14. «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie tienes tan próximo como al presidente Mao»

El culto a Mao (1964-1965)

El «presidente Mao», como siempre le llamábamos, comenzó a ejercer una influencia directa sobre mi vida en 1964, cuando aún tenía doce años. Tras permanecer temporalmente en segundo plano durante la época del hambre, comenzaba entonces a anunciar su regreso, y en marzo del año anterior había anunciado una convocatoria dirigida a todo el país -y especialmente a los jóvenes- para que aprendieran de Lei Feng.

Lei Feng había sido un soldado que, según nos dijeron, había muerto en 1962 a la edad de veintidós años. Había realizado numerosas proezas, y entre ellas se había esforzado por ayudar a los ancianos, los enfermos y los necesitados. Había donado sus ahorros para fundaciones de beneficencia y había renunciado a sus raciones de comida en beneficio de sus camaradas ingresados en el hospital.

La imagen de Lei Feng no tardó en dominar mi vida. Todas las tardes abandonábamos la escuela dispuestas a realizar buenas obras como Lei Feng. Bajábamos hasta la estación de ferrocarril para ayudar a las ancianas a transportar su equipaje, tal y como Lei Feng había hecho en su día. En ocasiones, teníamos que arrebatarles sus bultos por la fuerza, debido a que aquellas campesinas nos tomaban por ladronas. Los días de lluvia, yo permanecía en la calle con mi paraguas esperando con ansiedad que alguna anciana pasara cerca de mí y me concediera la oportunidad de acompañarla a su casa… tal y como Lei Feng había hecho en su día. Si veía a alguien que transportaba cubos de agua a ambos extremos de una vara apoyada sobre sus hombros (recuérdese que las casas antiguas aún no tenían agua corriente), intentaba -sin éxito- reunir el valor necesario para ofrecerle mi ayuda. Hasta que lo logré, nunca supe lo pesada que podía resultar una carga de agua.

Durante 1964, la prioridad se desvió gradualmente de la realización de buenas obras al estilo boy-scout para centrarse en el culto a Mao. La esencia de Lei Feng, nos decían los profesores, consistía en su amor y devoción ilimitados hacia el presidente Mao. Antes de tomar iniciativa alguna, Lei Feng siempre procuraba recordar alguna frase de Mao. Su diario fue publicado y pasó a convertirse en nuestro libro de texto de moral. En casi todas sus páginas había algún voto solemne tal y como: «Debo estudiar las obras del presidente Mao, prestar atención a las palabras del presidente Mao, seguir las instrucciones del presidente Mao y ser un buen soldado del presidente Mao.» Todos nos proponíamos solemnemente seguir el ejemplo de Lei Feng y mostrarnos dispuestos a «ascender montañas de cuchillos y descender a océanos de llamas», a «ver nuestros cuerpos reducidos a polvo y nuestros huesos desmenuzados», a «someternos sin vacilación alguna al control del Gran Líder»… Mao. El culto a Mao y el culto a Lei Feng constituían dos caras de una misma moneda: uno era el culto a la personalidad; el otro, su corolario esencial, era el culto a la impersonalidad.

Yo leí mi primer artículo de Mao en 1964, en una época en la que nuestra vida se hallaba dominada por dos de sus consignas: «Servid al pueblo» y «Jamás olvidéis la lucha de clases». La esencia de aquellas dos consignas complementarias aparecía ilustrada en un poema de Lei Feng titulado «Las cuatro estaciones» que todos nos sabíamos de memoria:

Al igual que la primavera, trato cálidamente a mis camaradas

Al igual que el verano, mi labor revolucionaria rebosa de ardor

Elimino mi individualismo del mismo modo que las tormentas del otoño arrastran las hojas secas

Y frente a los enemigos de clase, me muestro cruel y despiadado como el riguroso invierno

De acuerdo con aquello, nuestro profesor afirmaba que debíamos tener cuidado de a quién ayudábamos con nuestras buenas obras. No debíamos ayudar a los «enemigos de clase». Yo, sin embargo, no comprendía bien quiénes eran, y cuando lo preguntaba ni mis padres ni los profesores parecían muy dispuestos a explicármelo con detalle. Una respuesta habitual era: «Son como los “malos” de las películas», pero yo no lograba ver a mi alrededor a nadie cuyo aspecto recordara el de los estilizados villanos del cine. Ello me planteaba un arduo problema. Ya no estaba segura de si debía llevarle la bolsa de la compra a las ancianas. Resultaba inconcebible pensar en preguntar a cada una: «¿Es usted una enemiga de clase?»

Algunas veces, acudíamos a limpiar las casas de una calle próxima a nuestra escuela. En una de ellas había un joven que solía permanecer arrellanado sobre una butaca de bambú contemplándonos con una sonrisa cínica en los labios mientras nosotras limpiábamos sus cristales. No sólo no se ofrecía para ayudar, sino que incluso sacaba la bicicleta del cobertizo y sugería que se la limpiásemos también. «Qué lástima -dijo un día-, que no seáis el verdadero Lei Feng y que no haya ningún fotógrafo que pueda captar vuestra imagen para los periódicos» (las buenas obras de Lei Feng habían podido ser milagrosamente captadas por un fotógrafo oficial). Todas odiábamos a aquel desaseado holgazán y su sucia bicicleta. ¿Podía acaso tratarse de un enemigo de clase? Pero sabíamos que trabajaba en una fábrica de maquinaria, y se nos había dicho repetidas veces que los obreros eran los mejores, la clase de vanguardia de nuestra revolución. Volví a sentirme confusa.

Una de las cosas que había estado haciendo era ayudar a empujar carromatos por las calles después de las horas de clase. A menudo, las carretas estaban cargadas de bloques de cemento o de terrones de arenisca, y eran terriblemente pesadas. Cada paso representaba un esfuerzo descomunal para los hombres que tiraban de ellas. Incluso en tiempo frío, algunos trabajaban con el pecho desnudo, y por sus rostros y espaldas se deslizaban brillantes gotas de sudor. Si el camino era cuesta arriba, aunque sólo fuera ligeramente, algunos hallaban casi imposible seguir adelante. Cada vez que los veía, sentía que me embargaba una oleada de tristeza. Desde que había comenzado la campaña destinada a aprender de Lei Feng, había sido mi costumbre permanecer junto a una cuesta esperando a que pasaran carromatos, y cada vez que ayudaba a empujar uno de ellos terminaba exhausta. Cuando por fin me alejaba, el hombre que tiraba de la carreta se limitaba a dirigirme una sonrisa casi imperceptible para no perder el ritmo y el impulso.

