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Es legítimo que los cristianos…

lleven armas y combatan en la

guerra.

Los treinta y nueve artículos


Cuando regresaron al Olive and Dove, Archery encontró en la mesa del vestíbulo una carta con matasellos de Kendal. La miró sin comprender, y luego recordó. Era del coronel Plashet, el antiguo comandante de Painter.

– Y ahora ¿qué? le preguntó a Charles, después de que Tess subiese a su habitación a descansar.

– No tengo ni idea. Ellos van a volver a Purley esta noche.

– ¿Regresamos nosotros a Thringford también?

– No sé, papá. Te he dicho que no sé que hacer. -Hizo una pausa, estaba irritado y con las mejillas encendidas, como un niño perdido-. Tendré que ir a disculparme con Primero -añadió, como un crío que reconoce que se ha portado mal-. Me he comportado muy mal con él.

Sin pensarlo, Archery dijo instintivamente:

– Lo haré yo, si quieres. Les llamaré.

– Te lo agradezco. Si él insiste en que vaya a verle, iré. Habías hablado con su mujer antes, ¿no es cierto? Lo deduje por algo que dijo Wexford.

– Sí, había hablado con ella, pero no sabía quién era.

– Eso -dijo Charles, serio de nuevo- es típico en ti.

¿Pensaba sinceramente en llamarla para pedirle disculpas? Y ¿por qué suponía que ella se pondría siquiera al teléfono? «Espero que en el transcurso de su investigación haya podido combinar los negocios con el placer, señor Archery.» Seguramente Imogen le habría explicado a su marido lo que quería decir con eso. Cómo aquel clérigo de mediana edad se había comportado repentinamente de la forma que lo hizo con ella. Se imaginó las respuestas de Primero, con sus expresiones coloniales: «O sea, que intentó ligar contigo», y la risa despectiva de ella. Se le encogió el corazón. Entró en el salón vacío y rasgó la carta del coronel Plashet.

Estaba escrita a mano en papel de barba blanco, grueso como el cartón. De cuando en cuando, la tinta pasaba del negro oscuro al gris pálido, por lo que Archery dedujo que el autor escribía con plumilla. «Es la letra de un hombre viejo -pensó- y la dirección de un militar: “Srinagar”, Church Street, Kendal…».


«Estimado señor Archery:

»Su carta me interesó mucho y haré todo lo posible para proporcionarle toda la información que está a mi alcance acerca del soldado Herbert Arthur Painter. Puede que usted sepa que yo no fui citado ante el tribunal para declarar respecto al carácter de Painter, aunque siempre estuve dispuesto a hacerlo si hubiese sido menester. Afortunadamente, aún tengo en mi poder ciertos apuntes que hice en aquel tiempo. Digo afortunadamente, porque, como usted comprenderá, el servicio que el soldado Painter prestó durante la guerra se remonta a veintitrés o veinticuatro años atrás, y mi memoria ya no es lo que fue. Sin embargo, me veo obligado, contra mi voluntad, a desengañarle, si es que usted tiene la impresión de que poseo información que pudiese ser de interés para los familiares de Painter. El abogado defensor de Painter decidió no llamarme a declarar porque debía saber que cualquier declaración veraz por mi parte, en vez de ayudar a su causa, habría facilitado simplemente la tarea del fiscal.»


Bueno, ya tenía la respuesta. Seguiría otro odioso catálogo de las tendencias de Painter. Gracias al idiosincrásico estilo y la letra del coronel Plashet, más que al frío texto impreso de la transcripción del juicio, Archery consiguió hacerse a la idea de cuál era el tipo de hombre que Charles estaba dispuesto a aceptar como suegro. Siguió leyendo la carta más por curiosidad que por esperanza.


«Painter sirvió en las Fuerzas Armadas de Su Majestad durante un año antes de entrar en mi regimiento. Esto fue poco antes de que embarcáramos rumbo a Birmania como parte del XIV Ejército. Fue un soldado totalmente insatisfactorio. Estuvimos en Birmania durante tres meses antes de entrar en combate y, en ese período de espera, Painter tuvo que comparecer dos veces ante un tribunal militar por embriaguez y conducta escandalosa, y fue condenado a siete días de arresto por su comportamiento insolente con un oficial.

