Ocho

Ranger llevaba un Mercedes negro que parecía recién salido de un salón del automóvil. Los coches de Ranger siempre eran negros, siempre eran nuevos y siempre eran de dudosa procedencia. Tenía un buscapersonas y un teléfono móvil enganchados al salpicadero y un localizador de policía debajo de él. Y sabía, por experiencias anteriores, que llevaba una escopeta recortada y un fusil de asalto escondidos en algún lugar del coche y una semiautomática en el cinturón. Ranger es uno de los pocos civiles en Trenton con autorización para llevar armas. Tiene edificios de oficinas en Boston, una hija en Florida de un matrimonio fracasado, ha trabajado por todo el mundo como mercenario y tiene un código moral que no está completamente en sincronía con nuestro sistema legal. No tengo ni puñetera idea de quién es… pero me gusta.

El Snake Pit no estaba abierto al público, pero había varios coches aparcados en el pequeño espacio adyacente al edificio, y la puerta principal estaba abierta. Ranger aparcó junto a un BMW y entramos. Un equipo de limpieza se dedicaba a abrillantar la barra y fregar el suelo. A un lado había tres chicos musculosos, tomando café y charlando. Me imaginé que serían luchadores repasando el plan del combate. Y comprendí por qué la abuela se iba temprano del bingo para venir al Snake Pit. La posibilidad de que uno de aquellos bebedores de café perdiera la ropa interior en el barro tenía cierto interés. A decir verdad, los hombres desnudos con las bolas y los cacharros colgándoles me parecen bastante raros. Sin embargo, despiertan la curiosidad. Es lo mismo que pasa con los accidentes de coche, en los que no puedes evitar mirar aunque sepas que puedes ver algo horripilante.

Sentados a una mesa dos hombres repasaban lo que parecía ser un mapa desplegable. Ambos tenían cincuenta y tantos años, cuerpos de gimnasio y vestían pantalones de sport y jerseys ligeros. Cuando entramos levantaron la mirada. Uno de ellos saludó a Ranger.

– Dave Vincent y su contable -me dijo Ranger-. Vincent es el del jersey tostado. El que me ha saludado.

Perfecto para Princeton.

Vincent se levantó y se acercó a nosotros. Sonrió al ver mi ojo morado más de cerca.

– Tú debes de ser Stephanie Plum.

– Podría haberla reducido -dije-. Me pilló por sorpresa. Fue un accidente.

– Estamos buscando a Eddie DeChooch -le dijo Ranger a Vincent.

– Todo el mundo está buscando a DeChooch -dijo Vincent-. Ese tío está como una cabra.

– Habíamos pensado que estaría en contacto con sus socios profesionales.

Dave Vincent se encogió de hombros.

– No le he visto.

– Lleva el coche de Mary Maggie.

Vincent hizo un gesto de fastidio.

– No me meto en la vida privada de mis empleados. Si Mary Maggie quiere dejarle un coche a Chooch es asunto suyo.

– Pero si le está escondiendo es asunto mío -dijo Ranger.

Nos dimos la vuelta y nos fuimos.

– Bueno -dije una vez en el coche-. Parece que ha ido bien.

Ranger me sonrió.

– Ya veremos.

– ¿Y ahora qué?

– Benny y Ziggy. Estarán en el club.


– Oh, Dios -dijo Benny cuando se asomó a la puerta-. Y ahora, ¿qué?

Ziggy estaba un paso detrás de él.

– Nosotros no hemos sido.

– ¿No han sido qué? -pregunté.

– Nada -dijo Ziggy-. No hemos hecho nada.

Ranger y yo intercambiamos miradas.

– ¿Dónde está? -le pregunté a Ziggy.

– ¿Dónde está quién?

– El Porreta.

– ¿Es una pregunta con trampa?

– No -dije-. Es una pregunta en serio. El Porreta ha desaparecido.

– ¿Está segura?

Ranger y yo les devolvimos una mirada silenciosa.

– ¡Mierda! -dijo Ziggy al fin.


