JON

—Othor —anunció Ser Jaremy Rykker—, no cabe duda. Y éste era Jafer Flores. —Dio la vuelta al cadáver con la bota, y el rostro muerto, muy blanco, quedó mirando hacia el cielo encapotado con unos ojos muy, muy azules—. Los dos eran hombres de Ben Stark.

«Hombres de mi tío —pensó Jon, afectado. Recordaba cómo le había suplicado que lo llevara con él—. Dioses, qué novato era yo. Si me hubiera llevado, quizá ahora estaría tendido aquí…»

El brazo derecho de Jafer terminaba en un muñón destrozado de carne desgarrada y hueso astillado, fruto de las fauces de Fantasma. La mano derecha flotaba en un frasco de vinagre, en la torre del maestre Aemon. La mano izquierda seguía en su sitio, al final del brazo, pero estaba tan negra como su capa.

—Los dioses se apiaden de nosotros —murmuró el Viejo Oso. Se bajó de la yegua y le tendió las riendas a Jon. La mañana era extrañamente calurosa; la frente amplia del Lord Comandante estaba perlada de sudor, como rocío sobre un melón. La yegua estaba nerviosa, giraba los ojos y se alejaba de los cadáveres tanto como le permitía la longitud de las riendas. Jon la llevó unos pasos más atrás, tratando de que no escapara. A los caballos no les gustaba aquel lugar. A Jon tampoco.

A los perros les gustaba aún menos. Fantasma había guiado a la partida hasta allí; los sabuesos habían resultado inútiles. Cuando Bass, el encargado de las perreras, intentó que siguieran el rastro de la mano cortada, se pusieron como locos, aullaron, ladraron, trataron de escapar. Y en aquel momento gruñían a ratos, gimoteaban y tiraban de las correas, mientras Chett los maldecía por cobardes.

«No es más que un bosque —se decía Jon—, y no son más que cadáveres.» No era la primera vez que veía cadáveres…

La noche anterior había vuelto a tener el sueño sobre Invernalia. En él, recorría el castillo desierto en busca de su padre y bajaba a las criptas. Sólo que había llegado más lejos que nunca. En la oscuridad, oyó el susurro de la piedra al rozar contra la piedra. Se dio la vuelta y vio que los sepulcros se abrían, uno tras otro. Los reyes muertos empezaron a salir de las tumbas frías y negras, y Jon se despertó en medio de la oscuridad, con el corazón acelerado. Fantasma se levantó en la cama y le olisqueó el rostro, pero ni eso le quitó la sensación de profundo terror. No se atrevió a dormirse de nuevo. En vez de eso, subió al Muro y paseó inquieto hasta que vio la luz del amanecer en el este.

«No ha sido nada más que un sueño. Ahora soy un hermano de la Guardia de la Noche, no un chico asustadizo.»

Samwell Tarly estaba acurrucado bajo los árboles, medio escondido detrás de los caballos. Tenía el rostro del color de la leche cortada. Hasta el momento no se había adentrado en el bosque para vomitar, pero tampoco se había atrevido a echar un vistazo a los cadáveres.

—No puedo mirar —gimoteó.

—Tienes que hacerlo —le dijo Jon en voz baja para que los demás no lo oyeran—. El maestre Aemon te envió para que fueras sus ojos, ¿no? ¿Y de qué sirven unos ojos si están cerrados?

—Sí, pero… es que soy tan cobarde, Jon…

—Nos acompañan una docena de exploradores —le dijo Jon poniéndole una mano en el hombro—, y también tenemos los perros, y aquí está Fantasma. Nadie te va a hacer daño, Sam. Venga, ven a verlo. El primer vistazo es el peor.

Sam asintió, tembloroso, y reunió todo su valor con un esfuerzo visible. Giró la cabeza muy despacio. Abrió los ojos de par en par, pero Jon le sujetó el brazo para que no se diera media vuelta.

—Ser Jaremy —dijo el Viejo Oso con voz áspera—. Ben Stark iba con seis hombres cuando partió del Muro. ¿Dónde están los demás?

—Eso querría saber yo. —Ser Jaremy sacudió la cabeza.

—Dos de nuestros hermanos han sido asesinados delante del Muro —repuso Mormont; era obvio que no le gustaba la respuesta—, y tus exploradores no han visto ni oído nada. ¿A esto se ha reducido la Guardia de la Noche? ¿Seguimos explorando estos bosques?

—Sí, mi señor, pero…

—¿Seguimos teniendo guardias montados?

—Así es, pero…

—Este hombre lleva un cuerno de caza. —Mormont señaló a Othor—. ¿Debo dar por supuesto que murió sin hacerlo sonar? ¿O es que todos tus exploradores se han vuelto sordos, además de ciegos?

—No sonó ningún cuerno, mi señor, de lo contrario mis exploradores lo habrían oído. —El rostro de Ser Jaremy estaba tenso de rabia—. Tampoco tengo bastantes hombres como para realizar todas las patrullas que me gustaría… y desde la desaparición de Benjen, hemos permanecido más cerca del Muro que antes, cumpliendo tus órdenes.

