A comienzos de los años sesenta, y a pesar de todas las calamidades ocasionadas por Mao, éste era aún el líder supremo de China, idolatrado por la población. Sin embargo, dado que eran los pragmáticos quienes aún manejaban efectivamente las riendas del país, existía una relativa libertad artística y literaria. Tras una larga hibernación, surgieron numerosas obras teatrales, óperas, películas y novelas. Ninguna de ellas atacaba abiertamente al Partido, y era rara la ocasión en que versaban acerca de temas contemporáneos. En aquella época, Mao se mostraba a la defensiva, y comenzó a recurrir cada vez más a su esposa, Jiang Qing, quien había sido actriz durante la década de los treinta. Ambos decidieron que los temas históricos estaban siendo utilizados para transmitir insinuaciones en contra del régimen y del propio Mao.
En China existía una poderosa tradición de emplear alusiones históricas como voz de la oposición, y algunas de ellas, aparentemente esotéricas, eran inequívocamente comprendidas como referencias disfrazadas a la época actual. En abril de 1963 Mao prohibió todas las «obras de fantasmas», un género rico en antiguos relatos de venganza por parte de los espíritus de las víctimas hacia aquellos que las habían perseguido. Para Mao, aquellos vengadores fantasmales aparecían incómodamente cercanos a los enemigos de clase que habían sucumbido bajo su mandato.
A continuación, los Mao dedicaron su atención a otro género, el de las «obras del Mandarín Ming», cuyo protagonista era Hai Rui, un mandarín de la dinastía Ming (1368-1644). Considerado una célebre personificación de la valentía y la justicia, el mandarín Ming protestaba ante el Emperador en nombre del atribulado pueblo llano aun a riesgo de su propia vida, tras lo cual era destituido y condenado al exilio. Los Mao sospechaban que el mandarín Ming estaba siendo utilizado para representar al mariscal Peng Dehuai, antiguo ministro de Defensa que en 1959 había denunciado la catastrófica política de Mao que había causado la penuria en todo el país. Casi inmediatamente después de su destitución, se había producido un notable resurgimiento del género del mandarín Ming. La señora Mao intentó suprimir las obras, pero tanto los escritores como los ministros de las artes hicieron oídos sordos a su requisitoria.
En 1964, Mao redactó una lista de treinta y nueve artistas, escritores e intelectuales que serían denunciados. Los calificó de autoridades burguesas y reaccionarias, estableciendo así una nueva categoría de enemigos de clase. Entre los nombres más prominentes de la lista destacaban Wu Han, un célebre dramaturgo del género del mandarín Ming, y el profesor Ma Yin-chu, quien había sido el primer economista de prestigio que recomendara la práctica del control de natalidad, motivo por el que ya en 1957 había sido tachado de derechista. Desde entonces, Mao se había dado cuenta de la necesidad del control de natalidad, pero guardaba rencor al profesor Ma por ponerle en evidencia demostrando que estaba equivocado.
La lista no se hizo pública, y aquellas treinta y nueve personas no se vieron purgadas por sus organizaciones de Partido. Mao hizo circular sus nombres entre todos los oficiales de nivel igual o superior al de mi madre, acompañándola de instrucciones para capturar a otras autoridades burguesas reaccionarias. Durante el invierno de 1964- 1965, mi madre encabezó un equipo de trabajo enviado a una escuela llamada El mercado del buey con instrucciones de buscar sospechosos entre los profesores más destacados y aquellos que hubieran escrito libros o artículos.
Ante aquello se había mostrado anonadada, debido especialmente a que la purga amenazaba a algunas de las personas que más había admirado. Asimismo, no le resultaba difícil ver que incluso si se aplicaba en la búsqueda de «enemigos» no lograría encontrar ninguno ya que, entre otras cosas, el recuerdo de las recientes persecuciones había logrado que pocos osaran abrir la boca. Decidió revelar su situación a su superior, el señor Pao, quien había sido puesto a cargo de la campaña en Chengdu.