Nos separamos de Ziggy y Benny con la misma información con la que habíamos llegado. Lo que significaba que no sabíamos nada. Eso sin mencionar que tenía la sensación de haber participado en una escena de Abbot y Costello.

– Bueno, parece habernos ido tan bien como en la entrevista con Vincent -le dije a Ranger.

Me gané otra sonrisa.

– Entra en el coche. Ahora vamos a hacerle una visita a Mary Maggie.

Le saludé en plan militar y me subí al coche. No estaba muy segura de estar avanzando nada, pero era muy agradable pasarse el día por ahí con Ranger. Pasear con Ranger me absolvía de toda responsabilidad. Estaba claro que yo era la subalterna. Y me sentía protegida. Nadie se atrevería a dispararme estando con Ranger. O, si alguien me disparaba, estaba totalmente segura de que no moriría.

Fuimos en silencio hasta el edificio de apartamentos de Mary Maggie, aparcamos a un coche de su Porsche y subimos en el ascensor hasta el séptimo piso.

Mary Maggie abrió a la segunda llamada. Al vernos se quedó sin respiración y retrocedió un paso. Normalmente, esta reacción puede considerarse como señal de temor o culpabilidad. En este caso era la reacción normal de todas las mujeres al ver a Ranger. Hay que decir en su favor que no siguió con el rubor y el tartamudeo. Trasladó su atención de Ranger a mí.

– Otra vez tú.

Le saludé agitando los dedos.

– ¿Qué te ha pasado en el ojo?

– Pelea de aparcamiento.

– Parece que perdiste.

– Las apariencias engañan -dije. No necesariamente en este caso… pero a veces sí.

– Anoche DeChooch estuvo paseando con el coche por la ciudad -dijo Ranger-. Hemos pensado que a lo mejor le habías visto.

– No.

– Iba conduciendo tu coche y tuvo un accidente. Luego salió corriendo.

Por la expresión de la cara de Mary Maggie estaba claro que era la primera noticia que tenía del accidente.

– Es por culpa de la vista. No debería conducir de noche -dijo.

No jodas. Y eso sin hablar de su cabeza, por la que tendrían que prohibirle conducir a cualquier hora. El tío ese es un lunático.

– ¿Hubo algún herido? -preguntó Mary Maggie.

Ranger sacudió la cabeza.

– Llámanos si sabes algo de él, ¿de acuerdo? -dije.

– Claro -contestó Mary Maggie.

– No nos va a llamar -le dije a Ranger mientras bajábamos en el ascensor.

Ranger se limitó a mirarme.

– ¿Qué? -pregunté.

– Paciencia.

Las puertas del ascensor se abrieron en el garaje subterráneo y salimos de él.

– ¿Paciencia? El Porreta y Dougie han desaparecido y yo tengo a Joyce Barnhardt pisándome los talones. Vamos por ahí hablando con gente, pero no descubrimos nada nuevo, no pasa nada y ni siquiera parece que a nadie le importe lo más mínimo.

– Estamos dando mensajes. Presionando. Cuando se presiona en el punto apropiado las cosas se empiezan a romper.

– Hmmm -dije con la persistente sensación de que no habíamos logrado gran cosa.

Ranger abrió el coche con el control remoto.

– No me gusta cómo ha sonado ese «hmmm».

– Ese rollo de la presión me suena un poco… oscuro.

Estábamos solos en el garaje apenas iluminado. Ranger y yo a solas bajo dos plantas de coches y hormigón. Era el escenario perfecto para un asesinato del hampa o el ataque de un violador perturbado.

– Oscuro -repitió Ranger.

Me agarró por las solapas de la chaqueta, me atrajo hacia sí y me besó. Su lengua tocó la mía y tuve un estremecimiento que estuvo a un milímetro de ser un orgasmo. Sus manos se deslizaron dentro de mi chaqueta y me rodearon la cintura. Sentía su cuerpo duro pegado a mí. Y, de repente, nada importaba, salvo tener un orgasmo provocado por Ranger. Lo estaba deseando. Ya mismo. Que le dieran a Eddie DeChooch. Uno de estos días se estrellaría contra los pilares de un paso elevado y allí acabaría todo.

