padre y sus hombres, refugiados en cuevas y míseras cabañas campesinas, padecían un ánimo sombrío.
Tanto los comunistas como el Kuomintang maniobraban para obtener ventaja frente a la reanudación de la guerra civil a gran escala. Chiang Kai-shek había vuelto a instalar su capital en Nanjing y, con ayuda de Norteamérica, había transportado gran cantidad de tropas al norte de China con órdenes secretas de ocupar todos los lugares estratégicos a la mayor velocidad posible. Los norteamericanos enviaron a China a uno de sus principales generales, George Marshall, para que intentara persuadir a Chiang de formar un gobierno de coalición en el que los comunistas actuaran a modo de socios minoritarios. El 10 de enero de 1946 se firmó una tregua que había de entrar en vigor el día 13. El día 14, el Kuomintang entró en Chaoyang e inmediatamente comenzó a organizar un enorme cuerpo policial armado y una red de inteligencia, así como a armar a las patrullas de los terratenientes locales. En conjunto, reunieron una fuerza de cuatro mil hombres destinada a exterminar a los comunistas de la zona. En febrero, mi padre y sus hombres se hallaban en fuga, retrocediendo más y más hacia territorios cada vez más inhóspitos. La mayor parte del tiempo se veían obligados a ocultarse con los campesinos más pobres. En abril no había ya ningún lugar al que pudieran escapar, y hubieron de disgregarse en grupos más pequeños. La guerra de guerrillas constituía el único modo de sobrevivir. Al fin, mi padre instaló su cuartel general en un lugar conocido como el Poblado de las Seis Haciendas, situado en una zona montañosa en la que nace el río Xiaoling, a unos cien kilómetros al oeste de Jinzhou.
Los guerrilleros contaban con muy pocas armas: se veían obligados a arrebatar la mayor parte a la policía local o a «tomarlas prestadas» de las patrullas a sueldo de los terratenientes. La otra fuente disponible de armamento eran el Ejército y la policía de Manchukuo, a los que los comunistas intentaban especialmente reclutar por sus armas y su experiencia en combate. En la zona de mi padre, el principal objetivo de la política comunista consistía en reducir los alquileres y el interés sobre los préstamos que los campesinos tenían que pagar a los terratenientes. Asimismo, solían confiscar el grano y los tejidos de estos últimos para distribuirlos entre los agricultores más pobres.
Al principio sus progresos eran lentos, pero en julio, cuando el sorgo ya había alcanzado su altura completa previa a la cosecha y era lo bastante espeso como para ocultarles, las distintas unidades de la guerrilla pudieron celebrar una reunión en el Poblado de las Seis Haciendas, bajo un árbol enorme que crecía a la entrada del templo. Mi padre abrió la sesión refiriéndose a El borde del agua, historia china equivalente a Robin Hood: «Éste es nuestro “Palacio de Justicia”. A él hemos acudido para discutir el mejor modo de liberar a la gente del mal y defender la justicia en nombre del cielo.»
En aquella época, las guerrillas de mi padre luchaban básicamente en dirección Oeste, y las zonas que ocupaban incluían numerosos pueblos habitados por mongoles. En noviembre de 1946, cuando el invierno ya casi se había asentado, arreciaron los ataques del Kuomintang. Un día, mi padre estuvo a punto de ser capturado en una emboscada. Tras un feroz tiroteo, logró escapar de milagro. Sus ropas habían quedado hechas jirones y, para regocijo de sus compañeros, el pene le colgaba fuera de los pantalones.
Rara vez dormían dos noches seguidas en un mismo lugar, y a menudo se veían obligados a trasladarse varias veces en una misma noche. Nunca podían quitarse la ropa para dormir, y la vida era para ellos una sucesión ininterrumpida de emboscadas, asedios y huidas. En la unidad había algunas mujeres, y mi padre decidió trasladarlas a ellas, a los heridos y a los imposibilitados a una zona más segura situada al Sur, en las proximidades de la Gran Muralla. Ello requería un largo y peligroso viaje a través de regiones controladas por el Kuomintang. El más mínimo ruido podía ser fatal, por lo que mi padre ordenó que los bebés se dejaran atrás con los campesinos de la zona. Una mujer no lograba hacerse a la idea de abandonar a su hijo por lo que, al final, mi padre hubo de decirle que tendría que elegir entre dejarlo o afrontar un consejo de guerra. Lo dejó.
Durante los meses siguientes, la unidad de mi padre se desplazó hacia el Este, aproximándose a Jinzhou y a la línea ferroviaria clave que unía Manchuria con China propiamente dicha. Hasta la llegada del Ejército comunista regular, lucharon en las colinas situadas al oeste de Jinzhou. El Kuomintang desató sobre ellos cierto número de «campañas de aniquilación», todas sin éxito. Las acciones de la unidad comenzaron a obtener resonancia. Mi padre, que ya contaba veinticinco años de edad, era tan bien conocido que se había puesto precio a su cabeza, y la zona de Jinzhou comenzó a llenarse de carteles de se busca. Mi madre había visto aquellos carteles, y empezó a oír hablar mucho de él y de su guerrilla a sus parientes en el servicio de inteligencia del Kuomintang.
Cuando la unidad de mi padre fue forzada a retirarse, las fuerzas del Kuomintang regresaron y arrebataron a los campesinos la comida y las ropas que los comunistas habían confiscado a los terratenientes. En muchos casos, los campesinos fueron torturados, y algunos fueron asesinados, generalmente aquellos que -hambrientos como estaban- ya habían consumido los alimentos y no podían devolverlos.
En el Poblado de las Seis Haciendas, el hombre que había poseído mayor cantidad de tierras -un tal Jin Ting-quan, que era asimismo jefe de policía- había violado salvajemente a numerosas mujeres de la localidad. Cuando huyó con el Kuomintang la unidad de mi padre fue la encargada de presidir la reunión que decidió la apertura de su casa y de su granero. Cuando Jin regresó con el Kuomintang, los campesinos fueron obligados a humillarse ante él y a devolver cuantos bienes les habían proporcionado los comunistas. Aquellos que ya habían dado cuenta de la comida fueron torturados y sus casas destrozadas. Un hombre que rehusó hacer el kowtow o devolver la comida murió quemado a fuego lento.
Durante la primavera de 1947, comenzaron a cambiar las cosas, y en marzo el grupo de mi padre logró reconquistar la población de Chaoyang. Muy pronto, toda la zona circundante se hallaba en sus manos. Para celebrar su victoria se organizaron un banquete y diversos festejos. Mi padre era sumamente ingenioso inventando acertijos basados en los nombres de las personas, lo que le hacía considerablemente popular entre sus camaradas.
