4. «Esclavos carentes de un país propio»

Bajo el dominio de distintos amos (1945-1947)

En mayo de 1945, corrió en Jinzhou la noticia de que Alemania se había rendido y de que la guerra en Europa había concluido. Los aviones estadounidenses sobrevolaban la zona con mucha más frecuencia que antes, pues los B-52 eran enviados a bombardear otras ciudades de Manchuria. Jinzhou, sin embargo, no sufrió ataques. Por la ciudad se extendió la sensación de que la derrota japonesa se hallaba cercana.

El 8 de agosto, las alumnas de la escuela de mi madre recibieron la orden de acudir a un santuario para rezar por la victoria de Japón. Al día siguiente, penetraron en Manchukuo tropas soviéticas y mongolas. Llegaron noticias que afirmaban que los norteamericanos habían lanzado dos bombas atómicas sobre Japón, y la población local recibió aquella nueva con vítores. Los días que siguieron se vieron salpicados de alarmas de bombardeo, y las clases se interrumpieron. Mi madre se quedó en casa, ayudando en la construcción de un refugio antiaéreo.

El 13 de agosto, los Xia supieron que Japón estaba negociando la paz. Dos días después, un vecino que trabajaba en el Gobierno irrumpió en su casa y les dijo que iba a emitirse un importante comunicado a través de la radio. El doctor Xia interrumpió su quehacer y se sentó en el patio junto a mi abuela. El locutor dijo que el emperador japonés se había rendido. Inmediatamente después anunció la noticia de que Pu Yi había abdicado como emperador de Manchukuo. La gente salió a la calle en un estado de enorme excitación, y mi madre acudió a su escuela a comprobar qué situación reinaba allí. El lugar parecía desierto, con excepción de un leve rumor procedente de uno de los despachos. Encaramándose para ver qué ocurría, observó a través de la ventana a un grupo de maestros japoneses que, agrupados, sollozaban.

Aquella noche, apenas logró pegar ojo, y al alba ya se encontraba en pie. Cuando abrió la puerta principal por la mañana observó una pequeña multitud reunida en la calle. Sobre el camino yacían los cuerpos de una mujer y dos niños japoneses. Un oficial japonés se había hecho el hara-kiri, y los miembros de su familia habían sido linchados.

Una mañana, poco después de la rendición, los vecinos japoneses de los Xia fueron hallados muertos. Algunos dijeron que se habían envenenado. En todo Jinzhou, los japoneses se suicidaban o eran linchados. Sus hogares eran saqueados, y mi madre advirtió que, de pronto, uno de sus vecinos más pobres parecía poseer gran número de valiosos bienes para su venta. Los escolares se vengaban de los maestros japoneses, apaleándolos ferozmente. Algunos japoneses abandonaban a sus hijos pequeños en el umbral de los hogares de las familias locales con la esperanza de que así pudieran salvarse. Cierto número de mujeres japonesas habían sido violadas, por lo que muchas decidieron afeitarse la cabeza para intentar hacerse pasar por hombres.

Mi madre se mostraba preocupada por la señorita Tanaka, quien era la única maestra de la escuela que nunca había abofeteado a sus alumnos, a la vez que la única japonesa que había mostrado congoja ante la ejecución de su amiga. Preguntó a sus padres si podrían ocultarla en su hogar. Mi abuela mostró inquietud ante la idea, pero no dijo nada. El doctor Xia se limitó a asentir con la cabeza.

Así, mi madre tomó prestadas algunas ropas de su tía Lan, que era aproximadamente de la misma talla que la maestra, y logró encontrar a la señorita Tanaka, quien se había atrincherado en su apartamento. Las ropas le sentaban como un guante. Su altura era ligeramente superior a la de la japonesa media, por lo que podía pasar fácilmente por china. Si alguien les preguntaba, dirían que se trataba de una prima de mi madre. Los chinos tienen tantos primos que nadie logra seguir la pista de todos. La instalaron en la habitación del fondo, la misma que en otra época había servido de refugio a Han-chen.

El vacío que dejó la rendición japonesa y el derrumbamiento del régimen de Manchukuo trajo consigo otras víctimas aparte de los japoneses. La ciudad se hallaba sumida en el caos. Por la noche se oían disparos y frecuentes gritos pidiendo ayuda. Los miembros masculinos de la familia -incluidos los aprendices del doctor Xia y el hermano de mi abuela, Yu-lin, quien entonces contaba quince años de edad- se turnaron noche tras noche para montar guardia en el tejado armados con piedras, hachas y cuchillos. A diferencia de mi abuela, mi madre no se mostraba asustada en absoluto, lo que dejaba atónita a aquélla: «Por tus venas corre la sangre de tu padre», solía decir.

Los saqueos, violaciones y asesinatos continuaron durante los ocho días posteriores a la rendición, momento en que se informó a la población de la llegada de una nueva fuerza militar: el Ejército rojo soviético. El 23 de agosto, los jefes vecinales ordenaron a los residentes que acudieran al día siguiente a la estación de ferrocarril para dar la bienvenida a los rusos. El doctor Xia y mi abuela permanecieron en casa, pero mi madre se unió a una muchedumbre enorme y entusiasta de jóvenes que portaban banderolas de papel en forma de triángulo. Al llegar el tren, la multitud comenzó a agitar sus banderas y a gritar «Wula» (imitación china de Uva, palabra rusa que significa «Hurra»). Mi madre se había imaginado a los soldados soviéticos como héroes victoriosos dotados de barbas impresionantes y a lomos de enormes caballos. Lo que vio, sin embargo, fue un grupo de pálidos jóvenes vestidos con harapos. Aparte del atisbo ocasional de alguna que otra figura misteriosa que pasaba en automóvil, aquéllos eran los primeros blancos que mi madre había visto jamás.

En Jinzhou se estacionaron unos mil soldados soviéticos. A su llegada, la gente se mostraba agradecida por la ayuda que les habían prestado para librarse de los japoneses, pero los rusos trajeron consigo nuevos problemas. Las escuelas habían cerrado con motivo de la rendición de Japón, por lo que mi madre recibía clases particulares. Un día, cuando regresaba a casa desde el domicilio de su tutor, vio un camión estacionado junto a la carretera: junto a él se veían unos cuantos soldados rusos que ofrecían hatillos hechos con tela. Los tejidos habían sufrido un racionamiento estricto bajo los japoneses. Mi madre se acercó para echar un vistazo, y comprobó que las telas procedían de la fábrica en la que había trabajado durante la escuela primaria. Los rusos se dedicaban a cambiarlas por relojes de pared o de pulsera y por chucherías. Mi madre recordó que en algún lugar de la casa había un antiguo reloj enterrado en el fondo de un armario. Regresó corriendo y lo localizó. A pesar de la contrariedad que le había producido descubrir que no funcionaba, los soldados rusos se mostraron encantados y le entregaron a cambio una pieza de tela blanca estampada con un delicado dibujo de flores rosadas. Durante la cena, todos los miembros de la familia sacudieron la cabeza con asombro ante aquellos extraños forasteros que tanto apreciaban la posesión de viejos relojes inútiles y otras baratijas.

