27. «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»

La muerte de mi padre (1974-1976)

Durante todo aquel tiempo, y a diferencia de la mayoría de sus colegas, mi padre aún no había sido rehabilitado, ni tampoco nombrado para desempeñar puesto alguno. Desde su regreso de Pekín en compañía de mi madre, en otoño de 1972, había permanecido sentado en nuestra casa de la calle del Meteorito sin hacer nada. El problema era que había llegado a criticar a Mao por su nombre. El equipo que investigaba su caso intentó mostrarse comprensivo y atribuir a su enfermedad mental algunas de las cosas que había dicho acerca del líder, pero hubo de enfrentarse a una feroz oposición por parte de las autoridades superiores, las cuales exigían que fuera sometido a una severa condena. En cuanto a sus colegas, muchos de ellos se mostraban solidarios con él y le admiraban, pero se veían obligados a pensar en su propio pellejo. Por otra parte, mi padre no pertenecía a ninguna camarilla ni contaba con un protector poderoso, lo que quizá podría haberle ayudado. Por el contrario, tenía numerosos enemigos situados en puestos elevados.

Un día en que mi madre se hallaba disfrutando de uno de sus breves períodos de libertad, allá por 1968, vio a un antiguo amigo de mi padre en un establecimiento de comida callejero. Estaba acompañado por su mujer, a la que de hecho había conocido a través de mi madre y de la señora Ting cuando ambas trabajaban en Yibin. A pesar del evidente deseo de la pareja de no intercambiar con ella más allá de un simple ademán de saludo, mi madre se dirigió a su mesa, se sentó con ellos y les rogó que intercediesen frente a los Ting para que perdonaran a mi padre.Tras escucharla, el hombre sacudió la cabeza negativamente y dijo: «No es tan sencillo…» A continuación, mojó el dedo en su taza de té y escribió el carácter Zuo sobre la mesa, tras lo cual dirigió a mi madre una mirada significativa, se puso en pie junto con su esposa y partió sin decir una palabra más.

Zuo era un antiguo colega de mi padre, y uno de los pocos funcionarios de alto rango que no habían sufrido persecución alguna durante la Revolución Cultural. Se había convertido en el niño bonito de los Rebeldes de la señora Shau y en amigo de los Ting, pero supo sobrevivir a su caída y a la de Lin Biao y siguió en el poder.

Mi padre se negó a retirar sus palabras contra Mao, pero cuando el equipo le sugirió que fueran atribuidas a su crisis mental la angustia le impulsó a aceptar.

Entretanto, iba sintiéndose cada vez más descorazonado ante la situación general. No había principios que gobernaran el comportamiento de las personas ni la conducta del Partido. La corrupción inició un regreso en gran escala. Los funcionarios daban prioridad absoluta a sus familias y a sí mismos. Independientemente de la calidad de sus trabajos, los maestros otorgaban a todos sus alumnos las mejores calificaciones por miedo a recibir una paliza, y los conductores de autobús no cobraban los billetes. La consagración al bien común era un concepto abiertamente escarnecido. La Revolución Cultural de Mao había destruido simultáneamente la disciplina del Partido y la moralidad cívica.

Mi padre, consciente de que ello sólo serviría para incriminar aún más a su familia y a sí mismo, tenía dificultades a la hora de controlar su impulso de continuar diciendo abiertamente lo que pensaba.

Dependía por completo de los tranquilizantes. Cuando parecía que el clima político se encontraba más relajado reducía la dosis, pero volvía a aumentarla cada vez que las campañas se intensificaban. Cuando los psiquiatras reponían sus existencias, sacudían la cabeza con gesto dubitativo y le advertían de que era muy peligroso continuar tomando dosis tan elevadas. Él, sin embargo, apenas lograba abandonar las pastillas durante cortos períodos. En mayo de 1974, sintiendo que se encontraba al borde de una nueva crisis, solicitó ser sometido a tratamiento. Aquella vez fue rápidamente hospitalizado gracias a que sus antiguos colegas habían recuperado sus puestos en la administración sanitaria.

Yo pedí permiso en la universidad y acudí junto a él para hacerle compañía en el hospital. Había sido puesto a cargo del doctor Su, el mismo psiquiatra que ya le había tratado anteriormente. El doctor Su había sido condenado durante el gobierno de los Ting por emitir un diagnóstico veraz acerca del estado de mi padre, y se le había ordenado escribir una «confesión» en la que afirmara que éste había estado fingiendo su locura. Él se había negado, motivo por el que había sufrido numerosas palizas y asambleas de denuncia y se había visto expulsado de la profesión médica. Yo misma le había visto un día, en 1968, vaciando cubos de basura y limpiando las escupideras del hospital. Aunque sólo tenía treinta años, su cabello había encanecido. Tras la caída de los Ting, fue rehabilitado. Al igual que la mayoría de los doctores y enfermeras, se mostró sumamente amigable con mi padre y conmigo. Todos ellos me dijeron que cuidarían bien de mi padre y que no tenía necesidad de permanecer junto a él, pero yo insistí: quería hacerlo. Opinaba que necesitaba cariño por encima de cualquier otra cosa, y me inquietaba lo que podría ocurrir si sufría una crisis sin tener a nadie a su lado. Su presión sanguínea era peligrosamente alta, y había sufrido ya numerosos ataques cardíacos de menor importancia que le habían provocado ciertas dificultades de locomoción. Parecía siempre a punto de desplomarse, y los doctores me habían advertido de que una caída podría resultarle fatal. Así, me instalé con él en el pabellón de hombres, en la misma habitación que había ocupado durante el verano de 1967. Cada habitación podía acomodar a dos pacientes, pero a mi padre se le permitió disfrutar exclusivamente de la suya, y yo pude ocupar la cama libre.

No me separaba de él ni un instante por temor a que se cayera. Cuando acudía al lavabo, yo esperaba fuera. Si permanecía en su interior más tiempo de lo que se me antojaba razonable, comenzaba a imaginar que había sufrido un ataque al corazón y me ponía a mí misma en ridículo llamándole repetidamente. Todos los días daba largos paseos junto a él en el jardín trasero, siempre lleno de otros pacientes que, ataviados con sus pijamas de rayas grises, vagaban incesantemente con la mirada perdida. Su contemplación siempre me asustaba y entristecía.

El jardín era un muestrario de vivos colores. En el césped podían verse blancas mariposas revoloteando sobre los amarillos dientes de león, y los macizos de flores circundantes aparecían adornados por un álamo temblón chino, varios bambúes de gráciles movimientos y el intenso color granate de unas cuantas flores de granado que asomaban tras un seto de adelfas. A medida que caminábamos, yo componía mis poemas.

En un extremo del jardín había un gran salón de recreo al que acudían los internos para jugar a las cartas y al ajedrez u hojear los escasos periódicos y libros recientemente aprobados. Una enfermera me contó que en las primeras etapas de la Revolución Cultural se había utilizado aquella sala para que los pacientes estudiaran las obras de Mao, ya que el sobrino de éste, Mao Yuanxin, había «descubierto» que para los enfermos mentales el Pequeño Libro Rojo constituía una forma de cura mucho mejor que el tratamiento médico. Las sesiones de estudio -añadió la enfermera- no habían durado mucho, debido a que «cada vez que un paciente abría la boca todos nos sentíamos aterrorizados. ¿Quién sabía qué iba a decir?».