—Sí —gruñó el Viejo Oso—. Bueno. Que siga así. —Hizo un gesto impaciente—. Dime cómo han muerto.

Ser Jaremy se acuclilló junto al hombre que se había llamado Jafer Flores y le sujetó la cabeza por el pelo. Se quedó con él en los dedos, estaba quebradizo como la paja. El caballero dejó escapar una maldición y empujó la cabeza con la mano. El cadáver tenía un tajo enorme en el cuello, que se abría como una boca, lleno de costras de sangre seca. La cabeza permanecía unida al cuello por apenas unos cuantos tendones blanquecinos.

—Esto se lo hicieron con un hacha.

—Sí —asintió Dywen, el viejo guardabosques—. Como el hacha que llevaba Othor, mi señor.

Jon sintió que el desayuno se le revolvía en el estómago, pero apretó los labios y se forzó a mirar el segundo cadáver. Othor había sido un hombre corpulento y feo, y el cadáver era también corpulento y feo. No se veía ningún hacha. Jon recordaba bien a Othor, era el que había entonado la canción obscena durante la partida de los exploradores. Ya no cantaría más. Toda su carne tenía un color blanquecino como la leche, excepto las manos, que estaban tan negras como las de Jafer. Flores de sangre seca y agrietada decoraban las heridas mortales que lo cubrían como una erupción, en el pecho, en las ingles y en la garganta. Pero tenía los ojos abiertos, clavados en el cielo, azules como zafiros.

—Los salvajes también tienen hachas —dijo Ser Jaremy levantándose.

—¿Crees que esto es cosa de Mance Rayder? —se mofó Mormont—. ¿Tan cerca del Muro?

—¿De quién si no, mi señor?

Jon podría haber respondido a aquella pregunta. Sabía de quién, todos lo sabían, pero ninguno lo iba a decir en voz alta.

«Los Otros no son más que una leyenda, un cuento para asustar a los niños. Desaparecieron hace ocho mil años, y eso si alguna vez existieron.» Sólo con pensar en aquello se sentía estúpido. Ya era un adulto, un hermano negro de la Guardia de la Noche, no el niño que en el pasado se había sentado a los pies de la Vieja Tata con Bran, Robb y Arya.

Pero el Lord Comandante Mormont dejó escapar un bufido.

—Si a Ben Stark lo hubieran atacado los salvajes a medio día a caballo del Castillo Negro, habría regresado a por más hombres, habría dado caza a los asesinos por los siete infiernos y me habría traído sus cabezas.

—A menos que él también estuviera muerto —insistió Ser Jaremy.

Pese al tiempo transcurrido, las palabras le seguían doliendo. Habían transcurrido demasiados días, parecía una locura aferrarse a la esperanza de que Ben Stark siguiera con vida, pero Jon Nieve era, sobre todo, testarudo.

—Ha pasado casi medio año desde la partida de Benjen, mi señor —siguió Ser Jaremy—. El bosque es muy grande. Los salvajes pueden haberlo atacado en cualquier lugar. Apostaría a que estos dos fueron los últimos supervivientes de su grupo, que intentaban volver con nosotros… pero el enemigo los alcanzó antes de que llegaran a la seguridad del Muro. Los cadáveres son recientes, estos hombres no llevan más de un día muertos.

—No —graznó Samwell Tarly.

Jon se sobresaltó. Lo último que esperaba oír era la voz nerviosa y aguda de Sam. Al muchacho gordo le daban miedo los oficiales, y la paciencia no era una de las virtudes de Ser Jaremy.

—No te he preguntado tu opinión, chico —le dijo Rykker con frialdad.

—Dejad que hable, ser —lo interrumpió Jon.

—Si el chico tiene algo que decir, quiero oírlo. —Los ojos de Mormont se clavaron en Sam y en Jon alternativamente—. Acércate más, muchacho. No te vemos detrás de los caballos.

—Mi señor, no… —dijo Sam adelantándose. Sudaba profusamente—. No puede ser un día, si no… mirad… la sangre…

—¿Qué pasa? —gruñó Mormont—. ¿Qué tiene de raro la sangre?

—Se va a manchar los calzones con sólo mirarla —dijo Chett.

Los exploradores se echaron a reír. Sam se secó el sudor de la frente.

—Se… se ve dónde Fantasma… el lobo de Jon… se ve dónde le arrancó la mano a ese hombre, pero… el muñón no ha sangrado, mirad… —Hizo una señal—. Mi padre… L-Lord Randyll, me… me hacía mirar cuando destripaba animales, cuando… después de… —Sam sacudió la cabeza y le tembló la papada. Una vez había mirado los cadáveres, no era capaz de apartar la vista de ellos—. Si acababa de matarlos… la sangre manaba, mis señores. Más tarde… estaba como… como coagulada, era como… gelatina, espesa, y… y… —Parecía a punto de vomitar—. Este hombre… miradle la muñeca está… es una costra… seca… como…

Jon comprendió al momento qué quería decir Sam. En la muñeca del hombre muerto se veían las venas, eran como gusanos de hierro en la carne blanca. La sangre era un polvillo negro. Pero Jaremy Rykker no parecía convencido.