Los rusos no sólo se dedicaban a la distribución de bienes procedentes de las fábricas, sino también al desmantelamiento de factorías enteras, incluidas las dos refinerías de petróleo de Jinzhou, cuyos equipos enviaban a la Unión Soviética. Calificaban aquel proceso de «reparaciones de guerra», pero para los habitantes locales equivalía al derrumbamiento total de su industria.

Los soldados rusos irrumpían en las casas de la gente y sencillamente se apropiaban de todo aquello que les gustaba, y en especial de relojes y vestidos. Por Jinzhou se extendieron como la pólvora historias que relataban violaciones de mujeres chinas por parte de los rusos. Muchas de ellas se ocultaron por temor a sus «libertadores» y, muy pronto, la ciudad hervía de cólera y ansiedad.

La casa de los Xia se alzaba fuera de los muros de la ciudad, y se hallaba pobremente protegida. Una amiga de mi madre se ofreció para prestarles una casa situada en el interior del recinto y rodeada por altos muros de piedra. La familia se trasladó inmediatamente, llevándose consigo a la maestra japonesa amiga de mi madre. La mudanza tuvo como consecuencia que mi madre tenía que recorrer diariamente una distancia mucho mayor hasta el domicilio de su tutor: casi treinta minutos de caminata. El doctor Xia insistió en llevarla por la mañana y recogerla por la tarde, pero mi madre no quería obligarle a caminar tan lejos, por lo que recorría parte del trayecto por sí sola y se encontraba con él a mitad de camino. Un día, un jeep cargado de soldados rusos que reían a carcajadas se detuvo no lejos de ella y sus ocupantes saltaron del vehículo y echaron a correr en su dirección. Mi madre corrió tan velozmente como pudo, perseguida por los rusos. Tras unos cuantos cientos de metros, distinguió a lo lejos la silueta de su padrastro agitando el bastón. Los rusos se hallaban ya muy cerca de ella, y mi madre decidió internarse en una guardería infantil desierta que conocía bien y cuyo interior era como un laberinto. Permaneció allí oculta durante más de una hora y, por fin, huyó por la puerta trasera y llegó a casa sana y salva. El doctor Xia había visto cómo los rusos entraban en el edificio en persecución de mi madre pero al poco rato, y con inmenso alivio, los había visto salir de nuevo, evidentemente desorientados por la distribución del interior.

Al cabo de poco más de una semana después de la llegada de los rusos, el jefe del comité vecinal ordenó a mi madre que asistiera a una de sus reuniones, la cual tendría lugar a la tarde siguiente. Cuando llegó allí, vio a un grupo de chinos desharrapados que, acompañados por algunas mujeres, disertaban acerca de la lucha que habían sostenido durante ocho años para derrotar a los japoneses y lograr que los ciudadanos corrientes gobernaran por fin China. Eran los comunistas: los comunistas chinos. Habían llegado a la ciudad el día anterior sin anuncio previo y sin causar estrépito alguno. Las mujeres comunistas que asistían a la reunión iban ataviadas con vestiduras informes exactamente iguales a las de los hombres. Mi madre pensó para sí misma: ¿Cómo podéis vanagloriaros de haber vencido a los japoneses? Ni siquiera tenéis ropas o armas decentes. Para ella, los comunistas mostraban un aspecto aún más pobre y desastrado que los pordioseros.

Se sintió desilusionada, porque los había imaginado altos, fuertes y sobrehumanos. Su tío Pei-o -el guardián de prisiones- y Dong, el verdugo, le habían dicho que los prisioneros comunistas eran los más valerosos: «Son los que tienen los huesos más fuertes -solía decir su tío-. Cantan, gritan consignas y maldicen a los japoneses hasta el último instante antes de morir estrangulados», decía Dong.

Los comunistas instalaron carteles en los que se exhortaba a la población a mantener el orden y comenzaron a arrestar a colaboracionistas y ciudadanos que habían trabajado para las fuerzas de seguridad japonesas. Entre los detenidos figuraba Yang, el padre de mi abuela, quien aún era jefe adjunto de la policía de Yixian. Lo encarcelaron en su propia prisión y su superior, el jefe de policía, fue ejecutado. Los comunistas no tardaron en restaurar el orden y en poner la economía nuevamente en marcha. La situación del suministro de alimentos, antes desesperada, mejoró sensiblemente. El doctor Xia pronto pudo comenzar a visitar de nuevo a sus pacientes, y la escuela de mi madre abrió otra vez sus puertas.

Los comunistas se alojaban en los hogares de la población local. Parecían honrados y sencillos, y solían charlar con las familias: «Nos faltan ciudadanos educados -solían decirle a uno de los amigos de mi madre-. Únete a nosotros. Te nombraremos jefe de condado.»

Necesitaban reclutar gente. Tras la rendición japonesa, tanto los comunistas como el Kuomintang habían intentado ocupar la mayor cantidad de territorio posible, pero el Kuomintang disponía de un ejército mucho mayor, a la vez que mejor equipado. Ambos bandos maniobraban para consolidar sus posiciones antes de reanudar la guerra civil, parcialmente suspendida durante los ocho años anteriores para sostener la lucha contra los japoneses. De hecho, ya se habían desencadenado las hostilidades entre ellos. Manchuria constituía un campo de batalla fundamental debido a sus recursos económicos. Dada su proximidad al territorio, las fuerzas comunistas habían sido las primeras en ocupar Manchuria, y casi sin ayuda por parte de las tropas rusas. Sin embargo, los norteamericanos procuraban promover la consolidación de Chiang Kai-shek en la zona enviando decenas de miles de soldados del Kuomintang al norte del país. En un momento dado, los norteamericanos intentaron desembarcar parte de dichas tropas en Huludao, un puerto situado a unos cincuenta kilómetros de Jinzhou, pero hubieron de retroceder bajo el fuego de los comunistas chinos. Las fuerzas del Kuomintang fueron obligadas a desplazarse hacia el sur de la Gran Muralla y a reanudar el trayecto hacia el Norte por tren. Los Estados Unidos les proporcionaban cobertura aérea. En total, desembarcaron en el norte de China más de cincuenta mil marines que ocuparon Pekín y Tianjin.

Los rusos reconocieron oficialmente al Kuomintang de Chiang Kai-shek como el gobierno legítimo del país. Para el 11 de noviembre, el Ejército rojo soviético había abandonado la zona de Jinzhou y había retrocedido hasta el norte de Manchuria, obedeciendo parcialmente el compromiso de Stalin de retirarse de la región a los tres meses de la victoria. Ello permitió a los chinos comunistas un control independiente de la ciudad.

