8

Nuestra vida abarca setenta años;

y aunque haya hombres tan fuertes

que alcancen los ochenta, no

obstante, su fuerza se verá convertida

en dolor y tristeza.

Salmo 90, El enterramiento de los muertos


Alice Flower tenía ochenta y siete años, casi la misma edad de su señora cuando murió. Varios ataques de apoplejía habían deteriorado su viejo cuerpo como las tempestades que azotan una vieja casa, pero la casa era fuerte y estaba bien construida, no fue hecha para albergar objetos decorativos o refinados, había sido construida para resistir el viento y la intemperie.

Ella yacía en una cama alta y estrecha, en la sala denominada Madreselva. La habitación estaba llena de camas iguales con ancianas como ella. Todas tenían un rostro sonrosado y el cabello blanco, a través del cual se veían sus calvas rosáceas. Por cada cama con ruedas, había al menos un par de floreros con ramos, para enjugar la mala conciencia, supuso Archery, de los familiares visitantes, que no tenían más que sentarse y charlar con las ancianas en vez de vaciar orinales y curar llagas.

– Tiene una visita -dijo la monja-. No intente darle la mano. No puede mover las manos, pero tiene buen oído y habla por los codos.

Archery sintió que se apoderaba de él una ira muy poco cristiana. Si la religiosa lo notó, no le dio importancia.

– Le gusta cotillear, ¿no es cierto, Alice? Éste es el reverendo Archery. -Él hizo una mueca y se acercó a la cama.

– Buenas tardes, señor.

Su cara era cuadrada, la piel áspera, muy arrugada, y una de las comisuras de los labios caía a causa de la parálisis de las neuronas motoras. La mandíbula le sobresalía, descubriendo sus grandes dientes postizos. La monja se afanaba alrededor de la cama, levantó el cuello del camisón de la anciana criada y colocó sus manos inútiles encima de la colcha. A Archery le resultaba difícil mirar esas manos. El trabajo las había deformado tanto que nunca podrían ser bellas, pero la enfermedad y el edema habían hecho desaparecer las arrugas y palidecer la piel, dándoles el aspecto de las manos de un bebé deforme. La emoción y su admiración por el lenguaje del siglo xvii hicieron brotar un abrumador torrente de pensamientos compasivos. «¡Bienhallada sea!, servidora honrada y fiel, pensó. Por tu fiel servicio en menguadas cosas, yo te haré gobernar sobre muchas…».

– ¿Le resultaría enojoso hablar de la señora Primero, señorita Flower? -preguntó amablemente, al tiempo que se sentaba en una silla.

– ¡Por supuesto que no! -dijo la enfermera jefe-. ¡Le encanta!

Archery no pudo contenerse más, y dijo:

– Éste es un asunto privado, si no le importa.

– ¡Privado! Para ellas es como el cuento de antes de dormir, créame. -Se alejó con paso envarado, como un robot vestido de azul marino y blanco.

Alice Flower tenía una voz áspera y quebrada. Los ataques de apoplejía le habían afectado los músculos de la garganta y las cuerdas vocales. Pero su acento era grato y fino, aprendido, supuso Archery, en las cocinas y en las habitaciones de los niños de la gente educada.

– ¿Qué es lo que quiere saber, señor?

– En primer lugar, hábleme de la familia Primero.

– Pues eso es fácil. Siempre me preocupé por ellos. -Tosió débilmente y volvió la cabeza para ocultar el lado deformado de su boca-. Entré al servicio de la señora Primero cuando nació el niño…

– ¿El niño?

– El señor Edward, el único hijo que tuvo.

«¡Ya comprendo!, pensó Archery, el padre del adinerado Roger y sus hermanas.»

– Era un niño encantador, y siempre nos llevamos bien. Verá, señor, creo que su pobre madre y yo envejecimos el día en que murió. Pero él ya tenía entonces familia propia, ¡gracias a Dios!, y el señor Roger era el vivo retrato de su padre.