El año de 1965 llegó a su fin y mi madre no había hecho nada. El señor Pao no la presionó en absoluto. La falta de acción reflejaba el sentimiento que imperaba entre los funcionarios del Partido. Muchos de ellos estaban cansados de persecuciones, y querían continuar con su labor de mejorar las condiciones de vida y desarrollar una existencia normal. Sin embargo, no se opusieron abiertamente a Mao y, de hecho, continuaron promocionando el culto de su personalidad. Los pocos que contemplaban su deificación con inquietud sabían que nada podían hacer para detenerla: Mao poseía tal poder y tal prestigio que su culto resultaba irresistible. Lo más que podían hacer era dedicarse a cierta forma de resistencia pasiva.
Mao interpretó la reacción de los funcionarios del Partido a su convocatoria de caza de brujas como una indicación de que su lealtad se estaba debilitando, así como de que sus corazones se orientaban hacia las políticas que seguían Deng y el presidente Liu. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando los periódicos del Partido se negaron a publicar un artículo autorizado personalmente por él en el que se denunciaba a Wu Han y su obra acerca del mandarín Ming. El propósito que había animado a Mao a publicar el artículo era involucrar al pueblo en la caza de brujas, pero se encontró con que el sistema del Partido -que hasta entonces había funcionado como intermediario entre él y el pueblo- le aislaba ahora de sus subditos. En efecto, había perdido las riendas. El Comité del Partido en Pekín -en el que Wu Han ejercía el cargo de alcalde delegado- y el Departamento Central de Asuntos Públicos, encargado de las artes y los medios de comunicación, se enfrentaron a Mao negándose a denunciar o destituir a Wu Han.
Mao se sintió amenazado. Veía en sí mismo la figura de un Stalin a punto de ser denunciado en vida por un Kruschev. Deseaba desencadenar un ataque estratégico y destruir a Liu Shaoqi -hombre al que consideraba el Kruschev chino-, a su colega Deng y a todos los seguidores que tuvieran en el Partido. Bautizó aquel proyecto con el engañoso nombre de Revolución Cultural. Sabía que se trataba de una batalla que habría de librar en solitario, pero ello le proporcionaba la embriagadora sensación de que estaba desafiando nada menos que al mundo entero a la vez que maniobrando en gran escala. Sentía incluso cierto vestigio de autocompasión al imaginarse a sí mismo como el trágico héroe que ha de enfrentarse a un enemigo colosal cual era la inmensa máquina del Partido.
El 10 de noviembre de 1965, tras fracasar repetidamente en sus intentos por publicar en Pekín el artículo que denunciaba la obra de Wu Han, Mao logró por fin que apareciera impreso en Shanghai, ciudad gobernada por sus seguidores. Fue en aquel artículo donde, por primera vez, apareció el término Revolución Cultural. El propio periódico del Partido, el Diario del Pueblo, se negó a reimprimir el artículo, y lo mismo sucedió con el Diario de Pekín, considerado la voz de la organización del Partido en la capital. En provincias, hubo algunos periódicos que sí lo publicaron. En aquella época, mi padre era supervisor del periódico provincial del Partido, el Diario de Sichuan, y se mostró opuesto a su publicación, que entendía claramente como un ataque al mariscal Peng y a un llamamiento a la caza de brujas. Acudió a ver al hombre que estaba a cargo de los asuntos culturales de la provincia, y éste sugirió telefonear a Deng Xiaoping. Deng no estaba en su despacho, y la llamada fue atendida por el mariscal Ho Lung, íntimo amigo de Deng, miembro del Politburó y la misma persona a la que mi padre había oído decir en 1959: «Realmente, es él [Deng] quien debería estar en el poder.» Ho dijo que no se publicara el artículo.