Una tarde de finales de noviembre, mi madre regresaba a casa desde el instituto cuando vio numerosos soldados que recogían apresuradamente sus armas y equipos y se encaminaban hacia la puerta sur de la ciudad. Sabía que en la campiña cercana se habían desarrollado violentos combates, y adivinó que los comunistas se preparaban para marcharse.

Su retirada formaba parte de la estrategia del líder comunista Mao Zedong, según la cual no debían defenderse las ciudades -pues en dichas disputas sería el Kuomintang quien llevaría la ventaja- sino que convenía retroceder hacia las zonas rurales. «Así, rodearemos las ciudades con nuestros campos y, por fin, terminaremos conquistándolas», fue la doctrina de Mao durante aquella nueva etapa.

Al día siguiente de la retirada de los comunistas de Jinzhou, un nuevo ejército hizo su entrada en la ciudad: el cuarto en un período de otros tantos meses. En este caso, las tropas lucían uniformes limpios y contaban con relucientes armas norteamericanas. Era el Kuomintang. Los vecinos salían de sus casas y se agrupaban en las estrechas callejuelas embarradas entre aplausos y vítores. Mi madre se abrió paso hasta la cabecera de la emocionada multitud. De pronto, se sorprendió a sí misma agitando los brazos y profiriendo alegres vítores. Aquellos soldados -pensaba para sí misma- sí que tenían el aspecto de ser los vencedores de los japoneses. Regresó corriendo a casa en un estado de gran excitación, impaciente por describir a sus padres el elegante aspecto de los nuevos soldados.

En Jinzhou reinaba una atmósfera festiva. Los ciudadanos se disputaban el privilegio de invitar a las tropas a sus casas. Un oficial acudió a vivir a casa de los Xia. Se comportaba de modo extremadamente respetuoso, y agradó a todos los miembros de la familia. Mi abuela y el doctor Xia estaban convencidos de que el Kuomintang sabría mantener la ley y el orden y de que, por fin, garantizarían la paz.

Sin embargo, la buena voluntad que aquellas gentes habían mostrado frente al Kuomintang no tardó en convertirse en amarga desilusión. La mayor parte de los oficiales procedían de otras partes de China, y se dirigían a los habitantes de Jinzhou como Wang-guo-nu («Esclavos carentes de un país propio»), advirtiéndoles de hasta qué punto deberían mostrarse agradecidos al Kuomintang por librarles de los japoneses. Una tarde, se celebró en el instituto de mi madre una fiesta para las estudiantes y los oficiales del Kuomintang. La hija de uno de ellos, de tres años de edad, recitó un discurso que comenzaba: «Nosotros, el Kuomintang, hemos luchado contra los japoneses durante ocho años y os hemos liberado a vosotros, hasta ahora esclavos de Japón…» Mi madre y sus amigas abandonaron la estancia.

Del mismo modo, mi madre se mostraba repugnada por el modo en que el Kuomintang se había lanzado a la caza de concubinas. A comienzos de 1946, Jinzhou comenzaba a llenarse de tropas. El instituto de mi madre era el único instituto femenino de la ciudad, y sobre él se abatían enjambres de oficiales y funcionarios en busca de concubinas y, ocasionalmente, esposas. Algunas de las muchachas contrajeron matrimonio por su propia voluntad, mientras que otras no supieron negarse ante sus familiares, convencidos de que el matrimonio con un oficial constituiría para ellas un buen punto de partida frente a la vida.

Con quince años de edad, mi madre era una de las más apetecibles jóvenes casaderas del momento. Se había convertido en una muchacha sumamente atractiva y popular, y era la alumna estrella del instituto. Ya había recibido propuestas de numerosos oficiales, pero comunicó a sus padres que no quería a ninguno. Uno de ellos -Jefe de Estado Mayor de uno de los generales-, amenazó con enviar una silla de manos en su busca tras ver rechazados sus galones dorados. Cuando planteó su propuesta al doctor Xia y a mi abuela, mi madre estaba escuchando al otro lado de la puerta. Al oír aquello, irrumpió en la habitación y le dijo cara a cara que si lo hacía, ella misma se quitaría la vida durante el trayecto. Afortunadamente, su unidad fue trasladada poco después.

Mi madre se había hecho a la idea de conservar el privilegio de escoger a su esposo. Le irritaba el trato concedido a las mujeres, y aborrecía el sistema de concubinato. Sus padres la apoyaban, pero la avalancha de ofertas les obligaba a desarrollar una complicada y agotadora diplomacia para encontrar modos de negarse sin sufrir por ello severas represalias.

Una de las maestras de mi madre era una joven llamada Liu que sentía un profundo afecto por ella. En China, cuando alguien te aprecia, intenta a menudo convertirte en miembro honorario de su familia. Aunque en aquellos tiempos los chicos y las chicas no tenían que soportar una segregación tan severa como durante la época de mi abuela, lo cierto es que tampoco disfrutaban de demasiadas oportunidades de estar juntos, por lo que la presentación de amigos o amigas a los hermanos o hermanas constituía un modo habitual de lograr que se conocieran aquellos jóvenes a quienes disgustaba la idea de un matrimonio organizado. La señorita Liu hizo las presentaciones entre mi madre y su hermano, pero el señor y la señora Liu hubieron de aprobar previamente la relación.

A comienzos de 1946, en vísperas del Año Nuevo chino, mi madre fue invitada a pasar las festividades en casa de los Liu, quienes poseían una mansión de considerable tamaño. El señor Liu era uno de los más prósperos comerciantes de Jinzhou. Su hijo, de unos diecinueve años de edad, daba la sensación de ser ya un hombre de mundo; vestía un traje de color verde oscuro de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo, lo que resultaba enormemente sofisticado y atrevido en una ciudad de provincias como era Jinzhou. Se había matriculado en una universidad de Pekín, donde estudiaba lengua y literatura rusas. Mi madre, quien ya había obtenido la aprobación de la familia del joven, se sintió profundamente impresionada por él. No tardaron en enviar un emisario al doctor Xia con la petición de mano aunque, claro está, sin decirle nada a ella.

El doctor Xia era más liberal que la mayoría de los hombres de su tiempo, y requirió el parecer de mi madre acerca de la cuestión. Ella aceptó convertirse en «amiga» del joven señor Liu. En aquellos tiempos, si un muchacho y una joven eran vistos conversando públicamente, se asumía que debían estar, cuando menos, prometidos. Mi madre ansiaba poder disfrutar de un poco de diversión y libertad, así como trabar amistad con jóvenes de su edad sin tener que verse obligada a contraer matrimonio. Conociéndola, el doctor Xia y mi abuela se mostraron cautelosos con los Liu y prefirieron rechazar los presentes de rigor. Según la tradición china, la familia de una joven no debe aceptar una propuesta matrimonial de inmediato, ya que ello supondría mostrar demasiada ansiedad. La aceptación de los regalos hubiera equivalido a indicar un consentimiento implícito. Al doctor Xia y a mi abuela les inquietaba la posibilidad de que se produjera un malentendido.

