En otoño de 1958, cuando yo contaba seis años de edad, comencé a asistir a la escuela primaria, situada a unos veinte minutos de distancia de mi casa tras un recorrido formado en gran parte por senderos empedrados y llenos de lodo. Todos los días, mientras iba y volvía, permanecía con la vista fija en el suelo escrutando cada centímetro de terreno en busca de clavos rotos, tuercas oxidadas y cualquier otro objeto de metal que hubiera podido incrustarse en el barro o entre los adoquines. Aquellas piezas eran necesarias para alimentar los hornos de fundición de acero, y su búsqueda constituía mi ocupación principal. Sí, con sólo seis años ya contribuía a la producción de acero, y había de competir con mis compañeros de colegio para ver quién suministraba la mayor cantidad de chatarra. A mi alrededor, los altavoces derramaban música por doquier, y había estandartes, carteles y grandes consignas pintadas por las paredes que proclamaban «¡Viva el Gran Salto Adelante!» y «¡Contribuyamos todos a la producción de acero!». Aunque yo aún no comprendía del todo los motivos, sí sabía que el presidente Mao había ordenado a la nación que fabricara grandes cantidades de acero. En mi escuela, algunos de los woks que se utilizaban en el gigantesco hogar de la cocina habían sido sustituidos por cubas en forma de crisol. A ellos iba a parar toda nuestra chatarra de hierro, incluidos los viejos woks previamente fragmentados. Los hornos permanecían constantemente encendidos hasta que éstos se derretían, y nuestros maestros se turnaban para alimentarlos de leña las veinticuatro horas del día y remover la chatarra de los crisoles con un enorme cucharón. No recibíamos muchas clases, ya que tanto los profesores como los muchachos en edad adolescente estaban demasiado ocupados controlando los crisoles. El resto de los niños nos habíamos organizado para limpiar los apartamentos de los profesores y cuidar de sus hijos pequeños.
Recuerdo una vez en que algunos niños y yo fuimos al hospital para visitar a una de nuestras maestras que sufría en ambos brazos graves quemaduras producidas por salpicaduras de hierro derretido. Alrededor de ella se afanaban frenéticamente médicos y enfermeras ataviadas con batas blancas. En las dependencias del hospital se había instalado igualmente un horno que debía ser constantemente alimentado con troncos día y noche, incluso durante el curso de las operaciones quirúrgicas.
Poco antes de que empezara a ir al colegio, mi familia se había trasladado de la antigua vicaría a un complejo especial que entonces constituía la sede del Gobierno provincial. Comprendía varias calles, y se hallaba formado por bloques de oficinas y apartamentos y cierto número de casas individuales. Un elevado muro lo mantenía aislado del mundo exterior. Una vez traspasada la verja principal, se llegaba a lo que había sido el Club de Militares de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Ernest Hemingway había pasado la noche allí en 1941. El edificio del club estaba construido al estilo chino tradicional, con tejados amarillos de bordes respingones y pesados pilares de color rojo oscuro, y entonces era la sede del secretariado del Gobierno de Sichuan.
En la zona de estacionamiento en la que solían esperar los chóferes se había construido un enorme horno. Por las noches, el cielo aparecía iluminado, y el rumor de la multitud que lo rodeaba podía oírse desde mi dormitorio, situado a trescientos metros de distancia. Los woks de mi familia fueron a parar a aquel horno junto con todos nuestros utensilios de cocina fabricados con hierro fundido. Su pérdida, sin embargo, no supuso inconveniente alguno, dado que ya no los necesitábamos. Para entonces se había prohibido la cocina privada, y todo el mundo tenía que comer en las cantinas. Los hornos eran insaciables. Desapareció la cama de mis padres, blanda, cómoda y dotada de muelles de hierro. Desaparecieron igualmente los raíles que atravesaban el empedrado de las ciudades y todos los objetos fabricados con hierro. Durante varios meses apenas vi a mis padres. A menudo no regresaban a casa para dormir, ya que tenían que vigilar que no descendiera la temperatura de los hornos instalados en sus respectivas oficinas.
Fue en aquella época cuando Mao dio rienda suelta a su antiguo sueño de convertir a China en una moderna potencia mundial de primer orden. Nombró al acero «mariscal» de la industria y ordenó que la producción fuera doblada en el plazo de un año, esto es, de los cinco millones trescientas cincuenta mil toneladas de 1957 a diez millones setecientas mil toneladas en 1958. Sin embargo, en lugar de intentar expandir la industria con trabajadores cualificados, decidió involucrar en ella a toda la población. Cada unidad tenía una cuota de producción de acero, y durante varios meses todo el mundo interrumpió sus actividades habituales para cumplir lo exigido. El desarrollo económico del país se vio reducido a la simple cuestión de cuántas toneladas de acero podían llegar a producirse, y la totalidad de la nación se vio inmersa en aquella tarea común. Los cálculos oficiales determinaron que casi cien millones de campesinos habían sido apartados de las labores agrícolas para contribuir a la producción de acero. Hasta entonces, habían constituido la fuerza de trabajo que había producido la mayor parte de los alimentos del país. Las montañas se vieron despojadas de árboles por la necesidad de obtener combustible y, sin embargo, el resultado de aquella producción en masa apenas alcanzó lo que la gente dio en denominar «caca de vaca» (niu-shi-ge-da), es decir, excrementos inútiles.
Aquella situación absurda reflejaba no sólo la ignorancia de Mao de cómo debía funcionar un sistema económico sino también una falta de visión cuasi metafísica de la realidad, lo que podría haber resultado interesante en un poeta pero resultaba una cuestión muy distinta en manos de un líder político dotado de poder absoluto. Uno de sus componentes principales era un profundo desprecio por la vida humana. No hacía mucho, le había dicho al embajador de Finlandia: «Incluso en el caso de que los Estados Unidos tuvieran bombas atómicas más potentes que las de China y las emplearan para abrir un profundo boquete en la tierra o incluso la pulverizaran en mil pedazos, ello podría influir significativamente en el sistema solar, pero no dejaría de constituir un acontecimiento insignificante en lo que respecta a la totalidad del universo.»
La obcecación de Mao se había visto estimulada por sus recientes experiencias en Rusia. Cada vez más desilusionado por Kruschev tras la denuncia que éste realizara de Stalin en 1956, Mao había viajado a Moscú a finales de 1957 para asistir a una cumbre comunista internacional. Regresó de ella convencido de que Rusia y sus aliados estaban abandonando el socialismo y volviéndose revisionistas. Contemplaba, pues, a China como la única nación realmente fiel a la causa, a la vez que como la encargada de inflamar los nuevos horizontes. La megalomanía y la obcecación se combinaban con facilidad en la mente de Mao.
Al igual que otras muchas, su obsesión por el acero apenas fue cuestionada. Comenzó a odiar a los gorriones… porque devoraban el grano. En consecuencia, todas las familias fueron movilizadas. Solíamos sentarnos a la puerta de nuestras casas golpeando ferozmente cualquier objeto de metal disponible -desde platillos hasta sartenes- con objeto de ahuyentar a los gorriones de los árboles hasta que éstos terminaban por caer al suelo, muertos por el agotamiento. Incluso hoy me parece oír el estrépito que ocasionábamos mis hermanos y yo en compañía de los funcionarios del Gobierno, sentados bajo una gigantesca madreselva que crecía en el patio.
