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Las leyes del reino pueden

castigar a los cristianos con la muerte

por las ofensas más ignominiosas y

graves.

Los treinta y nueve artículos


Eran las cinco de la madrugada. El inspector Burden había visto muchos amaneceres en su vida, pero, aun así, nunca se cansaba de contemplarlos, especialmente en una mañana de verano como aquélla. Le gustaba la tranquilidad, la vista de aquel pequeño pueblo con las calles aún vacías, la fuerte luz azul del mismo tono y la misma intensidad que la del anochecer, pero desprovista de su melancolía.

Los dos hombres que habían sido interrogados a causa de una pelea durante la noche anterior en un café de Kingsmarkham acababan de confesar, por separado y casi simultáneamente, hacía apenas quince minutos. Ahora se hallaban encerrados en dos de las celdas pintadas de un blanco impoluto, situadas en la planta baja del moderno edificio de la comisaría. Burden permanecía de pie junto a la ventana del despacho de Wexford, observando cómo el cielo adquiría un peculiar tono verde de aguamarina. Una densa bandada de pájaros cruzó el aire. Burden recordó entonces su niñez, cuando, como sucede en las primeras horas del día, todo parecía más grande, nítido y relevante. Cansado y algo mareado, el inspector abrió la ventana para ventilar la habitación, donde se respiraba un ambiente cargado por el humo del tabaco y el olor a sudor de los jóvenes arrestados, que, a pesar de estar en pleno verano, llevaban puestas sendas cazadoras de cuero.

Del pasillo, le llegó la voz de Wexford que daba las buenas noches -o los buenos días- al coronel Griswold, el jefe de policía, y se preguntó si éste, cuando llegó poco antes de las diez y soltó un largo sermón sobre cómo acabar con la ola de gamberrismo, sospechaba que le esperaba una noche en vela. «Le está bien merecido -pensó injustamente- por pasarse de listo.»

Burden pudo oír cómo se cerraba la pesada puerta principal y Griswold ponía en marcha el motor de su coche; lo siguió con la vista mientras atravesaba el patio delantero y pasaba entre los dos grandes maceteros de piedra repletos de geranios rosas que flanqueaban la salida a Kingsmarkham High Street. El mismo conducía. El inspector contempló con una mezcla de aprobación y resentimiento cómo el jefe de policía mantenía una velocidad inferior a los cuarenta kilómetros por hora hasta sobrepasar la señal, blanca y negra, que indicaba el final de la limitación, entonces el vehículo tomó velocidad y desapareció rápidamente por la desierta carretera comarcal que conducía a Pomfret.

Al oír entrar a Wexford, Burden se dio media vuelta. El semblante severo y apagado del inspector jefe parecía más gris que de costumbre, pero no mostraba ningún otro indicio de cansancio y en sus ojos, oscuros y duros como el basalto, resplandecía una mirada triunfal. Era un hombre corpulento, de rasgos prominentes y voz poderosa e intimidante. Su traje gris, con americana cruzada de doble botonadura, como todos sus demás trajes, tenía un aspecto más raído y arrugado que nunca. Pero a Wexford le sentaba bien, como una extensión de su piel rugosa y macilenta.

– ¡Buen trabajo! -exclamó-. Como dijo la bruja después de sacarle los ojos al niño.

Burden aguantaba semejantes vulgaridades con estoicismo. Sabía que las decía para horrorizarle, y en verdad que siempre conseguía su propósito, así que apretó sus finos labios en una sonrisa forzada. En ese momento Wexford le entregó un sobre azul, y de este modo le concedió la oportunidad de disimular su azoramiento.

– Griswold acaba de entregarme esto -dijo Wexford-. A las cinco de la madrugada. ¡Tan oportuno como siempre!

Burden echó un vistazo al sobre con matasellos de Essex.

– ¿Es ése el hombre del que hablaba antes, señor?

