28. Luchando por emprender el vuelo

(1976-1978)

La noticia me inundó de una euforia tal que durante unos instantes permanecí paralizada. Mi autocensura, tan profundamente enraizada, se puso en marcha de inmediato: advertí el hecho de que a mi alrededor se había desencadenado una orgía de sollozos a la que debía contribuir con una actuación apropiada. No parecía haber otro lugar en el que ocultar mi incapacidad para experimentar las debidas emociones que el hombro de la mujer situada ante mí, una funcionaría estudiantil aparentemente desconsolada. Rápidamente, hundí la cabeza en él y comencé a sacudir los hombros tal y como exigía la ocasión. Como tan a menudo sucede en China, aquel tímido ritual bastó para salvar la ocasión. Gimiendo desgarradoramente, realizó un movimiento como si pretendiera darse la vuelta y abrazarme. Yo descargué todo mi peso sobre su espalda para impedir que cambiara de postura, en la confianza de que obtuviera la impresión de que me encontraba en un estado de incontenible desconsuelo.

Durante los días que siguieron a la muerte de Mao me entregué a intensas reflexiones. Sabía que se le consideraba un filósofo, e intenté imaginar en qué consistía realmente su «filosofía». Me daba la sensación de que su principio básico consistía en la necesidad -¿o el deseo?- de mantener un conflicto perpetuo. El núcleo de dicho pensamiento parecía estribar en la idea de que el esfuerzo humano constituía la fuerza motivadora de la historia, y en que para hacer historia se precisaba una creación continua y en masa de «enemigos de clase». Me pregunté si habrían existido otros filósofos cuyas teorías hubieran dado lugar al sufrimiento y muerte de tanta gente. Pensé en el terror y la miseria a que había sido sometida la población de China. ¿Para qué?

Las teorías de Mao, sin embargo, podían no ser sino una prolongación de su personalidad. En mi opinión, había sido por naturaleza un luchador incansable y competente. Había comprendido la índole de instintos humanos tales como la envidia y el rencor, y había sabido cómo explotarlos para conseguir sus propios fines. Su poder se había sustentado en despertar el odio entre las personas y, al hacerlo, había llevado a muchos chinos corrientes a desempeñar numerosas tareas encomendadas en otras dictaduras a las élites profesionales. Mao se las había arreglado para convertir al pueblo en el instrumento definitivo de una dictadura. A ello se debía que bajo su régimen no hubiera existido un equivalente real de la KGB soviética. No había habido necesidad de ello. Al nutrir y sacar al exterior los peores sentimientos de las personas, Mao había creado un desierto moral y una tierra de odios. Sin embargo, me resultaba imposible determinar el grado de responsabilidad moral que cabía atribuir en todo ello al ciudadano ordinario.

La otra característica fundamental del maoísmo, pensé, había sido la instauración del imperio de la ignorancia. Animado a la vez por su conjetura de que las clases cultivadas constituían el blanco evidente de una población en gran parte analfabeta, por su propia y profunda antipatía hacia la educación y quienes de ella gozaban, por su megalomanía -la cual le había llevado a despreciar las grandes figuras de la cultura china- y por el desdén que le inspiraban aquellos aspectos de la civilización china que no comprendía (tales como la arquitectura, el arte y la música), Mao había destruido gran parte del legado cultural del país. Tras él había dejado no sólo una nación asolada sino también un territorio deforme cuyos habitantes apenas sabían admirar las escasas glorias que de él quedaban.

Los chinos parecían estar llorando a Mao con sincera amargura. No obstante, me pregunté cuántas de aquellas lágrimas serían auténticas. La gente había aprendido a fingir con tal maestría que muchos llegaban a confundir sus parodias con sus sentimientos reales. Quizá, llorar a Mao no constituía sino un nuevo acto programado de sus igualmente programadas vidas.

Pese a todo ello, el estado de ánimo de la nación reflejaba un rechazo inconfundible a seguir adelante con la política de Mao. El 6 de octubre, menos de un mes después de su muerte, la señora Mao fue detenida junto con el resto de los miembros de la Banda de los Cuatro. No contaban con el apoyo de ningún sector: ni del Ejército, ni de la policía… ni siquiera de sus propios guardias. Tan sólo habían contado con Mao. En realidad, la Banda de los Cuatro se había mantenido en el poder debido a que se trataba de una Banda de Cinco.