Se dictaban asimismo fabulosos objetivos económicos. Mao afirmaba que la producción industrial de China podría superar a la de Estados Unidos y Gran Bretaña en menos de quince años. Para los chinos, aquellos países representaban el mundo capitalista. El hecho de superarlos se contemplaría como un triunfo sobre sus enemigos. Ello contribuía a excitar el orgullo del pueblo, así como a estimular enormemente su entusiasmo. Se habían sentido humillados por la negativa de Estados Unidos y la mayor parte de los países occidentales a concederles reconocimiento diplomático, por lo que se mostraban ansiosos de demostrar al mundo que podían arreglárselas por sí mismos y que estaban dispuestos a creer en los milagros. Mao era su fuente de inspiración. La energía de la población había pugnado hasta entonces por hallar una vía de escape, y allí la tenía por fin. El espíritu gung-ho prevaleció sobre la prudencia, del mismo modo que la ignorancia prevalece sobre la razón.
A comienzos de 1958, poco después de regresar de Moscú, Mao permaneció de visita en Chengdu durante aproximadamente un mes. Estaba enardecido con la idea de que China era capaz de todo, y muy especialmente de arrebatar a los rusos el liderazgo del socialismo. Fue en Chengdu donde esbozó su Gran Salto Adelante. La ciudad organizó un gran desfile en su honor, pero los participantes no supieron en ningún momento que Mao se hallaba entre ellos, ya que éste prefirió mantenerse oculto. En aquel desfile se propuso una nueva consigna: «Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente con alimentos», lo que constituía una inversión del antiguo y pragmático dicho chino que reza: «Por muy capaz que sea, ninguna mujer puede hacer la comida si no cuenta con alimentos.» De la retórica exagerada se había pasado a las demandas concretas. Se exigía convertir las fantasías imposibles en realidad.
Aquel año se disfrutó de una primavera espléndida. Un día, Mao decidió dar un paseo por un parque llamado La Cabaña de Paja de Du Fu, el poeta Tang del siglo VIII. El Distrito Oriental de mi madre había sido hecho responsable de la seguridad de una zona del parque, y ella y sus colegas se aprestaron a patrullarla fingiendo ser turistas. Mao rara vez se atenía a un programa, y nunca permitía a la gente conocer con precisión sus movimientos; en consecuencia, mi madre permaneció durante horas y horas sorbiendo té en un establecimiento e intentando mantenerse alerta. Finalmente, los nervios pudieron con ella y anunció a sus colegas que se iba a dar un paseo. Cuando llegó a la zona de seguridad del Distrito Occidental, los responsables de la misma -que no la conocían- comenzaron inmediatamente a seguirla. Cuando el secretario del Partido para el Distrito Occidental fue informado de la presencia de una «mujer sospechosa», acudió a comprobarlo por sí mismo y al verla se echó a reír: «¡Pero hombre, si se trata de la vieja camarada Xia, del Distrito Oriental!» Más tarde, mi madre sufrió las críticas de su superior, el jefe de distrito Guo, por «andar por ahí indisciplinadamente».
Mao visitó asimismo cierto número de granjas de la llanura de Chengdu. Hasta entonces, las cooperativas campesinas habían sido más bien pequeñas. Fue allí donde Mao ordenó que se combinaran para formar instituciones más grandes que, posteriormente, se denominaron «comunas populares».
Aquel verano, todo el país se organizó en torno a aquellas nuevas unidades, cada una de las cuales agrupaba entre dos mil y veinte mil viviendas. Una de las precursoras de aquella campaña era una zona llamada Xushui, situada en la provincia de Hebei, en el norte de China, a la que Mao tomó un afecto considerable. En su ansia por demostrar que la atención que Mao les demostraba era bien merecida, el jefe local declaró que iban a superar en más de diez veces su anterior producción de grano. Mao sonrió ampliamente y respondió: «¿Y qué pensáis hacer con tanta comida? Aunque, bien pensado, la verdad es que no está mal tener demasiada comida. El Estado no la necesita. El resto del país tiene suficiente comida propia. Pero vuestros campesinos pueden dedicarse a comer y comer y comer. ¡Podéis hacer cinco comidas al día!» Mao se mostraba embriagado de satisfacción mientras pensaba en lo que no era sino el eterno sueño de todo campesino chino… tener comida de sobra. Tras aquellas observaciones, los aldeanos inflamaron aún más los deseos de su Gran Líder afirmando que estaban produciendo más de cuatrocientas cincuenta toneladas de patatas por mu (un mu equivale aproximadamente a seiscientos setenta y cinco metros cuadrados), más de sesenta toneladas de trigo por mu y coles de doscientos veinticinco kilogramos de peso.
En aquella época abundaba hasta un grado increíble la práctica de contarse fantasías a uno mismo y a los demás para luego creérselas. Los campesinos trasladaban las cosechas de varios campos y las reunían en uno solo para mostrar a los funcionarios del Partido que habían logrado una cosecha milagrosa. Igualmente, se mostraban similares «campos Potemkin» a crédulos -o autocegados- ingenieros agrícolas, periodistas, visitantes de otras regiones y extranjeros. Aunque aquellas cosechas solían estropearse en pocos días debido a su incorrecto trasplante y a su exagerada densidad, ello era un hecho que los visitantes desconocían o preferían desconocer. Gran parte de la población se vio arrastrada por aquella atmósfera de desatino y confusión. La nación se hallaba dominada por el «autoengaño engañando a los demás» (zi-qi-qi-ren). Numerosas personas -incluidos diversos ingenieros agrícolas y líderes del Partido- afirmaron haber visto aquellos milagros con sus propios ojos. Aquellos que no lograban emular los fantásticos resultados inventados por otros comenzaron a dudar de sí mismos y a autoinculparse. Bajo una dictadura como la de Mao, en la que la información era ocultada y manipulada, resultaba muy difícil para la gente corriente mantener la confianza en su propia experiencia o sabiduría, a lo que había que añadir que en ese momento eran testigos de una oleada de fervor patriótico a nivel nacional que prometía acabar con los últimos vestigios de sensatez. Resultaba sencillo hacer caso omiso de la realidad y limitarse a depositar la fe en Mao. Unirse a aquel enloquecimiento constituía con mucho el camino más fácil. Detenerse a pensar de un modo ponderado era arriesgarse a tener problemas.
Una viñeta oficial retrataba a un científico de aspecto ratonil y desconsolado sobre la leyenda: «Con una estufa como la tuya apenas puede hervirse agua para preparar el té.» Junto a él se veía un obrero gigantesco que abría una enorme compuerta y dejaba escapar un torrente de acero fundido, diciendo: «¿Cuánto eres capaz de beber?» La mayoría de aquellos que eran capaces de advertir lo absurdo de la situación se encontraban demasiado atemorizados para decir lo que pensaban, especialmente desde la Campaña Antiderechista de 1957. Quienes se atrevían a expresar dudas eran inmediatamente acallados o despedidos, lo que implicaba asimismo la discriminación para su familia y un triste futuro para sus hijos.
En muchos lugares, aquellos que se negaban a alardear de masivos incrementos de producción eran apaleados hasta que se rendían. En Yibin, algunos líderes de unidades de producción fueron colgados en la plaza del pueblo con los brazos atados a la espalda y acosados a preguntas:
– ¿Cuánto trigo eres capaz de producir por mu?
– Cuatrocientos jin (aproximadamente doscientos kilogramos, una cantidad realista).
Y, golpeándoles:
– ¿Cuánto trigo puedes producir por mu?
– ¡Ochocientos jin!
Ni siquiera aquella absurda cifra les parecía suficiente. El desdichado era apaleado -o sencillamente se le dejaba colgado- hasta que por fin decía:
– Diez mil jin.
En ocasiones, algunos morían, unas veces porque se negaban a aumentar la cifra y otras antes de que pudieran elevarla lo suficiente.
