CAPÍTULO 6

Tras consultar la lista de sospechosos que vivían en el edificio shikumen que había elaborado Oíd Liang, Yu comenzó su investigación a la mañana siguiente, muy temprano, en la oficina del comité de vecinos. Sobre la mesa había una carpeta flamante que contenía información acerca de cada sospechoso; una carpeta procedente, con toda probabilidad, de los archivos del agente veterano del distrito.

La primera persona que aparecía en la lista era Lanlan, quien había descubierto el cuerpo. Técnicamente, había tenido oportunidad y medios para cometer el crimen y, según Oíd Liang, también tenía motivos.

Lanlan era una mujer a la que no había nada que le gustase más que relacionarse con sus vecinos; era capaz de hacerse amiga íntima de una persona a la que acababa de conocer hacia sólo tres minutos. Se había sentido terriblemente ofendida por Yin, quien había rechazado en numerosas ocasiones sus intentos por mantener una amistad. Lanlan al fin se dio por vencida y comentó en tono amargo con sus vecinos:

– Era como arrimar tu rostro cálido a su culo frío. ¿Para qué?

Pero esto no era motivo suficiente para hacer que Lanlan explotara, a no ser que Yin le hiciera salirse de sus casillas, lo cual, en una casa shikumen, sucedía con bastante frecuencia a raíz de las constantes peleas por los espacios comunes. Debido a las condiciones de vida que implica la superpoblación, cada familia intentaba como podía ocupar tanto espacio como le fuera posible, «de una manera justa». Oíd Liang le mostró un ejemplo. Yin tenía un horno de carbón y una mesa pequeña en la cocina común. Aquel espacio le pertenecía, pues era herencia del anterior inquilino de la habitación tingzijian-, Yin aceptó ambos objetos a pesar de que apenas cocinara. Al igual que su predecesor, también poseía un horno más pequeño de gasolina que guardaba fuera de la habitación, en el rellano de la escalera. Como todos los demás, Yin no pensaba renunciar ni a un centímetro que considerase suyo. Tal actitud podría haber irritado a algunos de sus vecinos.

Una noche, Lanlan llegó a casa con prisa y tropezó con el horno de gasolina. El horno tenía una caldera de agua caliente, la cual se derramó y Lanlan se quemó en el tobillo. No fue exactamente culpa de Yin. El horno llevaba allí años. Lanlan debería haber encendido la luz o haber ido más despacio. Al fin y al cabo, los accidentes suceden. Sin embargo, Lanlan comenzó a maldecir hecha una fiera a las puertas de la habitación de Yin.

– ¡Menuda constelación del tigre estás hecha! Traes desgracias a todo aquel que se acerque a ti. El cielo tiene ojos, y llevas mala suerte allá donde vayas.

Yin seguramente se sintió aludida -constelación del tigre- pero prefirió no salir de su habitación para no enzarzarse en una discusión.

A Lanlan, sin embargo, le enfureció más que la ignorara. Se quejó en las reuniones de inquilinos. Mucha gente escuchó sus protestas, y a algunas les asombró el rencor que manifestaba hacia Yin. Pero aún así, según la opinión de Yu, aquello daba muy lejos de ser una razón para matarla. Además, el Accidente había ocurrido hacía un par de años.

Decidió avanzar hacia el segundo nombre de la lista. Wan Qianshen era un jubilado que vivía solo en el desván. Wan no había estado en la casa shikumen aquella mañana. También él tenía la costumbre de practicar ejercicios de taichi en el Bund a esa hora.

La información que le había facilitado Oíd Liang contenía una breve biografía de Wan. El hombre había sido obrero en una fábrica de acero «dedicada a la construcción de la revolución socialista». Durante la Revolución Cultural, Wan se convirtió en miembro del prestigioso Equipo Obrero de Propaganda por el Pensamiento de Mao Zedong. A finales de los años sesenta, cuando los estudiantes de la Guardia Roja reclamaron más poder, el presidente Mao logró contener estas rebeliones de jóvenes enviando equipos de obreros a las universidades con una nueva teoría revolucionaria. Según Mao, los estudiantes habían sido expuestos a ideas burguesas occidentales y necesitaban ser reeducados. Así pues, se les insistió en que debían aprender de los obreros (el proletariado más revolucionario). Por aquella época se consideraba un gran honor político pertenecer al Equipo Obrero de Propaganda por el Pensamiento Maoísta. Pedían que tanto alumnos como estudiantes escucharan todo lo que Wan les contaba. Wan era un «Camarada Siempre Políticamente Correcto», un modelo a imitar.

Con la muerte del presidente Mao y el final de la Revolución Cultural en 1976, todo cambió, por supuesto. Los equipos de propaganda se retiraron de los campus universitarios. Wan también volvió a casa hacia finales de los setenta. Más tarde se jubiló, como cualquier anciano corriente, y con el paso del tiempo sus días de estrellato lucieron sólo en su memoria, igual que una vajilla de plata sin brillo.

En una sociedad cada vez más materialista, Wan debió llegar a la tardía conclusión de que no le habían recompensado por todas sus actividades revolucionarias. Demasiado ocupado, y demasiado entregado como para pensar en sí mismo, terminó quedándose solo, en una habitación situada en el desván Su pensión no podía competir con la inflación, y la compañía estatal en la que había trabajado apenas cubría sus gastos médicos. De modo que Wan se quejaba constantemente, en tono amenazante, igual que la chimenea de la fábrica de acero donde había trabajado, por lo que el mundo se estaba convirtiendo. Luego el destino hizo que los caminos de Wan y Yin se cruzaran. Según un proverbio antiguo, «El sendero donde se encuentran dos enemigos ha de ser un sendero realmente estrecho». En su caso, el sendero estaba en ese mismo edificio, cada vez que subían y bajaban por las mismas escaleras estrechas.