Un día, una compañera de clase me dijo en tono de voz muy serio que la mayor parte de los que tiraban de los carros eran enemigos de clase a los que se habían asignado labores especialmente duras. En consecuencia, prosiguió, no debía ayudárseles. Yo lo consulté con mi profesora ya que, de acuerdo con la tradición china, había que respetar siempre la autoridad de los maestros. Sin embargo, en lugar de responderme con su habitual aplomo, se mostró desasosegada y me dijo que no sabía la respuesta, lo que me extrañó. De hecho, era cierto que los que tiraban de los carros habían sido a menudo asignados a aquellos puestos por sus antiguas relaciones con el Kuomintang o porque habían sido víctimas de alguna de las purgas políticas. Evidentemente, mi profesora no había querido decirme aquello, pero sí me rogó que dejara de ayudar a empujar carromatos. A partir de entonces, cada vez que me cruzaba con uno en la calle desviaba los ojos de la figura encorvada que avanzaba dificultosamente y me apresuraba a alejarme con el corazón encogido.

Con objeto de llenarnos de odio hacia los enemigos de clase, los colegios iniciaron sesiones regulares de «memoria de la amargura y reflexión acerca de la felicidad» en las que los adultos nos relataban las calamidades cotidianas en la China precomunista. Nuestra generación había nacido «bajo la bandera roja» de la nueva China, e ignoraba cómo había sido la vida bajo el Kuomintang. Se nos dijo que Lei Feng sí la había conocido, motivo que le permitía odiar tan profundamente a los enemigos de clase y amar al presidente Mao con todo su corazón. Se contaba que cuando Lei Feng tenía siete años su madre se había ahorcado tras ser violada por un terrateniente.

A nuestra escuela venían obreros y campesinos a dar charlas: escuchamos el relato de infancias dominadas por el hambre, gélidos inviernos sin zapatos y muertes prematuras y dolorosas. Se nos hablaba del ilimitado agradecimiento que sentían hacia el presidente Mao por haber salvado sus vidas y haberles dado ropas y alimentos. Uno de los oradores era miembro de un grupo étnico -los yi- en el que había existido un sistema de esclavitud hasta finales de la década de los cincuenta. Él mismo había sido un esclavo, y nos mostró las cicatrices de las escalofriantes palizas a que le habían sometido sus antiguos amos. Cada vez que los oradores describían las vicisitudes que habían soportado, aquella sala llena de gente se inundaba de sollozos. Yo salía de aquellas asambleas sintiéndome a la vez abrumada por las acciones del Kuomintang y apasionadamente devota hacia la figura de Mao.

Para mostrarnos lo que sería la vida sin Mao, la cantina del colegio preparaba de vez en cuando algo que denominaban «almuerzo amargo» y que había supuestamente constituido la dieta de los pobres bajo el Kuomintang. Se componía de extrañas hierbas, y siempre me pregunté en secreto si no se trataría de una broma pesada que nos gastaban los cocineros ya que, realmente, aquello era indescriptible. Las primeras dos veces que lo probé, vomité.

Un día nos llevaron a una exposición de «educación de clase» acerca del Tíbet: constaba de fotografías de mazmorras inundadas de escorpiones y horribles instrumentos de tortura, incluyendo una herramienta destinada a vaciar ojos y cuchillos para cortar los tendones de los tobillos. Un hombre que acudió a la escuela a pronunciar una conferencia nos dijo que era un antiguo siervo del Tíbet al que habían cortado los tendones de los tobillos por una falta sin importancia.

Desde 1964, muchas casas grandes se habían habilitado como «museos de educación de clase» para mostrar el lujo en el que habían vivido los enemigos de clase -tales como los terratenientes- a base del sudor y la sangre de los campesinos hasta la llegada de Mao. Durante la fiesta del Año Nuevo chino de 1965, mi padre nos llevó a una célebre mansión situada a dos horas y media de trayecto en automóvil. Bajo su justificación política, aquel viaje era en realidad una excusa para dar un paseo primaveral por el campo de acuerdo con la tradición china de «caminar sobre la tierna hierba» (ta- qing) para así dar la bienvenida a la estación. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que mi familia salía a dar una vuelta por el campo.

A medida que el automóvil atravesaba la verde llanura de Chengdu a lo largo de la carretera de asfalto bordeada de eucaliptos yo miraba atentamente por la ventanilla, contemplando los deliciosos bosquecillos de bambúes que rodeaban las granjas y el hilo de humo que pendía sobre las chozas de paja que asomaban entre las hojas de bambú. De vez en cuando, los riachuelos que rodeaban con sus meandros casi todos aquellos bosquecillos reflejaban en sus aguas una rama de ciruelo tempranamente florecida. Mi padre nos había dicho que después del viaje todos tendríamos que escribir una redacción describiendo los paisajes, por lo que procuraba observar todo con sumo cuidado. Una cosa me extrañaba: los escasos árboles que salpicaban los campos aparecían completamente desnudos de hojas excepto en la parte superior de su copa. Parecían pértigas desnudas rematadas por un casquete verde. Mi padre explicó que la leña escaseaba en la llanura de Chengdu, una zona intensamente cultivada, por lo que los campesinos habían cortado tantas ramas como habían podido alcanzar. Lo que no nos dijo es que pocos años antes habían existido muchos más árboles pero que la mayoría habían sido talados para alimentar los hornos del acero durante el Gran Salto Adelante.

La campiña parecía sumamente próspera. La población con mercado en la que nos detuvimos para almorzar hervía de campesinos ataviados con vistosos trajes nuevos. Los ancianos llevaban relucientes turbantes blancos y limpios delantales de color azul oscuro. En los escaparates de los abarrotados restaurantes refulgían dorados patos asados. Las ollas de bambú de los puestos de aquellas calles atestadas dejaban escapar nubes de un delicioso aroma. Nuestro automóvil atravesó lentamente el mercado hasta llegar a las oficinas locales del Gobierno, situadas en una mansión cuya puerta aparecía adornada con dos leones de piedra en actitud reclinada. Mi padre había vivido en aquel condado durante la época del hambre, en 1961, y ahora, cuatro años después, los funcionarios locales quisieron mostrarle cuánto había cambiado todo. Nos llevaron a un restaurante en el que se nos había reservado un comedor privado. Mientras nos abríamos paso a través del local los campesinos nos miraban, intrigados por aquellos forasteros a los que tan respetuosamente conducían los jefes locales. Observé que las mesas aparecían cubiertas de platos raros y apetitosos. Yo apenas había probado en mi vida otra cosa que lo que nos daban en la cantina, y los alimentos que vi en aquella ciudad constituían una sorpresa detrás de otra. Sus nombres también eran nuevos para mí: «Bolas de perla», «Tres disparos», «Cabezas de león»… Más tarde, el director del restaurante salió a la acera para despedirnos mientras los campesinos locales contemplaban nuestro séquito con expresión embobada.