Los comunistas pusieron en práctica la reforma agraria, confiscando las tierras que hasta entonces habían pertenecido a un pequeño número de terratenientes y redistribuyéndola equitativamente entre los campesinos. En el Poblado de las Seis Haciendas, los campesinos se negaron al principio a aceptar las tierras de Jin Ting-quan, incluso a pesar del hecho de que éste había sido arrestado. Aunque permanecía bajo custodia, continuaban inclinándose y humillándose ante él. Mi padre visitó a numerosas familias campesinas y, poco a poco, fue conociendo la horrible verdad acerca de Jin. El Gobierno de Chaoyang lo sentenció a morir ante el pelotón de fusilamiento, pero la familia del hombre que había sido quemado vivo decidió -con el apoyo de las familias de otras víctimas- darle muerte del mismo modo. Cuando las llamas comenzaron a lamer su piel, Jin apretó los dientes y no profirió ni siquiera un gemido hasta que el fuego le rodeó el corazón. Los funcionarios comunistas enviados para llevar a cabo la ejecución no impidieron aquel linchamiento por parte de los campesinos. Aunque los comunistas se oponían a la tortura en teoría y por principio, los funcionarios habían recibido instrucciones de no intervenir si los campesinos querían desahogar su ira en actos arrebatados de venganza.
Las personas como Jin no sólo habían sido ricos terratenientes, sino que habían ejercido deliberadamente un poder absoluto y arbitrario sobre las vidas de los habitantes locales. Recibían el nombre de e-ba («déspotas feroces»).
En algunas zonas, las masacres afectaron incluso a los señores corrientes, a quienes se conocía como «piedras», esto es, obstáculos para la revolución. La política frente a los «piedras» era la siguiente: «En caso de duda, mátalos.» Mi padre no estaba de acuerdo con ello, y dijo a sus subordinados y a quienes acudían a los mítines que tan sólo debían ser condenados a muerte aquellos que incuestionablemente tuvieran las manos manchadas de sangre. En los informes que enviaba a sus superiores afirmaba repetidamente que el Partido debía ser cuidadoso con las vidas humanas, y que un exceso de ejecuciones no haría más que perjudicar a la revolución. Fue en parte la actitud de muchos como mi padre lo que obligó al Partido a promulgar en 1948 urgentes instrucciones destinadas a detener los excesos de violencia.
Durante todo aquel tiempo, las fuerzas del Ejército comunista no dejaban de acercarse. A comienzos de 1948, las guerrillas de mi padre se unieron al Ejército regular, y éste fue puesto a cargo de un sistema de obtención de información que había de abarcar la zona de Jinz-hou-Huludao; su labor consistía en vigilar el despliegue de las fuerzas del Kuomintang e informarse de su situación en lo que a alimentos se refería. Gran parte de dicha información procedía de agentes emplazados en el interior del Kuomintang, entre ellos Yu-wu. Fue a través de aquellos informes como mi padre oyó hablar de mi madre por primera vez.
El delgado hombrecillo de expresión soñadora que mi madre vio aquella mañana de octubre cepillándose los dientes en el patio era célebre entre sus compañeros por su pulcritud. Se cepillaba los dientes todos los días, lo que constituía una novedad para el resto de los guerrilleros y campesinos que habitaban en los poblados en los que había luchado. A diferencia de los demás, que se limitaban a soplar por la nariz sobre el suelo, él se servía de un pañuelo que lavaba siempre que podía. Nunca mojaba su toalla facial en el lavabo público como el resto de los soldados, ya que las enfermedades oculares se hallaban sumamente extendidas. Era también conocido como una persona culta y aficionada a la lectura, y siempre, incluso en acción, solía llevar consigo algunos volúmenes de poesía clásica.
Cuando vio por primera vez los carteles de se busca y oyó a sus parientes hablar acerca de aquel peligroso «bandido», mi madre advirtió que no sólo le temían, sino que también le admiraban, y al verle por primera vez no se sintió en absoluto decepcionada por el hecho de que el legendario guerrillero no tuviera un aspecto batallador en absoluto.
Mi padre también había oído hablar del valor de mi madre, así como del hecho -completamente fuera de lo común- de que ya con diecisiete años tuviera a hombres a sus órdenes. Una mujer emancipada y admirable, había pensado, aunque también él se la había imaginado como un feroz dragón. Para su gran alegría, encontró que era hermosa y femenina, diríase que incluso coqueta. Hablaba con suavidad, persuasión y -cosa rara en China- precisión. Para él, aquello representaba una cualidad extraordinariamente importante, ya que detestaba el lenguaje habitual, florido, indolente y vago.
Mi madre observó que le gustaba reír, y que tenía los dientes blancos y relucientes a diferencia de la mayor parte de los otros guerrilleros, quienes mostraban una dentadura oscura y carcomida. También se sintió atraída por su conversación. Aquel muchacho se le antojó una persona culta e ilustrada: desde luego, no la clase de joven que confundiría a Flaubert con Maupassant.
Cuando mi madre le dijo que estaba allí para realizar un informe de su sindicato de estudiantes, él le preguntó qué libros estaban leyendo éstos. Mi madre le entregó una lista y le preguntó si querría acudir a darles algunas conferencias sobre filosofía e historia marxistas. Él aceptó, y le preguntó cuántas personas había en su facultad, a lo que ella respondió sin titubear con la cifra exacta. A continuación, mi padre le preguntó qué proporción del alumnado apoyaba a los comunistas; una vez más, ella respondió con un cálculo preciso.
Unos días más tarde, el joven se presentó dispuesto a comenzar su ciclo de conferencias. Asimismo, ofreció a los estudiantes un recorrido de la obra de Mao y explicó algunas de sus teorías básicas. Era un excelente orador, y las muchachas -mi madre incluida- estaban deslumbradas.
Un día, comunicó a los estudiantes que el Partido estaba organizando un viaje a Harbin, la capital temporal de los comunistas, situada en el norte de Manchuria. Harbin había sido construida en gran parte por los rusos, y se conocía como el París de Oriente debido a sus anchos bulevares, sus edificios ornamentales, sus elegantes tiendas y sus cafés de estilo europeo. El viaje se presentaba como un recorrido turístico, pero su motivo real era que el Partido temía que el Kuomintang intentara reconquistar Jinzhou y querían sacar de la ciudad a los profesores y estudiantes procomunistas -así como a las élites profesionales, tales como los médicos- en previsión de que lo lograran. Sin embargo, no querían confesarlo para no alarmar a la población. Mi madre y cierto número de amigos suyos formaban parte del grupo de ciento setenta personas que resultó por fin elegido.
