CAPÍTULO 1

El detective Yu Guangming del Departamento de Policía de Shanghai se encontraba a solas, recuperándose todavía del terrible golpe. La noticia se hizo esperar, pero cuando llegó fue demoledora. Tras meses de reuniones y más reuniones, de negociaciones y más negociaciones, había perdido el apartamento prometido en Tianling New Village. Se trataba de un apartamento nuevo que le habían asignado oficialmente; el anuncio incluso se. había hecho público, y todo el mundo en la oficina lo había aplaudido con efusión.

En la superpoblada ciudad de Shanghai, donde viven más de trece millones de personas, la escasez de casas es un gran problema. La asignación de un apartamento era un acontecimiento importante. Durante muchos años, las empresas habían sido las encargadas -en el caso de Yu, el Departamento de Policía de Shanghai- de decidir cuáles de sus empleados conseguirían una habitación o un apartamento de los ofrecidos anualmente por el Gobierno. Como reconocimiento por sus excepcionales servicios durante más de una década, a Yu le habían premiado finalmente con un apartamento de dos habitaciones, o por lo menos con las llaves de éste. Pero antes incluso de que pudiera planear mudarse, se lo retiraron de forma repentina.

Yu estaba de pie en mitad del patio pequeño y polvoriento, repleto de basura que arrojaban las personas que vivían en aquel viejo edificio estilo shikumen, en donde se alojaban más de doce familias, entre ellas la suya. El viejo patio parecía una chatarrería, al igual que su cabeza. Encendió un cigarrillo.

La explicación -o excusa- que le dieron por la retirada del apartamento fue un ajuste de cuentas entre las compañías controladas por el Estado. Un acreedor de otra empresa estatal se había apoderado de algunos de los apartamentos nuevos que la Golden Dragón Construction Corporation acababa de construir en Tianling New Village. Entre ellos se encontraba el apartamento que había sido asignado a Yu. Este cambio de suerte resultó increíble; como si el pato asado de Pekín alzara el vuelo una vez en el plato.

Unos cuantos días antes, tras recibir la mala noticia, Yu mantuvo una larga conversación con Li, secretario del Partido Comunista Chino en el Departamento Policial de Shanghai, quien había concluido, como siempre, con una característica nota positiva:

– La reforma económica nos está proporcionando grandes cambios. Muchos de ellos no habrían sido imaginables hace dos o tres años. También afectan a nuestro sistema de viviendas. Pronto, la población china nunca más tendrá que depender del cupo de viviendas que ofrece el Gobierno. Mi cuñado, por ejemplo, acaba de adquirir un apartamento nuevo en el distrito de Luwan. Por supuesto su nombre figura todavía en los primeros puestos de la lista. El departamento considerará especialmente su caso. Aunque pueda comprar un apartamento en el futuro, quizás podamos conseguirle algún piso a modo de compensación.

¡Ese fue su único consuelo!

Después de cuarenta años, durante los cuales la asignación de viviendas había sido tarea del Gobierno, una nueva política había hecho posible que la gente pudiese adquirir sus propios apartamentos. Sin embargo, tal y como le explicó después Li, «la política podía cambiar tres veces en un solo día». Nadie podía predecir el futuro de la reforma en China. Para el cuñado del secretario del Partido, dueño de varios restaurantes y bares de lujo, no significaba un problema comprar un apartamento a cuatro mil yuanes el metro cuadrado. Para el detective Yu, un policía de rango bajo con un sueldo mensual de aproximadamente cuatrocientos yuanes, tal gasto era un sueño al que no podía aspirar.

– Pero ya me habían concedido el apartamento -dijo Yu obstinado-. Fue una decisión firme del departamento.

– Entiendo. Sé que no le parece justo, camarada detective Yu. Créame, hemos hecho todo lo posible. Sabemos que ha hecho un trabajo excelente como policía. Pero ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Lo sentimos.

La charla tranquila con Li no cambió los hechos: el detective Yu había perdido el apartamento.

Además, iba a sentir una vergüenza terrible. Ya le había comunicado la buena noticia a sus amigos y familiares. Todos le habían felicitado y algunos le habían preparado una fiesta para celebrarlo. ¿Ahora qué?

Pero lo que sin duda le preocupaba más era la reacción de su esposa, Peiqin. En los quince años que llevaban casados siempre habían estado «Cogidos de la mano, hablando, hablando, hablando», igual que en una canción. Siempre habían estado muy unidos, desde sus días de «juventud educada» en los que habían sido enviados a Yunnan durante la Revolución Cultural, hasta su estancia en Shanghai, junto con otros tantos millones de parejas como ellos. Últimamente, sin embargo, Peiqin parecía distante.