—Si llevaran muertos mucho más de un día estarían podridos, chico. Y ni siquiera huelen.

Dywen, el viejo guardabosques que alardeaba de poder oler la nieve que se avecinaba, se acercó más a los cadáveres y olfateó.

—No huelen a violetas, pero… mi señor tiene razón. No tienen el hedor de los cadáveres.

—Es que… no se están pudriendo —señaló Sam, con un dedo regordete que sólo temblaba un poquito—. Mirad, no hay… no hay gusanos, ni nada… han estado tirados en el bosque, y los animales no los han devorado, ni los han tocado… sólo Fantasma… por lo demás están… están…

—Intactos —terminó Jon con voz suave—. Y Fantasma es diferente. Los caballos y los perros no quieren ni acercarse.

Los exploradores se miraron entre ellos. Todos vieron que era cierto. Mormont frunció el ceño, miró los cadáveres y en dirección a los perros.

—Chett, acerca a los perros.

Chett lo intentó, tiró de las correas, maldijo, incluso dio un puntapié a uno de los animales. La mayoría de los perros gimotearon y clavaron las patas en el suelo. Trató de arrastrar a una perra. Se resistió, gruñía y se retorcía como si quisiera escabullirse del collar. Por último, arremetió contra su cuidador. Chett dejó caer la correa y dio un paso atrás. La perra saltó por encima de él y desapareció corriendo entre los árboles.

—Hay… hay algo que falla —se apresuró a seguir Sam Tarly—. La sangre… tienen manchas en las ropas, y… y en la carne, seca y dura, pero… no hay sangre en el suelo, ni… ni en ninguna parte. Con esas… esas… esas… —Sam se obligó a respirar hondo—. Con esas heridas… esas heridas tan espantosas… debería haber sangre por todos lados. ¿No?

—Puede que no murieran aquí. —Dywen se pasó la lengua por los dientes de madera—. Tal vez alguien los trajo y los dejó aquí para que los encontrásemos. Como una especie de advertencia. —El viejo guardabosques bajó la vista hacia los cadáveres—. Y puede que yo sea idiota, pero no recuerdo que Othor tuviera los ojos azules.

—Flores tampoco —dijo Ser Jaremy sobresaltado al tiempo que se volvía hacia el cadáver.

Se hizo el silencio en el bosque. Durante unos instantes sólo se oyó la respiración acelerada de Sam y el sonido húmedo de Dywen al lamerse los dientes. Jon se acuclilló junto a Fantasma.

—Vamos a quemarlos —susurró alguien, uno de los exploradores, Jon no vio cuál.

—Eso, vamos a quemarlos —dijo una segunda voz, apremiante.

—Todavía no. —El Viejo Oso sacudió la cabeza—. Quiero que el maestre Aemon los examine. Los llevaremos al Muro.

Hay órdenes que son más fáciles de dar que de obedecer. Envolvieron los cadáveres en sendas capas, pero cuando Hake y Dywen trataron de atar uno a un caballo, el animal enloqueció, relinchó, corcoveó y coceó, incluso lanzó una dentellada a Ketter, que se había acercado para ayudar. Los exploradores no tuvieron mejor suerte con el resto de las monturas, ni los caballos más tranquilos permitieron que les pusieran encima semejante carga. Al final tuvieron que cortar ramas y fabricar unas rudimentarias parihuelas para transportar los cadáveres a pie. Cuando iniciaron el regreso ya había pasado el mediodía.

—Quiero que organices una batida por los bosques —ordenó Mormont a Ser Jaremy cuando se pusieron en marcha—. Examinad cada árbol, cada roca, cada arbusto, cada centímetro de terreno en diez leguas a la redonda. Llévate a tantos hombres como necesites, y si no son suficientes llévate también cazadores y guardabosques de los mayordomos. Si Ben y los demás están ahí fuera, vivos o muertos, quiero que los encontréis. Y si hay alguien más en esos bosques, quiero saberlo. Síguelos, captúralos con vida si es posible. ¿Comprendido?

—Sí, mi señor —asintió Ser Jaremy—. Se hará como decís.

Mormont hizo el resto del camino en silencio, pensativo. Jon lo seguía de cerca; era el lugar que le correspondía, como mayordomo del Lord Comandante. Era un día gris, húmedo, encapotado, el tipo de clima que hacía que uno anhelara la lluvia. Ningún viento agitaba el bosque. El aire era denso y pesado, y a Jon se le pegaba la ropa a la piel. También hacía calor. Demasiado calor. El Muro lloraba copiosamente, llevaba días llorando, y a veces a Jon le parecía que estaba encogiendo.