Cuando advertí la facilidad con que los Cuatro habían sido depuestos, me sentí invadida por una oleada de tristeza. ¿Cómo era posible que aquel diminuto grupo de tiranos baratos hubiera podido atrepellar a novecientos millones de personas durante tanto tiempo? Sin embargo, mi emoción principal era un sentimiento de alborozo. Por fin, habían desaparecido los últimos tiranos de la Revolución Cultural. Mi júbilo era compartido por doquier. Al igual que muchos de mis compatriotas, salí a proveerme de los mejores licores con objeto de celebrar el acontecimiento con mis familiares y amigos, pero descubrí que todas las existencias se habían agotado en las tiendas: había demasiada gente deseosa de manifestar espontáneamente su alegría.

También se celebraron conmemoraciones oficiales, pero me enfureció comprobar que se trataba exactamente de las mismas concentraciones habitualmente convocadas durante la Revolución Cultural. Me irritó especialmente el hecho de que en mi departamento fueron los supervisores políticos y los funcionarios estudiantiles quienes, con imperturbable fariseísmo, se encargaron de la organización de aquellas pantomimas.

El nuevo liderazgo aparecía encabezado por el sucesor elegido por Mao, Hua Guofeng, cuyo único mérito, creo, residía en su propia mediocridad. Uno de sus primeros actos consistió en anunciar la construcción de un enorme mausoleo para Mao en la plaza de Tiananmen. Al enterarme, me sentí escandalizada: como resultado del terremoto de Tangshan, cientos de miles de personas continuaban aún sin hogar y obligadas a vivir en cobertizos temporales construidos sobre las aceras.

Con su larga experiencia, mi madre advirtió inmediatamente que se anunciaba el comienzo de una nueva era. Al día siguiente de morir Mao, se presentó a trabajar en su departamento. Había permanecido en casa durante cinco años, y anhelaba volver a emplear su energía para alguna finalidad de provecho. Se le adjudicó el puesto de Séptima Directora Adjunta del departamento que había dirigido antes de la Revolución Cultural, pero no le importó.

Para mí, más impaciente que ella, las cosas parecían continuar igual que antes. En enero de 1977 concluyó mi estancia en la universidad. No se nos examinó, ni tampoco se nos concedió título alguno. A pesar de la desaparición de Mao y de la Banda de los Cuatro, aún permanecía en vigor la norma de Mao según la cual todos debíamos regresar a nuestros orígenes. Para mí, ello significaba volver a trabajar en la fábrica. El concepto de que una educación universitaria tuviera que influir en la posición de cada uno había sido condenada por el líder como una «formación de aristócratas espirituales».

Desesperadamente, busqué algún modo de evitar mi regreso a la fábrica. Si ello sucedía, perdería cualquier ocasión de aprovechar mi inglés: no podría traducir nada ni practicar el idioma con nadie. Una vez más, recurrí a mi madre, quien me dijo que sólo existía una salida: la fábrica tenía que negarse a aceptar mi regreso. Mis antiguos compañeros de trabajo convencieron a la dirección para que redactara un informe dirigido al Segundo Departamento de Industria Ligera en el que declaraba que aunque yo era una buena trabajadora, no por ello dejaban de ser conscientes de que debían sacrificar sus propios intereses por una mejor causa: nuestra madre patria debía poder aprovechar mis conocimientos de inglés.

Una vez que aquella florida misiva hubo sido enviada, mi madre me envió a ver al director general del Departamento, un tal señor Hui, quien anteriormente había sido colega suyo y había desarrollado un gran cariño hacia mí durante mi niñez. Mi madre sabía que aún conservaba cierta debilidad por mí. El día siguiente a mi visita, convocó una asamblea de su consejo en la que se decidió someter mi caso a estudio. El consejo se hallaba formado por unos veinte directores que debían reunirse invariablemente para tomar cualquier decisión, por nimia que fuera. El señor Hui logró convencerles de que debía concedérseme una oportunidad de emplear mi inglés, y el consejo escribió una recomendación formal dirigida a mi universidad.

