Cuando hubo obtenido placer, Khal Drogo se levantó de las mantas de dormir, imponente como un torreón. La luz rojiza de los braseros le arrancaba destellos de la piel oscura como el bronce, y destacaba las líneas tenues de antiguas cicatrices en el pecho amplio. El pelo suelto, negro como la tinta, le caía sobre los hombros y por la espalda, más allá de la cintura. Su miembro tenía un brillo húmedo. El khal tenía los labios fruncidos bajo los largos bigotes.
—El semental que monta el mundo no necesita sillas de hierro.
Dany se incorporó sobre un codo para mirarlo, tan alto, tan magnífico. Lo que más le gustaba era su cabello. Nunca se lo había cortado, porque no conocía la derrota.
—La profecía dice que el semental cabalgará hasta los confines de la tierra —dijo.
—La tierra termina en el mar de sal negra —replicó Drogo al instante. Mojó un paño en un barreño de agua tibia para limpiarse el sudor y el aceite de la piel—. Caballo no puede cruzar agua envenenada.
—En las Ciudades Libres hay miles de barcos —le dijo Dany, como tantas veces antes—. Caballos de madera con cien patas, que vuelan sobre el mar con alas llenas de viento.
—No hablaremos más de caballos de madera y sillas de hierro. —Khal Drogo no quería oír hablar de aquello. Soltó el paño y empezó a vestirse—. Hoy iré a la hierba a cazar, mujer esposa —anunció mientras se ponía un chaleco pintado y se abrochaba un cinturón ancho, hecho de medallones de plata, oro y bronce.
—Sí, mi sol y estrellas —dijo Dany.
Drogo y sus jinetes de sangre iban a cabalgar en busca del hrakkar, el gran león blanco de las llanuras. Si regresaban triunfantes, su señor esposo estaría de excelente humor, y quizá entonces la escuchara.
Él no temía a las bestias salvajes, ni a ningún hombre que respirase, pero el mar era otra cosa. Para los dothrakis, el agua que los caballos no podían beber era agua contaminada; las llanuras ondulantes y verdosas del océano les inspiraban una repulsión supersticiosa. Drogo era más audaz que cualquier otro señor de los caballos en casi todos los sentidos… pero no en aquél. Si ella consiguiera subirlo a un barco…
Cuando el khal y sus jinetes de sangre se marcharon con sus arcos, Dany llamó a las doncellas. Se sentía tan gruesa y torpe que agradecía la ayuda de sus manos fuertes y hábiles, cuando en el pasado la había incomodado su manera de revolotear en torno a ella. La limpiaron bien, y la vistieron con sedas sueltas y vaporosas. Mientras Doreah le cepillaba el cabello, envió a Jhiqui a buscar a Ser Jorah Mormont.
El caballero acudió al instante. Llevaba polainas de piel de caballo y chaleco pintado, como cualquier otro jinete. Tenía el pecho amplio y los brazos musculosos cubiertos de vello negro.
—Princesa mía —dijo—. ¿En qué puedo serviros?
—Quiero que habléis con mi señor esposo —dijo Dany—. Drogo dice que el semental que monta el mundo gobernará sobre todas las tierras, y no tendrá por qué cruzar las aguas envenenadas. Habla de llevar el khalasar al este cuando nazca Rhaego, para saquear las tierras que rodean el mar de Jade.
—El khal no ha visto jamás los Siete Reinos —dijo al final el caballero, que se había quedado pensativo—. Para él no significan nada. Si alguna vez piensa en ellos, sin duda los imagina como islas, como unas cuantas ciudades pequeñas erigidas sobre rocas, como Lorath o Lys, y rodeadas de mares tormentosos. Las riquezas del este le parecen una perspectiva más tentadora.
—Pero debe ir hacia el oeste —insistió Dany, desesperada—. Por favor, ayudadme, tengo que hacer que lo entienda.
Ella nunca había visto los Siete Reinos, igual que Drogo, pero sentía que los conocía tras escuchar todas las historias que le contara su hermano. Viserys le había prometido mil veces que algún día la llevaría allí. Pero estaba muerto, y sus promesas habían muerto con él.
