6

No obstante, puesto que su

tiempo está llegando a su fin,

dispónganle y prepárenle para la hora

de la muerte.

La visitación de los enfermos


El hombre yacía de espaldas en medio del paso de cebra. Al bajar del coche, el inspector Burden no tuvo que preguntar dónde estaba ni pedir que le condujesen al lugar del accidente. Lo tenía delante de sus ojos, como la imagen fija de una campaña preventiva del ministerio de Transporte, de esas que hacen temblar a los televidentes y cambiar inmediatamente de canal.

Una ambulancia aguardaba, pero nadie había intentado levantar del suelo al herido. Los intermitentes del vehículo seguían parpadeando rítmicamente, con inexorable indiferencia. Un Mini blanco estaba empotrado, con el morro hacia arriba, en un poste de señalización.

– ¿No se le puede mover? -preguntó Burden. Lacónico, el doctor le contestó:

– No sobrevivirá. -Se arrodilló, le tomó el pulso y volvió a levantarse, limpiándose la sangre de los dedos-. Me atrevería a decir que tiene la columna rota y el hígado partido. El mayor problema es que todavía sigue consciente y, si intentásemos levantarle, le causaríamos una agonía atroz.

– Pobre diablo. ¿Cómo sucedió? ¿Hay testigos?

Burden recorrió con la mirada el corro de curiosos compuesto de cuarentonas con vestidos de algodón, trabajadores que regresaban tarde a sus casas y parejas de novios en su paseo vespertino. Los últimos rayos de sol iluminaban suavemente sus rostros y el charco de sangre que manchaba las rayas blancas y negras del suelo. Burden conocía el Mini y también el estúpido adhesivo del cristal trasero del vehículo en el que se veía una calavera y las palabras: Acabas de ser Mini-mizado. Nunca le había encontrado la gracia, pero ahora, con aquel hombre tirado en la calle, aquel eslogan resultaba ultrajante y cruel.

Una muchacha estaba derrumbada sobre el volante. Tenía el pelo corto, negro y de punta, y pasaba los dedos por él con desesperación o remordimiento. Sus largas uñas rojas sobresalían como plumas brillantes.

– No se preocupe por ella -dijo el doctor con desprecio-. Está ilesa.

– Perdone, señora… -Burden eligió la persona que le parecía más tranquila y menos excitada del grupo de curiosos-. Por casualidad, ¿vio usted el accidente?

– ¡Ay, fue horrible! Esa mujer conducía como una bestia. Iba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.

«¡Valiente testigo!», pensó Burden. Se volvió hacia un hombre, de rostro pálido, que sujetaba la correa de un perro.

– ¿Quizá usted pueda ayudarme, caballero?

Tiró de la correa y el perro se sentó en el bordillo.

– Ese señor… -El testigo palideció y señaló con el dedo el bulto que seguía tendido sobre el paso de peatones-. Miró a la derecha y, después, a la izquierda como se debe hacer. No venía ningún coche, pero tampoco se puede ver muy bien por culpa del puente.

– Sí, sí. Me hago a la idea.

– Pues cuando él empezó a cruzar hacia la isleta, el coche blanco apareció como de la nada. Esa mujer iba como una loca. Bueno, quizá no a ciento cincuenta, a mi parecer, pero sí a unos cien kilómetros por hora. Con el motor rectificado, esos Minis pueden correr muchísimo-. Entonces vaciló e intentó retroceder-. Todo ocurrió tan deprisa. No puedo entrar en detalles.

– Lo está haciendo usted muy bien.

– El coche le atropello. La conductora frenó con todas sus fuerzas. No olvidaré el estruendo hasta el día de mi muerte, el chirrido de los neumáticos y los gritos del pobre hombre, entonces levantó los brazos y salió por el aire como un muñeco de trapo.

Burden ordenó a un subordinado que apuntase los nombres y las direcciones de los testigos, dio media vuelta y se encaminó hacia el coche blanco. Una mujer le tocó el brazo.

– ¡Oiga! -dijo-, este hombre ha pedido un cura. No paraba de llamarle antes de que usted llegase. «Que venga el padre Chiverton», decía, como si supiese que le quedaba poco tiempo.

– ¿Es cierto? -preguntó Burden bruscamente al doctor Crocker.