Aunque anteriormente mi departamento había procurado hacerme la vida imposible, por entonces necesitaban profesores, y en enero de 1977 fui nombrada profesora adjunta de inglés por la Universidad de Sichuan. El hecho de trabajar allí despertaba en mí emociones contradictorias, ya que tendría que residir en el campus bajo la vigilancia de los supervisores políticos y de varios colegas tan ambiciosos como envidiosos. Peor aún: no tardé en saber que durante un año no se me permitiría relacionarme en absoluto con mi profesión. Una semana después de mi nombramiento fui enviada a una zona rural de las afueras de Chengdu como parte de mi programa de «reeducación».

Durante mi estancia allí trabajé en los campos y hube de asistir a aburridas e interminables asambleas. El tedio, el descontento y la presión a que me veía sometida por no tener novio a la avanzada edad de veinticinco años me impulsaron por entonces a encapricharme sucesivamente con dos hombres. A uno de ellos jamás le había visto anteriormente, pero solía escribirme unas cartas sumamente hermosas. Sin embargo, mi enamoramiento cesó tan pronto como le puse la vista encima. El otro, Hou, había sido un líder Rebelde. Inteligente y falto de escrúpulos, cabía considerarle como un producto de la época. Logró fascinarme con su encanto.

Hou fue detenido durante el verano de 1977 tras el inicio de una campaña destinada a capturar a los seguidores de la Banda de los Cuatro. Entre ellos se incluían los jefes de los Rebeldes y cualquier otra persona que hubiera intervenido en actos violentos y criminales, categoría vagamente descrita que abarcaba la tortura, el asesinato y la destrucción o saqueo de propiedades estatales. La campaña concluyó al cabo de unos cuantos meses. El motivo principal era que en ella no se repudiaba a Mao, ni tampoco la Revolución Cultural como tal. Todos aquellos que habían cometido actos de maldad adujeron que lo habían hecho obedeciendo a la lealtad que sentían hacia Mao. Tampoco existían criterios claros para juzgar el grado de criminalidad de cada acto, salvo en los más flagrantes casos referidos a torturadores y asesinos. El número de aquellos que habían participado en asaltos domiciliarios, luchas entre facciones y destrucción de monumentos históricos, antigüedades y libros era demasiado elevado. El horror más espeluznante de la Revolución Cultural -la abrumadora represión que había llevado a cientos de miles de personas a la locura, el suicidio y la muerte- había sido obra colectiva de toda la población. Prácticamente todo el mundo -incluidos los niños pequeños- había participado en las brutales asambleas de denuncia, y muchos lo habían hecho en las palizas a que eran sometidas las víctimas. Lo que es más, numerosas víctimas habían pasado a convertirse posteriormente en verdugos y viceversa.

Tampoco existía un sistema legal independiente con capacidad para investigar y juzgar. Eran los funcionarios del Partido quienes decidían quién debía ser castigado y quién no, y a menudo los sentimientos personales constituían el factor decisivo. Algunos fueron condenados a severas penas, mientras que otros quedaron prácticamente impunes. Entre los perseguidores de mi padre, Zuo no recibió castigo alguno, y la señora Shau fue sencillamente transferida a un puesto menos ventajoso.

Los Ting se encontraban detenidos desde 1970, pero no fueron llevados ante la justicia, ya que el Partido no había establecido criterios a los que pudiera recurrirse para juzgarles. Lo único que les ocurrió fue que tuvieron que asistir a asambleas incruentas en las que las víctimas pudieran «verbalizar su amargura» contra ellos. En una de ellas, mi madre relató la persecución a la que ambos habían sometido a mi padre. Tanto él como ella hubieron de permanecer detenidos a la espera de juicio hasta que, en 1982, fueron condenados a veinte y diecisiete años de prisión respectivamente.

Hou, cuya detención me había tenido tantas noches sin poder dormir a causa de la inquietud, no tardó en ser puesto en libertad. Sin embargo, las amargas emociones resucitadas a lo largo de aquellos días de reflexión lograron apagar cualquier sentimiento que hubiera podido experimentar hacia él. Aunque nunca llegué a conocer su auténtico grado de responsabilidad, era evidente para mí que en su calidad de líder de la Guardia Roja durante los años más sangrientos no podía encontrarse totalmente eximido de ella. A pesar de todo, no lograba detestarle personalmente, si bien dejó de inspirarme compasión alguna. Confié en que el peso de la justicia terminaría por alcanzarle tanto él como a todos aquellos que lo merecían.

