Catorce

Colgué a Morelli y le pedí la dirección a Mary Maggie. Sólo tenía un problema. No quedaba nadie para acompañarme. Era sábado por la noche y Lula había salido con una cita. Ranger se ofrecería, pero no quería liarle otra vez cuando hacía tan poco tiempo que le habían pegado un tiro. Y, además, tendría que pagar un precio. Al pensarlo me daban palpitaciones. Cuando estaba cerca de él y la química corporal se ponía en marcha, le deseaba intensamente. Si, cuando había una cierta distancia entre nosotros, pensaba en la posibilidad de acostarme con Ranger, me moría de miedo.

Si esperaba hasta el día siguiente iría un paso por detrás de la policía. Me quedaba una persona, pero la sola idea de trabajar en un caso con ella me producía sudores fríos. Se trataba de Vinnie. Cuando Vinnie abrió la agencia, él mismo se encargaba de todas las detenciones. A medida que el negocio iba creciendo fue contratando personal y él se refugió detrás de un escritorio. Todavía se ocupa de alguna detención, pero no es lo que más le gusta. Vinnie es un buen agente de fianzas, pero se rumorea que no es precisamente el cazarrecompensas más ético.

Miré el reloj. Tenía que tomar una decisión. No quería pensármelo tanto como para acabar sacando a Vinnie de la cama en el último momento.

Inspiré profundamente y marqué su número.

– Tengo una pista sobre DeChooch -le dije a Vinnie-. Me gustaría ir a comprobarla, pero no tengo a nadie que me cubra.

– Reúnete conmigo en la oficina dentro de media hora.


Aparqué la moto detrás del edificio, junto al Cadillac azul noche de Vinnie. Dentro se veían luces y la puerta trasera estaba abierta. Cuando entré en la oficina Vinnie se estaba ajustando una pistola a la pierna. Iba de riguroso negro cazarrecompensas, chaleco antibalas incluido. Yo, por mi parte, llevaba vaqueros y una camiseta verde oliva con una camisa de franela de la marina a guisa de chaqueta. Mi pistola estaba en casa, metida en el tarro de las galletas. Esperaba que Vinnie no me preguntara por ella. Odiaba la pistola.

Me tiró un chaleco y yo me lo puse.

– Te juro -me dijo mirándome- que no sé cómo logras hacer ni una sola detención.

– Suerte -le respondí.

Le entregué la dirección y le seguí hasta el coche. Nunca antes había salido con Vinnie y era una sensación extraña. Nuestra relación siempre había sido de adversarios. Sabemos demasiado el uno del otro como para ser amigos. Y los dos sabemos que utilizaríamos ese conocimiento mutuo de la manera más despiadada si llegara la ocasión. Vale; la verdad es que yo no soy tan despiadada. Pero sé lanzar una buena amenaza. Puede que a Vinnie le pase lo mismo.

La casa de Soba estaba en un barrio que probablemente empezara a establecerse en los años setenta. Tenía grandes espacios abiertos y los árboles estaban ya crecidos. Las casas eran las típicas pareadas, con garaje para dos coches y jardines vallados para retener a perros y críos. La mayoría de ellas tenía las luces encendidas y yo me imaginé a los adultos dormitando delante del televisor y a los menores en sus cuartos, haciendo los deberes o navegando por Internet.

Vinnie pasó por delante de la casa de Soba.

– ¿Estás segura de que es ésta? -preguntó Vinnie.

– Mary Maggie me contó que había estado en una fiesta en esta casa y coincidía con la descripción de la abuela.

– Madre mía -dijo Vinnie-. Voy a allanar una vivienda basándome en el comadreo de una luchadora en barro. Y encima tampoco es una casa cualquiera. Es la casa de Pinwheel Soba.

Se metió por un lateral hasta la mitad de la calle y aparcó. Nos apeamos y caminamos hasta la entrada de la casa. Permanecimos unos instantes en la acera, observando las casas vecinas, escuchando algún sonido que pudiera indicar la presencia de alguien en la calle.

– Los tragaluces del sótano tienen contraventanas negras -le dije a Vinnie-. Y están cerradas como contó la abuela.