A finales de noviembre, mi madre partió en tren hacia el Norte en un estado de enorme excitación. Fue en Harbin, cubierta de nieve, salpicada de románticos edificios antiguos e inundada de una atmósfera rusa meditativa y poética, donde mis padres se enamoraron. Mi padre escribió allí algunos hermosos poemas para mi madre. No sólo estaban compuestos en un estilo clásico y elegante -lo que ya de por sí poseía un mérito considerable- sino que a través de ellos pudo mi madre descubrir que se trataba también de un buen calígrafo, lo que aún elevó más su estima hacia él.
La víspera de Año Nuevo, mi padre invitó a mi madre y a una amiga común a sus apartamentos. Estaba alojado en un hotel ruso que parecía sacado de un cuento de hadas, ya que estaba dotado de un tejado de dos aguas de vivos colores y tenía los bordes de las ventanas y la terraza adornados con un delicado enlucido. Al entrar, mi madre se encontró frente a una botella que descansaba sobre una mesita rococó. La etiqueta aparecía escrita en caracteres extranjeros: Champagne. En realidad, mi padre nunca había bebido champán anteriormente; tan sólo había leído acerca de él en libros de autores extranjeros.
Para entonces entre los compañeros y compañeras de mi madre ya se había corrido la voz de que estaban enamorados. Mi madre, en su calidad de líder estudiantil, acudía con frecuencia a presentar largos informes a mi padre, y la gente advirtió que no regresaba hasta altas horas de la madrugada. Mi padre tenía buen número de admiradoras aparte de ella, incluida la amiga que fue con ellos aquella noche, pero incluso ésta podía advertir por cómo miraba a mi madre, por sus traviesos comentarios y por el modo en que ambos aprovechaban cualquier ocasión para hallarse físicamente próximos que él también estaba enamorado de ella. Cuando a eso de la medianoche la amiga se dispuso a partir supo que mi madre se quedaría con él. Mi padre descubrió una nota bajo la botella de champán vacía: «¡Y bien! ¡Ya no habrá motivo para que yo beba champán! ¡Espero que la botella esté siempre llena para vosotros!»
Aquella noche, mi padre preguntó a mi madre si se hallaba prometida con alguna otra persona. Ella le contó sus relaciones anteriores, y dijo que el único hombre al que realmente había amado era su primo Hu, pero que éste había sido ejecutado por el Kuomintang. A continuación, y de acuerdo con el nuevo código comunista de moralidad, el cual se apartaba radicalmente del pasado para imponer la igualdad entre hombres y mujeres, también él le reveló a ella las relaciones que había mantenido hasta entonces. Le contó que había estado enamorado de una mujer de Yibin, pero que la historia había concluido cuando él partió hacia Yan'an. En Yan'an y en la guerrilla había tenido algunas amigas, pero la guerra había hecho imposible pensar siquiera en la posibilidad del matrimonio. Una de sus antiguas novias había de casarse con Chen Boda, el jefe de la sección de mi padre en la Academia de Yan'an, quien posteriormente alcanzaría un poder inmenso como secretario de Mao.
Tras escuchar mutuamente el sincero relato de sus vidas, mi padre dijo que iba a escribir al Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou solicitando permiso para «hablar de amor» {tan-lian-ai) con mi madre, con vistas a un futuro matrimonio. Tal era el procedimiento obligatorio. Mi madre supuso que debía de ser similar al permiso que se solicita del cabeza de familia, y de hecho eso era exactamente: el Partido Comunista era el nuevo patriarca. Aquella noche, después de su conversación, mi madre recibió el primer regalo de mi padre, una novela romántica rusa titulada Es simplemente amor.
Al día siguiente, mi madre escribió a casa para contar que había conocido un hombre que le gustaba mucho. La reacción inmediata de su madre y del doctor Xia no fue de entusiasmo sino de inquietud, ya que mi padre era funcionario, y los funcionarios siempre habían sido mal vistos entre los chinos corrientes. Aparte de otros vicios, su poder arbitrario hacía que no se les supusiera capaces de tratar a las mujeres dignamente. La presunción inmediata de mi abuela fue que mi padre ya estaba casado y quería a mi madre como concubina. Después de todo, ya había superado con mucho la edad masculina habitual en Manchuria para el matrimonio.
Transcurrido aproximadamente un mes, se juzgó que el grupo de Harbin podía retornar sin peligro a Jinzhou. El Partido dijo a mi padre que tenía permiso para «hablar de amor» con mi madre. Otros dos hombres habían solicitado la misma autorización, pero llegaron demasiado tarde. Uno de ellos era Liang, su antiguo control en la clandestinidad. Despechado, pidió ser trasladado de Jinzhou. Ni él ni el otro hombre habían dicho lo más mínimo a mi madre sobre sus intenciones.
Cuando mi padre regresó, le comunicaron que había sido nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de Jinzhou. Pocos días después, mi madre le llevó a conocer a su familia. Tan pronto como traspasó el umbral de la puerta, mi abuela le hizo el vacío, y cuando él intentó saludarla, se negó a responderle. Mi padre mostraba un aspecto oscuro y terriblemente demacrado como resultado de las penurias que había sufrido durante su época de guerrillero, y mi abuela estaba convencida de que debía de tener bastante más de cuarenta años y que, por ello, era imposible que no se hubiera casado anteriormente. El doctor Xia le trató cortésmente, pero con distante formalidad.
Mi padre no se quedó mucho rato. Cuando partió, mi abuela se deshizo en lágrimas. Ningún funcionario podía ser bueno, gritaba. Pero el doctor Xia había comprendido ya a través de la entrevista con mi padre y de las explicaciones de mi madre que los comunistas ejercían un control tan estrecho sobre sus miembros que un funcionario como mi padre no tendría posibilidad alguna de engañarles. Mi abuela se tranquilizó, pero sólo en parte: «Pero es de Sichuan. ¿Qué pueden saber de él los comunistas si procede de tan lejos?»
Se mantuvo firme en sus dudas y sus críticas, pero el resto de la familia se puso de parte de mi padre. El doctor Xia se llevaba muy bien con él, y ambos solían charlar durante horas. Yu-lin y su esposa también le apreciaban mucho. La mujer de Yu-lin provenía de una familia muy pobre. Su madre había sido obligada a contraer un matrimonio no deseado después de que su abuelo se la jugara a las cartas y perdiera. Su hermano había sido capturado en una redada de los japoneses y había sido condenado a realizar tres años de trabajos forzados que terminaron destruyéndole físicamente.