¿Cuando habría de llegar aquel momento? ¿Podría hacerse justicia algún día? Teniendo en cuenta, además, lo soliviantados que ya estaban los ánimos, ¿cabía esperar que ello fuera posible sin despertar aún más animosidad y amargura? Por doquier podían verse facciones que en otro tiempo habían librado sangrientos enfrentamientos entre sí y ahora convivían bajo el mismo techo. Los seguidores del capitalismo se veían obligados a trabajar codo a codo junto a antiguos Rebeldes que otrora les habían denunciado y atormentado. El país se encontraba aún en una situación de tensión extrema. ¿Cuándo, si es que tal momento llegaba, lograríamos vernos libres de la pesadilla desencadenada por Mao?

En julio de 1977 Deng Xiaoping fue rehabilitado una vez más y nombrado adjunto de Hua Guofeng. Cada uno de sus discursos era como una bocanada de aire puro. Terminarían las campañas políticas. Los «estudios» políticos exigían «exorbitantes impuestos y exacciones» que debían ser eliminados. La política del Partido debía basarse en la realidad, y no en los dogmas. Más importante aún: resultaba erróneo seguir al pie de la letra todas las consignas de Mao. Deng estaba reorientando el rumbo de China. A pesar de ello, comencé a sufrir una nueva forma de ansiedad: temía que aquel nuevo futuro nunca llegara a hacerse realidad.

De acuerdo con el espíritu de Deng, mi condena en la comuna llegó a su fin en diciembre de 1977, un mes antes de que se cumpliera el año originalmente establecido. A pesar de tratarse de tan sólo un mes, aquella diferencia me llenó de un júbilo desproporcionado. Cuando regresé a Chengdu descubrí que, aun con retraso, la universidad estaba a punto de convocar exámenes para 1977: los primeros exámenes como es debido que habían de tener lugar desde 1966. Deng había anunciado que el ingreso en las universidades debía depender de los resultados académicos, y no de las «puertas traseras». Así, hubo que retrasar los cursos de otoño con objeto de preparar a la población para las modificaciones que implicaba el abandono de la política de Mao.

Fui enviada a las montañas del norte de Sichuan para entrevistar a los solicitantes que deseaban ingresar en mi departamento. Acudí de buen grado. Fue durante aquel viaje, mientras me trasladaba de condado en condado a través de aquellas carreteras serpenteantes y polvorientas, cuando concebí por vez primera una idea clave: ¡qué maravilloso sería poder abandonar el país para estudiar en Occidente!

Algunos años antes, un amigo me había contado su historia. Había llegado originalmente a la «madre patria» en 1964, procedente de Hong Kong, pero no había podido partir de nuevo hasta 1973 cuando, gracias a la apertura provocada por la visita de Nixon, había obtenido por fin autorización para ir a visitar a su familia. Ya en la primera noche que había pasado en Hong Kong, había oído a su sobrina hablando por teléfono con Tokio para organizar un fin de semana de turismo. Aquel relato, aparentemente inconsecuente, llegó a convertirse para mí en una fuente de constante perturbación. Me atormentaba aquella libertad para ver mundo, algo hasta entonces inconcebible para mí. La imposibilidad de viajar al extranjero había hecho que la idea permaneciera firmemente enterrada en mi inconsciente. Cierto era que anteriormente se habían concedido permisos ocasionales para disfrutar de becas en el extranjero pero, claro está, los candidatos habían sido previamente elegidos por las autoridades, y la pertenencia al Partido había constituido uno de los requisitos exigidos. Dado que yo ni era miembro del mismo ni gozaba de la confianza de mi departamento, no hubiera tenido posibilidad de algo así aunque la beca en cuestión hubiera recaído en mi universidad como llovida del cielo. Ahora, sin embargo, mi mente empezó a alimentar la idea de que dado que se habían reinstaurado los exámenes y que China comenzaba a despojarse de su camisa de fuerza maoísta acaso existiera la oportunidad de lograrlo. Apenas había comenzado a soñar con ello cuando me obligué a mí misma a abandonar la esperanza. Temía demasiado el momento en que habría de enfrentarme a la inevitable decepción final.