Muerte de un Profesor Chino contenía descripciones duras sobre los grupos de obreros a favor del régimen. Wan se enteró y compró un ejemplar de la novela. Escandalizado, descubrió que la universidad de la que el libro hablaba era la misma en donde Wan había sido enviado, a pesar de que Yin no mencionara ningún nombre. Wan montó en cólera y rompió el libro en pedazos delante de la puerta de Yin. Yin contraatacó, gritando, desde la habitación y con la puerta cerrada:

– Si no fueras un ladrón, no te pondrías tan nervioso. Furioso, desde las escaleras justo detrás de la puerta, Wan la insultó gritando:

– ¡Zorra asquerosa! Te piensas que China es un país para intelectuales burgueses. ¡Ojalá te fueras a la tumba ahora mismo con ese cerebro tuyo terco como una mula y hecho de piedra! Que el cielo sea testigo: me aseguraré de ello.

Varios vecinos lo escucharon, pero por entonces nadie le tomó en serio.

La gente llega a decir cualquier cosa cuando está furiosa, pero pronto se les olvida. No sucedió así con Wan, según señala Oíd Liang. Wan nunca más habló con Yin. Sentía un profundo odio hacia ella. Según las palabras de Wan: «Dos no pueden compartir el mismo trozo de cielo».

Lo que hacía que Wan fuera, todavía más, un posible sospechoso, era su coartada sin confirmar para la mañana del siete de febrero. Él dijo que aquella mañana había estado practicando taichi en el Bund, pero podría haber bajado sigilosamente desde su desván, matado a Yin, y vuelto a su habitación o partido hacia el Bund sin que nadie le viera. Y sin duda alguna, habría podido coger el dinero que Yin tuviese en los cajones, ya que la fábrica estatal llevaba varios meses de retraso en el pago de pensiones a sus ex empleados.

Yu acordó entrevistar a Wan en la oficina.

Wan no parecía tener sesenta y tantos años. Era de constitución mediana. Incluso podría considerarse alto teniendo en cuenta su generación. Llevaba una chaqueta negra de lana de cuello Mao y pantalones a juego. En una película de la década de los sesenta, Wan hubiese tenido el aspecto de un miembro del Partido de rango medio, con el cuello de la camisa abotonado hasta la garganta y el pelo peinado hacia atrás. Parecía como si hubiera sufrido una pequeña conmoción, como si tuviera los labios ligeramente inclinados hacia abajo en uno de los extremos, lo cual dotaba a su rostro de una expresión de tensión interna.

Wan resultó estar más dispuesto a hablar de lo que Yu esperaba. Agarrando con firmeza una taza de té caliente, dijo:

– El mundo está patas arriba, detective Yu. ¿Qué demonios esos empresarios y esas empresas privadas podridas? Corazones negros, capitalistas con manos negras, generando cantidades indecentes de dinero a costa de la clase trabajadora. Por eso todas las empresas controladas por el Gobierno se están yendo a pique. ¿Qué ha pasado con los beneficios de nuestro sistema socialista? Pensiones, atención médica gratuita. Todo ha desaparecido. Si el presidente Mao estuviera vivo, nunca habría permitido que esto le sucediese a nuestro país.

Una exposición apasionada, cien por cien proletaria, aunque no tan leal al actual partido político del Gobierno. Yu creyó poder comprender la frustración del anciano. Durante años, la clase trabajadora había gozado de los privilegios políticos, y al menos había experimentado una sensación de orgullo por su estatus, gracias a la teoría del presidente Mao de que la lucha de clases en la China socialista situaba a la clase obrera como la más importante, ya que era el grupo más revolucionario. Ahora las cosas habían cambiado por completo.

– Nuestra sociedad actualmente se encuentra en un período de transición, y algunos fenómenos temporales se pueden evitar. Usted debe de haber leído todos los documentos del Partido y los periódicos. No hace falta que me explique -dijo Yu, antes de abarcar el tema en cuestión-. Ya sabrá cuál es el propósito de nuestra reunión. Dígame, camarada Wan, ¿cuál era su relación con Yin?

– Está muerta. No debería decir nada contra ella, pero si piensa que mi opinión es relevante para su investigación, no tendré pelos en la lengua.

– Por favor, continúe, camarada Wan. Sería de gran ayuda para nuestra investigación.

– Formaba parte de las fuerzas negras y oscuras que han intentado volver atrás en la historia, trasladarnos a los años veinte y treinta, época miserable en que imperialistas y capitalistas pisoteaban China, mientras esos intelectuales burgueses roían los huesos asquerosos que sus amos les arrojaban. En su libro probablemente lo haya leído- describía a la clase obrera como payasos o matones, sin percatarse del hecho esencial de que fuimos nosotros quienes derrocamos a las tres grandes montañas -imperialismo, feudalismo, y capitalismo- y construimos una nueva China socialista.

Yu se dio cuenta de por qué Wan estaba todavía más resentido que la mayoría de jubilados. Wan debió de haber ofrecido muchas conferencias políticas en la universidad, y se sentía como en casa hablando de términos políticos propios de los setenta. Ahora, en los noventa, su visión se había quedado obsoleta.

– Yin también sufrió mucho durante la Revolución Cultural -comentó Yu.