»Al entrar en combate, su conducta mejoró considerablemente. Era por naturaleza un hombre belicoso, valiente y agresivo. Poco después de esto, sin embargo, hubo un incidente en el pueblo en el que estaba situado nuestro campamento y una joven birmana fue asesinada. Painter tuvo que comparecer ante un consejo de guerra acusado de homicidio involuntario. Fue absuelto. Creo que sería mejor no insistir más sobre este punto.

»En febrero de 1945, seis meses antes del cese de las hostilidades en el Extremo Oriente, Painter contrajo una enfermedad tropical que se manifiesta con una severa ulceración en las piernas, avivada, según me dicen, por su absoluto descuido de ciertas precauciones higiénicas elementales y su negativa a seguir una dieta adecuada. Cayó gravemente enfermo y no respondió al tratamiento médico. En ese momento, había un buque de transporte en la costa de Calcuta y, tan pronto como su salud se lo permitió, él y otros enfermos fueron transportados allí por aire. El buque llegó a un puerto del Reino Unido a finales de marzo, de 1945.

»No tengo más información sobre la suerte de Painter, salvo que creo que fue desmovilizado poco después, por motivos de salud.

»Si tiene usted cualquier otra pregunta concerniente al servicio de Painter durante la guerra, tenga la seguridad de que le responderé lo mejor que pueda y con toda discreción. Tiene mí permiso para publicar esta carta. No obstante, ¿sería tan amable de complacer a un anciano y enviarme una copia de su libro cuando salga?

Atentamente,

Cosmo Plashet»


Todos daban por sentado que estaba escribiendo un libro. El estilo grandilocuente del coronel le hizo sonreír, pero las breves líneas en las que describía la muerte de la mujer birmana no eran cosa de risa. La prudente frase del coronel: «Creo que sería mejor no insistir más sobre este punto» decía más que toda una página de explicaciones.

Nada nuevo, nada de vital importancia. ¿Por qué, entonces, tenía esa apremiante sensación de que se le había escapado algo de suma importancia? Pero no acababa de saber qué… Volvió a leer la carta, pero no sabía qué estaba buscando. Entonces, mientras miraba fijamente las palabras garrapateadas, se sintió invadido por un estremecedor deseo. Le daba miedo hablar con ella y, sin embargo, deseaba volver a oír su voz.

Levantó la vista y se sorprendió al ver la oscuridad de aquella tarde. El cielo del atardecer veraniego se había ensombrecido tanto que parecía de noche. Por encima de los tejados, hacia oriente, las nubes de color pizarra estaban amenazadoramente teñidas de púrpura y, cuando Archery estaba doblando la carta, un relámpago alumbró la habitación, haciendo resaltar las letras del papel y confiriendo a sus manos un lívido blancor. Cuando el clérigo empezó a subir las escaleras, retumbó un trueno, cuyo eco seguía resonando contra los muros del antiguo edificio al entrar en su habitación.

Seguramente ella se negaría a hablar con él. Ni siquiera tenía por qué regañarle personalmente; podría hacerlo a través de un tercero y así obtener un efecto aún más desbastador.

– Forby Hall. Residencia del señor Primero.

Era el mayordomo. Su acento italiano distorsionaba las palabras, salvo el apellido, que pronunciaba con enfático acento latino.

– Quisiera hablar con la señora Primero.

– ¿De parte de quién, señor?

– Henry Archery.

Tal vez ella no estuviese con su marido cuando le dieran el mensaje. La gente que vivía como ellos, en una enorme mansión con numerosas habitaciones, tendía a convivir por separado, él en la biblioteca y ella en el salón. Mandaría de vuelta al mayordomo con un mensaje. Como extranjero, éste no estaría familiarizado con los sutiles matices del inglés y eso le daba a ella ventaja, pues podría decirle algo punzante y aparentemente cortés, sin que el sirviente apreciase el veneno de sus palabras. Escuchó el eco de unos pasos que cruzaban el amplio vestíbulo que Charles le había descrito. Había interferencias en la línea, causadas, tal vez, por la tormenta.

– ¿Diga?

Intentó decir algo, pero tenía la garganta seca. ¿Por qué no había preparado algo? ¿Tan seguro estaba de que no se iba a poner al teléfono?

– ¿Diga? ¿Me escucha usted?

– Señora Primero…

Creí que se habría cansado de esperar. Mario no ha sido muy rápido en darme su mensaje.

– Esperé, por supuesto. -La lluvia que azotaba su ventana, repiqueteaba contra el cristal-. Me gustaría pedirle disculpas por lo de esta mañana. Fue imperdonable.