Desde el día en que contrajo matrimonio con Yu-lin había tenido que levantarse todos los días a las tres de la madrugada para preparar los distintos platos que exigía la complicada tradición manchú. Mi abuela dirigía la casa y, aunque en teoría eran miembros de la misma generación, la esposa de Yu-lin se sentía inferior debido a que tanto ella como su marido dependían de los Xia. Mi padre había sido la primera persona que se había esforzado por tratarla de igual a igual -lo que en China constituía una considerable ruptura con el pasado- y a menudo había regalado a la pareja entradas para el cine, entretenimiento que ambos adoraban. Era el primer funcionario que habían conocido que no se daba importancia, y la esposa de Yu-lin se hallaba convencida de que los comunistas traerían consigo importantes mejoras.
Menos de dos meses después de regresar de Harbin, mi madre y mi padre presentaron su solicitud. El matrimonio había sido tradicionalmente un contrato entre familias, y nunca había habido registros civiles ni certificados de boda. Ahora, para todos aquellos que «se habían unido a la Revolución», el Partido actuaba como cabeza de familia. Sus criterios se definían por medio de la fórmula «28-7-regimiento-l», lo que significaba que el hombre había de tener por lo menos veintiocho años de edad, haber sido miembro del Partido durante al menos siete años y poseer un rango equivalente al de jefe de regimiento. El «1» se refería al único requisito que debía poseer la mujer, esto es, haber trabajado para el Partido durante un período mínimo de un año. De acuerdo con el sistema chino de estimación de edad, según el cual se tiene un año en el momento de nacer, mi padre tenía veintiocho años; había sido miembro del Partido durante más de diez años y ocupaba una posición equivalente a la de jefe adjunto de división. Mi madre, por su parte, aunque no era miembro del Partido, logró que su labor en la clandestinidad se aceptara como equivalente al «1»; además, desde su regreso de Harbin había estado trabajando con dedicación absoluta para una organización llamada Federación de Mujeres que estaba encargada de los asuntos femeninos: a través de ella se supervisaban la liberación de las concubinas y el cierre de los burdeles y se movilizaba a las mujeres para que fabricaran calzado para el Ejército; asimismo, se organizaban su educación y su empleo, se les informaba de sus derechos y se aseguraba que no hubieran de contraer matrimonio en contra de sus deseos.
La Federación de Mujeres constituía ahora la «unidad de trabajo» -o danwei- de mi madre, una institución sometida por entero al control del Partido y a la que todas las ciudadanas de las zonas urbanas habían de pertenecer. En ella, al igual que en un ejército, se regulaban prácticamente todos los aspectos de la vida de las empleadas. Mi madre se suponía obligada a vivir en las instalaciones de la Federación y a obtener de ella autorización para contraer matrimonio. En el caso de mi padre, funcionario de rango, la Federación lo dejaba en manos del Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou. Dicho comité se apresuró a otorgar su consentimiento escrito, pero el rango de mi padre exigía asimismo la autorización del Comité Provincial del Partido para el Oeste de Liao-ning. Dando por sentado que no habría ningún problema, mis padres fijaron fecha para la boda el 4 de mayo, decimoctavo cumpleaños de la novia.
Al llegar el día indicado, mi madre recogió su colchoneta y su ropa y se dispuso a trasladarse a los apartamentos de mi padre. Vestía su túnica blanca favorita y una bufanda blanca de seda. Mi abuela estaba horrorizada. Resultaba del todo inusitado que una novia fuera caminando hasta la casa del novio. El hombre tenía que enviarle una silla de manos. El hecho de trasladarse a pie constituía un símbolo de que la mujer no tenía valor alguno para el hombre y que éste no la deseaba en realidad. «¿A quién le preocupan hoy esas tonterías?», dijo mi madre mientras ataba su colchoneta. Pero mi abuela se mostró aún más espantada ante la idea de que su hija no fuera a gozar de una magnífica boda tradicional. Desde el momento en que las niñas nacían, las madres comenzaban a guardar cosas para su ajuar. De acuerdo con la costumbre, el de mi madre incluía una docena de edredones forrados de satén, almohadones con patos mandarines bordados a mano, cortinas y un dosel decorado con el que cubrir una cama de cuatro columnas. Mi madre, sin embargo, consideraba las ceremonias tradicionales actos anticuados e innecesarios. Tanto ella como mi padre preferían evitar tal tipo de rituales, ya que pensaban que nada tenían que ver con sus sentimientos. El amor era lo único que importaba a aquellos dos revolucionarios.
Mi madre se trasladó a pie hasta la vivienda de mi padre llevando consigo su colchoneta. Éste, como todos los funcionarios, vivía en el mismo edificio en el que trabajaba, que en su caso era el del Comité Ciudadano del Partido. Los empleados vivían en hileras de bungalows dotados de puertas correderas y distribuidos en torno a un enorme patio. Al anochecer, cuando mi madre se encontraba arrodillada para quitarle las zapatillas a mi padre, llamaron con los nudillos a la puerta. Al abrirla vieron a un hombre que portaba un mensaje para mi padre del Comité Provincial del Partido. En él se decía que aún no podían contraer matrimonio. Tan sólo la fuerza con que apretó los labios dejó traslucir lo desdichada que se sintió mi madre al oír aquello. Se limitó a inclinar la cabeza, recogió su colchoneta en silencio y partió con un sencillo «Hasta luego». No hubo lágrimas ni escenas… ni tan siquiera muestras visibles de cólera. Aquel momento quedó grabado de un modo indeleble en la mente de mi padre. Cuando yo era niña, solía decirme: «Debías haber visto la elegancia de tu madre -y, a continuación-: ¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Tú no eres como tu madre! Tú no harías algo así: ¡arrodillarte para descalzar a un hombre!»
La causa del retraso había sido que el Comité Provincial sospechaba de mi madre a causa de sus conexiones familiares. La interrogaron a fondo acerca de cómo su familia había llegado a entrar en contacto con el servicio de inteligencia del Kuomintang. Le dijeron que tenía que ser completamente sincera, como si estuviera prestando declaración ante un tribunal.
Hubo de explicar por qué algunos oficiales del Kuomintang habían pretendido su mano, así como el motivo de su amistad con tantos miembros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Señaló que sus amigos eran las personas más antijaponesas y con mayor conciencia social que conocía, y que cuando el Kuomintang había llegado a Jinzhou en 1945 lo habían contemplado como el Gobierno de China. Ella misma podría haberse unido a ellos, pero a los catorce años de edad era aún demasiado joven. De hecho, además, la mayor parte de sus amigos no habían tardado en pasarse a los comunistas.
