3. «Todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo»

La vida bajo la dominación japonesa (1938-1945)

A comienzos de 1938 mi madre ya casi había cumplido los siete años de edad. Era sumamente despierta, y se mostraba muy interesada por el estudio. Sus padres pensaron que debería ir al colegio tan pronto como comenzara el nuevo año escolar, poco después de la celebración del Año Nuevo chino.

La educación se hallaba estrechamente controlada por los japoneses, y en especial los cursos de historia y ética. La lengua oficial de las escuelas no era el chino, sino el japonés. A partir del cuarto grado de enseñanza elemental, todas las lecciones eran en japonés, y japoneses eran la mayor parte de los profesores.

El 11 de septiembre de 1939, cuando mi madre cursaba su segundo año de enseñanza elemental, Pu Yi -emperador de Manchukuo- y su esposa llegaron a Jinzhou en visita oficial. Mi madre resultó elegida para entregar un ramo de flores a la Emperatriz a su llegada. Sobre un estrado alegremente decorado esperaba una gran muchedumbre salpicada de banderitas amarillas de papel con los colores de Manchukuo. Mi madre recibió un enorme ramo de flores. Se sentía llena de confianza en sí misma mientras aguardaba entre la banda de música y un grupo de dignatarios ataviados con chaqués. Un muchacho que tendría aproximadamente la edad de mi madre permanecía severamente erguido junto a ella con el ramo de flores que debía entregar a Pu Yi. Cuando la real pareja hizo su aparición, la banda acometió el himno nacional de Manchukuo. Todos los presentes se pusieron firmes. Mi madre se adelantó e hizo una reverencia mientras sostenía el ramo con mano experta. La Emperatriz lucía un vestido blanco y unos elegantes guantes del mismo color que le llegaban a los codos. Mi madre pensó que era extraordinariamente hermosa. Se las arregló para hurtar la mirada en dirección a Pu Yi, quien vestía un uniforme militar, y pensó que tras sus gruesos lentes tenía «ojos de cerdito».

Aparte del hecho de que era una alumna modelo, uno de los motivos por los que mi madre había resultado elegida para entregar las flores a la Emperatriz era que, al igual que el doctor Xia, siempre rellenaba en los impresos el espacio destinado a la nacionalidad con la palabra «manchú», ya que se suponía que Manchukuo era el estado independiente de los manchúes; Pu Yi resultaba especialmente útil para los japoneses ya que la mayoría de las pocas personas que llegaban a reflexionar sobre ello pensaban que aún seguían bajo la soberanía del emperador manchú. El propio doctor Xia se consideraba un subdito leal del mismo, actitud que compartía con mi abuela. Era tradicional que las mujeres demostraran el amor que sentían por su esposo mostrándose de acuerdo con él en todo, por lo que tal actitud representaba para mi abuela una disposición natural. Se sentía tan feliz junto al doctor Xia que no deseaba apartar sus opiniones de las de él en lo más mínimo.

En la escuela, mi madre aprendió que su país era Manchukuo, y que entre sus países vecinos se contaban dos repúblicas chinas: una, hostil, liderada por Chiang Kai-shek; otra, amistosa, encabezada por Wang Jing-wei (una marioneta al servicio de los japoneses). Nunca le habían inculcado el concepto de una China que incluyera a Manchuria.

Los alumnos eran educados para ser subditos obedientes de Manchukuo, y una de las primeras canciones que aprendió mi madre fue la siguiente:

Por la calle caminan muchachos rojos y muchachas verdes;

todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo.

Tú eres feliz y yo soy feliz;

Todo el mundo vive en paz y trabaja alegremente

libre de toda preocupación.

Los maestros afirmaban que Manchukuo era un paraíso terrenal. Pero incluso a pesar de su corta edad, mi madre podía advertir que el único paraíso era el que disfrutaban los japoneses. Los niños japoneses acudían a escuelas separadas, bien equipadas y caldeadas, y dotadas de suelos brillantes y ventanas limpias. Las escuelas destinadas a los niños locales se albergaban en viejos templos y casas semiderruidas donadas por mecenas privados. No tenían calefacción. Era frecuente que en invierno toda la clase tuviera que dar una vuelta a la manzana corriendo en mitad de una lección o que los niños azotaran el suelo con los pies para defenderse del frío.Los maestros no sólo eran japoneses, sino que utilizaban asimismo métodos japoneses entre los que se incluía la costumbre de golpear a los niños de modo rutinario. El más leve fallo, equivocación o abandono de las reglas y etiqueta prescritas -tales como que una muchacha llevara el pelo medio centímetro por debajo de las orejas- eran castigados físicamente. Tanto los niños como las niñas eran duramente abofeteados en el rostro, y los primeros solían ser golpeados en la cabeza con un garrote de madera. Otro de los castigos consistía en permanecer arrodillado sobre la nieve durante horas.

