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Cuando sea sentenciado que sea

condenado…que sus hijos se

conviertan en huérfanos y su esposa

en viuda.

Salmo 109, designado para el vigésimo día


La siesta que Wexford le había prescrito hubiera tenido su atractivo en un día nublado, pero no en aquella mañana con un cielo azul y limpio de nubes y un sol que prometía una temperatura tropical para el mediodía. Además, Burden recordó que no había hecho su cama en tres días. Así que se decidió por la ducha y el afeitado.

Después de desayunar dos huevos y un par de lonchas de tocino, ya tenía un plan para el día. No le tomaría más de una hora. El inspector Burden condujo por High Street hacia el norte con las ventanillas abiertas, dejó atrás la zona comercial, cruzó el puente de Kingsmarkham, pasó por delante del Olive and Dove, y salió a la carretera de Stowerton. Aparte de alguna que otra casa nueva, el supermercado que ocupaba el lugar de la antigua comisaría, y las llamativas señales de tráfico que proliferaban por todas partes, las cosas no habían cambiado mucho en los últimos dieciséis años. Los prados, los altos árboles revestidos con el frondoso follaje de julio, las pequeñas cabañas de madera estaban prácticamente igual que cuando Alice Flower las veía desde el Daimler, camino de las tiendas. «Aunque entonces seguramente habría menos tráfico», pensó Burden. En ese momento el inspector pisó los frenos, se apartó a un lado y lanzó una mirada feroz al joven de la moto que había surgido de repente de entre el tráfico que venía en dirección contraria y al cual había logrado esquivar por escasos centímetros.

El camino de Víctor’s Piece tenía que estar por allí. Los detalles circunstanciales sobre los que Wexford había sido tan circunspecto volvían a su memoria. Burden creía recordar que había leído algo acerca de una parada de autobuses y una cabina telefónica, situadas al final del camino. ¿Serían estos los prados que Painter había cruzado desesperado para esconder un manojo de ropa manchada de sangre?

Allí estaba la cabina telefónica. El inspector puso el intermitente y giró lentamente hacia la izquierda, para entrar por una senda. El primer tramo estaba asfaltado y luego seguía un camino de tierra que moría enfrente de una verja. Sólo había tres casas: dos pequeñas blancas adosadas y, frente a ellas, el caserón Victoriano que él mismo había descrito como un «antro tenebroso».

Nunca lo había visto tan de cerca, pero tampoco descubrió nada que le hiciese cambiar de opinión. El tejado de pizarra gris estaba formado -o, más bien, deformado- por una serie de puntiagudos gabletes. Dos de ellos dominaban la fachada de la casa y había un tercero en el lado derecho, tras el que sobresalía otro más pequeño, que daba aparentemente a la parte de atrás. Los gabletes estaban festoneados por una celosía de madera, decorada en algunos lugares con motivos heráldicos toscamente tallados y pintada de un sombrío verde botella. En otras partes de la casa, el yeso que había entre las maderas se había desconchado, de forma que quedaba al descubierto la pared de ladrillo. La hiedra, del mismo tono verde, extendía sus hojas planas y sus zarcillos grisáceos desde el pie de las ventanas de la planta baja hasta el más alto de los gabletes, del que colgaba una celosía desprendida. La enredadera había trepado hasta allí y excavado en la pulverizada pared hasta arrancar el marco de la ventana de los ladrillos.

Burden estudió el jardín con ojos de campesino. La maleza lo cubría con una exuberancia que nunca había visto antes. En la fértil tierra negra, cultivada y trabajada durante tantos años, crecían ahora las acederas con hojas tan gruesas y lustrosas como las de un árbol de caucho, los cardos rojizos y las ortigas de metro y medio de altura. En los caminos de grava abundaba la hierba y el musgo. De no ser por el aire limpio y el suave brillo del sol, el lugar hubiera resultado siniestro.