– Bueno, generalmente no suelo recibir cartas de admiradores de Thringford, capital del Viejo Mundo, ¿verdad, Mike? Sí, es del reverendo Archery, que debe estar muy bien relacionado. -Se sentó en una de las frágiles sillas que protestó con un crujido. Wexford tenía lo que su subordinado llamaba una relación de amor y odio con aquellas sillas y con el resto de los muebles modernos de su despacho. El suelo de parqué reluciente, la alfombra sintética, las sillas con sus brillantes patas cromadas, las persianas de color amarillo claro eran, en opinión de Wexford, poco prácticos, difíciles de limpiar y bastante horteras. Pero al mismo tiempo, le producían un mal disimulado orgullo. De hecho, todos esos muebles tenían su función: servían para impresionar a los visitantes desconocidos como el autor de la carta que Wexford estaba sacando del sobre.

Ésta estaba escrita en el mismo papel grueso y azul del sobre. Con auténtico acento de clase bien, el inspector jefe dijo con afectación:

– Es mejor que me ponga en contacto con el jefe de policía de Mid-Sussex, querido. ¿Sabía que estuvimos juntos en Oxford? -Contrajo su rostro con una sonrisa grotesca y gruñó-: ¡A la sombra de aquellas sagradas torres! -Luego, añadió-: ¡Cómo detesto todo aquello!

– ¿Es verdad eso?

– ¿Qué?

– ¿Que estuvieron juntos en Oxford?

– ¡Yo qué sé! O en otro lugar parecido. Quizá en las pistas deportivas de Eton. Lo único que Griswold me dijo fue: «Ahora que tenemos a esos delincuentes bajo llave, me gustaría que usted echase un vistazo a la carta de un buen amigo mío, el reverendo Archery. Es un hombre excepcional, una de las mejores personas que conozco. Tengo la impresión de que el asunto tiene algo que ver con aquel granuja de Painter.»

– ¿Quién es Painter?

– Un criminal que fue ejecutado hace quince o dieciséis años -contestó Wexford lacónicamente-. Veamos qué tiene que decirnos el pastor.

Burden observó la carta por encima del hombro de su superior; llevaba membrete de la rectoría de St. Columba, Thringford, Essex. Las letras bizantinas despertaron en él cierta hostilidad. Wexford empezó a leer en voz alta:

– «Muy señor mío, espero que me disculpe por robarle parte de su valioso tiempo (no me queda más remedio), pero considero que este asunto es bastante urgente. El coronel Griswold, el policía jefe de bla, bla, bla, ha tenido la bondad de informarme de que usted es la persona más idónea para brindarme ayuda en este problema, así que, después de consultarle, me he tomado la libertad de escribirle. -Wexford carraspeó y se aflojó el nudo de su arrugada corbata-. (¡Por Dios!, ¿cuándo llegará al grano? ¡Ah!, aquí viene.) Recordará el caso de Herbert Arthur Painter. (Lo recuerdo.) Tengo entendido que usted estuvo al frente de la investigación. Por lo tanto, he creído que mi deber era dirigirme a usted antes de iniciar ciertas indagaciones que, contra mi voluntad, me veo obligado a hacer.»

– ¿Obligado?

– Eso dice. No dice por qué. Lo demás es una retahíla de cumplidos, y pregunta si puede venir a verme mañana; no, hoy. Me llamará esta mañana, pero «no duda de mi amabilidad y está seguro de que accederé a recibirle». -Miró por la ventana, donde el sol asomaba por encima de York Street y, echando mano a una de sus citas desvirtuadas, añadió-: Supongo que en este momento el señor Archery estará durmiendo en el Elíseo, con una indigestión de cordero frío o lo que cenen los pastores.

– ¿De qué se trata?

– ¡Oh, por el amor de Dios, Mike! ¿no es evidente? No haga caso de tanto «me veo obligado», «contra mi voluntad» y demás palabrería. Dudo que el reverendo reciba un estipendio muy generoso. Probablemente, escribe libros sobre crímenes verídicos entre la comunión de la mañana y la reunión de madres cristianas de la tarde. Tiene que estar desesperado si cree que resucitando a Painter va a encandilar a las masas.

– Creo que recuerdo el caso -dijo Burden con aire pensativo-. Acababa de salir de la escuela…

– Y le hizo decidirse a elegir esta profesión, ¿no es así? -se burló Wexford-. «¿Qué quieres ser cuando seas mayor, hijo?» «Quiero ser detective, papá.»