– Muy bien -dijo Vinnie-, vamos a entrar y éstas son las posibilidades: podríamos habernos equivocado de casa, en cuyo caso nos metemos en un buen lío por matar del susto a una pobre familia de gilipollas, o puede que sea la casa que buscamos y que el loco de DeChoocl nos pegue un par de tiros.

– Me alegro de que me lo hayas dejado claro. Ya me encuentro mucho mejor.

– ¿Tienes algún plan? -quiso saber Vinnie.

– Sí. Qué te parece si te acercas a la puerta y llamas al timbre para ver si hay alguien en la rasa. Yo me quedo aquí, cubriéndote.

– Tengo una idea mejor. Qué te parece si te acercas a mí y te enseño mi plan.

– No se ve ninguna luz encendida en la casa -dije-. No creo que haya nadie.

– Podrían estar dormidos.

– Podrían estar muertos.

– Mira, eso estaría bien -dijo Vinnie-. Los muertos no disparan a la gente.

Empecé a andar sobre la hierba.

– Vamos a ver si hay luz en la parte de atrás.

– Recuérdame que no vuelva a aceptar fianzas de viejos. No se puede confiar en ellos. No piensan con normalidad. Se saltan un par de píldoras y de repente se ponen a almacenar fiambres en los cobertizos y a secuestrar ancianitas.

– Tampoco hay luz en la parte de atrás -dije-. ¿Y ahora, qué hacemos? ¿Qué tal se te da el allanamiento de morada?

Vinnie sacó del bolsillo dos pares de guantes de goma de usar y tirar, y ambos nos los pusimos.

– Tengo cierta experiencia en allanamiento de morada -dijo. Fue hasta la puerta de servicio y tiró del picaporte. Cerrada. Se dio la vuelta, me miró y sonrió.

– Pan comido.

– ¿Sabes abrir el cerrojo?

– No. Pero puedo meter la mano por el agujero de un cristal que falta.

Me acerqué a Vinnie por detrás. Efectivamente, uno de los cristales de la puerta no estaba en su sitio.

– Me imagino que DeChooch perdió la llave -dijo Vinnie.

Sí. Como si la hubiera tenido alguna vez. Fue muy inteligente por su parte utilizar la casa vacía de Soba.

Vinnie giró el picaporte desde el interior y abrió la puerta.

– Comienza el espectáculo -susurró.

Yo llevaba la linterna en la mano y el corazón me latía más rápido de lo normal. No es que me fuera exactamente al galope, pero sí al trote.

Procedimos a un registro rápido de la planta superior a la luz de la linterna y nos pareció que DeChooch no había ocupado esa parte de la casa. La cocina estaba sin usar y el frigorífico apagado y con la puerta abierta. Los dormitorios, el salón y el comedor estaban en perfecto orden, con todos los cojines en su sitio y los jarrones de cristal sobre las mesas esperando las flores. Pinwheel Soba vivía bien.

Protegidos por las contraventanas exteriores y las espesas cortinas del interior, nos atrevimos a encender las luces del piso de abajo. Era exactamente como la abuela y Maggie lo habían descrito. El reino de Tarzán. Muebles tapizados con estampados de leopardo y rayas de cebra. Y encima, para confundir un poco más las cosas, un papel pintado de pájaros que sólo se encuentran en Centro y Suramérica.

El frigorífico estaba apagado y vacío, pero todavía conservaba el frío dentro. Los armarios estaban vacíos. Los cajones estaban vacíos. La esponja que había en el escurreplatos todavía estaba húmeda.

– Acabamos de perderlo -dijo Vinnie-. Se ha ido, y me da la impresión de que no piensa volver.

Apagamos las luces y estábamos a punto de irnos cuando oímos abrirse la puerta automática del garaje. Nos encontrábamos en la parte habilitada del sótano. Un corto pasillo y un rellano de donde partían las escaleras de subida nos separaban del garaje. La puerta que conducía al garaje estaba cerrada. Un rayo de luz apareció por debajo de ella.

– ¡Mierda! -masculló Vinnie.

La puerta de acceso al garaje se abrió y la silueta de DeChooch se recortó contra la luz. Avanzó hacia el descansillo, encendió la luz y su mirada cayó directamente sobre nosotros. Nos quedamos todos congelados, como ciervos deslumbrados por los faros de un coche. Al cabo de unos segundos, volvió a apagar la luz y salió corriendo escaleras arriba. Supuse que se dirigía a la puerta de la planta superior, pero pasó por delante de ella y se metió en la cocina, haciendo una marca muy buena para un vejete.