Mi madre salió con el joven Liu durante una temporada. Se sentía atraída por sus buenos modales, y todos sus parientes, amigas y vecinos coincidían en que había hallado un compañero ideal. El doctor Xia y mi abuela opinaban que ambos formaban una pareja magnífica, y le escogieron como yerno en privado. Sin embargo, mi madre le consideraba superficial. Advirtió que nunca viajaba a Pekín, sino que permanecía en casa disfrutando de una vida de dilettante. Un día, descubrió que ni siquiera había leído el célebre clásico chino del siglo XVIII titulado El sueño en el Pabellón rojo, libro bien conocido por cualquier chino culto. Cuando le comunicó su disgusto, el joven Liu dijo alegremente que los clásicos chinos no eran su fuerte, y que lo que más le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary? No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de Maupassant.»

Mi madre había leído Madame Bovary, y sabía que había sido escrita por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido considerado como una actitud «cascarrabias».

A Liu le encantaba el juego, especialmente el mah-jongg que, sin embargo, aburría a muerte a mi madre. Poco tiempo después, una tarde en que se encontraban en mitad de una partida, una doncella entró y preguntó: «¿Qué doncella preferiría el amo Liu que le sirviera en la cama?» Liu contestó despreocupadamente: «Tal doncella.» Mi madre temblaba de furia, pero Liu se limitó a alzar las cejas, como si su reacción le sorprendiera. Seguidamente, dijo: «En Japón es una costumbre perfectamente normal. Todo el mundo lo hace. Se llama si-qin (“cama con servicio”).» Intentaba hacer que mi madre se sintiera provinciana y celosa, lo que en China se contemplaba tradicionalmente como uno de los peores vicios que podía tener una mujer, y más que suficiente para justificar que su marido la repudiara. Una vez más, mi madre guardó silencio, si bien interiormente hervía de rabia.

Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad». Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.

Pocos días después, el viejo señor Liu murió súbitamente. En aquellos días, era muy importante gozar de un funeral espectacular, especialmente si el fallecido era cabeza de familia. Un funeral que no se encontrara a la altura de las expectativas de los parientes y la sociedad no lograría sino atraer la desaprobación general sobre la familia. Los Liu deseaban una ceremonia complicada, y no una simple procesión desde la casa al cementerio. Se hicieron venir monjes para que leyeran el sutra budista de «inclinar la cabeza» en presencia de todos los familiares. A continuación, los miembros de la familia rompieron en lágrimas. Desde entonces, y hasta el momento del entierro, fijado para el cuadragésimo noveno día después del fallecimiento, el sonido de los sollozos y lamentos debería oírse sin interrupción desde primeras horas de la mañana hasta la medianoche, acompañados por la constante incineración de dinero artificial destinado a su uso en el otro mundo por parte del difunto. Muchas familias no lograban sostener aquel maratón, y preferían alquilar a plañideras profesionales para que realizaran el trabajo. Los Liu, sin embargo, eran demasiado filiales para hacer una cosa así por lo que se ocuparon personalmente de los lamentos, con la ayuda de sus numerosos familiares.

Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu, previamente depositado en un féretro de madera de sándalo espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y, desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la protección del resto. De otro modo -pensaban- nunca lograría el descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad de futura nuera.

Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de los Liu.

El doctor Xia dijo a mi madre que el hecho de romper la relación en aquel momento equivalía a defraudar al difunto señor Liu, lo que se consideraba deshonroso. Si bien no hubiera opuesto objeción alguna a tal ruptura en una situación normal, opinaba que, dadas las circunstancias, sus deseos debían subordinarse a exigencias de mayor importancia. Mi abuela también era de la opinión de que debía acudir. Por si fuera poco, añadió: «¿Cuándo se ha oído hablar de que una muchacha rechace a un hombre porque haya tenido amantes o haya confundido el nombre de un escritor extranjero? A todos los jóvenes les gusta divertirse y andar de picos pardos. Además, no tienes que preocuparte de doncellas ni de concubinas. Posees un carácter fuerte, y sabrás mantener controlado a tu esposo.»

Aquello no se asemejaba al concepto de vida que deseaba mi madre, y así lo manifestó. Interiormente, mi abuela coincidía con ella, pero le asustaba que mi madre siguiera en casa debido a las constantes proposiciones de los oficiales del Kuomintang. «Podemos decir que no a uno, pero no a todos ellos -dijo a mi madre-. Si no te casas con Zhang, tendrás que aceptar a Lee. Piénsalo: ¿acaso no es Liu mucho mejor que los otros? Si te casas con él, ningún oficial podrá volver a molestarte. Paso las noches y los días angustiada pensando en qué podría sucederte. No podré descansar hasta que no tengas tu casa.» Pero mi madre dijo que prefería morir a casarse con alguien que no pudiera proporcionarle felicidad… y amor.

Los Liu se enfurecieron con mi madre, al igual que el doctor Xia y mi abuela. Durante días, discutieron, suplicaron, engatusaron, gritaron y sollozaron sin éxito. Finalmente, por primera vez desde que el día en que la había golpeado de niña por ocupar su sitio sobre el kang, el doctor Xia montó en cólera con mi madre. «Lo que estás haciendo es traer la vergüenza al nombre de Xia. ¡No quiero tener una hija como tú!» Mi madre se puso en pie y respondió con las siguientes palabras: «De acuerdo, pues. No tendrás que tener una hija como yo. ¡Me marcho!» Dicho esto, salió precipitadamente de la estancia, empaquetó sus cosas y abandonó la casa.

En la época de mi abuela, a nadie se le hubiera ocurrido irse de casa de semejante modo. Una mujer no podía obtener empleo alguno sino como sirvienta, e incluso para ello había de poseer referencias. Pero los tiempos habían cambiado. Aunque la mayor parte de las familias lo consideraban un último recurso, las mujeres de 1946 podían vivir solas y encontrar trabajo en campos como la educación o la medicina. En la escuela de mi madre existía un departamento de formación docente que ofrecía enseñanza y alojamiento gratuitos a aquellas muchachas que hubieran completado tres años de estudios. Aparte de un examen previo, la única condición que se requería era que las licenciadas pasaran a trabajar como profesoras. La mayoría de las alumnas del departamento procedían de familias pobres que no disponían de medios para pagarles una educación o de personas que dudaban de sus posibilidades de ingreso en una universidad, por lo que rehusaban permanecer en el instituto. Hasta 1945, las mujeres no pudieron contemplar la posibilidad de acceder a la universidad. Bajo el mandato de los japoneses, no podían pasar del instituto, donde lo único que aprendían era, fundamentalmente, cómo llevar una familia.