Muchos funcionarios rurales y campesinos que asistían a este tipo de escenas no creían en aquellas ridiculas fanfarronadas, pero el temor de verse acusados podía más que ellos. Estaban llevando a cabo las órdenes del Partido, y nada tenían que temer mientras siguieran a Mao. El sistema totalitario en el que se habían visto inmersos había socavado y deformado su propio sentido de la responsabilidad. Incluso los médicos solían alardear de enfermedades incurables milagrosamente sanadas.
A nuestro complejo solían llegar camiones cargados de campesinos sonrientes que acudían a informar de fantásticos logros sin precedentes. Un día era un pepino colosal que alcanzaba la mitad de la longitud del camión; otro día era un tomate que dos niños habían tenido dificultades para transportar. En otra ocasión, pudimos ver un cerdo gigantesco encerrado en el camión. Los campesinos afirmaban que se trataba de un cerdo auténtico, cuando en reafidad estaba fabricado de cartón-piedra. De niña, sin embargo, se me antojó real. Quizá me hallaba confundida por los adultos que me rodeaban y que se comportaban como si todo aquello fuera cierto. La gente había aprendido a desafiar a la razón y a vivir en una perpetua pantomima.
La nación entera se vio arrastrada al embaucamiento. Las palabras se divorciaron de la realidad, la responsabilidad y los pensamientos de los individuos. Se contaban embustes con toda tranquilidad debido a que las palabras habían perdido su significado… y habían dejado de ser tomadas en serio por los interlocutores.
A ello contribuyó una militarización aún mayor de la sociedad. Cuando instituyó por vez primera las comunas, Mao afirmó que su principal ventaja residía en que eran fáciles de controlar, ya que los campesinos formarían parte de un sistema organizado en vez de funcionar hasta cierto punto de modo independiente. Recibieron órdenes detalladas de las autoridades superiores de cómo trabajar sus tierras. Mao resumió la totalidad de la agricultura en ocho caracteres: «suelo, fertilizantes, agua, semillas, densidad de siembra, protección, cuidados y tecnología». El Comité Central del Partido en Pekín se dedicó a repartir folletos con dos páginas de instrucciones acerca de cómo los campesinos de toda China debían mejorar sus cosechas, una página sobre el uso de fertilizantes y otra de la necesidad de una mayor densidad de siembra. Aquellas instrucciones, increíblemente simplistas, habían de ser seguidas al pie de la letra: por medio de una mini-campaña tras otra, se ordenó a los campesinos que volvieran a plantar sus cosechas con mayor nivel de densidad.
En aquella época, otra de las obsesiones de Mao era una nueva forma de militarización consistente en la instalación de cantinas en las comunas. Con su habitual tono fantasioso, definía el comunismo como «un sistema de cantinas públicas y alimentos gratuitos». El hecho de que las propias cantinas no produjeran alimento alguno no significaba nada para él. En 1958, el régimen prohibió de hecho las comidas domésticas. Todos los campesinos debían almorzar en las cantinas comunitarias. Se prohibieron los utensilios de cocina -tales como los woks- y, en algunos lugares, incluso el dinero. Todo el mundo quedaba al cuidado de la comuna y el Estado. Los campesinos desfilaban cada día al interior de las cantinas después del trabajo y comían hasta saciarse, cosa que nunca habían podido hacer antes, ni siquiera en los mejores años y en las zonas más fértiles. Consumieron y derrocharon todas las reservas de comida existentes en el campo. A continuación, desfilaban también en dirección a los campos, pero no les importaba la cantidad de trabajo que se realizara, ya que el producto pertenecía ahora al Estado y constituía por tanto un elemento completamente ajeno a las vidas de los campesinos. Mao anunció la predicción de que China estaba alcanzando una sociedad de comunismo, que en chino significa «compartir los bienes materiales», y los campesinos lo entendieron en el sentido de que todo el mundo recibiría su parte independientemente de la cantidad de trabajo que realizara. Perdido el incentivo del trabajo, se limitaban a acudir a los campos y echarse una buena siesta.
La agricultura se vio asimismo descuidada debido a la prioridad concedida al acero. Muchos de los campesinos estaban extenuados por las largas horas dedicadas a recoger combustible, chatarra y mineral de hierro para mantener los hornos encendidos. Los campos se abandonaron a las mujeres y niños, quienes se veían obligados a realizar todas las labores manualmente dado que los animales estaban ocupados contribuyendo a la producción de acero. Cuando llegó la época de la cosecha, en otoño de 1958, había muy pocas personas en los campos.
Aunque las estadísticas oficiales mostraban un incremento de la producción agrícola que multiplicaba el número de dígitos de la cifra final, el fracaso de la cosecha de 1958 representó la advertencia de que se avecinaban tiempos de escasez. Se anunció oficialmente que en 1958 la producción de trigo de China había superado a la de los Estados Unidos. El periódico del Partido, el Diario del Pueblo, inició una discusión en torno al siguiente tema: «¿Cómo enfrentarnos al problema de una superproducción alimentaria?»
El departamento de mi padre se encontraba a cargo de la prensa de Sichuan, en la que no cesaban de aparecer extravagantes afirmaciones comunes a las de cualquier otra publicación del país. La prensa era la voz del Partido, y cuando se trataba de las políticas del Partido, ni mi padre ni nadie más del medio periodístico tenía voz ni voto. Formaban todos parte de una gigantesca cinta transportadora. Mi padre contemplaba alarmado el curso de los acontecimientos. Su única opción consistía en dirigirse a los jefes superiores.
A finales de 1958, escribió una carta al Comité Central de Pekín en la que declaraba que aquella forma de producir acero carecía de sentido y representaba un derroche de recursos. Los campesinos estaban agotados, su trabajo se malgastaba y había escasez de alimentos. Solicitaba que se adoptaran medidas urgentes. Entregó la carta al gobernador para que éste la enviara. El gobernador, Lee Da-zhang, era la autoridad número dos de la provincia. Él había sido quien había proporcionado a mi padre el primer empleo que tuvo al llegar a Chengdu procedente de Yibin, y lo trataba como a un verdadero amigo.
El gobernador Lee dijo a mi padre que no pensaba enviar la carta. Nada de lo que en ella se expresaba era nuevo, dijo. «El Partido lo sabe todo. Ten confianza en él.» Mao había dicho que la moral de la gente no debía sufrir bajo ningún concepto. El Gran Salto Adelante había modificado la actitud psicológica de los chinos convirtiendo su antigua pasividad en un espíritu osado y entusiasta que no debía verse descorazonado.
El gobernador Lee reveló también a mi padre que le habían aplicado el peligroso apodo de Oposición entre los líderes provinciales, ante los que en alguna ocasión había expresado su desacuerdo. Si mi padre continuaba sin tener problemas se debía tan sólo a las demás cualidades que poseía, a su absoluta lealtad hacia el Partido y a su severo sentido de la disciplina. «Te salva -dijo el gobernador- que sólo has expresado tus dudas ante el Partido, y no en público.» Advirtió a mi padre que podría meterse en serias dificultades si insistía en sacar a relucir aquellas inquietudes, y lo mismo podía sucederle a su familia y a «otros» (esto último constituía una clara referencia a sí mismo como amigo de mi padre). Mi padre no insistió. Se hallaba casi convencido por los argumentos esgrimidos, y el riesgo era demasiado alto. Para entonces, había alcanzado una etapa en la que era capaz de transigir con ciertas cosas.
