Tres

– Puesto que Bob es un perrito tan bueno y yo estoy de tan buen humor, voy a ayudarte a encontrar a Eddie DeChooch -dijo Lula.

Tenía el pelo de punta donde Joyce se lo había estirado y había perdido un botón de la camisa. Llevarla conmigo probablemente reforzaría mi seguridad, ya que parecía verdaderamente salvaje y peligrosa.

Joyce seguía en el suelo, pero tenía un ojo abierto y los dedos le temblaban. Sería mejor que Lula, Bob y yo nos fuéramos antes de que Joyce abriera el otro ojo.

– ¿Y a ti qué te parece? -quiso saber Lula una vez que estuvimos los tres en el coche de camino a la calle Front-. ¿Te parece que estoy gorda?

Lula no parecía tener demasiada grasa. Se la veía sólida. Sólida como una bratwurst. Pero era una bratwurst enorme.

– No exactamente gorda -dije-. Eres más bien grande.

– Y tampoco tengo ni un gramo de celulitis de ésa.

Eso era cierto. Una bratwurst no tiene celulitis.

Conduje en dirección oeste, hacia Hamilton, acercándome al río, a la calle Front. Lula iba de copiloto, en el asiento delantero, y Bob iba detrás con la cabeza fuera de la ventana, los ojos entrecerrados y las orejas agitándose al viento. El sol brillaba y al aire sólo le faltaban un par de grados para ser primaveral. Si no hubiera sido por Loretta Ricci habría pasado de buscar a Eddie DeChooch y me habría escapado a la costa. El hecho de que tenía que pagar el plazo del coche me estimuló para enfilar el CR-V en dirección a Ace Pavers.

En Ace Pavers se dedicaban al asfalto y eran fáciles de localizar. La oficina era pequeña. El garaje, enorme. Una apisonadora gigantesca estaba encadenada bajo la tejabana contigua al garaje junto a otros varios artefactos renegridos por el alquitrán.

Aparqué en la calle, encerré a Bob en el coche, y Lula y yo nos dirigimos a la oficina. Esperaba encontrarme con un director administrativo. Lo que me encontré fue a Ronald DeChooch jugando a las cartas con otros tres tíos. Tenían todos cuarenta y tantos años y vestían en plan cómodo, con pantalones de sport y niquis de punto con tres botones. No parecían ejecutivos, pero tampoco parecían trabajadores. Parecían esos chicos listos que salen en la televisión por cable. Bien por la televisión; ahora en Nueva Jersey sabían vestirse.

Jugaban a las cartas en una mesa destartalada, sentados en sillas plegables de metal. Encima de la mesa había un montón de dinero y ninguno pareció alegrarse de vernos a Lula y a mí. DeChooch era una versión joven y más alta de su tío, con algunos kilos de más repartidos de manera proporcionada. Dejó las cartas boca abajo sobre la mesa y se levantó. -¿Puedo ayudarlas, señoras?

Me presenté y le dije que estaba buscando a Eddie. Todos los de la mesa sonrieron.

– Ese DeChooch -dijo uno de los hombres- es increíble. He oído que os dejó a las dos sentadas en el salón mientras él se escapaba por la ventana.

Aquello le proporcionó unas sonoras carcajadas.

Si conocierais a Choochy habríais sabido que teníais que vigilar las ventanas -dijo Ronald-. En sus buenos tiempos saltó por muchas ventanas. Una vez le pillaron en el dormitorio de Florence Selzer. El marido de Flo, Joey el Trapo, llegó a casa y pilló a Choochy saliendo por la ventana y le pegó un tiro en el… ¿cómo lo llaman, glútamus máximus?

Un tipo grandón con una enorme barriga se tambaleó en la silla.

– Posteriormente, Joey desapareció.

– ¿Ah, sí? -dijo Lula-. ¿Qué le pasó? El tipo grande levantó las palmas.

– Nadie lo sabe. Uno de esos misterios sin resolver.

Ya. Probablemente fue el parachoques de un SUV, como Jimmy Hoffa.

– Bueno, ¿y alguno de ustedes ha visto a Choochy? ¿Alguien sabe dónde puede estar?

– Podías probar en su club social -dijo Ronald.

Todos sabíamos que no iría a su club social. Puse una de mis tarjetas encima de la mesa.

– Por si a alguno de ustedes se le ocurre algo.