Hasta entonces, mi madre nunca había contemplado siquiera el ingreso en aquel departamento, considerado generalmente una posibilidad secundaria, pues siempre había considerado que tenía madera para la universidad. En el departamento cundió una ligera sorpresa cuando se recibió la solicitud, pero ella les convenció de su ferviente deseo de ingresar en la profesión docente. Aún no había concluido sus tres años obligatorios de escuela, pero ya era conocida como una alumna estrella.El departamento se mostró encantado de aceptarla después de someterla a un examen que no tuvo dificultad alguna en aprobar. Se trasladó a vivir a la escuela, y mi abuela no tardó en correr a suplicarle que regresara a casa. Mi madre se alegró de alcanzar la reconciliación; prometió acudir a casa con frecuencia y quedarse a dormir a menudo, pero insistió en conservar su cama en la escuela. Estaba decidida a no depender de ninguna persona, por mucho que ésta la amara. Para ella, el departamento resultaba ideal. Le garantizaba un empleo tras su graduación en un momento en que numerosos licenciados universitarios no lograban encontrar trabajo. Otra ventaja era su gratuidad, ya que el doctor Xia comenzaba a sufrir los efectos de la mala administración económica.

Los miembros del Kuomintang a cargo de las fábricas -al menos los de aquellas que no habían sido desmanteladas por los rusos- mostraban una notoria incapacidad para poner una vez más la economía en marcha. Lograron poner en funcinamiento algunas fábricas muy por debajo de su capacidad, pero se embolsaban ellos mismos la mayor parte de los ingresos que producían.

Sus intrusos procedían a trasladarse a las elegantes viviendas que los japoneses habían abandonado. La casa contigua al antiguo domicilio de los Xia -la que había pertenecido al funcionario japonés- se hallaba ahora ocupada por un funcionario del Kuomintang y una de sus nuevas concubinas. El alcalde de Jinzhou, un tal señor Han, había sido un don nadie local. De pronto, se vio convertido en alguien rico gracias a la venta de propiedades confiscadas de los japoneses y sus colaboradores. Se hizo con varias concubinas, y los habitantes de la localidad comenzaron a referirse al Ayuntamiento como «la hacienda de Han», atestado como estaba de sus parientes y amigos.

Cuando el Kuomintang ocupó Yixian, mi bisabuelo Yang fue liberado de su prisión (o acaso pudo comprar su libertad). Los lugareños creían -muy acertadamente- que los funcionarios del Kuomintang hacían verdaderas fortunas gracias a los antiguos colaboracionistas. Yang intentó protegerse a sí mismo casando a la única hija que le quedaba (a quien había tenido hasta entonces viviendo con una de sus concubinas) con un oficial del Kuomintang. Sin embargo, aquel hombre era tan sólo capitán, por lo que no poseía el poder suficiente como para prestarle una protección real. Las propiedades de Yang fueron confiscadas, y el anciano se vio reducido a vivir como un mendigo, a «permanecer en cuclillas junto a las alcantarillas», en palabras de los habitantes de la localidad. Cuando su esposa se enteró de aquello, prohibió a sus hijos que le dieran dinero alguno o hicieran nada por ayudarle.

En 1947, poco más de un año después de su puesta en libertad, comenzó a desarrollar un bocio canceroso en el cuello. Al advertir que se estaba muriendo, envió un mensaje a Jinzhou con el ruego de que se le permitiera ver a sus hijos. Mi bisabuela se negó, pero el anciano continuó enviando mensajes en los que les suplicaba que fueran. Por fin, su mujer se ablandó. Mi abuela, Lan y Yu-lin partieron hacia Yixian en tren. Hacía diez años desde que mi abuela había visto a su padre, y lo halló convertido en una sombra derrotada de lo que había sido en otro tiempo. Al ver a sus hijos, corrieron abundantes lágrimas por las mejillas del viejo Yang. A éstos les costaba trabajo perdonarle el modo en que había tratado a su madre -y a ellos mismos-, y se dirigieron a él empleando fórmulas más bien distantes. El anciano suplicó a Yu-lin que le llamara «padre», pero Yu-lin se negó. El rostro desfigurado de Yang era la imagen de la desesperación. Mi abuela suplicó a su hermano que le llamara «padre», aunque sólo fuera por una vez. Por fin, Yu-lin lo hizo, apretando los dientes. Su padre le tomó de la mano y le dijo: «Intenta convertirte en profesor, o si lo prefieres monta un pequeño negocio. Nunca intentes conseguir un empleo como funcionario. Te arruinaría del mismo modo que me ha arruinado a mí.» Aquellas fueron las últimas palabras que dirigió a su familia.

Cuando murió, tan sólo una de sus concubinas se hallaba junto a él. Era tan pobre que ni siquiera podía permitirse la compra de un ataúd. Su cadáver fue introducido en una maleta vieja y destartalada y sepultado sin otro ceremonial. Al entierro no asistió ni uno solo de los miembros de su familia.


La corrupción se hallaba tan extendida que Chiang Kai-shek organizó una institución especial destinada a combatirla. Se conocía como la «Escuadra para el Azote de los Tigres», debido a que los ciudadanos comparaban a los funcionarios corruptos con temibles tigres y tal denominación estimulaba, por tanto, sus quejas y denuncias. Sin embargo, no tardó en ponerse de manifiesto que ello no constituía sino un medio de aquellos que eran realmente poderosos para extorsionar económicamente a los ricos. El «azote de los tigres» constituía una actividad sumamente lucrativa.

Mucho peores qué aquello eran los flagrantes saqueos. El doctor Xia recibía regularmente la visita de grupos de soldados que lo saludaban respetuosamente y, a continuación, decían con voz exageradamente servil: «Honorable doctor Xia, algunos de nuestros colegas se encuentran en graves apuros económicos. ¿Cree usted que podría prestarnos algún dinero?» No era prudente negarse. Cualquiera que se enfrentara al Kuomintang se exponía a ser acusado de comunista, lo que por lo general implicaba ser detenido y, con frecuencia, torturado. Los soldados solían asimismo entrar en la consulta como si se tratara de su casa y exigir tratamiento y medicinas gratis. Al doctor Xia esto no le importaba demasiado -lo consideraba el deber de un médico frente a cualquier ser humano-, pero en algunas ocasiones los soldados se limitaban a arrebatarle las medicinas sin pedírselas para luego venderlas en el mercado negro. Existía una terrible escasez de medicinas.

A medida que se intensificaba la guerra civil, creció el número de soldados estacionados en Jinzhou. Las tropas del Gobierno central -sometidas directamente a las órdenes de Chiang Kai-shek- se mostraban relativamente bien disciplinadas, pero aquellas que no recibían sueldo alguno del Gobierno central se veían obligadas a «vivir de la tierra».