La puerta principal estaba cerrada. La ventana que había junto a ella debía de dar al cuarto de estar. Burden se preguntó con cierta ironía a qué administrador insensible se debería la decisión de transformar la escena del crimen de una anciana en el hogar -ciertamente el último refugio- de otras mujeres de edad. Pero ya no quedaba nadie. El caserón parecía abandonado desde hacía muchos años.

La ventana daba a una habitación espaciosa y sombría. En la parrilla de la chimenea de mármol ámbar alguien había colocado previsoramente un papel de periódico arrugado para recoger el hollín. Wexford le había dicho que la chimenea quedó cubierta de sangre. Allí, justo enfrente de la barra de cobre, debió de estar tendido el cuerpo.

Burden empezó a caminar alrededor de la casa, abriéndose paso entre los arbustos de saúcos y los pequeños abedules que amenazaban con desterrar a las lilas. Los cristales de la cocina estaban opacos por la mugre y no había ninguna puerta por la que se pudiera entrar en ella, sólo una trasera que parecía comunicar con el extremo del pasillo central. «Los victorianos, pensó el inspector, no eran grandes interioristas. ¡Dos puertas a los extremos de un pasillo! La corriente debía de ser insoportable.»

Ahora él se encontraba en el jardín posterior, pero los árboles le impedían ver lateralmente el bosque. La naturaleza había enloquecido en Victor’s Piece e incluso la cochera estaba oculta por la enredadera. Burden atravesó como pudo el sombrío patio enlosado, protegido del sol por las paredes de la casa, y rodeó un invernadero unido a lo que debía de ser un pequeño comedor. Allí había una parra, muerta hacía tiempo y desprovista de hojas.

Así que eso era Víctor’s Piece. Lástima que no pudiese entrar, pero de todas formas tenía que volver al trabajo. Por costumbre, y en parte para dar ejemplo, había cerrado todas las ventanillas de su coche y las puertas. El interior era como un horno. Burden dejó atrás la verja rota, salió al camino y se incorporó a la circulación de la carretera de Stowerton.


Habría sido casi imposible encontrar un contraste mayor entre dos edificios que el que existía entre aquel que acababa de abandonar y éste al que estaba a punto de entrar. A la comisaría de Kingsmarkham le favorecía el buen tiempo. Wexford solía decir que el arquitecto de la nueva construcción debió de proyectarla mientras veraneaba en el sur de Francia. Era un edificio blanco, rectangular, innecesariamente vasto y estaba adornado aquí y allá con frescos que debían parte de su inspiración a los mármoles de Elgin.

En esa mañana de julio su blancura deslumbraba. Pero si su fachada parecía alegrarse con el sol, no así sus ocupantes. Había demasiados cristales. El edificio era perfecto para plantas de invernadero o peces tropicales, decía Wexford, pero para un maduro policía anglosajón con la tensión alta y que no resistía bien al calor tenía sus desventajas. El auricular le resbalaba en la mano y cuando terminó de hablar con Henry Archery, bajó la persiana.

– Viene una ola de calor -le dijo a Burden-. Reconozco que su mujer ha elegido la mejor semana para irse de vacaciones.

Éste levantó los ojos de la declaración que acababa de empezar a leer. Flaco como un galgo y de rostro enjuto y afilado, a menudo unía su instinto de perro de caza para oler cualquier anomalía a la gran capacidad de su imaginación humana.

– Siempre hay incidencias cuando viene una ola de calor -dijo-. Es decir, sucesos que nos atañen.

– ¡No me diga! -dijo Wexford-. Aquí siempre hay alguna novedad. -Levantó sus cejas erizadas-. Y la de hoy -dijo- es la visita de Archery. Llegará a las dos.

– ¿Le ha dicho de qué se trata?

– Eso lo va a dejar para esta tarde. Es un tipo muy afectado. Forma parte del secreto de cómo ser un caballero sin tener rentas. A propósito, Archery tiene una transcripción del juicio, así que no tendré que volver a contárselo todo.

– Eso le habrá costado caro. Tiene que estar muy interesado.

Wexford miró su reloj y se puso de pie.