Vinnie y yo subimos las escaleras corriendo detrás de él, tropezando en la oscuridad. Al llegar al piso de arriba, y a mi derecha, vi el destello de un disparo, BAM; DeChooch nos disparaba a bocajarro. Me tiré al suelo gritando y me protegí con los brazos.

– Agentes de fianzas -gritó Vinnie-. ¡Tire el arma, DeChooch, viejo estúpido de mierda!

DeChooch respondió con otro disparo. Oí que algo se rompía y más palabrotas de Vinnie. Y luego, Vinnie empezó a disparar.

Yo estaba detrás del sofá con las manos encima de la cabeza. Vinnie y DeChooch estaban practicando tiro al blanco sin visibilidad. Vinnie llevaba una Glock de catorce tiros. No sé qué era lo que llevaba DeChooch pero, entre los dos, aquello parecía un tiroteo de ametralladoras. Hubo una pausa, y luego oí cómo el cargador de Vinnie caía al suelo y ponía un cargador nuevo en la pistola. Al menos creí que era Vinnie. No me era fácil asegurarlo, puesto que yo seguía agazapada detrás del sofá.

El silencio parecía más estruendoso que el tiroteo. Asomé la cabeza y escruté la humeante oscuridad.

– ¿Hola?

– He perdido a DeChooch -murmuró Vinnie.

– A lo mejor le has matado.

– Espera un momento. ¿Qué es ese ruido? Era la puerta automática del garaje.

Corrió hacia las escaleras, se tropezó al pisar el primer escaIon a oscuras y cayó rodando hasta el rellano. Se levantó como pudo, abrió la puerta y apuntó con la pistola. Yo oí el chirrido de unas ruedas, y Vinnie cerró la puerta de golpe.

– ¡Mierda, joder, hostia! -dijo Vinnie dando patadas a todo lo que pillaba a su paso y subiendo las escaleras-. ¡No puedo creer que se haya escapado! Ha pasado a mi lado mientras cambiaba el cargador. ¡Joder, joder, joder!

Decía los «joder» con tal vehemencia que temí que se le fuera a estallar una vena de la cabeza.

Encendió una luz y los dos miramos alrededor. Había lámparas destrozadas, las paredes y el techo tenían cráteres, las tapicerías estaban rasgadas por los agujeros de bala.

– Hostias -dijo Vinnie-. Esto parece un campo de batalla.

A lo lejos se empezaron a oír sirenas. La policía.

– Me largo de aquí -dijo Vinnie.

– No sé si es buena idea huir de la policía.

– No huyo de la policía -dijo Vinnie bajando las escaleras de dos en dos-. Huyo de Pinwheel Soba. Me parece que sería buena idea que no le contáramos esto a nadie.

Tenía razón.

Atravesamos el patio por la parte más oscura y pasamos a la casa de detrás de la de Soba. Por toda la calle se encendían las luces de los porches. Los perros ladraban. Y Vinnie y yo corríamos, jadeando, entre los arbustos. Cuando ya estábamos a corta distancia del coche salimos de entre las sombras y caminamos sosegadamente el trecho que nos quedaba. Todo el jaleo quedaba atrás, enfrente de la casa de Soba.

– Por esto nunca hay que aparcar delante de la casa que vas a registrar -dijo Vinnie.

Tenía que recordarlo.

Nos metimos en el coche. Vinnie giró tranquilamente la llave de contacto y nos alejamos como dos respetables y responsables ciudadanos. Llegamos a la esquina y Vinnie bajó la mirada.

– Joder -dijo-. Me he empalmado.


La luz del sol se filtraba entre las cortinas de mi dormitorio y yo estaba pensando en levantarme cuando alguien llamó a la puerta. Tardé un minuto en encontrar la ropa y, mientras lo hacía, los golpes de la puerta se convirtieron en gritos.

– ¡Eh, Steph! ¿Estás ahí? Somos El Porreta y Dougie.

Les abrí la puerta y me recordaron a Bob, con sus caras de felicidad y llenos de energía desmañada.