Sichuan fue una de las últimas provincias que lo publicó, por fin, el 18 de diciembre, mucho después de que el Diario del Pueblo hubiera terminado por hacer lo propio el 30 de noviembre anterior. En este último, el artículo no apareció hasta que el primer ministro Zhou Enlai, quien había emergido como apaciguador de la lucha por el poder, le hubo añadido una nota firmada por el director en la que afirmaba que la Revolución Cultural había de tratarse de una cuestión académica, lo que significaba que no debería considerarse política ni conducir a condenas políticas.
A lo largo de los tres meses siguientes, tanto Zhou como el resto de los oponentes de Mao realizaron intensas maniobras para intentar descabezar la caza de brujas de Mao. En febrero de 1966, mientras éste se encontraba de viaje lejos de Pekín, el Politburó anunció una resolución según la cual las discusiones académicas no debían degenerar en persecuciones. Mao se había mostrado opuesto a dicha resolución, pero se hizo caso omiso de sus deseos.
En abril, se solicitó de mi padre que preparara un documento redactado según el espíritu de la resolución emitida por el Politburó en febrero y destinado a guiar la Revolución Cultural en Sichuan. Redactó lo que luego se conocería como el Documento de Abril. En él, se decía que los debates debían ser estrictamente académicos y no debían permitirse acusaciones disparatadas. Todos los hombres eran iguales ante la verdad, y el Partido no debía servirse de la fuerza para suprimir a los intelectuales.
Justamente antes de su publicación, prevista para el mes de mayo, el documento se vio súbitamente bloqueado. El Politburó adoptó una nueva decisión. Esta vez, Mao había estado presente y se había salido con la suya gracias a la complicidad de Zhou Enlai. El presidente anuló la resolución de febrero y declaró que todos los intelectuales disidentes y sus ideas debían ser eliminados. Subrayó el hecho de que eran precisamente funcionarios del Partido Comunista quienes habían protegido a esos mismos intelectuales disidentes y a otros enemigos de clase. Calificó a dichos funcionarios como «aquellos que, desde el poder, siguen los pasos del capitalismo», y les declaró abiertamente la guerra. Comenzaron a ser conocidos como los «seguidores del capitalismo», y la ingente Revolución Cultural fue oficialmente desencadenada.
¿Quiénes eran exactamente estos «seguidores del capitalismo»? Ni siquiera el propio Mao estaba seguro de ello. Sí sabía que quería sustituir a la totalidad de los miembros del Comité del Partido en Pekín, y así lo hizo. También sabía que quería desembarazarse de Liu Shaoqi, de Deng Xiaoping y de «los enclaves burgueses en el Partido», pero ignoraba quiénes dentro del vasto sistema que formaba el mismo le eran leales y quiénes eran seguidores de Liu, Deng y su «camino hacia el capitalismo». Según sus cálculos, tan sólo controlaba un tercio del Partido. Decidido a no dejar escapar ni a uno solo de sus enemigos, resolvió el derrocamiento de todo el Partido Comunista. Aquellos aún fieles a él sabrían sobrevivir a la tormenta. En sus propias palabras: «Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma.» A Mao no le inquietaba una posible destrucción del Partido: el Mao Emperador siempre predominaría sobre el Mao Comunista. Tampoco le inquietó la posibilidad de perjudicar a alguien innecesariamente, ni siquiera a aquellos que le eran más leales. Uno de sus grandes héroes, el antiguo general Tsao Tsao, había pronunciado una frase inmortal que Mao admiraba sin tapujos: «Prefiero ofender a todos cuantos viven bajo el cielo que permitir que nadie que viva bajo el cielo llegue a ofenderme a mí.» El general había proclamado aquello cuando descubrió que había asesinado a una pareja de ancianos por error ya que, de hecho, el viejo y la vieja a quienes había juzgado como traidores en realidad le habían salvado la vida.