Los viejos llamaban «espíritu de verano» a aquel clima, y significaba que la estación dejaba escapar sus últimos fantasmas. Después llegaría el frío, le advertían, y tras un verano largo llegaba siempre un invierno largo. Aquel verano había durado diez años. Cuando comenzó, Jon no era más que un bebé.

Fantasma corrió con ellos un trecho y desapareció entre los árboles. Jon se sentía casi desnudo sin su lobo huargo. De repente examinaba intranquilo cada sombra. No pudo evitar recordar los cuentos que les narraba la Vieja Tata cuando era niño, en Invernalia. Casi oía de nuevo su voz, como un susurro, y el clic, clic, clic de las agujas de tejer.

—Los Otros llegaron galopando en aquella oscuridad —decía, con la voz cada vez más baja—. Eran seres fríos, seres muertos, no soportaban el hierro, ni el fuego, ni la caricia del sol, ni a ninguna criatura viva con sangre caliente en las venas. Las aldeas, las ciudades y los reinos de los hombres cayeron ante ellos cuando avanzaron hacia el sur sobre caballos pálidos, caballos muertos, seguidos por las huestes de aquellos que habían masacrado. Alimentaban a sus sirvientes muertos con la carne de los niños…

Al divisar el Muro por encima de la copa de un roble viejo y retorcido, Jon sintió un alivio inmenso. De repente, Mormont tiró de las riendas y se volvió en la silla.

—Tarly, ven aquí —ordenó Mormont. Jon vio la expresión de miedo en el rostro de Sam mientras se acercaba a lomos de su yegua; sin duda creía que se había metido en algún lío—. Eres gordo, pero no idiota, chico —le gruñó el Viejo Oso—. Lo has hecho muy bien. Tú también, Nieve.

Sam se puso rojo como la grana y tartamudeó en busca de una respuesta cortés. Jon no pudo por menos que sonreír.

Cuando por fin salieron de entre los árboles, Mormont puso el caballo al trote. Fantasma salió del bosque para recibirlos, con el hocico rojo tras la caza. Los vigías en el Muro vieron cómo la columna se aproximaba. Jon oyó la llamada grave del cuerno de uno de ellos, que se oía a muchos kilómetros: un sonido largo, hondo, que vibraba entre los árboles y resonaba contra el hielo.

Uuuuuoooooooooooooooooooooooooooooo.

El sonido se apagó poco a poco, y otra vez se hizo el silencio. Un solo toque significaba que los exploradores estaban de regreso.

«Al menos he sido explorador por un día —se dijo Jon—. Pase lo que pase, eso no me lo podrán quitar.»

Guiaron a sus caballos a pie por el túnel de hielo, y se encontraron a Bowen Marsh esperándolos al otro lado. El Lord Mayordomo tenía el rostro congestionado y estaba muy agitado.

—Mi señor —dijo apresuradamente al tiempo que abría los barrotes de hierro—, ha llegado un pájaro, tenéis que venir enseguida.

—¿De qué se trata? —gruñó Mormont.

—La carta la tiene el maestre Aemon. —Fue curioso, porque Marsh miró a Jon antes de responder—. Os espera en vuestras habitaciones.

—Muy bien. Encárgate de mi caballo, Jon, y di a Ser Jaremy que ponga los cadáveres en un almacén hasta que el maestre pueda examinarlos.

Mormont se alejó, rezongando. Jon llevó los caballos al establo, con la desagradable certeza de que todo el mundo lo miraba. Ser Alliser Thorne entrenaba a sus muchachos en el patio, pero se interrumpió para mirar a Jon con una tenue sonrisa en los labios. Junto a la puerta de la armería estaba Donal Noye, el manco.

—Los dioses sean contigo, Nieve —saludó.

Jon supo que algo iba mal. Que algo iba muy mal.

Dejaron los cadáveres en uno de los almacenes de la base del muro, una celda oscura y fría excavada en el hielo, donde se guardaban la carne y los cereales, y a veces también la cerveza. Jon se encargó de dar de beber y cepillar al caballo de Mormont antes de ocuparse del suyo. Después, fue a buscar a sus amigos. Grenn y Sapo estaban de guardia, pero encontró a Pyp en la sala común.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—El rey ha muerto —respondió Pyp en voz baja.

Jon se quedó sin habla. Robert Baratheon le había parecido viejo y gordo en su visita a Invernalia, pero parecía sano, y nadie dijo que estuviera enfermo.

—¿Cómo lo sabes?

—Uno de los guardias oyó a Clydas leerle la carta al maestre Aemon. —Pyp se acercó más a él—. Lo siento mucho, Jon. Era amigo de tu padre, ¿verdad?

—En el pasado fueron como hermanos. —Jon se preguntó si Joffrey conservaría a su padre como Mano del Rey. No parecía probable, así que quizá Lord Eddard volvería a Invernalia, y también sus hermanas. Tal vez pudiera visitarlos, si Lord Mormont le daba permiso. Sería estupendo ver de nuevo la sonrisa de Arya, y hablar con su padre.