– Te hemos traído donuts -dijo Dougie entregándome una gran bolsa blanca-. Y queremos contarte una cosa.

– Sí -dijo El Porreta-, espera a que te lo contemos. Es total. Dougie y yo estábamos charlando y tal y descubrimos lo que había pasado con el corazón.

Puse la bolsa en la barra de la cocina y todos nos servimos de ella.

– Fue el perro -dijo El Porreta-. El perro de la señora Belski, Spotty, se comió el corazón.

El donut se me quedó inmovilizado a medio camino.

– Verás, DeChooch hizo un trato con el Dougster para que le llevara el corazón a Richmond -explicó El Porreta-. Pero DeChooch sólo le dijo que tenía que entregar la nevera a la señora. Así que el Dougster puso la nevera en el asiento del copiloto del Batmóvil, pensando en llevarla a la mañana siguiente. El problema fue que a mi compañero de piso, Huey, y a mí nos apeteció algo de Ben amp; Jerry Cherry García como a medianoche y cogimos el Batmóvil para ir allí. Y como el Batmóvil sólo tiene dos asientos, puse la nevera en la escalera de atrás.

Dougie sonreía.

– Esto es tan increíble… -dijo.

– Total, que Huey y yo devolvemos el coche a la mañana siguiente supertemprano, porque Huey tenía que entrar a trabajar en Shopper Warehouse. Dejé a Huey en el trabajo y, cuando fui a devolver el coche, la nevera estaba volcada y Spotty estaba comiéndose algo. No le di mucha importancia. Spotty siempre anda hurgando en la basura. Total, que volví a meter la nevera en el coche y me fui a casa a ver un poco el programa matinal de la televisión. Katie Couric es…, no sé, tan mona.

– Y yo me llevé la nevera vacía a Richmond -dijo Dougie.

– Spotty se comió el corazón de Louie D -dije.

– Eso es -dijo El Porreta. Se acabó un donut y se limpió las manos en la camisa-. Bueno, hemos de irnos. Tenemos cosas que hacer.

– Gracias por los donuts.

– Oye, nou problem.

Me quedé de pie en la cocina diez minutos, intentando asimilar aquella nueva información, preguntándome qué significado tendría en toda aquella historia. ¿Es eso lo que ocurre cuando te jodes irremediablemente el karma? ¿Que un perro te come el corazón? No lograba llegar a ninguna conclusión, así que decidí darme una ducha y ver si eso me ayudaba en algo.

Eché el pestillo de la puerta y me dirigí al cuarto de baño.

No había llegado al salón cuando oí llamar otra vez y, antes de que pudiera llegar a la puerta, ésta se abrió con tal fuerza que la cadena de seguridad, después de desplazarse ruidosamente a su sitio, saltó de sus tornillos. A esto le siguieron unas maldiciones que enseguida reconocí como de Morelli.

– Buenos días -dije, mirando la cadena de seguridad, que colgaba rota.

– Éste no es un buen día ni en la más trastornada de las imaginaciones -dijo Morelli. Traía los ojos oscuros y entrecerrados y la boca tensa-. Tú no irías a casa de Pinwheel Soba anoche, ¿verdad?

– No -dije sacudiendo la cabeza-. Yo no.

– Muy bien. Eso es lo que yo pensaba…, porque algún idiota estuvo allí y la destrozó. La hizo mierda a tiros. De hecho, se sospecha que fueron dos los participantes en el tiroteo del siglo. Y yo ya sabía que tú no serías tan estúpida.

– Tienes mucha razón -dije.

– Dios mío, Stephanie -gritó-, ¿en qué estabas pensando? ¿Qué demonios pasó allí?

– No fui yo, ¿recuerdas?

– Ah, sí. Se me había olvidado. Bueno, entonces ¿tú qué supones que estaba haciendo en casa de Soba quienquiera que fuese

– Me imagino que estaban buscando a DeChooch. Y que le encontraron y que surgió un altercado.

– ¿Y DeChooch escapó?

– Yo diría que sí.

– Menos mal que no se han encontrado más huellas en la casa que las de DeChooch, porque si no quienquiera que fuera tan estúpido como para tirotear la casa de Soba no sólo tendría problemas con la policía; además se las tendría que ver con Soba.