Sin embargo, tanto a él como a la gente que trabajaba en los departamentos de Asuntos Públicos llegaban gran número de quejas. Parte de su trabajo consistía en recogerlas y transmitirlas a Pekín. Tanto entre los funcionarios como entre la gente corriente reinaba un descontento general. De hecho, el Gran Salto Adelante desencadenó la más grave división entre los líderes desde que los comunistas tomaran el poder diez años antes. Mao tuvo que ceder el menos importante de sus dos puestos -el de presidente del Estado- en favor de Liu Shaoqi. Liu se convirtió en el número dos del país, pero su prestigio apenas alcanzaba una pequeña fracción del de Mao, quien conservaba su cargo clave de presidente del Partido.
Las voces de disidencia se hicieron tan fuertes que el Partido se vio obligado a convocar una conferencia especial cuya celebración tuvo lugar a finales de junio de 1959 en Lushan, estación de montaña de China central. En la conferencia, el ministro de Defensa, mariscal Peng De-huai, escribió una carta a Mao criticando lo sucedido en el Gran Salto Adelante y recomendando que se enfocara la economía desde una perspectiva realista. De hecho, se trataba de una carta notablemente reprimida, y concluía con una obligada nota de optimismo (en este caso, preveía ponerse a la altura de Gran Bretaña en el plazo de cuatro años). Sin embargo, aunque Peng era uno de los más antiguos camaradas de Mao a la vez que una de las personas más cercanas a él, el presidente no podía aceptar ni siquiera aquellas débiles críticas, especialmente en un momento en que, consciente de sus propias equivocaciones, se hallaba a la defensiva. Utilizando el tono dolido que tanto le gustaba, Mao calificó la carta de «bombardeo destinado a arrasar Lushan». Afianzándose en su postura, alargó la conferencia durante más de un mes, atacando ferozmente al mariscal Peng. Tanto éste como los pocos que aún le defendían abiertamente fueron tildados de «oportunistas de derecha». Peng fue obligado a cesar como ministro de Defensa, sometido a arresto domiciliario y posteriormente forzado a un retiro prematuro en Sichuan, donde se le relegó a un cargo de menor importancia.
Mao había tenido que organizar cuidadosas confabulaciones para salvaguardar su poder. Su lectura favorita, que siempre recomendaba al resto de los líderes del Partido, era una colección clásica de intrigas cortesanas y complots desde el poder que comprendía varios tomos. De hecho, a lo que más se asemejaba la estructura de poder de Mao era a una corte medieval en la que el líder ejercía un poder hipnotizador sobre sus subditos y cortesanos. Era asimismo un maestro del «divide y vencerás» y de la manipulación de las inclinaciones humanas para forzar a quienes le rodeaban a arrojarse mutuamente a los lobos. Al final, y pese a sentirse íntimamente desencantados con las políticas de Mao, hubo pocas autoridades superiores que apoyaran al mariscal Peng. El único que evitó tener que participar en la votación fue el secretario general del Partido, Deng Xiaoping, convaleciente de una pierna rota. La madrastra de Deng no había cesado de gruñir desde su casa: «¡He sido una campesina toda mi vida y jamás había oído hablar de semejante modo de cultivar la tierra!» Cuando Mao supo cómo Deng se había roto la pierna (jugando al billar), comentó: «Desde luego, qué oportuno…»
Tras asistir a la conferencia, el comisario Li, primer secretario de Sichuan, regresó a Chengdu con un documento que contenía las observaciones realizadas por Peng en Lushan. Dicho documento se distribuyó entre los funcionarios de nivel 17 y superior, a los que se ordenó que manifestaran formalmente hasta qué punto estaban de acuerdo con su contenido.
Mi padre había oído algo referente a la disputa de Lushan de labios del gobernador de Sichuan. En su reunión de «examen», aventuró algunos comentarios vagos acerca de la carta de Peng y, a continuación, hizo algo que jamás había hecho antes: advirtió a mi madre de que se trataba de una trampa. Ella se sintió profundamente agradecida. Era la primera vez que anteponía sus intereses a las normas del Partido.
Le sorprendió comprobar que muchas otras personas parecían haber sido igualmente avisadas. En su «examen» colectivo, la mitad de sus colegas mostraron una ardiente indignación ante la carta de Peng, al tiempo que aseguraban que las críticas que contenía eran «totalmente falsas». Otros parecían haber perdido la capacidad de hablar, y se limitaron a murmurar frases evasivas. Uno de ellos se las arregló para no comprometerse con nadie diciendo: «No me encuentro en situación de mostrarme de acuerdo ni en desacuerdo debido a que ignoro si los argumentos del mariscal Peng se encuentran o no basados en la realidad. De ser así, yo le defendería, pero no, por supuesto, en caso contrario.»
Los jefes del departamento de grano y de la oficina de correos de Chengdu eran veteranos del Ejército Rojo que habían luchado a las órdenes del mariscal Peng. Ambos se manifestaron de acuerdo con lo que había dicho su antiguo y admirado comandante, y habían añadido un relato de sus propias experiencias en el campo para apoyar las observaciones de éste. Mi madre se preguntó si aquellos viejos soldados serían conscientes de la trampa que se les había tendido. De ser así, su sinceridad resultaba heroica. Deseó tener el valor que ellos mostraban, pero pensó en sus hijos: ¿qué sería de ellos? Ya no poseía la libertad de espíritu de la que había gozado cuando era una estudiante. Cuando llegó su turno, dijo: «Las opiniones que refleja la carta no están en la línea de la política desarrollada por el Partido durante los dos últimos años.»
Su jefe, el señor Guo, le dijo más tarde que sus observaciones se habían considerado profundamente insatisfactorias, ya que no había manifestado claramente su postura. Durante días, vivió en un estado de aguda ansiedad. Los veteranos del Ejército Rojo que habían apoyado a Peng fueron denunciados como oportunistas de derecha, obligados a cesar y enviados a trabajos forzados. Mi madre fue convocada a participar en una reunión en la que se criticaron sus tendencias derechistas. El señor Guo aprovechó la misma para describir algunos otros de sus graves errores. En 1959, había surgido en Chengdu una especie de mercado negro dedicado a la venta de gallinas y huevos. Dado que las comunas, que se habían apropiado de las aves de corral de los campesinos, se mostraban incapaces de criarlas adecuadamente, tanto las gallinas como los huevos habían desaparecido de los comercios, entonces propiedad del Estado. De un modo u otro, unos pocos campesinos se las habían arreglado para conservar un par de gallinas ocultas bajo las camas, y ahora procedían a venderlas junto con los huevos que habían puesto a algo así como veinte veces su precio anterior. Todos los días salían destacamentos de funcionarios a la caza de aquellos campesinos. En cierta ocasión en que el señor Guo había pedido a mi madre que se incorporara a uno de ellos, ella había respondido: «¿Qué hay de malo en suministrar los bienes que la gente necesita? Si existe una demanda debería existir asimismo una oferta.» Aquella observación le valió una advertencia acerca de sus tendencias derechistas.
Aquella purga de «oportunistas de derecha» sometió al Partido a una nueva sacudida, ya que numerosos altos funcionarios se mostraron de acuerdo con Peng. La lección resultante fue que no cabía desafiar la autoridad de Mao aunque éste estuviera claramente equivocado. Los funcionarios comprobaron que, independientemente de lo elevado de su categoría (Peng, después de todo, había hablado siendo ministro de Defensa) y de su situación personal (Peng estaba considerado como el favorito de Mao) cualquiera que ofendiera al líder se hallaba destinado a caer en desgracia. Supieron asimismo que no cabía decir lo que se pensaba y dimitir a continuación, ni siquiera de un modo discreto: la dimisión se entendía como una forma inaceptable de protesta. No había posibilidad de retirada. Las bocas del Partido habían sido tan firmemente selladas como las de la propia población. Después de aquello, el Gran Salto Adelante acometió excesos todavía mayores, y las autoridades superiores impusieron objetivos económicos aún más descabellados. Se movilizó a un número mayor de campesinos para la fabricación de acero, y el campo se vio inundado de órdenes aún más arbitrarias que terminaron por imponer el caos.