Los internos no eran violentos, pues el tratamiento les despojaba de toda su vitalidad física y mental. Aun así, resultaba inquietante vivir en su compañía, y especialmente por la noche, cuando mi padre se sumía en el profundo sueño de sus pastillas y un denso silencio se adueñaba del edificio. Al igual que el resto de las habitaciones, la nuestra carecía de cerrojo, y varias veces me desperté sobresaltada para descubrir junto a la cama a un hombre que había alzado la mosquitera y me contemplaba con la mirada intensa de los perturbados. En aquellas ocasiones me inundaba un sudor frío y tenía que alzar el edredón para ahogar un grito, ya que lo último que deseaba era despertar a mi padre. El sueño era fundamental para su recuperación. Al cabo, el paciente terminaba por marcharse arrastrando los pies.

Transcurrido un mes, mi padre regresó a casa. Sin embargo, aún no estaba completamente curado. Su mente llevaba demasiado tiempo en tensión, y el entorno político era aún demasiado represivo para que pudiera relajarse. Tuvo que continuar tomando tranquilizantes. Los psiquiatras nada podían hacer. Su sistema nervioso se desgastaba gradualmente, al igual que su cuerpo y su mente.

Por fin, el equipo de investigación redactó el borrador de su veredicto. En él se afirmaba que había cometido graves errores políticos, lo que suponía encontrarse a un paso de recibir la calificación de «enemigo de clase». De acuerdo con las normas del Partido, el veredicto fue entregado a mi padre para que lo refrendara con su firma. Cuando lo leyó, sus ojos se inundaron de lágrimas. Pero firmó.

Las autoridades superiores no aceptaron el veredicto. Exigían otro aún más severo.

En marzo de 1975, mi cuñado Lentes era uno de los candidatos a ascenso de la fábrica en la que trabajaba, y al departamento de mi padre acudió un equipo de funcionarios de personal encargados de realizar la investigación política de rigor. Los visitantes fueron recibidos por un antiguo Rebelde del grupo de la señora Shau, quien les dijo que mi padre era antiMao. Lentes no obtuvo su ascenso. Prefirió no revelárselo a mis padres por temor a disgustarles, pero un amigo del departamento de mi padre vino a visitarnos y mi padre alcanzó a oír cómo se lo contaba a mi madre en un susurro. Dando muestras de un dolor indescriptible, pidió disculpas a Lentes por poner en peligro su futuro. Con lágrimas de desesperación en los ojos, dijo a mi madre: «¿Qué he hecho para que incluso mi yerno tenga que verse hundido de este modo? ¿Qué tengo que hacer para salvaros a todos?»

A pesar de que continuaba tomando grandes dosis de tranquilizantes, casi no durmió durante los días y noches que siguieron. La tarde del 9 de abril anunció que se iba a echar una siesta.

Cuando mi madre terminó de hacer la cena en nuestra pequeña cocina de la planta baja, decidió dejarle dormir un poco más. Por fin, subió al dormitorio, y al descubrir que no lograba despertarle comprendió que había sufrido un ataque al corazón. No teníamos teléfono, por lo que salió corriendo hacia la clínica del Gobierno provincial, situada a una manzana de distancia y pidió ayuda a su director, el doctor Jen.

El doctor Jen era un médico sumamente competente, y antes de la Revolución Cultural había tenido a su cargo a los pacientes de mayor rango del complejo. A menudo había visitado nuestro apartamento para interesarse solícitamente por nuestro estado de salud. Sin embargo, cuando comenzó la Revolución Cultural y caímos en desgracia se tornó frío y desdeñoso hacia nosotros. Ya en numerosas ocasiones había sido testigo de comportamientos como el suyo, y nunca dejaron de sorprenderme.

Cuando mi madre llegó, el doctor Jen se mostró claramente irritado y le dijo que acudiría cuando hubiera terminado lo que estaba haciendo. Ella le dijo que un ataque al corazón no podía esperar, pero él la miró como diciéndole que con su impaciencia no arreglaría nada. Transcurrió una hora hasta que se dignó venir a casa acompañado por una enfermera y sin su equipo de primeros auxilios. La enfermera hubo de regresar al hospital a buscarlo. El doctor Jen hizo girar unas cuantas veces a mi padre en el lecho y a continuación se sentó a esperar. Así, pasó otra media hora, al término de la cual mi padre había muerto.

Aquella noche yo estaba en mi dormitorio de la universidad, trabajando a la luz de una vela como consecuencia de uno de los frecuentes apagones, cuando llegaron algunos miembros del departamento de mi padre, me introdujeron en un coche y me llevaron a casa sin darme explicaciones.

Mi padre se encontraba tendido sobre un costado, y su rostro mostraba una expresión insólitamente apacible, como si se encontrara sumido en un sueño tranquilo. Había perdido su aspecto senil, y parecía incluso más joven de lo que podría esperarse de sus cincuenta y cuatro años de edad. Al verle, sentí como si se me desgarrara el corazón y rompí en sollozos incontrolables.

Durante varios días lloré en silencio. Pensé en la vida de mi padre, en su malgastada abnegación y en sus sueños destrozados. No tenía que haber muerto y, sin embargo, su muerte parecía inevitable. Para él no había lugar en la China de Mao porque había intentado ser un hombre honrado. Se había visto traicionado por algo a lo que había dedicado toda su vida, y aquella traición le había destruido.

Mi madre exigió que el doctor Jen fuera castigado. De no haber sido por su negligencia, acaso mi padre hubiera sobrevivido. Sin embargo, su solicitud fue rechazada y calificada de «emotividades de viuda». Ella decidió no insistir, ya que prefería concentrarse en una batalla más importante: conseguir un discurso fúnebre digno para mi padre.

Se trataba de una cuestión extremadamente importante, ya que todo el mundo lo interpretaría como la valoración definitiva del Partido con respecto a mi padre. Su contenido sería incluido en su expediente personal y continuaría determinando el futuro de sus hijos aun después de muerto. Tales discursos se atenían a modelos predeterminados y a fórmulas establecidas de antemano, y cualquier desviación de las expresiones habitualmente utilizadas para un funcionario rehabilitado se interpretarían como una reserva o una condena del difunto por parte del Partido. Se redactó un borrador que fue presentado previamente a mi madre. Su contenido era un cúmulo de distorsiones condenatorias. Mi madre sabía que con aquel discurso de despedida nuestra familia jamás lograría verse libre de sospechas. En el mejor de los casos, tendríamos que vivir en un estado de inseguridad permanente, aunque lo más probable es que nos viéramos discriminados generación tras generación. Rechazó numerosos borradores.