Ronald sonrió.

– A mí ya se me está ocurriendo algo.

¡Puaj!

– Ese Ronald es un baboso -dijo Lula cuando nos metimos en el coche-. Y te miraba como si fueras su almuerzo.

Tuve un estremecimiento involuntario y nos fuimos de allí.

A lo mejor mi madre y Morelli tenían razón. A lo mejor debería buscar otro tipo de trabajo. O a lo mejor no debía trabajar en nada. A lo mejor tendría que casarme con Morelli y hacerme ama de casa, como mi perfecta hermana Valerie. Podría tener un par de niños y pasarme la vida coloreando en sus cuadernos de dibujo y contándoles cuentos de trenecitos de vapor y de ositos.

– Podría ser divertido -le dije a Lula-. Me gustan los trenecitos de vapor.

– Por supuesto -dijo Lula-. ¿De qué coño estás hablando?

– De cuentos infantiles. ¿No recuerdas el del trenecito de vapor?

– Yo no tenía libros de pequeña. Y si hubiera tenido alguno no habría sido sobre trenecitos de vapor…, habría sido sobre una cucharilla de crack.

Crucé Broad Street y volví a meterme en el Burg. Quería hablar con Angela Marguchi y tal vez echarle un vistazo a la casa de Eddie. Por lo general podía contar con la colaboración de los familiares y amigos del fugitivo para que me ayudaran a atraparle. En el caso de Eddie me daba la impresión de que no iba a ser así. Sus amigos y familiares no tenían mentalidad de chivatos.

Aparqué delante de la casa de Angela y le dije a Bob que sólo tardaría un minuto. Lula y yo estábamos a mitad de camino de la puerta de Angela cuando Bob se puso a ladrar en el coche. A Bob no le gustaba que le dejaran solo. Y sabía que lo del minuto no era del todo cierto.

– Chica, cómo ladra de alto ese Bob -dijo Lula-. Me está empezando a dar dolor de cabeza.

Angela asomó la cabeza por la puerta de su casa.

– ¿Qué es todo ese ruido?

– Es Bob -dijo Lula-. No le gusta que le dejen en el coche.

La cara de Angela se iluminó.

– ¡Un perro! Qué monada. Me encantan los perros.

Lula abrió la puerta del coche y Bob salió disparado. Corrió hasta Angela, le puso las patas en el pecho y la tiró al suelo de culo.

– No se ha roto nada, ¿verdad? -preguntó Lula levantando a Angela.

– No lo creo -dijo Angela-. Tengo un marcapasos que me mantiene en marcha y las caderas y las rodillas de acero inoxidable y Teflón. Sólo tengo que tener cuidado de que no me caiga un rayo ni me metan en un microondas.

Imaginar a Angela metida en un microondas me hizo pensar en Hansel y Gretel, que se enfrentaron a un horror semejante. Y esto me llevó a pensar en lo poco fiables que son las miguitas de pan para marcar caminos. Y eso me llevó a la deprimente conclusión de que yo estaba aún peor que Hansel y Gretel, porque Eddie DeChooch ni siquiera había dejado miguitas de pan.

– Me imagino que no habrá visto a Eddie -le dije a Angela-. No habrá regresado a casa, ¿verdad? Ni habrá llamado para pedirle que le riegue las plantas.

– No. No he tenido noticias de Eddie. Probablemente sea el único de todo el Burg del que no he sabido nada. El teléfono está sonando sin parar. Todo el mundo quiere saber qué pasó con la pobre Loretta.

– ¿Eddie solía tener muchas visitas?

– Tenía algunos amigos. Ziggy Garvey y Benny Colucci. Y un par más.

– ¿Alguno de ellos llevaba un Cadillac blanco?

– Eddie llevaba últimamente un Cadillac blanco. Su coche se estropeó y alguien le dejó un Cadillac blanco. No sé quién. Lo dejaba aparcado en el callejón, detrás del garaje.

– ¿Loretta Ricci le visitaba con frecuencia?

– Que yo sepa, ésta fue la primera vez que vino a ver a Eddie. Loretta estaba como voluntaria en el programa de Comida Sobre Ruedas para los ancianos. La vi entrar a la hora de la cena con una caja. Me imaginé que alguien le habría dicho que Eddie estaba deprimido y no se alimentaba bien. O puede que Eddie les llamara. Aunque no me pega que Eddie hiciera algo así.