Éste asintió con la cabeza. Habían tapado el moribundo con las chaquetas de dos policías y habían colocado un impermeable doblado bajo su cabeza.

– Llamaba al padre Chiverton. Francamente, yo estaba más preocupado por su bienestar físico que por el espiritual.

– ¿Así que es católico?

– ¡Qué va! Ustedes los polis son una pandilla de ateos. Chiverton es el nuevo vicario. ¿Es que no lee nunca la gacetilla local?

– ¿Padre?

– Es del sector romanizado de la Iglesia anglicana. Hacen genuflexiones, reciben la eucaristía y esas cosas. -El doctor tosió-. Yo soy congregacionalista.

Burden se acercó al paso de cebra. El rostro del herido estaba pálido como el marfil, pero tenía los ojos abiertos y la mirada clavada en él. Con sobresalto, Burden descubrió que era muy joven, debía de tener poco más de veinte años.

– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte, amigo? -Sabía que el doctor le había inyectado un tranquilizante. Burden inclinó más su cuerpo, protegiendo al muchacho de las miradas de los curiosos-. Te sacaremos de aquí dentro de muy poco -mintió-. ¿Quieres alguna cosa?

– El padre Chiverton… -Su voz era un susurro inexpresivo, tan frío e inhumano como un soplo de aire-. El padre Chiverton… -Un gesto repentino de dolor se dibujó en su rostro cadavérico-. Confesar… expiar… perdonar a los que se arrepienten.

– Maldita religión -dijo el doctor-. Ni siquiera dejan morir en paz a un hombre.

– Usted debe ser el portaestandarte de los congregacionalistas -dijo Burden con brusquedad. Se incorporó y suspiró-. Evidentemente, quiere confesarse. ¿Supongo que existe la confesión en la Iglesia anglicana?

– Si quieres, sí, pero no es obligatoria. Ahí reside la belleza de la Iglesia de Inglaterra. -Ante la mirada asesina de Burden, añadió-: No se enfade conmigo. Hemos llamado a Chiverton, pero él y su coadjutor han ido a una conferencia.

– ¡Gates! -Burden hizo señas al hombre que estaba apuntando direcciones para que se acercase-. Vaya a Stowerton y busque un… un vicario.

– Ya hemos intentado conseguir uno en Stowerton, señor.

– ¡Por el amor de Dios! -dijo Burden en voz baja.

– Perdone, señor, el inspector jefe tiene una cita con un clérigo en este momento. Podría llamar a la comisaría y…

Burden enarcó las cejas. La comisaría de Kingsmarkham se había convertido aparentemente en lugar de batalla de los militantes de la iglesia.

– Hágalo, y dese prisa…

Él murmuró algo inútil al joven, y se dirigió hacia la muchacha, que había empezado a sollozar.


Ella no lloraba por lo que acababa de hacer, sino por lo que había visto dos horas antes. Habían pasado dos o tres años desde que tuvo la última de las que ella llamaba pesadillas -aunque, durante una época, parecían más auténticas que la realidad- y ahora lloraba porque las pesadillas iban a empezar de nuevo, y el remedio que había probado no había logrado expulsar aquellas imágenes de su mente.

Ella había visto la fotografía en la ventana de la inmobiliaria cuando volvía a casa después del trabajo; era de una casa, pero no aparecía como estaba ahora, sucia y maltrecha, rodeada de maleza. Los agentes inmobiliarios te engañaban, te hacían creer que la casa conservaba su antiguo esplendor… ¿Tú? Tan pronto como se dio cuenta de que empezaba a dirigirse a sí misma como «tú», supo que estaba a punto de revivir la pesadilla. Así que había subido al Mini y se había ido a Flagford, lejos de las asociaciones, los recuerdos y la odiosa voz del «tú», a beber y beber, y a tratar de olvidar.

Pero los recuerdos no querían marcharse y estabas de nuevo en la gran casa, y volvías a oír las voces que no dejaban decir halagos y enzarzarse en disputas hasta que te hartaste, saliste al jardín y te encontraste con la niña.

Te acercaste a ella, y le preguntaste:

– ¿Te gusta mi vestido?

– Es bonito -contestó ella, y no pareció importarle que fuese mucho más bonito que el suyo.