En el departamento de formación docente, mi madre entabló una estrecha amistad con una hermosa y vivaracha joven de diecisiete años llamada Bai. Mi madre admiraba y respetaba a Bai. Cuando le habló del desencanto que le había producido el Kuomintang, Bai le dijo que «contemplara el bosque, y no los árboles aislados»: toda fuerza, dijo, tiene sus defectos. Bai se mostraba apasionadamente partidaria del Kuomintang: tanto, que se había unido a uno de sus servicios de inteligencia. En uno de los cursos de formación, se le indicó de modo inequívoco que debería informar acerca de sus compañeros. Ella se negó. Pocas noches después, sus compañeros de curso oyeron un disparo procedente de su dormitorio. Al abrir la puerta, la vieron tendida en la cama, boqueando, con el rostro mortalmente pálido. La almohada estaba manchada de sangre. Murió sin alcanzar a decir una palabra. Los periódicos publicaron la historia calificándola de «caso de color melocotón», que significa crimen pasional. Afirmaban que había sido asesinada por un amante celoso. Pero nadie lo creyó. Bai se había comportado siempre de un modo sumamente recatado en lo que se refería a los hombres. Mi madre oyó decir que la habían matado porque había intentado marcharse.

La tragedia no concluyó ahí. La madre de Bai trabajaba como empleada de hogar fija en casa de una acaudalada familia que poseía una pequeña tienda de objetos de oro. La muerte de su única hija la sumió en un profundo desconsuelo, lo que se combinaba con la cólera que le producían las calumniosas sugerencias de los periódicos que afirmaban que su hija había tenido varios amantes que se peleaban por ella y que habían terminado por matarla. El más sagrado tesoro de una mujer era su castidad, y se suponía que debía defenderla hasta la muerte. Varios días después de la muerte de Bai, su madre se ahorcó. Su amo recibió la visita de unos matones que le acusaron de ser responsable de su muerte. No era mal pretexto para exigir dinero, y el hombre no tardó en perder su establecimiento.


Un día, alguien llamó con los nudillos a la puerta de los Xia, y un hombre en las postrimerías de la treintena y ataviado con el uniforme del Kuomintang entró y se inclinó frente a mi abuela, dirigiéndose a ella como «hermana mayor» y al doctor Xia como «cuñado mayor». Tardaron unos instantes en darse cuenta de que aquel hombre elegante y saludable era Han-chen, el mismo que había sido torturado y salvado del garrote y al que habían ocultado durante tres meses en su casa hasta que recuperó la salud. Junto a él, también de uniforme, se había presentado un joven alto y esbelto que más parecía un estudiante que un soldado. Han-chen lo presentó como su amigo Zhu-ge. A mi madre le cayó bien inmediatamente.

Desde su último encuentro, Han-chen se había convertido en un oficial de grado superior de los servicios de inteligencia del Kuomintang, y se hallaba a cargo de una de sus ramas para todo el ámbito de Jinzhou. Al partir, dijo: «Hermana mayor, tu familia me devolvió la vida. Si alguna vez necesitas algo, sea lo que sea, no tienes más que decirlo, porque así se hará.»

Han-chen y Zhu-ge comenzaron a realizar frecuentes visitas, y Han-chen no tardó en buscar empleo en los servicios de inteligencia tanto para Dong -el antiguo verdugo que había salvado su vida- como para Pei-o, cuñado de mi abuela y antiguo funcionario de prisiones.

Zhu-ge se hizo muy amigo de la familia. Había estado estudiando ciencias en la Universidad de Tianjin, de donde había huido para unirse al Kuomintang tras caer la ciudad en manos japonesas. En una de sus visitas, mi madre le presentó a la señorita Tanaka, la misma que había estado viviendo con los Xia. Ambos se enamoraron, se casaron y se marcharon a vivir juntos a un apartamento alquilado. Un día, Zhu-ge estaba limpiando su arma cuando rozó el gatillo accidentalmente y ésta se disparó. La bala atravesó limpiamente el suelo y mató al hijo pequeño del dueño, que descansaba tendido en su cama. La familia no osó denunciar a Zhu-ge debido al temor que les inspiraban los servicios de inteligencia, para los cuales nada había tan fácil como acusar a quien quisieran de ser un comunista. Su palabra era ley, y gobernaban sobre la vida y la muerte. La madre de Zhu-ge entregó una fuerte suma de dinero a la familia a modo de compensación. Zhu-ge se mostraba desconsolado, pero la familia del difunto ni siquiera se atrevía a mostrarse disgustada con él. Por el contrario, le demostraban una gratitud exagerada por miedo a que adivinara que el episodio habría de excitar su odio y pudiera hacerles algún daño. El joven no lograba soportar aquella situación, por lo que no tardó en marcharse.

El marido de Lan -el tío Pei-o- prosperaba en los servicios de inteligencia. Estaba tan encantado con sus nuevos jefes que se cambió el nombre a Xiao-shek («Lealtad a Chiang Kai-shek»). Era miembro de un grupo de tres hombres a las órdenes de Zhu-ge. Al principio, su labor consistía en purgar a todos aquellos que se habían mostrado projaponeses, pero la vigilancia no tardó en incluir también a todos los estudiantes que mostraban simpatías procomunistas. Durante una época, Lealtad Pei-o hizo lo que se exigía de él, pero su conciencia pronto empezó a remorderle: no quería ser responsable de enviar gente a la cárcel ni de elegir a las víctimas de una futura extorsión. Pidió el traslado y obtuvo un empleo de guarda nocturno en uno de los controles de la ciudad. Los comunistas habían abandonado Jinzhou, pero no se habían alejado mucho, y se enzarzaban en continuas batallas con el Kuomintang en los campos circundantes. Las autoridades de Jinzhou intentaban mantener un control férreo sobre los bienes más importantes para evitar que los comunistas se hicieran con ellos.

El hecho de trabajar en los servicios de inteligencia daba poder a Lealtad, y ello a su vez le proporcionaba dinero. Poco a poco, comenzó a cambiar. Empezó a fumar opio, a beber en exceso, a jugar y a frecuentar burdeles, y no tardó en contraer una enfermedad venérea. En un intento de lograr que se comportara, mi abuela le ofreció dinero, pero él siguió como antes. No obstante, se daba perfecta cuenta de que la comida cada vez era más escasa en casa de los Xia, por lo que a menudo invitaba a éstos a los almuerzos que ofrecía en su domicilio. El doctor Xia no permitía a mi abuela que acudiera. «Se trata de riquezas adquiridas por medios ilícitos y ninguno de nosotros va a tocarlas», decía. Sin embargo, la idea de un poco de comida decente constituía una tentación demasiado fuerte para mi abuela, quien ocasionalmente se trasladaba furtivamente a casa de Pei-o en compañía de Yu-lin y de mi madre en busca de una comida como es debido.