Cuando los niños de la localidad se cruzaban con un japonés en la calle, debían hacer una reverencia y abrirle paso aunque el japonés fuera más joven que ellos. A menudo, los niños japoneses detenían a los niños locales y les abofeteaban sin motivo alguno. Los alumnos, por su parte, tenían que realizar complicadas reverencias frente a sus maestros cada vez que se encontraban con ellos. Mi madre solía bromear con sus amigas diciendo que la llegada de un maestro japonés era como un torbellino que soplara en una pradera: uno tan sólo veía la hierba que se inclinaba a su paso.

De igual modo, numerosos adultos se inclinaban ante los japoneses por temor a ofenderlos, si bien lo cierto es que al principio la presencia japonesa no alteró demasiado la vida de los Xia. Los puestos de alta y mediana importancia eran desempeñados por oriundos del lugar, ya se tratara de manchúes o chinos han como mi bisabuelo, quien aún conservaba su cargo policial en Yixian. En 1940, había en Jinzhou unos quince mil japoneses. Los vecinos de los Xia eran japoneses, y mi abuela se mostraba amigable con ellos. El marido era funcionario del Gobierno. Todas las mañanas, su mujer solía situarse frente a la verja con sus tres hijos y se inclinaba profundamente ante él cuando salía y subía a su rickshaw [4]para ir al trabajo. Tras verle partir, se aplicaba a sus propias labores, consistentes en moldear bolas de combustible fabricadas con polvo de carbón. Por motivos que mi madre y mi abuela nunca llegaron a saber, siempre utilizaba para ello unos guantes de color blanco que no tardaban en adquirir un aspecto mugriento.

La japonesa visitaba a mi abuela con frecuencia. Se sentía sola, pues su marido pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Solía traer consigo un poco de sake, y mi abuela preparaba algo de comer, como verduras sazonadas con soja. Mi abuela hablaba algo de japonés, y su amiga sabía algunas palabras en chino. Se tarareaban canciones mutuamente e incluso derramaban algunas lágrimas cuando se emocionaban. A menudo se ayudaban la una a la otra con las labores del jardín. La vecina japonesa poseía para el cuidado de la tierra unas magníficas herramientas que eran la admiración de mi abuela. A menudo invitaban también a mi madre a jugar en su jardín.

Sin embargo, los Xia no podían evitar oír rumores acerca de las fechorías de los japoneses. Numerosos pueblos de las vastas llanuras de Manchuria eran incendiados, y los habitantes que sobrevivían eran encerrados en «aldeas estratégicas». Más de cinco millones de personas -aproximadamente una sexta parte de la población- perdieron sus hogares, y decenas de miles murieron. Los obreros eran explotados hasta la muerte en las minas japonesas para extraer materiales que luego se exportaban a Japón, ya que Manchuria era especialmente rica en recursos naturales. En numerosos casos, eran desabastecidos de sal, por lo que carecían de suficiente energía para huir.

Durante largo tiempo, el doctor Xia había argumentado que el Emperador no estaba informado de las vilezas que se cometían debido a que se hallaba prácticamente prisionero de los japoneses. Sin embargo, cuando Pu Yi dejó de referirse a Japón como «nuestro país vecino y amigo» para otorgarle el tratamiento de «país hermano mayor» y, por fin, de «país progenitor», el doctor Xia descargó el puño sobre la mesa y dijo que era un «cobarde y un fatuo». Incluso entonces, afirmaba que no estaba seguro del nivel de responsabilidad que había de atribuirse al Emperador por todas aquellas atrocidades. Hasta que, un día, dos sucesos traumáticos vinieron a modificar el mundo de los Xia.

Un día de finales de 1941, el doctor Xia estaba en su consulta cuando un hombre al que jamás había visto entró en la habitación. Iba vestido con harapos, y su escuálido cuerpo aparecía casi doblado en dos. El hombre explicó que era un culi [5] empleado en el ferrocarril, y que llevaba algún tiempo sufriendo espantosos dolores de estómago. Su labor consistía en transportar pesadas cargas desde el amanecer hasta el anochecer durante los trescientos sesenta y cinco días del año. No sabía si lograría continuar así, pero lo cierto era que si perdía su trabajo no podría sacar adelante a su esposa y a su hijo recién nacido.

El doctor Xia le dijo que su estómago era incapaz de digerir los ásperos alimentos que ingería. El 1 de junio de 1939, el Gobierno había anunciado que a partir de entonces el arroz quedaba reservado para los japoneses y un pequeño número de colaboradores. La mayor parte de la población local había pues de subsistir con una dieta de bellotas y sorgo, sumamente difíciles de digerir. El doctor Xia le proporcionó gratuitamente un medicamento y ordenó a mi madre que le diera una pequeña bolsa de arroz que había adquirido ilegalmente en el mercado negro.

Poco después, el doctor Xia supo que el hombre había muerto en un campo de trabajos forzados. Tras abandonar la consulta, había consumido el arroz, había regresado a las obras del ferrocarril y lo había vomitado durante el trabajo. Un guardia japonés había observado la presencia de granos de arroz en el vómito y el hombre había sido detenido como «delincuente económico» y enviado a un campo de detención. Dado su estado de debilidad, tan sólo había podido sobrevivir unos pocos días. Al saber la noticia de su muerte, su esposa había decidido ahogarse junto con el pequeño.