La niña estaba jugando con un montón de arena, haciendo flanes con una vieja taza sin asa. Te quedaste a jugar con ella y después volviste allí todos los días, a ese lugar, fuera de la vista de los ventanales. La arena estaba caliente y agradable, y podías entenderla. Podías entender a la niña también, aunque fuese la única que habías visto hasta entonces. Tú conocías muchos adultos, pero no lograbas entenderles, y tampoco comprendías las palabras feas y aduladoras que utilizaban para hablar siempre de dinero, que a ti te parecía como si las monedas cayesen de sus labios y se escurriesen entre sus dedos temblorosos.

Había algo mágico en esa niña, porque vivía en un árbol. Por supuesto, no era un árbol de verdad sino una casa dentro de una especie de arbusto, lleno de hojas.

La arena no estaba seca como en el desierto en que vivías ahora, sino tibia y húmeda, como la arena de una playa, bañada por un mar cálido. Pero estaba sucia y temías lo que pudiese pasar si te ensuciabas el vestido…

Llorabas y golpeabas el suelo con el pie, pero nunca habías llorado como lo estabas haciendo ahora, mientras aquel atractivo inspector se acercaba al coche, con los ojos llenos de ira.


¿De verdad creía que iba a descubrir algo nuevo después de tanto tiempo? Archery sopesó la pregunta de Wexford y se dio cuenta de que era más una cuestión de fe que una verdadera convicción acerca de la inocencia de Painter. Pero, ¿fe en qué? No en la señora Kershaw, desde luego. Quizá fuese una certeza infantil de que semejante cosa no podía ocurrirle a él, a Archery. La hija de un asesino no podía ser como Tess, de lo contrario, Kershaw no la habría querido tanto y Charles no desearía casarse con ella.

– No hay ningún mal en ver a Alice Flower -dijo. Le dio la impresión de estar implorando, sin mucha convicción-. Me gustaría hablar con los nietos de la señora Primero, especialmente con el mayor.

Durante un momento, Wexford guardó silencio. Había oído que la fe podía mover montañas, pero esto era simplemente absurdo. Le resultaba tan inaudito como si algún chiflado hubiese venido a verle con la sugerencia de que el doctor Crippen [3] fue una víctima inocente de las circunstancias. De su amarga experiencia el inspector jefe había aprendido lo difícil que era buscar un asesino cuando ya había transcurrido una semana entre un asesinato y el inicio de la investigación. Y Archery se proponía iniciar sus pesquisas una década y media más tarde, y sin ninguna experiencia.

– Mi deber es intentar disuadirle -dijo por fin-. No tiene la menor idea de donde se está metiendo. -«Es patético, pensó, ridículo.» En voz alta, añadió-: Alice Flower está internada en el pabellón de geriatría del hospital de Stowerton, paralítica. Ni siquiera sé si su cabeza sigue lúcida.

Wexford se dio cuenta de que Archery debía desconocer por completo toda aquella zona, así fue. Se levantó y se acercó al mapa de la pared.

– Stowerton está aquí -dijo, señalando el lugar con la punta de un bolígrafo-, y Victor’s Place más o menos aquí, entre Stowerton y Kingsmarkham.

– ¿Dónde puedo encontrar a la señora Crilling?

Wexford contestó contrariado:

– En Glebe Road. No recuerdo el número en este momento, pero pediré a alguien que se lo busque, o puede averiguarlo usted mismo en el censo electoral. -Se volvió despacio y miró airadamente a Archery-: Está usted perdiendo el tiempo, por supuesto. Me imagino que no tendré que recordarle que debe tener mucho cuidado en no hacer acusaciones infundadas.

Bajo aquella mirada helada, a Archery le costó mucho esfuerzo mantener la suya.

– Inspector, no busco otro culpable, sólo pretendo probar la inocencia de Painter.

– Temo que pronto va a darse cuenta de que lo primero es condición de lo segundo, de lo contrario sería una conclusión equivocada. Y desde luego, le repito que no quiero tener problemas. -Alguien llamó a la puerta y se volvió malhumoradamente-. Sí, ¿quién es?

Asomó el rostro afable del sargento Martin.

– Es sobre el accidente mortal en el paso de cebra de High Street, señor.

– ¿Qué ocurre? No es de mi zona.