Cuando el Kuomintang llegó a Jinzhou por primera vez, Yu-lin tenía quince años de edad. Había estado estudiando medicina con el doctor Xia, quien le auguraba un prometedor futuro como médico. Para entonces, mi abuela ya había asumido la posición de cabeza femenina de la familia, dado que su madre, su hermana y su hermano dependían de su esposo para vivir. Así, comenzó a pensar que ya era hora de que Yu-lin se casara. No tardó en decidirse por una mujer tres años mayor que él y procedente de una familia pobre, lo que significaba que sería hábil y trabajadora. Mi madre acudió con mi abuela a visitar a la futura novia; cuando ésta entró en el salón para recibir a los recién llegados, llevaba puesta una túnica verde que había tenido que pedir prestada para la ocasión. La pareja contrajo matrimonio en un registro judicial en 1946: la novia había alquilado un velo blanco de seda al estilo occidental. Yu-lin tenía dieciséis años, y su esposa diecinueve.

Mi abuela rogó a Han-chen que le buscara un trabajo a Yu-lin. Una de las mercancías básicas era la sal, y las autoridades habían prohibido que se vendiera a los habitantes del campo. Por supuesto, ello se debía a que ellos mismos habían montado su propio negocio. Han-chen consiguió para Yu-lin un empleo de «guardia de sal», lo que varias veces le hizo verse envuelto casi directamente en pequeñas escaramuzas con las guerrillas comunistas y otras facciones del propio Kuomintang que intentaban apoderarse de la sal. En aquellas refriegas moría mucha gente. Yu-lin no sólo encontraba aquel trabajo peligroso sino que su conciencia le atormentaba. Al cabo de pocos meses, dimitió.

Para entonces, el Kuomintang había comenzado a perder poco a poco el control del campo, por lo que le era más y más difícil reclutar nuevos miembros. Los jóvenes se mostraban cada vez más reacios a convertirse en «cenizas de bomba» (pao-hui). La guerra civil se había vuelto mucho más sangrienta. El número de víctimas era enorme, y crecía el riesgo de verse reclutado por el Ejército bien de grado, bien por fuerza. El único modo de evitar que Yu-lin vistiera el uniforme consistía en adquirir para él algún tipo de seguro. Así pues, mi abuela pidió a Han-chen que le buscara un empleo en el servicio de inteligencia. Para su sorpresa, éste se negó, afirmando que aquél no era lugar para un joven decente.

Mi abuela no se dio cuenta de que Han-chen se hallaba desesperado con su trabajo. Al igual que Lealtad Pei-o, se había convertido en un adicto al opio, bebía copiosamente y visitaba prostitutas. Se estaba consumiendo a ojos vista. Han-chen siempre había sido un hombre autodisciplinado, dotado de un poderoso sentido de la moralidad, y tal actitud resultaba sumamente impropia de él. Mi abuela pensó que quizá el antiguo remedio del matrimonio conseguiría devolverle al buen camino, pero cuando se lo sugirió, Han-chen respondió que no podía tomar una esposa porque no deseaba vivir. Mi abuela se sintió conmocionada al oír aquello, e insistió para que le dijera el motivo. Han-chen, sin embargo, se limitó a sollozar y dijo con amargura que no podía decírselo y que, de todos modos, ella tampoco habría podido ayudarle.

Han-chen se había unido al Kuomintang porque odiaba a los japoneses, pero las cosas no habían salido como él esperaba. El hecho de formar parte de los servicios de inteligencia significaba que difícilmente podía evitar que sus manos se mancharan con la sangre inocente de algunos de sus compatriotas chinos. Y no podía marcharse. Lo que le había sucedido a la amiga de mi madre, Bai, era lo mismo que les ocurría a todos aquellos que intentaban abandonar. Probablemente, Han-chen pensaba que el único modo de salir de allí era el suicidio, pero el suicidio constituía un gesto tradicional de protesta, por lo que podría acarrear problemas a la familia. Han-chen debió de llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era morir de muerte «natural», motivo por el cual maltrataba su cuerpo hasta tales extremos y se negaba a seguir ningún tipo de tratamiento.

En la víspera del Año Nuevo chino de 1947, regresó al hogar de su familia en Yixian para pasar los festivales con su hermano y su anciano padre. Como si intuyera que aquél había de ser su último encuentro, decidió quedarse. Cayó gravemente enfermo, y murió durante el verano. Había revelado a mi abuela que el único pesar que le producía la muerte era el no poder cumplir con su deber filial y organizar un grandioso funeral para su padre.

Sin embargo, no murió sin cumplir sus obligaciones para con mi abuela y su familia. Aunque se había negado a introducir a Yu-lin en el servicio de inteligencia, le consiguió una tarjeta de documentación que le identificaba como funcionario de inteligencia del Kuomintang. Yu-lin nunca trabajó para el sistema, pero su pertenencia a la organización garantizaba su inmunidad frente a cualquier intento de reclutamiento forzoso, por lo que pudo quedarse y ayudar al doctor Xia en la farmacia.


Uno de los profesores que había en la facultad de mi madre era un joven llamado Kang que enseñaba literatura china. Era sumamente inteligente e instruido, y mi madre sentía un tremendo respeto hacia él. Kang le dijo a ella y a otras muchachas que se había visto involucrado en actividades antikuomintang en la ciudad de Kunming, situada al sudoeste de China, y que su novia había resultado muerta por una granada de mano durante una manifestación. Sus discursos eran claramente procomunistas, y causaron en mi madre una fuerte impresión.

Una mañana de comienzos de 1947, el viejo portero de la universidad detuvo a mi madre cuando ésta atravesaba la verja. A continuación, le entregó una nota y le dijo que Kang se había marchado. Lo que mi madre ignoraba era que Kang había recibido un aviso, ya que algunos de los agentes de inteligencia del Kuomintang trabajaban en secreto para los comunistas. En aquella época, mi madre no sabía gran cosa de los comunistas, ni estaba tampoco al tanto de que Kang fuera uno de ellos. Todo lo que sabía era que el profesor que más admiraba había tenido que huir porque se encontraba a punto de ser arrestado.

La nota era de Kang, y consistía tan sólo en una palabra: «Silencio.» Mi madre vio en aquel término dos posibles significados. Podía referirse a uno de los versos de un poema que Kang había escrito en memoria de su novia -«Silencio… en el que crecen nuestras fuerzas»-, en cuyo caso podía considerarse una exhortación al optimismo. Pero también podía considerarse una advertencia para que no fuera a cometer ningún acto alocado. Para entonces, mi madre había adquirido reputación de persona intrépida, lo que la convertía en una líder entre los estudiantes.