– Cualquiera puede quejarse de la Revolución Cultural, pero Yin Lige no. ¿Qué era ella? ¡Un miembro destacado de la Guardia Roja! ¿Por qué enviaron a los Equipos Obreros de Propaganda a las escuelas? Para arreglar el estropicio que la Guardia Roja había causado.

– Bueno, lo pasado, pasado está -repuso Yu-. Déjeme que le haga otra pregunta, camarada Wan. ¿Notó algo extraño en ella últimamente?

– No, tampoco le prestaba mucha atención.

– ¿Algo extraño en el edificio?

– No, no que yo recuerde. Estoy jubilado. Le corresponde al comité de vecinos notar esas cosas.

– Ahora bien, usted no estaba en casa la mañana que asesinaron a Yin, ¿dónde estaba?

– No, estaba practicando taichi en el Bund -contestó Wan-. La empresa estatal donde trabajaba ya no puede hacerse cargo de nuestros gastos médicos. No nos queda más remedio que cuidarnos nosotros mismos.

– Ya veo. ¿Practica taichi con más gente?

– Oh, sí, con mucha gente. Algunos lo practican con espadas, y otros con cuchillos, también.

– ¿Tiene sus nombres y direcciones? -preguntó Yu-. Pura formalidad. Tengo que pedirles que corroboren que estuvo allí.

– Vamos, camarada detective Yu -repuso Wan-. La gente practica taichi en el Bund unos veinte minutos o media hora, y después vuelven a casa. No viene a cuento pedirnos el nombre y la dirección. Algunas personas me saludan con la cabeza, pero no saben cómo me llamo, y yo tampoco sé cómo se llaman ellos. Es la verdad.

Lo que Wan contaba parecía tener sentido, pero a Yu le pareció percibir cierta vacilación en las palabras del anciano.

– Bueno, si consigue algunos mañana, con uno o dos nombres será suficiente, por favor, hágamelo saber.

– Lo haré, si voy al Bund mañana. Ahora tengo cosas que hacer, si es que no tiene más preguntas para mí, camarada detective Yu.

– Volveré a hablar con usted más adelante, entonces.

Yu encendió un cigarrillo, tamborileó con los dedos sobre la mesa, tachó el nombre de Wan de la lista y avanzó al siguiente nombre. Ojeando la información sobre el Sr. Ren, el tercer nombre que aparecía en la lista elaborada por Oíd Liang, Yu también estuvo a punto de tacharlo en cuanto leyó un poco sobre él. El Sr. Ren provenía de la clase social «capitalista». Antes de 1949, la casa shikumen había sido propiedad de su padre, al cual ejecutaron por considerarle contrarrevolucionario a principios de los cincuenta, época en que la casa fue confiscada. Los Ren tuvieron entonces que apiñarse en una habitación separada mediante tabiques al final del ala sur. Para la familia Ren los siguientes años se convirtieron en una serie de desgracias continuas y desconfianzas hacia los distintos movimientos políticos. Durante la Revolución Cultural, un grupo de la Guardia Roja se manifestó en contra del Sr. Ren en su misma calle. Este tuvo que agachar la cabeza cuando vio una pancarta que ponía: «¡Abajo con el capitalista negro Ren!». Pero igual que en el clásico taoísta Tao Te Ching, cuando la mala suerte toca fondo, es cuando empieza a cambiar. Mientras la sociedad entera experimentaba una gigantesca reforma, las cosas cambiaron para quienes vivían en la casa. El hijo del Sr. Ren fue a estudiar a los Estados Unidos y empezó a trabajar en una compañía estadounidense de alta tecnología. En una visita reciente a la calle Treasure Garden, le ofreció comprarle a su padre un apartamento en la mejor barriada de la ciudad, pero el Sr. Ren se negó.

Sin embargo, según la opinión de Oíd Liang, había algo sospechoso en la decisión del Sr. Ren de quedarse en el edificio. El Sr. Ren podría estar escondiendo en secreto un resentimiento por todo el sufrimiento vivido a lo largo de los años. Como dice el proverbio, «Un caballero puede buscar venganza tras diez años de espera». Así que, tal vez, el Sr. Ren estaba intentando perjudicar a las autoridades del Partido por toda la rabia reprimida durante años.

Si ese fuera el caso, Yin habría sido un objetivo bien escogido. El asesinato de una escritora disidente podía dejar al Gobierno en una posición comprometedora. Si el caso no se resolvía, la imagen de las autoridades del Partido podría verse empañada. Y además, Yin había sido miembro de la Guardia Roja. Simbólicamente, su muerte también hubiese servido de venganza al Sr. Ren por todas sus desgracias personales.

Al igual que Wan, el Sr. Ren tenía una coartada sin confirmar. Aquella mañana había ido a un restaurante de tallarines llamado Oíd Half Place. Había desayunado junto con varios clientes más, según había declarado, aunque no pudo presentar el ticket del restaurante ni la dirección de los demás clientes.

La teoría que desarrolló Oíd Liang era muy elaborada, quizás inspirada en Harbor, una de las óperas revolucionarias de Pekín, escrita a principios de los setenta, en la cual un hombre capitalista llevaba a cabo cualquier actividad de sabotaje movido por el odio profundo que sentía hacia la sociedad socialista. Pero para Yu aquello significaba forzar al máximo un móvil en la vida real de los noventa.