«Esta vez le preguntaré acerca de mi madre —decidió—. Ya soy un hombre, es hora de que me lo cuente todo. Aunque fuera una prostituta. No me importa. Quiero saberlo.»

—Hake ha dicho que los hombres muertos eran del grupo de tu tío —siguió Pyp.

—Sí —asintió Jon—. Dos de los seis que lo acompañaban. Llevan mucho tiempo muertos, sólo que… los cadáveres son extraños.

—¿Extraños? —Pyp estaba muerto de curiosidad—. ¿En qué sentido?

—Ya te lo contará Sam. —Jon no quería hablar de aquello—. Tengo que ir a ver si el Viejo Oso me necesita. —Se encaminó hacia la Torre del Lord Comandante con una rara sensación de aprensión. Los hermanos de la guardia lo miraron con solemnidad.

—El Viejo Oso está en sus habitaciones —le anunció uno de ellos—. Ha preguntado por ti.

Jon asintió. Debería haber ido allí nada más terminar en los establos, Subió rápidamente por las escaleras de la torre.

«Sólo quiere que le sirva vino, o que le encienda la chimenea, nada más», se repetía.

¡Maíz! —graznó el cuervo de Mormont cuando entró en la estancia—. ¡Maíz! ¡Maíz! ¡Maíz!

—No le hagas caso, le acabo de dar de comer —gruñó el Viejo Oso. Estaba sentado junto a la ventana, leyendo una carta—. Tráeme una copa de vino, y sírvete otra para ti.

—¿Para mí, mi señor?

Mormont alzó los ojos de la carta y miró a Jon. Su mirada estaba teñida de compasión.

—Ya me has oído.

Jon sirvió el vino con cuidado exagerado, apenas consciente de que estaba prolongando la acción. Cuando las copas estuvieron llenas, no le quedó más remedio que enfrentarse a lo que fuera que decía aquella carta.

—Siéntate, muchacho —le ordenó Mormont—. Bebe.

—Se trata de mi padre, ¿verdad? —Jon permaneció de pie.

—De tu padre y del rey —dijo con voz grave el Viejo Oso dando unos golpecitos a la carta con un dedo—. No te voy a mentir, son malas noticias. Nunca imaginé que vería otro rey, teniendo en cuenta mi edad, y que Robert tenía la mitad de mis años y era fuerte como un toro. —Bebió un trago de vino—. Dicen que al rey le gustaba mucho cazar. Las cosas que amamos siempre acaban por destruirnos, muchacho, no lo olvides. Mi hijo amaba a su joven esposa. Una mujer presuntuosa y vana. De no ser por ella jamás se le hubiera ocurrido vender a aquellos cazadores furtivos como esclavos.

—Mi señor, no lo entiendo. —Jon casi no había podido seguir bien lo que Mormont le había contado—. ¿Qué le ha pasado a mi padre?

—Te he dicho que te sientes —gruñó Mormont.

Que te sientes —graznó el cuervo.

—Y bebe, maldita sea —añadió Mormont—. Es una orden, Nieve. —Jon se sentó y bebió un sorbo de vino—. Han detenido a Lord Eddard. Se lo acusa de traición. Se dice que estaba conspirando con los hermanos de Robert para arrebatarle el trono al príncipe Joffrey.

—No —replicó Jon al instante—. Es imposible. ¡Mi padre jamás traicionaría al rey!

—Sea como sea —dijo Mormont—, no me corresponde a mí decidirlo. Y a ti tampoco.

—Pero es que es mentira —insistió Jon. ¿Cómo podían pensar que su padre fuera un traidor, se habían vuelto todos locos? Lord Eddard Stark jamás haría nada deshonroso… ¿verdad?

«Engendró un bastardo —dijo una vocecita en su interior—. Eso no es honorable. ¿Y qué pasa con tu madre? Ni siquiera menciona su nombre.»

—¿Qué será de él, mi señor? ¿Lo matarán?

—Eso tampoco lo sé, muchacho. Voy a enviar una carta. En mi juventud conocí a algunos de los consejeros del rey: el viejo Pycelle, Lord Stannis, Ser Barristan… No importa qué haya hecho tu padre, es un gran señor. Deberían permitirle vestir el negro y unirse a nosotros. Los dioses saben que necesitamos hombres del talento de Lord Eddard.

Jon sabía que, en el pasado, a otros hombres acusados de traición se les había permitido redimir su honor en el Muro. ¿Por qué no a Lord Eddard? Su padre… allí… era una idea extraña, y le resultaba incómoda. Sería una injusticia monstruosa que lo despojaran de Invernalia y lo obligaran a vestir el negro, pero si así salvaba la vida…

¿Lo permitiría Joffrey? Recordó los días que el príncipe pasó en Invernalia, su manera de burlarse de Robb y de Ser Rodrik en el patio. En Jon ni siquiera se había fijado, los bastardos no tenían derecho ni a su desprecio.