Después de ser la mano derecha de Wexford durante cinco años, Burden se había vuelto inmune a sus burlas. Él sabía que cumplía la función de válvula de escape, de sicario con el que su jefe podía desahogar su violento y, a veces, dudoso sentido del humor. Pero los habitantes de aquel pueblo, a los que Wexford denominaba genéricamente «nuestros clientes», a no ser que fueran sospechosos de delito, debían ser protegidos. En ese momento, la obligación de Burden era aguantar los accesos de cólera y los sarcasmos de su jefe. Le tocaba hacer de esponja para empapar el menosprecio dirigido, en justicia, contra Griswold y su amigo.

El inspector Burden miró vivamente a Wexford. Después de veinticuatro horas agotadoras, esta carta era el colmo. Su jefe estaba tenso por la irritación, las arrugas que surcaban su rostro aparecían más marcadas que nunca y su cuerpo, contraído por la ira creciente, parecía a punto de estallar; tenía que desahogarse, encontrar una vía para liberar toda aquella tensión.

– Este asunto de Painter -dijo Burden con astucia, adoptando el papel de terapeuta-, no fue ningún asunto extraordinario. Lo seguí en los periódicos porque tuvo mucha repercusión local, pero no recuerdo ningún otro detalle que mereciese la pena destacar.

Wexford volvió a meter la carta en el sobre y la guardó en un cajón. Sus movimientos eran precisos y muy controlados. «Una palabra fuera de lugar -pensó Burden- y la habría roto en pedazos y tirado al suelo, dejándola a merced del servicio de la limpieza.» Sus palabras parecían haber dado en el clavo, consideradas las circunstancias, porque con voz fría y áspera Wexford dijo:

– Fue un caso muy importante para mí.

– ¿Porque fue usted el detective que se hizo cargo de la investigación?

– Porque fue el primer homicidio que llevé yo solo. Fue importante para Painter porque le ahorcaron por ello y, desde luego, también lo fue para su viuda. Supongo que la trastornó un poco, si es que hay algo capaz de trastornar a esa mujer.

Burden lo observó con nerviosismo mientras examinaba la quemadura de cigarrillo que uno de los hombres interrogados había hecho en el asiento de cuero amarillo de una silla. Se preparó para el estallido de su jefe, sin embargo éste dijo con indiferencia:

– ¿No tiene que volver a casa?

– Es demasiado tarde -contestó Burden, conteniendo un bostezo-. Además, mi esposa se ha ido a la costa.

Era un hombre fuertemente apegado a su hogar y su chalet le parecía un depósito de cadáveres cuando Jean y los niños estaban fuera. Esta faceta de su carácter, una actitud chapada a la antigua y un tanto mojigata, junto a su relativa juventud proporcionaban a Wexford un sinfín de oportunidades para hacer burlas y comentarios sarcásticos a su costa. Pero el inspector jefe se limitó a decir:

– Lo había olvidado.

Burden hacía bien su trabajo y aquel hombre corpulento y feo le respetaba por ello. Aunque acostumbraba a mofarse de él, Wexford apreciaba la ventaja de tener un subordinado cuyas serias y agraciadas facciones cautivaban a las mujeres. Cuando éstas se hallaban frente a su rostro ascético, se veían animadas por una compasión que Wexford acusaba de «debilidad» y se mostraban más dispuestas a abrir su corazón ante él que ante un peso pesado de cincuenta y cinco años. Su personalidad, sin embargo, no destacaba y quedaba eclipsada por la de su superior. Ahora, para poder canalizar aquella aguda vitalidad, Burden tenía que correr el riesgo de llevarse una reprimenda por estúpido.

– Si va a tener que discutir el asunto con ese Archery, ¿no sería mejor que recapitulásemos los hechos?

– ¿Usted y yo?

– Bueno, usted entonces, señor. Después de tanto tiempo, debe tener el caso algo olvidado.