Aunque todo parecía en su contra, sabía que existía un fuerte sentimiento de simpatía hacia mi padre. Para una familia china como la nuestra, había llegado el momento de recurrir a un cierto grado de chantaje emocional. Tras la muerte de mi padre, mi madre había sufrido un colapso, lo que no la impidió batallar desde su lecho con infatigable voluntad. Amenazó con denunciar a las autoridades durante el funeral si no obtenía un discurso aceptable. Convocó a los amigos y colegas de mi padre y les dijo que depositaba en sus manos el futuro de sus hijos. Todos ellos prometieron apoyar a mi padre y, por fin, las autoridades cedieron. Aunque nadie se atrevía aún a referirse a él como un personaje rehabilitado, la declaración se modificó hasta adoptar una forma relativamente inocua.

El funeral se celebró el 21 de abril. De acuerdo con el procedimiento habitual, fue organizado por un comité funerario compuesto por antiguos colegas de mi padre en el que se incluían algunas de las personas que habían participado en su persecución (entre ellas Zuo). El acontecimiento fue cuidadosamente planificado hasta el último detalle, y a él asistieron las aproximadamente quinientas personas de rigor. Todas ellas habían sido seleccionadas de modo proporcional entre las docenas de departamentos y secciones del Gobierno provincial, así como entre las oficinas que dependían del departamento de mi padre. Incluso la odiosa señora Shau se encontraba presente. Se requirió de cada organización que enviara una corona de flores de papel, especificando en todos los casos el tamaño de la misma. En cierto modo, mi familia se alegró de que se tratara de un acto oficial. En el caso de una persona de la posición de mi padre, una ceremonia privada hubiera resultado algo inusitado, y se habría interpretado como la prueba de que había sido repudiado por el Partido. Yo no alcancé a reconocer a todos los presentes, pero al acto acudieron todos aquellos de mis amigos a cuyos oídos había llegado la noticia, entre ellos Llenita, Nana y los electricistas de mi antigua fábrica. Comparecieron igualmente mis compañeros de clase de la universidad, incluido el funcionario estudiantil Ming. Mi viejo amigo Bing -a quien me había negado a ver tras el fallecimiento de mi abuela- también se presentó, y nuestra amistad se reanudó desde aquel mismo instante en el mismo punto en el que se había interrumpido.

El ritual prescribía que un representante de la familia del fallecido debía tomar la palabra, papel que me correspondió a mí. Recordé ante los congregados el carácter de mi padre, sus principios morales, su fe en el Partido y su apasionada consagración al pueblo. En aquel momento, confiaba que su trágica muerte dejara a los asistentes con mucho en qué pensar.

Al final, cuando todos desfilaron para estrecharnos la mano, pude ver lágrimas en los rostros de muchos antiguos Rebeldes. Incluso la señora Shau mostraba un aspecto lúgubre. Evidentemente, contaban con la máscara apropiada para cada ocasión. Algunos de los Rebeldes susurraron a mi oído: «Lamentamos mucho cuánto tuvo que sufrir tu padre.» Acaso fuera cierto, pero, ¿qué diferencia tenía? Mi padre ya no vivía… y todos ellos eran en gran medida responsables de su muerte. Me pregunté si someterían a otros al mismo padecimiento en la próxima campaña.

Una joven a la que no conocía apoyó la cabeza sobre mi hombro y rompió en violentos sollozos. Sentí cómo me introducía una nota en la mano. Más tarde la leí. En ella aparecían garabateadas las siguientes palabras: «Siempre me he sentido profundamente impresionada por el carácter de tu padre. Debemos aprender de él y aspirar a ser sus dignos sucesores para la causa que ha dejado atrás: la gran causa revolucionaria del proletariado.» ¿Acaso era realmente aquello el único resultado de mi discurso?, pensé. Tenía la sensación de que no existía modo de evitar la apropiación por parte de los comunistas de cualquier principio moral o sentimiento de nobleza.


Un día, algunas semanas antes de su muerte, me había sentado con mi padre en la estación de Chengdu, adonde habíamos acudido a esperar la llegada de un amigo suyo. Nos encontrábamos en la misma zona semidescubierta en la que mi madre y yo habíamos aguardado casi diez años antes cuando ésta viajó a Pekín para interceder por él. El recinto de espera no había cambiado mucho; si acaso, parecía aún más deteriorado y mucho más concurrido que entonces. Más y más viajeros abarrotaban la gran plaza que se abría ante la estación. Algunos dormían; otros, sencillamente, aguardaban sentados; algunas mujeres daban el pecho a sus hijos; unos cuantos pedían limosna. Se trataba de campesinos del Norte que huían del hambre que imperaba en sus tierras como consecuencia en parte del mal tiempo y en parte del sabotaje de la cuadrilla de la señora Mao. Habían viajado hacinados sobre los techos de los vagones, y circulaban numerosas historias de personas que habían caído de los trenes o habían resultado decapitadas al atravesar los túneles.

De camino a la estación, había preguntado a mi padre si podríamos viajar al Sur para pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. «La prioridad de mi vida -dije- es pasarlo bien.» Él había sacudido la cabeza con desaprobación: «Cuando se es joven, la prioridad debe residir en el estudio y el trabajo.»

Volví a sacar el tema a colación en la zona de espera. Una empleada barría el suelo. Al llegar a cierto punto, su camino se vio parcialmente interrumpido por una campesina del Norte que aguardaba sentada en el suelo junto a un fardo raído y dos niños de corta edad cubiertos de harapos. Sin mostrar la menor turbación se había descubierto el pecho, negro de suciedad, y amamantaba a un tercero. La empleada siguió barriendo y arrojó todo el polvo sobre ellos, como si no se encontraran allí, pero la campesina no movió un músculo.

Mi padre se volvió hacia mí y dijo: «Viendo el modo en que vive toda esta gente a tu alrededor, ¿cómo puedes pensar en divertirte?» Yo guardé silencio. No me decidí a decirle: «Pero, ¿qué puedo hacer yo, un simple individuo más? ¿Acaso debo vivir a disgusto para nada?» Aquello hubiera sonado espantosamente egoísta. Había sido educada según la tradición de «contemplar el interés de toda la nación como mi propio deber» (yi tian-xia wei ji-ren).

Ahora, en el vacío que se abría ante mí tras la muerte de mi padre, comencé a cuestionar todos aquellos preceptos. No quería enfrentarme a misiones grandiosas, ni a «causas»; tan sólo deseaba vivir mi propia vida, ya fuera tranquila o frivola. Le dije a mi madre que quería ir a pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. Ella me animó a ir, y lo mismo hizo mi hermana quien, junto con Lentes, se había instalado con nosotros nada más regresar a Chengdu. La fábrica de Lentes -en teoría responsable de su alojamiento- no había vuelto a construir nuevos apartamentos desde el comienzo de la Revolución Cultural. Por entonces, muchos de sus empleados -incluido el propio Lentes- eran solteros, y habían optado por alojarse en dormitorios de ocho personas. Ahora, diez años después, la mayoría se habían casado y tenían hijos. No tenían lugar donde vivir, por lo que se veían obligados a instalarse con sus padres o sus suegros. Resultaba habitual ver a tres generaciones sucesivas viviendo en la misma habitación.

Mi hermana no había podido obtener un empleo, ya que el hecho de que se hubiera casado antes de contar con un trabajo en la ciudad la excluía de ese derecho. Ahora, sin embargo, se le había concedido un puesto en la administración de la Escuela de Medicina China de Chengdu gracias a una norma que decía que a la muerte de un empleado estatal un miembro de su descendencia podría ocupar su lugar.