A finales de 1958, en pleno auge del Gran Salto Adelante, se inició un masivo proyecto de construcción consistente en diez grandes edificios que habrían de ser completados en la capital, Pekín, en el curso de diez meses para conmemorar el día 1 de octubre de 1959, décimo aniversario de la fundación de la República Popular.
Uno de ellos era el Gran Palacio del Pueblo, un edificio de columnas al estilo soviético situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. Su frontispicio de mármol había de extenderse a lo largo de cuatrocientos metros, y su salón principal de banquetes -adornado con múltiples candelabros- daría cabida a varios miles de personas. Allí se celebrarían las reuniones más importantes, y allí recibirían las autoridades a los dignatarios extranjeros. Las estancias, diseñadas todas ellas a gran escala, serían bautizadas con los nombres de las provincias chinas. Mi padre fue encargado de la decoración del Salón Sichuan, y una vez completada la labor invitó para su inspección a diversos líderes del Partido relacionados con dicha provincia. Acudió Deng Xiaoping, oriundo de la misma, al igual que el mariscal Ho Lung, un célebre personaje al estilo Robin Hood, íntimo amigo de Deng a la vez que uno de los fundadores del Ejército Rojo.
En un momento determinado, llamaron aparte a mi padre, dejando a ambos en plena charla con otro viejo colega que, dicho sea de paso, era hermano de Deng. Cuando regresó a la estancia oyó al mariscal Ho quien, señalando a Deng, decía, dirigiéndose a su hermano: «Realmente, es él quien debería estar en el poder.» En ese instante, advirtieron la presencia de mi padre e interrumpieron inmediatamente la conversación.
A partir de entonces, mi padre se vio inmerso en un permanente estado de aprensión. Era consciente de haber escuchado inadvertidamente críticas surgidas en las altas esferas del régimen. Cualquier iniciativa que tomara o dejara de tomar podía arrastrarle a un peligro mortal. Lo cierto es que no le ocurrió nada, pero cuando me relató el incidente varios años después, me confesó que desde aquel momento había vivido bajo el temor de un desastre inminente. «El hecho -decía-de haber escuchado palabras equivalentes a un delito de traición…», y añadía una frase que significaba que se trataba de «un crimen penalizado con la decapitación».
Lo que había oído no reflejaba sino cierto desencanto con la figura de Mao, sentimiento que compartían numerosos líderes entre los que destacaba el nuevo presidente, Liu Shaoqi.
En otoño de 1959, Liu acudió a Chengdu para inspeccionar una comuna llamada Esplendor Rojo. El año anterior, Mao se había mostrado altamente entusiasta acerca del astronómico aumento de la producción de arroz de la comuna. Antes de la llegada de Liu, los funcionarios locales reunieron a todos aquellos que podrían haberles desenmascarado y los encerraron en un templo. Pero Liu tenía un «topo», y cuando pasó junto al templo se detuvo y solicitó ver su interior. Los funcionarios adujeron diversas excusas, llegando al punto de asegurar que el templo corría peligro de desplomarse en cualquier momento, pero Liu no estaba dispuesto a dejarse convencer por sus negativas. Por fin, no hubo más remedio que descorrer el enorme y oxidado cerrojo, y unos cuantos campesinos andrajosos salieron dando tumbos a la luz del día. Los azorados funcionarios locales intentaron explicar a Liu que se trataba de alborotadores que habían sido encerrados para que no pudieran molestar al distinguido visitante. Los campesinos, por su parte, se limitaban a guardar silencio. Los funcionarios de comuna no poseían control alguno sobre las políticas del Partido, pero ejercían un temible poder sobre la vida de las personas. Si querían castigar a alguien, podían adjudicarle los peores trabajos y las raciones más escasas, así como inventar cualquier excusa para hacer que fuera importunado, denunciado e, incluso, arrestado.
El presidente Liu formuló algunas preguntas, pero los campesinos se limitaron a sonreír y a balbucir cosas sin sentido. Desde su punto de vista, resultaba preferible ofender al presidente que a los jefes locales. El primero partiría a Pekín en pocos minutos, pero los jefes comunales habían de permanecer junto a ellos durante el resto de sus vidas.
Poco después acudió a Chengdu otro de los principales líderes, el mariscal Zhu De, acompañado por uno de los secretarios privados de Mao. Zhu De era oriundo de Sichuan, y había sido comandante del Ejército Rojo y artífice militar de la victoria comunista. Desde 1949 se había mantenido en segundo plano. Visitó diversas comunas cercanas a Chengdu, y después, mientras paseaba junto al Río de la Seda contemplando los pabellones, los bosquecillos de bambú y los pabellones rodeados de sauces que se alineaban a lo largo de las orillas, exclamó, dominado por la emoción: «¡Sichuan es sin duda un lugar divino…!» Declamó aquellas palabras como si se trataran de un poema. El secretario de Mao añadió el segundo verso al uso poético tradicional: «¡Lástima que los malditos vendavales de embustes y falso comunismo estén terminando con él!» Mi madre, que se encontraba con ellos, pensó para sí misma: Estoy completamente de acuerdo.
Mao, quien aún sospechaba de sus colegas y se mostraba resentido por los ataques recibidos en Lushan, insistió obstinadamente en su desatinada política económica. Aunque era consciente de las catástrofes ocasionadas por la misma y por ello comenzaba discretamente a permitir la modificación de sus aspectos más impracticables, su imagen no le permitía revisarla por completo. Entre tanto, con la llegada de los sesenta, se extendía por toda China una gran escasez.
En Chengdu, la ración mensual de los adultos se redujo a ocho kilogramos y medio de arroz, cien gramos de aceite vegetal y cien gramos de carne… cuando la había. Apenas había nada más, ni siquiera coles. Muchos ciudadanos sufrían edemas, una enfermedad que conlleva la acumulación de fluidos bajo la piel debido a la malnutrición. Los pacientes se ponían amarillos y se hinchaban. El remedio más popular consistía en la administración de chlorella, alga supuestamente rica en proteína. La chlorella fructificaba en la orina humana, por lo que la gente dejó de acudir al retrete y optó por orinar en escupideras, tras lo cual depositaban en ellas las semillas de chlorella. Al cabo de pocos días, la chlorella crecía hasta adoptar un aspecto similar al de huevas de pescado, tras lo cual era recogida de su lecho de orines, lavada y cocinada con arroz. Su ingestión resultaba verdaderamente repugnante, pero lo cierto es que hacía disminuir la hinchazón.
Al igual que el resto de la población, mi padre sólo tenía derecho a una ración limitada de comida. Sin embargo, su condición de funcionario de alto rango le daba derecho a determinados privilegios. En nuestro complejo había dos cantinas: una pequeña, reservada a los directores de departamento con sus familias y sus hijos, y otra más grande destinada al resto de sus pobladores, incluidas mi abuela, mi tía Jun-ying y la criada. Por lo general, recogíamos la comida en la cantina y nos la llevábamos a casa para consumirla allí. En las cantinas había más comida que en las calles. El Gobierno provincial tenía su propia granja, y se recibían asimismo «obsequios» de los gobiernos del condado. Aquellos valiosos suministros se repartían entre las dos cantinas, pero la pequeña obtenía siempre un trato preferente.