– Sí, pero ¿qué pasa con la boda? -murmuró una vocecilla en lo más profundo de mi mente.

– Cierra el pico -le dije a la vocecilla-. Eso lo pensaré después.

– Y ¿qué me dices de las piernas? -preguntó la voz-. ¿Te has afeitado las piernas esta mañana?

Caramba, ¡me costaba respirar, de tanto como necesitaba aquel puñetero orgasmo, y ahora tenía que preocuparme por los pelos de mis piernas! ¿Es que no hay justicia en este mundo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué sólo a mí me tienen que importar los pelos de las piernas? ¿Por qué tiene que ser siempre la mujer la que se preocupe por el maldito pelo?

– Tierra a Steph -dijo Ranger.

– Si lo hacemos ahora, ¿contará como un anticipo si luego atrapamos a DeChooch?

– No lo vamos a hacer ahora.

– ¿Por qué no?

– Porque estamos en un aparcamiento. Y cuando consiga sacarte de este garaje ya habrás cambiado de opinión.

Le miré entrecerrando los ojos.

– Entonces, ¿qué sentido tiene esto?

– Demostrarte que se pueden destruir las defensas de una persona si se aplica la presión en el punto justo.

– ¿Me estás diciendo que sólo era una demostración? ¿Me has puesto en este… en este estado para reforzar un argumento?

Sus manos seguían en mi cintura, apretándome contra él.

– ¿Cómo es de grave ese estado?

Si hubiera sido un poco más grave habría ardido por combustión espontánea.

– No es para tanto -le dije.

– Mentirosa.

– ¿Y cómo es de grave tu estado?

– Preocupantemente grave.

– Me estás complicando la vida.

Me abrió la puerta del coche.

– Sube. Ronald DeChooch es el siguiente de la lista.

La recepción de la empresa de pavimentos estaba vacía cuando entramos Ranger y yo. Un chaval joven asomó la cabeza por una esquina y nos preguntó qué queríamos. Le dijimos que queríamos hablar con Ronald. Treinta segundos después Ronald salía de donde estuviera, al fondo de las oficinas.

– Había oído que una ancianita te había dado en un ojo, pero no sabía que hubiera hecho tan buen trabajo -me dijo Ronald-. Es un ojo morado de primera.

– ¿Has visto a tu tío recientemente? -le preguntó Ranger.

– No, pero he oído decir que tuvo un accidente delante de la funeraria. No debería conducir de noche.

– El coche que conducía pertenece a Mary Maggie Mason -dije yo-. ¿La conoces?

– La he visto por ahí -miró a Ranger-. ¿Tú también estás trabajando en este caso?

Ranger hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza.

– Me alegro de saberlo.

– ¿Qué ha querido decir con eso? -le dije a Ranger en cuanto salimos-. ¿Ha querido decir lo que creo que ha querido decir? ¿Esa almorrana ha dicho que como estás tú en el caso han cambiado las cosas? O sea, que ahora se va a tomar la búsqueda en serio.

– Vamos a echarle un vistazo a la casa de Dougie -dijo Ranger.

La casa de Dougie no había cambiado desde la última vez que la había visitado. No había signos de un nuevo registro. Ni tampoco de que Dougie o El Porreta hubieran pasado por allí. Ranger y yo recorrimos las habitaciones una por una. Le puse a Ranger al día de mis anteriores registros y de la desaparición del asado.

– ¿La desaparición del asado te parece algo relevante? -le pregunté.

– Uno de los misterios de la vida -dijo él.

Dimos la vuelta a la casa y nos metimos en el garaje de Dougíe.

El perrillo escandaloso de los vecinos abandonó su puesto en el porche de los Belski y se puso a saltar a nuestro alrededor, ladrando y mordiéndonos las perneras de los pantalones.

– ¿Crees que alguien se dará cuenta si le pego un tiro? -me preguntó Ranger.