A Yu no le resultó difícil comprender ese distanciamiento. Durante todos esos años, Yu había contribuido económicamente menos en comparación con su mujer. Resultaba innegable, y de vez en cuando también insoportable, que Peiqin ganase más dinero trabajando como contable en un restaurante de lo que Yu ganaba como policía. La diferencia de salarios había aumentado en los últimos años, ya que Peiqin había recibido muchas bonificaciones. Por no mencionar los manjares exquisitos -y gratis- que llevaba del restaurante a casa. El anuncio inicial sobre el apartamento había hecho que Yu ascendiera momentáneamente un peldaño o dos, por así decirlo. Peiqin se había puesto contentísima, y ya le había contado a todo el mundo que a su marido le habían asignado un apartamento «gracias a su excelente labor».

Sin embargo, cuando recibió la mala noticia reaccionó con aspereza. Yu reflexionaba mientras el cigarrillo se consumía entre sus dedos. No era sino una prueba más de que trabajar como policía de rango bajo en la sociedad actual no llevaba a ninguna parte.

En la época de su padre, Oíd Hunter, también policía, éste al menos había disfrutado de la dignidad que proporcionaba formar parte de la «dictadura del proletariado» y había experimentado qué significaba ser económicamente igual que los demás en una sociedad igualitaria. Ahora, en los noventa, el mundo había cambiado: las personas se medían según su dinero. El camarada Deng Xiaoping dijo: «A algunos se les debería permitir hacerse ricos antes que a otros». Y así fue, sin duda. Y en este país socialista, convertirse en rico significó convertirse en glorioso. Para quienes no se hicieron ricos no importó lo mucho que trabajaron: el People's Daily no les dedicó una sola línea.

El detective Yu, un buen agente de policía, nunca había tenido una habitación propia, a pesar de estar entrado en los cuarenta. Desde que Peiqin y él volvieron a la ciudad, a principios de los ochenta, habían compartido dormitorio con su hijo. Originariamente la habitación había sido un comedor situado en el ala de la casa que le habían asignado a Oíd Hunter a comienzos de los cincuenta.

En realidad Peiqin no protestó, pero después del fiasco del apartamento, su expresión lo decía todo. En una ocasión cuestionó la dedicación de su marido al trabajo policial, aunque no de forma explícita. En estos tiempos de «reforma económica», la gente podía escoger sus propias carreras profesionales, aunque algunas de ellas entrañaran riesgos. Como agente de policía, Yu tenía su «tazón de hierro para el arroz», lo cual, durante muchos años, había significado tener un trabajo seguro para toda la vida en la utopía comunista del presidente Mao. El tazón de hierro -irrompible- para el arroz era sinónimo de un trabajo permanente con un salario fijo, ayudas médicas y cupones de comida. Pero ahora, disponer de un tazón de hierro para el arroz ya no resultaba tan atrayente. Geng Xing, un antiguo compañero de Peiqin, había dejado su anterior trabajo para dirigir un restaurante privado y, según contaba Peiqin, ganaba cinco o seis veces más de lo que percibía anteriormente en el restaurante controlado por el Estado. Peiqin le explicó a su marido la elección de Geng, como si esperase alguna reacción por su parte, recordaba Yu.

Se trataba de una mala racha, concluyó pesimista el detective, apagando la colilla del cigarrillo contra el muro del patio. Después, volvió a su habitación.

Peiqin se estaba lavando los pies en una palangana verde de plástico. Continuó sentada en el taburete de bambú, encorvada, sin mirarle. Había charcos de agua en el suelo. Inevitable. La palangana era demasiado pequeña. Apenas tenía espacio para mover los dedos.

En sus tiempos de «juventud educada» en Yunnan, época que ahora prácticamente les parecía otra vida, sentada junto a Yu, Peiqin chapoteaba con los pies en un arroyo tranquilo y transparente que fluía detrás de su cabaña de bambú. Por aquella época, su único sueño era volver a Shanghai, como si allí el mundo entero se les fuera a presentar de igual modo que el arco iris se presenta en mitad del cielo azul. Igual que un rayo de luz sobre las alas azules de un arrendajo. Un camarón que nadaba en el arroyo se le enganchó en el dedo del pie, y ella se agarró a Yu asustada. Volvieron a la ciudad a principios de los ochenta, pero sólo para vivir en esa habitación de doce metros cuadrados, para encontrarse con la vida real. Pocas de sus aspiraciones se habían cumplido, excepto tener a su hijo Qinqin, el cual se había convertido en un chico muy alto. Para ellos, hacía tiempo que el arco iris sobre el lejano arroyo había desaparecido.