– Supongo que el señor Edward le dejó una buena suma de dinero, ¿no es cierto?

– ¡Qué va!, señor, eso fue lo más triste. Verá, el viejo doctor Primero dejó todo su dinero a la señora, puesto que el señor Edward medraba en aquel entonces; pero éste lo perdió todo en la Bolsa y, cuando murió, su mujer y sus tres hijos se quedaron en una situación bastante precaria. -Volvió a toser, y Archery hizo una mueca. Le pareció que podía ver sus vanos esfuerzos por levantar las manos y cubrirse los temblorosos labios-. La señora les ofreció su ayuda, y no es que a ella le sobrara el dinero; pero su nuera era muy orgullosa y no aceptó ni un céntimo de la suegra. Nunca supe cómo conseguía arreglárselas. Tenga en cuenta que eran tres niños. El señor Roger era el mayor y luego estaban las dos pequeñas, mucho más jóvenes que su hermano, pero de edad parecida. Sólo se llevaban dieciocho meses entre ellas.

Alice Flower se recostó sobre las almohadas y se mordió el labio inferior, como si intentase colocarlo de nuevo en su sitio.

– Ángela era la mayor. Imagino que tendrá unos veintiséis años ahora, ¡cómo vuela el tiempo! La hermana menor se llamaba Isabel, como la señora. Eran casi unos bebés cuando murió su padre, y pasaron muchos años antes de que la señora y yo volviésemos a verlas.

»Créame, para ella fue muy duro no saber qué había sido del señor Roger. Entonces, un día él apareció por Victor’s Piece como llovido del cielo. ¡Imagínese!, estaba viviendo en Sewingbury, de pensión, y estudiaba para procurador en un bufete importante. Fue un amigo del señor Edward quien le colocó. El señor ni siquiera sabía que su abuela aún vivía, y lo que menos se imaginaba es que estaba en Kingsmarkham, pero cuando él estaba buscando un teléfono en la guía, por un asunto de trabajo, encontró su nombre: señora Rose Primero, Victor’s Piece. Después de esa primera visita, el señor Roger volvió muy a menudo. La señora y yo estábamos encantadas, señor. Él solía venir casi todos los domingos, y un par de veces fue a buscar a sus hermanas pequeñas a Londres y las trajo consigo. Eran dos ángeles.

»El señor Roger y la señora se reían mucho juntos. Sacaban fotografías antiguas y ella le explicaba historias. -De pronto, se detuvo y Archery vio cómo el rostro decrépito se hinchaba y se enrojecía-. Para nosotras era un cambio agradable tener un joven simpático y bien educado en casa después de tratar con ese Painter. -Su voz se convirtió en un chillido agudo-. ¡Ese asesino inmundo!

Al otro lado de la sala, otra anciana tumbada en una cama como la de Alice Flower abrió su boca desdentada y sonrió como alguien que escuchase un relato muy familiar. El cuento de antes de irse a dormir, como había dicho la monja.

Archery se inclinó hacia ella, y dijo:

– El día en que murió la señora Primero fue espantoso, ¿verdad? -Sus ojos rojos y encendidos parpadearon-. Supongo que usted no podrá olvidarlo jamás…

– No lo olvidaré hasta el día de mi muerte -corroboró Alice Flower. Quizá ella pensase en su cuerpo inútil, antaño infatigable y ahora muerto en sus tres cuartas partes.

– ¿Quiere explicármelo?

En cuanto empezó, Archery se dio cuenta de que la señorita Flower estaba acostumbrada a contarlo muy a menudo. Era probable que algunas de las ancianas que aún podían caminar se levantasen al atardecer y se reuniesen alrededor de la cama de Alice Flower. «Un cuento, pensó, recordando una cita, que arrancaba a los niños de sus juegos y a las viejas de su rincón junto a la chimenea.»