– Creo que la señora Belski te perseguiría con un cuchillo de carnicero en la mano.

– ¿Le has preguntado a la señora Belski si sabe quién registró la casa?

Me di un golpe en la frente con la mano plana. ¿Cómo no se me había ocurrido hablar con la señora Belski?

– No.

Los Belski llevan toda la vida viviendo en el vecindario. Ahora tienen unos sesenta y tantos años. Gente polaca, recia y muy trabajadora. El señor Belski es un jubilado de la Stucky Tool and Die Company. La señora Belski ha criado siete hijos. Y ahora tienen a Dougie de vecino. Otras personas menos tolerantes se llevarían mal con Dougie, pero los Belski han aceptado su destino como voluntad de Dios y coexisten.

La puerta de atrás de los Belski se abrió y la señora Belski asomó la cabeza.

– ¿Les está molestando Spotty?

– No -le contesté-. Spotty no nos molesta nada.

– Se pone muy nervioso cuando ve desconocidos -dijo la señora Belski cruzando el patio para recoger a Spotty.

– Tengo entendido que han estado pasando muchos desconocidos por la casa de Dougie.

– Siempre hay desconocidos en casa de Dougie. ¿Estuvo usted en la fiesta de Star Trek que dio? -sacudió la cabeza-. Qué cosas.

– ¿Y después de aquello? En los últimos dos días.

La señora Belski se agachó para recoger a Spotty y lo sostuvo en sus brazos.

– Nada que se pueda comparar con la fiesta de Star Trek.

Le conté a la señora Belski que habían entrado en la casa de Dougie.

– ¡No! Qué horror -dijo. Miró la puerta de la casa de Dougie con preocupación-. Dougie y su amigo Walter a veces se vuelven un poquito locos, pero en el fondo son unos jóvenes muy agradables. Siempre se portan bien con Spotty.

– ¿Ha visto a alguien sospechoso por la casa?

– Estuvieron dos mujeres -dijo la señora Belski-. Una sería de mi edad. O tal vez un poco mayor. De unos sesenta años. La otra era un par de años más joven. Yo volvía de pasear a Spotty y aquellas mujeres aparcaron el coche y se metieron en casa de Dougie. Tenían la llave. Supuse que eran familiares. ¿Creen que serían ladronas?

– ¿Recuerda qué coche llevaban?

– La verdad es que no. A mí, todos los coches me parecen iguales.

– ¿Era un Cadillac blanco? ¿O un deportivo?

– No. No era ninguna de esas dos cosas. Me acordaría de un Cadillac blanco o de un coche deportivo.

– ¿Alguien más?

– Ha estado pasando por aquí un hombre mayor. Delgado. De setenta y tantos años. Ahora que lo pienso, puede que fuera en un Cadillac blanco. A Dougie viene a verle mucha gente. No me fijo en todos. Nadie me ha parecido particularmente sospechoso. Excepto esas dos señoras que tenían las llaves. Las recuerdo porque la mayor me miró y había algo especial en su mirada. Sus ojos daban miedo. Tenía una mirada fiera y enloquecida.

Le di las gracias a la señora Belski y le entregué una de mis tarjetas.

Una vez a solas con Ranger en el coche me puse a pensar en la cara que había visto El Porreta en la ventana la noche que le dispararon. Nos había parecido tan improbable que no le habíamos dado más importancia. Él no fue capaz de identificarla ni de describirla con demasiado detalle… salvo por la mirada aterradora. Y ahora la señora Belski me hablaba de una mujer de sesenta y tantos años con una mirada que daba miedo. Y además estaba la mujer que había llamado a El Porreta para acusarle de que tenía algo suyo. Tal vez aquélla fuera la mujer de la llave. ¿Y cómo había obtenido aquella llave? Tal vez se la había dado Dougie.

– Y ahora ¿qué? -le dije a Ranger.

– Ahora a esperar.

