Tras la batalla, Dany cabalgó a lomos de la plata por los campos cubiertos de cadáveres. Tras ella iban sus doncellas y los hombres de su khas, sonriendo y bromeando entre ellos.
Los cascos de los caballos dothrakis habían desgarrado la tierra y pisoteado el centeno y las lentejas, mientras que los arakhs y las flechas habían sembrado una cosecha nueva y terrible, y la habían regado con sangre. Los caballos moribundos alzaron las cabezas y relincharon a su paso. Los hombres heridos gemían y rezaban. Los jaqqa rhan se movían entre ellos: eran los hombres misericordiosos, con pesadas hachas, que cortaban las cabezas a muertos y moribundos por igual. Tras ellos iba una bandada de niñitas, que arrancaban las flechas de los cadáveres y las ponían en sus cestas. Y, por último, iba la manada de perros salvajes, flacos y hambrientos, que seguía siempre de cerca al khalasar.
Las ovejas eran las que llevaban más tiempo muertas. Eran miles, estaban acribilladas a flechazos y se veían negras por las moscas que las cubrían. Dany sabía que aquello era obra de los jinetes de Khal Ogo. Ningún hombre del khalasar de Drogo era tan estúpido para malgastar las flechas con ovejas, pudiendo emplearlas contra los pastores.
La ciudad estaba en llamas, las columnas de humo negro se alzaban hacia un cielo azul inmaculado. Bajo los muros destrozados de barro seco, los jinetes galopaban de un lado a otro, haciendo restallar látigos largos mientras sacaban a los supervivientes de entre las ruinas humeantes. Pese a la derrota y a las ligaduras, las mujeres y niños del khalasar de Ogo caminaban con orgullo hosco; se habían convertido en esclavos, pero no parecían tener miedo. En cambio los habitantes de la ciudad eran diferentes. Dany los compadecía, recordaba bien cómo era sentir terror. Las mujeres caminaban a trompicones, con rostros vacíos e inexpresivos, llevando de la mano a sus hijos sollozantes. Sólo había unos pocos hombres: tullidos, cobardes y ancianos.
Ser Jorah le dijo que los habitantes de aquel país decían que eran Ihazareen, pero los dothrakis los llamaban haesh rakhi, los hombres cordero. En el pasado Dany los habría tomado por dothrakis, tenían la misma piel cobriza e idénticos ojos almendrados. Pero a aquellas alturas le parecían muy diferentes, eran bajos, de rostros planos, con el pelo negro muy corto. Pastoreaban ovejas y comían verduras, y Khal Drogo decía que su lugar estaba al sur del meandro del río. La hierba del mar dothraki no era para las ovejas.
Dany vio que un niño trataba de huir en dirección al río. Un jinete le cortó el paso, y otros lo rodearon, haciendo restallar los látigos ante su rostro, obligándolo a correr de un lado a otro. Uno galopó tras él y le azotó las nalgas hasta que tuvo los muslos cubiertos de sangre. Por fin, cuando el niño ya no era capaz más que de arrastrarse, se aburrieron del juego y lo mataron de un flechazo.
Ser Jorah se reunió con ella al otro lado de los restos de la entrada. Llevaba un chaleco verde oscuro sobre la cota de mallas. Los guanteletes, las canilleras y el yelmo eran de acero gris oscuro. Los dothrakis se burlaron de él y lo llamaron cobarde al ver su armadura, pero el caballero los insultó a su vez, los temperamentos se ofuscaron, la espada larga chocó contra el arakh, y el jinete cuyas burlas habían sido las más sonoras quedó atrás, desangrándose hasta la muerte.
—Vuestro señor esposo os aguarda en la ciudad —dijo Ser Jorah, que mientras cabalgaba hacia Dany, se había levantado el visor del yelmo.
—¿Ha sufrido Drogo algún daño?
—Unos cuantos cortes —replicó Ser Jorah—. Nada grave. Hoy ha matado a dos khals. Primero a Khal Ogo, y luego a su hijo Fogo, que pasó a ser khal tras la muerte de Ogo. Sus jinetes de sangre les cortaron las campanas del pelo, y ahora los pasos de Khal Drogo suenan con más fuerza que antes.