– Me esperan en el juzgado -dijo-. Termine con esos dos maleantes que me han hecho perder una noche de sueño. Mire, Mike, pienso que nos merecemos disfrutar un poco de la vida y no me apetece almorzar el pastel de ternera del Carousel. ¿Por qué no pasa por el Olive y reserva una mesa para la una?

Burden sonrió. Realmente le daba igual. De Pascuas a Ramos, Wexford insistía para que almorzasen o cenasen juntos en un establecimiento más o menos lujoso.

– Me encargaré de ello -dijo.

El Olive and Dove era la mejor hostería de Kingsmarkham, la única que merecía llamarse «hotel». Con un poco de imaginación el Queen’s Head podría considerarse quizá un hostal, pero el Dragón y el Crusader sólo podían aspirar al calificativo de taberna. El Olive, como lo llamaban los vecinos, estaba situado en High Street, a un extremo de Kingsmarkham, en dirección a Stowerton, frente a la refinada residencia georgiana del señor Missal, el dueño del concesionario de coches de Stowerton. El edificio, parcialmente georgiano, era una construcción híbrida, pero con vestigios de tudor y un ala, según se dice, pretudor. Se ajustaba en todos los aspectos a lo que la gente «bien» de clase media entiende como un hotel «decente». Siempre había tres camareros, las camareras eran formales y generalmente entradas en años, habría agua caliente en el lavabo, no se podía esperar más de la comida, y los de la Guía de la Asociación de Automóviles le habían otorgado dos estrellas.

Burden hizo la reserva por teléfono. Cuando entró en el comedor, justo antes de la una, comprobó con satisfacción que les habían asignado una mesa junto a la ventana desde la que se veía High Street. En ese lugar, el sol no daba directamente y los geranios de la jardinera tenían un aspecto rozagante. Al otro lado de la calle, unas muchachas ataviadas con vestidos de algodón y sandalias esperaban el autobús de Pomfret.

Wexford llegó a la una y cinco.

– No entiendo por qué no puede levantar la sesión a las doce y media como se hace en Sewingbury -se quejó. Aunque no lo nombrase, Burden sabía que se refería al presidente del tribunal de Kingsmarkham-. ¡Dios!, hacía un calor insoportable en la sala de audiencias. ¿Qué vamos a comer?

– Pato asado -contestó Burden con decisión.

– Si no queda más remedio. Mientras no lo sirvan con un montón de porquerías. Ya sabe, maíz, plátanos y eso. -Wexford estudió la carta, frunciendo el ceño-. Mire esto, pollo a la polinesia. ¿Qué creen que somos? ¿Aborígenes?

– Esta mañana fui a echar un vistazo a Victor’s Piece -dijo Burden mientras esperaban el pato.

– He visto que está en venta. Han colocado un anuncio en la ventana de la inmobiliaria con una fotografía bastante engañosa. Piden seis mil libras por la casa. Un poco caro si se tiene en cuenta que Roger Primero no consiguió ni dos mil, en 1951.

– Supongo que ha cambiado de dueños varias veces desde entonces.

– Una o dos veces, antes de convertirse en una residencia de ancianos. Gracias -dijo al camarero-, no queremos vino. Dos copas de cerveza amarga. -Wexford extendió la servilleta sobre su voluminoso regazo y, mientras Burden le contemplaba con aversión difícilmente disimulada, roció abundantemente su pato con salsa de naranja y pimienta.

– ¿Fue Roger Primero el heredero?

– Uno de ellos. La señora Primero murió sin hacer testamento. Recuerde que le dije que sólo dejó diez mil libras y el dinero se repartió, en partes iguales, entre Roger y sus dos hermanas menores. Ahora él es un hombre rico pero, desde luego, el dinero no le viene de su abuela. Está metido en todo tipo de asuntos: petróleo, construcción, compañías navieras… es un verdadero magnate.

– Creo que le he visto alguna vez.