– Nunca se me ha dado muy bien esperar. Tengo otra idea. ¿Qué te parece si me pongo de cebo? ¿Qué te parece si llamo a Mary Maggie y le digo que tengo la cosa y que quiero canjearla por El Porreta? Y le digo que se lo comente a DeChooch.

– ¿Crees que Mary Maggie es su contacto?

– Es un palo de ciego.


Morelli llamó media hora después de que Ranger me dejara en casa.

– ¿Que eres qué? -gritó.

– El cebo.

– ¡Jesús!

– Es buena idea -dije-. Vamos a hacer que se crean que tengo lo que sea que estén buscando…

– ¿Vamos?

– Ranger y yo.

– Ranger.

Tuve una visión mental de Morelli apretando los dientes.

– No quiero que trabajes con Ranger.

– Es mi trabajo. Somos cazarrecompensas.

– Y tampoco quiero que te dediques a eso.

– Vaya, pues ¿sabes una cosa? A mí no me vuelve loca que seas policía.

– Al menos mi trabajo es legal -dijo Morelli.

– Mi trabajo es tan legal como el tuyo.

– Cuando trabajas con Ranger no lo es -dijo-. Es un chiflado. Y no me gusta cómo te mira.

– ¿Cómo me mira?

– Igual que yo.

Me di cuenta de que estaba hiperventilando. Respira despacio, me dije a mí misma. Que no te entre pánico.

Me libré de Morelli, me hice un sándwich de mantequilla de cacahuete con aceitunas y llamé a mi hermana.

– Estoy preocupada con el rollo este de la boda -le dije-. Sí no has sido capaz de mantener tu matrimonio, ¿qué oportunidades tengo yo?

– Los hombres piensan al revés -dijo Valerie-. Yo hice todo lo que se supone que hay que hacer y me equivoqué. ¿Cómo es posible?

– ¿Todavía le quieres?

– Creo que no. Lo que más deseo es darle un puñetazo en la nariz.

– Bueno -dije-. Tengo que dejarte.

Y colgué.

Acto seguido me puse a buscar en el listín de teléfonos, pero el nombre de Mary Maggie Mason no aparecía. No me sorprendió. Llamé a Connie y le pedí que me consiguiera el número. Connie tiene recursos para enterarse de números que no aparecen en la guía.

– Ya que has llamado te voy a pasar un asuntillo -dijo Connie-. Melvin Baylor. No se ha presentado a juicio esta mañana.

Melvin Baylor vive a dos manzanas de casa de mis padres. Es un tipo de cuarenta años absolutamente encantador al que desplumó una sentencia de divorcio que le dejó sin otra cosa que su ropa interior. Para añadir oprobio al dolor, dos semanas después de dicha sentencia su ex mujer, Lois, anunció su compromiso con el desempleado vecino de al lado.

La semana pasada se casaron su ex y el vecino. El vecino sigue sin empleo, pero ahora conduce un BMW y ve los concursos de la tele en una pantalla gigante. Mientras, Melvin vive en un apartamento de una habitación encima del garaje de Virgil Selig y tiene un Nova marrón de diez años. La noche de la boda de su ex, Melvin se zampó su cena habitual de cereales y leche desnatada y, sumido en una profunda depresión, se dirigió en su Nova al bar de Casey. Como no es un gran bebedor, después de tomar dos martinis Melvin estaba convenientemente borracho. Entonces se montó en su ruinoso cacharro y, por primera vez en su vida, demostró tener agallas irrumpiendo en el banquete de bodas de su ex mujer y aliviándose encima de la tarta delante de doscientas personas. Fue acogido con una calurosa ovación por parte de todos los hombres de la fiesta.

La madre de Lois, que había pagado ochenta y cinco dólares por aquella fantasía de tres pisos, hizo que detuvieran a Melvin acusado de escándalo público, actos obscenos, invasión de intimidad y destrucción de propiedad privada.

– Ahora mismo voy -dije-. Prepárame los papeles. Y me das el número de teléfono de la Mason cuando llegue.

Agarré el bolso y le grité a Rex que no tardaría mucho. Atravesé corriendo el descansillo y las escaleras, y me choqué con Joyce en el portal.