– Acaba de llamar Gates, señor. Es un Mini blanco, matrícula LMB 12M, que ya teníamos vigilado; atropello a un peatón. Parece que se requiere la presencia de un clérigo, y Gates recordó que el señor Archery estaba…

Los labios de Wexford se crisparon. Archery iba a llevarse una sorpresa. Con el tono ampuloso que adoptaba en ciertas ocasiones, dijo al vicario de Thringford:

– Por lo visto, parece que el brazo seglar necesita ayuda espiritual, señor. ¿Sería usted tan amable…?

– Desde luego. -Archery miró al sargento-. ¿Han atropellado a alguien y está… a punto de morir?

– Desgraciadamente, sí, señor -contestó Martin severamente.

– Será mejor que le acompañe -dijo Wexford.


Como pastor de la Iglesia anglicana, Archery tenía la obligación de escuchar una confesión si ésta era requerida por algún feligrés. Hasta ahora, sin embargo, su única experiencia en este ministerio se reducía a las confesiones de la señorita Baylis, una de sus más antiguas parroquianas, quien tras haber estado enamorada de él durante muchos años (según la señora Archery), ahora le exigía que la escuchase musitar un sinfín de pecados domésticos, cada viernes por la mañana. La suya era una necesidad masoquista, autodegradante, muy diferente a la voluntad del joven que yacía en la calle.

Wexford le condujo por el paso de cebra hacia la isleta. El tráfico haba sido desviado hacia Queen Street y los curiosos habían sido dispersados. Varios policías se paseaban por el lugar del accidente intercambiando rumores. Por primera vez en su vida, Archery comprendió lo apropiado del mote moscas azules [4]. El clérigo echó un vistazo al Mini y seguidamente se fijó en el parachoques salpicado de sangre.

El joven le miró dubitativo. Quizá no le quedasen más de cinco minutos de vida. Archery se arrodilló y acercó el oído a sus labios descoloridos. Al principio, sólo sintió un débil aliento, entonces, del suave susurro pudo entender que el muchacho decía «órdenes sagradas…», con un tono que se elevaba en la segunda palabra sugiriendo una interrogación. Archery se inclinó aún más y, entonces, la confesión brotó de modo espasmódico y monótono, como el lento murmullo de un riachuelo. Era algo sobre una chica, pero totalmente incoherente. El clérigo no pudo comprenderle. «Me encomiendo a ti, en busca de socorro, pensó, en nombre de éste tu servidor, que yace aquí, en la debilidad de su cuerpo, bajo tu mano…»

En la iglesia anglicana no existe un sacramento semejante a la extremaunción. Archery repetía una y otra vez:

– Todo va a salir bien. Todo va a salir bien. -De la garganta del joven brotó un gemido, y un hilo de sangre salió de su boca, salpicando las manos enlazadas del clérigo. Con humildad, encomendamos el alma de éste, tu servidor, nuestro querido hermano, en tus manos… -Archery estaba cansado y la voz se le quebró por la compasión y el horror-. Te suplicamos humildemente que sea bienhallado a tus ojos…

De repente surgió la mano del doctor que le limpiaba la sangre de los dedos con un pañuelo, y luego comprobaba que el corazón había dejado de latir y el pulso se había extinguido. Wexford miró al doctor, y se encogió levemente de hombros. Nadie hablaba. Un chirrido de frenos rompió el silencio, seguido por un bocinazo y un juramento, cuando un coche, que advirtió demasiado tarde la señal de desviación, viró bruscamente para enfilar Queen Street. Wexford tapó la cara del muerto con uno de los abrigos.

Archery estaba destrozado y tenía frío, a pesar del calor de la tarde. Se levantó con dificultad, embargado por una soledad absoluta y un apremiante deseo de llorar. Ahora que el poste de señalización había sido derribado, no había nada en que apoyarse, excepto la parte trasera de aquel coche funesto. Se recostó contra él, con un acceso de náuseas.

Al cabo de un momento, abrió los ojos y rodeó el vehículo hacia el lugar donde Wexford contemplaba el desgreñado cabello negro de la chica. Esto no era asunto suyo. No quería tomar parte en ello, sólo deseaba preguntar al inspector dónde podía encontrar un hotel para pasar la noche.

Pero algo en el rostro de aquel hombre le hizo vacilar. La expresión del inspector era inequívocamente irónica. Observó como Wexford golpeaba la ventanilla con los nudillos. La muchacha bajó el cristal y levantó el rostro, cubierto de lágrimas.