– ¿Vio salir a Loretta?

– No la vi salir exactamente, pero me di cuenta de que el coche había desaparecido. Estuvo dentro aproximadamente una hora.

– ¿Y disparos? -preguntó Lula-. ¿Oyó cuando se la cargaban? ¿La oyó gritar?

– No oí ni un grito -dijo Angela-. Mamá es sorda como una tapia. Cuando enciende la televisión, aquí ya no se puede oír nada. Y la televisión está encendida desde las seis hasta las once. ¿Les gustaría tomar un poco de tarta? He traído una deliciosa rosca de almendras de la panadería.

Le agradecí a Angela su oferta pero le dije que Lula, Bob y yo teníamos que seguir trabajando.

Salimos de la casa de Marguchi y nos metimos en la puerta de al lado, la mitad de DeChooch. Por supuesto, la mitad de DeChooch nos estaba vedada, rodeada de cinta de la policía como parte de una investigación en marcha. No había polis custodiando ni la casa ni el cobertizo, por lo que asumí que habrían trabajado mucho el día anterior para acabar de recoger todas las pruebas.

– Probablemente no deberíamos entrar ahí, dado que todavía está el precinto -dijo Lula.

– A la policía no le gustaría -ratifiqué yo.

– Claro que ya estuvimos aquí ayer. Probablemente dejamos huellas por todas partes.

– O sea, ¿que no crees que importe que entremos hoy?

– Bueno, no importaría si nadie se, enterara -dijo Lula.

– Y tengo la llave, o sea, que realmente no se trata de un allanamiento con violencia.

El problema es que robé la llave.

Como agente de fianzas también tengo derecho a entrar en la casa de un fugitivo si tengo una buena razón para sospechar que está dentro. Y, llegado el caso, estoy segura de que podría encontrar una buena razón. Puede que me falten muchas de las habilidades de un cazarrecompensas, pero puedo mentir como el mejor.

– Podrías comprobar si realmente es la llave de la casa de Eddie -dijo Lula-. ¿Sabes? Sólo por probarla.

Inserté la llave en la cerradura y la puerta giró sobre sus goznes.

– Caray -dijo Lula-. Mira lo que ha pasado. La puerta está abierta.

Nos colamos en el vestíbulo oscuro y yo cerré la puerta con pestillo detrás de nosotras.

– Tú vigila. No quiero que nos sorprenda la policía o Eddie.

– Confía en mí -dijo Lula-. Centinela es mi segundo nombre.

Empecé por la cocina, revisando armarios y cajones, repasando todos los papeles que había en la encimera. Yo estaba entregada a mi rollo Hansel y Gretel, buscando miguitas de pan que me indicaran el camino. Esperaba encontrar un número de teléfono garabateado en una servilleta de papel, o tal vez un mapa con una enorme flecha anaranjada señalando un motel cercano. Lo que encontré fue el cacharrerío habitual que se amontona en todas las cocinas. Eddie tenía cuchillos, platos y cuencos para sopa que su mujer había comprado y utilizado a lo largo de su matrimonio. No había platos sucios abandonados en la encimera. Todo estaba cuidadosamente ordenado en los armarios. No había mucha comida en el frigorífico, pero estaba mejor abastecido que el mío. Una caja pequeña de leche, unos filetes de pechuga de pavo comprados en la carnicería de Giovichinni, huevos, una barra de mantequilla y algunos condimentos.

Recorrí un pequeño cuarto de baño, el comedor y el salón. Eché un vistazo al interior del armario de la entrada y revisé los bolsillos de los abrigos mientras Lula vigilaba la calle por una rendija de las cortinas del salón.

Subí las escaleras y miré en los dormitorios, aún con la esperanza de encontrar una miga de pan. Todas las camas estaban cuidadosamente hechas. En la mesilla de noche del dormitorio principal había un libro de crucigramas. Ni una sola miga. Fui al cuarto de baño. Lavabo limpio. Bañera limpia. El armario de las medicinas lleno a rebosar de Darvon, aspirinas, diecisiete clases diferentes de antiácidos, pastillas para dormir, un tarro de Vicks, limpiador de dentaduras y pomada antihemorroidal.