– Me han dicho que te has pasado toda la mañana preguntando por ahí sobre DeChooch -me dijo-. Ahora DeChooch es mío. Así que retírate.

– Por supuesto.

– Y quiero el expediente.

– Lo he perdido.

– ¡Puta! -dijo Joyce.

– ¡Guarra!

– ¡Culo gordo!

– ¡Chocho loco!

Joyce se dio la vuelta bruscamente y salió escopetada del edificio. La próxima vez que mi madre cocinara pollo iba a desear, con el hueso de la suerte, que Joyce pillara un herpes.

La oficina estaba tranquila cuando llegué. La puerta del despacho de Vinnie estaba cerrada. Lula estaba dormida en el sofá. Connie tenía preparados el teléfono de Mary Maggie y los papeles para la captura de Melvin.

– En su casa no contestan al teléfono -dijo Connie-, y ha llamado al trabajo diciendo que estaba enfermo. Probablemente esté escondido debajo de la cama, deseando que todo esto no sea más que una pesadilla.

Metí la orden de captura en el bolso y llamé a Mary Maggie desde el teléfono de Connie.

– He decidido hacer un trato con Eddie -le dije en cuanto contestó al teléfono-. El problema es que no sé cómo ponerme en contacto con él. He pensado que, como está usando tu coche, a lo mejor se pone en contacto contigo… para decirte que el coche está bien.

– ¿Cuál es el trato?

– Tengo algo que Eddie está buscando y quiero cambiarlo por El Porreta.

– ¿El Porreta?

– Eddie lo entenderá.

– Vale -dijo Mason-. Si llama se lo diré, pero no puedo garantizar que hable con él.

– Por supuesto -dije-. Por si acaso.

Lula abrió un ojo.

– Huy, huy. ¿Ya estás contando mentiras otra vez?

– Soy el cebo -dije.

– No me digas.

– ¿Qué es eso que busca DeChooch? -quiso saber Connie.

– No lo sé -dije-. Eso es parte del problema.


Por lo general, la gente se va del Burg cuando se divorcia. Melvin era una excepción. Creo que en el momento de su divorcio estaba demasiado agotado y desanimado para llevar a cabo cualquier clase de pesquisa en busca de un nuevo hogar.

Aparqué delante de la casa de Selig y fui andando al garaje de la parte de atrás. Era un garaje destartalado de dos plazas con un apartamento destartalado de una plaza en el segundo piso. Subí las escaleras del apartamento y llamé a la puerta. Escuché al otro lado. Nada. Volví a llamar, apoyé la oreja en la madera deteriorada y escuché otra vez. Alguien se movía allí dentro.

– Hola, Melvin -grité-. Abre la puerta.

– Vete -dijo Melvin desde el otro lado-. No me encuentro nada bien. Vete.

– Soy Stephanie Plum -dije-. Tengo que hablar contigo. La puerta se abrió y apareció Melvin. Estaba despeinado y tenía los ojos inyectados en sangre.

– Tenías que haber ido al juzgado esta mañana -le dije.

– No he podido. Me encontraba mal.

– Deberías habérselo dicho a Vinnie.

– Huy. No se me ha ocurrido.

Olí su aliento.

– ¿Has estado bebiendo?

Se tambaleó sobre los talones y una sonrisa extraviada se extendió por su rostro.

– No.

– Hueles a jarabe para la tos.

– Licor de cereza. Me lo regalaron por Navidades.

Madre mía. No lo podía entregar en aquel estado.

– Melvin, tenemos que espabilarte.

– Estoy bien. Aunque no noto los pies -miró hacia abajo-. Hace un minuto sí los notaba.

Le saqué del apartamento, cerré la puerta detrás de nosotros y bajé las inestables escaleras delante de él para evitar que se rompiera el cuello. Le metí en mi CR-V y le puse el cinturón de seguridad. Se quedó así, pasmado, sujeto de los hombros por las correas, con la boca abierta y los ojos vidriosos. Me lo llevé a la casa de mis padres y le saqué del coche a rastras.