Ogo y su hijo habían compartido el banco principal con su señor esposo durante del festín del nombre, en la coronación de Viserys. Pero aquello había sido en Vaes Dothrak, bajo la Madre de las Montañas, donde todo jinete era un hermano y las disputas quedaban aplazadas. Afuera, en la hierba, las cosas cambiaban. El khalasar de Ogo estaba atacando la ciudad cuando Khal Drogo cayó sobre él. Dany se preguntaba qué habrían pensado los hombres cordero cuando vieron acercarse desde sus muros de barro la polvareda que levantaban los caballos. Quizá algunos, los más jóvenes y estúpidos, los que todavía creían que los dioses responden a las plegarias de los hombres desesperados, pensaran que eran sus salvadores.
Al otro lado del camino, una chica de la edad de Dany sollozó con voz aguda cuando uno de los jinetes la tiró de bruces sobre un montón de cadáveres y la penetró. Otros desmontaron para ocupar su lugar cuando terminara. Aquélla era la salvación que llevaban los dothrakis a los hombres cordero.
«Soy de la sangre del dragón», se recordó Daenerys Targaryen, volviendo la vista. Apretó los labios, endureció el corazón, y cabalgó hacia la puerta.
—Casi todos los jinetes de Ogo consiguieron huir —dijo Ser Jorah—. Aun así, nos quedarán al menos diez mil cautivos.
«Esclavos —pensó Dany. Khal Drogo los llevaría río abajo, a alguna de las ciudades que se alzaban en la Bahía de los Esclavistas. Tenía ganas de llorar, pero se obligó a ser fuerte—. Esto es una guerra, así son las guerras, éste es el precio del Trono de Hierro.»
—Le he dicho al khal que debería ir a Meereen —dijo Ser Jorah—. Allí le pagarían mejor que en una caravana de esclavos. Illyrio dice en su carta que el año pasado hubo una epidemia, así que en los burdeles pagan el doble por chicas jóvenes que estén sanas, y el triple por niños de menos de diez años. Si suficientes niños sobrevivieran al viaje, tendríamos oro para comprar todos los barcos necesarios y contratar hombres que los tripulen.
Detrás de ellos, la chica a la que estaban violando lanzó un aullido largo, agudo, desgarrador, que no parecía tener fin. Dany agarró las riendas con fuerza, e hizo que la plata volviera la cabeza.
—Haced que se detengan —ordenó a Ser Jorah.
—¿Khaleesi? —El caballero se había quedado perplejo.
—Ya me habéis oído —dijo—. Detenedlos. —Se volvió hacia su khas y les habló en dothraki—. Jhogo, Quaro, ayudad a Ser Jorah. No quiero violaciones.
Los guerreros se miraron, asombrados. Jorah Mormont acercó su caballo a la yegua de Dany.
—Princesa —dijo—, tenéis un corazón bondadoso, pero no lo comprendéis. Las cosas han sido siempre así. Esos hombres han derramado sangre por el khal. Y quieren cobrar su recompensa.
Al otro lado del camino, la chica seguía gritando en una lengua que Dany no comprendía. El primer hombre había terminado, y otro ocupaba su lugar.
—Es una chica cordero —dijo Quaro en dothraki—. No es nada, khaleesi. Para ella es un honor que la monten los jinetes. Los hombres cordero yacen con ovejas, lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —repitió su doncella, Irri, como un eco.
—Lo sabe todo el mundo —asintió Jhogo, a lomos del alto semental gris que le había regalado Drogo—. Si sus gritos te ofenden, Jhogo te traerá su lengua, khaleesi. —Desenvainó el arakh.
—No quiero que le hagáis daño —replicó Dany—. La exijo para mí. Haced lo que os he ordenado, o tendréis que dar explicaciones a Khal Drogo.
—Ai, khaleesi —respondió Jhogo al tiempo que espoleaba su caballo. Quaro y los demás lo siguieron, en medio del tintineo de las campanillas de sus cabelleras.
—Id con ellos —ordenó a Ser Jorah.
—A vuestras órdenes. —El caballero le dirigió una mirada extraña—. No cabe duda, sois de la misma sangre que vuestro hermano.