Al regresar de mi viaje, me enteré de que a mi departamento le había sido concedida una beca destinada a algún profesor joven o de mediana edad que quisiera viajar a Occidente, y también de que la elección había recaído sobre otra persona.

Aquella noticia devastadora me fue comunicada por la profesora Lo, una mujer de setenta y pocos años que, pese a caminar con paso vacilante y ayudada por un bastón, se mostraba ágil y despierta en todos los demás aspectos de su actividad. Hablaba inglés a gran velocidad, como si se encontrara impaciente por descargar todos sus conocimientos. Había vivido en los Estados Unidos durante treinta años aproximadamente. Su padre había sido Juez Supremo en la época del Kuomintang, y había sido su deseo proporcionar a su hija una educación occidental. En Norteamérica había adoptado el nombre de Lucy, y se había enamorado de un estudiante llamado Luke. Ambos habían planeado casarse pero, al saberlo, la madre de Luke había dicho: «Lucy, siento por ti un gran aprecio pero, ¿qué aspecto tendrían vuestros hijos? Sería todo muy difícil…»

Lucy había roto con Luke porque era demasiado orgullosa para dejarse aceptar por la familia a regañadientes. A comienzos de los años cincuenta, poco después de que los comunistas tomaran el poder, había regresado a China pensando que, al menos, podría ser testigo de cómo su pueblo recuperaba la dignidad. Jamás pudo olvidar a Luke, y terminó por casarse a destiempo con un compatriota que trabajaba como profesor de inglés al que nunca llegó a amar y con quien discutía ininterrumpidamente. Ambos habían sido expulsados de su domicilio durante la Revolución Cultural y vivían en un cuartito diminuto de aproximadamente dos metros y medio por tres atestado de viejos papeles descoloridos y libros polvorientos. Resultaba conmovedor ver a aquella frágil pareja de blancos cabellos, incapaces de soportarse el uno al otro y obligados a sentarse respectivamente en un extremo de la cama de matrimonio y en la única silla que admitía su habitación.

La profesora Lo me tomó un gran cariño. Solía decir que veía en mí su extinta juventud de cincuenta años atrás, cuando también ella había sido una muchacha inquieta y deseosa de conseguir la felicidad. Había fracasado en su intento, decía, pero quería que yo lo lograra. Cuando se enteró de la existencia de aquella beca para viajar al extranjero -probablemente a Norteamérica- se mostró terriblemente excitada, aunque también preocupada por el hecho de que yo estuviera de viaje y no pudiera presentar mi solicitud. Por fin, la beca fue concedida a una tal señorita Yee que tenía un año de antigüedad más que yo y era ya funcionaría del Partido. Durante mi estancia en el campo, tanto ella como el resto de los jóvenes profesores de mi departamento licenciados desde la Revolución Cultural habían ingresado en un programa de preparación destinado a mejorar su inglés. La profesora Lo había formado parte de su grupo de tutores. Solía enseñar sirviéndose de artículos extraídos de publicaciones inglesas que había obtenido de amigos que residían en ciudades más abiertas, tales como Pekín y Shanghai (Sichuan continuaba siendo una provincia vedada a los extranjeros). Durante aquel tiempo, procuré asistir a sus clases siempre que regresaba del campo para realizar una visita.

Cierto día, el texto versaba acerca de la utilización de la energía atómica por parte de la industria norteamericana. Una vez que la profesora Lo hubo explicado el significado del artículo, la señorita Yee alzó la mirada, se enderezó y exclamó con gran indignación: «¡Es preciso leer este artículo desde un punto de vista crítico! ¿Quién puede esperar que los imperialistas norteamericanos hagan un uso pacífico de la energía atómica?» Al oírla repetir como un loro aquellas frases extraídas de la propaganda cotidiana me sentí profundamente irritada. Impulsivamente, repuse: «¿Y cómo sabes que no pueden hacerlo?» La señorita Yee y casi todos los demás miembros de la clase me contemplaron con estupefacción. Para ellos, aquel tipo de preguntas seguían resultando inconcebibles, incluso blasfemas. En ése instante distinguí una chispa de simpatía en los ojos de la profesora Lo, animados por una expresión sonriente que sólo yo era capaz de detectar. Me sentí comprendida y reconfortada.