Partí en el mes de julio en compañía de Jin-ming, quien a la sazón estaba estudiando en Wuhan, una gran ciudad situada junto al Yangtzé. Nuestra primera escala fue la cercana montaña de Lushan, dotada de una exuberante vegetación y un clima excelente. Allí se habían celebrado importantes conferencias del Partido -entre ellas la que en 1959 había servido para denunciar al mariscal Peng Dehuai- y el lugar se hallaba considerado de interés especial «para aquellos que deseaban obtener una educación revolucionaria». Cuando sugerí que fuéramos a visitarla, Jin-ming dijo con tono incrédulo: «¿Acaso no quieres descansar de tanta “educación revolucionaria”?»

Tomamos numerosas fotografías, y al final habíamos agotado un rollo entero de película con excepción de una foto. Durante el camino de descenso pasamos junto a una villa de dos pisos semioculta por un bosquecillo de pinos de sombrilla, magnolios y pinos comunes. Su aspecto era casi el de un montón de piedras dispuestas al azar frente a las rocas. Se me antojó como un lugar particularmente encantador, por lo que aproveché para sacar la última fotografía. De repente, un individuo surgió de no sé dónde y me ordenó con voz baja -pero imperiosa- que le entregara la cámara. No vestía uniforme, pero advertí que portaba una pistola. Abrió la cámara y veló todo el contenido del carrete, tras lo cual desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos turistas próximos a mí me susurraron que aquélla era una de las residencias veraniegas de Mao, y yo experimenté una nueva punzada de repulsión hacia el líder, si bien no tanto por sus privilegios como por la hipocresía de permitirse una vida de lujos y al mismo tiempo decir a sus subditos que incluso las simples comodidades eran perjudiciales para ellos. Ya fuera del alcance del oído del guardián, yo me lamentaba por la pérdida de mis treinta y seis fotografías cuando Jin-ming me dijo con una sonrisa: «¡Eso te pasa por curiosear en lugares sagrados!»

Partimos de Lushan en autocar. Como todos los de China, circulaba abarrotado de viajeros, y teníamos que estirar el cuello desesperadamente para poder respirar. Prácticamente no se habían vuelto a construir autocares nuevos desde el comienzo de la Revolución Cultural, época durante la cual la población urbana había aumentado en varias decenas de millones de personas. Al cabo de unos minutos de trayecto, nos detuvimos repentinamente. La puerta delantera se abrió y un hombre de aspecto autoritario y vestido de paisano logró abrirse paso hasta el interior. «¡Agachaos! ¡Agachaos! -ladró-. ¡Se aproximan unos visitantes norteamericanos y es malo para el prestigio de nuestra patria que vean vuestras cabezas desaliñadas!» Intentamos agacharnos, pero el autocar estaba demasiado atestado. El hombre gritó: «¡Es deber de todos salvaguardar el honor de nuestra patria! ¡Debemos mostrar un aspecto digno y pulcro! ¡Agachaos! ¡Doblad las rodillas!»

Súbitamente, oí el vozarrón de Jin-ming: «¿Acaso no nos ha instruido el presidente Mao para que jamás nos arrodillemos ante los imperialistas norteamericanos?» Aquello equivalía a buscar problemas, ya que el sentido del humor no era una cualidad apreciada. El hombre dirigió una severa mirada en nuestra dirección, pero no dijo nada. Paseó la vista rápidamente por el interior del autocar y partió apresuradamente. No quería que los «visitantes norteamericanos» fueran testigos de una escena. Ante los extranjeros había que ocultar cualquier forma de discordia.

Por doquiera que viajábamos en nuestro recorrido a lo largo del Yangtzé veíamos las secuelas de la Revolución Cultural: templos destrozados, estatuas derribadas y antiguos poblados destruidos. Apenas quedaban testimonios de la antigua civilización china. El daño, sin embargo, no quedaba ahí. China no sólo había destruido la mayor parte de sus más hermosos tesoros sino también su capacidad para apreciarlos, y ahora era incapaz de reponerlos. Con excepción de sus paisajes -cubiertos de cicatrices pero aún arrebatadores- China se había convertido en un país feo.

Al término de nuestras vacaciones, tomé yo sola un vapor desde Wuhan para ascender de regreso a lo largo de las gargantas del Yangtzé. El viaje duró tres días. Una mañana, me encontraba asomada por la borda cuando una ráfaga de viento me desató el peinado y arrojó mi horquilla al agua. Un pasajero con quien había estado charlando señaló en dirección a un afluente que se unía al Yangtzé en aquel mismo punto y me relató una historia.

En el año 33 a.C, el emperador de China, en un intento de aplacar a sus poderosos vecinos septentrionales del país, los hunos, decidió enviar una mujer para que se desposara con el rey de aquellos bárbaros. Realizó su selección entre los retratos de las tres mil concubinas de su corte, a muchas de las cuales nunca había visto. Dado que el destinatario era un bárbaro, escogió el retrato más feo, pero el día de la partida descubrió que aquella mujer era, en realidad, sumamente hermosa. Su retrato era feo debido a que se había negado a sobornar al pintor de la corte. El Emperador ordenó ejecutar al artista, mientras la mujer, sentada junto a un río, lloraba por tener que abandonar su país para habitar entre los bárbaros. El viento le arrebató la horquilla y la dejó caer en el agua como si con ello quisiera conservar algo perteneciente a ella en la tierra que la había visto nacer. Posteriormente, la mujer se suicidó.

Según la leyenda, las aguas del río se tornaban intensamente cristalinas en el lugar en que había caído la horquilla, y allí la corriente se llamaba río del Cristal. Mi compañero de viaje me dijo que era aquel afluente que veíamos. Con una sonrisa, añadió: «¡Ay, es un mal presagio! Podrías acabar viviendo en una tierra extraña y casándote con un bárbaro!» Yo sonreí ante aquella nueva muestra de la obsesión tradicional china por considerar a las demás razas como bárbaros, y me pregunté si para aquella mujer de la antigüedad no hubiera sido mejor casarse con el rey bárbaro. Al menos, de ese modo hubiera podido estar todos los días en contacto con las praderas, los caballos y la naturaleza. Con el Emperador chino tenía que vivir en una lujosa prisión en la que ni siquiera habría habido árboles, ya que su presencia podría haber permitido a las concubinas trepar por ellos y escapar. Me sentí como las ranas del pozo en una leyenda china, quienes afirmaban que el tamaño del cielo era el de la redonda abertura del brocal. Experimenté un deseo intenso y urgente de ver el mundo.

En aquella época, yo aún no había hablado nunca con un extranjero, pese a que ya tenía veintitrés años y llevaba casi dos estudiando inglés. Los únicos extranjeros que había visto había sido en Pekín, en 1972. En cierta ocasión, mi universidad había recibido la visita de un extranjero, uno de los escasos «amigos de China». Era un cálido día de verano y yo me encontraba echando una siesta cuando una compañera irrumpió en nuestro dormitorio y nos despertó con un chillido: «¡Ha venido un extranjero! ¡Vamos todos a ver al extranjero!» Algunos la siguieron, pero yo decidí quedarme y continuar con mi siesta. La idea de ir todos a mirar a alguien boquiabiertos como si fuéramos zombis se me antojaba ridicula. Por otra parte, ¿de qué nos serviría verle si se nos prohibía dirigirnos a él a pesar de tratarse de un «amigo de China»?