– Visitas, ¡qué bien! -dijo la abuela Mazur mientras me ayudaba a llevar a Melvin a la cocina.

Mi madre estaba planchando y canturreando sin melodía.

– Nunca la había oído cantar así -le dije a la abuela.

– Ha estado así todo el día -dijo ella-. Estoy empezando a preocuparme. Y lleva planchando la misma camisa desde hace una hora.

Senté a Melvin a la mesa, le di una taza de café solo y le preparé un sándwich de jamón.

– ¿Mamá? -dije-. ¿Estás bien?

– Claro que sí. Estoy planchando, cariño.

Melvin levantó los ojos hacia la abuela.

– ¿Sabe lo que hice? Or… riné en la tarta de boda de mi ex mujer. Me meé encima del glaseado. Delante de todo el mundo.

– Podía haber sido peor -dijo la abuela-. Podía haber hecho caca en la pista de baile.

– ¿Sabe lo que pasa cuando se hace pis encima del glaseado? Se estropea completamente. Se pone todo churretoso.

– ¿Y las figuritas de los novios que la coronan? -preguntó la abuela-. ¿También las meó?

Melvin sacudió la cabeza.

– No pude alcanzarlas. Sólo llegué al piso de abajo -dejó caer la cabeza sobre la mesa-. No puedo creer que me pusiera en ridículo de aquella manera.

– Si se entrena a lo mejor llega al piso superior la próxima vez -dijo la abuela.

– No voy a ir a una boda nunca más -dijo Melvin-. Ojalá estuviera muerto. Quizá debería suicidarme.


Valerie entró en la cocina con la cesta de la colada.

– ¿Qué pasa?

– Que me meé en la tarta -dijo Melvin-. Estaba muy pedo.

Y se quedó inconsciente con la cara encima del sándwich.

– No puedo llevármelo así.

– Puede dormir en el sofá -dijo mi madre dejando la plancha-. Que cada una le coja de una extremidad y lo llevamos entre todas.


Cuando llegué a casa Ziggy y Benny estaban en el aparcamiento.

– Hemos oído que quiere hacer un trato.

– Sí. ¿Tienen a El Porreta?

– No exactamente.

– Entonces no hay trato.

– Registramos todo el apartamento y no estaba allí -dijo Zíggy.

– Porque está en otro sitio -le contesté.

– ¿Dónde?

– No se lo voy a decir hasta que vea a El Porreta.

– Podríamos hacerle mucho daño -dijo Ziggy-. Podríamos hacerla hablar.

– A mi futura abuela política no le gustaría.

– ¿Sabe lo que creo? -dijo Zíggy-. Creo que nos está mintiendo con eso de que lo tiene.

Me encogí de hombros y di la vuelta para entrar en el edificio.

– Cuando encuentren a El Porreta me lo dicen y entonces negociaremos.

Desde que trabajo en esto no para de colarse gente en mi apartamento. Compro las mejores cerraduras del mercado y es inútil. Todo el mundo se me cuela. Lo aterrador del caso es que empiezo a acostumbrarme.

Ziggy y Benny no es que dejaran las cosas como las encontraban…, es que las mejoraban. Me fregaban los cacharros y limpiaban los muebles. La cocina estaba limpia como una patena.

Sonó el teléfono y era Eddie DeChooch.

– Tengo entendido que lo tiene usted.

– Sí.

– ¿Está en buenas condiciones?

– Sí.

– Voy a mandar a una persona a recogerlo.

– ¡Quieto! ¡Espere un momento! ¿Y qué pasa con El Porreta? El trato es que lo cambio por El Porreta.

DeChooch hizo un sonido descalificador.

– El Porreta. Ni siquiera entiendo por qué se preocupa por ese fracasado. El Porreta no entra en el trato. Le daré dinero.

– No quiero dinero.

– Todo el mundo quiere dinero. Bueno, ¿y qué le parece lo siguiente? Yo la secuestro y la torturo hasta que me lo entregue.