En su calidad de funcionarios del Partido, mis padres contaban igualmente con cupones alimenticios especiales. Yo solía acudir con mi abuela a una tienda especial situada fuera del complejo, donde nos servíamos de los mismos para adquirir más comida. Los cupones de mi madre eran de color azul. Tenía derecho mensualmente a cinco huevos, algo menos de treinta gramos de soja y casi la misma cantidad de azúcar. Los de mi padre eran amarillos. Debido a su rango, más elevado, tenía derecho a una ración doble de la de mi madre. En mi familia se reunían los alimentos recogidos en las cantinas y en otras fuentes y luego comíamos todos juntos. Los adultos procuraban comer menos en beneficio de los niños, por lo que no llegué a pasar hambre. Ellos, sin embargo, sufrieron problemas de malnutrición, y mi abuela desarrolló un ligero edema. Solía cultivar chlorella en casa, y aunque yo me daba cuenta de que los adultos la consumían, nunca me dijeron para qué servía. En cierta ocasión, probé un poco, pero la escupí inmediatamente, ya que poseía un sabor repugnante. Jamás volví a intentarlo.
Yo no era del todo consciente de la hambruna que reinaba a mi alrededor. Un día, camino del colegio, iba comiéndome un pequeño rollo cocinado al vapor cuando alguien se acercó corriendo y me lo arrebató de la mano. Mientras me reponía de la sorpresa, vislumbré la huida de unas espaldas oscuras y sumamente delgadas prolongadas en unos pantalones cortos y unos pies descalzos que corrían a lo largo de un callejón embarrado. Su dueño se llevó las manos a la boca y devoró el rollo. Cuando conté a mis padres lo sucedido, los ojos de mi padre adoptaron una expresión terriblemente triste. Me acarició la cabeza y dijo: «Eres afortunada. Hay muchos niños como tú que pasan mucha hambre.»
En aquella época, debía acudir a menudo al hospital para revisarme los dientes. Siempre que iba sufría ataques de náuseas ante el horrible espectáculo de docenas de personas cuyas extremidades brillantes, casi transparentes, aparecían inflamadas como barriles. Había tantos pacientes que debían ser transportados al hospital en carromatos. Cuando le pregunté a mi dentista qué les pasaba, ésta respondió con un suspiro: «Edema.» Le pregunté qué significaba aquello, y ella se limitó a murmurar algo que pude relacionar vagamente con la comida.
Casi todas aquellas personas eran campesinos. La escasez era mucho peor en el campo debido a que allí no contaban con un racionamiento garantizado. La política del Gobierno daba prioridad al suministro urbano, y los funcionarios de las comunas se veían obligados a arrebatar el grano de los campesinos por la fuerza. En muchas zonas, aquellos que intentaban ocultar la comida eran arrestados, golpeados y torturados. Los funcionarios de comuna que se mostraban reacios a arrebatarles sus provisiones se veían obligados a cesar en sus puestos, y algunos eran incluso maltratados físicamente. Como resultado, morían en toda China millones de campesinos, los mismos que habían producido personalmente aquellos alimentos.
Más tarde, me enteré de que varios de mis parientes -desde Sichuan a Manchuria- habían muerto durante aquella época. Entre ellos se encontraba el hermano retrasado de mi padre. Su madre había muerto en 1958, y cuando sobrevino el hambre desatendió los consejos de los demás y no supo enfrentarse a la situación. Las raciones se repartían men-sualmente, y él solía devorar la suya en unos pocos días, tras lo cual se quedaba sin nada para el resto del mes. No tardó en morir de hambre. La hermana de mi abuela, Lan, y su marido, Lealtad Pei-o, los cuales habían sido enviados a la inhóspita campiña del norte de Manchuria por su antigua relación con el Kuomintang, murieron también. A medida que se acababa la comida, las autoridades locales comenzaron a adjudicar los suministros existentes de acuerdo con sus propias y tácitas prioridades. La categoría de paria de Pei-o implicaba que tanto él como su mujer se contaban entre los primeros a los que se denegaban las raciones. Sus hijos sobrevivieron gracias a que sus padres les dieron sus propios alimentos. El padre de la esposa de Yu-lin también sucumbió. Se descubrió que antes de morir había devorado el relleno de su almohada y los zarcillos de los ajos.
Una noche, cuando contaba aproximadamente ocho años de edad, entró en nuestra casa una mujer diminuta y de aspecto viejísimo con un rostro que era una masa de arrugas. Era tan flaca y tan débil que parecía que un soplo de viento bastaría para derribarla. Se desplomó frente a mi madre y golpeó su frente contra el suelo, llamándola «salvadora de mi hija». Era la madre de nuestra criada. «De no ser por vosotros -dijo-, mi hija jamás sobreviviría…» Yo no llegué a captar por completo el significado de aquellas palabras hasta transcurrido un mes, con motivo de la llegada de una carta para la criada. En ella le decían que su madre había fallecido poco después de la visita en la que nos había comunicado la muerte de su esposo y de su segundo hijo. Nunca olvidaré los patéticos sollozos de nuestra criada mientras permanecía allí, en la terraza, reclinada contra una columna de madera mientras intentaba sofocar su llanto con el pañuelo. Mi abuela, sentada sobre su cama con las piernas cruzadas, también lloraba. Yo me escondí en un rincón junto a la mosquitera de mi abuela, y oí cómo ésta decía: «Los comunistas son buenos, pero toda esta gente que ha muerto…» Años después me enteré de que el otro hermano de nuestra criada y su cuñada habían muerto también al poco tiempo. En las hambrientas comunas, las familias de los terratenientes ocupaban el último lugar de la lista a la hora de recibir alimentos.
En 1989, un funcionario que había estado colaborando en el esfuerzo por combatir la escasez me dijo que calculaba que en Sichuan debieron de morir de hambre siete millones de personas. Ello equivalía al diez por ciento de la población de una provincia rica. El cálculo admitido referente al número de muertes ocurridas en todo el país se eleva a unos treinta millones de habitantes.
Un día, en 1960, desapareció la hija de tres años de la vecina de mi tía Jun-ying. Unas semanas después, la vecina vio una niña jugando en la calle. Llevaba un vestido que le pareció el de su hija. Se acercó y lo examinó: tenía una marca que lo identificaba sin posibilidad de dudas, por lo que informó de ello a la policía. Se averiguó que los padres de aquella niña estaban vendiendo carne seca. Habían secuestrado y asesinado a cierto número de niños y se dedicaban a venderlos a precios exorbitantes como si se tratara de carne de conejo. Ambos fueron ejecutados y se echó tierra sobre el asunto, pero todo el mundo sabía que se continuaban matando niños.
Años después, me encontré con un antiguo colega de mi padre, un hombre sumamente bondadoso y capaz, en absoluto dado a la exageración. Sin poder ocultar su emoción, me relató lo que había visto en una comuna en particular durante la época del hambre. El treinta y cinco por ciento de los campesinos había muerto en una zona en la que la cosecha había sido buena. Sin embargo, apenas se había recolectado nada debido a que los hombres habían sido desviados para la producción de acero. La cantina comunal, por su parte, había consumido la mayor parte de lo poco que había. Un día, un campesino irrumpió en su habitación y se arrojó al suelo gritando que había cometido un horrible crimen y suplicando que se le castigara por ello. Por fin, se averiguó que había matado a su propio hijo pequeño y lo había devorado. El hambre había sido como una fuerza incontrolable que le había impulsado a blandir el cuchillo. Con lágrimas resbalando por sus mejillas, el funcionario ordenó que arrestaran al campesino, quien fue posteriormente fusilado como advertencia a los asesinos de niños.