Aquel incidente sumió al doctor Xia y a mi abuela en una profunda amargura. Ambos se sentían responsables de la muerte del hombre. El doctor Xia repetía con frecuencia «¡El arroz no sólo puede salvar vidas, sino también matar! ¡Tres vidas por un pequeño saco!». Comenzó a referirse a Pu Yi como «ese tirano».

Poco después, la familia se vio sacudida más de cerca por una nueva tragedia. El hijo menor del doctor Xia trabajaba en Yixian como maestro de escuela. Al igual que en todas las escuelas de Manchukuo, en el despacho del director colgaba un gran retrato de Pu Yi ante el que todo el mundo debía saludar al penetrar en la estancia. Un día, el hijo del doctor Xia olvidó saludar ante el retrato de Pu Yi. El director le gritó que se inclinara inmediatamente y le abofeteó en el rostro con tal violencia que le hizo perder el equilibrio. El hijo del doctor Xia montó en cólera:

– ¿Es que tengo que inclinarme todos los días? ¿Acaso no puedo permanecer en pie un instante? Ya lo había saludado durante la reunión de la mañana…

El director le abofeteó de nuevo y gritó:

– ¡Es tu Emperador! ¡Todos los manchúes necesitáis aún aprender los modales más elementales!

El hijo del doctor Xia vociferó:

– ¡Qué dice usted, si eso no es más que un trozo de papel!

En ese instante, otros dos maestros, ambos oriundos del lugar, entraron e impidieron que dijera nada que pudiera incriminarle aún más. Por fin, logró dominarse e incluso realizó una especie de reverencia ante el retrato.

Aquella tarde, recibió la visita de un amigo, quien le reveló que corría el rumor de que había sido tachado de «delincuente de pensamiento», delito que a la sazón se castigaba con penas de prisión, e incluso con la muerte. El hijo del doctor Xia huyó, y su familia jamás volvió a saber nada de él. Lo más probable es que fuera capturado y que muriera en prisión o en un campo de trabajo. El doctor nunca logró recuperarse de aquel disgusto, que le convirtió en enemigo acérrimo de Manchukuo y de Pu Yi.

Pero la historia no terminó ahí. Debido al «crimen» cometido por su hermano, los matones locales comenzaron a acosar a De-gui, el único hijo del doctor Xia que aún vivía. Le exigían dinero a cambio de protección y le acusaban de haber incumplido su deber como hermano mayor. De-gui les pagó, pero con ello sólo consiguió que le exigieran aún más. Por fin, hubo de vender la farmacia y abandonar Yixian para trasladarse a Mukden, donde abrió un nuevo local.


Para entonces, el éxito del doctor Xia aumentaba por momentos. No sólo trataba a los locales, sino también a los japoneses. A veces, después de reconocer a un alto cargo japonés o a un colaborador, decía «Ojalá se muriera», pero su postura personal jamás modificaba su actitud profesional. «Un paciente es un ser humano -solía decir-. Eso es lo único que un médico debe tener siempre presente. N.o debe importarnos qué clase de ser humano sea.»

Entretanto, mi abuela se había llevado a su madre a vivir con ella a Jinzhou. Cuando abandonó la casa familiar para contraer matrimonio con el doctor Xia, mi bisabuela se había quedado sola con su esposo -quien continuaba despreciándola- y con las dos concubinas mongolas, que la odiaban. Comenzó a sospechar que estas últimas intentaban envenenarla a ella y a su hijo pequeño, Yu-lin. Para comer, utilizaba siempre palillos de plata, ya que los chinos viven en la creencia de que este metal se ennegrece al contacto con el veneno, y jamás probaba sus alimentos -ni permitía que Yu-lin lo hiciera- si el perro no los había probado previamente. Un día, poco después de la partida de mi abuela, el perro cayó muerto. Por primera vez en su vida, sostuvo una fuerte discusión con su marido y, con el apoyo de su suegra, la anciana señora Yang se trasladó junto con Yu-lin a una casa de alquiler. La vieja señora Yang se hallaba tan disgustada con su hijo que partió junto a ellas y no volvió a verle hasta que éste la visitó en su lecho de muerte.

Durante los tres primeros años, el señor Yang les envió a regañadientes una pensión mensual. A comienzos de 1939, sin embargo, el dinero dejó de llegar, y el doctor Xia y mi abuela hubieron de encargarse de alimentar a los tres. En aquellos días no existía un sistema legal como es debido ni, en consecuencia, leyes de contribución para el sostenimiento de la familia, por lo que toda esposa se encontraba enteramente a merced de su marido. Al morir la anciana señora Yang en 1942, mi bisabuela y Yu-lin se trasladaron a Jinzhou para vivir en la casa del doctor Xia. Mi bisabuela se consideraba a sí misma -al igual que a su hijo- una ciudadana de segunda clase destinada a vivir de la caridad. Pasaba el tiempo lavando la ropa de la familia y limpiando obsesivamente el hogar, a la vez que se mostraba exageradamente obsequiosa con su hija y con el doctor Xia. Era una piadosa budista, e incluía en sus oraciones diarias a Buda el ruego de que no la reencarnara en una mujer. «Permíteme que me convierta en un perro o un gato, pero no en una mujer», murmuraba constantemente mientras paseaba por la casa deshaciéndose en excusas a cada paso.