—¿Os escuchará el rey, mi señor?

—Un rey niño… —El Viejo Oso se encogió de hombros—. Supongo que escuchará a su madre. Lástima que el enano no esté con ellos. Es el tío del chico, y cuando estuvo aquí vio lo necesitados que estamos de hombres. Lástima que tu señora madre lo tomara prisionero…

—Lady Stark no es mi madre —le recordó Jon con tono brusco. Tyrion Lannister se había comportado como un amigo con él. Si Lord Eddard Stark moría, sería culpa de Lady Catelyn tanto como de la reina—. ¿Qué hay de mis hermanas, señor? Arya y Sansa, que estaban con mi padre…

—Pycelle no las menciona, pero no me cabe duda de que las tratarán bien. Preguntaré por ellas en mi carta. —Mormont sacudió la cabeza—. Esto no podría haber sucedido en un momento peor. Si alguna vez el reino ha tenido necesidad de un rey fuerte… Se avecinan días oscuros y noches frías, lo siento en los huesos… —Dirigió a Jon una mirada larga, inquisitiva—. Espero que no se te ocurra hacer ninguna tontería, muchacho.

«Se trata de mi padre», habría querido decir Jon, pero sabía que era lo qué menos deseaba oír Mormont. Tenía la garganta seca. Se forzó a beber otro sorbo de vino.

—Ahora tu deber está aquí —le recordó el Lord Comandante—. Tu antigua vida terminó el día en que vestiste el negro.

Negro —repitió el pájaro con un graznido ronco.

—Lo que suceda en Desembarco del Rey ya no es asunto nuestro —siguió Mormont sin hacer caso del pájaro. Jon siguió sin responder. El anciano apuró la copa de vino—. Ya te puedes marchar. Por hoy no te necesito más. Mañana me ayudarás a escribir esa carta.

Más tarde Jon no recordaría haberse levantado, ni salir de la estancia. Cuando se quiso dar cuenta bajaba por los peldaños de la torre.

«Se trata de mi padre, de mis hermanas —iba pensando—. ¿Cómo no va a ser asunto mío?»

—Sé fuerte, muchacho —le dijo mirándolo uno de los guardias cuando salió—. Los dioses son crueles.

—Mi padre no es ningún traidor —dijo Jon con voz ronca; comprendió que lo sabían todo.

Hasta las palabras se le atravesaban en la garganta como si quisieran ahogarlo. El viento soplaba con fuerza, y parecía más frío que antes en el patio. El espíritu del verano se estaba agotando.

El resto de la tarde pasó como en un sueño. Jon no habría sabido decir qué hizo ni con quién habló. En cambio sí sabía que Fantasma lo acompañó en todo momento. La presencia silenciosa del lobo huargo lo consolaba.

«Las chicas no tienen ni eso —pensó—. Sus lobas las habrían protegido, pero Dama está muerta, y Nymeria desapareció; están solas.»

El sol se puso, y empezó a soplar un viento del norte. Jon lo oyó silbando contra el Muro y entre las almenas heladas cuando entró en la sala común a la hora de la cena. Hobb había preparado un guiso de venado, con mucha cebada, cebollas y zanahorias. A Jon le sirvió un cazo extra y le dio el extremo con corteza del pan, y el muchacho supo qué significaba. «Lo sabe —Miró a su alrededor, vio que las cabezas se giraban rápidamente, que los ojos lo esquivaban con cortesía—. Todos lo saben.»

Sus amigos corrieron junto a él.

—Le hemos pedido al septon que encienda una vela por tu padre —le dijo Matthar.

—Es mentira, todos sabemos que es mentira, hasta Grenn sabe que es mentira —apoyó Pyp.

Grenn asintió, y Sam palmeó la mano de Jon.

—Ahora tú eres mi hermano, así que también es mi padre —dijo el muchacho gordo—. Si quieres ir a los arcianos, a rezarles a los antiguos dioses, te acompañaré.

Los arcianos estaban al otro lado del Muro, pero Jon sabía que Sam lo decía en serio.

«Son mis hermanos —pensó—. Tanto como Robb, como Bran, como Rickon.»

Y en aquel momento oyó la carcajada, mordiente y cruel como un látigo, y la voz de Ser Alliser Thorne.

—No sólo un bastardo, sino el bastardo de un traidor —decía a los hombres que lo rodeaban.

En un abrir y cerrar de ojos, Jon se subió a la mesa empuñando la daga. Pyp intentó agarrarlo, pero se sacudió sus manos de la pierna, corrió por la mesa y pateó el cuenco que Ser Alliser sujetaba. El guiso salió volando y salpicó a los hermanos. Thorne dio un salto hacia atrás. Todo el mundo gritaba, pero Jon Nieve no oía nada. Se lanzó contra el rostro de Ser Alliser, hendió el aire con la daga junto a los fríos ojos de ónice, pero Sam se interpuso entre ellos, y antes de que Jon pudiera atacar de nuevo Pyp le saltó a la espalda y se le enganchó como un mono, mientras Grenn le agarraba el brazo y Sapo le retorcía los dedos para quitarle el cuchillo.