Los vagos gritos de guerra de Mao produjeron una intensa confusión entre la población y la mayoría de los funcionarios del Partido. Pocos sabían cuál era su propósito, ni quiénes eran exactamente sus enemigos aquella vez. Al igual que otros antiguos funcionarios, tanto mi madre como mi padre advirtieron que Mao había decidido castigar a algunos, pero ignoraban quiénes serían los desdichados. Bien podían ser ellos mismos. Ambos se sintieron presas del desconcierto y la aprensión.
Mao, entretanto, llevó a cabo su más importante iniciativa desde el punto de vista organizativo: dispuso una cadena personal de mando que operaba desde el exterior del aparato del Partido de la que, sin embargo, afirmó que se hallaba sometida al Politburó y al Comité Central, lo que le permitía fingir que actuaba bajo las órdenes del propio Partido.
En primer lugar, nombró como colaborador más directo al mariscal Lin Biao, quien tras suceder a Peng Dehuai como ministro de Defensa en 1959 se había encargado de reforzar inmensamente el culto personal de Mao entre las fuerzas armadas. Asimismo, instituyó un nuevo cuerpo bautizado con el nombre de Autoridad de la Revolución Cultural al que colocó a las órdenes de su antiguo secretario Chen Boda, si bien se hallaba liderado de jacto por su jefe de inteligencia -Kang Sheng- y la propia señora Mao. Dicho cuerpo se convirtió en el núcleo del liderazgo de la Revolución Cultural.
A continuación, Mao intervino en los medios de comunicación, y muy especialmente en el Diario del Pueblo, sobre el que recaía la máxima autoridad dado que se trataba del periódico oficial del Partido y la población se había habituado a considerarlo la voz del régimen. El 31 de mayo situó a Chen Boda al frente del mismo, asegurándose así un canal a través del cual podía dirigirse directamente a cientos de millones de chinos.
A partir de junio de 1966, el Diario del Pueblo descargó sobre el país un estridente editorial tras otro en los que reclamaba el establecimiento de la autoridad absoluta del presidente Mao y el aniquilamiento de todos los bueyes y serpientes demoníacos (enemigos de clase) a la vez que exhortaba a la gente a seguir a Mao y a unirse a la vasta puesta en marcha de una Revolución Cultural sin precedentes.
En mi escuela, las clases se interrumpieron por completo desde comienzos de junio, si bien tuvimos que continuar acudiendo a la misma. Los altavoces atronaban con los editoriales del Diario del Pueblo, y la portada del periódico, de estudio obligatorio todos los días, solía aparecer ocupada casi en su totalidad por un retrato de Mao a toda página. Todos los días aparecía una columna de citas de Mao. Aún recuerdo sus consignas en negrita, cuyos textos terminaron profundamente grabados en mi memoria a base de su constante lectura durante las clases: «¡El presidente Mao es el rojo sol de nuestros corazones!» «¡El pensamiento de Mao Zedong es la señal que guía nuestras vidas!» «¡Pulverizaremos a quienes se opongan al presidente Mao!» «¡Nuestro Gran Líder, el presidente Mao, cuenta con el afecto de gente procedente de todo el mundo!» Había páginas de comentarios admirativos atribuidos a extranjeros y fotografías de muchedumbres europeas intentando hacerse con las obras de Mao. El orgullo nacional chino estaba siendo movilizado para reforzar el culto al líder.
De la lectura cotidiana del diario no tardamos en pasar a la declamación y memorización de «Las citas del presidente Mao», reunidas en un libro de bolsillo de tapas rojas conocido como El Pequeño Libro Rojo. A cada uno de nosotros le fue entregado un ejemplar, instruyéndonos al mismo tiempo para que lo atesoráramos como a nuestros propios ojos. Todos los días, cantábamos una y otra vez al unísono pasajes extraídos del mismo. Aún recuerdo muchos de ellos.