Al poco tiempo, llegó una nueva directora. Era delegada del Congreso Nacional del Kuomintang y, según se decía, se hallaba relacionada con el servicio secreto. Con ella llegaron unos cuantos agentes de inteligencia, incluido uno llamado Yao-han que se convirtió en supervisor político encargado de la tarea especial de vigilar a los estudiantes. El supervisor académico era el Secretario Comarcal de Partido para el Kuomintang.

En aquella época, el amigo más cercano de mi madre era un primo lejano llamado Hu cuyo padre poseía una cadena de almacenes en las ciudades de Jinzhou, Mukden y Harbin y tenía una esposa y dos concubinas. Su mujer le había dado un hijo, el primo Hu, pero las concubinas no. Por ello, la madre del primo Hu se convirtió en objeto de intensos celos por parte de ambas. Una noche en que el esposo se encontraba fuera de casa, las concubinas vertieron un somnífero en la comida de la señora Hu y en la de un joven sirviente, tras lo cual acostaron a ambos en la misma cama. Cuando el señor Hu regresó y encontró a su esposa acostada con el criado y aparentemente borracha como una cuba, enloqueció de furia; encerró a su mujer en un cuartito diminuto situado en un remoto rincón de la casa y prohibió a su hijo que volviera a verla. Como por otra parte alimentaba la sospecha sorda de que todo aquello no hubiera sido más que un complot de las concubinas, no repudió y expulsó a su esposa, acción que hubiera constituido la humillación definitiva tanto para ella como para él. Le preocupaba que las concubinas pudieran perjudicar a su hijo, por lo que envió a éste a un colegio interno de Jinzhou. Fue en aquella ciudad donde mi madre le conoció. Entonces, ella tenía siete años y él doce. Su madre, reducida a aquel confinamiento solitario, no tardó en perder el juicio.

El primo Hu creció hasta convertirse en un muchacho sensible y reservado. Nunca logró superar lo ocurrido, y algunas veces hablaba con mi madre de ello. La historia hacía reflexionar a mi madre acerca de la espantosa vida que habían llevado las mujeres en su propia familia y las numerosas tragedias que habían acaecido a tantas otras madres, hijas, esposas y concubinas. Le enfurecía el estado de impotencia de las mujeres y la barbarie de algunas costumbres ancestrales disfrazadas con los mantos de «tradición» e incluso de «moralidad». Aunque se habían producido ciertamente algunos cambios, éstos se hallaban aún sepultados por los terribles prejuicios existentes. Mi madre aguardaba con impaciencia la llegada de una actitud más radical.

En la facultad aprendió que existía una fuerza política que había prometido cambios abiertamente: eran los comunistas. La información le llegó procedente de una buena amiga, una joven de dieciocho años llamada Shu que había roto con su familia y vivía en la facultad debido a que su padre había pretendido obligarla a contraer matrimonio con un muchachito de doce. Un día, Shu se despidió de mi madre: ella y el joven con quien se amaba en secreto pensaban huir para unirse a los comunistas. «Ellos son nuestra esperanza», fueron sus palabras de despedida.

Fue más o menos en aquella época cuando mi madre comenzó a establecer una estrecha relación con el primo Hu, quien había descubierto que estaba enamorado de ella al advertir los celos que le producía la presencia del joven señor Liu, a quien consideraba un petimetre. Se mostró encantado cuando mi madre rompió con Liu, y a partir de entonces iba a visitarla casi todos los días.

Una tarde del mes de marzo de 1947, fueron juntos al cine. Había dos clases distintas de entradas: una de ellas daba derecho a asiento; la otra, mucho más barata, obligaba a estar de pie. El primo Hu compró una entrada de asiento para mi madre y otra de pie para él, afirmando que no llevaba suficiente dinero encima. Mi madre juzgó aquello un poco extraño, por lo que de vez en cuando dirigía alguna que otra mirada fugaz en su dirección. Cuando había transcurrido la mitad de la película, vio a una joven elegantemente vestida acercarse a su primo y deslizarse lentamente junto a él. Durante una fracción de segundo, sus manos se tocaron. Al momento, se puso en pie e insistió en marcharse. Cuando salieron, exigió una explicación. Al principio, el primo Hu intentó negar que hubiera ocurrido nada, pero cuando mi madre dejó bien claro que no pensaba tragarse aquella historia dijo que se lo explicaría más tarde. Había cosas, dijo, que mi madre no podía comprender por ser demasiado joven. Cuando llegaron a casa de mi madre, ésta se negó a dejarle entrar. Durante los días que siguieron, el primo acudió repetidas veces de visita, pero nunca logró pasar.

Transcurrida una temporada, mi madre se mostraba ya dispuesta a aceptar una disculpa y una reconciliación, y no hacía más que escrutar la verja de entrada para comprobar si Hu se encontraba allí. Una tarde en que nevaba copiosamente, le vio entrar en el patio acompañado de otro hombre. No se encaminó a la parte de la casa que ocupaba mi madre, sino que se dirigió en derechura a la zona en la que habitaba el inquilino de los Xia, un hombre llamado Yu-wu. Al cabo de un rato, Hu reemergió y se dirigió con paso apresurado a las habitaciones de mi madre. En tono urgente, le comunicó que abandonaba Jinzhou inmediatamente debido a que la policía le perseguía. Cuando mi madre le preguntó el motivo, todo lo que dijo fue: «Porque soy comunista», tras lo. cual desapareció en la nieve.

De pronto, a mi madre se le ocurrió que el incidente del cine debía de haber sido una misión clandestina del primo Hu. Sintió que se le partía el corazón, porque ahora ya no tendría ocasión de reconciliarse con él. Advirtió que su casero, Yu-wu, debía de ser también un comunista clandestino. El motivo por el que habían traído a Hu al domicilio de Yu-wu era para ocultarle. El primo Hu y Yu-wu no habían conocido sus respectivas identidades hasta aquella tarde. Ambos se daban cuenta que no cabía siquiera considerar la posibilidad de que el primo Hu se quedara allí, ya que su relación con mi madre era demasiado bien conocida, y si el Kuomintang acudía en su busca Yu-wu sería igualmente descubierto. Aquella misma noche, el primo Hu intentó alcanzar la zona controlada por los comunistas, situada a unos treinta kilómetros más allá de los límites de la ciudad. Poco después, cuando comenzaban a aflorar los primeros capullos de la primavera, Yu-wu recibió noticias de que Hu había sido capturado al abandonar la ciudad. Su acompañante había sido muerto a tiros. Un informe posterior afirmaba que Hu había sido ejecutado.

A lo largo de los últimos tiempos, mi madre se había ido volviendo más y más antikuomintang. Los comunistas constituían la única alternativa que conocía, y se había visto particularmente atraída por sus promesas de poner fin a las injusticias cometidas con las mujeres. Hasta entonces, con quince años edad, nunca se había sentido preparada para adoptar un compromiso total. La noticia de la muerte del primo Hu terminó de decidirla, y resolvió unirse a los comunistas.

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