– Él era el mismísimo diablo -dijo ella-, el terror. Yo le tenía miedo, pero nunca dejé que se diera cuenta. Tomarlo todo y no dar nada, ése era su lema. En la primera casa en que serví de criada sólo ganaba seis libras al año. Ése tenía además casa, sueldo y podía conducir un precioso coche. Hay gente que pide la luna. Usted pensará que un hombre joven y fuerte como él se ofrecería con gusto a llevarle el carbón a una anciana, pero no Bert Painter. Painter el Bestia le llamaba yo.

– Aquel sábado por la noche, la señora esperó y esperó en vano, en una habitación helada, a que Painter le llevase el carbón. «Déjeme ir a su casa a hablar con él», dije; pero ella se negó en redondo. «Ya hablaré yo con él mañana por la mañana, Alice», me contestó. No dejo de repetirme que si él hubiese venido aquella noche, yo hubiera estado allí con ellos, y entonces no hubiese podido contar tantas mentiras.

– Y ¿él acudió a la casa la mañana siguiente, señorita Flower…?

– La señora le puso las peras al cuarto. Yo escuché como le leía la cartilla.

– ¿Qué estaba haciendo usted en ese momento?

– ¿Yo? Cuando él llegó yo estaba preparando las verduras para la comida de la señora, luego, encendí el horno y metí la bandeja de la carne a calentar. Ya me lo preguntaron durante el juicio en Londres, en el Old Bailey [5]. -Hizo una pausa, y le lanzó una mirada recelosa-. ¿Está usted escribiendo un libro sobre el crimen, señor?

– Sí, algo así -dijo Archery.

– Me preguntaron si era dura de oído. Mi oído es mejor que el del juez, se lo puedo asegurar. Y menos mal. Si yo fuese sorda, quizá todos hubiésemos muerto abrasados por el fuego, aquella mañana.

– ¿Cómo dice?

Painter el Bestia estaba en el salón con la señora y yo había ido a la despensa a por vinagre para la salsa de menta, cuando oí de repente un golpe sordo y un chisporreteo. Tiene que ser ese dichoso horno viejo, me dije a mí misma y, efectivamente, eso era. Regresé rápidamente a la cocina y abrí la portezuela del horno. Una de las patatas había saltado de la bandeja y había caído encima del gas, estaba envuelta en llamas, chisporroteando y humeando como una locomotora de vapor. Apagué el gas enseguida; pero hice una tontería, le eché agua encima. ¡A mi edad, ya tenía que saber esas cosas! ¡Oh, qué escándalo y qué humareda se montó! Un barullo de mil demonios.

Nada de eso se explicaba en la transcripción del juicio. Archery contuvo la respiración y, luego, pensó: «“Un barullo de mil demonios…” Mientras Alice Flower estaba asfixiada por el humo y ensordecida por el estruendo quizá no pudiese oír a un hombre subir las escaleras, registrar el dormitorio y volver a bajar. Su testimonio a este respecto había sido decisivo, porque si la señora Primero hubiese ofrecido las doscientas libras a Painter y éste las hubiese aceptado por la mañana, ¿por qué habría de matarla por la tarde?»

– Bueno, después de comer llegó el señorito Roger. Me dolía la pierna porque me había lastimado la noche anterior, cuando tuve que salir a por un poco de carbón porque Painter el Bestia estaba de juerga. El señor fue muy amable e insistió en preguntar si podía ayudarme en algo, como fregar los platos. Pero ésa no es tarea de hombres, y siempre mantengo que es mejor valerse por uno mismo mientras se pueda.