Yu decidió entrevistar al Sr. Ren, pero por una razón bastante distinta. En la información sobre el Sr. Ren no se mencionaba ninguna situación fuera de lo normal ni discusión alguna entre él y Yin. Tampoco con el resto de sus vecinos. El Sr. Ren era como una persona ajena a la casa, que quizás pudiese ofrecer una visión más objetiva de lo sucedido. De hecho, el «Sr.» delante de su nombre indicaba su estado al margen de la casa shikumen. En la época revolucionaria, el tratamiento más utilizado era «camarada», aunque en los últimos años «Sr.» había vuelto a cobrar importancia. Al parecer, su estatus, anteriormente negro, había transmutado en un título honorífico anticuado. Las modas políticas cambiaban; sin embargo, los recuerdos de la gente perduraban.

El Sr. Ren era un hombre de setenta y pocos años que parecía estar bastante lleno de vida para la edad que tenía. Llevaba un traje estilo occidental y una corbata de seda roja, una imagen capitalista igual que la que solía mostrarse en las óperas modernas de Pekín. Sorprendentemente, a Yu le recordó al padre de Peiqin, al cual sólo había visto en una fotografía en blanco y negro.

– Sé por qué quiere hablar conmigo hoy, camarada detective Yu -dijo el Sr. Ren con tono refinado-. El camarada Oíd Liang me ha informado.

– El camarada Oíd Liang ha sido agente policial residente muchos años. Quizás esté demasiado familiarizado con el discurso del presidente Mao sobre la lucha de clases y todo eso. Yo soy sólo una policía a cargo de una investigación, camarada Ren. Tengo que hablar con todos los inquilinos del edificio. Cualquier información que pueda facilitarme sobre Yin será muy útil para mi trabajo. Agradezco su cooperación.

– Imagino lo que le habrá dicho Oíd Liang-dijo el Sr. Ren, analizando a Yu a través de las gafas-. En tiempos pasados, yo llevaba el cartel de «capitalista negro» colgado al cuello, y Yin el brazalete de Guardia Roja en el brazo. Así que Oíd Liang opina que he guardado rencor todos estos años, hasta ahora. Pero no son más que tonterías. Para mí, hace mucho tiempo que las cosas pasaron; junto con el viento, también marchó la ventisca política. Un hombre de mi edad no puede permitirse vivir en el pasado. Yin pertenecía a la Guardia Roja, pero había millones como ella. La mayoría también sufrieron, igual que ella. No tenía ninguna razón para elegirla.

– Deje que le diga algo, Sr. Ren. Entiendo totalmente su punto de vista. El padre de mi mujer también era capitalista. Las cosas no fueron justas para él años atrás, ni para su hija tampoco -expuso Yu-. Pero eso no significa que mi mujer sienta rencor hoy en día.

– Gracias por contármelo, camarada detective Yu.

– Ahora, permítame que le haga una pregunta, la misma pregunta que le hago a todos los que viven en el edificio. ¿Qué impresión tenía de Yin?

– Me temo que no puedo decirle demasiado. Nuestros caminos rara vez se cruzaron, aunque viviésemos bajo el mismo techo shikumen.

– ¿Nunca se cruzaron?

– En una casa shikumen puede que te cruces con tus vecinos todo el tiempo o que apenas los veas. En mi caso, yo era tan negro, tan políticamente negro, que la gente huía de mí como de las plagas. No les culpo. Nadie quería verse envuelto en problemas. Ahora que ya no soy tan negro, me he acostumbrado a estar solo -repuso el Sr. Ren con una sonrisa de resignación-. Yin también se distanció, por razones propias. No debió de haber sido fácil para ella, una mujer soltera de cuarenta y tantos años, encerrarse en sus recuerdos igual que una almeja, sin dejar que entrase nunca la luz.

– Igual que una almeja; qué interesante.

– Yin era diferente porque se ocultaba del pasado en un caparazón, o para ser más precisos, como un caracol, porque su escondite seguramente también era una carga insoportable para ella. La mayoría de los vecinos estaban en contra de ella porque Yin era muy reservada.

– ¿Alguna vez habló con ella, Sr. Ren?

– No tenía nada en su contra, pero no me esforcé por hablar con ella. Y ella tampoco hablaba con los demás -añadió el Sr. Ren, tras una pausa-. Si teníamos algo en común, era que ninguno de los dos cocinaba demasiado en la cocina comunal. Yin debía de estar demasiado ocupada escribiendo. En cuanto a mí, soy una especie de gourmet frugal.

– ¿Gourmet frugal? -preguntó Yu-. Por favor, explíqueme.

– Veamos, la Guardia Roja me arrebató todas mis propiedades particulares a principios de la Revolución Cultural. Es algo que también debió de sucederle a la familia de su mujer. Hace unos cuantos años, el Gobierno me compensó en cierto modo por mis pérdidas. No fue demasiado, ya que la indemnización se basaba en el valor de la propiedad en la época de la expropiación. Mis hijos no necesitan el dinero, y yo no puedo llevarme ese dinero a la tumba. Sufro debilidad -debo confesar- por la buena comida, especialmente por las especialidades económicas de Shanghai. Así que como todo lo que puedo. Además, resulta difícil para un hombre de mi edad encender la lumbre en un horno de carbón cada mañana.

– Mi mujer también enciende el fuego en un horno de carbón cada mañana; sé a qué se refiere. Siento curiosidad, Sr. Ren. Hace un año más o menos, usted podría haberse mudado, pero rechazó la oferta que su hijo le hizo de comprarle un apartamento nuevo en una zona de clase alta. ¿Por qué?

– ¿Por qué iba a mudarme? He vivido aquí toda la vida, y todas las cosas que hay aquí guardan recuerdos para mí. Una hoja de árbol ha de caer allí donde están sus raíces. Mis raíces están aquí.