—Los dothrakis hacen las cosas cuando creen conveniente, y por los motivos que consideran convenientes —respondió el caballero—. Tened paciencia, princesa. No cometáis el mismo error que vuestro hermano. Volveremos a nuestro hogar, os lo prometo.
¿Hogar? Aquella palabra la entristecía. Ser Jorah tenía su Isla del Oso, pero, ¿cuál era el hogar para ella? Unas cuantas historias, nombres recitados con la solemnidad de una plegaria, el recuerdo cada vez más lejano de una puerta roja… ¿sería Vaes Dothrak su hogar para siempre? Cuando miraba a las viejas del dosh khaleen, ¿estaba contemplando su futuro?
Ser Jorah debió de advertir la tristeza en su rostro.
—Durante la noche ha llegado una gran caravana, khaleesi. Cuatrocientos caballos que vienen de Pentos, pasando por Norvos y por Qohor, bajo el mando del capitán mercante Byan Votyris. Puede que Illyrio haya enviado alguna carta. ¿Queréis ir al Mercado Occidental?
—Sí —dijo Dany animada—. Me encantaría. —Los mercados cobraban vida siempre que llegaba una caravana. Nunca se sabía qué tesoros llevaban los mercaderes, y le gustaría volver a oír hablar en valyriano, como en las Ciudades Libres—. Irri, que me preparen una litera.
—Avisaré a vuestro khas —dijo ser Jorah, al tiempo que se retiraba.
Si Khal Drogo hubiera estado con ella, Dany habría ido montada en la plata. Las madres dothrakis iban a caballo casi hasta el momento del parto, y ella no quería parecer débil a los ojos de su esposo. Pero el khal estaba de caza, y era agradable tumbarse sobre cojines suaves y dejarse llevar por Vaes Dothrak bajo cortinas rojas que la protegían del sol. Ser Jorah montó y cabalgó junto a ella, con los cuatro jóvenes de su khas y las doncellas.
Era un día cálido y sin nubes, el cielo tenía un profundo color azul. Cuando soplaba el viento, le traía los olores deliciosos de la tierra y la hierba. La litera pasó bajo los monumentos robados, que proyectaban sombras en el camino. Dany examinó los rostros de los héroes muertos y los reyes olvidados. Se preguntó si los dioses de las ciudades quemadas aún escuchaban plegarias.
«Si no fuera de la sangre del dragón —meditó con melancolía—, esto podría ser mi hogar.» Era la khaleesi, tenía un hombre fuerte y un caballo rápido, doncellas que la servían, guerreros que la protegían y un lugar de honor reservado en el dosh khaleen para cuando se hiciera vieja… y en su vientre crecía un hijo que algún día dominaría el mundo. Cualquier mujer se conformaría con eso. Pero el dragón, no. Tras la muerte de Viserys, Daenerys era la última, no quedaba nadie más. Ella era la semilla de reyes y conquistadores, igual que el niño que llevaba dentro. No debía olvidarlo jamás.
El Mercado Occidental era una gran plaza de tierra batida, rodeada de edificaciones de ladrillo de barro cocido, establos para animales y tabernas encaladas. En el suelo sobresalían prominencias, como los dorsos de grandes bestias subterráneas, fauces negras abiertas que llevaban a cavernas inmensas, muy frescas, que servían como almacenes. El centro de la plaza era un laberinto de tenderetes y pasadizos retorcidos, con un entoldado de hierba trenzada.
Cuando llegaron había un centenar de mercaderes y comerciantes descargando mercancías e instalando tenderetes, pero aun así el inmenso mercado parecía silencioso y desierto en comparación con los populosos bazares que Dany recordaba de Pentos y de otras Ciudades Libres. Ser Jorah le había explicado que las caravanas llegaban a Vaes Dothrak procedentes del este y del oeste, pero no tanto para vender cosas a los dothrakis como para comerciar entre ellos. Los jinetes los dejaban ir y venir sin molestarlos, siempre que respetaran la paz de la ciudad sagrada, no profanaran la Madre de las Montañas ni el Vientre del Mundo, y honraran a las viejas del dosh khaleen con los tradicionales regalos de sal, plata y semillas. Los dothrakis no acababan de comprender aquello de la compra y la venta.