Mi abuela también había traído a Jinzhou a su hermana Lan, a quien quería entrañablemente. Lan se había casado con un ciudadano de Yixian que resultó ser homosexual y que la había ofrecido como presente a un rico tío suyo para el que trabajaba, dueño de una fábrica de aceites vegetales. El tío ya había violado a varios miembros femeninos de la familia, incluyendo a su joven nieta. Dada su condición de cabeza de familia, y dado el inmenso poder que ejercía sobre todos sus miembros, Lan no osaba contradecirle. Sin embargo, cuando su esposo se ofreció para entregarla al socio comercial de su tío, se negó en redondo. Mi abuela tuvo que pagar al marido para que la repudiara (xiu), dado que las mujeres no podían pedir el divorcio. Por fin, mi abuela la llevó a Jinzhou, donde contrajo matrimonio con un hombre llamado Pei-o.

Pei-o era uno de los guardianes de la prisión, y la pareja visitaba con frecuencia a mi abuela. Las historias que relataba Pei-o hacían que a mi madre se le pusieran los pelos de punta. La prisión estaba atestada de prisioneros políticos. Pei-o solía contarles cuan valientes eran, y cómo maldecían a los japoneses, incluso mientras éstos les torturaban. La tortura era una práctica habitual, y los prisioneros no recibían tratamiento médico alguno. Sencillamente, se les abandonaba hasta que sus heridas sanaban o se pudrían.

El doctor Xia recibió la oferta de acudir para tratar a los prisioneros. Durante una de sus primeras visitas, Pei-o le presentó a un amigo suyo llamado Dong, uno de los verdugos que manejaba el garrote. El prisionero era atado a una silla y alrededor de su cuello se ataba una soga que, a continuación, era lentamente apretada. La muerte tardaba largo rato en llegar.

El doctor Xia sabía por su cuñado que a Dong le remordía la conciencia, y que cada vez que tenía que aplicar el garrote a alguien había de emborracharse primero. El doctor Xia invitó a Dong a su casa. Le ofreció regalos y le sugirió que quizá podría evitar tensar la cuerda al máximo. Dong repuso que vería qué podía hacer. Normalmente, siempre había un japonés presente o, en su defecto, un colaborador de confianza, pero algunas veces, si la víctima no era lo bastante importante, los japoneses ni siquiera se molestaban en asistir. En otras ocasiones, partían antes de que el prisionero muriera. En tales ocasiones, sugirió Dong, quizá podría detener la acción del garrote antes de la muerte.

Después de ser agarrotados, los cadáveres eran introducidos en delgadas cajas de madera y transportados en un carro hasta una pequeña extensión de terreno baldío en las afueras de un poblado llamado La Colina Meridional, donde eran arrojados a una fosa poco profunda. El lugar se hallaba infestado de perros salvajes que se alimentaban de los cuerpos. También se arrojaban a la fosa numerosas niñas recién nacidas asesinadas por sus familias, lo que asimismo constituía una práctica habitual en aquellos tiempos.

El doctor Xia trabó amistad con el viejo carretero, al que de vez en cuando entregaba dinero. En ocasiones, el carretero acudía a la consulta y comenzaba a hablar de la vida de un modo aparentemente incoherente hasta que, por fin, su conversación derivaba hacia el cementerio: «Les he dicho a las almas de los muertos que no es culpa mía que se encuentren allí. Les he dicho que, en lo que a mí se refería, les deseaba todo lo mejor. Regresad el año que viene en vuestro aniversario, almas muertas. Pero, entretanto, si queréis partir en busca de otros cuerpos mejores en los cuales reencarnaros, acudid en la dirección hacia la que apuntan vuestras cabezas. Es la mejor ruta que podéis seguir.» Dong y el carretero nunca hablaban entre sí de lo que hacían, y el doctor nunca llevó la cuenta exacta del número de personas que habían salvado. Acabada la guerra, los «cadáveres» rescatados se pusieron de acuerdo para reunir el dinero necesario para comprarle a Dong una casa nueva y algo de terreno. Para entonces, el carretero ya había muerto.