—¿Que Viserys? —Dany no comprendió.
—No —replicó él—. Que Rhaegar. —Se alejó al galope.
Dany oyó gritar a Jhogo. Los violadores se rieron de él, y uno le respondió algo también a gritos. El arakh de Jhogo centelleó, y la cabeza del otro hombre cayó rodando por el suelo. Las risas se trocaron en maldiciones, y los jinetes fueron a sacar sus armas, pero en aquel momento llegaron Quaro, Aggo y Rakharo. Vio que Aggo señalaba el punto del camino donde ella se encontraba, a lomos de la plata. Los jinetes la miraron con ojos fríos y negros. Uno escupió. Los demás, refunfuñando, se dirigieron hacia sus monturas.
Mientras tanto, el hombre que estaba poseyendo a la chica cordero no se había detenido, estaba tan concentrado en su placer que no parecía consciente de qué sucedía a su alrededor. Ser Jorah desmontó y lo apartó a un lado bruscamente. El dothraki cayó al suelo embarrado, se levantó al instante con un cuchillo en la mano y murió con una flecha de Aggo en la garganta. Mormont levantó a la chica del montón de cadáveres y la envolvió con su capa manchada de sangre. La llevó hasta donde estaba Dany.
—¿Qué queréis que se haga con ella?
La chica temblaba, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Tenía el pelo sucio de sangre.
—Doreah, cúrale las heridas. No tienes aspecto de jinete, quizá a ti no te tenga miedo. Los demás, seguidme. —Cruzó la destrozada puerta de madera montada en la plata.
Dentro de la ciudad la situación era aún peor. Muchas de las casas estaban ardiendo, y los jaqqa rhan habían cumplido su macabra misión. En las callejuelas estrechas y llenas de recovecos había cadáveres decapitados. Pasaron junto a otras mujeres a las que estaban violando, y ante cada una de ellas Dany tiró de las riendas, ordenó a su khas que pusieran fin a aquello, y exigió que la víctima le fuera entregada como esclava. Una de ellas, una mujer gruesa y de nariz plana, de unos cuarenta años, bendijo a Dany en la lengua común, pero las demás tenían los ojos perdidos. Comprendió con tristeza que le tenían miedo; temían que las hubiera salvado para depararles un destino aún peor.
—No podéis exigirlas a todas como esclavas —dijo Ser Jorah la cuarta vez que detuvieron, mientras los guerreros de su khas guiaban tras ella a las nuevas esclavas.
—Soy la khaleesi, heredera de los Siete Reinos, de la sangre del dragón —le recordó Dany—. No os corresponde a vos decir qué puedo y qué no puedo hacer.
Al otro lado de la ciudad, un edificio se derrumbó en medio de una explosión de fuego y humo. A sus oídos llegaron gritos y aullidos de niños asustados.
Khal Drogo estaba sentado ante un templo cuadrado, sin ventanas, con gruesas paredes de barro y una cúpula bulbosa que parecía una enorme cebolla marrón. A su lado había un montón de cabezas más alto que él. Tenía clavada en el antebrazo una de las flechas cortas de los hombres cordero y la sangre le cubría el lado izquierdo del pecho desnudo como si fuera una mancha de pintura. Sus tres jinetes de sangre estaban a su lado.
Jhiqui ayudó a Dany a desmontar; a medida que su vientre se hacía más voluminoso y pesado, ella se sentía más torpe. Se arrodilló ante el khal.
—Mi sol y estrellas está herido.
El corte del arakh era ancho, pero poco profundo. El pezón izquierdo había desaparecido, y del pecho le colgaba una tira de carne y piel, como si fuera un trapo húmedo.
—Es arañazo, luna de mi vida, hizo arakh de un jinete de sangre de Khal Ogo —dijo Khal Drogo en la lengua común—. Lo maté por eso, y maté a Ogo. —Giró la cabeza, y las campanillas de su cabellera tintinearon—. Eso que oyes es Ogo, y su khalakka Fogo, que pasó a ser khal cuando lo maté.
—Ningún hombre puede enfrentarse al sol de mi vida —dijo Dany—, el padre del semental que monta el mundo.