El estallido vino acompañado de una sonora carcajada:

– ¡Por el amor de Dios! ¿Cree que no adivino lo que está tramando? Cuando quiera un psiquiatra me buscaré un profesional. -Hizo una pausa y su risa se transformó en una sonrisa forzada-. De acuerdo, quizá me pueda ayudar… -Pero Burden cometió el error de relajarse demasiado pronto-. A aclarar los hechos delante de ese condenado Archery, me refiero -dijo Wexford con brusquedad-. Pero no espere encontrar ningún misterio, ni ninguna taimada pista falsa. Fue Painter, no hay lugar a dudas. -Señaló la ventana con el dedo, en dirección este. El inacabable cielo de Sussex se teñía de diluidos tonos rosáceos y dorados como una acuarela-. Tan seguro como que el sol sale en este momento -dijo-. No había ninguna duda. Herbert Arthur Painter mató a su patrona, una mujer de noventa años, de un hachazo en la cabeza, por doscientas libras. Era un retrasado mental, salvaje y brutal. El otro día, leí en el periódico que a las personas antisociales los rusos las llaman «no personas», y ésa es la mejor descripción que se puede hacer de él. Me extraña que un pastor abogue por un sujeto de esa calaña.

– Si es que es ésa su intención.

– Ya veremos -dijo Wexford.


Los dos hombres estaban de pie, parados frente a un mapa sujeto a la pared empapelada de amarillo.

– La mató en su propia casa, ¿verdad? -preguntó el ayudante-. En uno de esos caserones de la carretera de Stowerton.

El mapa mostraba toda la extensión de la tranquila región campestre. Kingsmarkham, una población con unos doce mil habitantes, estaba en el centro, con las calles coloreadas de marrón y blanco, y los pastos de los alrededores aparecían en verde, salpicados por unas manchas de color verde más oscuro que señalaban los bosques. Como del centro de una telaraña salían de la pequeña ciudad varias carreteras, unas hacia Pomfret, en dirección sur, y otras a Sewingbury, hacia el noreste. Las aldeas de Flagford, Clusterwell y Forby, esparcidas aquí y allá, parecían diminutas moscas atrapadas en la telaraña.

– La casa se llama Victor’s Piece [1] -dijo Wexford-. Es un nombre curioso. Algún general la mandó construir después de las guerras de Ashanti.

– Y está más o menos aquí. -Burden puso el dedo encima de un hilo vertical de la telaraña que iba de Kingsmarkham a Stowerton, en dirección norte. Reflexionó y de repente recordó algo-. Creo que la conozco -dijo-. Es un antro tenebroso recubierto de maderas verdes. Hasta el año pasado fue una residencia de ancianos. Me parece que están a punto de derribarla.

– Es muy probable. El terreno de la casa tiene unos dos acres. Ahora que ya se ha hecho una idea de la situación, podemos sentarnos.

Burden había acercado su silla a la ventana. Contemplar el nacimiento de lo que iba a ser un día espléndido le hacía sentirse confortado y rejuvenecido. Las sombras de los árboles se alargaban sobre los prados y la luz, que cobraba una nueva intensidad, arrancaba destellos azules de los tejados de pizarra de las viejas mansiones. Era una pena que no hubiese podido acompañar a Jean. La luz del sol y el embriagador aire fresco le hicieron pensar en las vacaciones, y su mente parecía reacia a extraer de la memoria los acontecimientos de aquel caso que, años atrás, había conmovido a Kingsmarkham. El joven inspector trató de recordar y descubrió, con cierta vergüenza, que ni siquiera se acordaba del nombre de la mujer asesinada.

– ¿Cómo se llamaba? -preguntó a Wexford-. Era un nombre extranjero, ¿verdad? Algo parecido a Porto o Primo.

– Primero. Rose Isabel Primero. Era su apellido de casada. Y no era extranjera, se crió en Forby Hall. Ella era miembro de una familia de terratenientes, los señores de Forby.

Burden conocía bien Forby. La aldea era una visita obligada para los escasos turistas de aquella región agrícola, que carecía de costa o colinas, de castillos o catedrales. Las guías turísticas lo mencionaban (cosa bastante discutible) como el quinto pueblo más bonito de Inglaterra. Todas las tiendas de la región vendían postales de su iglesia. Burden, le tenía cierto aprecio porque sus habitantes habían mostrado hasta entonces pocas tendencias criminales.