– Mi futura abuela política le echaría el mal de ojo.

– Ese viejo loro no es más que una chiflada. Yo no creo en esas tonterías.

DeChooch colgó.

Con el plan del cebo estaba logrando un montón de movidas, pero no conseguía ningún progreso para liberar a El Porreta.

Tenía un enorme nudo en medio de la garganta. Estaba asustada. Al parecer nadie quería negociar con El Porreta. No quería que murieran ni El Porreta ni Dougie. Y peor aún, no quería ser como Valerie, lloriqueando a moco y baba.

– Joder! -grité-. Joder!;Joder!

Rex salió de su lata de sopa y me miró agitando los bigotes. Partí una punta de Pop Tart de fresa y se la di. Él se la metió en un carrillo y regresó a su lata. Un hámster amante de los placeres sencillos.

Llamé a Morelli y le invité a cenar.

– Pero tienes que traer tú la cena -le dije.

– ¿Pollo frito? ¿Bocadillos de carne? ¿Chino? -preguntó.

– Chino.

Corrí al baño, me di una ducha, me afeité las piernas para que la estúpida voz de mi cabeza no volviera a fastidiarme las cosas y me lavé el pelo con un champú que huele a cerveza de jengibre. Revolví el cajón de la ropa interior hasta que encontré el tanga de encaje negro y el sujetador a juego. Me cubrí la ropa interior con los habituales vaqueros y camiseta y me apliqué un poco de rímel y brillo de labios. Si me iban a secuestrar y a torturar, antes iba a pasar un buen rato.

Bob y Morelli llegaron en el momento en que me estaba poniendo los calcetines.

– He traído rollitos de primavera, cosas con verduras, cosas de cerdo, cosas de arroz y una cosa que creo que era de otro pero que se ha caído en mi bolsa -dijo Morelli-. Y cerveza.

Lo pusimos todo en la mesita de café y encendimos la televisión. Morelli le lanzó un rollito a Bob. Bob lo atrapó en el aire y lo engulló de un bocado.

– Hemos estado charlando y Bob ha aceptado ser mi testigo -dijo Morelli.

– O sea, ¿que va a haber boda?

– Creí que te habías comprado un vestido.

Jugueteé con un trocito de gamba.

– Lo he devuelto.

– ¿Qué ha pasado?

– No quiero una gran boda. Me parece una tontería. Pero mi madre y mi abuela no dejan de atosigarme para que la haga. De repente tenía el vestido aquel puesto. Y acto seguido ya teníamos un salón de banquetes reservado. Es como si alguien me hubiera sacado el cerebro de la cabeza.

– Quizá deberíamos casarnos por las buenas.

– ¿Cuándo?

– Esta noche no puedo. Juegan los Rangers. ¿Mañana? ¿El miércoles?

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Sí. ¿Te vas a comer el último rollito?

El corazón dejó de palpitarme en el pecho. Cuando volvió a hacerlo iba a saltos. Casada. ¡Mierda! Estaba emocionada, ¿no? Por eso me parecía que iba a vomitar. Era de la emoción.

– ¿No hacen falta análisis de sangre y certificados y no sé qué más?

Morelli dirigió su atención a mi camiseta.

– Qué bonita.

– ¿La camiseta?

Pasó la punta de un dedo por el ribete de encaje del sujetador.

– Eso también.

Su mano se deslizó por debajo del tejido de algodón y en breve la camiseta había volado por encima de mi cabeza.

– Quizá deberías enseñarme lo que tienes. Convencerme de que merece la pena casarse contigo.

Levanté una ceja.

– Quizá deberías ser tú el que me convenciera.

Morelli me bajó la cremallera de los vaqueros.

– Bizcochito, antes de que acabe esta noche me vas a suplicar que me case contigo.

Sabía por anteriores experiencias que eso era cierto. Morelli sabía cómo hacer que una chica se despertara sonriendo. Mañana por la mañana puede que andar fuera difícil, pero sonreír sería sencillo.

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