»Hacia las cinco y media, el señor Roger nos dijo que tenía que irse. Yo estaba muy atareada, con los platos sin fregar y preocupada por si Painter el Bestia no aparecía como había prometido. «No hace falta que me acompañe a la puerta. Alice», me dijo el señor, y vino a la cocina para despedirse de mí. La señora estaba echando una cabezada en el salón. ¡Dios la tenga en su gloria! Fue la última antes de pasar a mejor vida.- Horrorizado, Archery vio asomar dos lágrimas a los ojos de la anciana y resbalar por sus mejillas hundidas y arrugadas-. «Hasta pronto, señor Roger, le veré el domingo que viene», grité, y luego le oí cerrar la puerta principal. La señora dormía como un niño, sin saber que ese lobo feroz la acechaba.

– No se atormente, señorita Flower. -Sin saber muy bien qué era lo que debía hacer, Archery pensó que lo más apropiado sería mostrarse amable, y sacó su propio pañuelo y le enjugó las lágrimas con delicadeza.

– ¡Dios le bendiga, señor! Ya me encuentro mejor. Te sientes una completa inútil sin poder secarte siquiera tus propias lágrimas. -Su sonrisa torcida era aún más lastimera que su llanto-. ¿Qué estaba diciendo? ¡Oh, sí! Me marché a la iglesia y, en cuanto salí, llegó la señora Crilling a meter las narices en…

– Sé lo que pasó después, señorita Flower -dijo Archery en tono amable y apaciguador-. Hábleme de la señora Crilling. ¿Viene alguna vez a visitarla?

Alice Flower profirió un bufido que si hubiera provenido de una persona sana hubiera resultado casi cómico.

– ¡Ésa! Desde el juicio me ha estado evitando, señor. Yo sé más de la cuenta. La mejor amiga de la señora, ¡narices! Ella sólo quería una cosa de la señora Primero, y sólo una. Le metía a su hija por los ojos con todo tipo de zalamerías pensando que quizá la señora le dejaría algo a su muerte.

Archery se acercó más a Alice, rezando para que en este momento no sonase la campana que indicaba que la hora de visita había tocado a su fin.

– Pero la señora Primero no hizo testamento.

– Es cierto, señor, y eso es lo que le preocupaba a la astuta señora Crilling. Ella solía venir a verme a la cocina cuando la señora estaba dormida. «Alice -me decía-, debemos convencer a la señora Primero para que haga testamento. Es nuestro deber, Alice, lo dice el libro de oraciones.»

– ¿Y es cierto? Alice parecía tan escandalizada como segura.

– Sí, señor. Dice: «A veces es necesario recordar a los hombres que deben poner en orden sus asuntos temporales mientras tengan salud.» No obstante, yo no estoy de acuerdo con todo lo que dice el libro de oraciones, especialmente cuando se trata de una intromisión patente; eso no va por usted, desde luego. «Es por su bien, Alice -decía- cuando ella muera la echarán a usted a la calle.»

»De todas formas, la señora no quería ni oír hablar del asunto. Ella decía que iba a dejárselo todo a sus herederos legítimos, o sea, al señor Roger y a las niñas. Automáticamente todas sus pertenencias pasarían a ser de ellos, así pues, no era necesario perder el tiempo con tonterías de testamentos o abogados.

– ¿Y no intentó el señor Roger que hiciese testamento?

– Él es una persona maravillosa. Después de que el Bestia Painter asesinase brutalmente a la pobre señora, el señor Roger heredó una pequeña suma de dinero; eran tres mil libras o un poco más. «Me haré cargo de usted, Alice», me dijo, y cumplió con su palabra. Me alquiló una confortable habitación en Kingsmarkham y, aparte de mi pensión, me daba dos libras todas las semanas. Él se había establecido por su cuenta, y me dijo que no me entregaría una cantidad, sino una renta de los beneficios, ¡Dios le bendiga!

– ¿Tenía un negocio propio? ¿No era procurador?