A Dany le gustaba el exotismo del Mercado Oriental, con sus extrañas formas, sonidos y olores. Solía pasar allí muchas mañanas, mordisqueando huevos de árbol, empanadas de saltamontes y fideos verdes, escuchando las voces agudas y ululantes de los vendedores de pócimas, contemplando las manticoras en sus jaulas de plata, los inmensos elefantes grises y los caballos con rayas blancas y negras de Jogos Nhai. También le gustaba observar a los que pasaban: los asshai'i morenos y solemnes, los qartheen altos y pálidos, los hombres de Yi Ti, con ojos brillantes y sombreros con colas de mono, las doncellas guerreras de Bayasabhad, Shamyriana y Kayakayanaya, con anillos de hierro en los pezones y rubíes en las mejillas, y hasta los severos y aterradores Hombres Sombríos, que se llenaban de tatuajes el pecho, los brazos y las piernas, y ocultaban los rostros detrás de máscaras. El Mercado Oriental era, para Dany, un lugar lleno de magia y maravillas.
En cambio, el Mercado Occidental olía a hogar.
Cuando Irri y Jhiqui la ayudaron a bajarse de la litera, olfateó el aire y reconoció los olores penetrantes del ajo y la pimienta, aromas que recordaron a Dany los días lejanos en los callejones de Tyrosh y Myr, y la hicieron sonreír. Por debajo de aquellos olores le llegó también el de los perfumes dulces y embriagadores de Lys. Vio esclavos que transportaban rollos de intrincado encaje de Myr y de lanas finas en una docena de colores vivos. Los guardias de la caravana vagaban por los pasillos entre los tenderetes con cascos de cobre y túnicas hasta la rodilla de algodón amarillo acolchado, con las vainas de las espadas vacías colgadas de los cinturones de cuero. Tras uno de los tenderetes, un armero exhibía corazas de acero con ornamentos de oro y plata, y yelmos trabajados para darles forma de cabezas de animales. Junto a él había una joven hermosa que vendía joyería de oro de Lannisport, anillos, broches, torques, y medallones exquisitamente labrados perfectos para hacer cinturones. Vigilaba el tenderete un corpulento eunuco, calvo y mudo, vestido con ropas de terciopelo empapadas de sudor, que miraba con el ceño fruncido a todo el que se acercaba. Al otro lado del pasillo había un grueso comerciante de tejidos de Yi Ti, que regateaba con un pentoshi por el precio de un tinte verde. La cola de mono de su sombrero se movía de un lado al otro cada vez que sacudía la cabeza.
—De pequeña me encantaba jugar en el bazar —contó Dany a Ser Jorah mientras deambulaban por el pasillo sombreado entre los tenderetes—. Aquello estaba tan vivo… tantas personas gritando y riendo, tantas cosas maravillosas a la vista… aunque rara vez teníamos dinero para comprar nada. Bueno, excepto una salchicha de cuando en cuando, o dedos de miel… ¿en los Siete Reinos hay dedos de miel como los que preparan en Tyrosh?
—Son unos pastelillos, ¿verdad? No sabría deciros, princesa. —Hizo una reverencia—. Si me disculpáis un instante, voy a ver al capitán, por si trae cartas para nosotros.
—Muy bien. Os ayudaré a buscarlo.
—No hace falta que os molestéis. —Ser Jorah apartó la vista, nervioso—. Disfrutad del mercado. Me reuniré con vos en cuanto termine con este asunto.
«Qué curioso», pensó Dany mientras veía cómo se alejaba a zancadas entre la muchedumbre. No entendía por qué no quería que lo acompañara. Quizá Ser Jorah quisiera buscar una mujer después de hablar con el capitán mercante. A menudo, con las caravanas viajaban algunas prostitutas, eso sí lo sabía, y a algunos hombres les daba vergüenza que se vieran sus relaciones. Se encogió de hombros.