Un día leímos en el Diario del Pueblo que un viejo campesino había colgado treinta y dos retratos de Mao en las paredes de su dormitorio «para, independientemente de la dirección en que estuviera mirando, poder ver el rostro de su presidente nada más abrir los ojos». Así, nosotros también nos apresuramos a empapelar los muros de nuestras aulas con retratos de un Mao que mostraba su más benigna sonrisa. Sin embargo, no tardamos en vernos obligados a retirarlos a toda prisa. Había comenzado a circular el rumor de que en realidad el campesino había utilizado los retratos para empapelar sus muros, ya que éstos solían imprimirse en papel de primera calidad y podían obtenerse gratuitamente. Se decía que el periodista que había escrito la historia había sido desenmascarado como un enemigo de clase que recomendaba la ridiculización del presidente Mao. Por primera vez, me sentí inconscientemente asaltada por una sensación de temor hacia el Presidente.
Al igual que El mercado del buey, mi escuela contaba con un equipo de trabajo instalado permanentemente en ella. Aunque sin mucho entusiasmo, sus miembros habían calificado ya a algunos de los mejores profesores como autoridades burguesas reaccionarias, si bien lo habían ocultado a los alumnos. En 1966, no obstante, aterrorizado ante el avance de la Revolución Cultural y enfrentado a la necesidad de crear algunas víctimas, el equipo de trabajo anunció súbitamente los nombres de los acusados ante toda la escuela.
El equipo organizó a los alumnos y a aquellos profesores que aún no habían sido acusados para que escribieran carteles y consignas de denuncia que no tardaron en adornar todos los rincones de sus instalaciones. Los profesores colaboraron por diversos motivos: conformismo, lealtad a las órdenes del Partido, envidia del prestigio y los privilegios de algunos de sus colegas… y miedo.
Entre las víctimas se encontraba mi profesor de lengua y literatura chinas, el señor Chi, a quien yo adoraba. Según uno de los carteles colgados en las paredes, a comienzos de los sesenta había dicho: «Por mucho que gritemos “¡Viva el Gran Salto Adelante!”, eso no servirá para llenarnos los estómagos, ¿no os parece?» Dado que yo ignoraba que el Gran Salto había sido el causante de la hambruna, no comprendía entonces el sentido de su supuesta frase, aunque sí podía captar su tono irreverente.
Había algo en el señor Chi que lo hacía distinto de los demás. En aquella época no podía determinar qué era, pero hoy creo que se trataba de cierto aire de ironía que destilaba. A veces dejaba escapar unas risitas secas e inconclusas que sugerían que había algo que prefería callar. En cierta ocasión respondió con una de ellas a cierta pregunta mía. Una de las lecciones de nuestro libro de texto era un extracto de las memorias de Lu Dingyi, entonces jefe del Departamento Central de Asuntos Públicos, acerca de su experiencia en la Larga Marcha. El señor Chi atrajo nuestra atención sobre una vivida descripción de la tropa recorriendo un zigzagueante sendero de montaña iluminado por las antorchas que portaban sus componentes y del fulgor de las llamas frente a la negrura del cielo sin luna. Cuando llegaban a su destino, todos «se lanzaban a la búsqueda de un cuenco de comida con que llenar sus estómagos». Aquello me desconcertaba profundamente, ya que siempre había oído que los soldados del Ejército Rojo ofrecían a sus camaradas hasta el último bocado aunque ello les supusiera morir de hambre. Me resultaba imposible imaginarlos «lanzándose» a nada. Por fin, acudí al señor Chi en busca de respuesta. Éste soltó una de sus risitas secas, me dijo que yo ignoraba lo que significaba estar hambrienta y cambió rápidamente de tema. Pero yo no me hallaba del todo convencida.
A pesar de aquello, continué sintiendo el mayor respeto por el señor Chi. Me destrozó el corazón verle a él y al resto de los profesores que tanto admiraba salvajemente condenados e insultados. Detestaba las ocasiones en las que el equipo de trabajo pedía a todos los alumnos de la escuela que escribieran carteles murales «desenmascarándoles y denunciándoles».
