XXIII — Jolenta

La vieja huerta y el jardín de hierbas de más allá habían estado tan silenciosos, tan cargados de abandono, que me recordaron el Atrio del Tiempo, y a Valeria de exquisita cara enmarcada en pieles. La Sala Verde era un pandemónium. Todos estaban ya despiertos, y por momentos parecía que todos estaban gritando. Los niños trepaban a los árboles para abrir las jaulas y liberara los pájaros, perseguidos por las escobas de las madres y los proyectiles de los padres. Se desmontaban tiendas aun mientras continuaban los ensayos, de modo que vi cómo una pirámide de lona rayada, sólida en apariencia, caía al suelo como una bandera floja, y dejaba al descubierto la figura del megaterio, verde como la hierba, levantado sobre las patas traseras y alzando la frente, donde pirueteaba un bailarín.

Calveros y nuestra tienda habían desaparecido, pero en un momento llegó corriendo el doctor Talos y nos llevó de prisa por tortuosos paseos, entre balaustradas y cascadas y grutas de topacios en bruto y musgo floreciente, hasta un anfiteatro de hierba recortada donde el gigante levantaba el escenario bajo los ojos de una docena de ciervos blancos.

Era un escenario mucho más complicado que aquel sobre el que yo había actuado en otra época, dentro de la Muralla de Nessus. Al parecer, los servidores de la Casa Absoluta habían traído madera, clavos, herramientas, pintura y ropa en cantidades muy superiores a las que podíamos utilizar. Esta generosidad había despertado la inclinación del doctor por lo grandioso (que en él nunca dormía profundamente), y ahora alternaba entre ayudamos a Calveros y a mí con las construcciones más pesadas y ponerse frenéticamente a hacer añadidos al manuscrito de su obra.

El gigante era nuestro carpintero, y aunque se movía con lentitud, trabajaba sin interrumpirse y tenía una fuerza enorme (de uno o dos golpes hundía un clavo del grueso de mi dedo índice, y con unos pocos hachazos cortaba un madero que yo hubiera tardado en aserrar toda una guardia, y producía tanto como diez esclavos trabajando bajo el látigo.

Dorcas tenía un talento para la pintura que al menos a mí me sorprendió. Los dos juntos levantamos las placas negras que beben sol, no solamente para almacenar la energía que necesitaremos en la representación de la noche, sino para alimentar los proyectos ahora. Estos aparatos pueden proporcionar con la misma facilidad un fondo de mil leguas o el interior de una choza, aunque la ilusión sólo es perfecta cuando la oscuridad es total. Por tanto, lo mejor es reforzar la escena con decorados, y Dorcas los creaba con habilidad, trabajando de pie sobre montañas, dando pinceladas por las imágenes descoloridas a la luz del día.

Jolenta y yo no éramos tan valiosos. Yo no tenía habilidad de pintor, y poco entendía de las necesidades de la obra, ni siquiera para ayudar al doctor a ordenar nuestro utillaje. Y me parecía que Jolenta se revelaba física y psíquicamente contra todo tipo de trabajo, y desde luego contra éste. Aquellas largas piernas, tan delgadas por debajo de las rodillas y redondas hasta reventar por encima, le alcanzaban apenas para soportar el peso del cuerpo; los pechos protuberantes corrían el constante peligro de que los pezones fueran aplastados entre las maderas o embadurnados con pintura. Tampoco tenía nada de ese ánimo propio de quienes llevan adelante las intenciones de un grupo. Dorcas había dicho que yo había estado solo la noche anterior, y tal vez había acertado más de lo que yo suponía, pero Jolenta estaba todavía más sola. Dorcas y yo nos teníamos a nosotros mismos, Calveros y el doctor arrastraban una tortuosa amistad, y la representación de la obra nos mantenía juntos. Pero Jolenta sólo se tenía a sí misma: una actuación incesante con una única meta, ganar admiración.

Me tocó el brazo y sin hablar me indicó con un movimiento de sus enormes ojos de color esmeralda el borde de nuestro anfiteatro natural, donde un bosquecillo de castaños levantaba unas luminarias blancas entre las pálidas hojas.

Vi que ninguno de los otros estaba mirándonos, y asentí. Después de Dorcas, Jolenta caminando a mi lado me parecía tan alta como Thecla, aunque andaba con pasos cortos en comparación con las zancadas contoneantes de Thecla. Era por lo menos una cabeza más alta que Dorcas, y el tocado la hacía parecer todavía más alta, y llevaba botas de montar con tacones altos.

—Quiero verla —dijo—. Es la única ocasión que voy a tener.

La mentira era evidente, pero fingiendo que le creía, dije: —La ocasión es simétrica. Hoy, y solamente hoy, tiene la Casa Absoluta la oportunidad de verte.

Ella se mostró de acuerdo; yo había enunciado una verdad profunda.

—Necesito a alguien, alguien que dé miedo a aquellos con quienes no quiero hablar. Me refiero a todos esos artistas y enmascarados. Cuando estuviste ausente, nadie venía conmigo más que Dorcas, y a ella nadie la teme. ¿Podrías sacar esa espada y llevarla sobre el hombro?