—Vamos —dijo Dany a los demás y reanudó el paseo por el mercado, seguida por sus doncellas—. ¡Oh, mirad! —exclamó dirigiéndose a Doreah—. A esas salchichas me refería. —Señaló en dirección a un tenderete, tras el que una mujercita arrugada asaba carne y cebollas sobre una piedra caliente—. Las preparan con mucho ajo y chiles picantes. —Encantada con su descubrimiento, Dany insistió en que todos probaran las salchichas. Las doncellas devoraron las suyas entre sonrisas y risitas, aunque los hombres de su khas olisquearon la carne con desconfianza—. El sabor es diferente al que recordaba —dijo Dany tras los primeros mordiscos.
—En Pentos las preparo con cerdo —dijo la anciana—, pero todos mis puercos murieron en el mar dothraki. Éstas son de carne de caballo, khaleesi, pero las condimento igual.
—Vaya —suspiró Dany, decepcionada.
En cambio a Quaro le gustó tanto la salchicha que se comió otra, y Rakharo, para superarlo, se comió tres más, tras lo cual eructó de manera sonora. Dany se echó a reír.
—No os oíamos reír desde que Drogo coronó a vuestro hermano, el Khal Raggat —dijo Irri—. Me alegra veros así, khaleesi.
Dany sonrió con timidez. A ella también le gustaba reír. Volvía a sentirse casi una niña.
Dedicaron media mañana a recorrer el mercado. Vio una hermosa capa con plumas que venía de las Islas del Verano y se la regalaron. Ella a cambio dio al mercader un medallón de plata de su cinturón. Era la costumbre entre los dothrakis. Un vendedor de pájaros enseñó a un loro verde y rojo a decir su nombre, y Dany volvió a reírse, pero no se lo llevó. ¿Qué podía hacer con un loro verde y rojo en un khalasar? En cambio sí cogió una docena de botellitas de aceites perfumados, los aromas de su infancia; sólo tenía que cerrar los ojos y olerlos, y volvía a ver la casa grande de la puerta roja. Doreah miró con ojos ansiosos un amuleto de fertilidad en el tenderete de un mago, y Dany lo cogió para ella, pensando que luego tendría que buscar algo también para Irri y Jhiqui.
Al doblar una esquina se encontraron con un mercader que ofrecía diminutos vasitos de su mercancía a los transeúntes.
—Tintos dulces —proclamaba en excelente dothraki—. Tengo tintos dulces, de Lys, de Volantis y del Rejo. Blancos de Lys, coñac de peras de Tyrosh, vino de fuego, vino de pimienta, néctares verdes de Myr. Cosechas de bayas ahumadas y agrios de Andal, tengo de todo, tengo de todo. —Era un hombrecillo menudo, esbelto y atractivo, con el cabello rubio rizado y perfumado a la moda de Lys. Cuando Dany se detuvo ante su puesto, hizo una profunda reverencia—. ¿Quiere probar algo la khaleesi? Tengo un tinto dulce de Dorne, mi señora, su sabor canta a ciruelas, a cerezas y a roble oscuro. ¿Un barril, una copa, un traguito? Después de probarlo le pondréis mi nombre a vuestro hijo.
—Mi hijo ya tiene nombre, pero probaré vuestro vino veraniego —dijo Dany, sonriente, en valyriano, en el valyriano que se hablaba en las Ciudades Libres. Las palabras le salieron con dificultad, hacía mucho tiempo que no hablaba el idioma—. Sólo un traguito, si sois tan amable.
Seguramente el mercader la había tomado por dothraki, en vista de las ropas que llevaba, el pelo aceitado y la piel bronceada por el sol. La miró, atónito.
—Mi señora, ¿sois… de Tyrosh? ¿Es posible?
—Puede que hable como los tyroshis, y que mi atuendo sea dothraki, pero soy occidental, de los Reinos del Poniente —le respondió Dany.