Nunca había oído hablar a un extranjero, salvo en una única ocasión y por medio de un disco de Linguaphone. Por entonces comenzaba a aprender el idioma y conseguí un disco y un fonógrafo para escucharlo en nuestra casa de la calle del Meteorito. Algunos vecinos congregados en el patio sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos mientras decían: «¡Qué sonidos tan curiosos!» Cuando terminó, me rogaron que volviera a ponerlo una y otra vez.

Hablar con un extranjero era el sueño de todo estudiante, y un día se presentó por fin mi oportunidad. Al regresar de mi viaje por el Yangtzé supe que mi curso había de ser enviado en octubre a una ciudad portuaria del Sur llamada Zhanjiang para practicar el inglés con marineros de otros países. La perspectiva me llenó de júbilo.

Zhanjiang se encontraba a unos mil doscientos kilómetros de Chengdu, lo que suponía un viaje de dos días y dos noches en tren. Era el más meridional de los puertos importantes del país, próximo a la frontera con Vietnam. Parecía una ciudad extranjera, con sus edificios coloniales de principios de siglo, sus arcos pseudorrománicos, sus rosetones y sus grandes porches adornados con sombrillas de brillantes colores. La población local hablaba cantones, idioma que casi resultaba una lengua extranjera. El aire se hallaba impregnado por el olor poco familiar del mar, el cual se mezclaba con el de su vegetación tropical y con el aroma de un mundo más grande.

Sin embargo, la emoción que experimentaba al encontrarme allí se veía sometida a constantes frustraciones. Viajábamos acompañados por un supervisor político y tres profesores, quienes decidieron que aunque nos encontrábamos a poco más de un kilómetro del mar no debía permitírsenos aproximarnos a él. El propio puerto permanecía siempre cerrado por miedo a sabotajes o deserciones. Se nos dijo que un estudiante de Guangzhou se las había arreglado para ocultarse en la bodega de un buque sin advertir que habría de permanecer allí encerrado durante varias semanas. Para cuando le descubrieron, había muerto. Debíamos restringir nuestros movimientos a una zona claramente definida que apenas comprendía unas pocas manzanas en torno a nuestra residencia.

Aquella clase de normas formaban parte de nuestra vida cotidiana, pero nunca dejaban de exasperarme. Un día, me vi asaltada por una necesidad irrefrenable de salir. Fingiéndome enferma, conseguí que me dieran permiso para acudir a hospital situado en el centro de la ciudad. Recorrí las calles desesperadamente, intentando sin éxito distinguir el mar. Los habitantes locales no se mostraron en absoluto cooperadores: les disgustaba la gente que no hablaba cantones, y se negaron a comprenderme. Permanecimos en aquel puerto durante tres semanas, y tan sólo una vez -y a título excepcional- se nos permitió visitar una isla para ver el mar.

Dado que el objetivo de nuestra estancia allí era el poder conversar con los marinos, fuimos distribuidos en pequeños grupos que se turnaban para trabajar en los dos lugares que podíamos visitar: el Almacén de la Amistad -en el que se vendían diversos artículos a cambio de divisas -y el Club de Marinos, el cual contaba con un bar, un restaurante, una sala de billar y otra de ping-pong.

Existían normas estrictas acerca de cómo debíamos dirigirnos a los marinos. No se nos permitía hablar con ellos a solas más allá de unas pocas frases intercambiadas sobre el mostrador del Almacén de la Amistad. Si nos preguntaban el nombre y dirección, bajo ningún concepto podíamos darles los auténticos. Después de cada conversación teníamos que escribir un informe detallado de todo cuanto se había dicho (práctica habitual para todos aquellos que tenían contacto con extranjeros). Se nos advirtió una y otra vez de la importancia de observar la «disciplina en los contactos con extranjeros» (she wai ji-lu). De otro modo, nos decían, no sólo tendríamos serios problemas sino que se prohibiría que acudieran más estudiantes.

De hecho, nuestras oportunidades de practicar el inglés eran escasas y muy espaciadas entre sí. No todos los días llegaban barcos, y no todos los marinos descendían a tierra. La mayor parte de ellos no eran ingleses nativos, sino griegos, japoneses, yugoslavos, africanos y también numerosos filipinos, la mayoría de los cuales apenas hablaban un poco de inglés. No obstante, conocimos también a un capitán escocés y a su mujer, así como a algunos escandinavos que hablaban un inglés magnífico.

Cuando aguardábamos en el bar la llegada de nuestros anhelados marinos, yo solía sentarme en el porche trasero, y allí me dedicaba a leer y a contemplar los bosquecillos de cocoteros y palmeras dibujados contra el cielo de color azul zafiro. Teníamos tantas ganas de conversar que, tan pronto como entraban nuestros interlocutores, nos poníamos en pie de un salto y prácticamente saltábamos sobre ellos intentando, eso sí, mantener la mayor compostura posible. A menudo advertía en sus rostros una expresión de extrañeza cuando rechazábamos sus invitaciones para tomar una copa. Teníamos prohibido aceptar bebidas de ellos. De hecho, no se nos permitía beber en absoluto: las elegantes botellas y latas occidentales que se alineaban en las estanterías se hallaban destinadas exclusivamente a los extranjeros. Nos limitábamos a permanecer allí sentados en grupos de cuatro o cinco jóvenes de distinto sexo y expresión solemne e intimidatoria. Yo ignoraba entonces lo extraña que aquella situación debía de resultar para los marinos… y lo distinta de su alegre concepto de vida portuaria.

Cuando llegaron los primeros marineros negros, las muchachas fuimos discretamente prevenidas por nuestros maestros de que debíamos tener cuidado: «Se encuentran menos desarrollados, y aún no han aprendido a controlar sus instintos, por lo que son propensos a demostrar abiertamente sus sentimientos siempre que pueden, ya sea por medio de caricias, abrazos… incluso besos.» Ante un auditorio de rostros sorprendidos y asqueados, nuestros maestros nos contaron que una de las mujeres del último grupo se había puesto a gritar en medio de una conversación porque un marinero gambiano había intentado abrazarla. Había pensado que iba a ser violada (rodeada como estaba por una muchedumbre de chinos), y se asustó tanto que no fue capaz de hablar con ningún otro extranjero durante el resto de su estancia.

Los miembros masculinos del alumnado -y, sobre todo, los funcionarios estudiantiles- eran responsables de nuestra protección. Cada vez que un marinero negro se dirigía a una de nosotras, nuestros compañeros intercambiaban fugaces miradas y corrían al rescate, desviando el tema de conversación y situándose entre nosotras y nuestros interlocutores. Es posible que sus precauciones pasaran desapercibidas para los marineros negros, especialmente si se tiene en cuenta que rápidamente comenzaban a hablar de «la amistad entre China y los pueblos de Asia, África y Latinoamérica». «China es un país en vías de desarrollo -declamaban, siguiendo el libro de texto al pie de la letra-, que siempre se mantendrá del lado de las masas oprimidas y explotadas del mundo en su lucha contra los imperialistas norteamericanos y los revisionistas soviéticos.» Ante aquello, los negros solían mostrarse a la vez desconcertados y conmovidos, y a veces abrazaban a los estudiantes de sexo masculino, quienes correspondían con gestos de camaradería.