Empezaba a hartarme de que me riñera.

– Menos mal -dije con mi voz de síndrome premenstrual-. ¿Algo más?

– Sí, hay algo más. Me he encontrado con Dougie y El Porreta en el aparcamiento. Me han contado que Ranger y tú les rescatasteis.

– ¿Y?

– En Ríchmond.

– ¿Y?

– Y Ranger resultó herido.

– Un arañazo

Morelli tensó aún más los labios.

– Dios.

– Me preocupaba que descubrieran que el corazón era de cerdo y se vengaran con El Porreta y Dougie.

– Muy encomiable, pero no hace que me sienta mejor. Dios santo, me va a salir una úlcera. Me obligas a beber botellas de antiácido. Y lo odio. Odio pasarme el día pensando en qué plan descerebrado estarás metida, en quién te estará disparando.

– Eso es hipocresía. Tú eres poli.

– A mí no me disparan nunca. El único momento en que tengo que preocuparme de que me peguen un tiro es cuando estoy contigo.

– Y ¿qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que vas a tener que elegir entre tu trabajo y yo.

– Bueno, pues fíjate, no me voy a pasar el resto de mi vida con una persona que me da ultimátums.

– Vale.

– Vale.

Y se fue dando un portazo. Me gusta pensar que soy una persona bastante estable, pero aquello había sido demasiado. Lloré hasta que no me quedó ni una lágrima; luego me comí tres donuts y me di una ducha. Después de secarme con la toalla seguía sintiéndome desasosegada, así que se me ocurrió decolorarme el pelo. Los cambios son buenos, ¿no?


– Lo quiero rubio -le dije al señor Arnold, el único peluquero que pude encontrar abierto el sábado por la tarde-. Rubio platino. Quiero parecerme a Marilyn Monroe.

– Cariño -dijo Arnold-, con tu pelo no te puedes parecer a Marilyn. Más bien a Art Garfunkel.

– Limítese a hacerlo.


El señor Morganstern estaba en el portal cuando volví a casa.

– Caray -dijo-, te pareces a esa estrella de la canción…, ¿cómo se llama?

– ¿Garfunkel?

– No. La de las tetas como cucuruchos de helado.

– Madonna.

– Sí. Esa misma.

Entré en el apartamento y me fui directamente al baño a mirarme el pelo en el espejo. Me gustaba. Era diferente. Tenía clase, dentro de un estilo putón.

Sobre la barra de la cocina había un montón de correo que había estado evitando. Me serví una cerveza para celebrar el nuevo pelo y empecé a ojear el correo. Facturas, facturas y más facturas. Repasé el talonario de cheques. No tenía dinero suficiente. Necesitaba capturar a DeChooch.

Yo suponía que DeChooch también tendría problemas de dinero. El fiasco de los cigarrillos no le habría dejado nada. Y el Snake Pit, poco o nada. Y ahora ya no tenía ni coche ni sitio para vivir. Rectificación: no tenía el Cadillac. Pero había huido en algo. Yo no lo llegué a ver.

El contestador tenía cuatro mensajes. No los había escuchado por miedo a que fueran de Joe. Sospecho que la verdad es que ninguno de los dos estamos preparados para el matrimonio. Y en lugar de enfrentarnos a la realidad buscamos formas de sabotear nuestra relación. No hablamos de temas importantes como los niños o el trabajo. Cada uno de nosotros se aferra a una postura y le grita al otro.

Puede que no sea el momento indicado para casarnos. No quiero ser cazarrecompensas el resto de mi vida, pero desde luego, ahora mismo, tampoco quiero ser ama de casa. Y de verdad que no quiero casarme con una persona que me da ultimátums.

Y quizá Joe debiera reflexionar sobre lo que espera de su esposa. Creció en un hogar tradicional italiano, con una madre dedicada a la casa y un padre dominante. Si quiere una mujer que se ajuste a ese modelo, yo no soy la más conveniente. Puede que algún día llegue a convertirme en ama de casa, pero siempre querré volar desde el tejado del garaje. Así soy yo.

A ver si le echas redaños, rubita, me dije a mí misma. Ésta es la Stephanie nueva y mejorada. Oye esos mensajes. Sé temeraria.