La ventana de encima de la bañera estaba sin cerrar. Me encaramé sobre la bañera y la cerré. La huida de DeChooch parecía muy posible. Salí de la bañera y del cuarto de baño. Me quedé en el rellano pensando en Loretta Ricci. No había ningún rastro de ella en aquella casa. Ni manchas de sangre. Ni huellas de lucha. La casa estaba sorprendentemente limpia y recogida. Ayer también me había sorprendido eso cuando subí a buscar a DeChooch.

Ni notas escritas en el cuadernillo junto al teléfono. Ni carteritas de cerillas de algún restaurante tiradas en la encimera de la cocina. Ni calcetines por el suelo. Ni ropa sucia en el cesto del cuarto de baño. Oye, pero ¿yo qué sé? A lo mejor los viejos deprimidos se vuelven obsesivamente limpios. O puede que DeChooch se pasara toda la noche limpiando las manchas de sangre del suelo y luego pusiera la lavadora. La conclusión: ni una miga de pan.

Volví a la sala e hice un esfuerzo para no torcer el gesto. Quedaba un sitio por mirar. El sótano. ¡Uf! Los sótanos de este tipo de casa siempre eran oscuros y espeluznantes, con calderas de petróleo ruidosas y vigas llenas de telarañas.

– Bueno, supongo que ahora debería mirar en el sótano -le dije a Lula.

– Muy bien -dijo Lula-. Sigue sin haber moros en la costa.

Abrí la puerta del sótano y accioné el interruptor de la luz. Escaleras de madera carcomida, suelo de cemento gris, vigas llenas de telarañas y ruidos espeluznantes de sótano. No me decepcionó.

– ¿Pasa algo? -preguntó Lula.

– Es horripilante.

¡Ajá!

– No quiero bajar ahí.

– No es más que un sótano -dijo Lula.

– ¿Por qué no bajas tú?

– Ni loca. Odio los sótanos. Son espeluznantes.

– ¿Tienes un arma?

– ¿Cagan los osos en el bosque?

Cogí la pistola de Lula y empecé a descender las escaleras del sótano. Un panel de madera con herramientas… destornilladores, llaves inglesas, martillos. Un banco de trabajo con un

torno. Ninguna de las herramientas parecía haber sido usada recientemente. En un rincón se amontonaban varias cajas de cartón. Estaban cerradas, pero no precintadas. La cinta que las había precintado estaba tirada por el suelo. Curioseé en un par de cajas. Adornos de Navidad, algunos libros, una caja de bandejas y platos. Nada de migas de pan.

Subí las escaleras y cerré la puerta. Lula seguía mirando por la ventana.

– Huy-huy -dijo Lula.

– ¿Por qué ese «huy-huy»? Odio ese «huy-huy».

– Un coche de la poli acaba de aparcar delante.

– ¡Mierda!

Cogí la correa de Bob, y Lula y yo corrimos hacia la puerta de servicio. Salimos de la casa y nos dirigimos a la escalinata que hacía las veces de porche trasero de Angela. Lula empujó la puerta y los tres nos metimos dentro de un salto.

Angela y su madre estaban sentadas a la pequeña mesa de la cocina, tomando café y tarta.

– ¡Socorro! ¡Policía! -se puso a chillar la madre de Angela cuando irrumpimos por la puerta.

– Es Stephanie -le gritó Angela a su madre-. ¿Te acuerdas de Stephanie?

– ¿Quién?

– ¡Stephanie!

– ¿Qué quiere?

– Hemos cambiado de opinión respecto a la tarta -dije arrastrando una silla y sentándome.

– ¿Qué? -gritó la madre de Angela-. ¿Qué?

– Tarta -le contestó ésta a gritos-. Quieren un poco de tarta.

– Pues dásela, por Dios santo, antes de que nos peguen un tiro.

Lula y yo miramos la pistola que llevaba en la mano.

– No se preocupe -grité-. Es una pistola de mentira.

– Pues a mí me parece muy de verdad -gritó la madre de Angela-. A mí me parece una Glock del calibre cuarenta de catorce disparos. Con eso se le puede hacer un buen agujero a un hombre en la cabeza. Yo solía llevar una, pero cambié a la escopeta cuando fui perdiendo vista.

Carl Costanza llamó a la puerta de servicio y todas dimos un brinco.

– Estábamos haciendo una ronda de seguridad y he visto vuestro coche ahí fuera -dijo Costanza, quitándome el trozo de tarta de la mano-. Quería cerciorarme de que no se os ocurría hacer nada ilegal… como violar la escena del crimen.