– Él siempre quiso independizarse, señor. No conozco los pormenores, pero un día el señor Roger vino a ver a la señora (debió de ser dos o tres semanas antes de su muerte) y le contó que un amigo suyo le aceptaría como socio si pudiese invertir diez mil libras. «Sé que no tengo la menor esperanza -dijo, siempre tan gentil-. Son castillos en el aire, abuela.» «Pues yo no puedo ayudarte -dijo la señora-. Diez mil libras es todo lo que tenemos para vivir Alice y yo, y está todo invertido en acciones de Woolworth. Cuando yo muera, tendrás una parte.» No me importa decirlo, señor, pero entonces yo pensaba que si el señor Roger hubiese querido hacerles una jugada a sus hermanas, hubiera podido convencer a la señora para que hiciese testamento y se lo dejase todo a él. Pero no lo hizo, ni siquiera volvió a mencionarlo, y seguía creyéndose en la obligación de traer a las niñas cada vez que podía. Luego, ese monstruo Painter mató a la señora y los tres heredaron a partes iguales, según sus deseos.

»Al señor Roger las cosas le van muy bien ahora, pero que muy bien, y viene a verme a menudo. Creo que consiguió las diez mil libras que necesitaba, quizá algún amigo suyo le ofreciese otra oportunidad. No es asunto mío.

«Un buen hombre -pensó Archery-, un hombre que necesitaba dinero, tal vez desesperadamente, pero que no hizo ninguna maniobra baja para conseguirlo; un hombre que mantenía a la criada de su difunta abuela mientras luchaba para sacar adelante su negocio, que seguía visitándola y que, sin duda, escuchaba pacientemente una y otra vez la misma historia que Archery acababa de oír. Un gran hombre. Si el amor, las alabanzas y la devoción constituían una recompensa para alguien así, ya la había obtenido.»

– Si por casualidad piensa ir a ver al señor Roger, señor, por el libro que usted está escribiendo, ¿sería tan amable de presentarle mis respetos?

– Por supuesto señorita Flower. -Posó su mano sobre la suya inerte y la apretó-. Adiós y muchísimas gracias por todo. -¡Bienhallada seas!, servidora honrada y fiel.


Eran más de las ocho cuando Archery llegó por fin al Olive and Dove y al entrar en el comedor a eso de las ocho y cuarto, el maître le obsequió con una mirada iracunda. El clérigo contempló la habitación vacía y las sillas colocadas contra la pared.

– Vamos a celebrar un baile esta noche, señor, y pedimos a los huéspedes que cenasen a las siete en punto, pero espero que podamos ofrecerle algo. Por aquí, si es tan amable.

Archery siguió al maître a la más pequeña de las dos salas contiguas al comedor, que estaba abarrotada de mesas ante las que los comensales engullían su cena a toda prisa. Él pidió la suya y, a través de las puertas de cristal, observó a los miembros de la banda ocupar sus puestos en el estrado.

¿Cómo iba a pasar aquella larga y calurosa tarde de verano? El baile se prolongaría seguramente hasta las doce y media o la una, y sería insoportable quedarse en el hotel. Lo mejor era ir a dar un tranquilo paseo. O coger el coche y acercarse hasta Victor’s Piece. El camarero regresó con el guiso de ternera que le había ordenado, y Archery, para hacer economías, pidió un vaso de agua.

El clérigo estaba solo, en uno de los rincones de la sala y a dos metros por lo menos de la mesa más cercana, y se sobresaltó al sentir el roce de algo suave y peludo contra su pierna. Se echó hacia atrás, levantó el mantel y tropezó con dos ojos brillantes en una cabeza lanuda.

– ¡Hola, perro! -dijo.

– ¡Oh, disculpe! ¿Le molesta?

Él levantó la vista y la vio de pie a su lado. Evidentemente, acababa de entrar, junto con el hombre de los ojos vidriosos y otra pareja.

– ¡En absoluto! -Archery tartamudeó, abandonado por su habitual aplomo-. No me importa, de veras. Me gustan los animales.