Más tarde, mucho más tarde, después de que lo llevaran a su celda dormitorio, Mormont bajó a verlo con su cuervo en el hombro.

—Te dije que no se te ocurriera hacer ninguna tontería, chico —dijo el Viejo Oso.

Chico —coreó su pájaro.

—Y pensar que había depositado tantas esperanzas en ti —dijo Mormont sacudiendo la cabeza disgustado.

Le quitaron el cuchillo y la espada, y le dijeron que no podría salir de la celda hasta que los oficiales superiores decidieran qué iban a hacer con él. Luego pusieron un guardia en la puerta para estar seguros de que obedecía. Sus amigos no podían visitarlo, pero el Viejo Oso se ablandó y permitió que se quedara con Fantasma, de manera que no se encontraba completamente solo.

—Mi padre no es ningún traidor —dijo al lobo huargo, cuando todos los demás se hubieron marchado.

Fantasma lo miró en silencio. Jon se recostó contra la pared, se abrazó las rodillas, y contempló la velita que brillaba en la mesa, junto a su catre. La llama parpadeaba y temblaba, las sombras se movían a su alrededor, y la habitación parecía cada vez más oscura y fría.

«Esta noche no voy a dormir», pensó.

Pero debió de quedarse adormilado. Cuando se despertó tenía las piernas rígidas y con calambres, y la vela se había apagado hacía mucho rato. Fantasma estaba de pie sobre las patas traseras, con las delanteras contra la puerta, rascando la madera. Jon se sobresaltó, no se había dado cuenta de lo grande que estaba.

—¿Qué pasa, Fantasma? —preguntó en voz baja. El lobo huargo volvió la cabeza y lo miró desde arriba, desnudando los colmillos en un gruñido silencioso. Por un instante Jon temió que se hubiera vuelto rabioso—. Soy yo, Fantasma —murmuró, tratando de que el miedo no se transparentara en su voz. Pero temblaba violentamente, ¿por qué de repente hacía tanto frío?

Fantasma se alejó de la puerta, en la que había dejado profundos arañazos con las garras. Jon lo observó, cada vez más inquieto.

—Hay alguien ahí fuera, ¿verdad? —susurró. El lobo huargo se agazapó y se arrastró hacia adelante, con el pelaje del cuello erizado.

«El guardia —pensó Jon—. Dejaron un guardia ante la puerta. Fantasma lo huele a través de la madera, eso es todo.»

Jon se puso en pie muy despacio. Temblaba de manera incontrolable, deseaba con todas sus fuerzas tener una espada. Llegó junto a la puerta en tres pasos rápidos. Cogió el pestillo y tiró hacia adentro. El crujido de las bisagras casi le hizo dar un salto.

El guardia estaba tumbado sobre los peldaños, inerte, mirando hacia arriba. Mirando hacia arriba aunque estaba caído sobre el estómago. Tenía la cabeza completamente girada.

«No puede ser —se dijo Jon—. Ésta es la torre del Lord Comandante, está vigilada día y noche; es un sueño. Tengo una pesadilla.»

Fantasma se le adelantó y cruzó la puerta. El lobo empezó a subir por las escaleras, se detuvo y volvió la vista hacia Jon. Y entonces lo oyó: el roce suave de una bota contra la piedra, el sonido de un pestillo al girar. Los ruidos procedían de arriba. De las habitaciones del Lord Comandante.

Quizá fuera una pesadilla, pero no se trataba de un sueño.

La espada del guardia seguía en su vaina. Jon se arrodilló y la cogió. El peso del acero en la mano lo hizo sentir más osado. Empezó a subir, siguiendo las pisadas silenciosas de Fantasma. En cada giro de la escalera acechaban las sombras. Jon siguió subiendo con cautela, hurgando con la punta de la espada en cada sombra sospechosa.

De repente oyó el graznido del cuervo de Mormont.

¡Maíz! —chillaba el pájaro—. Maíz, maíz, maíz, maíz, maíz, maíz.

Fantasma saltó hacia adelante, y Jon fue tras él. La puerta de la habitación de Mormont estaba abierta de par en par. Jon se detuvo en el umbral, con la espada en la mano, para que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse. Las pesadas cortinas estaban corridas, y la oscuridad resultaba negra como la tinta.

—¿Quién anda ahí? —exclamó.

Y entonces lo vio: una sombra entre las sombras, que se deslizaba hacia la puerta interior que llevaba a la celda dormitorio de Mormont. Era una forma humana, toda de negro, con capa y capucha… pero, bajo la capucha, los ojos brillaban con un gélido fulgor azul.

Fantasma saltó. Hombre y lobo cayeron a la vez, sin un grito ni un gruñido, rodaron, chocaron contra una silla, derribaron una mesa cargada de papeles.

Maíz —graznaba el cuervo de Mormont aleteando sobre ellos—, maíz, maíz, maíz.