El Partido se mostraba dividido: el Comité Ciudadano mantenía la opinión de que los amigos de mi madre habían actuado por motivos patrióticos; algunos de los líderes provinciales, sin embargo, contemplaban todo aquello con franca sospecha. Se solicitó a mi madre que «trazara una línea de separación» entre ella y sus amigos. «Trazar una línea» entre las personas constituía un mecanismo clave introducido por los comunistas para incrementar el abismo que existía entre aquellos que estaban «dentro» y los que se habían quedado «fuera». Nada -ni siquiera las relaciones personales- se dejaba al azar, ni se permitía tampoco que nada tuviera un proceso fluido. Si quería casarse, tendría que dejar de ver a sus amigos.
Sin embargo, lo más doloroso para mi madre era lo que le estaba ocurriendo a Hui-ge, el joven coronel del Kuomintang. Tan pronto como concluyó el asedio, y superado ya el regocijo inicial por la victoria de los comunistas, la primera inquietud de mi madre había sido comprobar si Hui-ge seguía bien. Atravesó corriendo las calles empapadas en sangre hasta llegar a la mansión de los Ji, pero allí no encontró nada: ni calle, ni casas… tan sólo un gigantesco montón de escombros. Hui-ge había desaparecido.
En primavera, cuando se disponía a contraer matrimonio, descubrió que estaba vivo, y que permanecía prisionero… en Jinzhou. Durante el asedio se las había arreglado para huir hacia el Sur, y había llegado hasta Tianjin; sin embargo, cuando los comunistas tomaron Tianjin en enero de 1949 había sido recapturado y devuelto a Jinzhou.
Hui-ge no estaba considerado como un prisionero de guerra corriente. La influencia de su familia en Jinzhou lo incluía en la categoría de «serpientes en sus antiguas guaridas», nombre por el que se designaba a los personajes más poderosos de cada localidad. Estas personas resultaban especialmente peligrosas para los comunistas debido a que suscitaban una gran lealtad de la población local, por lo que sus inclinaciones anticomunistas suponían una amenaza para el nuevo régimen.
Mi madre confiaba en que Hui-ge sería bien tratado tan pronto se supiera lo que había hecho, y comenzó inmediatamente a interceder por él. De acuerdo con el procedimiento habitual, la primera persona con quien debía hablar era con su jefe inmediato dentro de la unidad a la que pertenecía -esto es, la Federación de Mujeres- quien, a su vez, había de trasladar la petición a una autoridad superior. Mi madre ignoraba quién tendría la última palabra. Acudió a Yu-wu -quien no sólo conocía su contacto con Hui-ge sino que, de hecho, lo había ordenado- y le rogó que intercediera por el coronel. Yu-wu redactó un informe describiendo las actividades de Hui-ge, pero añadió que quizá había obrado por amor hacia mi madre, y que quizá ni siquiera llegara a ser consciente de que estaba ayudando a los comunistas, cegado, como estaba, por el amor.
Mi madre acudió a otro líder clandestino que sabía lo que había hecho el coronel. También él se negó a asegurar que Hui-ge hubiera estado colaborando con los comunistas. De hecho, rehusó mencionar en absoluto el papel del coronel en el proceso de transmisión de información a los comunistas con objeto de poder acaparar él todo el mérito. Mi madre dijo que el coronel y ella no habían estado enamorados, pero no podía probarlo. Citó las solicitudes y promesas veladas que había habido entre ellos, pero las autoridades se limitaron a contemplarlas como pruebas de que el coronel estaba intentando hacerse con un «seguro de vida», actitud ante la que el Partido se mostraba especialmente severo.
Todo aquello tenía lugar en la época en que mi madre y mi padre se preparaban para contraer matrimonio, y el episodio arrojó cierta sombra sobre su relación. No obstante, mi padre comprendía el dilema de mi madre, y pensaba que Hui-ge debía recibir un trato justo. En este sentido, no permitió que el hecho de que mi abuela hubiera preferido al coronel como yerno influyera en su juicio.
A finales de mayo, llegó por fin la autorización para que se celebrara la boda. Mi madre se encontraba en una reunión de la Federación de Mujeres cuando alguien entró y le deslizó una nota en el interior de la mano. Se trataba de un mensaje del jefe ciudadano del partido, Lin Xiao-xia, quien era asimismo sobrino del general supremo que había mandado las fuerzas comunistas en Manchuria, Lin Biao. Se hallaba escrito en verso, y decía sencillamente: «Las autoridades provinciales han dado su consentimiento. Es imposible que quieras seguir metida en esa reunión. ¡Sal de ahí de una vez y cásate!»
Mi madre intentó conservar la calma mientras se aproximaba a la mujer que presidía la reunión y le entregaba la nota. Ésta asintió, permitiéndole marchar. Corrió sin detenerse hasta la vivienda de mi padre, vestida aún con su traje Lenin, una especie de uniforme para los empleados gubernamentales que consistía en una chaqueta de solapas que se estrechaba en la cintura y se complementaba con unos amplios pantalones. Cuando abrió la puerta, vio a Lin Xiao-xia y a los otros líderes del Partido con sus guardaespaldas. Acababan de llegar. Mi padre dijo que acababan de enviar un carruaje para recoger al doctor Xia. Lin preguntó: «¿Y qué hay de tu suegra? -Mi padre no dijo nada-. Eso no está bien», dijo Lin, y ordenó que también a ella acudiera a buscarla un carruaje. Mi madre se sintió muy dolida, pero atribuyó la actitud de mi padre al odio que éste sentía hacia las conexiones de mi abuela con el servicio de inteligencia del Kuomintang. Aun así, pensó, ¿qué culpa tenía su madre? No se le ocurrió que el comportamiento de mi padre pudiera representar una reacción frente al modo en que la abuela le había tratado.
No hubo ceremonia nupcial de ninguna clase: tan sólo una pequeña reunión. El doctor Xia se acercó a felicitar a la pareja. Durante un rato, todos se sentaron a comer cangrejos frescos suministrados por el Comité Ciudadano del Partido como golosina especial. Los comunistas estaban intentando instituir la frugalidad en las bodas debido a que éstas se habían considerado tradicionalmente un motivo de derroche enorme y completamente desproporcionado en relación con lo que la gente podía permitirse. No era en absoluto inusual que las familias se arruinaran con tal de celebrar una boda espléndida. Mis padres comieron los dátiles y cacahuetes que solían servirse en las bodas de Yan'an y un fruto seco llamado longan representa el símbolo tradicional de una unión feliz y la llegada de hijos. Al cabo de un rato, el doctor Xia y la mayor parte de los invitados se marcharon. Más tarde, cuando ya había concluido su reunión, hizo acto de presencia un grupo de la Federación de Mujeres.