De camino hacia el museo, nuestro automóvil adelantó a un camión abierto en el que viajaban algunos niños y niñas de mi escuela. Evidentemente, también ellos se dirigían a la mansión para la «educación de clase». Les acompañaba una de mis profesoras. Al verme, me sonrió y yo, avergonzada por la diferencia entre nuestro automóvil con chófer y aquel camión abierto que rebotaba sobre los baches de la carretera bajo el aire frío del inicio de la primavera, me encogí en mi asiento. Mi padre ocupaba el asiento delantero con mi hermano pequeño en el regazo. Reconoció a mi profesora y le devolvió la sonrisa. Cuando miró hacia atrás para captar mi atención, comprobó que había desaparecido y sonrió de placer. Mi turbación demostraba mis buenas cualidades, dijo: era bueno que me sintiera avergonzada de mis privilegios en lugar de hacer ostentación de ellos.

El museo me impresionó profundamente. Contenía esculturas de campesinos desprovistos de tierra y forzados a pagar unas rentas exorbitantes. Uno de los conjuntos mostraba cómo el terrateniente se servía de dos medidas distintas: una de gran tamaño para recoger el grano y otra, mucho más pequeña, para prestarlo a un interés desmesurado. Había también una cámara de torturas y una mazmorra en la que se veía una jaula de hierro que reposaba en un charco de aguas inmundas. La jaula era demasiado pequeña para que un hombre pudiera ponerse de pie, y demasiado estrecha para permitirle sentarse. Se nos dijo que el terrateniente la utilizaba para castigar a los campesinos que no podían pagar la renta. Se decía que una de las estancias había albergado a tres nodrizas que le proveían de leche humana, la más nutritiva en opinión del señor. También se afirmaba que su concubina número cinco había devorado treinta patos en un solo día, pero no la carne, sino tan sólo las patas, consideradas un manjar exquisito.

No se nos dijo que el hermano de aquel terrateniente supuestamente inhumano era para entonces ministro del Gobierno en Pekín, cargo que había obtenido como premio por rendir Chengdu a los comunistas en 1949. A lo largo de todo aquel recorrido de instrucción acerca de los «días de aniquilación del Kuomintang», se nos recordaba una y otra vez que debíamos estar agradecidos a Mao.

El culto a Mao constituía un proceso paralelo a la manipulación de los tristes recuerdos que la gente conservaba de su pasado. Los enemigos de clase eran presentados como crueles malhechores que querían arrastrar de nuevo a China a la época del Kuomintang, lo que significaría que los niños perderíamos nuestras escuelas, nuestro calzado de invierno y nuestros alimentos. A ello se debía que hubiera que aplastar a tales enemigos, decían, añadiendo que Chiang Kai-shek, en un intento por regresar al poder, había lanzado un ataque sobre el continente en 1962, durante el «período difícil» (eufemismo con el que el régimen se refería a la hambruna).

A pesar de toda aquella charla y actividad, los enemigos de clase continuaron siendo para mí y para gran parte de los miembros de mi generación poco más que unas sombras oscuras e irreales. Pertenecían al pasado, estaban demasiado lejanos. Mao no había logrado proporcionarlesun aspecto material cotidiano y, paradójicamente, uno de los motivos de ello era lo concienzudamente que había borrado el pasado. No obstante, lograron que anidara en nosotros la expectación de cierta figura enemiga.

Al mismo tiempo, Mao esparcía la semilla de su propia deificación, y tanto mis contemporáneos como yo nos vimos inevitablemente inmersos en aquel tosco pero eficaz adoctrinamiento, que funcionaba en parte debido a que Mao se aseguró hábilmente de adjudicarse personalmente la autoridad moral: del mismo modo que el hecho de mostrarse implacable con los enemigos de clase se presentaba como una muestra de lealtad al pueblo, la sumisión total al líder se disfrazaba con el engañoso manto del altruismo. Resultaba muy difícil penetrar en aquella retórica, especialmente cuando no existía un punto de vista alternativo por parte de la población adulta. De hecho, los adultos aunaban sus esfuerzos en el desarrollo del culto a Mao.

Durante dos mil años, China había contado con una figura imperial que encarnaba simultáneamente el poder del Estado y la autoridad espiritual. En China, los sentimientos religiosos que los habitantes de otras partes del mundo experimentan hacia su dios siempre han estado dirigidos hacia el Emperador, y mis padres, al igual que cientos de millones de chinos, se hallaban bajo la influencia de dicha tradición.

Mao reforzó su imagen divina rodeándose de misterio. Siempre aparecía como una figura remota y situada fuera del alcance de los humanos. Evitaba la radio, y entonces no existía televisión. A excepción de los miembros de su corte, pocas personas tenían contacto alguno con él. Incluso sus colegas de las altas esferas tan sólo le veían durante audiencias formales. Desde la época de Yan'an, mi padre sólo le había visto en una ocasión, y aun entonces había sido en el curso de una asamblea multitudinaria. Mi madre sólo le vio una vez en su vida, cuando el Presidente viajó a Chengdu en 1958 y reunió a todos los funcionarios de nivel superior al 18 para fotografiarse en grupo con ellos. Tras el fiasco del Gran Salto Adelante había desaparecido casi por completo.

Mao, el emperador, encajaba con uno de los modelos de la historia china: era el líder de una rebelión campesina a nivel nacional que barría una dinastía podrida y se convertía en un sabio y nuevo emperador dotado de autoridad absoluta. En cierto modo, podía decirse que Mao se había ganado a pulso su categoría de dios-emperador. Era, efectivamente, quien había logrado poner término a la guerra civil y traer la paz y la estabilidad, algo que los chinos siempre habían anhelado hasta el punto de que decían que «es preferible ser un perro en tiempo de paz que un ser humano en tiempo de guerra». Con Mao, China se había convertido en una potencia que inspiraba el respeto del resto del mundo, y numerosos chinos dejaron de sentirse avergonzados y humillados de su nacionalidad, lo que significó mucho para ellos. En realidad, Mao había devuelto a China a los días del Imperio Medio y, ayudado por los Estados Unidos, la había aislado del mundo. Logró que los chinos volvieran a sentirse importantes y superiores a base de cegarles frente a la realidad del mundo exterior. A pesar de todo, el orgullo nacionalista era tan importante para los chinos que gran parte de la población se sintió sinceramente agradecida a Mao, y no encontró ofensivo el culto a su personalidad, especialmente al principio. La casi absoluta falta de acceso a información alguna y el constante suministro de desinformación implicaban que los chinos no tenían modo de establecer diferencia alguna entre los éxitos y los fracasos de Mao, ni tampoco de identificar el mérito relativo que correspondía a Mao y al resto de sus líderes en los logros comunistas.