– Seguramente. Desde que Roger compró Forby Hall se ha vuelto muy consciente de su posición social como terrateniente. Sale de caza con la jauría de Pomfret y no se pierde ningún acontecimiento social.

– ¿Cuántos años tiene?

– Bueno, tenía veinticinco cuando su abuela fue asesinada, así que ahora debe de tener alrededor de treinta y ocho años. Sus hermanas eran mucho más jóvenes. Ángela tenía diez años e Isabel, nueve.

– Me parece recordar que él declaró como testigo en el juicio.

Wexford apartó el plato, hizo una señal imperiosa al camarero y ordenó dos porciones de pastel de manzana. Burden ya conocía que el concepto de «disfrutar de la vida» de su jefe era un tanto limitado.

– Ese domingo, Roger Primero había ido a visitar a su abuela -dijo Wexford-. En aquel tiempo él estaba trabajando en el despacho de un procurador de Sewingbury, y acostumbraba ir a tomar el té con su abuela los domingos. Quizá tuviese el ojo puesto en la futura herencia. En aquella época Roger no tenía dinero, pero parecía sentir verdadero cariño por la anciana. De hecho, después de que encontrasen el cuerpo de ésta, cuando fueron a buscarle a Sewingbury, puesto que era el pariente más cercano, nos vimos obligados a utilizar la fuerza para impedir que fuese a la cochera y agrediese a Painter. Tengo la impresión de que su abuela y Alice le mimaban bastante, le llenaban de halagos y se desvivían por él. Como ya le he dicho, la señora Primero sentía aprecio por ciertas personas. Hace tiempo hubo una disputa familiar, pero aparentemente no afectó a sus nietos. En un par de ocasiones Roger llevó a sus hermanas a Victor’s Piece, en general, se llevaban muy bien entre ellos.

– La gente mayor se entiende bien con los niños -dijo Burden.

– Ellos no eran niños cualesquiera, Mike. Con Ángela e Isabel, sí, y además ella sentía debilidad por la pequeña Liz Crilling.

Burden posó la cuchara y miró fijamente al inspector jefe.

– ¿No me dijo que había seguido el juicio en los periódicos? -dijo Wexford con recelo-. No me venga con la excusa de que ha pasado mucho tiempo. No hay cosa que más me reviente que mis clientes siempre me salgan con eso. Si leyó los artículos sobre el juicio debe recordar que fue Elizabeth Crilling, que tenía entonces cinco años, quien encontró el cuerpo.

– No lo recuerdo se lo aseguro, señor. -Tuvo que ser un día en que no se acordó de comprar el periódico, porque estaba preocupado por una entrevista-. ¿Quiere usted decir que prestó declaración en el juicio?

– A su edad, imposible; hay límites. Además, aunque en realidad fue la primera en entrar en el salón y encontrar el cuerpo, su madre estaba con ella.

– Volviendo al asunto -dijo Burden-, no acabo de entender eso de «niños cualesquiera». La señora Crilling vive por esa zona, en Glebe Road. -Volvió la mirada hacia la ventana y señaló con un ademán en dirección a la parte menos atractiva de Kingsmarkham, donde se habían levantado diversas calles de diminutas casas adosadas de ladrillo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial-. Ella y la muchacha ocupan la mitad de una casa, no tienen un céntimo…

– Han venido a menos -dijo Wexford-. En septiembre de 1950, el señor Crilling aún vivía (murió de tuberculosis poco después) y residían enfrente de Victor’s Piece.

– ¿En una de las dos casas pareadas blancas?

– Correcto. En la de al lado vivían una tal señora White y su hijo. La señora Crilling tenía por entonces unos treinta años, o algo más de treinta.

– ¡Será una broma! -dijo Burden con irrisión-. Eso significa que ahora tiene menos de cincuenta.

– Mire, Mike, la gente puede decir lo que quiera acerca del trabajo duro, la maternidad y otras cargas, pero, créame, no hay nada como la enfermedad mental para hacer que una mujer envejezca antes de tiempo. Y usted sabe mejor que yo, que la señora Crilling lleva entrando y saliendo del hospital psiquiátrico desde hace años. -Al llegar al café se detuvo y miró el aguado líquido marrón con una mueca reprobadora.