Aparte de la profesora Lo, había otros profesores que también preferían que fuera yo, y no la señorita Yee, quien viajara a Occidente. No obstante, y a pesar del hecho de que todos ellos habían comenzado ya a ser nuevamente respetados bajo la nueva atmósfera reinante, ninguno de ellos poseía influencia alguna. Si alguien podía ayudarme, tendría que ser mi madre. Siguiendo su consejo, acudí a visitar a algunos de los antiguos colegas de mi padre, quienes a la sazón se hallaban a cargo de las universidades, y anuncié que tenía que formular una queja: dado que el camarada Deng Xiaoping había dicho que el acceso a las universidades debía depender de los resultados académicos y no de las «puertas traseras», debía ser a buen seguro incorrecto no basarse igualmente en dicho procedimiento a la hora de conceder becas de estudio en el extranjero. Les supliqué que me concedieran una oportunidad justa de defender mis méritos, lo que no podía equivaler sino a un examen.

Mientras mi madre y yo nos dedicábamos a nuestros cabildeos, llegó súbitamente una orden de Pekín: por primera vez desde 1949, las becas para estudiar en el extranjero serían concedidas según el resultado de exámenes académicos a nivel nacional que no tardarían en ser convocados en Pekín, Shanghai y Xi'an, la antigua capital en la que futuras excavaciones habrían de descubrir el célebre Ejército de terracota.

Mi departamento tenía que enviar tres candidatos a Xi'an. Tras cancelar la beca de la señorita Yee, escogió dos candidatos -ambos excelentes profesores de aproximadamente cuarenta años de edad- que llevaban enseñando desde antes de la Revolución Cultural. Debido en parte a las órdenes de Pekín de basar la selección en las aptitudes profesionales y en parte a las presiones ejercidas por la campaña de mi madre, el departamento decidió que el tercer candidato -alguien más joven- fuera escogido entre las dos docenas de personas que se habían licenciado durante la propia Revolución Cultural, para lo cual se convocaron exámenes orales y escritos que habrían de tener lugar el 18 de marzo.

Obtuve en ambos la puntuación máxima, si bien es cierto que mi superioridad en el examen oral obedeció a motivos un tanto irregulares. Teníamos que entrar de uno en uno en una estancia en la que aguardaban sentados dos examinadores, la profesora Lo y otro catedrático ya veterano. Frente a ellos, podían verse unas cuantas bolas de papel sobre una mesa: nosotros teníamos que escoger una y responder en inglés a la pregunta que en ella se formulara. La mía rezaba: «¿Cuáles son los puntos principales del comunicado emitido por la recientemente celebrada Segunda Sesión Plenaria del Undécimo Congreso del Partido Comunista de China?» Ni que decir tiene que no tenía la menor idea de la respuesta, por lo que permanecí inmóvil y estupefacta ante el tribunal. La profesora Lo me miró a los ojos y extendió la mano para que le entregara el papel. Tras echarle una ojeada, mostró su contenido al otro profesor. A continuación, y sin pronunciar una palabra, lo introdujo en su bolsillo y me indicó con la mirada que cogiera otro. Esta vez, la pregunta era: «Di algo acerca de la gloriosa situación actual de nuestra patria socialista.»

Todos aquellos años de exaltación forzosa de la gloriosa situación de nuestra patria socialista habían terminado por aburrirme mortalmente, pero aquella vez encontré que tenía mucho que decir. Acababa entonces de redactar un apasionado poema acerca de la primavera de 1978. El brazo derecho de Deng Xiaoping -Hu Yaobang-, recientemente nombrado jefe del Departamento de Organización del Partido, había iniciado un proceso de rehabilitación masiva de todo tipo de «enemigos de clase». El país iba liberándose poco a poco del maoísmo de un modo palpable. La industria funcionaba a pleno rendimiento, y las tiendas aparecían cada vez mejor abastecidas. Las escuelas, los hospitales y el resto de los servicios públicos funcionaban correctamente. Comenzaban a publicarse numerosos libros prohibidos durante largo tiempo, y a menudo la gente guardaba colas de hasta dos días de duración frente a las librerías para obtenerlos. Volvían a escucharse risas en las calles y en los hogares.