El miedo siempre estuvo presente en la edificación del culto a Mao. Muchas personas se habían visto reducidas a un estado tal que ya no se atrevían siquiera a pensar por temor a que fueran a escapárseles involuntariamente sus reflexiones. Incluso entre aquellos que acariciaban ideas poco ortodoxas, había pocos que hicieran mención de ello a sus hijos, ya que éstos podrían revelar algo a otros niños y buscar con ello su propia ruina y la de sus padres. Durante los años del «Aprendamos de Lei-feng», se le metía en la cabeza a los niños que su primera y única lealtad debía ser hacia Mao. Una canción popular rezaba: «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie tienes tan próximo como al presidente Mao.» Se nos adiestraba para contemplar como enemigo a cualquier persona -incluidos nuestros padres- que no se mostrara totalmente leal a Mao. Numerosos padres animaban a sus hijos a que crecieran aprendiendo a ser conformistas, ya que ello constituía el mejor modo de asegurar su futuro.

La autocensura cubría incluso la información básica. Yo jamás oí hablar de Yu-lin ni del resto de los parientes de mi abuela. Tampoco se me habló de la detención de mi madre en 1955 ni de la época del hambre; de hecho, no se me habló de nada que pudiera hacer anidar en mí una semilla de duda acerca del régimen o de Mao. Al igual que la práctica totalidad de los progenitores chinos, mis padres nunca dijeron ante sus hijos nada que se apartara de la ortodoxia.

En 1965, mi propósito de Año Nuevo fue que obedecería a mi abuela, lo que constituye un modo tradicional chino de hacer votos por una buena conducta. Mi padre meneó la cabeza: «No deberías decir eso. Deberías decir tan sólo “Obedezco al presidente Mao”.»

El día de mi décimo tercer aniversario -en marzo de aquel mismo año- el regalo de mi padre no fue uno de los habituales libros de ciencia-ficción, sino un volumen que contenía las cuatro obras filosóficas de Mao.

Tan sólo un adulto me dijo en cierta ocasión algo opuesto a la propaganda oficial, y fue la madrastra de Deng Xiaoping, quien pasaba algunas temporadas en el bloque de apartamentos contiguo al nuestro en compañía de su hija, empleada del Gobierno provincial. Le gustaban los niños, y yo acudía con frecuencia a su apartamento. Cuando mis amigas y yo cortábamos flores y plantas del jardín del complejo o robábamos pepinillos en vinagre de la cantina, nunca los llevábamos a casa por miedo a que nos regañaran sino que llevábamos nuestro botín a su apartamento y ella nos los lavaba y freía. Todo ello resultaba doblemente emocionante debido a que sabíamos que estábamos consumiendo un producto ilícito. Para entonces contaba unos setenta años de edad, aunque con sus diminutos pies y su rostro amable y suave, a la vez que enérgico, parecía mucho más joven. Llevaba siempre una chaqueta gris de algodón y unos zapatos de algodón negro que confeccionaba personalmente. Era una mujer apacible, y nos otorgaba un trato de absoluta camaradería. A mí me encantaba sentarme en su cocina a charlar con ella. En cierta ocasión -tendría yo entonces trece años- acudí directamente a ella después de una emotiva sesión de «memoria de la amargura». En aquel momento me sentía llena de compasión hacia cualquiera que hubiera tenido que vivir bajo el Kuomintang, y dije:

– Abuela Deng, ¡cómo has debido de sufrir bajo la maldad del Kuomintang! ¡Qué atropellos no habrás sufrido de sus soldados! ¡Y de esos vampiros de terratenientes…! Dime, ¿qué te hicieron?

– Bueno -repuso ella-, no siempre atrepellaban a la gente… y no siempre eran tan malos…

Aquellas palabras cayeron sobre mí como una bomba. Me sentí tan desconcertada que nunca me atreví a repetirle a nadie sus palabras.

En aquella época, ninguno de nosotros albergábamos la más mínima idea de que el culto a Mao y el énfasis que ello conllevaba sobre la lucha de clases formaban parte de los planes de Mao para establecer las bases de un enfrentamiento con el presidente -Liu Shaoqi- y con Deng Xiaoping, el secretario general del Partido. A Mao le disgustaba lo que ambos estaban haciendo. Desde la época del hambre, ambos se hallaban empeñados en una liberalización de la economía y de la sociedad. Para Mao, su perspectiva olía más a capitalismo que a socialismo. Se sentía especialmente herido por el hecho de que lo que siempre había denominado la «vía capitalista» estuviera teniendo éxito y que el camino que él había escogido -el camino correcto- hubiera resultado un completo desastre. Como hombre práctico que era, Mao sabía reconocerlo, y se veía obligado a permitir que se saliesen con la suya. Sin embargo, proyectaba imponer sus opiniones de nuevo tan pronto como el país estuviera en una situación lo bastante aceptable como para soportar el experimento y, al mismo tiempo, tan pronto como él mismo pudiera adquirir el ímpetu necesario para desalojar a los poderosos enemigos que tenía en el Partido.

A Mao le asfixiaba el concepto de un progreso en paz. Siendo como era un inquieto líder militar -un poeta-guerrero- precisaba de la acción, de una acción violenta, y contemplaba la lucha permanente como un elemento necesario para el desarrollo social. Sus propios comunistas se habían vuelto demasiado tolerantes y blandos para su gusto, y parecían buscar la armonía en lugar de la contienda. ¡Desde 1959 no habían vuelto a iniciarse campañas que enfrentaran a las gentes!

El líder se sentía dolido. Sentía que sus oponentes le habían humillado al demostrar su incompetencia. Tenía que vengarse y, consciente del amplio respaldo de que gozaban sus enemigos, necesitaba fortalecer considerablemente su autoridad, para lo cual su propia deificación resultaba imprescindible.

Mao esperaba el momento oportuno y, entretanto, la economía se recuperaba. Sin embargo, tan pronto ésta comenzó a mejorar -especialmente a partir de 1964- comenzó a preparar una grandiosa puesta en escena para el enfrentamiento que buscaba. La relativa liberalización de los sesenta comenzó a desvanecerse.