Uno de los hombres a quienes salvaron la vida era un primo lejano de mi abuela llamado Han-chen que había desempeñado un papel de importancia en el movimiento de resistencia. Dado que Jinzhou era el principal nudo ferroviario al norte de la Gran Muralla, se convirtió en el punto de encuentro de los japoneses antes de su ataque a China propiamente dicha, el cual dio comienzo en julio de 1937. Había enormes medidas de seguridad. La organización de Han-chen se vio infiltrada por un espía y todos los miembros del grupo fueron arrestados y torturados. En primer lugar, les introdujeron por la nariz agua mezclada con guindillas picantes; a continuación, los abofetearon con zapatos dotados de agudos clavos que asomaban por las suelas. Por fin, la mayoría fueron ejecutados. Durante largo tiempo, los Xia dieron a Han-chen por muerto, hasta que un día el tío Pei-o les reveló que aún se hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se puso inmediatamente en contacto con Dong.

La noche de la ejecución, el doctor Xia y mi madre acudieron a La Colina Meridional con un carruaje. Lo estacionaron tras un macizo de árboles y esperaron. Podían oír a los perros que hozaban junto a las fosas, de las que surgía el hedor de la carne en descomposición. Por fin, apareció un carro. En la oscuridad, pudieron distinguir débilmente la silueta del viejo carretero que descendía del vehículo y arrojaba algunos cuerpos de los que transportaba en las cajas de madera. Esperaron a que se marchara y se acercaron a la fosa. Removiendo entre los cadáveres, terminaron por encontrar a Han-chen, pero no pudieron determinar si se hallaba vivo o muerto. Por fin, advirtieron que aún respiraba. Había sido torturado tan salvajemente que no podía caminar, por lo que, con gran esfuerzo, lo introdujeron en el carro y le condujeron a su casa.

Le ocultaron en una estancia diminuta situada en uno de los rincones más apartados de la casa. Su única puerta daba a la alcoba de mi madre, la cual, a su vez, sólo poseía acceso a través de la habitación de sus padres. Nadie podría dar con ella por casualidad. Dado que la casa era la única que tenía acceso directo al jardín, Han-chen podía pasear en él a salvo siempre y cuando alguien montara guardia.

Existía el peligro de que se produjera una redada por parte de la policía o de los comités vecinales de la localidad. Ya desde los comienzos de su ocupación, los japoneses habían organizado un sistema de control de vecindarios. Para ello, habían nombrado jefes de aquellas unidades a los personajes más importantes de cada distrito, y dichos jefes vecinales colaboraban en la recaudación de impuestos y en la organización de una vigilancia permanente en busca de «elementos ilegales». En realidad, aquello no era más que una forma institucionalizada de gangsterismo en el que la «protección» y la información constituían las llaves de acceso al poder. Asimismo, los japoneses ofrecían generosas recompensas por denunciar a las personas. La policía de Manchukuo representaba una amenaza menos grave que los civiles ordinarios. De hecho, muchos de los policías eran profundamente antijaponeses. Una de sus principales labores consistía en verificar el registro de las personas, y solían realizar frecuentes registros domiciliarios. Sin embargo, anunciaban su llegada gritando «¡Verificación de registros! ¡Verificación de registros!», por lo que cualquiera que deseara esconderse disponía de suficiente tiempo para ello. Cada vez que Han-chen o mi abuela escuchaban aquel grito, esta última se apresuraba a ocultarle en un montón de sorgo seco almacenado en la habitación del fondo para ser utilizado como leña. Los policías entraban tranquilamente en la casa, se sentaban, tomaban una taza de té y decían a mi abuela en tono de disculpa «Lo sentimos. Esto, ya sabe, no es más que una formalidad…».

En aquella época, mi madre tenía once años. Aunque sus padres no le decían lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía hablar de la presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la niñez.

Mi abuela cuidó a Han-chen hasta que, poco a poco, logró devolverle la salud. Al cabo de tres meses, se encontraba con fuerzas suficientes para partir. La despedida fue sumamente emotiva. «Hermana mayor, cuñado mayor -dijo-, nunca olvidaré que os debo la vida. Tan pronto como tenga ocasión, os pagaré la deuda que he contraído con vosotros.» Tres años después habría de regresar para cumplir su promesa al pie de la letra.


Parte de la educación de mi madre y de sus compañeras de clase consistía en contemplar los noticiarios que relataban los éxitos bélicos de los japoneses. Lejos de sentirse avergonzados de su brutalidad, los japoneses se servían de ello como sistema para despertar el miedo. En las películas podía verse a soldados japoneses cortando a personas por la mitad y a prisioneros atados a estacas y abandonados a la voracidad de los perros. Las películas incluían asimismo detallados primeros planos de los ojos aterrorizados de las víctimas al ver aproximarse a sus atacantes. Los japoneses, entretanto, vigilaban a las colegialas de once y doce años para asegurarse de que no cerraran los ojos ni intentaran introducirse pañuelos en la boca para ahogar sus gritos. Como consecuencia de aquello, mi madre tuvo pesadillas durante años.