En aquella época tenía catorce años de edad, sentía una aversión instintiva hacia toda actividad militante y no sabía qué escribir. Me asustaban las sobrecogedoras manchas de la tinta negra sobre las gigantescas hojas de papel que formaban los carteles y el lenguaje violento y extravagante que empleaban, proclamando cosas como «Aplastemos la cabeza de perro de fulano» o «Aniquilemos a mengano si no se rinde». Comencé a hacer novillos y a quedarme en casa, actitud que me reportó constantes críticas por «anteponer a la familia» durante las interminables asambleas que habían pasado a constituir la mayor parte de nuestra vida escolar. Yo odiaba aquellas reuniones, en las que me sentía acosada por una sensación de imprevisible peligro.
Un día, mi director delegado, el señor Kan, un hombre alegre y rebosante de energía, fue acusado de ser un seguidor del capitalismo y de proteger a los profesores condenados. Toda su labor en la escuela a lo largo de los años fue tachada de capitalista, incluida su dedicación a las obras de Mao, ya que había empleado menos horas en ella que en sus estudios académicos.
Similar conmoción me produjo ver al alegre secretario de la Liga Juvenil Comunista de la escuela, el señor Shan, acusado de ser anti-presidente Mao. El señor Shan era un hombre arrebatador cuya atención me había esforzado por atraer, ya que podría haberme ayudado a ingresar en la Liga Juvenil cuando alcanzara los quince años de edad mínima requerida para ello.
Hasta entonces, había estado impartiendo un curso de filosofía marxista a los jóvenes de dieciséis a dieciocho años de edad, a los que había encargado escribir ciertas redacciones. Posteriormente, había subrayado algunas partes de las mismas que consideró especialmente bien escritas, y sus alumnos habían unido aquellas partes desconectadas entre sí para formar un pasaje -evidentemente sin sentido- que los carteles proclamaron como anti-Mao. Años después, me enteré de que aquel método de fabricar acusaciones a base de unir arbitrariamente frases no relacionadas entre sí se remontaba nada menos que a 1955, año en que mi madre había sido detenida por los comunistas por primera vez. Ya entonces, algunos escritores se habían servido de él para atacar a sus colegas.
También algunos años después, el señor Shan me dijo que el verdadero motivo por el que tanto él como el tutor habían sido escogidos como víctimas era que no habían estado presentes en aquel momento, ocupados como estaban por su condición de miembros de otro grupo de trabajo. Ello los había convertido en chivos expiatorios sumamente propicios. El hecho de que no se llevaran bien con el director, quien había permanecido en su puesto, empeoraba las cosas. «De haber estado nosotros allí y él fuera, ese hijo de mala madre no hubiera sido capaz de subirse los pantalones de tanta mierda como iba a tener en ellos», me dijo el señor Shan en tono apesadumbrado.
El señor Kan -el director delegado- había sido un devoto miembro del Partido, y sintió que se le había tratado de un modo terriblemente injusto. Una tarde, escribió una nota de despedida y se cortó la garganta con una navaja. Su esposa, que ese día llegó a casa antes de lo habitual, lo trasladó a toda prisa al hospital. El equipo de trabajo procuró no divulgar la noticia de su intento de suicidio, ya que en un miembro del Partido se hubiera considerado un acto de traición, pues equivalía a una pérdida de fe en el Partido y a un intento de chantaje. Por todo ello, el desdichado no merecía compasión alguna. Los miembros del equipo, sin embargo, se sintieron nerviosos. Sabían muy bien que habían estado inventándose víctimas sin la menor justificación.
Cuando mi madre se enteró de lo ocurrido con el señor Kan, se echó a llorar. Le gustaba mucho aquel hombre, y sabía que siendo, como era, un hombre de inmenso optimismo debía de haberse visto sometido a una presión inhumana para actuar de aquel modo.