Escuché el primero y era de mi madre.

– ¿Stephanie? Soy tu madre. He preparado un rico asado para esta noche. Y magdalenas de postre. Con anises por encima. A las chicas les gustan las magdalenas.

El segundo era de la tienda de novias para recordarme otra vez que ya había llegado el vestido.

El tercero era de Ranger, con las últimas noticias sobre Sophia y Christina. Christina se había presentado en el hospital con todos los huesos de la mano rotos. Su hermana se la había machacado con un mazo de carne para librarla de las esposas. Christina se presentó en el hospital incapaz de soportar el dolor, pero Sophia seguía en libertad.

El cuarto mensaje era de Vinnie. Se habían retirado las acusaciones contra Melvin Baylor y éste se había comprado un billete de ida para Arizona. Al parecer, su ex mujer había presenciado su ataque de ira contra el coche y le había dado miedo. Si era capaz de hacerle hacer una cosa así al coche, no quería ni pensar lo que sería capaz de hacer después. Así que le había pedido a su madre que retirara las acusaciones y habían llegado a un acuerdo económico. A veces la locura compensa.

Ésos eran los mensajes. Ninguno de Morelli. Es curioso cómo funciona la cabeza de las mujeres. Ahora estaba hundida porque Morelli no llamaba.

Le dije a mi madre que iría a cenar. Luego le dije a Tina que había decidido no quedarme con el vestido. Cuando le colgué a Tina me sentí diez kilos más ligera. El Porreta y Dougie estaban bien. La abuela estaba bien. Yo era rubia y no tenía vestido de novia. Aparte de los problemas con Morelli, la vida no podía ser mejor.

Eché una breve siesta antes de ir a casa de mis padres. Al levantarme, el pelo se me había puesto muy raro, así que me di una ducha. Después de lavarme y secarme el pelo me parecía a Art Garfunkel. Pero más. Era como si el pelo me hubiera estallado.

– No me importa -le dije a mi reflejo en el espejo-. Soy la Stephanie nueva y mejorada -por supuesto, era mentira. A las chicas de Jersey eso nos importa.

Me puse un par de vaqueros negros nuevos, botas negras y un polo rojo de canalé de manga corta. Salí al salón y me encontré con Benny y Ziggy sentados en el sofá.

– Hemos oído la ducha y no queríamos molestarla -dijo Benny.

– Sí -siguió Ziggy-, y debería arreglar la cadena de seguridad. Nunca se sabe quién puede entrar en casa.

– Acabamos de volver del funeral de Louie D y nos hemos enterado de cómo encontró al chavalito ese, el mariquita, y a su amigo. Sophia hizo una cosa horrible.

– Incluso cuando Louie estaba vivo, ella ya estaba loca -dijo Ziggy-. No se le puede dar la espalda. No está en sus cabales.

– Y dígale a Ranger que le enviamos nuestros mejores deseos. Esperamos que lo del brazo no sea muy serio.

– ¿Han enterrado a Louie con el corazón?

– Ronald se lo llevó directamente al enterrador, se lo pusieron y le cosieron; le dejaron como nuevo. Hoy Ronald ha acompañado al coche fúnebre otra vez hasta Trenton para el funeral.

– ¿No estaba Sophia?

– Había flores en la tumba, pero no ha estado en la ceremonia -sacudió la cabeza-. Demasiada presencia policial. Estropeaban la intimidad.

– Supongo que sigue buscando a Choochy -dijo Benny-. Debería tener cuidado con él. Está un poquito… -hizo un movimiento circular con el dedo índice en la sien para indicar que «le faltaba un tornillo»-. Aunque no como Sophia. Chooch tiene un buen corazón.

– Es por culpa del infarto y del estrés -dijo Ziggy-. No se puede menospreciar el estrés. Si necesita ayuda con Choochy, llámenos. A lo mejor podemos hacer algo.

Benny ásintió con la cabeza. Tendría que llamarles.

– Tiene el pelo muy bonito -dijo Ziggy-. Se ha hecho la permanente, ¿verdad?

Se levantaron y Benny me dio una caja.

– Le he traído un poco de mantequilla de cacahuete. Estelle la trajo de Virginia.

– Aquí no se encuentra una mantequilla de cacahuete como la de Virginia -dijo Ziggy.