– Usted ha almorzado aquí a medio día, ¿no es cierto? Creo que él le ha reconocido. ¡Venga, Perro! No tiene nombre. Le llamamos Perro porque eso es lo que es, y además es un nombre tan bueno como Jock o Gyp, o cualquier otro. Cuando usted dijo «Hola, perro», él debió pensar que era un amigo suyo. Es muy inteligente.

– Estoy convencido.

Aquella mujer cogió al caniche en brazos y lo sujetó contra el encaje crema de su vestido; ahora que no llevaba sombrero, Archery pudo apreciar la forma perfecta de su cabeza y su frente, ancha y lisa. El maître, que ya no estaba tan atareado, se acercó.

– Aquí estamos de vuelta, Louis, como las falsas monedas del refrán -dijo cordialmente el hombre de los ojos vidriosos-. A mi esposa le apetecía venir a su baile, pero primero tendríamos que cenar algo. -«Así que estaban casados», pensó Archery ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?, pero, además, ¿qué le importaba a él? y, sobre todo, ¿por qué le provocaba esa ligera desazón?-. Nuestros amigos tienen que coger un tren, así que si usted pudiese atendernos por la vía rápida le estaríamos eternamente agradecidos.

Se sentaron todos en una mesa. El caniche rondaba entre las piernas de los comensales, a la caza de restos de comida. A Archery le divirtió comprobar la rapidez con la que les sirvieron la cena. Cada uno había pedido un plato distinto, pero apenas tuvieron que esperar y no advirtió ninguna precipitación. Archery se demoró con el café y el trozo de queso, que había pedido. Desde su rincón no molestaba a nadie. La gente empezaba a acudir al baile y pasaba al lado de su mesa, dejando un ligero rastro oloroso de puros y perfumes de flores. En el comedor, convertido en salón de baile, las puertas que daban al jardín estaban abiertas, y algunas parejas habían salido a la terraza y escuchaban la música en la quietud de la noche estival.

El caniche estaba sentado en el umbral, aburrido, observando la evolución de los bailarines.

– ¡Ven aquí, Perro! -ordenó su dueña. Su marido se levantó.

– Te llevaré a la estación, George -dijo-. Sólo faltan diez minutos, así que acelera. -Aquel hombre parecía dominar una gran variedad de expresiones que indicaban prisa-. No hace falta que vengas, cariño. Termina tu café.

La mesa estaba envuelta en humo, pues los comensales habían fumado entre todos los platos. El hombre de los ojos vidriosos iba a estar fuera no más de media hora, pero se inclinó y besó a su esposa. Ella le sonrió y encendió otro cigarrillo. Cuando se marcharon, ella y Archery se quedaron solos. Ella cambió de silla y se sentó en la que había ocupado su marido, desde donde podía ver a los bailarines, a muchos de los cuales parecía conocer, a juzgar por la manera como saludaba de vez en cuando, como indicando que pronto iría a reunirse con ellos.

Archery se sintió solo de repente, no conocía a nadie en ese lugar, salvo a dos policías bastante antipáticos. Y quizá tuviese que quedarse toda la quincena. ¿Por qué no había pedido a Mary que viniese? Para ella serían como unas vacaciones, un cambio, y bien sabe Dios que lo necesitaba. Dentro de un minuto, cuando terminase el café, subiría a la habitación para llamarla.

La voz de la joven le sobresaltó:

– ¿Me presta su cenicero? Los nuestros están llenos.

– Por supuesto, tómelo. -Él levantó el pesado cenicero de cristal y, cuando se lo entregó, las yemas de los dedos fríos y secos de ella rozaron las suyas. Su mano era pequeña, como la de un niño, con las uñas cortas y sin pintar. Archery añadió un tanto estúpidamente-: No fumo.

– ¿Se va a quedar mucho tiempo? -Su voz era cálida y suave, al tiempo que madura.

– Sólo unos días.