En 1964 cesaron los bailes semanales que solían celebrarse en el complejo. Desaparecieron también las películas procedentes de Hong Kong. También las esponjosas pelucas de mi madre, que se vieron sustituidas por la moda del pelo corto y liso. Sus blusas y chaquetas ya no eran pintorescas y entalladas, sino de colores discretos y en forma de tubo. Lamenté especialmente la desaparición de sus faldas. Recordaba haberla visto hasta hacía poco antes alzar grácilmente con la rodilla sus faldas a cuadros azules y blancos para apearse de su bicicleta. Yo estaba reclinada sobre el tronco veteado de un plátano que crecía en el claro que daba a la calle que bordeaba el complejo. Había avanzado hacia mí con su falda ondeando como un abanico. En las tardes de verano, había empujado a menudo el cochecito de bambú de Xiao-fang hasta aquel lugar para esperar juntos su llegada.

Mi abuela, que entonces rondaría los cincuenta y cinco años, logró conservar más símbolos de su feminidad que mi madre. Si bien todas sus chaquetas (siempre de estilo tradicional) adquirieron la misma tonalidad de color gris pálido, solía cuidar meticulosamente sus negros cabellos, largos y espesos. Según la tradición china -heredada por los comunistas- las mujeres de mediana edad debían llevar el cabello muy por encima de los hombros, lo que significaba que rondaban la treintena. Mi abuela los peinaba en un pulcro moño a la altura de la nuca, pero siempre lucía en él algunas flores: a veces, un par de magnolias de color marfil; otras, una blanca gardenia recogida en el interior de dos hojas de color verde oscuro que hacían resaltar sus lustrosos cabellos. Nunca se lavaba con los champúes que podían adquirirse en los comercios por temor a que pudieran dejar su pelo seco y opaco, sino que solía utilizar para ello el líquido resultante de cocer los frutos del algarrobo chino. Los frotaba hasta obtener una espuma perfumada y luego, lentamente, dejaba caer la brillante masa de su peinado en aquel brillante líquido blanco y oleoso. Empapaba sus peines de madera en un zumo de semillas de pomelo para que éstos resbalaran suavemente a través de sus cabellos y los impregnaran de su leve aroma. Por fin, añadía un toque final rociándose ligeramente con agua de olivo oloroso preparada por ella misma, ya que los perfumes habían comenzado a desaparecer de las tiendas. Recuerdo haberla observado mientras se peinaba. Era la única actividad para la que se tomaba todo el tiempo necesario: todo lo demás lo hacía a gran velocidad. También solía pintarse ligeramente las cejas de negro con un lápiz graso, tras lo cual se empolvaba levemente la nariz. El recuerdo de sus ojos, sonrientes frente al espejo y llenos de una intensa concentración especial, me hace pensar que aquellos momentos debían de contarse entre los más gratos que disfrutaba.

Aunque la había visto hacerlo desde mi infancia, la contemplación de su proceso de acicalamiento me producía una sensación extraña. En aquellos días, las mujeres que se maquillaban en los libros y en las películas eran invariablemente personajes malvados similares a las concubinas. Yo entonces tenía algún conocimiento vago acerca del hecho de que mi amada abuela había sido concubina, pero al mismo tiempo estaba aprendiendo a convivir con realidades y pensamientos contradictorios y acostumbrándome a estructurarlos separadamente. Cuando comenzamos a salir juntas de compras advertí que mi abuela, con sus flores en el pelo y su maquillaje -por discreto que éste fuera-, era distinta del resto de la gente. La gente la observaba, y ella caminaba con figura erguida, paso orgulloso y discreta ufanía.

Podía permitirse aquella actitud porque vivía en el complejo. Si hubiera vivido en el exterior, habría caído en las garras de los comités de residentes que supervisaban las vidas de todo adulto desprovisto de empleo y, por ello, no perteneciente a unidad de trabajo alguna. Por lo general, los comités se componían de jubilados y viejas amas de casa, y algunos eran célebres por su afición a entrometerse en los asuntos ajenos y darse importancia. De haberse hallado bajo la jurisdicción de alguno de ellos, mi abuela habría tenido que soportar desde indirectas reprobatorias a críticas abiertas, pero el complejo no se hallaba controlado por comité alguno. Cierto es que tenía que asistir semanalmente a una asamblea en la que participaban otros parientes políticos, criadas y niñeras de los residentes del complejo y en los que los asistentes eran informados de las políticas del Partido, pero en general solían dejarla en paz. De hecho, lo pasaba bien en aquellas reuniones, ya que le proporcionaban ocasión de charlar con otras mujeres, y siempre regresaba a casa sonriendo de oreja a oreja y contándonos los últimos chismorreos.

Desde mi incorporación a la escuela de enseñanza media en el otoño de 1964, la política tuvo una presencia creciente en mi vida. En nuestro primer día de clase se nos dijo que debíamos agradecer al presidente Mao su presencia entre nosotros, ya que su «línea de clase» había sido aplicada a los matriculados en nuestro curso. Mao había acusado a las escuelas y universidades de haber admitido a demasiados hijos de la burguesía. En consecuencia, había ordenado que se concediera prioridad a los hijos e hijas con «buenos antecedentes» (chu-shen hao). Ello implicaba aceptar alumnos cuyos progenitores -y muy especialmente el padre- fueran obreros, campesinos, soldados o funcionarios del Partido. La aplicación de este criterio de «línea de clase» al conjunto de la sociedad significaba que el destino de cada uno dependía más que nunca de la familia y circunstancias de nacimiento que le hubieran tocado en suerte.

No obstante, la categoría de cada familia resultaba a menudo una cuestión ambigua: un obrero podía haber trabajado anteriormente en una oficina del Kuomintang, y un empleado no pertenecía a categoría alguna. Un intelectual era un indeseable aunque, ¿y si ocurría que se trataba de un miembro del Partido? ¿Cómo debía clasificarse a los hijos de tales progenitores? Numerosos funcionarios del departamento de solicitudes e ingresos optaron por no correr riesgos, y por ello dieron preferencia a aquellos jóvenes cuyos padres eran funcionarios del Partido. La mitad de los alumnos de mi clase pertenecían a dicha categoría.

Mi nueva escuela, conocida como Escuela de Enseñanza Media Número Cuatro, era la principal escuela «clave» de la provincia, y tan sólo admitía a aquellos alumnos que habían obtenido las mayores calificaciones de todos los exámenes de ingreso realizados en Sichuan. Durante los años anteriores, el ingreso de los alumnos se había decidido basándose exclusivamente en los resultados de sus exámenes. Para mi curso, las notas y los antecedentes familiares resultaban igualmente importantes.