El doctor Xia y mi abuela no se habían enterado de la boda, ni tampoco se lo había dicho el conductor del primer carruaje. Mi abuela no se enteró de que su hija iba a casarse hasta que llegó el segundo carruaje. Mientras avanzaba apresuradamente por el sendero y su silueta se iba haciendo más clara a través de la ventana, las mujeres de la Federación comenzaron a cuchichear entre ellas y a continuación salieron atropelladamente por la puerta trasera. Mi padre también salió. Mi madre se hallaba al borde de las lágrimas. Sabía que las mujeres de su grupo despreciaban a mi abuela no sólo debido a sus relaciones con el Kuomintang sino también porque había sido una concubina. Lejos de haberse emancipado en tales cuestiones, muchas mujeres comunistas de ascendencia inculta y campesina aún conservaban los usos tradicionales. Para ellas, ninguna muchacha como es debido se habría convertido jamás en concubina, y ello a pesar de que los comunistas habían estipulado que las concubinas disfrutarían de la misma categoría que las esposas y que podrían disolver el matrimonio unilateralmente. Aquellas mujeres de la Federación eran las mismas que se suponía que debían encargarse de implementar las políticas de emancipación del Partido.
Mi madre intentó disimular, contando a la abuela que su esposo había tenido que regresar al trabajo: «Entre los comunistas, no es costumbre dar permisos por boda. De hecho, yo misma me disponía a volver a mi puesto.» Mi abuela juzgó descabellado que una ocasión tan singular como una boda pudiera tratarse de un modo tan intrascendente, pero los comunistas habían roto ya para ella tantas reglas referentes a los valores tradicionales que la consideró tan sólo una más.
En aquella época, una de las actividades de mi madre consistía en enseñar a leer y escribir a las mujeres de la factoría textil en la que había trabajado para los japoneses a la vez que en informarles de la igualdad entre el hombre y la mujer. La fábrica continuaba siendo propiedad privada, y uno de los capataces persistía en su costumbre de golpear a las empleadas siempre que le apetecía. Mi madre contribuyó significativamente a su despido, y ayudó a las obreras a elegir su propia capataz femenina. Sin embargo, cualquier reconocimiento que hubiera podido obtener por ello resultó oscurecido por el disgusto de la Federación con respecto a otra cuestión.
Una de las funciones principales de la Federación de Mujeres era la de fabricar calzado de algodón para el Ejército. Mi madre no sabía hacer zapatos, por lo que se las arregló para que fueran su madre y sus tías quienes se ocuparan de ello. Todas ellas habían sido adiestradas en la confección de complicados zapatos bordados, y mi madre presentó orgullosamente a la Federación una gran cantidad de zapatos exquisitamente fabricados que superaba con mucho la cantidad que le correspondía. Para su sorpresa, en lugar de ser felicitada por su ingenio, hubo de enfrentarse a una reprimenda como si fuera una chiquilla. Las campesinas de la Federación no podían concebir que hubiera una mujer sobre la faz de la tierra que ignorara cómo fabricar un zapato. Era como si les hubieran dicho que había alguien que no sabía comer. En consecuencia, fue criticada en las reuniones de la Federación por su «decadencia burguesa».
Mi madre no se llevaba bien con algunas de sus jefas de la Federación. Eran mayores que ella, campesinas conservadoras que habían tenido que sudar la gota gorda en la guerrilla y que sentían antipatía por esas lindas y educadas muchachas de ciudad que -como mi madre- atraían inmediatamente la atención de los comunistas. Cuando mi madre solicitó su ingreso en el Partido, la rechazaron aduciendo que no era digna de ello.
Cada vez que iba a su casa tenía que enfrentarse a un torrente de críticas. Se le acusaba de mostrarse demasiado apegada a su familia, lo que se condenaba como un hábito burgués y, en consecuencia, hubo de resignarse a ver cada vez menos a su madre.
En aquella época, existía una norma tácita según la cual ningún revolucionario podía pasar la noche lejos de su oficina con excepción de los sábados. El lugar que mi madre tenía asignado para dormir se hallaba en la Federación de Mujeres, separada de la vivienda de mi padre por un pequeño muro de arcilla. Por las noches, mi madre solía trepar el muro y atravesar un pequeño jardín hasta la habitación de mi padre, tras lo cual regresaba al suyo antes de despuntar el alba. No tardó en ser descubierta, y tanto él como ella fueron criticados en las reuniones del Partido. Los comunistas habían acometido una reorganización radical que no sólo afectaba a las instituciones sino también a las vidas de las personas, especialmente de aquellas que «se habían incorporado a la revolución». La idea consistía en que toda cuestión personal era también política; de hecho, no cabía ya considerar nada como personal o privado. La mezquindad adquirió carta de naturaleza como actitud política, y las reuniones se convirtieron en un foro por medio del cual los comunistas descargaban toda suerte de animosidades personales.
Mi padre se vio obligado a realizar una autocrítica verbal, y a mi madre se le ordenó hacer lo propio por escrito. Se les acusaba de «haber antepuesto el amor» cuando su principal prioridad debería haber sido la revolución. Ante aquello, mi madre se consideró víctima de una injusticia. ¿Qué daño podía hacerle a la revolución que pasara la noche con su marido? Podría haber comprendido el sentido de aquella apreciación en los días de la guerrilla, pero no entonces. Le dijo a mi padre que no quería escribir aquella autocrítica, pero para su consternación éste la reprendió, diciendo: «La revolución aún no está ganada. La guerra continúa. Hemos roto las reglas y debemos admitir nuestros errores. Toda revolución precisa de una disciplina férrea. Hay que obedecer al Partido incluso si uno no lo entiende o no se muestra de acuerdo con él.»
Poco después, ocurrió una catástrofe completamente inesperada. Un poeta llamado Bian que había pertenecido a la delegación de Harbin y había llegado a trabar una estrecha amistad con mi madre intentó suicidarse. Bian era uno de los seguidores de la escuela de poesía «Luna Nueva», uno de cuyos principales exponentes era Hu Shi, quien llegó a ser embajador del Kuomintang en los Estados Unidos. Dicha corriente se concentraba en la estética y la forma y se hallaba sometida principalmente a la influencia de Keats. Bian se había unido a los comunistas durante la guerra, pero al hacerlo descubrió que su poesía se consideraba incompatible con la revolución, en la que se buscaba más la propaganda que la autoexpresión. Parte de su mente lo aceptó, pero no pudo evitar convertirse en un amargado y sucumbir a la depresión. Comenzó a pensar que ya nunca podría volver a escribir y, sin embargo -decía-, tampoco se sentía capaz de vivir sin su poesía.