– Quizá Archery esté emparentado con ella -sugirió-. Tal vez quiera información para sus archivos de familia.

– Lo dudo -dijo Wexford, volviéndose hacia el sol como un enorme gato gris-. Los únicos parientes que tenía la señora Primero eran sus tres nietos. Roger Primero, el mayor, vive ahora en Forby Hall, pero no heredó la propiedad, tuvo que comprarla. No sé muy bien cómo fue.

– En Forby Hall residía una familia llamada Kynaston. Al menos eso dice la madre de Jean, que ha pasado allí muchísimos años.

– Así es -dijo Wexford con una pizca de impaciencia en su sonora voz grave-. La señora Primero nació con el apellido Kynaston y estaba a punto de cumplir cuarenta años cuando se casó con el doctor Ralph Primero. Me imagino que su familia no vio con buenos ojos el enlace; recuerde que estamos hablando de principios de siglo.

– ¿Practicaba la medicina general?

– No, creo que ejercía alguna especialidad, pero no sé cuál. Al jubilarse se mudaron a Victor’s Piece. En realidad no eran gente rica. Cuando él murió, en los años treinta, la señora Primero heredó unas diez mil libras. El matrimonio tenía un hijo, pero murió poco después que su padre.

– ¿Quiere decir que a su edad estaba viviendo sola en ese caserón?

Wexford apretó los labios, pensativo. Burden conocía bien la excepcional memoria de su jefe. Cuando algo le interesaba de verdad era capaz de recordar el más nimio detalle.

– Tenía una criada -dijo Wexford-. Se llamaba (se llama, pues aún vive) Alice Flower. Por entonces tenía unos setenta años, era bastante más joven que su señora, y llevaba unos cincuenta al servicio de la señora Primero. Una auténtica sirvienta de la vieja escuela. En una convivencia tan larga, lo normal sería que se hubiesen convertido en amigas en vez de seguir como la señora de la casa y la criada, pero Alice sabía cual era su sitio y se trataron de «Señora» y «Alice» hasta el día en que la anciana murió. Yo conocía a Alice de vista. Cuando venía al pueblo a hacer la compra, era todo un personaje, sobre todo cuando Painter empezó a acompañarla en el Daimler de la señora Primero. ¿Recuerda usted cómo vestían las doncellas de antaño? No, supongo que no. Es usted demasiado joven. Alice siempre llevaba un abrigo largo de color azul marino y lo que se suele llamar un sombrero de felpa «decente». Tanto ella como Painter eran empleados del servicio, pero Alice se creía muy superior a él. Ella se aprovechaba de su posición y le daba órdenes tal como lo haría la propia señora Primero. Su esposa y sus amigotes le llamaban Bert, pero Alice le apodaba «el bestia». Por supuesto, no le llamaba así a la cara. Nunca se hubiera atrevido.

– ¿Quiere decir que le tenía miedo?

– Hasta cierto punto, sí. Le odiaba y le molestaba su presencia. No sé si todavía conservo aquel recorte. -Wexford abrió el último cajón de su mesa, donde guardaba objetos personales y semioficiales, cosas de carácter grotesco que le habían llamado la atención. No tenía muchas esperanzas de encontrar lo que buscaba. Cuando la señora Primero fue asesinada, la comisaría de Kingsmarkham estaba ubicada en una antigua construcción de ladrillo amarillo, en el centro de la ciudad. Hacía cinco o seis años que el edificio había sido derribado y la comisaría trasladada a las afueras, en aquel despampanante edificio moderno en que se encontraban. Con toda probabilidad, el recorte se había perdido cuando transfirieron los papeles del alto escritorio de pino a la mesa de palisandro lacado. Wexford hojeó notas, cartas, pequeños recuerdos y, finalmente, levantó la cabeza con una sonrisa triunfal.

– Aquí tiene, la «no persona» en persona. Bien parecido si le gustan este tipo de hombres. Herbert Arthur Painter, del XIV Ejército de Birmania. Veinticinco años, contratado por la señora Primero como chófer, jardinero y chico para todo.