Les di las gracias por la mantequilla y cerré la puerta en cuanto salieron. Les di cinco minutos para que salieran del edificio y luego agarré mi chupa de cuero negro y el bolso y cerré con llave.

Mi madre miró a los lados cuando me abrió la puerta.

– ¿Dónde está Joe? ¿Dónde está tu coche?

– Cambié mi coche por la moto.

– ¿Esa moto que está en la acera?

Asentí con la cabeza.

– Parece una de esas motos de los Ángeles del Infierno.

– Es una Harley.

Entonces se dio cuenta. El pelo. Los ojos se le abrieron como platos y la mandíbula se le descolgó.

– Tu pelo -susurró.

– He pensado probar algo nuevo.

– Dios mío, te pareces a esa estrella de la canción…

– ¿Madonna?

– Art Garfunkel.

Dejé el casco, la cazadora y el bolso en el armario de la entrada y ocupé mi sitio a la mesa.

– Has llegado justo a tiempo -dijo la abuela-. ¡Madre del amor hermoso! Qué pinta. Te pareces a esa estrella…

– Lo sé -atajé-. Lo sé.

– ¿Dónde está Joseph? -preguntó mi madre-. Creí que venía a cenar.

– Hemos… roto, o algo así.

Todos dejaron de comer excepto mi padre. Mi padre aprovechó la ocasión para servirse más patatas.

– Es imposible -dijo mi madre-. Ya tienes el vestido.

– He devuelto el vestido.

– ¿Joseph lo sabe?

– Sí -dije intentando parecer natural, picoteando la comida, pidiendo a mi hermana que me pasara las judías verdes. Puedo pasar por esto, pensé. Soy rubia. Puedo hacer lo que quiera.

– Ha sido por el pelo, ¿no? -preguntó mi madre-. Ha suspendido la boda por el pelo.

– La boda la he suspendido yo. Y no quiero hablar más de eso.

Sonó el timbre de la puerta y Valerie se levantó de un salto.

– Es para mí. Tengo una cita.

– ¡Una cita! -dijo mi madre-. Qué maravilla. Con el poco tiempo que llevas aquí y ya tienes una cita.

Puse los ojos en blanco mentalmente. Mi hermana es una insustancial. Esto es lo que pasa cuando toda tu vida has sido la buenecita. No aprendes el valor de las mentiras y del engaño. Yo nunca traía los ligues a casa. Una queda con sus ligues en el centro comercial para que a los padres no les dé un infarto al ver a tus acompañantes con tatuajes y piercings en la lengua. O, como en este caso, cuando tu acompañante es una lesbiana.

– Ésta es Janeane -dijo Valerie, presentando a una mujer baja y de pelo corto-. La he conocido en la entrevista del banco. No conseguí el trabajo, pero Janeane me pidió salir.

– Es una mujer -dijo mi madre.

– Sí, somos lesbianas -dijo Valerie.

Mi madre se desmayó. Plaf. Todo lo larga que era en el suelo. Todo el mundo corrió a socorrerla.

Mi madre abrió los ojos pero no movió un músculo durante sus buenos treinta segundos. Luego chilló:

– ¡Lesbiana! Madre de Dios. Frank, tu hija es lesbiana.

Mi padre miró a Valerie con los ojos entornados.

– ¿Esa corbata que llevas es mía?

– Qué poca vergüenza tienes -dijo mi madre, tumbada todavía en el suelo-. Todos los años que has sido normal y tenías marido has vivido en California. Y ahora que vienes aquí, te haces lesbiana. ¿No te parece suficiente que tu hermana mate gente? ¿Qua clase de familia es ésta?

– Casí nunca le disparo a nadie -dije.

– Estoy segura de que ser lesbiana tiene muchísimas ventajas -dijo la abuela-. Si te casas con una lesbiana nunca tendrás que preocuparte porque alguien deje el asiento del retrete levantado.

Yo agarré a mi madre por debajo de un brazo, Valerie por debajo del otro y entre las dos la levantamos del suelo.

– Arriba -dijo Valerie alegremente-. ¿Ya te encuentras mejor?

– ¿Mejor? -dijo mi madre-. ¿Mejor?