– ¿Quién, yo?

Costanza me sonrió y se fue con mi trozo de tarta.

Volvimos a centrar nuestra atención en la mesa, donde ahora había un plato de tarta vacío.

– Por todos los santos -dijo Angela-, ahí había una tarta entera. ¿Qué demonios puede haberle pasado?

Lula y yo intercambiamos miradas. Bob tenía un trozo de glaseado de azúcar blanco colgándole de los labios.

– Tal vez sea mejor que nos vayamos ya -dije, tirando de Bob hacia la puerta principal-. Si saben algo de Eddie no dejen de decírmelo.

– No nos ha servido de mucho -dijo Lula en cuanto estuvimos en carretera-. No hemos descubierto nada de Eddie DeChooch.

– Compra filetes de pechuga de pavo en Giovichinni -dije.

– Y ¿qué quieres decir? ¿Que pongamos como cebo del anzuelo pechuga de pavo?

– No, lo que estoy diciendo es que es un tipo que ha pasado toda su vida en el Burg y que no se va a ir a ningún otro sitio. Está por aquí, paseando en su Cadillac blanco. Tendría que ser capaz de encontrarle.

Sería más sencillo si hubiera cogido el número de la matrícula. Le había pedido a mi amiga Norma que buscara Cadillacs blancos en el registro de automóviles, pero había demasiados para comprobarlos todos.

Dejé a Lula en la oficina y me fui a buscar a El Porreta. Éste y Dougie se pasaban casi todo el día viendo la televisión y comiendo ganchitos de queso, viviendo de alguna actividad ocasional semiilegal. En breve, todo el dinero de esas actividades se esfumaría convertido en humo de cigarrillos de la risa, y El Porreta y Dougie vivirían con muchos menos lujos.

Aparqué delante de la casa de El Porreta y Bob y yo nos acercamos a las escaleras de la entrada y llamamos a la puerta. La abrió Huey Kosa y me sonrió. Huey Kosa y Zero Bartha son los compañeros de casa de El Porreta. Son chicos encantadores, como él, pero que viven en otra dimensión.

– Colega -dijo Huey.

– Estoy buscando a El Porreta.

– Está en casa de Dougie. Tenía que hacer la colada y el Dougster tiene lavadora. El Dougster tiene de todo.

Recorrí la corta distancia que separaba ambas casas en coche y aparqué. Podía haberlo hecho andando, pero no habría sido el estilo de Jersey.

– Eh, colega -dijo El Porreta cuando llamé a la puerta de Dougie-. Estoy encantado de veros a ti y al Bob. Mi casa su casa. Bueno, en realidad es la casa del Dougster, pero no sé cómo se dice.

Iba vestido con otro de sus Súper Trajes. Esta vez era verde y sin la P cosida en el pecho, y más parecía PepinilloMan que El Porreta.

– ¿Salvando al mundo? -le pregunté.

– No. Haciendo la colada.

– ¿Sabes algo de Dougie?

– Nada, colega. Nada.

La puerta principal daba paso a una sala escasamente amueblada con un sofá, una silla, una sola lámpara de techo y una televisión de pantalla grande. En ella, a Bob Newhart le entregaban una bolsa con un animal atropellado en un episodio de Larry, Daryl y Daryl.

– Es una retrospectiva de Bob Newhart -dijo El Porreta-. Están poniendo todos los clásicos. Oro puro.

– Y entonces -dije recorriendo la habitación con la mirada-, ¿Dougie nunca había desaparecido de esta manera?

– No desde que yo le conozco.

– ¿Dougie tiene novia?

El Torreta se quedó sin expresión. Como si aquélla fuera una pregunta demasiado grande para comprenderla.

– Novia -dijo por fin-. Vaya, nunca he pensado en el Dougster con novia. O sea, nunca le he visto con una chica.

– ¿Y un novio?

– Creo que tampoco tiene de eso. Me parece que el Dougster es más… hum…, autosuficiente.

– Vale, vamos a probar otra cosa. ¿Dónde iba Dougie cuando desapareció?

– No me lo dijo.

– ¿Iba en coche?

– Sí. Cogió el Batmóvil.

– Y ¿qué aspecto tiene exactamente el Batmóvil?

– Parece un Corvette negro. He ido por ahí a ver si lo veía, pero no aparece por ningún sitio.