Siguiendo la «gloriosa teoría» de Mao, el régimen solía insistir en que China formaba parte del grupo de países en vías de desarrollo. Sin embargo, el líder intentaba presentarlo como si ello no equivaliera al reconocimiento de un hecho sino que se tratara de una actitud magnánima por la que China se permitía descender a dicho nivel. Su modo de decirlo no dejaba lugar a dudas con respecto a la noción de que habíamos ingresado en las filas del Tercer Mundo para guiarlo y protegerlo, lo que nos proporcionaba una presencia tanto más grandiosa frente al mundo.

Aquella actitud arrogante me irritaba profundamente. ¿Por qué motivo habíamos de considerarnos superiores? ¿Por nuestra tasa de población? ¿Por nuestro tamaño? En Zhanjiang pude comprobar que los marinos del Tercer Mundo -equipados con elegantes relojes, cámaras y bebidas que jamás habíamos visto antes- se encontraban en una posición infinitamente mejor e incomparablemente más libre de la que, con la excepción de unos pocos, disfrutaban los chinos.

Los extranjeros me inspiraban una tremenda curiosidad, y me sentía impaciente por descubrir cómo eran realmente. ¿Qué diferencias tenían con los chinos, y qué similitudes? Sin embargo, me veía obligada a disimular mi interés ya que, aparte de ser una actitud peligrosa, podía contemplarse como una pérdida de prestigio. Bajo el dominio de Mao, al igual que durante los días del Imperio Medio, los chinos daban gran importancia a mantener su dignidad frente a los extranjeros, lo que equivalía a mostrar una actitud distante e inescrutable. Una forma corriente de lograrlo consistía en no mostrar interés alguno por el mundo exterior, por lo que muchos de mis compañeros jamás formulaban preguntas a nuestros visitantes.

Acaso debido en parte a mi irreprimible curiosidad y en parte a mi nivel de inglés -más avanzado que el del resto- todos los marineros parecían especialmente interesados en hablar conmigo, incluso a pesar del hecho de que yo procuraba hablar lo menos posible con objeto de proporcionar a mis compañeros mayores ocasiones para practicar el idioma. Algunos de nuestros visitantes se negaban incluso a hablar con los demás estudiantes. Me convertí asimismo en la preferida del director del Club de Marinos, un tipo enorme y fornido llamado Long. Ello despertó la ira de Ming y de algunos de los supervisores. Para entonces, nuestras asambleas políticas incluían un examen del modo en que cada uno observaba la disciplina en los contactos con extranjeros. Se dijo que yo había violado dicha disciplina debido a que parecía «demasiado interesada», «sonreía demasiado» y «abría demasiado» la boca al hacerlo. Fui asimismo criticada por gesticular con las manos al hablar: se suponía que las estudiantes debíamos mantener las manos bajo la mesa y permanecer inmóviles.

En gran número de sectores de la sociedad china aún se esperaba que las mujeres mantuvieran una actitud recatada, que bajaran la mirada si algún hombre las contemplaba y que restringieran sus sonrisas a una leve curva de los labios que no llegara a descubrir sus dientes. Jamás debíamos gesticular al hablar. Cualquiera que contraviniera aquellas normas de comportamiento era acusada de coqueta y, bajo el régimen de Mao, coquetear con los extranjeros constituía un crimen incalificable.

Aquellas insinuaciones me enfurecían. Eran mis propios padres comunistas quienes me habían proporcionado una educación liberal. Precisamente, siempre habían contemplado las restricciones a que se hallaban sometidas las mujeres como la clase de costumbres a las que la revolución comunista debía poner fin. Ahora, sin embargo, la opresión de las mujeres avanzaba de la mano de la represión política al servicio del resentimiento y de los celos más mezquinos.

Un día, llegó un buque paquistaní. El agregado militar de Pakistán se trasladó desde Pekín, y Long nos ordenó que limpiáramos el club de arriba abajo y organizó un banquete para el que solicitó mis servicios como intérprete, lo que despertó las envidias de muchos otros estudiantes. Pocos días después, los paquistaníes ofrecieron en su barco una cena de despedida a la que yo fui invitada. El agregado militar conocía Sichuan, y habían preparado un plato especial sichuanés en mi honor. Tanto Long como yo nos mostramos encantados ante la invitación.

Sin embargo, ni los ruegos personales del propio capitán ni las amenazas de Long de no admitir más estudiantes en el futuro hicieron cambiar de opinión a mis profesores, quienes dijeron que no se permitiría a nadie subir a bordo de un navio extranjero. «¿Quién asumiría la responsabilidad si alguien se marcha en el buque?», decían. Se me ordenó que adujera que aquella tarde iba a estar ocupada. Por lo que yo sabía entonces, se me estaba obligando a rechazar la única ocasión que jamás tendría de realizar un recorrido por el mar, disfrutar de una comida extranjera, tener una conversación en inglés como es debido y obtener cierta experiencia del mundo exterior.

Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente dudosa».

En aquel puerto encantador, con su clima soleado, su brisa marina y sus cocoteros, vi todos los momentos que deberían haber sido motivo de júbilo convertidos para mí en experiencias miserables. Contaba en el grupo con un buen amigo que siempre intentaba animarme contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto. Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.

El joven en cuestión era hijo de un colega de mi padre. El resto de los estudiantes procedentes de la ciudad también se mostraban amigables conmigo. No resultaba difícil distinguirlos de los jóvenes procedentes del campesinado, especialmente abundantes entre los funcionarios estudiantiles. Los estudiantes de ciudad se mostraban mucho más firmes y seguros de sí mismos al enfrentarse al ambiente nuevo de un puerto marítimo y, en consecuencia, no se sentían tan ansiosos por mostrar agresividad hacia mí. Zhanjiang constituía un severo cambio cultural para los antiguos campesinos, cuyos sentimientos de inferioridad alimentaban el origen de su permanente obsesión por hacer la vida imposible a los demás.

Tras una estancia de tres semanas, me despedí de Zhanjiang con una mezcla de alivio y pesadumbre. Durante el viaje de regreso a Chengdu, algunos amigos y yo fuimos a visitar la legendaria Guilin, un lugar en el que las montañas y los ríos parecían extraídos de las pinturas clásicas chinas. Allí había turistas extranjeros, y un día vimos a una pareja acompañada de un niño que el hombre sostenía en sus brazos. Nos sonreímos e intercambiamos un saludo de «Buenos días». Tan pronto como desaparecieron de nuestra vista, un policía de paisano nos detuvo para interrogarnos.