– Bueno, nosotras nos vamos ya -dijo Valerie saliendo al vestíbulo-. No me esperéis levantados. Tengo llave.

Mi madre se excusó, fue a la cocina y destrozó otro plato.

– Nunca la había visto destrozar platos -le dije a la abuela.

– Esta noche voy a esconder todos los cuchillos, por si acaso -dijo ella.

Entré en la cocina con mi madre y la ayudé a recoger los fragmentos.

– Se me ha resbalado de la mano -dijo mi madre.

– Eso me había parecido.

En casa de mis padres parece que nada cambia. La cocina parece igual que cuando yo era pequeña. Pintan las paredes y cambian las cortinas. El año pasado pusieron linóleo nuevo en el suelo. Los electrodomésticos se reemplazan cuando ya no admiten más reparaciones. Y hasta ahí llegan las modificaciones. Mi madre lleva haciendo las patatas en la misma olla desde hace treinta y cinco años. Y los olores también son los mismos. Repollo, salsa de manzana, puding de chocolate, cordero asado. Y los rituales son los mismos. Sentarnos a la pequeña mesa de la cocina para comer.

Valerie y yo hacíamos los deberes en la mesa de la cocina, bajo la atenta mirada de mi madre. Y ahora, me imagino que Angie y Mary Alice le hacen compañía a mi madre en la cocina.

Es difícil sentirte adulta cuando nada cambia en la cocina de tu madre. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Entro en esta cocina y quiero que me corten los sándwiches en triángulos.

– ¿Nunca te cansas de tu vida? -le pregunté a mi madre-. ¿Nunca piensas que te gustaría hacer otra cosa?

– ¿Quieres decir algo así como meterme en el coche y conducir sin parar hasta llegar al océano Pacífico? ¿O traer un equipo de demolición a esta cocina? ¿O divorciarme de tu padre y casarme con Tom Jones? No, nunca pienso en esas cosas -quitó la tapa de la fuente de magdalenas: la mitad, de chocolate cubiertas de azúcar blanco, la otra mitad, blancas cubiertas de chocolate. Sobre el azúcar blanco había anises multicolores. Farfulló algo que sonó como «putas magdalenas».

– ¿Qué? -pregunté-. No te he oído.

– No he dicho nada. Ve a sentarte.

– Confiaba en que me pudieras llevar a la funeraria esta noche -me dijo la abuela-. Es el velatorio de Rusty Kuharchek en la funeraria de Stiva. Fui a la escuela con él. Va a ser un velatorio realmente lucido.

La verdad era que no tenía nada mejor que hacer.

– Por supuesto -dije-. Pero tendrás que ponerte pantalones. Llevo la Harley.

– ¿ La Harley? ¿Desde cuándo tienes una Harley? -quiso saber la abuela.

– Tuve un problema con mi coche y Vinnie me dejó una moto.

– No vas a llevar a tu abuela en moto -dijo mi madre-. Se caería y se mataría.

Mi padre, muy sensatamente, no dijo nada.

– No le va a pasar nada -dije-. Tengo un casco para ella.

– Tú te haces responsable -dijo mi madre-. Si le ocurre cualquier cosa vas a ser tú la que vaya a verla a la residencia.

– Quizá podría hacerme con una moto -dijo la abuela-. Cuando te quitan el carnet de conducir ¿incluyen también las motos?

– ¡Sí! -dijimos todos a una. Nadie quería ver a la abuela Mazur de nuevo en la carretera.

Mary Alice estaba comiendo la cena con la cabeza metida en el plato porque los caballos no tienen manos. Cuando levantó la cabeza tenía la cara cubierta de puré de patata y salsa de carne.

– ¿Qué es una lesbiana? -preguntó.

Nos quedamos todos helados.

– Es cuando las chicas tienen novias en lugar de novios -dijo la abuela.

Angie levantó su vaso de leche:

– Se cree que la homosexualidad es el resultado de un cromosoma disfuncional -dijo.

– Yo estaba a punto de decir eso mismo -dijo la abuela.

– ¿Y los caballos, qué? -preguntó Mary Alice-. ¿Hay caballos lesbianas?

Nos miramos unos a otros. Estábamos pasmados. Yo me levanté de la silla.

– ¿Quién quiere una magdalena?

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