– A lo mejor deberías denunciarlo a la policía.

– ¡Para nada! El Dougster se metería en un lío con su fianza.

Estaba empezando a percibir unas malas vibraciones. El Porreta se estaba poniendo nervioso y ésta era una faceta poco conocida de su personalidad. Normalmente, El Porreta era Don Tranquilo.

– Aquí pasa algo más -le dije-. ¿Qué me estás ocultando?

– Eh, nada, colega. Lo juro.

Estaré loca, pero me gusta Dougie. Puede que fuera un mamarracho y un zángano, pero era un mamarracho y un zángano bueno. Y había desaparecido y yo tenía una sensación rara en el estómago.

– ¿Qué me dices de la familia de Dougie? ¿Has hablado con alguno de sus familiares? -pregunté.

– No, colega, están todos perdidos en Arkansas. El Dougster no hablaba mucho de ellos.

– ¿Dougie tiene una agenda de teléfonos?

– Nunca se la he visto. Puede que tenga una en su dormitorio.

– Quédate aquí con Bob y encárgate de que no se coma nada. Voy a echar un vistazo a la habitación de Dougie.

En el piso de arriba había tres habitaciones pequeñas. Ya conocía la casa de antes, así que sabía cuál era el dormitorio de Dougie. Y sabía lo que podía esperar de la decoración de interiores. Dougie no perdía el tiempo con los detalles insignificantes del hogar. El suelo de su dormitorio estaba cubierto de ropa, la cama estaba deshecha, la cómoda repleta de recortes de papel, una maqueta de la nave espacial Enterprise, revistas de chicas, platos con restos de comida seca y tazas.

Había un teléfono en la mesilla de noche, pero no había ninguna agenda junto a él. En el suelo, junto a la cama, había una hoja de papel amarillo de un bloc de notas. En ella, un montón de nombres y números sin orden ni concierto, algunos medio borrados por la marca de una taza de café. Hice un repaso rápido de la lista y descubrí que había varios Krupers con dirección de Arkansas. Ninguno en Jersey. Revolví en el batiburrillo que tenía en el cajón de la mesilla y, por si acaso, fisgoneé en su armario.

Ni una pista.

No tenía ninguna buena razón para husmear en los otros dormitorios, pero soy fisgona por naturaleza. El segundo dormitorio era una habitación de invitados sin apenas muebles. La cama estaba deshecha y supuse que allí dormía El Porreta de vez en cuando. El tercer dormitorio estaba atestado, del suelo al techo, de mercancía robada. Cajas de tostadoras, teléfonos, despertadores, pilas de camisetas y Dios sabe qué otras cosas. Dougie había vuelto a hacerlo.

– ¡Porreta! -grité-. ¡Sube aquí! ¡Ahora mismo!

– ¡Toma! -dijo El Porreta cuando me vio de pie ante la pilota del tercer dormitorio-. ¿De dónde ha salido todo eso?

– Creía que Dougie había dejado de trapichear.

– No podía evitarlo, colega. Te juro que lo ha intentado, pero lo lleva en la sangre, ¿sabes? O sea, como si hubiera nacido para trapichear.

Ahora tenía una idea más clara del origen del nerviosismo de El Porreta. Dougie seguía teniendo malas compañías. Las malas compañías están bien si todo lo demás está en orden. Pero cuando un amigo desaparece, empiezan a ser preocupantes.

– ¿Sabes de dónde vienen estas cajas? ¿Sabes con quién estaba trabajando Dougie?

– O sea, ni idea. Recibió una llamada de teléfono y al momento siguiente apareció un camión delante de la casa y nos entregaron todo ese género. No presté mucha atención. Estaban poniendo los dibujos de Rocky y Bullwinkle y ya sabes lo difícil que es despegarte del viejo Rocky.

– ¿Dougie debía dinero? ¿Tuvo algún problema con este trapicheo?

– No lo parecía. Parecía estar muy contento. Decía que estas mercancías eran muy fáciles de vender. Excepto las tostadoras. Oye, ¿quieres una tostadora?

– ¿Cuánto?

– Diez pavos.

– Hecho.


Paré un momento en la tienda de Giovichinni a comprar algunos alimentos básicos y luego Bob y yo nos fuimos a casa a preparar la comida. Llevaba la tostadora debajo de un brazo y la compra debajo del otro cuando salí del coche.