Jon se sentía tan ciego como el maestre Aemon. Siempre con la espalda contra la pared, Jon se deslizó hacia la ventana y arrancó los cortinajes. La luz de la luna entró a raudales en la habitación. Tuvo un atisbo de unas manos negras enterradas en el pelaje blanco, de unos dedos oscuros y tumefactos en torno a la garganta del lobo huargo. Fantasma se retorcía y lanzaba dentelladas, pateaba al aire, pero no conseguía liberarse.

Jon no tenía tiempo para sentir miedo. Se lanzó hacia adelante con un grito, y asestó un golpe con todas sus fuerzas con la espada. El acero cortó manga, piel y hueso, pero el sonido al hacerlo era… extraño. Igual que el olor que lo envolvió, tan repugnante y gélido que estuvo a punto de vomitar. Vio un brazo y una mano en el suelo. Los dedos negros se retorcían a la luz de la luna. Fantasma consiguió liberarse de la otra mano, y se alejó con la lengua colgando entre los dientes.

El hombre encapuchado alzó el rostro blanco, y Jon asestó otro golpe sin titubear. La espada cortó el hueso, se llevó la mitad de la nariz y abrió un tajo enorme bajo aquellos ojos, aquellos ojos, aquellos ojos azules como estrellas en llamas. Jon reconoció la cara.

—Othor —dijo al tiempo que retrocedía—. Dioses, si está muerto, está muerto, yo lo vi, estaba muerto.

Sintió que algo le rozaba el tobillo. Unos dedos negros se cerraron en torno a su pantorrilla. El brazo le subía por la pierna, desgarrando la lana y la carne. Jon dejó escapar un grito de asco, y se desprendió los dedos de la pierna con la punta de la espada, antes de lanzar aquella cosa volando por los aires. Cayó al suelo, todavía abriendo y cerrando los dedos.

El cadáver avanzó. No había sangre. Sin un brazo, con el rostro casi cortado por la mitad, no parecía sentir nada. Jon mantuvo la espada ante el cuerpo.

—¡No te acerques! —ordenó con voz aguda.

¡Maíz! —gritaba el cuervo—. ¡Maíz, maíz!

El brazo muerto se salía de la manga cortada, era como una serpiente blanquecina, con una cabeza hecha de cinco dedos negros. Fantasma saltó y la agarró entre los dientes. Los huesos de los dedos crujieron. Jon lanzó un tajo al cuello del cadáver, sintió que el acero penetraba en el hueso.

Othor, el muerto, se abalanzó sobre él y lo derribó.

La mesa caída se clavó entre los omoplatos de Jon, y el muchacho se quedó sin aliento. La espada, ¿dónde estaba la espada? ¡Había perdido la maldita espada! Abrió la boca para gritar, pero el ser sobrenatural le metió los dedos negros cadavéricos en la boca. Intentó escupirlos entre arcadas, pero el hombre muerto pesaba demasiado. Iba metiéndole la mano, fría como el hielo, cada vez más profunda en la garganta. Tenía el rostro muerto presionado contra el suyo, llenaba todo su margen de visión. Los centelleantes ojos azules estaban cubiertos de escarcha. Jon arañó la carne fría con las uñas, pateó las piernas de aquel ser. Intentó morder, intentó dar puñetazos, intentó respirar…

Y, de pronto, ya no sintió el peso del cadáver, ya no tuvo sus dedos en la garganta. Jon sólo pudo rodar sobre sí mismo, tembloroso, entre arcadas. Fantasma había cogido de nuevo al ser. El lobo huargo le enterró los dientes en las entrañas, arrancó y desgarró. Jon se quedó mirando durante un largo momento, casi inconsciente, antes de acordarse de buscar su espada…

… y vio a Lord Mormont, desnudo y somnoliento, de pie en el umbral, con una lámpara de aceite en la mano. El brazo del ser, retorcido y con los dedos rotos, se arrastraba hacia él.

Jon trató de gritar, pero no tenía voz. Se puso en pie como pudo, dio una patada al brazo y arrancó la lámpara de la mano del Viejo Oso. La llama parpadeó y estuvo a punto de apagarse.

¡Arde! —graznó el cuervo—. ¡Arde, arde, arde!

Jon se giró y vio los cortinajes que había arrancado de las paredes. Lanzó la lámpara con todas sus fuerzas contra el tejido. El metal se dobló, el cristal se hizo añicos, el aceite se derramó y los cortinajes empezaron a arder. El calor le arreboló el rostro, más dulce que ningún beso.

¡Fantasma! —gritó.

El lobo huargo corrió hacia él, al tiempo que el ser sobrenatural trataba de levantarse. De su vientre abierto surgían largas serpientes negras. Jon metió una mano entre las llamas, agarró un puñado de tela ardiendo, y la lanzó contra el hombre muerto.

—Que arda —rezó mientras las cortinas abrasaban el cadáver—, oh, dioses, por favor, que arda.

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