– Se lo he preguntado -dijo ella-, porque nosotros venimos aquí muy a menudo, y no le había visto a usted nunca. La mayoría de las personas que vienen a este hotel son clientes asiduos. -Apagó el cigarrillo con cuidado, aplastándolo hasta acabar con la última brasa-. Cada mes se celebra un baile y siempre asistimos. Me encanta bailar.

Más tarde, Archery se preguntaría qué le indujo a él, un vicario provinciano casi cincuentón, a decir lo que dijo. Quizá fuese la mezcla de perfumes y la luz del crepúsculo, o el hecho de que estaba solo y fuera de su ambiente habitual, fuera casi de su propia identidad.

– ¿Quiere usted concederme este baile?

La banda estaba tocando un vals. Él estaba seguro de que podría bailarlo, porque en su parroquia se solían bailar el vals en los acontecimientos sociales. Sólo se tenía que hacer uno, dos, tres, con los pies, marcando una especie de triángulo. Pero, a pesar de todo, Archery sintió que se sonrojaba. ¿Qué pensaría ella de él, a su edad? Quizá que estaba intentando «ligársela», como solía decir Charles.

– Me encantaría -dijo ella.

Era la primera mujer, salvo Mary y la hermana de ésta, con la que Archery había bailado en veinte años, y se sentía tan avergonzado y abrumado que, por un momento, se volvió sordo a la música y ciego al centenar de personas que giraban sobre la pista. Poco después, ella estaba entre sus brazos, una criatura delicada, perfumada y envuelta en encajes, cuyo cuerpo, que por un extraño azar tocaba el suyo, poseía la fluidez y la liviandad de la bruma de verano. Le pareció estar soñando y, en medio de aquel sentimiento de irrealidad, se olvidó de sus pies y de cómo debía moverlos, y se limitó simplemente a seguirla, como si ellos y la música fueran una sola cosa.

– Esto no es precisamente lo mío -dijo, cuando recobró por fin la voz-. Tendrá usted que perdonar mi torpeza. -Él era mucho más alto, así que ella tuvo que alzar la cabeza.

Le sonrió y dijo:

– Es difícil hablar cuando se está bailando, ¿a que sí? Nunca sé qué decir pero hay que decir algo.

– Como, por ejemplo, «¿No le parece que es una buena pista?». -Qué extraño, había recordado esa frase de sus días en la universidad.

– O «¿Sabe usted girar?». Es francamente absurdo. Bueno, estamos bailando y ni siquiera sé su nombre. -Ella rió con desdén-. Es casi inmoral.

– Me llamo Archery. Henry Archery.

– Encantada de conocerle, Henry Archery -dijo seriamente. Al cruzar una zona bañada por la luz del crepúsculo, ella le miró fijamente, con el rostro iluminado por los rayos dorados-. ¿De verdad no sabe quién soy? -Él negó con la cabeza, preguntándose si no había dado un terrible faux pas. Ella dejó escapar un suspiro fingido-. ¡Así es la fama! Me llamo Imogen Ide. ¿No le suena?

– No, lo siento.

– Francamente, no tiene usted aspecto de perder su tiempo libre leyendo revistas de moda. Antes de casarme fui, como se dice ahora, una top model. La cara más fotografiada de Inglaterra.

Archery no supo que decir. Todo lo que se le ocurría eran elogios a su extraordinaria belleza, y expresarlo en voz alta hubiese sido una impertinencia. Al advertir su embarazo, ella se echó a reír con una carcajada de camaradería cálida y amable.

Él sonrió. Entonces, por encima de su hombro, divisó una cara familiar. El inspector jefe Wexford había acudido al baile acompañado de una mujer corpulenta de aspecto agradable y una joven pareja. Su esposa, su hija y el hijo del arquitecto, supuso Archery, con repentina envidia. Les observó mientras se sentaban y, cuando iba a apartar la vista, su mirada se cruzó con la de Wexford. Intercambiaron unas sonrisas un tanto hostiles, y Archery sintió aumentar su embarazo. El inspector le miraba con un aire burlón que daba a entender que para él el bailar era una frivolidad, impropia de la seriedad de la empresa que Archery se había propuesto. Éste apartó bruscamente la mirada y se volvió hacia su pareja.