Un guerrero a caballo se acercó hasta ellos y se bajó de la silla. Habló con Haggo en un dothraki demasiado rápido y furioso para que Dany lo comprendiera. El corpulento jinete de sangre echó un vistazo en dirección a ella antes de volverse hacia su khal.
—Éste es Mago, que cabalga en el khas de Ko Jhaqo. Dice que la khaleesi le ha arrebatado su botín, una hija de corderos a la que iba a montar. —El rostro de Khal Drogo era duro e inexpresivo, pero los ojos que clavó en Dany denotaban curiosidad—. Dime la verdad acerca de esto, luna de mi vida —ordenó en dothraki.
Dany le explicó lo que había hecho en su lengua, con palabras simples y directas, para que el khal la comprendiera mejor. Cuando terminó de hablar, Drogo tenía el ceño fruncido.
—Así es la guerra. Estas mujeres son nuestras esclavas, podemos hacer con ellas lo que nos plazca.
—A mí me place protegerlas —respondió Dany, que empezaba a temer que se había excedido—. Si tus guerreros quieren montar a estas mujeres, que lo hagan con gentileza y las tomen como esposas. Que les den un lugar en el khalasar, y que permitan que engendren a sus hijos.
—¿Acaso el caballo se aparea con la oveja? —preguntó Qotho riéndose. Siempre había sido el más cruel de los jinetes de sangre.
—El dragón se alimenta del caballo y la oveja por igual. —Dany se había vuelto hacia él, furiosa; algo en su tono de voz le había recordado a Viserys.
—¡Cada día es más fiera! —exclamó Khal Drogo sonriente—. Eso es mi hijo, que crece dentro de ella, el semental que monta el mundo la llena con su fuego. Cabalga con cautela, Qotho… si la madre no te abrasa con su aliento, el hijo te arrastrará por el barro. En cuanto a ti, Mago, cuidado con lo que dices. Búscate otra oveja que montar. Éstas son de mi khaleesi. —Hizo ademán de extender un brazo hacia Daenerys, pero una ráfaga de dolor repentino le hizo girar la cabeza.
—¿Dónde están los sanadores? —preguntó Dany, que casi sentía su sufrimiento. Las heridas eran peores de lo que le había dicho Ser Jorah. En el khalasar había dos clases de sanadores: mujeres estériles y esclavos eunucos. Las mujeres de las hierbas se encargaban de las pócimas y los hechizos, y los eunucos del cuchillo, la aguja y el fuego—. ¿Por qué no están atendiendo al khal?
—El khal echó a los hombres sin pelo, khaleesi —le dijo el anciano Cohollo.
Dany vio que el jinete de sangre también estaba herido, tenía un corte profundo en el hombro izquierdo.
—Hay muchos jinetes heridos —dijo Khal Drogo, testarudo—. Que los curen a ellos primero. Esta flecha no es más que la picadura de una mosca, este cortecito apenas una nueva cicatriz de la que alardear ante mi hijo.
Dany veía los músculos del pecho, allí donde la piel los había dejado al descubierto. Por el brazo de la flecha le corría un reguero de sangre.
—Khal Drogo no debe esperar —proclamó—. Jhogo, ve a buscar a esos eunucos, que vengan al momento.
—Dama de Plata —dijo una voz de mujer a su espalda—. Yo puedo curar las heridas del Gran Jinete.
Dany se volvió. La que había hablado era una de las esclavas rescatadas, la mujer gruesa de la nariz plana que la había bendecido.
—El khal no necesita ayuda de mujeres que yacen con corderos —ladró Qotho—. Aggo, córtale la lengua.
Aggo la agarró por el pelo y le puso un cuchillo contra la garganta. Dany alzó una mano.
—No. Es mía. Dejad que hable.
Aggo la miró, luego miró a Qotho. Al final bajó el cuchillo.
—No pretendía ofender a los bravos guerreros. —La mujer hablaba bien el dothraki. La túnica que llevaba había sido de la más ligera y fina de las lanas, llena de bordados, pero en aquel momento estaba manchada de barro y sangre, y desgarrada. Se cerraba con las manos el tejido roto para cubrirse los grandes pechos—. Tengo ciertas habilidades en el arte de curar.
—¿Quién eres? —preguntó Dany.