Era un recorte del Sunday Planet, y la fotografía aparecía rodeada por varias columnas de líneas impresas. La imagen era muy nítida y los ojos de Painter miraban directamente a la cámara.

– Es curioso, siempre te miraba a los ojos -dijo Wexford-. Lo que, según las memeces que se suelen decir, es signo de honradez. Seguramente Burden había visto aquella fotografía con anterioridad, pero la había olvidado por completo. Painter tenía una cara grande de facciones armoniosas y una nariz recta, aunque ancha y con grandes orificios. Sus labios eran tan gruesos y sensuales que, en el rostro de un hombre, parecían un remedo de la boca de una mujer. Su frente era ancha y plana, y su pelo corto y rizado; con unos rizos tan espesos que parecían tirar de la piel del cuero cabelludo de forma dolorosa.

– Era alto y bien formado -prosiguió Wexford-. Su cara recuerda la de un bello dogo demasiado grande, ¿no cree? Durante la guerra, estuvo en Extremo Oriente, pero no mostraba ningún signo de que el calor y la privación hubieran hecho mella en él. Painter tenía el aspecto saludable de un percherón. Perdone que haga tantas comparaciones con animales, pero es que ese hombre era como un animal.

– ¿Cómo entró al servicio de la señora Primero?

Wexford volvió a tomar el recorte de su mano, lo contempló un instante y luego lo dobló.

– Desde que murió el médico -dijo- hasta 1947, la señora Primero y Alice Flower hicieron lo que pudieron para mantener la casa: arrancaban unas cuantas hierbas aquí y allá y hacían venir a alguien cuando querían arreglar una estantería. Se puede imaginar la situación. Ellas contrataron a una serie de mujeres de Kingsmarkham para que les ayudaran en las tareas de limpieza, pero tarde o temprano todas se marchaban para ir a trabajar en las fábricas. La casa empezó a venirse abajo. No es sorprendente si se tiene en cuenta que, al acabar la guerra, la señora Primero tenía alrededor de ochenta y cinco años y Alice casi setenta. Además, aparte de su edad, la señora Primero no movía un dedo en lo que se refiere a la limpieza de la casa, claro. Ella no había sido educada para hacerlo y no hubiera sabido distinguir entre un trapo del polvo y una escoba.

– Era un tanto arpía, ¿no le parece?

– Ella era aquello en lo que la convirtieron su educación y la voluntad de Dios -dijo Wexford muy serio, pero con un toque de ironía en su voz-. Yo no la vi hasta que estuvo muerta. Era una mujer tozuda, un poco tacaña, «reaccionaria», como se dice hoy día, una persona con tendencias autocráticas que reinaba sobre su pequeño dominio. Le voy a dar un par de ejemplos. Cuando su hijo murió, su nuera y sus nietos se quedaron en una situación bastante precaria. No conozco los detalles, pero la señora Primero estaba dispuesta a ayudarles económicamente, siempre que aceptasen sus condiciones: la familia debía venir a vivir con ella, etcétera. De todas formas, a mi parecer, la anciana tampoco podía costear el mantenimiento de dos casas. La otra cuestión es que era una mujer muy religiosa. Cuando fue demasiado vieja para acudir a la iglesia, insistió para que Alice fuese en su lugar. Como una especie de víctima propiciatoria. Pero la señora Primero tenía cariño por algunas personas: adoraba a su nieto Roger y tenía una íntima amiga. Hablaremos de ella más adelante.

»No sé si sabrá que, después de la guerra, hubo una gran escasez de viviendas y, además, era casi imposible encontrar servicio. La señora Primero era una anciana inteligente que empezó a pensar cómo podía utilizar una cosa para solucionar la otra. En la finca de Victor’s Piece había una cochera que tenía una especie de desván, en ella se guardaba el Daimler, del que le hablé antes, que no se había puesto en marcha desde la muerte del marido. La señora Primero no sabía conducir y huelga decir que Alice tampoco. La gasolina escaseaba pero la ración era suficiente para ir a hacer la compra y llevar a las dos ancianas a dar un paseo semanal por los alrededores.