– Lo siento, pero sólo leo el Times -dijo, e inmediatamente se dio cuenta de la pedantería que encerraba ese comentario.

– Salí en el Times una vez -dijo ella-. Pero no en una fotografía, sino en la sección judicial. Alguien mencionó mi nombre durante un juicio, y el juez preguntó: «¿Quién es Imogen Ide?»

– Eso sí que es ser famosa.

– Aún conservo el artículo.

La música, hasta el momento fluida y arrulladora, dio paso de pronto a un ritmo enloquecido con un fondo tormentoso de percusión.

– Con esto ya no me atrevo -dijo Archery descorazonado, y la soltó rápidamente, en medio de la pista.

– No importa. Muchísimas gracias, de todas formas. Ha sido un placer bailar con usted.

– Gracias. Para mí también lo ha sido.

Empezaron a sortear a las parejas que se agitaban y saltaban como salvajes. Ella le cogió de la mano, de modo que él no podía retirarla sin brusquedad.

– Veo que mi marido ha regresado -dijo ella-. ¿Por qué no se queda con nosotros, si es que no tiene otros planes?

El señor Ide se acercó a ellos, sonriente. Con su tez aceitunada y lisa, su cabello negro y su remilgada forma de vestir, parecía una figura de cera. A Archery se le ocurrió la absurda idea de que si te encontraras con él en el Madame Tussaud, el viejo equívoco del ingenuo espectador que confunde una de las figuras del museo por un gordo y rubio empleado se invertiría. En este caso, se pasaría ante el hombre de carne y hueso, pensando que se trataba de una figura de cera.

– Te presento al señor Archery, cariño. Le estaba pidiendo que se quedara con nosotros. Hace una noche tan hermosa.

– Buena idea. Permítame invitarle a una copa, señor Archery.

– Se lo agradezco, pero me es imposible. -Archery se despidió de ambos y al estrechar la mano del señor Ide y sentir el calor que ésta desprendía se sorprendió del extraño pensamiento que le había sugerido su persona-. Debo irme. Tengo que telefonear a mi esposa.


Espero que nos veamos de nuevo -dijo Imogen Ide-. Gracias por bailar conmigo. -Ella cogió a su marido de la mano y regresó hacia el centro de la pista donde juntos empezaron a seguir los pasos de aquel ritmo complicado. Archery subió a su habitación. Antes había pensado que el ruido de la fiesta le molestaría, pero ahora, el sonido de la música, envuelto en la luz violeta del ocaso, poseía un hechizo que resultaba al mismo tiempo perturbador y despertaba en él indefinibles deseos olvidados. De pie junto a la ventana, Archery contempló el cielo y los jirones deshilachados de las nubes, color de rosa, como pétalos inmateriales de un ciclamen. Los compases de la música se templaron, armonizando con aquel cielo tranquilo, y ahora le sonaron como las primeras notas de la obertura de alguna ópera pastoral.

Luego, se sentó en la cama y posó la mano sobre el teléfono. La dejó allí durante unos minutos. Pero ¿para qué iba a llamar a Mary si no tenía nada que contarle, si ni siquiera había planeado lo que iba a hacer a la mañana siguiente? El clérigo sintió una aversión repentina por Thringford y por sus modestos acontecimientos parroquiales. ¡Había vivido allí tanto tiempo con un horizonte tan estrecho!, y durante todos esos años había existido un mundo exterior del que no sabía prácticamente nada.

Desde donde se hallaba sentado sólo podía ver el cielo, con sus islas y continentes diseminados sobre un océano azul.

– Aquí nos sentaremos y dejaremos que la música penetre en nuestros oídos… -Retiró la mano del teléfono y se tumbó, con la mente en blanco.

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