Regresé a Chengdu en el mes de diciembre. La ciudad hervía de indignación contra la señora Mao y tres hombres de Shanghai, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían unido sus fuerzas para defender el baluarte de la Revolución Cultural. Habían alcanzado una relación tan próxima que ya en julio de 1974 Mao les había prevenido de que no formaran una Banda de Cuatro, si bien la población aún ignoraba esto último. Para entonces, el líder -que a la sazón contaba ochenta y un años- les apoyaba por completo, cansado ya de las pragmáticas perspectivas de Zhou Enlai y de Deng Xiaoping, quien se había ocupado de la gestión cotidiana del Gobierno desde enero de 1975, época en la que el primero había ingresado en el hospital aquejado de un cáncer. Las interminables y absurdas minicampañas de la Banda habían llevado a la población al límite de su paciencia, y en círculos privados comenzaban a circular rumores como única fuente de la que disponían los ciudadanos para descargar su profunda frustración.

Las especulaciones más intensas se desarrollaban en torno a la señora Mao. Dado que aparecía frecuentemente en compañía de un actor de ópera, un jugador de ping-pong y un bailarín de ballet ascendidos personalmente por ella a los máximos cargos de sus respectivas profesiones, y dado igualmente que todos ellos eran jóvenes y apuestos, la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho, hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían, en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas -casi todas ellas procedentes de Albania y Rumania- se censuraron todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha proximidad (y no digamos si se besaban).

En autobuses, trenes y tiendas era frecuente asistir a escenas de mujeres que imprecaban y abofeteaban a los hombres. En algunas de tales ocasiones, los hombres negaban las acusaciones y se producía un intercambio de insultos. Yo misma fui objeto de varios intentos de abusos sexuales. Cada vez que ocurría, me limitaba a escabullirme fuera del alcance de las temblorosas manos o rodillas que lo habían provocado. Aquellos hombres me inspiraban lástima. Vivían en un mundo en el que no existía forma alguna de descarga para su sexualidad a no ser que tuvieran la suerte de lograr un matrimonio feliz, para lo que contaban con pocas probabilidades. El secretario adjunto del Partido para mi universidad, un hombre de edad avanzada, fue sorprendido en unos grandes almacenes con los pantalones empapados de semen. Se había visto empujado contra una mujer que había junto a él por la acción de la multitud. Fue conducido a la comisaría de policía y expulsado del Partido. Las mujeres lo pasaban igualmente mal. No había organización en la que una o dos de ellas no fueran condenadas como «zapatos desgastados» por haber sostenido relaciones extramatrimoniales.

Aquellas normas no afectaban a los líderes. El octogenario Mao solía aparecer rodeado de hermosas jóvenes. Aunque las historias que circulaban en torno a él eran difundidas en forma de cautelosos susurros, las que se referían a su esposa y sus amigos de la Banda de los Cuatro solían transmitirse de modo abierto y desinhibido. A finales de 1975, China era un hervidero de encendidos rumores. Durante la minicampaña titulada «Nuestra Patria Socialista es un Paraíso», muchos sugirieron abiertamente la pregunta que yo ya me había formulado a mí misma ocho años antes: «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»

En 8 de enero de 1976 murió el primer ministro Zhou Enlai. Para mí, al igual que para muchos otros chinos, Zhou había simbolizado un gobierno comparativamente sensato y liberal que creía en la necesidad de asegurar el funcionamiento del país. Durante los tenebrosos años de la Revolución Cultural, Zhou había representado para todos una débil esperanza. Tanto mis amigos como yo nos sentimos anonadados por su muerte. Nuestro dolor por su desaparición y el odio que sentíamos hacia Mao, su camarilla y la Revolución Cultural se convirtieron en dos sentimientos inseparablemente entrelazados.

Zhou, sin embargo, había colaborado con Mao en la Revolución Cultural. Él había sido el encargado de pronunciar el discurso de denuncia de Liu Shaoqi como «espía norteamericano». Se había reunido casi diariamente con los guardias rojos y los Rebeldes para darles órdenes. En febrero de 1967, cuando la mayoría del Politburó y de los mariscales de la nación habían intentado detener la Revolución Cultural, Zhou les había negado su apoyo. Siempre había sido un fiel servidor de Mao. Empero, quizá había actuado de ese modo para evitar un desastre aún más horrendo, tal como la guerra civil que podría haber estallado de haberse producido un desafío generalizado a la política de Mao. Al mantener China en funcionamiento, había dado lugar a que Mao la sumiera en el caos, pero probablemente también había salvado al país de un derrumbamiento total. Dentro de los límites de la seguridad, había procurado proteger a cierto número de personas, entre ellas a mi padre durante algún tiempo, y había evitado la destrucción de algunos de los más importantes monumentos culturales del país. Al parecer, se había visto atrapado en un dilema moral insoluble, si bien no hay que descartar la posibilidad de que siempre hubiera dado prioridad a su propia supervivencia. Debía de ser consciente de que sería aplastado si osaba enfrentarse a Mao.

El campus se convirtió en un espectacular océano de blancas coronas de papel y de carteles y pareados que expresaban el luto general. Todos lucían un brazalete negro y una flor blanca prendida sobre el pecho, y sus rostros mostraban una expresión apesadumbrada. Se trataba de un luto en parte espontáneo y en parte organizado. Las muestras de dolor por su fallecimiento constituían para la población en general y para las autoridades locales un medio de expresar su desaprobación de la Banda de los Cuatro, ya que era sabido que en el momento de su muerte Zhou estaba siendo atacado por sus componentes, quienes habían ordenado que el luto se mantuviera dentro de unos límites discretos. No obstante, había muchos que lloraban a Zhou por motivos muy distintos. Tanto Ming como otros funcionarios estudiantiles de mi curso encomiaban la supuesta intervención de Zhou en la supresión del alzamiento contrarrevolucionario de Hungría en 1956, su contribución al establecimiento del prestigio de Mao como líder mundial y su absoluta lealtad al mismo.

Fuera del campus se producían chispas de disensión aún más esperanzadoras. En las calles de Chengdu aparecían pintadas escritas en el borde de los carteles, y grandes multitudes se agrupaban estirando los cuellos en su intento por leer la diminuta caligrafía. Un cartel rezaba: «El cielo se ha tornado oscuro, una gran estrella ha desaparecido…» Garabateadas al margen, podían leerse las palabras: «¿Cómo puede estar oscuro el cielo? ¿Qué hay del “rojo, rojo sol”?» (en referencia a Mao). Una consigna mural exhortaba: «¡Freíd a los perseguidores del primer ministro Zhou!» y, junto a ella, una pintada respondía: «Vuestra ración mensual de aceite es tan sólo de dos liang [95 ml] ¿Con qué pensáis freírlos?» Por primera vez en diez años, era testigo de expresiones públicas de ironía y humor, y sentí que mi ánimo se enardecía.