Su intento de suicidio cayó como una bomba en el Partido. Para su imagen resultaba contraproducente que alguien pudiera sentirse tan desilusionado con la Liberación que intentara matarse a sí mismo. Bian trabajaba en Jinzhou como profesor en la escuela de funcionarios del Partido, muchos de los cuales eran analfabetos. La organización escolar del Partido ordenó una investigación y llegó a la conclusión de que Bian había intentado matarse debido al amor no correspondido que sentía… hacia mi madre. En sus reuniones críticas, la Federación de Mujeres sugirió que mi madre había dado esperanzas a Bian para luego despreciarle por una presa más sustanciosa: mi padre. Mi madre se puso furiosa y exigió que le presentaran pruebas de tal acusación. Ni que decir tiene que tales pruebas nunca pudieron presentarse.
En esta ocasión, mi padre la defendió. Sabía que durante el viaje a Harbin -época durante la que se suponía que mi madre y Bian habían mantenido citas regulares- ella estaba ya enamorada de él, y no del poeta. Había visto a Bian leyéndole sus poemas a mi madre, sabía que ésta le admiraba y no pensaba que hubiera en ello nada malo. Sin embargo, ni uno ni otro fueron capaces de detener la avalancha de murmuraciones. Las mujeres de la Federación se mostraron especialmente virulentas.
Durante el período culminante de aquella época de cotilleos, mi madre se enteró de que su intercesión por Hui-ge había sido rechazada. Se volvió loca de angustia. Había hecho una promesa a Hui-ge, y ahora se sentía como si le hubiera engañado. Había ido a visitarle regularmente a la cárcel para darle noticias de sus esfuerzos por conseguir que revisaran su caso, y le parecía inconcebible que los comunistas no le perdonaran. Se había mostrado sinceramente optimista frente a él y había intentado animarle. Esta vez, sin embargo, cuando Hui-ge vio sus ojos, hinchados y enrojecidos, y su rostro distorsionado por el esfuerzo de ocultar su desesperación, supo que ya no había esperanza. Sentados frente a los guardias a ambos lados de una mesa sobre la que debían mantener sus manos, sollozaron juntos. Hui-ge tomó las manos de mi madre entre las suyas, y ella no las retiró.
Mi padre fue informado de las visitas de mi madre a la cárcel. Al principio, no dijo nada. Comprendía su postura. Gradualmente, sin embargo, comenzó a irritarse. El escándalo desencadenado en torno al intento de suicidio de Bian se hallaba en su punto álgido, y ahora comenzaba a rumorearse que su esposa mantenía una relación con un coronel del Kuomintang… ¡cuando se suponía que aún no había concluido su luna de miel! Se puso furioso, pero sus sentimientos personales no constituyeron el factor decisivo de su aceptación de la actitud del Partido frente al coronel. Dijo a mi madre que si el Kuomintang regresaba, serían personas como Hui-ge las primeras en servirse de su autoridad para devolverlo al poder. Los comunistas, dijo, no podían permitirse tal lujo: «Nuestra revolución es una cuestión de vida o muerte.» Cuando mi madre intentó contarle cómo Hui-ge había ayudado a los comunistas respondió que sus visitas a la cárcel no le habían hecho ningún bien, y mucho menos el hecho de cogerle la mano. Desde tiempos de Confucio, los hombres y las mujeres habían tenido que ser marido y mujer -o al menos amantes- para tocarse en público, e incluso en tales circunstancias resultaba considerablemente inusual. El hecho de que mi madre y Hui-ge hubieran sido vistos cogidos de la mano se entendió como prueba de que habían estado enamorados, y de que los servicios prestados por Hui-ge a los comunistas no habían sido el resultado de las motivaciones «correctas». Para mi madre resultaba difícil no mostrarse de acuerdo con él, pero ello no la hizo sentirse menos desolada.
Su sensación de verse continuamente atrapada en dilemas imposibles se vio incrementada por lo que estaba ocurriendo con varios de sus parientes y personas allegadas. Los comunistas habían anunciado al llegar que todo aquel que hubiera trabajado para el Kuomintang debería presentarse inmediatamente ante ellos. Su tío Yu-lin nunca había trabajado para los servicios de inteligencia, pero poseía una identificación que le acreditaba como miembro del mismo y creyó su deber informar de ello a las autoridades. Su esposa y mi abuela intentaron disuadirle, pero él se mantuvo convencido de que era mejor decir la verdad. Se encontraba en una situación difícil. Si no se hubiera presentado y los comunistas hubieran averiguado algo acerca de él -lo que dada su fenomenal organización no hubiera sido de extrañar- se habría visto inmerso en serios aprietos. Sin embargo, al acudir voluntariamente les había proporcionado motivos de sospecha.
El veredicto del Partido fue: «Tiene una mancha en su historial político. No se le castigará, pero sólo puede ser empleado bajo control.» Como casi todos los demás, aquel veredicto no fue pronunciado por un tribunal, sino por un organismo del propio Partido. No existía una definición clara de su significado pero, como resultado de ello, la vida de Yu-lin habría de depender durante tres décadas de la atmósfera política y de sus jefes de Partido. En aquellos días, Jinzhou poseía un Comité Ciudadano del Partido relativamente benigno, por lo que se le autorizó a seguir ayudando al doctor Xia en la farmacia.
El cuñado de mi abuela, Lealtad Pei-o, fue exiliado al campo para realizar labores manuales. Dado que no tenía las manos manchadas de sangre, se le sentenció a una condena bajo supervisión. Aquello significaba que en lugar de ir a la cárcel sería controlado (con la misma eficacia) dentro de la propia sociedad. Su familia decidió trasladarse al campo con él, pero antes de partir Lealtad hubo de ingresar en un hospital. Había contraído una enfermedad venérea. Los comunistas habían emprendido una importante campaña destinada a erradicar este tipo de enfermedades, y cualquiera que las padeciera estaba obligado a ponerse bajo tratamiento médico.
Su trabajo bajo supervisión duró tres años. Era más o menos como un empleo vigilado en libertad bajo palabra. Las personas en situación de supervisión gozaban de cierta libertad, pero tenían que presentarse a la policía a intervalos regulares con un informe detallado de todo cuanto habían hecho -e incluso pensado- desde su última visita. Además, se hallaban sometidas a una observación permanente por parte de la policía.
Cuando concluía su período de vigilancia formal se unían a gente como Yu-lin en una categoría menos rígida de vigilancia discreta. Una de sus formas más comunes era el sandwich, esto es, mantenerse bajo la estrecha vigilancia de dos vecinos específicamente encargados de ello, lo que también se conocía como «sandwich de pan rojo y relleno negro». Evidentemente, no sólo dichos vecinos sino también cualquier otro podía -y debía- informar del poco fiable «negro» a través de los comités de residentes. La «justicia popular» era absolutamente hermética, a la vez que un instrumento fundamental de gobierno dado que situaba a numerosos ciudadanos en colaboración activa con el Estado.