En 1942, habiendo desplegado sus ejércitos a lo largo de China, el sudeste asiático y el océano Pacífico, los japoneses comenzaron a verse faltos de mano de obra. Todas las muchachas que integraban la clase de mi madre se vieron reclutadas a la fuerza para trabajar en una fábrica textil junto con niñas japonesas. Para ello, las japonesas era transportadas en camiones, pero las colegialas de la localidad habían de caminar más de seis kilómetros al día. Asimismo, las japonesas llevaban consigo almuerzos consistentes en carne, verduras y fruta, mientras que las chinas debían contentarse con unas acuosas gachas preparadas con un maíz mohoso junto al que flotaban gusanos muertos.

Las muchachas japonesas se ocupaban de tareas sencillas, tales como la limpieza de las ventanas. Las locales, sin embargo, debían manejar complicadas máquinas giratorias que exigían una depurada técnica y que resultaban peligrosas incluso para los adultos. Su función primordial era la de reenlazar los hilos rotos mientras las máquinas funcionaban a toda velocidad. Si no advertían la rotura del hilo o no lo reenlazaban con la suficiente rapidez eran salvajemente golpeadas por los supervisores japoneses.

Las muchachas vivían aterrorizadas. La combinación de nerviosismo, frío, hambre y cansancio originaba numerosos accidentes. Más de la mitad de las compañeras de mi madre resultaron heridas. Un día, mi madre fue testigo de cómo una lanzadera salía despedida de una de las máquinas y arrancaba un ojo a la muchacha situada junto a ella. El supervisor japonés no dejó de reprenderla durante todo el trayecto hasta el hospital por no haber tenido más cuidado.

Cuando concluyó su período laboral en la fábrica, mi madre ingresó en la enseñanza media. Los tiempos habían cambiado desde la época en que mi abuela era niña, y las jóvenes ya no se veían confinadas a las cuatro paredes de sus hogares. Resultaba socialmente aceptable que realizaran estudios a nivel medio. No obstante, varones y hembras recibían educaciones distintas. En las chicas, el objetivo era convertirlas en «esposas amables y buenas madres», tal y como rezaba el lema del instituto. Aprendían lo que los japoneses denominaban «modales de mujer»: cuidado de la casa, cocina y costura, ceremonia del té, arreglo floral, bordado, dibujo y conocimientos de arte. La asignatura más importante era cómo complacer al esposo. Incluía cómo vestirse, cómo peinarse, cómo hacer una reverencia y, sobre todo, cómo obedecer a ciegas. Como decía mi abuela, mi madre parecía tener «huesos rebeldes», y apenas logró aprender ninguna de aquellas habilidades. Ni siquiera la cocina.

Algunos exámenes se realizaban en forma de tareas prácticas, tales como la preparación de algún plato en particular o el arreglo de una colección floral. El tribunal solía estar formado por funcionarios locales chinos y japoneses que no sólo calificaban los exámenes sino que juzgaban la valía de las muchachas, cuyas fotografías -en las que aparecían ataviadas con hermosos delantales diseñados por ellas mismas- eran expuestas en los tablones de anuncios junto con las tareas que les habían sido encomendadas. A menudo, los funcionarios japoneses elegían a sus novias entre las muchachas, dado que el Gobierno estimulaba el emparejamiento entre los invasores y las conquistadas. Algunas muchachas eran asimismo seleccionadas para viajar a Japón y contraer matrimonio con hombres a los que no conocían, a lo que éstas -o más a menudo sus familias- solían mostrarse bien dispuestas. Durante las etapas finales de la ocupación, una de las amigas de mi madre resultó seleccionada para su traslado a Japón, pero perdió el barco y la rendición japonesa la sorprendió aún en Jinzhou. A partir de entonces, mi madre comenzó a mirarla con mala cara.

Al contrario de sus predecesores chinos mandarines, quienes rechazaban las actividades físicas, los japoneses eran sumamente dados a los deportes, afición que mi madre también compartía. Ya se había recobrado de su lesión de cadera, y no era mala corredora. En cierta ocasión, fue seleccionada para participar en una importante competición. Se entrenó durante semanas, y contemplaba con considerable animación la llegada del gran día. Sin embargo, pocos días antes de la carrera, el entrenador -también chino- la llevó aparte y le rogó que no intentara ganarla. Añadió que no podía explicar el motivo, pero mi madre lo comprendió. Sabía que a los japoneses no les gustaba resultar derrotados por los chinos en ninguna disciplina. En la carrera participaba otra de las muchachas locales, y el entrenador pidió a mi madre que le transmitiera la misma recomendación sin decirle de dónde procedía. El día de la carrera, mi madre ni siquiera terminó entre las seis primeras. Sus amigas advirtieron que tampoco lo había intentado, pero su compañera no pudo evitar hacerlo y llegó en primer lugar.