En las dos hojas de que constaba el examen obtuve una calificación del ciento por ciento en matemáticas y un desacostumbrado ciento por ciento «positivo» en lengua china. Mi padre me había advertido insistentemente que nunca debía servirme del nombre de mis progenitores, por lo que aborrecía pensar que mi «línea de clase» hubiera podido contribuir a mi ingreso en la escuela. Sin embargo, no tardé mucho en abandonar la idea. Si tales eran los deseos del presidente Mao, sin duda estaba bien.

Fue en aquella época cuando los «hijos de altos funcionarios» (gao-gan zi-di) adquirieron lo que casi podía considerarse una categoría única en su género. Desarrollaron una actitud que los identificaba de modo inconfundible como miembros de un grupo de élite, y rezumaban un aire de poder e inviolabilidad. Muchos de ellos se volvieron más arrogantes y altivos que nunca, el propio Mao incluido, y las autoridades de todos los niveles comenzaron a expresar inquietud por su comportamiento. La cuestión se convirtió en un objetivo permanente de la prensa, lo que no hacía sino reforzar la idea de que se trataba de un grupo especial de personas.

Mi padre me advertía con frecuencia que no debía adoptar tal actitud ni asociarme en exclusiva con los hijos de otros funcionarios. El resultado fue que apenas tuve amigos, ya que rara vez tenía ocasión de conocer a niños procedentes de otros entornos, y cuando lograba establecer contacto con ellos todos descubríamos que nos encontrábamos tan condicionados por la importancia de los antecedentes familiares y la falta de experiencias conjuntas que poco parecíamos tener en común unos con otros.

Cuando ingresé en la nueva escuela, vinieron dos profesores a ver a mis padres y les preguntaron qué lengua extranjera preferían que aprendiese. Ambos escogieron inglés en lugar de ruso (no había otra opción disponible). También quisieron saber si en mi primer año asistiría a clase de física o de química a lo que mis padres respondieron que dejaban dicha elección al criterio de la propia escuela.

Me encantó desde el primer día que puse el pie en ella. Poseía una entrada grandiosa dotada de un amplio tejadillo de tejas azules y canalones labrados a la que se accedía subiendo un tramo de escalones, y el porche se sostenía sobre seis columnas de madera de secoya. Varias hileras de cipreses de color verde oscuro contribuían a reforzar la atmósfera de solemnidad que envolvía el trayecto hacia su interior.

Había sido fundada en el año 141 a. C, y era la primera escuela construida por un gobierno local de China. En su centro destacaba un magnífico templo dedicado antiguamente a Confucio. Aparecía bien conservado, pero ya no cumplía su función original. En su interior se habían instalado una docena de mesas de ping-pong separadas por las enormes columnas que lo soportaban. Frente a las puertas talladas a las que se llegaba tras ascender un largo tramo de escaleras se extendían amplios terrenos diseñados para proporcionar un acceso majestuoso al templo. Se había edificado un bloque de aulas de dos plantas que los separaba de un arroyo atravesado por tres pequeños puentes arqueados y adornados en sus bordes de arenisca con esculturas sedentes de leones y otros animales. Más allá de los puentes se extendía un bellísimo jardín rodeado de plátanos y melocotoneros. Al pie de la escalinata situada frente al templo se habían instalado dos gigantescos incensarios de bronce, pero sobre ellos no flotaban ya las habituales y azuladas ondulaciones del humo. Los terrenos situados a ambos costados del templo habían sido convertidos en canchas de baloncesto y voleibol. Algo más allá, se extendían dos campos de césped en los que solíamos sentarnos o tumbarnos en la primavera para tomar el sol durante la hora del almuerzo. Detrás del templo había otra superficie de hierba que lindaba con un gran huerto emplazado al pie de una colina cubierta de árboles, viñas y arbustos.

Alrededor, había diversos laboratorios en los que estudiábamos biología y química, aprendíamos a utilizar los microscopios y diseccionábamos cadáveres de animales. En las salas de conferencia asistíamos a la proyección de películas educativas. En lo que se refiere a actividades extraescolares, yo escogí unirme al grupo de biología, cuya actividad habitual consistía en pasear por la colina y los jardines posteriores en compañía del profesor aprendiendo los nombres y características de las distintas especies de plantas. Había incubadoras dotadas de control de temperatura que nos permitían observar cómo los renacuajos y los patitos abandonaban el huevo. En primavera, el florecimiento de los melocotoneros convertía la escuela en un océano rosado. Sin embargo, lo que más me gustaba era la biblioteca, cuyas dos plantas habían sido edificadas al estilo tradicional chino. Ambas se hallaban rodeadas por largos porches, a su vez circundados por una hilera de asientos en forma de ala y lujosamente decorados. Yo había seleccionado mi rincón favorito entre aquellos «asientos de ala» (fei-lai-yi), y solía sentarme en él durante horas para leer, extendiendo de cuando en cuando el brazo para acariciar las hojas abanicadas de un extraño árbol, el ginkgo, del que dos ejemplares elegantes y encumbrados crecían frente a la puerta principal de la biblioteca. Aquellos árboles constituían el único espectáculo capaz de distraerme de mis lecturas.

Mi recuerdo más preciso es el que conservo de mis profesores, considerados todos ellos como los mejores en sus respectivos campos. Muchos de ellos pertenecían al nivel uno o nivel especial, y sus clases constituían un auténtico placer del que nunca hubiera podido saciarme.

Sin embargo, la vida escolar iba viéndose cada vez más impregnada de adoctrinamiento político. Gradualmente, las asambleas matinales iban dedicándose cada vez más al culto de las enseñanzas de Mao, y se instituyeron sesiones especiales en las que todos leíamos documentos redactados por el Partido. Nuestro libro de texto de lengua china contenía ahora menos literatura clásica y más propaganda, y la política -basada fundamentalmente en las obras de Mao- se convirtió en parte del programa cotidiano.

Se habían politizado prácticamente todas las actividades. Un día, durante la asamblea matinal, el director nos comunicó que a partir de entonces haríamos ejercicios oculares. Dijo que el presidente Mao había advertido que había demasiados escolares que llevaban gafas, lo que era señal de que se habían lastimado los ojos por trabajar demasiado. En consecuencia, había ordenado que se tomaran las medidas necesarias al respecto. Todos nos sentimos inmensamente conmovidos por su interés. Algunos incluso rompieron en sollozos de gratitud. Comenzamos a realizar quince minutos de ejercicios oculares todas las mañanas. Los médicos habían diseñado una serie de movimientos que debían realizarse con acompañamiento musical. Tras frotar diversos puntos en torno a nuestros ojos, habíamos de escrutar intensamente las hileras de álamos y sauces que se divisaban tras los ventanales. Se suponía que el verde era un color relajante. Yo, mientras disfrutaba del placer que me inspiraban los ejercicios y la contemplación de aquellas hojas, sentía renovarse mi lealtad hacia Mao.