– ¿Me pidió un café solo, verdad, señor? -preguntó el camarero.

Wexford soltó una especie de bufido. El reloj de la iglesia dio las dos menos cuarto. Cuando la reverberación se desvaneció, preguntó:

– ¿Cree que debo hacer esperar diez minutos al pastor?

– Como quiera, señor -contestó Burden, en tono neutral-. Iba a decirme cómo la señora Primero y la señora Crilling llegaron a hacerse amigas. Supongo que eran amigas, ¿no?

– Sin duda. La señora Crilling tenía buenos modales y sabía cómo tratar a la anciana de forma almibarada y aduladora, ya me entiende. Además, su marido había sido contable o algo parecido, una profesión lo suficientemente digna a los ojos de la señora Primero como para considerar a su esposa como una dama. La señora Crilling visitaba muy a menudo Victor’s Piece y siempre llevaba a su hija consigo. Tenían que ser bastante íntimas. Elizabeth llamaba a la señora Primero «la abuela Rose» al igual que Roger y sus hermanas.

– Así que «la visitó» aquella tarde del domingo y encontró a la abuela Rose muerta -aventuró Burden.

– No fue tan sencillo. La Señora Crilling había estado haciendo un vestido de fiesta para la niña. Lo acabó alrededor de las seis, vistió a Elizabeth con él y quiso llevarla a la casa de la señora Primero para enseñárselo. Verá, ella y Alice Flower nunca tuvieron buenas relaciones. Había un pequeño problema de celos, esferas de influencia… Así que la señora Crilling esperó a que Alice Flower se marchara a la iglesia y después fue sola a la casa, con la idea de llevar luego a la niña si encontraba a la señora Primero despierta, pues ésta, al ser tan mayor, se quedaba adormecida con facilidad. La primera vez, serían las seis y veinte, la señora Primero estaba, efectivamente, durmiendo y la señora Crilling no entró en la casa. Se limitó a golpear ligeramente el cristal de la ventana del salón. Como la anciana no se despertaba se fue y volvió más tarde. Además, a través de la ventana vio que el cubo de carbón estaba vacío, así que dedujo que Painter todavía no había venido a traerlo.

– ¿Quiere decir que Painter entró y cometió el crimen entre las dos visitas de la señora Crilling? -preguntó Burden.

– Ella no volvió hasta las siete. La puerta trasera se quedaba abierta para que Painter pudiera entrar en la casa, así que la señora Crilling y su hija accedieron por ella al interior, avisando con un «¡Hola!» o algún otro saludo y, al no recibir respuesta, entraron en el salón. Elizabeth fue quien lo hizo primero (por desgracia) y ¡vaya sorpresa le esperaba!

– ¡Caray! -dijo Burden-, ¡pobre niña!

– Sí -murmuró Wexford-, sí… Bueno, aunque no me importaría pasar el resto de la tarde tomando tazas de café y recordando el pasado, tengo que ir a ver a ese cura.

Ambos se levantaron. Wexford pagó la cuenta y, por supuesto dejó como propina el diez por ciento exacto del importe.

– No veo qué tiene que ver el pastor con todo esto -comentó Burden cuando ya estaban en el coche.

– No puede ser un abolicionista, porque ya no existe la pena de muerte. Como le dije, Archery debe de estar escribiendo un libro y, a juzgar por el dinero que ha gastado en la transcripción del juicio, cree que va a ser un éxito.

– O quizá piense comprar Victor’s Piece. Puede que sea un aficionado a las casas embrujadas y se crea que tiene otro Borley Rectory entre manos.

Un coche desconocido estaba aparcado en el patio delantero de la comisaría. La matrícula era extranjera y, al lado, había una pequeña placa con el nombre de Essex y el escudo del condado: tres cimitarras sobre un fondo rojo.

– Pronto lo sabremos -dijo Wexford.

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