Una de las explicaciones oficiales de la escasez fue que Kruschev había forzado súbitamente a China a devolver una elevada deuda que había contraído durante la guerra de Corea para poder acudir en auxilio de Corea del Norte. El régimen se servía de la experiencia de gran parte de la población, campesinos sin tierra que recordaban la persecución a que habían sido sometidos por despiadados acreedores para que pagaran el alquiler o devolvieran los préstamos. Asimismo, al identificar a la Unión Soviética, Mao había logrado también crear un enemigo externo al que echarle la culpa y frente al cual aunar a la población.
Otra de las causas invocadas era la existencia de catástrofes naturales sin precedentes. China es un país inmenso en el que no hay año en que el mal tiempo no cause daños y escasez de comida en un lugar u otro. A nivel nacional, únicamente los líderes supremos tenían acceso a los informes meteorológicos. De hecho, dada la inmovilidad de la población, pocos sabían lo que sucedía en la región contigua o incluso al otro lado de los montes que le circundaban. Muchos pensaron entonces -y aun hoy lo creen- que el hambre imperante fue consecuencia de desastres naturales. Yo no poseo información completa al respecto, pero de todas las personas con las que he hablado, procedentes de distintas partes de China, pocos habían conocido catástrofes naturales en sus regiones. Las únicas historias que podían contar se referían a muertes por inanición.
En una conferencia celebrada a comienzos de 1962 ya la que acudieron siete mil funcionarios de alto rango, Mao afirmó que la hambruna había sido consecuencia en un setenta por ciento de desastres naturales y en un treinta por ciento de errores humanos. El presidente Liu Shaoqi apuntó -de un modo aparentemente improvisado- que había que atribuirla más bien a un setenta por ciento de errores humanos y a un treinta por ciento de causas naturales. Mi padre, que había asistido a la conferencia, dijo a mi madre al regresar: «Mucho me temo que el camarada Shaoqi va a tener problemas.»
En la transcripción de los discursos que llegó a manos de los funcionarios de grado medio -como mi madre-, no aparecía la intervención del presidente Liu. La población en general ni siquiera fue informada de las estadísticas propuestas por el presidente Mao. La ocultación de información ayudó a acallar a la gente, y no se advirtieron protestas perceptibles contra el Partido Comunista. Aparte del hecho de que a lo largo de los últimos años la mayoría de los disidentes habían sido ejecutados o eliminados, la población ignoraba hasta qué punto cabía echar las culpas al Partido Comunista. No existía la clásica corrupción en el sentido de que los funcionarios acapararan grano. La situación de los funcionarios del Partido apenas era mejor que la del resto de la gente. De hecho, en algunas poblaciones fueron los primeros en pasar hambre… y en morir. La hambruna era peor que todo lo previamente sufrido con el Kuomintang, pero mostraba un aspecto diferente: en los días del Kuomintang, la gente había muerto de hambre al mismo tiempo que otros derrochaban de un modo extravagante.
Antes de la escasez, numerosos funcionarios comunistas procedentes de familias de terratenientes habían llevado a sus padres a vivir con ellos a las ciudades. Cuando comenzó el hambre, el Partido ordenó que aquellos ancianos y ancianas fueran enviados de regreso a sus poblados para enfrentarse por su cuenta a los tiempos duros -esto es, a la muerte por inanición- junto a los campesinos locales. Algunos abuelos de amigos míos hubieron de abandonar Chengdu y murieron al poco tiempo.
La mayor parte de los campesinos vivían en un mundo en el que apenas conocían nada más allá de los límites de su poblado, y echaron la culpa de la penuria a sus jefes por haberles dado órdenes tan catastróficas. Surgieron coplas populares en las que se afirmaba que el liderazgo del Partido era positivo, y que tan sólo los funcionarios de poca monta eran un desastre.
El Gran Salto Adelante y aquella impresionante hambruna trastornaron profundamente a mis padres. Aunque no poseían una visión de conjunto de la situación, no podían creer que las catástrofes naturales fueran la única explicación. Su sentimiento imperante era de culpa. Dado que trabajaban en los servicios de propaganda, se encontraban en el mismo núcleo de los mecanismos de desinformación. Para acallar su conciencia y evitar tener que enfrentarse con su deshonesta rutina cotidiana, mi padre se ofreció a ayudar en las labores de lucha contra el hambre que se realizaban en las comunas. Ello implicaba vivir -y morir de hambre- con los campesinos, y hacerlo equivalía a «compartir el bienestar y la desdicha con las masas» de acuerdo con las instrucciones de Mao. No pudo evitar, sin embargo, el reproche de sus empleados, quienes se vieron obligados a fijar un sistema de turnos para acompañarle, cosa que detestaban porque significaba pasar hambre.
Desde finales de 1959 hasta 1961, durante lo que fue la peor época de escasez, casi no vi a mi padre. Supe que en el campo comía hojas de batata, hierbas y cortezas de árboles al igual que los campesinos. Un día en que caminaba a lo largo del banco que separaba las parcelas de cultivo de unos arrozales vio en la distancia a un campesino esquelético que se desplazaba con suma lentitud y evidente dificultad. De pronto, el hombre desapareció. Cuando mi padre se aproximó corriendo, el campesino yacía inerte sobre el campo. Había muerto de hambre.
No había día en que mi padre no se horrorizara ante lo que veía, a pesar de que rara vez era testigo de lo peor ya que los funcionarios locales, al modo tradicional, le rodeaban allí donde fuera. Sufrió edemas y una grave hepatomegalia, así como una profunda depresión. En varias ocasiones fue ingresado inmediatamente en el hospital nada más regresar de sus viajes. Durante el verano de 1961, pasó tres meses hospitalizado. Había cambiado. Ya no era el aplomado puritano de antaño. El Partido se mostraba contrariado con él. Fue criticado por «permitir que decayera su voluntad revolucionaria» y expulsado del hospital.
Dedicó cada vez más tiempo a la pesca. Frente al hospital había un río encantador conocido como el arroyo del Jade. Los renuevos de los sauces que se curvaban desde la orilla acariciaban la superficie de sus aguas y las nubes se derretían y solidificaban en sus múltiples reflejos. Yo misma solía sentarme en sus empinadas márgenes, contemplando las nubes y viendo pescar a mi padre. Olía a excrementos humanos. Sobre la ribera se extendían los terrenos del hospital, en otro tiempo macizos de flores convertidos para entonces en huertos destinados al suministro de alimentos adicionales para los empleados y los enfermos. Aún hoy, cuando cierro los ojos, me parece ver las larvas de mariposa devorando las hojas de las coles. Mis hermanos las capturaban para que mi padre las utilizara como cebo. Los campos mostraban un aspecto patético. Resultaba evidente que los médicos y las enfermeras no eran en absoluto expertos en labores agrícolas.
A lo largo de la historia, los eruditos y mandarines chinos se habían dedicado tradicionalmente a pescar cuando estaban desilusionados por las acciones del Emperador. La pesca sugería el regreso a la naturaleza, la huida de la política cotidiana. Constituía una especie de símbolo del desencanto y la falta de cooperación.