– Pero el apartamento nuevo sería mucho más cómodo; tendría gas, baño y todo tipo de comodidades modernas.

– Estoy bastante a gusto a mi manera. Para un gourmet frugal, ésta es una ubicación estupenda, cerca de numerosos restaurantes magníficos a los que puedo ir a pie. Quizás ya lo sepa, pero la mañana en que Yin fue asesinada yo estaba en un restaurante de tallarines llamado Oíd Half Place. Suelo ir unas dos o tres veces por semana. Hay un grupo de clientes de toda la vida como yo. Algunos van allí cada día. Oíd Half Place es uno de los pocos restaurantes estatales que quedan que conserva la calidad de la comida sin elevar los precios. Deliciosa y al mismo tiempo económica. Sin duda debería ir un día.

– Gracias por la sugerencia, camarada Ren. Si se le ocurre algo que pueda decirme sobre Yin, llámeme.

– Lo haré. Pruebe los tallarines si tiene tiempo este fin de semana.

Cuando el anciano salió de la oficina, Yu comprobó la hora y pensó en telefonear al inspector jefe Chen, otro gourmet, aunque no forzosamente «frugal», cuando Oíd Liang entró de repente.

– Han llamado de la oficina central de Shanghai People's Bank. Yin Lige tenía una caja de seguridad en la sucursal del distrito Huangpu.

Eso podría ser importante. Yu se olvidó de la comida y se dirigió al banco.

CAPÍTULO 7

La mañana comenzó con olor a pan tostado, café recién hecho, el teléfono sonando y una mano delgada en dirección al auricular situado en la mesilla de noche.

– ¡No! -Chen dio un salto de la cama, agarrando el auricular a la vez que se frotaba los ojos todavía adormilados-. Ya lo cojo yo.

Era el secretario del Partido Li. A juzgar por su reacción, Chen debería haberle dado alguna explicación a su jefe sobre la presencia de Nube Blanca. La chica debía de haber llegado y preparado el desayuno mientras él estaba dormido.

Li quería que Chen echase un vistazo al caso Yin.

– Estoy de vacaciones -repuso-. ¿Para qué me necesita, secretario del Partido Li?

– Algunas personas opinan que se trata de un caso político. Afirman que nuestro Gobierno se ha librado de una escritora disidente de manera sospechosa. Son sólo chorradas, ya sabe.

– Sí, claro. La gente suele hacer comentarios irresponsables, pero no tenemos que prestarles demasiada atención.

– Los corresponsales en el extranjero también se han unido a ese coro de voces desagradables. El Gobierno ha celebrado un funeral en su memoria, pero un periódico americano lo define como tapadera -explicó Li indignado-. El alcalde me ha llamado sobre este asunto. Debemos resolver el caso cuanto antes.

– El detective Yu es un agente de policía experimentado. Hablé ayer con él sobre el caso. Está haciendo todo lo que se puede hacer. No creo que yo pueda hacer nada más.

– Se trata de un asunto extremadamente complicado y delicado -continuó Li-. Debemos contar con nuestros mejores agentes.

– Pero éstas son mis primeras vacaciones en tres años. Ya he hecho planes -repuso Chen, decidido a no mencionar el proyecto de traducción con el que se había comprometido-. Quizás para el detective Yu no sea una buena idea que yo supervise todo, ni para la moral del resto de la brigada especial.

– Vamos, todo el mundo sabe que el detective Yu es su hombre de confianza -contestó Li-. Además, usted también es escritor, y como tal, debería entender a Yin mejor que nadie. Seguro que conoce algunos aspectos del caso que el detective Yu no alcanza a comprender.

– En fin, ojalá pudiera ayudar -dijo Chen. Esa parte del argumento de Li tenía sentido. Posiblemente, de no haber sido por la lucrativa traducción Chen se habría mostrado dispuesto a reducir sus vacaciones.

– El alcalde volverá a llamarme la próxima semana, inspector jefe Chen -continuó hablando el secretario del Partido Li-. Si el caso todavía está sin revolver, ¿qué le diré? El entiende que el caso está siendo investigado por su patrulla de casos especiales.

Al inspector jefe Chen le irritó que Li intentara hacerle responsable.

– No se preocupe demasiado, secretario del Partido Li. Seguramente el caso se resolverá bajo su liderazgo.

– No podemos olvidar la importancia política del caso.

Debe ayudar al detective Yu en todo lo que pueda, inspector jefe Chen.

– Tiene razón, secretario del Partido Li -no era extraño que Li insistiera en la importancia política de un caso y Chen decidió transigir-. En cuanto tenga tiempo me pasaré para echar un vistazo. Hoy o mañana.

Colgando el teléfono, vio sonreír a Nube Blanca. A continuación, observó algo parecido a un maletín sobre el escritorio.

– ¿Qué es eso?

– Un ordenador portátil. Puede que le ahorre algún tiempo. No tendrá que mecanografiar, borrar, y volver a escribir encima. Le hablé a Cu sobre su trabajo y me pidió que le trajera este ordenador hoy.

– Gracias. Tengo un ordenador en el despacho, pero pesa demasiado para traerlo a casa.

– Lo sé. También le he instalado un diccionario chino-inglés. Le resultará más rápido buscar palabras en él.

Nube Blanca extrajo la lista de palabras que Chen le había entregado. Había impreso una lista en chino y otra en inglés.

Una chica lista. Gu había hecho bien en enviarla para que le ayudara. Como dijo Confucio, «Dile una cosa, y ella sabrá tres», pensó Chen. Después no estuvo seguro de si aquellas palabras eran de Confucio.