Comencé a prepararme frenéticamente para los exámenes de Xi'an, para los cuales apenas quedaban tres semanas. Varios profesores me ofrecieron su ayuda. La profesora Lo me proporcionó una lista de lecturas y una docena de libros ingleses, pero al final decidió que era imposible que me diera tiempo a leerlos todos, por lo que despejó bruscamente el contenido de su mesa repleta de papeles y se pasó las dos semanas siguientes mecanografiándome resúmenes de los mismos en inglés. Con un picaro guiño, me reveló que así era como Luke la había ayudado cincuenta años antes con sus propios exámenes, ya que por aquel entonces ella solía mostrarse más aficionada a los guateques y salas de baile.

Acompañados por el secretario adjunto del Partido, los dos profesores y yo tomamos el tren de Xi'an, situada a un día y una noche de trayecto. Tendida sobre el estómago en mi «litera dura», pasé el viaje ocupada en anotar los apuntes de la profesora Lo. Dado que en China cualquier información se consideraba secreto de Estado, nadie conocía con exactitud qué becas o países podían obtener los ganadores. Al llegar a Xi'an, no obstante, nos enteramos de que habría un total de veintidós opositores procedentes de cuatro provincias del oeste de China. El pliego sellado que contenía los exámenes había llegado por avión el día anterior procedente de Pekín. El examen escrito constaría de tres partes y habría de ocuparnos toda la mañana. Una de ellas consistía en un largo pasaje de Raíces, de Alex Haley, que debíamos traducir al chino. Al otro lado de las ventanas de la sala de examen podía distinguirse una blanca lluvia de flores de sauce que flotaban sobre la ciudad abrileña como si interpretaran una magnífica danza rapsódica. Al concluir la mañana nuestros pliegos fueron recogidos, sellados y enviados directamente a Pekín, donde habrían de ser corregidos junto con los recibidos de Shanghai y los allí realizados. Por la tarde tuvo lugar el examen oral.

A finales de mayo me enteré extraoficialmente de que había aprobado ambos exámenes con nota. Tan pronto como mi madre supo la noticia, se apresuró a intensificar la campaña destinada a rehabilitar el nombre de mi padre. Aunque éste ya había muerto, su expediente aún había de servir para decidir el futuro de sus hijos. En él se encontraba aún incluido el borrador del veredicto en el que se declaraba que había cometido «graves errores políticos». Mi madre sabía que a pesar de la nueva actitud liberal que comenzaba a imperar en China aquello podía bastar para que mi solicitud se viera rechazada.

Intervino ante antiguos colegas de mi padre ya restituidos a sus posiciones de poder en el Gobierno provincial. Para apoyar su petición recurrió a la nota de Zhou Enlai en la que el antiguo dirigente afirmaba que mi padre había estado en su derecho al apelar a Mao. Mi abuela, dando muestras de gran ingenio, la había puesto a buen recaudo cosiéndola en el interior del dobladillo de algodón de uno de sus zapatos, y ahora, once años después de recibirla de manos de Zhou, mi madre había: decidido entregarla a las autoridades provinciales encabezadas por Zhao Ziyang.

Se trataba de un momento propicio, ya que la maléfica influencia de Mao comenzaba a perder parte de su poder paralizador gracias a la considerable ayuda de Hu Yaobang, quien por entonces se encontraba a cargo del programa de rehabilitaciones. El 12 de junio, se presentó en la calle del Meteorito un funcionario superior que portaba el veredicto del Partido acerca de mi padre. Alargó a mi madre una delgada hoja de papel en la que aparecía escrito que mi padre había sido «un buen funcionario y un buen miembro del Partido». Con ello, su figura quedaba formalmente rehabilitada. Sólo entonces fue mi beca finalmente sancionada por el Ministerio de Educación de Pekín.

La noticia de que habría de viajar al Reino Unido me fue nerviosamente transmitida por un grupo de amigos del departamento antes incluso de que las autoridades me lo comunicaran. Numerosas personas que apenas me conocían se alegraron sinceramente de mi buena fortuna, y recibí abundantes cartas y telegramas de felicitación. Se organizaron varias fiestas para celebrar el acontecimiento, y también se derramaron abundantes lágrimas. Viajar a Occidente se consideraba una experiencia singular. China había permanecido sellada durante décadas, y todo el mundo se sentía asfixiado por la falta de aire. Yo era la primera persona de mi universidad -y, que supiera, de la provincia de Sichuan, habitada entonces por unos noventa millones de personas- a quien se permitía estudiar en Occidente desde 1949. Por si fuera poco, lo había conseguido por méritos propios, ya que ni siquiera era miembro del Partido, lo que constituía otro síntoma de los drásticos cambios que se estaban produciendo en el país. Ante la gente comenzaban a abrirse nuevas oportunidades.