—Me llaman Mirri Maz Duur. Soy esposa de dios de este templo.
—Una maegi —gruñó Haggo al tiempo que rozaba con el dedo el filo de su arakh.
Dany conocía la palabra, la había oído en un cuento aterrador que le contó Jhiqui una noche, junto a la hoguera. Las maegis eran mujeres que yacían con demonios y practicaban la hechicería más negra, un arte malvado, vil y sin alma, que llegaba a los hombres en la oscuridad de la noche, y les sorbía la vida y la fuerza de los cuerpos.
—Soy sanadora —dijo Mirri Maz Duur.
—Sanadora de ovejas —se burló Qotho—. Sangre de mi sangre, haz matar a esta maegi y espera a los hombres sin pelo.
—¿Dónde aprendiste a curar, Mirri Maz Duur? —Dany hizo caso omiso del exabrupto del jinete de sangre. Aquella mujer anciana, fea, gruesa, no tenía aspecto de maegi.
—Mi madre fue esposa de dios, y me enseñó las canciones y los hechizos que más complacen al Gran Pastor, y a preparar los humos y ungüentos sagrados con hojas, raíces y bayas. Cuando era más joven y hermosa, viajé en una caravana a Asshai de la Sombra, para aprender de sus magos. A Asshai llegaban barcos procedentes de muchas tierras, de manera que allí aprendí las artes de curación de pueblos muy lejanos. Un bardo lunar de Jogos Nhai me regaló sus cantos para el parto, una mujer de vuestro pueblo de jinetes me enseñó la magia de la hierba, el maíz y el caballo, y un maestre de las Tierras de Poniente abrió un cuerpo delante de mí, y me mostró todos los secretos que se ocultan bajo la piel.
—¿Un maestre? —intervino Ser Jorah Mormont.
—Decía llamarse Marwyn —replicó la mujer en la lengua común—. Vino del mar. De más allá del mar. De los Siete Reinos, de las Tierras de Poniente. Donde los hombres son de hierro y reinan los dragones. Me enseñó su idioma.
—Un maestre en Asshai —caviló Ser Jorah—. Dime, esposa de dios, ¿qué llevaba ese tal Marwyn en torno al cuello?
—Una cadena muy apretada, siempre parecía a punto de ahogarlo, Señor de Hierro. Los eslabones eran de muchos metales.
—Sólo los hombres que han aprendido en la Ciudadela de Antigua llevan cadenas así —dijo el caballero volviéndose hacia Dany—, y esos hombres son buenos sanadores.
—¿Y por qué quieres ayudar a mi khal?
—Nos han enseñado que todos los hombres pertenecen al mismo rebaño —respondió Mirri Maz Duur—. El Gran Pastor me envió a la tierra para curar a sus corderos, estén donde estén.
—No somos corderos, maegi. —Qotho abofeteó a la mujer.
—Basta ya —dijo Dany, furiosa—. Es mía. No toleraré que se le haga daño.
—Hay que sacar la flecha, Qotho —gruñó Khal Drogo.
—Sí, Gran Jinete —respondió Mirri Maz Duur al tiempo que se llevaba una mano al rostro magullado—. Y también hay que lavar y coser la herida del pecho, o se pudrirá.
—Pues hazlo —ordenó Khal Drogo.
—Gran Jinete —dijo la mujer—, mis instrumentos y pócimas se encuentran en la casa de dios, donde los poderes de curación son más fuertes.
—Yo te llevaré, sangre de mi sangre —se ofreció Haggo.
—No necesito ayuda de ningún hombre —dijo Khal Drogo con voz alta y orgullosa, apartándolo con un gesto. Se levantó sin ayuda, su altura era tal que los dominaba a todos. La sangre fresca manó de su pecho, allí donde el arakh de Ogo le había cortado el pezón.
—Yo no soy un hombre —susurró Dany que corrió a su lado—. Así que puedes apoyarte en mí.
Drogo le puso una mano enorme en el hombro, y Dany soportó una parte de su peso al caminar hacia el gran templo de barro. Los tres jinetes de sangre los siguieron. Dany ordenó a Ser Jorah y a los guerreros de su khas que vigilaran la entrada para que nadie prendiera fuego al edificio mientras estaban dentro.