– Así que Alice era, en cierto modo, una amiga -dijo Burden.

– Una señora puede ir acompañada de su doncella cuando sale de paseo -dijo Wexford con empaque-. El caso es que la señora Primero publicó un anuncio en el Chronicle de Kingsmarkham, ofreciendo empleo a un joven robusto dispuesto a trabajar en el jardín, hacer pequeñas reparaciones, y cuidar y conducir el coche a cambio de alojamiento y tres libras por semana.

– ¿Tres libras? -Burden no fumaba y era poco amigo de los lujos, pero después de hacer la compra semanal para su esposa sabía que tres libras no daban para mucho.

– Bueno, en aquella época era bastante dinero, Mike -dijo Wexford en tono de disculpa-. La señora Primero mandó pintar el desván, lo dividió en tres habitaciones e instaló agua corriente. No era Dolphin Square pero, ¡en 1947, la gente se consideraba afortunada si podía alojarse en una sola habitación! Recibió muchas solicitudes pero por alguna razón (Dios sabe cuál) escogió a Painter. Durante el juicio, Alice dijo que la señora Primero creyó que al tener una esposa y una hija pequeña sería un hombre juicioso. Depende de lo que se entienda por juicioso, ¿no es cierto?

Burden apartó su silla del sol, y dijo:

– ¿Estaba también la esposa de Painter al servicio de la señora Primero?

– No, sólo él. Como le dije, tenían una niña pequeña que solamente contaba con dos años cuando vinieron. Si la mujer de Painter hubiese trabajado en la casa habría tenido que llevar a la niña consigo. La señora Primero no se lo hubiese permitido nunca. A su entender, existía un abismo entre ella y los Painter. Llegué a la conclusión de que no intercambió más de un par de palabras con la señora Painter en todo el tiempo que su marido permaneció allí, y en cuanto a la niña (si mal no recuerdo se llamaba Theresa), la señora Primero apenas reconocía su existencia.

– No parece que fuese una mujer muy agradable -dijo Burden con aire dudoso.

– Ella era una mujer típica de su edad y clase social -dijo Wexford de manera indulgente-. No olvide que era hija de un terrateniente en una época en que este hecho todavía significaba algo. Para ella, la señora Painter era comparable a la esposa de un aparcero. No cabe duda de que, si ésta hubiese estado enferma, habría enviado a Alice al desván con un poco de sopa o algunas mantas. Además, la señora Painter se mantenía apartada. Era una mujer muy guapa, muy reservada y se comportaba con una abrumadora respetabilidad. A Painter le tenía cierto miedo, algo totalmente comprensible, teniendo en cuenta lo menuda que era ella y lo bruto que era el gigante de su marido. Cuando hablé con ella después del asesinato, advertí que tenía un brazo lleno de magulladuras, demasiadas para deberse a un pequeño accidente de cocina, y me atrevería a afirmar que su marido la maltrataba.

– Así que, de hecho -dijo Burden-, todos ellos estaban completamente separados unos de otros. La señora Primero y su criada vivían solas en Victor’s Piece y la familia Painter, en su propia casa, al fondo del jardín.

– No creo que sea correcto decir «al fondo del jardín». La cochera estaba a unos treinta metros de la puerta trasera de la casa grande. Painter sólo entraba allí para llevar el carbón y recibir instrucciones.

– ¡Ah! -dijo Burden-, si no recuerdo mal, me parece que hubo un problema complicado con el carbón. ¿No fue más o menos ése el quid de todo el asunto?

– Painter se ocupaba de cortar la leña y acarrear el carbón -prosiguió Wexford-. Alice no podía hacerlo a su edad, así que él tenía que llevar a la casa un cubo de carbón al mediodía (nunca encendían el fuego antes de esa hora) y otro a las seis y media de la tarde. En general, Painter no ponía reparos a sus labores en el jardín o con el coche, pero, por alguna razón, lo del carbón le sacaba de sus casillas. Lo hacía, aunque con frecuentes negligencias y sin dejar de quejarse. Según él, el cubo del mediodía interrumpía su almuerzo y no le gustaba tener que salir de noche en invierno. ¿No podría llevar dos cubos a las once de la mañana? La señora Primero no se lo permitía, decía que no quería ver su salón convertido en una estación de tren.