Zhu-ge, el oficial de inteligencia de docto aspecto que se había casado con la señorita Tanaka, fue condenado a trabajos forzados de por vida y exiliado a una remota zona fronteriza (posteriormente habría de ser liberado junto con varios antiguos funcionarios del Kuomintang gracias a la amnistía de 1959). Su esposa fue devuelta a Japón. Al igual que en la Unión Soviética, casi todos los condenados a prisión no iban a la cárcel, sino a campos de trabajo en los que a menudo se realizaban labores peligrosas o se trabajaba en zonas altamente polucionadas.
Algunos importantes personajes del Kuomintang, entre los que se incluían funcionarios del servicio de inteligencia, escaparon al castigo. El supervisor académico de la facultad de mi madre había sido secretario de distrito del Kuomintang, pero existían pruebas de que había contribuido a salvar la vida de numerosos comunistas y simpatizantes (incluida mi madre) por lo que su caso fue pasado por alto.
La directora y dos profesoras, quienes habían trabajado para los servicios de inteligencia, lograron ocultarse y terminaron por huir a Taiwan. Lo mismo hizo Yao-han, el supervisor político responsable de la detención de mi madre.
Los comunistas perdonaron también la vida a altos picatostes tales como el «último emperador» -Pu Yi- y algunos generales de elevado rango… porque les resultaban útiles. La política declarada de Mao era: «Matamos a los pequeños Chiang Kai-sheks. No matamos a los grandes Chiang Kai-sheks.» Mantener vivo a Pu Yi, razonaba, sería «bien recibido en el extranjero». Nadie podía oponerse abiertamente a tal política, pero en privado era motivo de gran descontento.
Para la familia de mi madre, aquélla fue una época de enorme ansiedad. Su tío Yu-lin y su tía Lan, el destino de la cual se hallaba inexorablemente ligado al de su marido, Lealtad, sufrían un completo ostracismo y se encontraban en un agudo estado de incertidumbre acerca de su futuro. La Federación de Mujeres ordenaba a mi madre escribir una autocrítica tras otra, ya que su dolor indicaba que tenía «cierta debilidad por el Kuomintang».
Fue también objeto de murmuraciones por visitar a un prisionero, Hui-ge, sin obtener la autorización previa de la Federación. Nadie le había dicho que debía hacerlo. La Federación dijo que no se le habían puesto obstáculos anteriormente porque preferían mostrar cierta consideración con aquellos para quienes «la revolución era algo nuevo»; por ello, estaban esperando para comprobar el tiempo que tardaba en alcanzar su propio sentido de la disciplina y solicitar instrucciones del Partido. «¿Pero para qué cosas debo pedir permiso?», preguntó. «Para todo», fue la respuesta. La necesidad de obtener autorización para ese «todo» no especificado había de convertirse en un elemento fundamental del régimen comunista. Asimismo, significaba que la gente aprendía a no tomar iniciativa alguna por sí misma.
Mi madre se vio aislada y rechazada dentro de aquella Federación que era todo su mundo. Se rumoreaba que había sido utilizada por Hui-ge para obtener su ayuda en la preparación de un regreso del Kuomintang. «En vaya lío se ha metido -exclamaban las mujeres-, y todo por haber sido “ligera”. ¡Eso viene de tener tantas relaciones con los hombres! ¡Y qué hombres!» Mi madre se sentía rodeada de dedos acusadores. Sentía que aquellos que se suponía eran sus camaradas en un nuevo y glorioso movimiento de liberación se dedicaban a poner en tela de juicio su carácter y su dedicación, una dedicación por la que había arriesgado la vida. Fue criticada incluso por haber abandonado la reunión de la Federación de Mujeres para casarse: un pecado denominado «anteponer el amor». Mi madre dijo que el jefe de la ciudad le había permitido ausentarse. La presidenta repuso: «Pero tú tenías que haber mostrado una actitud correcta dando preferencia a la reunión.»
Con apenas dieciocho años, mi madre, recién casada y hasta entonces llena de esperanza por una nueva vida, se sentía miserablemente confusa y aislada. Siempre había confiado en su propio sentido del bien y del mal, pero de pronto su instinto parecía entrar en conflicto con las posturas de su causa, y menudo con el juicio de su marido, al que amaba. Por primera vez, comenzó a dudar de sí misma.
No culpaba de nada al Partido ni a la revolución. Tampoco podía culpar a las mujeres de la Federación debido a que eran sus camaradas y parecían ser la voz del Partido. Así, descargó su resentimiento sobre mi padre. Sentía que su lealtad básica no era hacia ella, y que siempre parecía ponerse de acuerdo con sus camaradas en su contra. Entendía que acaso para él fuera difícil manifestarle su apoyo en público, pero al menos lo quería en privado… y no lo conseguía. Desde el comienzo de su matrimonio, hubo entre mis padres una diferencia fundamental. La devoción de mi padre al comunismo era absoluta: sentía que debía hablar el mismo lenguaje en privado que en público, incluso frente a su esposa. Mi madre era mucho más flexible. Su entrega se veía atenuada tanto por la razón como por la emoción. Mi madre reservaba un espacio para la vida privada; mi padre, no.
Comenzó a encontrar Jinzhou insoportable, y dijo a mi padre que quería marcharse de allí cuanto antes. Él se mostró de acuerdo, a pesar de que se encontraba a punto de recibir un ascenso. Solicitó un traslado del Comité Ciudadano del Partido, aduciendo como motivo que quería regresar a su población natal, Yibin. Los miembros del Comité se mostraron sorprendidos, ya que eso era precisamente lo que acababa de decirles que no quería hacer. A lo largo de la historia china, había sido norma establecida que los funcionarios fueran destinados en poblaciones situadas lejos de sus ciudades natales para evitar problemas de nepotismo.
Durante el verano de 1949, los comunistas avanzaban en dirección Sur a un ritmo imparable: habían capturado la capital de Chiang Kai-shek, Nanjing, y su inminente llegada a Sichuan parecía cosa segura. La experiencia adquirida en Manchuria les había demostrado que necesitaban desesperadamente contar con administradores locales… y leales.
El Partido aprobó el traslado de mi padre. Dos meses después de su boda -y menos de un año después de la Liberación – se veían desplazados de la ciudad de residencia de mi madre por las murmuraciones y el desprecio.
La alegría de mi madre ante la Liberación se había tornado en una angustiosa melancolía. Bajo el Kuomintang, había podido descargar sutensión por medio de la acción, y estaba convencida de estar haciendo lo correcto, lo que le proporcionaba valor. Ahora sentía constantemente que estaba equivocada. Cuando intentaba comentarlo con mi padre, éste le decía que la transformación de una persona en comunista constituía un proceso laborioso. Así debía ser.