Así lo hice.

—Si no sonrío, haz que se vayan. ¿Comprendido? Entre los castaños crecía una hierba mucho más alta que la del anfiteatro natural, aunque más blanda que el helecho. El sendero era de guijarros de cuarzo salpicados de oro.

—Si al menos el Autarca me viera, me desearía. ¿Crees que vendrá a la representación?

Asentí para complacerla, pero añadí: —He oído decir que recurre poco a las mujeres, por hermosas que sean, a no ser como consejeras o espías o doncellas de escudo.

Ella se detuvo y se volvió, sonriendo.

—De eso se trata precisamente. ¿No te das cuenta? Puedo hacer que todo el mundo me desee, de manera que él, el Autarca en persona, cuyos sueños son nuestra realidad, cuyas memorias son nuestra historia, me deseará también, aunque sea un afeminado. Tú has deseado a otras mujeres aparte de mí, ¿no? ¿Las deseaste con fuerza?

Admití que sí.

—Y crees que me deseas a mí como las deseaste a ellas. —Echó a caminar de nuevo, con un poco de torpeza, como siempre, pero por el momento estimulada por sus propios razonamientos.— Pero yo pongo tiesos a los hombres y estremezco a las mujeres. Mujeres que jamás han amado a otras mujeres desean amarme, ¿lo sabías? Vienen a nuestras representaciones una y otra vez, y me envían comida y flores, bufandas, chales, pañuelos bordados y notas, oh, notas de un carácter tan fraternal, tan materno. Quieren protegerme, protegerme de mi médico, del gigante, de sus maridos e hijos y vecinos. ¡Y qué decirte de los hombres! Calveros tiene que arrojarlos al río.

Le pregunté si cojeaba, y cuando salimos de los castaños busqué alrededor algo que pudiera ayudarme a transportarla, pero no había nada.

—Tengo los muslos excoriados y me duelen cuando camino. Me han dado un ungüento que me alivia un poco y un hombre me trajo una jaca que no sé por dónde anda ahora. Sólo me encuentro cómoda cuando puedo tener las piernas apartadas.

—Yo puedo llevarte.

Volvió a sonreís, mostrando unos dientes perfectos.

—A los dos nos gustaría eso, ¿verdad? Pero me temo que no parecería muy digno. No, caminaré. Sólo espero no tener que andar mucho. Y de hecho no voy a andar mucho, pase lo que pase. De todos modos, parece que alrededor no hay más que enmascarados. Tal vez la gente importante se levante tarde para acudir a las festividades de la noche. Yo misma tendré que dormir al menos cuatro guardias antes de continuar.

Oí el sonido del agua lamiendo las piedras, y como no tenía otra cosa que hacer fuimos hacia allí. Pasamos por un seto de espinos cuyas flores, como manchas blancas, parecían a la distancia un obstáculo infranqueable, y vi un río no más ancho que una calle y sobre el que se deslizaban unos cisnes como esculturas de hielo. Había un pabellón en ese lugar, y junto a él tres botes, los tres parecidos a grandes nenúfares, y forrados por dentro con un espesísimo brocado, y cuando subí a uno de ellos noté que exudaban un olor de especias.

—Maravilloso —dijo Jolenta—. No les importará que tomemos uno, ¿verdad? Y si les importa, me llevarán ante alguien poderoso, como sucede en la obra, y cuando este alguien me vea, nunca dejará que me vaya. Haré que el doctor Talos se quede conmigo, y tú, si quieres. Te darán algún empleo.

Le dije que tendría que continuar mi viaje hacia el norte y la levanté para subirla al bote, poniéndole el brazo alrededor de la cintura, casi tan estrecha como la de Dorcas.

En seguida se tendió sobre los cojines, donde los pétalos levantados le ensombrecían la cara. Me hizo pensar en Agia, cuando reía al sol mientras descendíamos por los Peldaños de Adamnian y alardeaba del sombrero de ala ancha que llevaría puesto el año que viene. No había nada en Agia que no fuera inferior a jolenta; apenas era más alta que Dorcas, las caderas eran excesivamente anchas y los pechos hubieran parecido magros al lado de la exuberante plenitud de jolenta; los ojos largos y castaños y los pómulos altos parecían ser muestra de agudeza y determinación, antes que pasión y abandono. Y sin embargo, Agia me había dejado en un saludable estado de celo. Cuando reía yo le notaba un deje de desprecio; pero era una risa genuina. La excitación camal le hacía sudar; el deseo de jolenta no era más que deseo de ser deseada, de modo que lo que yo quería no era consolar su soledad, como había querido consolar la de Valeria, ni dar expresión a un amor doliente como el que había sentido por Thecla, ni protegerla como quería proteger a Dorcas, sino avergonzarla y castigarla, conseguir que perdiera el dominio de sí misma, llenarle los ojos de lágrimas y quemarle el cabello, así como se quema el cabello de los cadáveres para atormentar a los espíritus que los han abandonado. Se había jactado de convertir a las mujeres en tríbadas. Casi llegó a hacer de mí un algófilo.