Los japoneses no tardaron en obtener su venganza. Todas las mañanas tenía lugar una asamblea presidida por el director del instituto, a quien habían puesto el sobrenombre de Pollino debido a que su nombre, leído al modo chino (Mao-li), sonaba como la palabra «pollino» (mao-lü). Solía espetar sus órdenes con una voz áspera y gutural para señalar las cuatro profundas reverencias que debían dedicarse a los cuatro puntos designados. En primer lugar, «¡Adoración distante de la capital imperial!», en dirección a Tokio. A continuación, «¡Adoración distante de la capital nacional!», en dirección a Hsinking, capital de Manchukuo. Después, «¡Adoración reverente del Emperador Celestial!», refiriéndose al emperador de Japón y, por fin, «¡Adoración reverente del retrato imperial!», lo que significaba inclinarse ante el retrato de Pu Yi. Tras dichos saludos, se realizaba una reverencia menos profunda como saludo a los profesores.

Aquella mañana en particular, y una vez completada la serie de reverencias, la muchacha que había ganado la carrera el día anterior fue súbitamente apartada de su fila por el Pollino, quien afirmó que su reverencia a Pu Yi había sido inferior a los noventa grados establecidos. Tras abofetearla y propinarle varias patadas, anunció que quedaba expulsada, lo que constituía una catástrofe tanto para ella como para su familia.

Sus padres se apresuraron a casarla con un insignificante funcionario gubernamental. Tras la derrota de Japón, su esposo fue tachado de colaboracionista y, en consecuencia, la muchacha tan sólo pudo obtener empleo en una planta química. Entonces no existían controles de contaminación, y cuando mi madre regresó a Jinzhou en 1984 y logró localizarla, se hallaba casi ciega a causa de los productos químicos. Sin embargo, mostró un notable sarcasmo al referirse a las ironías de su vida: tras vencer a los japoneses en una carrera, había terminado por sufrir el trato dado a los colaboracionistas. Aun así, afirmó que no se arrepentía de haber obrado como lo hizo.

Para los habitantes de Manchukuo no resultaba sencillo enterarse de lo que sucedía en el resto del mundo, ni del curso que seguía la guerra con Japón. El frente se hallaba a gran distancia, las noticias sufrían una estricta censura y la radio no escupía otra cosa que propaganda. Sin embargo, comenzaron a intuir que Japón se encontraba en apuros a través de una serie de indicios, especialmente el empeoramiento del suministro de alimentos.

Las primeras noticias propiamente dichas llegaron durante el verano de 1943, cuando los periódicos informaron de que uno de los aliados de Japón -Italia- se había rendido. A mediados de 1944, algunos de los civiles japoneses que trabajaban en las oficinas gubernamentales de Manchukuo comenzaron a ser reclutados. Por fin, el 29 de julio de 1944, los B-29 norteamericanos aparecieron por primera vez en el cielo de Jinzhou, si bien no bombardearon la ciudad. Los japoneses ordenaron que se construyeran refugios antiaéreos en todos los hogares, y en las escuelas se estableció de modo obligatorio la realización de un simulacro de bombardeo diariamente. Un día, una de las niñas de la clase de mi madre cogió un extintor y lo descargó sobre un profesor japonés al que odiaba especialmente. Poco tiempo antes, las consecuencias de ello hubieran sido inmediatas, pero en aquella ocasión logró salir impune. Comenzaban a volverse las tornas.

Hacía largo tiempo que se llevaba a cabo una campaña para el exterminio de moscas y ratas. Los alumnos tenían que cortar los rabos de las ratas, introducirlos en un sobre y entregárselos a la policía. Las moscas debían ser introducidas en frascos de vidrio. La policía contaba una por una las ratas y moscas muertas. Un día, en 1944, mi madre entregó un frasco de vidrio lleno hasta rebosar de moscas y el policía de Manchukuo le dijo «Aquí no hay ni para un almuerzo.» Al ver su rostro de sorpresa, añadió: «¿Acaso no lo sabes? A los nipones les encantan las moscas muertas. ¡Las fríen y se las comen!» El irónico destello de sus ojos reveló a mi madre que aquel oficial ya no consideraba tan temibles a los japoneses.

Mi madre se sentía emocionada y expectante, pero durante el otoño de 1944, su felicidad se vio oscurecida por un nubarrón: su hogar ya no era tan feliz como antes. Percibía la existencia de discordia entre sus padres.

La décimo quinta noche de la octava luna del año chino era la fecha del festival del medio otoño, un festival dedicado a la unión familiar. Al llegar aquella noche, y de acuerdo con la tradición, mi abuela solía llenar una mesa de melones, pasteles y bollos bajo la luz de la luna. El motivo de que aquella fecha sirviera para conmemorar la unión familiar era que la palabra china que designa «unión» (yuan) es la misma que se utiliza para referirse a algo «redondo» o «intacto»; asimismo, la luna de otoño suele presentar un aspecto espléndidamente esférico durante esta época. De igual modo, todos los manjares consumidos durante aquel día tenían que ser redondos.