Mao nombró a un inútil don nadie llamado Hua Guofeng para suceder a Zhou y montó una campaña destinada a denunciar a Deng y responder ante el regreso de la derecha. La Banda de los Cuatro difundió los discursos de Deng Xiaoping como objetivos de denuncia. En uno de ellos, pronunciado en 1975, Deng había admitido que los campesinos de Yan'an se hallaban entonces en peor situación que cuarenta años antes, a la llegada de los comunistas tras su Larga Marcha. En otro, había declarado que un jefe del Partido debía decir a los profesionales: «Vosotros me guiáis, yo os sigo.» En un tercero había esbozado sus planes para mejorar el nivel de vida, permitir una mayor libertad y poner fin a las persecuciones políticas. Comparados con las acciones de la Banda de los Cuatro, aquellos documentos convirtieron a Deng en un héroe popular y llevaron a un punto de ebullición el odio que la población sentía hacia la Banda. Yo no daba crédito a mis ojos, y pensaba: ¡parecen despreciar a la población china hasta el punto de que dan por supuesto que la lectura de estos discursos hará que odiemos a Deng en lugar de admirarle y que, encima, les admiraremos a ellos!

En la universidad recibimos la orden de denunciar a Deng en interminables asambleas multitudinarias. Casi todos, sin embargo, mostrábamos una resistencia pasiva, y durante aquellas pantomimas rituales deambulábamos por el auditorio o charlábamos, leíamos, hacíamos punto e incluso dormíamos. Los oradores leían sus guiones preparados de antemano con voz monótona, inexpresiva y casi inaudible.

Dado que Deng procedía de Sichuan, circularon numerosos rumores según los cuales iba a ser enviado de regreso a Chengdu como una forma de exilio. A menudo podía ver grandes multitudes alineadas a lo largo de las calles porque habían oído que el dirigente estaba a punto de llegar. En algunas ocasiones, su número se contaba por decenas de miles.

Al mismo tiempo, existía una animosidad cada vez más generalizada contra la Banda de los Cuatro, conocida también como Banda de Shanghai. Dejaron súbitamente de venderse bicicletas y otros artículos fabricados en Shanghai. Cuando el equipo de fútbol de Shanghai acudió a Chengdu, sus miembros fueron abucheados durante todo el partido, y la multitud se reunió frente al estadio para insultarlos a la entrada y a la salida.

En toda China comenzaron a desencadenarse diversos actos de protesta que alcanzaron su punto culminante durante el Festival de Barrido de Tumbas de la primavera de 1976, tradición mediante la cual los chinos presentan sus respetos a los difuntos. En Pekín, cientos de miles de ciudadanos se congregaron durante varios días seguidos en la plaza de Tiananmen para llorar a Zhou. Portaban coronas especialmente elaboradas, y pronunciaron discursos y apasionadas declamaciones de poesía. Sirviéndose de un simbolismo y un lenguaje codificados que, sin embargo, todos comprendían, vertieron todo el odio que sentían hacia la Banda de los Cuatro e incluso hacia Mao. La protesta fue aplastada en la noche del 5 de abril: la policía cargó sobre la muchedumbre y detuvo a varios cientos de personas. Mao y la Banda de los Cuatro denominaron aquel episodio una «rebelión contrarrevolucionaria al estilo húngaro». Deng Xiaoping, que a la sazón se encontraba incomunicado, fue acusado de organizar y dirigir las manifestaciones y bautizado con el nombre de Nagy chino (Nagy había sido el primer ministro húngaro en 1956). Mao depuso oficialmente a Deng e intensificó la campaña en contra de él.

Pese a que la manifestación fue sofocada y ritualmente condenada por los medios de comunicación, el solo hecho de que se hubiera producido sirvió para cambiar el estado de ánimo del país. Se trataba del primer desafío abierto en gran escala que había sufrido el régimen desde su fundación en 1949.

En junio de 1976 mi curso fue enviado a pasar un mes en una fábrica de las montañas para aprender de los obreros. Al concluir nuestra estancia, partí con algunos amigos en un viaje de ascensión al magnífico monte Emei, La Ceja de la Belleza, situado al oeste de Chengdu. El 28 de julio, cuando ya descendíamos de regreso, oímos una emisión de radio que un turista escuchaba a gran volumen a través su transistor. Siempre me había irritado profundamente el insaciable apetito de la gente por aquella máquina de propaganda. ¡Y encima en un paraje escénico! Como si nuestros oídos no hubieran sufrido ya bastante con la absurda baraúnda que escupían los omnipresentes altavoces… Aquella vez, sin embargo, algo captó mi atención. Se había producido un terremoto en una ciudad minera cercana a Pekín llamada Tangshan. Comprendí que debía de haberse tratado de una catástrofe sin precedentes, pues los medios de comunicación raramente anunciaban malas noticias. En efecto, las cifras oficiales ascendían a doscientos cuarenta y dos mil muertos y ciento sesenta y cuatro mil heridos graves [8].

Aunque posteriormente inundaron los medios de comunicación con declaraciones propagandísticas en las que manifestaban su interés por las víctimas, los miembros de la Banda de los Cuatro advirtieron que el terremoto no debía distraer la atención del país de su prioridad anterior: la denuncia de Deng. La señora Mao dijo públicamente: «Tan sólo hubo algunos centenares de miles de muertos. ¿Y qué? La denuncia de Deng Xiaoping afecta a ochocientos millones de personas.» Incluso viniendo de ella, aquellas palabras resultaban demasiado ignominiosas, pero lo cierto es que fueron oficialmente difundidas.

La zona de Chengdu se vio alertada por numerosas alarmas de terremoto, por lo que a mi regreso del monte Emei me trasladé con mi madre y con Xiao-fang a Chongqing, considerado un lugar más seguro. Mi hermana, que prefirió permanecer en Chengdu, durmió durante aquellos días bajo una robusta mesa de grueso roble cubierta por mantas y edredones. Los funcionarios organizaron grupos de personas para construir refugios improvisados y despacharon equipos que se turnaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar el comportamiento de diversas especies animales a las que se atribuía el poder de presentir los seísmos. La Banda de los Cuatro, sin embargo, continuó ocupada en instalar consignas murales en las que descargaban frases tales como «¡Manteneos alerta ante el criminal intento de Deng Xiaoping por explotar el pánico producido por los terremotos para suprimir la revolución!», y convocó una concentración para «condenar solemnemente a los seguidores del capitalismo que se sirven del miedo de la población a los terremotos para sabotear la denuncia de Deng». El acontecimiento resultó un fracaso.

Regresé a Chengdu a comienzos de septiembre. Para entonces comenzaba ya a remitir el miedo colectivo producido por los seísmos. El 9 de septiembre de 1976 por la tarde, me encontraba yo en clase de inglés. A eso de las tres menos veinte se nos dijo que a las tres de la tarde se emitiría un importante comunicado y que deberíamos reunimos todos en el patio para escucharlo. Ya en otras ocasiones se habían producido convocatorias parecidas, y salí al patio sumida en un estado de irritación. Era un nuboso día de otoño típico de Chengdu. Podía oírse el rumor de las hojas de los bambúes al rozar contra los muros. Poco antes de las tres, mientras el altavoz aún emitía los habituales chasquidos que indicaban que estaba siendo sintonizado, la secretaria del Partido de nuestro departamento se situó frente a los que nos hallábamos allí congregados. Contemplándonos con expresión apesadumbrada, comenzó a titubear con dificultad las siguientes palabras: «Nuestro Gran Líder el presidente Mao, Su Reverencia Venerable (ta-lao-ren-jia), ha…»

De repente, comprendí que Mao había muerto.

Загрузка...