—Sé que ésta es mi última actuación. Seguro que entre el público habrá alguien… — Bostezó y se estiró. Parecía tan cierto que el tenso corpiño no podría contenerla que aparté los ojos. Cuando volví a mirar, estaba dormida.

El bote arrastraba detrás un fino remo. Lo cogí y descubrí que a pesar de la circularidad del casco que emergía del agua, debajo había una quilla. En el centro del río la corriente era bastante fuerte, y yo no tenía más que guiar nuestro lento avance por una serie de meandros que se torcían graciosamente. Así como el encapuchado y yo pasamos sin ser vistos a través de habitaciones, alcobas y arcadas cuando me acompañó por los caminos escondidos de la Segunda Casa, así ahora la dormida Jolenta y yo, sin ruido ni esfuerzo, casi totalmente inadvertidos, recorríamos leguas de jardines. Había parejas tendidas sobre el blando césped debajo de los árboles y en la comodidad más refinada de los cenadores, y nuestra embarcación no parecía antojárseles más que una decoración que la corriente transportaba ociosamente para deleite de todos ellos. Y si veían mi cabeza por encima de los pétalos curvados, nos creían dedicados a nuestros propios asuntos. Filósofos solitarios meditaban sobre rústicos asientos, y en triforios y arboriums continuaban ininterrumpidas reuniones que no eran invariablemente eróticas.

Acabé resentido por el dormir de Jolenta. Dejé el remo y me arrodillé junto a ella en los cojines. Tenía una pureza en el rostro dormido que yo nunca le había visto en los momentos en que estaba despierta. La besé, y sus ojos enormes, apenas abiertos, me recordaron los largos ojos de Agia, y su cabello rojo y dorado pareció casi castaño. Le desabroché el vestido. Parecía medio drogada, ya fuera por efecto de algún soporífero en los cojines amontonados o meramente por la fatiga acumulada en nuestro camino al aire libre y el peso de semejante volumen de carne voluptuosa. Le liberé los pechos, cada uno de los cuales era casi tan grande como su propia cabeza, y los amplios muslos, que parecían contener entre ellos un polluelo de pocos días.


Cuando regresamos, todos sabían dónde habíamos estado, aunque dudo que a Calveros le interesara. Dorcas lloraba a solas, desapareciendo durante un rato para volver a aparecer con los ojos hinchados y una sonrisa de heroína. Creo que el doctor Talos estaba a la vez furioso y divertido. Me dio la impresión (que mantengo hasta hoy) de que nunca había gozado a Jolenta, y que de todos los hombres de Urth, sólo a él se hubiera entregado ella con toda su voluntad.

Pasamos las guardias que quedaban antes de anochecer escuchando al doctor Talos conversar con varios funcionarios de la Casa Absoluta, y ensayando. Puesto que ya he dicho algo de lo que representa actuar en la obra del doctor Talos, me propongo presentar aquí una aproximación del texto, no como aparecía en los fragmentos de papel manchado que esa tarde nos pasábamos de mano en mano, y que a menudo sólo sugería algún tipo de improvisación, sino como podría haber sido registrado por algún diligente escribano que se encontrara entre el público, y como, de hecho, quedó registrado por el testigo demónico que habita detrás de mis ojos.

Pero antes tienes que imaginar nuestro teatro. Los inquietos márgenes de Urth habían vuelto a subir una vez más por encima del disco rojo. Unos murciélagos de largas alas aleteaban por encima de nosotros, y en el cielo oriental colgaba el verde cuerno de la luna. Imagina un valle pequeño, de unos mil pies de anchura, situado entre colinas ondeantes cubiertas del césped más blando. Hay puertas en estas colinas, algunas de ellas no más anchas que la entrada a una habitación privada corriente, otras tanto como las puertas de una basílica. Estas puertas están abiertas, y de ellas emana una luz neblinosa. Hacia el pequeño arco de nuestro proscenio descienden unos tortuosos senderos enlosados; están salpicados de hombres y mujeres con fantásticos atuendos, como en una mascarada, atuendos que proceden en gran parte de edades remotas, de manera que yo, cuyas nociones de historia se limitan escasamente a las que me impartieron Thecla y el maestro Palaemón, apenas los reconozco. Entre esta gente enmascarada se mueven servidores que llevan bandejas cargadas de copas y vasos, y de montones de carnes y pastas de delicioso aroma. Frente a nuestro escenario hay asientos negros de terciopelo y de ébano, delicados como criquets, pero en el auditorio hay muchos que prefieren estar de pie; a lo largo de nuestra actuación los espectadores van y vienen sin interrupción, y muchos de ellos no se paran a oír más que una docena de líneas. En los árboles cantan las hilas y gorjean los ruiseñores, y en lo alto de las colinas las estatuas andantes se mueven lentamente en distintas posturas. Todos los papeles de la obra son interpretados por el doctor Talos, Calveros, Dorcas, Jolenta o yo.

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