—Tenéis el honor de hablar con Daenerys de la Casa Targaryen —dijo Doreah adelantándose hasta situarse junto a ella—, Daenerys de la Tormenta, khaleesi de los jinetes y princesa de los Siete Reinos.
—Princesa —dijo el comerciante de vinos poniéndose de rodillas e inclinando la cabeza.
—Levantaos —le ordenó Dany—. Sigo queriendo probar ese vino veraniego del que hablabais.
—¿Ése? —El hombre se levantó—. Una porquería de Dorne. No es digno de una princesa. Tengo un tinto seco del Rejo, tostado y delicioso. Permitid que os lo regale.
—Me honráis, ser —murmuró con voz dulce. En las visitas de Khal Drogo a las Ciudades Libres, su esposo se había aficionado a los buenos vinos, y sabía que aquella cosecha tan noble lo complacería.
—El honor es mío. —El comerciante rebuscó en la parte trasera del tenderete, y volvió con un barrilito de roble. Llevaba grabado en fuego un racimo de uvas—. El blasón de los Redwyne —dijo—, del Rejo. No hay bebida mejor.
—Khal Drogo y yo lo tomaremos juntos. Aggo, pon esto en mi litera, por favor. —El comerciante de vinos sonrió de oreja a oreja cuando el dothraki cogió el barrilito.
Dany no se dio cuenta de que Ser Jorah había regresado hasta que oyó su voz.
—No. —Tenía un tono extraño, brusco—. Aggo, deja ese barril aquí. —Aggo miró a Dany. Ella asintió, titubeante.
—¿Sucede algo, Ser Jorah?
—Tengo sed. Ábrelo, mercader.
—El vino es para la khaleesi, ser —replicó el comerciante con el ceño fruncido—, no para personas como vos.
—Si no lo abres ahora mismo —dijo Ser Jorah acercándose más al puesto—, lo abriré yo. Con tu cabeza. —No llevaba armas, estaban en la ciudad sagrada, sólo tenía sus manos… pero con las manos le bastaba: eran grandes, duras, peligrosas, con los nudillos cubiertos de vello negro. El mercader titubeó un momento, cogió el martillo y rompió el tapón del barrilito—. Sirve —ordenó Ser Jorah.
Los cuatro jóvenes guerreros del khas de Dany se situaron tras él, con el ceño fruncido, y lo miraron fijamente con los ojos oscuros y almendrados.
—Sería un crimen beber un vino como éste sin dejar que se airease —dijo el comerciante de vinos que no había soltado aún el martillo.
—Haz lo que dice Ser Jorah —ordenó Dany. Jhogo se había llevado la mano al látigo, pero ella lo detuvo con un leve toque en el brazo. La gente empezaba a pararse para mirar.
—Como ordene la princesa —dijo el hombrecillo dirigiéndole una mirada rápida y hosca. Tuvo que soltar el martillo para coger el barrilito. Sirvió dos vasitos de cata diminutos, con tanta habilidad que no se derramó ni una gota.
Ser Jorah cogió uno y olfateó el vino con el ceño fruncido.
—Dulce, ¿eh? —comentó el mercader con una sonrisa—. ¿Captáis el olor afrutado, ser? Es el perfume del Rejo. Probadlo, mi señor, y decidme si no es el mejor vino, el más delicioso que haya llegado a vuestra boca.
—Pruébalo tú primero —dijo Ser Jorah ofreciéndole el vaso.
—¿Yo? —El hombrecillo se echó a reír—. Yo no soy digno de una cosecha como ésta, mi señor. Y mal comerciante de vinos es aquel que bebe sus mejores caldos. —Su sonrisa era amistosa, pero Dany vio que tenía la frente perlada de sudor.
—Vas a beber —dijo Dany, fría como el hielo—. Apura el vaso, o diré que te sujeten mientras Ser Jorah te vacía el barril entero en el gaznate.
El vendedor de vinos se encogió de hombros, extendió la mano para coger el vaso… y en su lugar agarró el barrilito, y lo lanzó contra ella con todas sus fuerzas. Ser Jorah se tiró contra ella para apartarla de la trayectoria. El barrilito le dio en el hombro, y fue a estrellarse contra el suelo. Dany se tambaleó y perdió el equilibrio.