– ¡Oh, no! -dijo-. Ya le he perdonado… por lo de esta mañana. En realidad, usted no tenía nada que ver con todo eso, ¿no es cierto? Fueron las otras ocasiones las que parecen tan… bueno, no imperdonables, sino incomprensibles.

Pudo verla extender sus blancas manos, con un pequeño gesto de impotencia.

– A nadie le gusta sentirse utilizado. No es que me sienta herida. Es muy difícil herirme porque soy una persona muy fuerte, mucho más dura que Roger. Pero he estado un poco mimada y me siento como si me hubiesen hecho bajar del pedestal. Quizá me venga bien, espero.

Archery dijo lentamente:

– Es largo de explicar. Creí que podría hacerlo por teléfono, pero ahora veo que me es imposible. -La violencia de la tormenta se puso de su parte. Apenas pudo oír sus propias palabras-. Me gustaría verla -añadió, olvidando su promesa.

Al parecer ella tampoco la recordaba:

– Usted no puede venir aquí -dijo sin rodeos-, porque Roger está en casa y tal vez no entienda sus disculpas de la misma manera que yo. Y yo tampoco puedo ir a verle al Olive and Dove, porque, como buen hotel respetable, no permite visitas en las habitaciones de los huéspedes. -Él murmuró algo ininteligible-. Eso ha sido la segunda bajeza que le he dicho hoy -siguió ella-, además, usted no querrá que conversemos en el salón, en medio de todos esos mojigatos. ¿Qué le parece si nos encontramos en Victor’s Piece?

– Está cerrada -dijo él y tontamente añadió-: Y, además, está lloviendo.

– Tengo una llave. Roger siempre ha tenido una. ¿Digamos a las ocho? En el Olive and Dove le estarán agradecidos si cena temprano.

Al ver la cabeza de Charles asomar por detrás de la puerta, Archery colgó el auricular con un sentimiento de culpa. Y sin embargo, no había sido una llamada clandestina, sino hecha a instancias del propio Charles.

– Creo que he conseguido hacer las paces con los Primero -dijo, y pensó en las palabras de un autor cuyo nombre había olvidado: «Dios dio lenguas a los hombres para que pudieran ocultar sus pensamientos.»

Pero Charles, con el quijotismo de la juventud, había perdido todo interés por ese asunto.

– Tess y su padre están a punto de marcharse -dijo.

Bajaré.

Los dos estaban de pie en el vestíbulo, esperando. ¿A qué?, se preguntó Archery, ¿a qué amainase la tormenta?, ¿un milagro?, ¿o sólo para despedirse?

– Hubiera preferido no ver a Elizabeth Crilling -dijo Tess-, pero ahora lamento no haber hablado con ella.

– Es mejor que no lo hicieras -dijo Archery-. Hay una enorme diferencia entre vosotras. La única cosa que tenéis en común es la edad. Las dos tenéis veintiún años.

– No me haga más vieja de lo que soy -dijo Tess, con voz estrangulada, y advirtió que tenía los ojos llenos de lágrimas-. No cumplo veintiuno hasta octubre. -Levantó la bolsa de lona que le servía de maletín de fin de semana y estrechó la mano de Archery.

– La compañía es muy grata, pero tenemos que irnos -dijo Kershaw-. Me parece que ya no queda nada que decir, ¿no es así, señor Archery? Sé que usted deseaba que las cosas saliesen de otra manera, pero no ha sido posible.

Charles miraba fijamente a Tess. Ella mantenía apartada la vista.

– ¡Por el amor Dios, déjame escribirte!

– ¿Para qué?

– Me gustaría -dijo Charles ásperamente.

– No voy a estar en casa. Pasado mañana, me voy a casa de mi tía, en Torquay.

– No vas a acampar en medio de la playa, ¿no? Esa tía tendrá una dirección.

– No tengo papel -dijo Tess, y Archery observó que la muchacha estaba al borde de las lágrimas, metió la mano en su bolsillo: primero, sacó la carta del coronel Plashet (eso no, no podía permitir que Tess la viese) y luego extrajo la tarjeta ilustrada con el verso y el retrato del pastor. Con los ojos empañados, ella garabateó la dirección a toda prisa y se la entregó a Charles sin decir una palabra.

– Vamos, cariño -dijo Kershaw-. Prepara los caballos que nos vamos a casa. -Sacó las llaves de su coche, y añadió-: Nada menos que quince. -Pero nadie sonrió.

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