– Me estás ayudando mucho, Nube Blanca.

– Es un placer trabajar para usted, inspector jefe Chen.

Y se dirigió hacia la cocina. Llevaba unas zapatillas de algodón con suela blanda, las cuales probablemente había traído de su casa. Una chica también bastante considerada: se había dado cuenta de que lo mejor era andar por la casa sin hacer ruido.

Chen empezó a trabajar en el portátil. El teclado era mucho más ligero que el de la máquina de escribir, igual que las pisadas ligeras de Nube Blanca.

Cada movimiento que hacía la chica parecía registrarse en el subconsciente de Chen, incluso cuando estaba ocupada en la cocina. Le resultaba difícil no pensar en ella como la chica de karaoke que había conocido en la sala privada del Club Dynasty, o recordar la manera en que Gu se había referido a ella como una «pequeña secretaria». En ambientes distintos, la gente puede parecer muy diferente.

«Es mi ayudante temporal para un proyecto», se recordaba a sí mismo.

En una de las lecciones que había leído sobre la filosofía Zen, el maestro decía con tono solemne: «No es que la bandera se mueva, ni que el viento sople, sino que el corazón te brinca».

Mientras introducía en el ordenador lo traducido previamente con la máquina de escribir, dio un trago al café, el cual tenía un aroma fuerte, aunque estaba ya tibio. Nube Blanca llevó nuevamente la cafetera para rellenarle la taza.

– Hoy tengo más trabajo para ti -dijo Chen, haciéndole entrega de la lista que había escrito la noche anterior-. Por favor, ve a la Biblioteca de Shanghai y toma prestado estos libros.

No era exactamente una excusa para librarse de ella. Estos libros le ayudarían a comprender el esplendor del Shanghai antiguo. Chen necesitaba conocer más sobre la historia de la ciudad.

– Volveré en un par de horas -repuso ella-, justo a tiempo para hacerle la comida.

– Me temo que estás haciendo demasiado por mí. Esto me recuerda a un verso de Daifu -explicó Chen, tratando de ser irónico, ya que no sabía qué otra posición tomar-. «No hay cosa más difícil que recibir favores de una belleza».

– Oh, inspector jefe Chen, ¡es usted tan romántico como Daifu!

– Sólo estoy bromeando -contestó-. Tengo suficiente con un paquete de fideos instantáneos de Chef Kang.

– No, no será suficiente -dijo Nube Blanca, poniéndose los zapatos para salir a la calle-. No para el Sr. Gu. Me despedirá.

Parecía que tenía un tatuaje pequeño, una especie de mariposa de colores, encima de su esbelto tobillo. No recordaba habérselo visto en el Club Dynasty. Chen trató de volver al trabajo. Sin embargo, tras la llamada de Li, no se podía quitar algo de la cabeza. No estaba de acuerdo con Li; aún así, seguía pensando en el hecho de que el detective Yu se estaba encargando de investigar el asesinato de una escritora disidente sin ayuda de nadie. Chen opinaba que algunos escritores chinos habían sido tachados de «disidentes» por razones poco convincentes.

Por ejemplo, están los denominados poetas «vagos», un grupo de jóvenes que habían empezado a destacar a finales de los setenta. En realidad no escribían sobre política; lo que les diferenciaba de los demás era la imaginería hermética y vaga. Por alguna razón, les costó publicar sus poemas en revistas oficiales, de modo que empezaron a publicarlos en una revista clandestina. Eso atrajo la atención de sinólogos occidentales, los cuales elogiaron sus obras, y se centraron en cualquier interpretación política imaginable. Pronto los poetas vagos se hicieron conocidos en todo el mundo, lo cual sentó como una bofetada al Gobierno chino. Por consiguiente, los poetas vagos fueron tachados de poetas «disidentes».

¿Podría haberse convertido Chen en un escritor disidente de no haber aceptado, tras graduarse en la Universidad de Idiomas Extranjeros de Pekín, el puesto en el Departamento Policial de Shanghai? Por entonces, había publicado algunos poemas, y varios críticos definieron su obra como modernista. El trabajo como policía era una carrera con la que nunca había soñado. Su madre le dijo que era cosa del destino, aunque en la religión budista que practicaba, no existía ningún dios que se encargara del destino.

Era casi como un poema surrealista que había leído, en el cual un chico cogía una piedra al azar y la lanzaba sin pensárselo a un valle de arena roja. Para Chen, la piedra se había convertido en… ¿el inspector jefe Chen?

Alrededor de la una en punto recibió una llamada del detective Yu.

– ¿Qué hay de nuevo?

– Hemos encontrado su caja de seguridad. Dos mil yuanes, y más o menos la misma cantidad en dólares americanos. Eso es todo lo que contenía.

– Bueno, no es demasiado para que lo guardase en una caja de seguridad.

– Y un manuscrito -añadió Yu-; sí, algo parecido a un manuscrito.

– ¿Qué quieres decir? ¿Otro libro?

– Quizás. Está en inglés.

– ¿Es la traducción de su novela? -Chen continuó, tras una pequeña pausa-. No entiendo la razón de que la guardara bajo llave cuando el libro ya había sido publicado.

– No estoy seguro de qué es. Ya sabes que no domino demasiado el inglés. Me parece que es una traducción de poemas.

– Interesante. ¿Había traducido del chino al inglés?

– La verdad es que no lo sé. ¿Quieres echarle un vistazo? -preguntó Yu-. Lo único que entiendo son algunos nombres, como Li Bai o Du Fu. No creo que Li Bai y Du Fu estén relacionados con el caso.