– Esto es muy grave. -Le oyó decir-. Pero que muy grave, señorita Crilling.


– Los caminos de Dios son inescrutables -sentenció Wexford, mientras caminaba por el puente en compañía de Archery-. Maravillas son sus obras. -Tarareó el viejo himno, recreándose en el sonido de su voz de barítono desentrenado.

– Así es -convino Archery, muy serio. Se detuvo, apoyó la mano en el antepecho de granito y contempló las aguas oscuras. Un cisne salió de debajo del puente y sumergió su largo cuello entre las algas que llevaban la corriente-. ¿Así que se trata de la misma muchacha que encontró el cuerpo de la señora Primero?

– Sí, esa joven era Elizabeth Crilling. Una de las chicas más alocadas de Kingsmarkham. Un amigo suyo, mejor dicho, un íntimo amigo suyo, le regaló el Mini cuando cumplió veintiún años y desde entonces se ha convertido en un auténtico peligro para esta ciudad.

Archery guardaba silencio. Tess Kershaw y Elizabeth Crilling tenían la misma edad, habían empezado sus vidas al mismo tiempo, una junto a la otra. Las dos debieron pasear con sus respectivas madres por las orillas cubiertas de hierba de la carretera de Stowerton, y jugar en los prados que rodeaban Víctor’s Piece. La familia Crilling tenía una posición desahogada, pertenecían a la clase media; en cambio, los Painter eran miserablemente pobres. Archery recreó en su imaginación la imagen de aquel rostro bañado en lágrimas y manchado por la máscara de las pestañas, y escuchó de nuevo las palabrotas que la muchacha había dirigido a Wexford. Otro rostro se sobrepuso al de Elizabeth Crilling, era un rostro atractivo, de perfil aguileño, de ojos inteligentes, bajo un rubio flequillo de paje. Wexford interrumpió sus pensamientos.

– Esa chica está muy mimada, demasiado consentida. La señora Primero la invitaba a su casa todos los días y, según cuentan, la colmaba de dulces y caprichos. Después del asesinato, su madre la llevó a varios psiquiatras, y no la dejó ir a la escuela hasta que las autoridades la obligaron. Dios sabe por cuántas escuelas habrá pasado, esta criatura. Se la podría considerar la principal cabecilla femenina que pasó por el tribunal de menores de esta ciudad.

Sin embargo, era Tess la que había tenido un padre asesino y, por lo tanto, de la que se hubiese esperado que terminara así. «Dios sabe por cuántas escuelas ha pasado…» Tess había ido a una sola escuela, y a una antigua y prestigiosa universidad. La hija de una amiga inocente se había convertido en una delincuente y la de un asesino en un dechado de virtudes. Los caminos de Dios eran ciertamente inescrutables.

– Inspector, quisiera hablar con la señorita Crilling.

– Si no le importa ir al juzgado mañana por la mañana, señor, estoy seguro de que ella estará presente. Conociéndola, no me extrañaría que se volvieran a requerir sus servicios profesionales y, entonces, ¿quién sabe?

Archery frunció el ceño, sin dejar de caminar, y dijo:

– Quisiera poner las cartas sobre la mesa. No quiero obrar bajo mano.

– Mire, señor -dijo Wexford con un arrebato de impaciencia-, si quiere llevarse algo en esta feria tendrá que hacerlo. No tiene ninguna autoridad para hacer preguntas a personas inocentes y, si se quejan, no podré protegerle.

– Hablaré con ella con franqueza. ¿Me permite usted hacerlo?

Wexford carraspeó, y dijo:

– ¿Ha leído el acto primero de Enrique IV, señor?

Archery asintió con la cabeza, desconcertado. Wexford se detuvo debajo del arco que conducía al patio de las caballerizas del Olive and Dove.

– Estaba pensando en la respuesta que Hotspur da a Mortimor cuando este último afirma que es capaz de convocar a los espíritus de los abismos. -Asustados por la voz profunda de Wexford, una pequeña bandada de pájaros salió volando de entre las vigas, batiendo sus alas grises y rojizas-. Esa respuesta me ha sido muy útil en mi trabajo, cuando he pecado de optimista. -Se aclaró la garganta y declamó-: «Y también yo, y cualquier hombre. Pero ¿acudirán cuando los convoques?» Buenas noches, señor. Espero que esté a gusto en el Olive.

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