El apartamento nuevo de Tianling tenía un aseo pequeño, donde Yu tenía pensado instalar una ducha. El detective sacudió la cabeza y se dio cuenta de que, una vez más, estaba llorando por algo ya perdido.

En la mesa que había detrás de Peiqin, Yu vio una bolsa con empanadas rellenas de cerdo asado; del restaurante de Geng, supuso. El negocio iba bien. Peiqin había estado ayudando a Geng con las tareas de contabilidad y él recompensaba su trabajo con comida para llevar.

¿Sería posible que tú también, Yu, pudieras ganar algún dinero extra en tu tiempo libre?

Sonó el teléfono. Sería de la comisaría, imaginó Yu, y estaba en lo cierto.

El secretario Li, a pesar de lo tarde que era, no podía encontrar al inspector jefe Chen Cao, superior de Yu en la brigada de casos especiales. Había un nuevo caso urgente, un asesinato, por eso le llamaba.

– Yin Lige -Yu repitió el nombre de la víctima tras colgar el teléfono. Li no le había explicado mucho más, excepto que era imperativo resolver el caso. Yin debía ser una persona conocida, pensó Yu; de otro modo no habrían asignado aquel caso a su brigada, la cual se encargaba de crímenes con implicaciones políticas. Sin embargo, aquel nombre no le sonaba de nada. Yin no era un apellido común en China, y si la chica hubiera sido famosa Yu habría oído hablar de ella.

– ¡Yin Lige! -habló por primera vez Peiqin, repitiendo las palabras de Yu.

– Sí. ¿La conoces?

– Es la autora de Muerte de un Profesor Chino. El nombre del profesor era Yang Bing -añadió mientras se secaba los pies con una toalla-. ¿Qué le ha pasado?

– La han asesinado en su casa.

– ¿Tiene algo que ver el Gobierno? -preguntó Peiqin, con cinismo.

A Yu le sorprendió la reacción de su esposa.

– El departamento quiere que resolvamos el caso cuanto antes. Eso es lo que me ha dicho el secretario del Partido Li.

– Para el secretario del Partido Li todo puede ser político.

Peiqin podría estar refiriéndose a las investigaciones dirigidas bajo la responsabilidad de Li, pero también, posiblemente, a la retirada del apartamento previamente asignado. Peiqin sospechaba que la explicación de Li sobre el ajuste de cuentas a tres bandas entre corporaciones controladas por el Estado había sido una mera excusa para arrebatarles el apartamento. Yu no tenía ninguna influencia política en la oficina.

El mismo Yu también lo sospechaba, pero no quería discutir sobre el asunto en ese momento.

– ¿De qué va el libro de Yin?

– El libro está basado en su experiencia personal. Trata de un antiguo profesor que se enamora durante la Revolución Cultural. Recibió mucha atención por parte de los medios de comunicación, y durante un tiempo fue polémico -Peiqin se levantó, con la palangana en la mano-. Poco después de publicarse fue retirado de la venta.

– Deja que te ayude -dijo Yu llevando la palangana a la pila que había en el patio. Peiqin le siguió en zapatillas-. Hay muchos libros sobre la Revolución Cultural. ¿Qué hace que el suyo sea tan especial?

– La gente dice que algunas descripciones que aparecen son demasiado realistas, demasiados detalles sangrientos como para que las autoridades pudieran admitirlo -explicó-. La novela también llamó la atención de la crítica extranjera. Así que los críticos oficiales la tacharon de disidente.

– Una disidente, ya veo. Pero el libro trata de la Revolución Cultural, del pasado. Si Yin no está implicada en el movimiento democrático y liberal actual, no veo por qué el Gobierno querría librarse de ella.

– Bueno, tú no has leído el libro.

Quizás Peiqin se mostrase aún reacia a hablar, pensó Yu, tras una respuesta tan brusca. O tal vez no quisiera hablar con él sobre libros. Era algo que no tenían en común. Ella leía, él por lo general no.

– Lo leeré -dijo Yu.

– ¿Qué hay del inspector jefe Chen?

– No lo sé. Li no puede encontrarle.

– Entonces tú te encargarás de este caso.

– Eso creo.

– Si tienes alguna pregunta sobre Yang, perdón, sobre Yin, quizás pueda ayudarte -se ofreció-. Quiero decir, si quieres saber algo más acerca del libro. Tendré que volver a leerlo, supongo.

Le sorprendió aquel ofrecimiento. Por lo general Yu no comentaba sus casos en casa, y Peiqin tampoco mostraba mucho interés por ellos.

Esa tarde Peiqin se estaba ofreciendo a ayudar después de pasar días prácticamente sin dirigirle la palabra. Bueno, era un progreso.

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