Una cuestión constantemente repetida era que no debíamos permitir que China cambiara de color o, en otras palabras, que sustituyera el comunismo por el capitalismo. La ruptura entre China y la Unión Soviética, que en un principio se había mantenido en secreto, había salido a la luz a comienzos de 1963. Se nos había dicho que desde el ascenso de Kruschev al poder tras la muerte de Stalin en 1953, la Unión Soviética se había rendido al capitalismo internacional, y que los niños de Rusia habían sido arrojados de nuevo al sufrimiento y la miseria que habían sufrido antaño los niños chinos bajo la dominación del Kuomintang. Un día, tras advertirnos por enésima vez de la maldad del camino emprendido por Rusia, nuestro profesor de política dijo: «Si no tenéis cuidado,vuestro país irá cambiando gradualmente de color. Primero pasará de un rojo intenso a un rojo apagado; luego, al gris y, por fin, al negro.» Ocurría que en Sichuan la expresión «rojo apagado» se pronunciaba exactamente igual que mi nombre (er-hong). Al oírla, mis compañeras de clase dejaron escapar risas disimuladas, y pude observar que me lanzaban miradas furtivas. Decidí que debía librarme inmediatamente de aquel nombre, y aquella misma noche rogué a mi padre que me diera otro. Él sugirió Zhang, apelativo que significaba al mismo tiempo «prosa» y «mayoría de edad precoz» y con el que pretendía expresar su deseo de que me convirtiera en una buena escritora a edad temprana. Lo rechacé. Le dije que quería algo que sonara a militar. Muchas de mis amigas se habían cambiado el nombre para incorporar vocablos referentes al ejército y a los soldados. La elección de mi padre fue un reflejo de su erudición clásica. Mi nuevo nombre, Jung (pronunciado «Yung»), era una palabra antigua y recóndita que significaba «asuntos militares» y que tan sólo aparecía en la poesía clásica y en unas pocas frases ya anticuadas. Evocaba una imagen de remotas batallas libradas entre caballeros con relucientes armaduras equipados con lanzas de borlas y relinchantes corceles. Cuando me presenté en la escuela con mi nuevo nombre, hubo incluso algunos profesores que se mostraron incapaces de reconocer el carácter

Para entonces, Mao había pedido al país que abandonara las enseñanzas de Lei Feng para aprender fundamentalmente del Ejército. Bajo el mandato del ministro de Defensa Lin Biao, sucesor del mariscal Peng Dehuai en 1959, el Ejército se había convertido en el pionero del culto a Mao. El líder deseaba asimismo regimentar aún más la nación. Acababa de escribir un poema ampliamente difundido en el que exhortaba a las mujeres a abandonar su feminidad y vestir el uniforme. Se nos dijo que los norteamericanos estaban esperando una oportunidad para invadirnos y reinstaurar el Kuomintang, y que para derrotarlos Lei Feng se había entrenado día y noche para superar su debilidad física y convertirse en un campeón en el lanzamiento de granadas. De pronto, el entrenamiento físico adquirió una importancia vital. Todos comenzaron compulsivamente a correr, nadar, practicar el salto de altura, hacer barras paralelas, practicar el tiro al blanco y arrojar granadas de mano simuladas con trozos de madera. Además de las dos horas semanales dedicadas a la práctica de los deportes, se decretó la obligatoriedad para este fin de un período diario de cuarenta y cinco minutos después de las horas de clase.

Yo siempre había sido un desastre para los deportes, y los odiaba todos con excepción del tenis. Hasta entonces no me había importado, pero ahora la cuestión había adquirido connotaciones políticas, con consignas tales como: «Desarrollemos la fortaleza física para la defensa de la madre patria.» Desgraciadamente, aquella insistencia no hizo sino aumentar mi aversión por ellos. Cuando intentaba nadar, siempre me asaltaba la imagen mental de estar siendo perseguida por invasores norteamericanos hasta la orilla de un río turbulento. Como no sabía nadar bien, sólo podía elegir entre ahogarme o dejarme capturar y torturar por los norteamericanos. El temor me producía frecuentes calambres en el agua, y un día creí ahogarme en aquella piscina. A pesar de las horas de natación obligatorias que había cada semana durante el verano, no logré aprender a nadar durante el tiempo que viví en China.

La práctica en arrojar granadas de mano se consideraba asimismo sumamente importante por motivos evidentes, pero yo siempre era la última de la clase. Tan sólo lograba arrojar las granadas de madera con las que practicábamos a una distancia de unos pocos metros. Sabía que mis compañeros de clase debían de poner en duda la fuerza de mi decisión para combatir a los imperialistas estadounidenses. Un día, durante nuestra asamblea política semanal, alguien comentó mi constante incompetencia en el lanzamiento de granadas de mano. Podía sentir los ojos de toda la clase taladrándome como agujas, como diciendo: «¡No eres más que una lacaya de los norteamericanos!» A la mañana siguiente, me retiré hasta un rincón del campo de deportes y me situé con los brazos extendidos sosteniendo un ladrillo en cada mano. En el diario de Lei Feng -que había llegado a saberme de memoria- había leído que así era como el héroe había endurecido sus músculos para el lanzamiento de granadas. Al cabo de pocos días, tenía los brazos hinchados y enrojecidos, y me rendí. A partir de entonces, cada vez que alguien me alargaba el pedazo de madera que hacía las veces de granada, me ponía tan nerviosa que me acometía un temblor incontrolado.

Un día, en 1965, se nos ordenó inesperadamente salir y arrancar toda la hierba de los jardines. Mao había dicho que la hierba, las flores y los animales domésticos constituían hábitos burgueses que había que eliminar. Los jardines de la escuela poseían un tipo de hierba que nunca he visto crecer fuera de China. Su nombre chino significa «ligada al suelo». Sus hojas se extienden sobre la dura superficie y esparcen miles de raíces que perforan el terreno como garras de acero. Una vez bajo tierra, se abren y producen aún más raíces que se diseminan en todas direcciones. Al cabo de poco tiempo han generado dos entramados, uno superficial y otro subterráneo, cuyos brazos se entrelazan y aferran a la tierra como alambres anudados de metal que hubieran sido clavados al terreno. A menudo, las víctimas eran mis propios dedos, que siempre terminaban acribillados por largos y profundos cortes. Sólo cuando las atacábamos con azadas y palas algunas de las raíces se decidían a ceder a regañadientes. Sin embargo, cualquier resto que quedara atrás volvía triunfalmente a la carga con el más leve aumento de la temperatura o incluso con una leve llovizna, lo que nos obligaba a reanudar la batalla.