Burden sonrió. Ya no notaba el cansancio. Después de un buen desayuno, una ducha y un afeitado, se sentiría como nuevo. Echó un vistazo a su reloj y, luego, al otro lado de la calle principal de Kingsmarkham, donde estaban subiendo las persianas del café Carousel.

– Me apetece un café -dijo.

– Eso mismo estaba pensando yo. Envíe a alguien a buscarlos.

Wexford se puso de pie, se estiró, se arregló la corbata y se alisó el pelo, demasiado escaso para despeinarse. El café llegó en dos vasos de cartón junto con unas cucharillas de plástico y unos terrones de azúcar envueltos en papel.

– ¡Esto está mejor! -exclamó Wexford-. ¿Quiere que continúe? -Burden asintió con la cabeza, y Wexford prosiguió-: En septiembre de 1950, Painter llevaba tres años al servicio de la señora Primero. Las cosas parecían ir bastante bien, salvo las protestas de Painter por lo del carbón. No dejaba de quejarse de tener que llevarlo y siempre estaba pidiendo un aumento.

– Supongo que Painter creía que la anciana nadaba en dinero.

– Desde luego, él no podía saber lo que ella tenía en el banco o en acciones. Por otra parte, todo el mundo estaba enterado de que guardaba dinero en su casa.

– ¿Quiere decir, en una caja fuerte?

– ¡Qué va! Ya sabe cómo son esas viejecitas. Una parte estaba escondido en los cajones, en bolsas de papel, y lo demás en bolsos de mano viejos.

En un momento de inspiración repentina, Burden recordó algo, y dijo:

– ¿Y en uno de esos bolsos estaban las doscientas libras?

– Precisamente -dijo Wexford-. Aunque hubiese podido pagarle más, la señora Primero se negó a subirle el sueldo. Si no le gustaba el trabajo podía marcharse, pero eso significaría dejar la vivienda.

»Como era tan mayor, a la señora Primero le afectaba mucho el frío, así que empezaba a encender el fuego en septiembre. A Painter le parecía innecesario y armó el escándalo de costumbre…

El inspector jefe se interrumpió al oír el teléfono y lo cogió. Burden no pudo saber quién era porque Wexford se limitó a repetir. «Sí, sí… de acuerdo», terminó su café con cierta repulsión, pues el borde del vaso de cartón estaba empapado, y, finalmente, Wexford colgó el auricular.

– Mi mujer -dijo-. Quería saber si estaba vivo y si me había olvidado de que tengo una casa. No le queda dinero y no encuentra el talonario. -Se rió, metió la mano en su bolsillo y se lo enseñó-. No me extraña. Tendré que volver a casa. -Con repentina amabilidad, añadió-: ¿Por qué no hace lo mismo y duerme un poco?

– No me gusta quedarme en suspenso -se quejó Burden-. Ahora sé cómo se sienten mis hijos, a la hora de acostarse, cuando dejo un cuento a la mitad.

Wexford empezó a tirar cosas dentro de su maletín.

– Prescindiendo de los detalles circunstanciales -dijo-, no queda mucho que contar. Le dije que era muy sencillo. Sucedió al anochecer del 24 de septiembre, un frío y lluvioso domingo. La señora Primero había enviado a Alice a la iglesia. Ésta salió de la casa alrededor de las seis y cuarto, y Painter debía llegar con el cubo de carbón a las seis y media. Lo trajo, no hay lugar a dudas y luego se marchó con doscientas libras en el bolsillo.

– Me gustaría conocer los detalles circunstanciales -dijo Burden.

Al llegar a la puerta Wexford dio media vuelta.

– Continuará en el próximo episodio. -Sonrió-. No puede decir que le he dejado en suspenso. -La sonrisa desapareció y la expresión de su rostro se endureció-. La señora Primero fue encontrada a las siete. Estaba en el suelo del salón, en medio de un gran charco de sangre, al lado de la chimenea. Había sangre en las paredes y en el sillón, y hallaron un hacha manchada de sangre en la chimenea.

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