No obstante, la emoción no me embargaba tanto como hubiera cabido esperar. Había conseguido algo tan deseable -y a la vez tan inalcanzable para el resto de las personas que me rodeaban- que no podía por menos de sentirme culpable ante a mis amigos. El hecho de mostrarme contenta se me antojaba una actitud embarazosa e incluso cruel frente a ellos y, por otra parte, disimular mi alegría hubiera sido poco honesto. Así, opté inconscientemente por adoptar una postura reservada. También me entristecía pensar cuan estrecho y monolítico era mi país, y cuántos de sus habitantes habían carecido de oportunidades y de vías por medio de las cuales dar rienda suelta a su talento. Sabía lo afortunada que era por el hecho de proceder de una familia privilegiada, por mucho que ésta hubiera sufrido. Ahora que parecía anunciarse el desarrollo de una China más abierta y más justa me sentía impaciente por el aceleramiento de unos cambios que habrían de transformar su sociedad totalmente.

Sumida en mis propias reflexiones, logré abrirme paso a través del inevitable y complicado proceso necesario entonces para abandonar China. En primer lugar, me vi obligada a acudir a Pekín para realizar un curso especial de formación para aquellas personas que habían de viajar al extranjero. Soportamos un mes de sesiones de adoctrinamiento, seguidas por otro mes de viajes por todo el país. El objetivo de estos últimos era dejar tan poderosamente impresa en nuestras mentes la belleza de nuestra patria que jamás llegáramos a contemplar la posibilidad de abandonarla definitivamente. Se tomaron todas las disposiciones necesarias para autorizar nuestra salida del país y se nos entregó cierta cantidad de dinero destinada a la adquisición de ropa. Teníamos que mostrar un aspecto elegante ante los extranjeros.

Durante mis últimos atardeceres di frecuentes paseos a lo largo de las orillas del río de la Seda, cuyo cauce describía amplios meandros a través del campus de la universidad. Su superficie relucía bajo la luz de la luna y la difusa neblina de las noches veraniegas. Al pasar revista a mis veintiséis años advertí que había experimentado tanto privilegios como denuncias, que había sido testigo de la valentía y el miedo, y que había conocido tanto la bondad y la lealtad como las profundidades de la crueldad humana. Rodeada de sufrimiento, muerte y desolación, había contemplado sobre todo la indestructible capacidad humana para sobrevivir y buscar la felicidad.

Me sentía embargada por toda suerte de emociones, especialmente al pensar en mi padre, mi abuela y la tía Jun-ying. Hasta entonces, había intentado ahuyentar los recuerdos que conservaba de ellos debido a que sus respectivas desapariciones continuaban atormentando mi corazón. Ahora, por fin, podía recrearme pensando lo felices y orgullosos que se hubieran mostrado ante mí.

Me trasladé en avión a Pekín. Había de viajar con otros trece profesores de universidad, uno de los cuales actuaba en calidad de supervisor político. Nuestro avión tenía prevista su salida a las ocho de la tarde del 12 de septiembre de 1978, y me faltó poco para perderlo debido a que algunos de mis amigos habían acudido al aeropuerto para despedirme y no me pareció apropiado consultar el reloj continuamente. Cuando por fin me recliné en mi asiento me di cuenta de que apenas había abrazado a mi madre como se merecía. Ésta, mostrando una actitud casi distraída y sin asomo alguno de sentimentalismo, había acudido a despedirme al aeropuerto de Chengdu como si mi partida hacia el otro extremo del globo no fuera sino un episodio más de nuestras accidentadas vidas.

A medida que China iba quedando más y más atrás, miraba por la ventanilla y observaba el grandioso universo que se abría más allá del ala del avión. Tras un último repaso de mi vida anterior, dirigí la mirada hacia el futuro. Me consumía el deseo de salir al mundo.

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