– Debe de haber algo -repuso Chen-. Nunca se sabe.

En una ocasión, la poesía le había ayudado a comprender la complejidad de un caso relacionado con una persona desaparecida.

– El banco no está lejos de tu casa. Déjame que te invite a comer, jefe. Necesitas un descanso. ¿Qué te parece si nos vemos en el restaurante al otro lado de la calle? Familia Pequeña, así se llama.

– De acuerdo -aceptó Chen-. Sé dónde está.

Tal y como Chen le había prometido al secretario del Partido Li, iba a echar una ojeada a la investigación sobre el asesinato de Yin.

¿Se decepcionaría Nube Blanca, ya que la chica se había ofrecido a prepararle la comida? Sólo estaba en su casa por razones de trabajo, pensó Chen mientras se disponía a marchar. Le dejó una nota.

El restaurante situado al extremo opuesto del banco, parecía ir sobre ruedas. Yu iba vestido de uniforme, así que pudieron situarse en la mesa de la esquina, con lo que consiguieron algo de intimidad. Ambos pidieron un plato de tallarines cubiertos con salsa de soja y estofado de callos. Siguiendo la recomendación de la amable dueña del local, también tomaron dos entrantes: un plato de gambas de río fritas con pimienta roja y migas de pan, y otro plato de granos de soja hervidos en agua salada. Además, bebieron una botella de cerveza Qingdao cada uno, regalo de la casa.

Había un par de camareras jóvenes revoloteando de un lado para otro igual que mariposas. A juzgar por sus acentos, Chen pensó que no eran de Shanghai. Durante la reforma económica actual, las chicas de los pueblos próximos también habían llegado en masa a la ciudad. Las empresas privadas las contrataban a cambio de un salario bajo. Shanghai llevaba siendo una ciudad de inmigrantes desde principios del siglo XX. La historia se repetía continuamente.

El manuscrito que Yu llevó al restaurante constaba de dos carpetas. En una de ellas las hojas estaban escritas a mano; en la otra, impresas. En esta última, no había señales de corrector de tinta ni de tachones. Al parecer, estaba escrito a ordenador. El contenido de ambas carpetas era prácticamente idéntico.

El detective Yu tenía razón. El manuscrito consistía en una selección de poemas de amor clásicos chinos, que incluía a poetas como Li Bai, Du Fu, Li Shangyin, Liu Yong, Su Shi y Li Yu, y se centraba en las dinastías Tang y Song. Chen echó un vistazo a las primeras páginas y la traducción le pareció buena.

Había algo más destacable: la forma original -constituida por estrofa de cuatro u ocho versos- desaparecía en la traducción inglesa, la cual, en algunas ocasiones, adoptaba tina sensibilidad moderna sorprendente:

«Puede que un gusano de seda no deje de tejer

hasta que muera. Las lágrimas de una vela se secan

sólo cuando ésta se convierte en ceniza.»

Según recordaba Chen, en el original chino este poema era un pareado muy conocido sobre la pasión agotadora en sí misma. Sin embargo, no era el momento indicado para que Chen estudiara detenidamente el manuscrito. Y además, no creía que Yin hubiese traducido los poemas.

– Sí, es una traducción poética.

– No sé por qué significaba tanto para Yin.

– Quizás haya sido escrita por otra persona, por Yang, probablemente -dijo Chen-. Espera un momento… sí, aquí hay un epílogo, escrito por Yin. Sí, es de Yang. Yin sólo editó la colección.

– Por favor, llévatelo. Léelo cuando tengas tiempo. Tal vez descubras algo. ¿Querrás, por favor, jefe?

Chen aceptó, y luego le preguntó:

– ¿Has sacado algo en claro de las entrevistas?

– No, la verdad es que no. He estado entrevistando a los inquilinos de la casa durante toda la mañana. Esa hipótesis no es muy convincente.

– ¿Te refieres a la teoría de que Yin fue asesinada por uno de los residentes de la casa shikumen?

– Sí. He analizado la lista de sospechosos que elaboró Oíd Liang. Yin no gozaba de mucha popularidad en la casa, ya fuese por alguna disputa sin importancia o por su comportamiento en la época de la Revolución Cultural. Pero no existe ninguna razón lo bastante fuerte como para cometer un asesinato.

– Entonces, el asesino quizás tenía intención de robar en su habitación, pero le entró el pánico cuando ella volvió antes y le pilló con las manos en la masa. Me acuerdo que comentaste esa posibilidad con Oíd Liang.

– Es posible. ¿Pero realmente merecía la pena robar a Yin? Todo el mundo sabía que no era una mujer de negocios rica. Y el contenido de su caja de seguridad lo ha demostrado.

– Bueno, hizo un viaje a Hong Kong. Alguna persona podría haber imaginado que era rica simplemente basándose en eso.

– En cuanto a la visita a Hong Kong -dijo Yu-, he contactado con la Seguridad Nacional, con la esperanza de que me pudieran facilitar algún tipo de información. ¿Sabes qué? Me han dado con la puerta en las narices.

– Bueno, Seguridad Nacional. ¿Qué puedo decir? -repuso Chen mientras pelaba una gamba con los dedos-. A nadie le resulta fácil conseguir que colaboren.

– Son los policías de los policías. Lo entiendo. Pero en un caso como éste deberían ayudarnos, por el bien del Gobierno o de lo que sea. Su actitud no tiene sentido -opinó Yu, metiéndose un grano de soja verde en la boca-, a menos que estén escondiéndonos algo.