Resultaba mucho más fácil enfrentarse a las flores, pero fue mucho más difícil erradicarlas, ya que nadie quería hacerlo. Mao ya había atacado las flores y la hierba en varias ocasiones, diciendo que debían ser sustituidas por coles y algodón. Hasta ahora, sin embargo, no había conseguido ejercer la presión suficiente como para lograr que se pusiera en práctica su orden, y ello tan sólo hasta cierto punto. La gente amaba sus plantas, y algunos macizos de flores pudieron sobrevivir a la campaña de Mao.

Aunque la desaparición de tan hermosas plantas me apenaba profundamente, no experimentaba rencor hacia Mao. Por el contrario, me odiaba a mí misma por alimentar pensamientos tristes. Para entonces, la «autocrítica» ya se había convertido en mí en un hábito, y me reprochaba automáticamente cualquier instinto contrario a las instrucciones de Mao. De hecho, tales sentimientos me atemorizaban. Comentarlos con alguien era algo que estaba fuera de toda cuestión, por lo que intentaba suprimirlos y adquirir una filosofía correcta. Vivía en un estado de autoacusación permanente.

Aquellos autoexámenes y autocríticas constituían un rasgo fundamental de la China de Mao. Se nos decía que nos convertiríamos en personas nuevas y mejores, pero en realidad se trataba de una instrospección destinada al propósito de crear un pueblo desprovisto de pensamiento propio.

El aspecto religioso del culto a Mao no habría sido posible en una sociedad tradicionalmente seglar como China de no haberse obtenido impresionantes logros económicos. El país había experimentado una recuperación espectacular desde la época del hambre, y el nivel de vida mejoraba a pasos agigantados. Aunque en Chengdu aún existía racionamiento de arroz, abundaban la carne, los vegetales y las aves de corral. Frente a las tiendas se apilaban sobre la acera montañas de melones, calabazas y berenjenas debido a que en el interior ya no había lugar para almacenarlas. Aunque se dejaran allí durante la noche, no había casi nadie que se las llevara, y los comercios las vendían a un precio irrisorio. Los huevos, en otro tiempo tan preciados, se pudrían en enormes cestos: había demasiados. Apenas unos años antes había resultado difícil hallar un único melocotón, pero ahora el consumo de melocotones había sido promocionado como patriótico, y los funcionarios recorrían los domicilios de los ciudadanos e intentaban persuadirlos para que los adquirieran a un precio poco menos que simbólico.

Comenzaron a conocerse cierto número de historias optimistas que enardecieron notablemente el orgullo nacional. En octubre de 1964, China hizo detonar su primera bomba atómica, acontecimiento que fue ampliamente difundido y presentado como la demostración de sus avances científicos e industriales, especialmente en lo que se refería al «enfrentamiento con los matones imperialistas». La explosión de la bomba atómica coincidió con la caída de Kruschev, lo que parecía probar que Mao había estado en lo cierto una vez más. En 1964, Francia fue la primera nación occidental que otorgó a China un reconocimiento diplomático completo, y la ocasión fue recibida con delirio por la nación, que la consideró una victoria sobre los Estados Unidos, aún reacios a reconocer el legítimo lugar que el país ocupaba en el mundo.

Por si fuera poco, habían terminado las persecuciones políticas, y la gente gozaba de un relativo bienestar. Todo el mérito de ello recayó sobre Mao. Aunque los otros líderes de la nación sabían en qué había consistido la contribución de éste, el pueblo continuaba ignorándolo. Recuerdo haber escrito a lo largo de aquellos años apasionados elogios en los que agradecía a Mao todos sus éxitos y le juraba lealtad eterna.


En 1965 cumplí los trece años. La tarde del 1 de octubre -décimo sexto aniversario de la fundación de la República Popular – hubo un enorme despliegue de fuegos artificiales en la plaza central de Chengdu. En el costado norte de la plaza se abría una puerta que conducía a un antiguo palacio imperial recientemente restaurado a la grandeza que poseyera en el siglo III, época en la que la próspera ciudad amurallada de Chengdu había sido capital de reino. La puerta era muy similar a la Puerta de la Paz Celeste de Pekín -entonces entrada de la Ciudad Prohibida – si exceptuábamos su color, ya que tenía amplios tejados de tejas verdes que descansaban sobre muros grises. Bajo el tejado barnizado del pabellón se elevaban enormes pilares de secoya. Las balaustradas estaban construidas de mármol blanco. Tras ellas, mi familia y yo, acompañados por los altos dignatarios de Sichuan, ocupábamos un palco de observación y disfrutábamos del ambiente festivo en espera de que comenzaran los fuegos. En la plaza que se extendía frente a nosotros, cincuenta mil personas cantaban y bailaban.

¡Bang! ¡Bang! A pocos metros de nosotros se dio la señal para que comenzaran los fuegos artificiales y, de repente, el cielo se convirtió en un jardín de formas y colores espectaculares, un océano cuyas olas «de esplendor se sucedían sin descanso. La música y el ruido se elevaron desde el pie de la puerta imperial para unirse al espectáculo. Al cabo de un rato, el cielo permaneció claro unos segundos hasta que, de pronto, una súbita explosión desencadenó un magnífico abanico seguido por el despliegue de una inmensa y alargada red de sedosas ramificaciones. Tras extenderse en medio del firmamento oscilando suavemente con la brisa otoñal, las luces que la componían comenzaron a brillar mostrando la leyenda: «¡Larga vida a nuestro gran líder, el presidente Mao!»

Las lágrimas afloraron a mis ojos. «¡Qué afortunada! ¡Qué increíblemente afortunada soy de poder vivir en la era del gran Mao Zedong! -repetía para mí misma una y otra vez-. ¿Cómo pueden los niños de los países capitalistas continuar viviendo sin tener cerca al presidente Mao ni albergar la esperanza de verle algún día en persona?» Sentía deseos de hacer algo por ellos, de salvarles de su situación. Allí y entonces me juré solemnemente a mí misma que trabajaría sin descanso para construir una China más fuerte que pudiera apoyar una revolución mundial. También tendría que trabajar duramente para hacerme merecedora de ver al presidente Mao, objetivo que se convirtió en el propósito de mi vida.

Загрузка...