Mi padre rara vez pescaba nada, y en cierta ocasión escribió un poema uno de cuyos versos rezaba: «No es para pescar por lo que voy de pesca.» Su compañero de excursiones, sin embargo -otro de los directores adjuntos del departamento- siempre le daba parte de su captura. Ello se debía a que en 1961, en plena época del hambre, mi madre volvía a estar embarazada, y los chinos consideraban el pescado como un elemento esencial para el desarrollo del pelo de los niños. No había sido su intención quedar de nuevo en estado. Entre otras cosas, tanto ella como mi padre vivían entonces de sus salarios, lo que significaba que el Estado ya no les suministraba nodrizas ni niñeras. Obligados a mantener a cuatro hijos, a mi abuela y a parte de la familia de mi padre, apenas les sobraba dinero. Mi padre dedicaba una buena porción de su sueldo a la adquisición de libros, especialmente de gruesos volúmenes de obras clásicas de los que cada colección costaba el equivalente a dos meses de salario. A veces, mi madre protestaba levemente. Otras personas de su posición dejaban caer las adecuadas indirectas en las editoriales y obtenían sus ejemplares gratis «por motivos de trabajo». Mi padre insistía en pagarlo todo.
La esterilización, el aborto e incluso la contracepción resultaban complicados. Los comunistas habían comenzado a promocionar la planificación familiar en 1954, y mi madre había estado a cargo del programa en su distrito. En aquella época había estado embarazada de Xiao-hei, por lo que solía comenzar las asambleas con una autocrítica no desprovista de humor. Sin embargo, Mao decidió oponerse al control de la natalidad. Quería una China grande y poderosa basada en una gran población. Decía que si los norteamericanos atacaban China con bombas atómicas, los chinos se limitarían a continuar reproduciéndose para reconstruir su número con enorme velocidad. Compartía asimismo la actitud tradicional del campesino chino frente a los niños: cuantas más manos, mejor. En 1957, acusó personalmente de derechista a un célebre profesor de la Universidad de Pekín que recomendaba el control de natalidad. A partir de entonces, rara vez volvió a mencionarse la planificación familiar.
Tras quedar embarazada en 1959, mi madre escribió al Partido pidiendo permiso para abortar. Tal era el procedimiento habitual. Uno de los motivos por los que el Partido tenía que dar su consentimiento era que en aquella época se trataba de una operación peligrosa. Mi madre adujo que estaba demasiado ocupada trabajando para la revolución, y que podría servir mejor al pueblo si no tenía un nuevo niño. Se le permitió someterse a una intervención para abortar, lo que entonces era un proceso terriblemente primitivo y doloroso. Cuando en 1961 volvió a quedar en estado, tanto los médicos como mi madre y el Partido consideraron que un nuevo aborto quedaba fuera de toda cuestión. El plazo estipulado entre un aborto y el siguiente era de tres años.
Nuestra criada también estaba embarazada. Se había casado con el antiguo sirviente de mi padre, que ahora trabajaba en una fábrica. Mi abuela cocinaba para ambas los huevos y la soja que podían adquirirse con los cupones de mis padres, así como los peces que capturaban mi padre y su amigó.
A finales de 1961, la criada dio a luz a un niño y partió para formar su propio hogar en compañía de su marido. Cuando aún estaba con nosotros, solía encargarse de acudir a las cantinas a recoger nuestra comida. Un día, mi padre la vio caminando a lo largo de un sendero de jardín: se había metido un trozo de carne en la boca y masticaba vorazmente. Mi padre giró en redondo y se alejó para evitarle la turbación que sentiría si le veía. No nos reveló aquel episodio hasta transcurridos varios años, en un momento en que se dedicaba a rumiar acerca del modo tan distinto en que se habían desarrollado sus sueños de juventud, el principal de los cuales consistía en erradicar el hambre para siempre.
Cuando la criada se marchó, mi familia ya no pudo permitirse contratar otra debido a la situación alimentaria. Aquellas que querían el empleo -todas ellas campesinas- no tenían derecho a una ración de alimentos. De este modo, mi abuela y mi tía tuvieron que cuidarnos a los cinco.
Mi hermano pequeño, Xiao-fang, nació el 17 de enero de 1962. Fue el único de todos nosotros al que mi madre dio el pecho. Antes de nacer, había pensado en regalarlo, pero cuando llegó al mundo se sintió profundamente unida a él y el pequeño se convirtió en su favorito. Solíamos jugar todos con él, como si se tratara de un gran juguete. Creció rodeado de gente que le amaba lo que, en opinión de mi madre, explicaba su tranquilidad y su confianza. Mi padre pasaba largos ratos con él, cosa que nunca había hecho con ninguno de nosotros. Cuando Xiao-fang fue lo bastante mayor como para jugar con juguetes, mi padre comenzó a llevarle todos los sábados a los almacenes situados al comienzo de la calle, donde le compraba juguetes nuevos. Tan pronto como Xiao-fang se ponía a llorar, fuera cual fuere el motivo, mi padre dejaba lo que tenía entre manos y corría a consolarle.
A comienzos de 1961, las decenas de millones de muertes acaecidas terminaron por forzar a Mao a renunciar a su política económica. A regañadientes, concedió al pragmático presidente Liu y a Deng Xiaoping -secretario general del Partido- un mayor control sobre el país. Mao se vio forzado a realizar autocríticas, pero todas estaban repletas de auto-compasión y redactadas de tal modo que parecía como si se viera obligado a llevar él solo la cruz de una epidemia de funcionarios incompetentes en toda China. Con actitud magnánima, instruyó al Partido para que aprendiera la lección de aquella desastrosa experiencia. En qué consistía dicha lección, sin embargo, no era algo que debieran determinar los funcionarios de bajo rango: Mao les dijo que se habían divorciado del pueblo y que habían tomado decisiones que no reflejaban los sentimientos habituales de la gente. La auténtica responsabilidad -que nadie persiguió- permaneció oculta bajo una interminable lista de autocríticas, empezando por la del propio Mao.
No obstante, las cosas empezaron a mejorar. Los pragmáticos iniciaron una serie de reformas en profundidad. Fue en aquel contexto en el que Deng Xiaoping realizó la observación siguiente: «Tanto da que el gato sea blanco o negro, siempre y cuando sea capaz de cazar ratones.» Había de cesar la producción en masa del acero. Los objetivos económicos disparatados fueron cancelados y se introdujo una política realista. Se abolieron las cantinas públicas, y los ingresos de los campesinos comenzaron de nuevo a depender de su trabajo. Se les devolvieron las propiedades confiscadas por las comunas, así como los utensilios de labranza y los animales domésticos. También se les concedieron pequeñas parcelas de tierra para su cultivo privado. En algunas zonas, se alquilaron tierras a familias campesinas. La industria y el comercio contemplaron una vez más la sanción oficial de los elementos de la economía de mercado y, al cabo de un par de años, ésta volvió a florecer.
A la liberalización de la economía acompañó la liberalización política. Muchos terratenientes vieron desaparecer su etiqueta de «enemigos de clase». Gran cantidad de personas que habían sufrido las purgas de las diversas campañas políticas fueron rehabilitadas. Entre ellas se incluían los «contrarrevolucionarios» de 1955, los «derechistas» de 1957 y los «oportunistas de derecha» de 1959. Mi madre, que en 1959 había recibido una primera advertencia por sus «tendencias derechistas», fue ascendida como funcionaría civil de nivel 17 a nivel 16 a modo de compensación. Se gozó de una mayor libertad literaria y artística, y en general comenzó a reinar una atmósfera más relajada. Al igual que tantos otros, mi padre y mi madre pensaron que el régimen parecía estar demostrando que era capaz de corregirse, de aprender de sus propios errores y de funcionar, y ello les devolvió la confianza en el mismo.
Mientras tuvo lugar todo aquello, yo viví envuelta en un capullo propio tras los elevados muros del complejo gubernamental. Nunca estuve en contacto directo con la tragedia. Y así, aislada de la realidad exterior, me vi embarcada en la adolescencia.