Benny y Ziggy se materializaron de repente de la nada.

– Permítame que le ayude con esa bolsa -dijo Ziggy-. Una señorita como usted no debería llevar las bolsas.

– ¿Y qué es esto? ¿Una tostadora? -dijo Benny, liberándome de su peso y mirando la caja-. Y además, es muy buena. Tiene esas ranuras superanchas para hacer bollos ingleses.

– Puedo arreglármelas -dije, pero ya iban delante de mí con la bolsa y la tostadora, y estaban entrando en el portal de mi edificio.

– Habíamos pensado en pasarnos y ver cómo iban las cosas -dijo Benny pulsando el botón del ascensor-. ¿Ha tenido mejor suerte con Eddie?

– Le vi en la funeraria de Stiva, pero se escapó.

– Sí, ya nos habíamos enterado. Es una pena.

Abrí la puerta del apartamento y ellos me dieron la bolsa y la tostadora mientras escudriñaban el interior.

– ¿No tendrá a Eddie ahí dentro, verdad? -preguntó Ziggy.

– ¡No!

Ziggy se encogió de hombros.

– Tenía que intentarlo.

– El que no arriesga no gana -dijo Benny. Y se fueron.

– No hace falta aprobar un test de inteligencia para entrar en el hampa -le dije a Bob.

Enchufé mi nueva tostadora y le metí dos rebanadas de pan.

Le preparé a Bob un sándwich de mantequilla de cacahuete con el pan sin tostar, cogí uno con el pan tostado y nos los comimos de pie en la cocina, disfrutando del momento.

– Supongo que ser ama de casa no es tan difícil -le dije a Bob-, mientras tengas pan y mantequilla de cacahuete.

Llamé a Norma, la del registro de automóviles, y me dio el número de matrícula del Corvette de Dougie. Luego llamé a Morelli a ver si él se había enterado de algo.

– El informe de la autopsia de Loretta Ricci no ha llegado todavía -dijo Morelli-. Nadie ha detenido a DeChooch y la marea no ha traído a Kruper. La pelota sigue en juego, Bizcochito.

Vale, genial.

– Supongo que te veré esta noche -dijo Morelli-. Os recojo a Bob y a ti a las cinco y media.

– Vale. ¿Algún plan en especial?

Silencio en la línea.

– Creía que estábamos invitados a cenar en casa de tus padres.

– ¡Ay, coño! ¡Joder! ¡Mierda!

– Se te había olvidado, ¿no?

– Estuve con ellos ayer.

– ¿Significa eso que hoy no tenemos que ir?

– Ojalá fuera así de fácil.

– Te recojo a las cinco y media -dijo Morelli, y colgó.

Mis padres me gustan. De verdad. Lo que pasa es que me vuelven loca. En primer lugar, está mi perfecta hermana Valerie con sus dos hijas perfectas. Afortunadamente viven en Los Ángeles, de modo que su perfección está moderada por la distancia. Y luego está mi alarmante estado civil, que mi madre se siente obligada a arreglar. Eso sin mencionar mi trabajo, mi ropa, mis modales con la comida y mi asistencia a la iglesia (o mi no asistencia a ella).

– Muy bien, Bob -dije-, ya es hora de que volvamos al trabajo. Vamos a callejear.

Había pensado pasar la tarde buscando coches. Necesitaba encontrar un Cadillac blanco y el Batmóvil. Decidí empezar por el Burg y luego ir ensanchando el área de búsqueda. Y tenía una lista mental de restaurantes y cantinas con precios económicos que llevaban comidas a los ancianos. Pensé dejar los restaurantes para el final y ver si aparecía el Cadillac blanco.

Metí un trozo de pan en la jaula de Rex y le dije que volvería a casa antes de las cinco. Tenía ya la correa de Bob en la mano y estaba a punto de salir cuando oí llamar a la puerta. Era un repartidor de State Florist.

– Feliz cumpleaños -dijo el chaval. Me entregó un jarrón con flores y se fue.

Aquello me pareció un tanto extraño, puesto que mi cumpleaños es en octubre y estábamos en abril. Dejé las flores en la mesa de la cocina y leí la tarjeta.

Las rosas son rojas. La violeta azul. Se me ha puesto dura y el motivo eres tú.

Estaba firmada por Ronald DeChooch. Por si fuera poco el horror que me había dado en su club, ahora me mandaba flores.

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