—¡No! —gritó, echando los brazos hacia adelante para amortiguar la caída…
… y Doreah la agarró por el brazo y tiró de ella hacia atrás, de manera que cayó sobre las rodillas, no sobre el vientre.
El mercader saltó por encima del tenderete y trató de huir entre Aggo y Rakharo. Quaro echó mano del arakh que no llevaba cuando el hombrecillo rubio lo empujó para pasar. Corrió por el pasillo entre las tiendas. Dany oyó el restallar del látigo de Jhogo y vio cómo la serpiente de cuero se enroscaba en torno a la pierna del comerciante, que cayó de bruces.
Una docena de guardias de la caravana corrieron hacia ellos. Al frente iba su jefe, el capitán mercante Byan Votyris, un menudo norvoshi con piel como el cuero viejo y bigotes azulados que le llegaban hasta las orejas. Pareció entender qué pasaba sin que nadie dijera ni palabra.
—Llevaos a éste para que el khal disponga de él —ordenó, señalando al hombre caído. Dos de los guardias pusieron al hombre en pie—. Sus bienes son vuestros, princesa —siguió el capitán mercante—. Es poca compensación, ya que ha sido uno de mis hombres quien ha intentado semejante cosa.
Doreah y Jhiqui ayudaron a Dany a ponerse en pie. El vino envenenado se seguía derramando en la tierra.
—¿Cómo lo supisteis? —preguntó temblorosa a Ser Jorah—. ¿Cómo?
—No lo supe hasta que ese hombre se negó a beber, khaleesi. Pero, tras leer la carta del magíster Illyrio, me temía algo. —Los ojos oscuros escudriñaron los rostros de los desconocidos que los rodeaban en el mercado—. Vámonos. Es mejor no hablar aquí.
Dany estaba al borde de las lágrimas. Volvía a tener en la boca un sabor conocido, el del miedo. El miedo a Viserys que la había dominado durante años, el miedo a despertar al dragón. Aquello era todavía peor. No sólo temía por ella misma, sino también por el bebé. Éste debió de percibir su inquietud, porque se movía intranquilo en su interior. Dany se acarició el vientre, deseando poder tocarlo, calmarlo.
—Eres de la sangre del dragón, pequeño —susurró mientras la litera se mecía, con las cortinas echadas—. Eres de la sangre del dragón, y el dragón no tiene miedo.
Una vez en la caverna subterránea que era su hogar en Vaes Dothrak, Dany ordenó que la dejaran a solas con Ser Jorah.
—Decidme —ordenó al tiempo que se acomodaba sobre los cojines—, ¿ha sido el Usurpador?
—Sí. —El caballero le mostró un pergamino doblado—. Una carta para Viserys, del magíster Illyrio. Robert Baratheon ofrece tierras y un título de lord por vuestra muerte o la de vuestro hermano.
—¿La de mi hermano? —Su sollozo fue casi una carcajada—. No lo sabe aún, ¿eh? El Usurpador tendrá que nombrar lord a Drogo. —Ahora la carcajada fue casi un sollozo. Se estrechó el vientre con gesto protector—. Y a mí. ¿Sólo a mí?
—A vos y a vuestro hijo —dijo Ser Jorah, sombrío.
—No. No hará daño a mi hijo. —Se prometió que no lloraría. Que no temblaría de miedo.
«El Usurpador ha despertado al dragón», se dijo… y desvió la mirada hacia los huevos de dragón, que reposaban en sus nidos de terciopelo. La luz titubeante de la lámpara arrancaba destellos de las escamas pétreas, como chispas de jade, de rubí, de oro.
¿Fue una locura nacida del miedo lo que la dominó en aquel momento? ¿O tal vez una extraña sabiduría, enterrada en su sangre? Dany no habría sabido decirlo.
—Ser Jorah, encended el brasero —se oyó decir.