– Espero que no, pero lo que hacen suele tener sentido sólo para ellos. Nunca se sabe; quizás tengan un interés propio en el caso -dijo Chen-. ¿Te he contado alguna vez el primer enfrentamiento que tuve con ellos?

– No, no me lo has contado.

– Sucedió cuando yo estudiaba en la Universidad de Pekín. Publiqué unos cuantos poemas e hice algunos amigos por carta. Un día, uno de ellos me invitó a su casa, y otro invitado llegó en compañía de un poeta americano. Ese día no hablamos de nada más aparte de poesía, pero al día siguiente el secretario del Partido Fuyan, del departamento de inglés, me pidió que fuera a su despacho.

– ¿Y qué te dijo, jefe?

– Me dijo: «Eres joven e inexperto, y confiamos en ti, pero tienes que tener más cuidado. No seas tan ingenuo como para pensar que a los americanos les gusta nuestra literatura por el simple amor a la literatura» -recordó Chen-. Yo estaba desconcertado. Luego me di cuenta de que debía estar refiriéndose a la discusión mantenida sobre la poesía el día anterior. ¿Cómo podían haberle informado tan deprisa? Años después, descubrí que esa era la labor de la Seguridad Nacional. Tuve suerte porque el decano de la universidad no quería que la imagen del centro se empañara al colocar a uno de sus estudiantes en la lista negra, así que llegaron a un trato con la Seguridad Nacional.

– ¡Eso es intolerable! Sus brazos lo abarcan todo.

– Así que no te preocupes porque se nieguen a colaborar. Todavía podemos averiguar algo sin su ayuda. Deja que haga un par de llamadas.

– Eso sería estupendo.

Los tallarines llegaron, acompañados de sopa casi roja con pimienta en polvo y cebolla verde troceada. Los callos cocinados en su punto exacto, bastante fibrosos, tenían una textura agradable en contraste con los tallarines crujientes. Fue una sorpresa agradable tratándose de un restaurante familiar tan pequeño. La dueña del local permaneció de pie junto a su mesa, sonriendo, como si esperara su aprobación.

– Una comida riquísima -repuso Chen-, y un servicio también excelente.

– Esperamos que vuelva a venir, jefe -dijo la dueña con una sonrisa radiante, inclinándose antes de dirigirse a otra mesa.

Esa era otra forma de tratamiento. No tan nuevo, quizás. Antes de 1949, la gente utilizaba ese término, y últimamente estaba volviendo a extenderse.

– Es un negocio propio -explicó Yu-, un negocio privado. Sin duda quieren complacer a sus clientes, los cuales son sus jefes.

– Es verdad.

– Por cierto -preguntó Yu, con los tallarines colgando de los palillos igual que una cascada-, ¿Oíd Half Place también es un buen restaurante?

– Muy bueno, conocido sobre todo por los tallarines que sirven a primera hora de la mañana. ¿Por qué?

– El Sr. Ren, un inquilino que aparece en la lista de sospechosos, me dijo que suele ir dos o tres veces por semana. Es un hombre que se llama a sí mismo «gourmet frugal».

– Gourmet frugal. Genial, me gusta -dijo Chen-. Sí, Oíd Half Place tiene muchos clientes regulares por la mañana, cada día. Es algo así como un ritual.

– ¿Por qué?

– Has preguntado a la persona indicada. Da la casualidad que he leído sobre ese restaurante. El chef sumerge los tallarines en una cazuela enorme con agua hirviendo, de modo que los tallarines adquieren una textura crujiente especial. Pero enseguida el agua se vuelve espesa y entonces los tallarines pierden su textura. No resulta fácil cambiar el agua en una cazuela tan grande. En lugar de eso, el cocinero simplemente añade más agua fría, pero eso en realidad no es bueno. Los gastrónomos creen que los tallarines hervidos a primera hora de la mañana saben mucho mejor.

– Cielo santo, ¿tantas cosas se pueden aprender de un plato de tallarines?

A Chen le hizo gracia la expresión de asombro en la cara de su compañero.

– Y no hay que olvidar el cerdo xiao. El cerdo se derrite en el caldo de los tallarines, y después en la lengua. Se sirve en un plato aparte. Muy especial, y no es caro. Deberías ir este fin de semana.

– Tendrías que haber entrevistado al Sr. Ren, jefe. Seguro que podríais haber hablado de muchas cosas.

– Un gourmet frugal -repitió Chen, introduciéndose en la boca la última gamba que le quedaba-. No sé qué tipo de hombre es el Sr. Ren, pero según tu descripción, ya no vive a la sombra de la Revolución Cultural.

Cuando Chen llegó a casa, vio sobre la mesa una pequeña nota de Nube Blanca: «Lo siento, tengo que ir a clase. La comida está en el frigorífico. Si me necesita esta tarde, por favor, llámeme».

La comida que había preparado era sencilla pero buena. Posiblemente había comprado el cerdo ya preparado, adobado con vino, pero las rebanadas de pepino con vinagre y picante mezcladas con judías verdes transparentes parecían recién hechas y apetitosas. También había una cazuela eléctrica con arroz, todavía bastante caliente. Chen estaba convencido de que se trataba de una buena comida. Cerró el frigorífico e intentó dejar de pensar en el caso Yin. Llegados a esta fase, era una especie de rutina seguir entrevistando a los vecinos, que era lo que Yu había estado haciendo, y lo que Chen hubiera hecho, de estar trabajando en el caso.

¿Qué más podía hacer él?

Chen miró la propuesta de negocios Nuevo Mundo, y la propuesta de negocios le miró también a él.

Загрузка...