Bajo la plateada luz de la luna, mi abuela solía relatar a mi madre historias acerca de este satélite: la mayor de sus sombras correspondía a una gigantesca casia que un cierto señor, Wu Gang, había intentado cortar durante toda su vida. Sin embargo, el árbol estaba encantado, por lo que sus intentos se hallaban condenados a un perpetuo fracaso. Mi madre, fascinada, solía elevar la vista al firmamento mientras escuchaba sus palabras. Se sentía hipnotizada por la belleza de la luna llena, pero aquella noche no se le permitía describirla, ya que su madre le prohibía pronunciar la palabra «redondo» debido a que la familia del doctor Xia se había visto desmembrada. El doctor Xia se mostraba melancólico a lo largo de toda la jornada, así como durante varios días antes y después de la festividad, y mi abuela perdía incluso su habitual gracia narrativa.

Durante la noche del festival de 1944, mi abuela y mi madre se hallaban sentadas bajo un emparrado cubierto de melones y habichuelas, contemplando el firmamento vasto y despejado a través de sus rendijas. Mi madre comenzó a decir:

– Esta noche, la luna está especialmente redonda… -Pero mi abuela la interrumpió bruscamente y rompió a llorar súbitamente. A continuación, entró corriendo en la casa y mi madre la oyó lamentarse y gritar:

– ¡Vuelve con tu hijo y con tus nietos! ¡Déjanos a mi hija y a mí y sigue por tu camino! -Por fin, jadeando entre sus sollozos, dijo-: ¿Fue culpa mía o tuya que tu hijo se quitara la vida? ¿Por qué tenemos que soportar esa carga año tras año? No soy yo quien te impide ver a tus hijos. Son ellos los que se han negado a venir a visitarte…

Desde que habían abandonado Yixian, tan sólo les había visitado De-gui, el segundo hijo del doctor Xia. Ante todo aquello, el doctor no pronunció una sola palabra.

A partir de entonces, mi madre percibió que algo extraño sucedía. El doctor Xia se volvió cada vez más taciturno, por lo que procuraba instintivamente evitarle. De vez en cuando, mi abuela se deshacía en lágrimas mientras se murmuraba a sí misma que ella y el doctor Xia nunca podrían ser completamente felices debido al alto precio que habían pagado por su amor. En aquellas ocasiones, solía estrechar a mi madre con fuerza entre sus brazos, diciéndole que era lo único que tenía en la vida.

Cuando el invierno descendió sobre Jinzhou sorprendió a mi madre en un estado de ánimo desacostumbradamente melancólico. Ni siquiera una segunda aparición de los B-29 norteamericanos en el límpido y frío cielo de diciembre bastó para elevar sus ánimos.

Los japoneses se mostraban cada vez más susceptibles. Un día, una de las amigas de mi madre se hizo con un libro escrito por un escritor chino cuya obra había sido prohibida. Marchó con él al campo en busca de un lugar tranquilo en el que leerlo, y por fin halló una caverna en la que se introdujo creyendo que se trataba de un refugio antiaéreo vacío. Al tantear en la oscuridad, su mano tocó algo parecido a un interruptor de corriente. De repente, comenzó a sonar un timbre. Había tocado una alarma. Se había introducido en un arsenal de armamento. Sintió que sus piernas cedían. Intentó correr, pero sólo logró avanzar un par de cientos de metros antes de que los soldados japoneses la capturaran y se la llevaran a rastras.

Dos días después, todos los alumnos del colegio fueron transportados hasta una desolada extensión de terreno cubierta de nieve situada en las afueras de la puerta oeste, junto a una de las curvas del río Xiao-ling. Los residentes locales habían sido igualmente convocados por los jefes del vecindario. A los niños se les dijo que habían de ser testigos del «castigo de una malvada persona que había desobedecido al Gran Japón». De pronto, mi madre vio cómo su amiga era arrastrada por soldados japoneses hasta un punto situado justamente frente a ella. Se encontraba encadenada y apenas podía andar. Había sido torturada, y tenía el rostro tan hinchado que mi madre apenas podía reconocerla. A continuación, los soldados japoneses alzaron sus rifles y los apuntaron en dirección a la muchacha, quien parecía querer decir algo, aunque no lograba emitir sonido alguno. Se oyó el estampido de los disparos y el cuerpo de la joven se desplomó mientras su sangre salpicaba la nieve. Pollino, el director de escuela japonés, recorría con la mirada las hileras de alumnas en formación. Con un tremendo esfuerzo, mi madre intentó ocultar sus emociones. Se forzó a sí misma a contemplar el cuerpo de su amiga, tendido sobre un brillante charco rojo que se extendía en medio de la blancura de la nieve.

Oyó cómo alguien intentaba suprimir un sollozo. Era la señorita Tanaka, una joven maestra japonesa por la que sentía gran simpatía. Inmediatamente, Pollino cayó sobre ella, abofeteándola y pateándola. La maestra cayó al suelo e intentó apartarse de sus botas, pero él siguió propinándole feroces patadas. Había traicionado a la raza japonesa, chillaba. Por fin, Pollino se detuvo, alzó la mirada hacia sus pupilas y, con un rugido, ordenó que se pusieran en marcha.

Mi madre dirigió una última mirada hacia el cuerpo encorvado de su maestra y el cadáver de su amiga, e hizo un esfuerzo por tragarse el odio que sentía.

Загрузка...