Cruzaron una serie de antesalas hasta llegar a la alta cámara central, bajo la cebolla. Una luz tenue entraba por las ventanas ocultas en la parte superior. En los escasos candelabros de las paredes brillaban antorchas humeantes, y el suelo estaba cubierto de pellejos de oveja.
—Es ahí —dijo Mirri Maz Duur, al tiempo que señalaba hacia el altar, una enorme piedra con vetas azules y con grabados en los que se veían pastores y sus rebaños. Khal Drogo se tendió sobre ella. La mujer echó un puñado de hojas secas a un brasero, y la sala se llenó de un humo aromático—. Es mejor que esperéis fuera —dijo a los demás.
—Somos sangre de su sangre —dijo Cohollo—. Esperaremos aquí.
—Has de saber algo, esposa del Dios Cordero. —Qotho dio un paso hacia Mirri Maz Duur—. Haz algún daño al khal, y tú sufrirás el mismo daño. —Desenvainó su cuchillo de despellejar, y le mostró la hoja.
—No le hará ningún mal. —Dany presentía que podía confiar en aquella mujer vieja, fea, de nariz plana. Al fin y al cabo, ella la había salvado de las manos bruscas de sus violadores.
—Pues si vais a quedaros, ayudadme —dijo Mirri a los jinetes de sangre—. El Gran Jinete es demasiado fuerte para mí. Mantenedlo quieto mientras le saco la flecha de las carnes. —Dejó que los harapos de su túnica le cayeran hasta la cintura mientras abría un cofre tallado y rebuscaba entre frascos y cajas, cuchillos y agujas. Cuando por fin estuvo lista, rompió la punta dentada de la flecha, y extrajo el asta sin dejar de entonar cánticos en la lengua monótona de los Ihazareen. Calentó una jarra de vino sobre el brasero hasta que hirvió, y lo derramó sobre las heridas. Khal Drogo la maldijo, pero no se movió. La mujer envolvió la herida de la flecha con un emplasto de hojas húmedas, y se concentró en la herida del pecho, que untó con una pasta color verde claro antes de volver a colocar la piel en su lugar. El khal apretó los dientes y ahogó un grito. La esposa de dios sacó una aguja de plata y una bobina de hilo de seda, y empezó a coser la carne. Cuando terminó, pintó la piel con ungüento rojo, la cubrió con más hojas y envolvió el pecho con un trozo de piel de cordero.
—Deberás recitar las plegarias que te daré, y conservar puesta esta piel de cordero diez días con sus noches —dijo—. Sentirás fiebre, y picores, y cuando estés curado te quedará una gran cicatriz.
—Mis cicatrices son gloria, mujer oveja. —Khal Drogo se sentó y sus campanillas tintinearon. Flexionó el brazo, y frunció el ceño.
—No bebas vino, ni la leche de la amapola —le advirtió—. Sufrirás dolor, pero tu cuerpo debe estar fuerte para combatir a los espíritus venenosos.
—Soy el khal —dijo Drogo—. Escupo sobre el dolor, y bebo lo que quiero. Cohollo, dame mi chaleco.
El jinete de mayor edad salió a cumplir el encargo.
—Antes hablaste de unos cantos para el parto… —dijo Dany a la fea mujer.
—Conozco todos los secretos del lecho ensangrentado, Dama de Plata, y jamás he perdido un bebé —replicó Mirri Maz Duur.
—Se acerca la hora del nacimiento —siguió Dany—. Si estás de acuerdo, quiero que me atiendas tú.
—Luna de mi vida, a un esclavo no se le hacen preguntas —dijo Drogo riéndose—, se le dan órdenes. Hará lo que quieras. —Bajó de un salto del altar—. Vamos, sangre mía. Los sementales llaman, este lugar está en ruinas. Es hora de cabalgar.
Haggo siguió al khal hacia la salida del templo, pero Qotho se demoró lo justo para mirar a Mirri Maz Duur.
—Recuerda, maegi, lo que le pase al khal será lo mismo que te pase a ti.
—Como tú digas, jinete —replicó la mujer al tiempo que recogía las jarras y frascos—. El Gran Pastor vela por su rebaño.