—¿Khaleesi? —El caballero la miró, extrañado—. Hace mucho calor. ¿Estáis segura?
—Sí. —Dany jamás había estado tan segura de nada—. Siento… siento escalofríos. Encended el brasero.
—A vuestras órdenes —dijo el caballero con una reverencia. Cuando el fuego estuvo encendido, Dany despachó a Ser Jorah. Para lo que iba a hacer necesitaba estar sola.
«Esto es una locura —se dijo al tiempo que cogía el huevo negro y escarlata—. Se romperá y arderá, y es tan hermoso… Ser Jorah pensará que soy tonta por estropearlo, pero… pero…»
Acunó el huevo entre las manos, lo llevó ante el brasero y lo puso sobre los carbones al rojo. Las escamas negras parecieron brillar al absorber el calor. Las llamas lamieron la piedra con diminutas lenguas rojas. Dany colocó los otros dos huevos junto al negro, sobre el fuego. Se alejó del brasero y contuvo la respiración.
Se quedó mirando hasta que las ascuas se convirtieron en cenizas. Algunas chispas flotaron en torno a los huevos, y el calor dibujaba ondulaciones sobre ellos. Nada más.
«Vuestro hermano Rhaegar fue el último dragón», le había dicho Ser Jorah. Dany contempló los huevos con tristeza. ¿Qué había esperado? Los huevos habían estado vivos hacía mil años, pero ya no eran más que piedras hermosas. De ellos no saldría jamás un dragón. Un dragón era aire y fuego. Carne viva, no piedra muerta.
Cuando Khal Drogo regresó, el brasero volvía a estar frío. Cohollo llevaba por las riendas un caballo cargado con el cuerpo de un gran león blanco. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo. El khal se bajó de su semental entre carcajadas y mostró a Dany los arañazos en la pierna, allí donde las garras del hrakkar habían traspasado el tejido de las polainas.
—Te haré una capa con su piel, luna de mi vida —juró.
Las risas cesaron cuando Dany le contó lo que había sucedido en el mercado. Khal Drogo se quedó en silencio.
—Este envenenador ha sido el primero —le advirtió Ser Jorah Mormont—, pero no será el último. Muchos hombres arriesgarían lo que fuera por un título de lord.
—Ese vendedor de venenos huyó de la luna de mi vida —dijo al final Drogo, después de estar un rato en silencio—. Ahora correrá tras ella. Eso hará. Jhogo, Jorah el Ándalo, a cada uno de vosotros os digo esto, elegid cualquiera de mis caballos, y será vuestro. Cualquiera excepto el mío y la plata que fue mi regalo a la luna de mi vida. Eso os obsequio por lo que habéis hecho.
»Y a Rhaego hijo de Drogo, el semental que montará el mundo, a él también le prometo un regalo. A él le entregaré esa silla de hierro en la que se sentaba el padre de su madre. A él le entregaré los Siete Reinos. Eso haré yo, Drogo, khal. —Alzó la voz y levantó el puño hacia el cielo—. Llevaré mi khalasar hacia el oeste, adonde termina el mundo, montaré en los caballos de madera que cruzan el agua de sal negra, como ningún otro khal ha hecho antes. Mataré a los hombres de los vestidos de hierro y derribaré sus casas de piedra. Violaré a sus mujeres, tomaré a sus hijos como esclavos, y traeré sus dioses a Vaes Dothrak para que se inclinen bajo la Madre de las Montañas. Lo juro yo, Drogo, hijo de Bharbo. Lo juro ante la Madre de las Montañas, las estrellas son testigo.
El khalasar partió de Vaes Dothrak dos días después, hacia el sudoeste, por las llanuras. Khal Drogo iba a la cabeza, a lomos de su garañón rojizo. Daenerys iba a su lado, montada en la plata. El vendedor de vinos corría tras ellos, desnudo, a pie, encadenado por la garganta y las muñecas. Las cadenas iban atadas al cabestro de la plata de Dany. Mientras montara, tendría que correr tras ella, descalzo y tambaleante. No le sucedería nada… mientras mantuviera su ritmo.