Mi madre se negó a dejarse arrastrar en su propia escuela por el impulso de crear víctimas del pánico. Sin embargo, los adolescentes del colegio, exaltados por los artículos del Diario del Pueblo, comenzaron a atacar a sus profesores. El Diario del Pueblo exhortaba a aplastar los sistemas de exámenes que (citando a Mao) «trataban a los alumnos como enemigos» y formaban parte de los nefastos designios de los «intelectuales burgueses», término que (citando una vez más a Mao) cabía aplicar a la mayoría de los profesores. El periódico denunciaba también a los «intelectuales burgueses» por envenenar las mentes de los jóvenes con basura capitalista en un intento de prepararlos para un futuro regreso del Kuomintang. «¡No podemos permitir que los intelectuales burgueses sigan dominando nuestras escuelas!», clamaba Mao.
Un día, cuando mi madre llegó al colegio a lomos de su bicicleta descubrió que los alumnos habían reunido al director, al supervisor académico, a los profesores graduados -los cuales, según la prensa oficial, debían ser considerados autoridades burguesas reaccionarias- y a todos los demás profesores que no les gustaban. A continuación, los habían encerrado en un aula y habían puesto un cartel en la puerta con las palabras «clase de los demonios». Los profesores se lo habían permitido debido al estado de estupefacción en el que la Revolución Cultural los había sumido: efectivamente, los alumnos parecían contar ahora con cierta clase de autoridad tan indefinida como inequívoca. Las instalaciones se llenaron de consignas gigantes extraídas en su mayor parte de los titulares del Diario del Pueblo.
Para llegar al aula, ahora convertida en prisión, mi madre hubo de atravesar una muchedumbre de alumnos. Algunos mostraban un aspecto feroz; otros parecían avergonzados; otros preocupados, y algunos dubitativos. Desde el momento de su llegada, otros alumnos habían comenzado a seguirla. Como líder del equipo de trabajo, en ella recaía la autoridad suprema, pues constituía la encarnación del Partido. Los alumnos la contemplaban en espera de órdenes. Una vez organizada su cárcel, ignoraban qué hacer a continuación.
Mi madre anunció enérgicamente que la «clase de los demonios» quedaba disuelta. Ello produjo cierto revuelo entre los alumnos, pero ninguno osó desafiar su orden. Algunos comenzaron a murmurar entre sí, pero guardaron silencio cuando mi madre les pidió que dijeran lo que tuvieran que decir en voz alta. A continuación, les dijo que era ilegal detener a alguien sin autorización, y que no debían maltratar a sus profesores, ya que éstos eran merecedores de su gratitud y respeto. La puerta del aula se abrió y los prisioneros fueron puestos en libertad.
Aquel modo de enfrentarse a la corriente que entonces imperaba constituyó un acto de notable valentía por parte de mi madre. Muchos otros equipos de trabajo se dedicaban a convertir en víctimas a personas completamente inocentes para así salvar su propia piel. De hecho, ella misma tenía más motivos de preocupación que la mayoría. Las autoridades provinciales habían castigado ya a numerosos chivos expiatorios, y mi padre tenía el poderoso presentimiento de que él habría de ser el siguiente. Un par de colegas suyos le habían comentado discretamente que en algunas de las organizaciones a su cargo la gente comenzaba a decir que convendría considerarle sospechoso.
Mis padres nunca nos decían nada de todo aquello a mis hermanos y a mí. El pudor que hasta entonces les había impedido hablar de política aún lograba evitar que nos abrieran su mente. Ahora, además, les resultaba aún más difícil hablar. La situación era tan complicada y confusa que ni siquiera ellos mismos la comprendían. ¿Qué podrían habernos dicho para que la entendiéramos nosotros? ¿Y de qué hubiera servido, en cualquier caso? Nadie podía hacer nada. Es más, la propia información resultaba peligrosa. Como resultado, mis hermanos y yo no nos hallábamos en absoluto preparados para la Revolución Cultural, aunque sí intuíamos vagamente la proximidad de una catástrofe.
Bajo aquella atmósfera llegó el mes de agosto y, súbitamente, como una tormenta que asolara China a su paso, surgieron millones de guardias rojos.