V — El arroyo

Esa tarde, Jonas y yo cenamos solos en nuestra habitación. Vi que era agradable ser popular y conocido de todos; pero también es cansador, y uno acaba hartándose de responder una y otra vez a las mismas preguntas simplistas y de rechazar cortésmente las invitaciones a beber.

Había habido un pequeño desacuerdo con el alcalde acerca del pago que yo había de recibir; yo había entendido que además de la cuarta parte que se me dio al contratarme, recibiría una paga completa por cada cliente muerto, mientras que el alcalde pretendía según dijo, que se me pagara sólo cuando hubiera dado cuenta de los tres. Yo nunca hubiera estado de acuerdo con eso, y menos ahora que conocía la advertencia del hombre verde (y que por lealtad a Vodalus yo había callado). Pero cuando amenacé con no aparecer a la tarde siguiente, recibí mi paga y todo se resolvió en paz.

Ahora, Jonas y yo nos encontrábamos acomodados frente a una fuente humeante y una botella de vino, la puerta estaba cerrada con cerrojo y el posadero recibió instrucciones de negar que yo estuviese en el establecimiento. Me hubiera encontrado perfectamente a gusto si el vino de mi copa no me hubiera recordado tan vívidamente ese otro vino, mucho mejor, que Jonas había descubierto en el aguamanil la noche anterior después que yo hube examinado la Garra en secreto.

Jonas, observándome, creo, mientras yo miraba el pálido fluido rojo, llenó su copa y dijo: —Has de recordar que no eres responsable de las sentencias. Si no hubieras venido aquí, los hubieran castigado de todos modos, y probablemente habrían sufrido más en manos no tan expertas.

Le pregunté si sabía de qué estaba hablando.

—Veo que… te inquieta lo que hoy sucedió.

—Pensé que todo había estado bien.

—Ya sabes lo que dijo el pulpo cuando salió de la cama de algas de la sirena: «No discuto tu habilidad, al contrario. Pero podrías alegrar un poco más esa cara».

—Cuando ha pasado, siempre nos encontramos un poco deprimidos. Eso es lo que siempre dijo el maestro Palaemón, y en mi caso lo he comprobado. Él decía que se trataba de una función psicológica puramente mecánica, y por entonces eso me pareció un oximorón, pero ahora no estoy seguro de que no tuviera razón. ¿Viste lo que pasó o te tuvieron muy ocupado?

—Estuve en los escalones detrás de ti la mayor parte del tiempo.

—Entonces estabas en un buen sitio y pudiste verlo todo; no hubo contratiempos después que decidimos no esperar la silla. Me aplaudieron por lo bien que lo hice y me convertí en un foco de admiración. A eso sigue una sensación de decaimiento. El maestro Palaemón solía hablar de melancolía de multitudes y de melancolía de la corte, y dijo que a algunos nos afectan las dos, a otros ninguna, y a otros una, pero no la otra. Bueno, pues yo tengo melancolía de multitudes, y no creo que en Thrax se me presente la oportunidad de descubrir si también tengo o no melancolía de la corte.

—¿Y qué es eso? —Jonas estaba mirando el vino de su copa.

—En ocasiones un torturador, por ejemplo un maestro de la Ciudadela, entra en contacto con exultantes del más alto grado. Supón que hay un prisionero sumamente sensible que quizás está en posesión de información importante. Es probable que se delegue en un oficial de alto grado la asistencia al examen de ese prisionero. Muy frecuentemente tendrá poca experiencia con las operaciones delicadas, de modo que le preguntará al maestro y quizá le confiese algunos temores en relación con el temperamento o la salud del sujeto. En tales circunstancias, un torturador se cree el centro de todo…

—Y después se siente deprimido cuando todo acaba. Sí, creo que lo entiendo.

—¿Has visto alguna vez una actuación en que todo sale mal?

—No. ¿No vas a comer nada de carne?

—Yo tampoco las he visto, pero he oído hablar de ellas y por eso me encontraba tenso. De casos en que el cliente ha escapado y ha huido entre la multitud, de casos en que fueron necesarios varios golpes para partir el cuello, de casos en que un torturador perdió la confianza en sí mismo y no pudo proseguir. Cuando salté a ese cadalso, no había manera de saber si me pasarían algunas de esas cosas. Si me hubieran pasado, quizás estaría acabado para toda la vida.

—«En todo caso, es un modo terrible de ganarse el sustento.» Eso, ¿sabes?, es lo que dijo el árbol del espino al alcaudón.

—Realmente no… —Me interrumpí porque vi algo que se movía en el lado más alejado del cuarto. Al principio pensé que era una rata, animal por el que siento mucha aversión, pues he visto muchos clientes mordidos en las mazmorras de nuestra torre.

—¿Qué es?

—Algo blanco. —Fui al otro lado de la mesa. Una hoja de papel. Alguien la ha metido por debajo de la puerta.

—Debe de ser otra mujer que quiere dormir contigo —dijo Jonas, pero yo ya tenía la hoja en la mano. Se trataba sin duda de la escritura delicada de una mujer, en tinta grisácea sobre pergamino. La acerqué a la vela para leerla.


Queridísimo Severian:

Uno de estos amables hombres que me está ayudando me ha dicho que te encuentras en la villa de Saltus, no muy lejos. Parece demasiado hermoso para que sea verdad, pero ahora tengo que saber si puedes perdonarme.

Te juro que los sufrimientos que hayas soportado por mí no fui yo quien los eligió. Desde el principio quise contártelo todo, pero los demás se opusieron desde el principio. Consideraron que sólo deberían saberlo quienes tuvieran que saberlo (o sea, nadie más que ellos) y por último me dijeron sin rodeos que si no les obedecía en todo abandonarían el plan y me dejarían morir. Yo sabía que tú morirías por mí, y así que me atreví a esperar que si hubieras podido escoger, hubieras escogido sufrir por mí también. Perdóname.

Ahora estoy lejos y casi libre. Soy dueña de mi persona, en tanto que sólo obedezco las sencillas y humanas instrucciones del Padre Inire. Por tanto, te lo contaré todo, esperando que cuando lo sepas me perdonarás de verdad.

Ya sabes lo de mi arresto. Recordarás con cuánto celo procuraba mi bienestar tu maestro Gurloes, y cuán frecuentemente visitaba mi celda para hablarme o me llamaba para que él y los demás maestros me interrogaran. Esto se debía a que mi protector, el buen Padre Inire, le había encargado ser estrictamente atento conmigo.

Al fin, cuando quedó claro que el Autarca no me liberaría, el Padre Inire se propuso hacerlo él mismo. Desconozco de qué amenazas fue objeto el maestro Gurloes o qué sobornos le ofrecieron. Pero bastaron, y pocos días antes de mi muerte (como tú creías, querido Severian) él me explicó cómo se dispondría todo. Por supuesto, no bastaba con que yo fuera liberada. Era necesario también que no me buscasen. Eso significa que por fuerza tenía que parecer que yo estaba muerta; sin embargo, el maestro Gurloes había recibido instrucciones estrictas de no dejarme morir.

Ahora podrás imaginarte cómo conseguimos sortear esa maraña de impedimentos. Se dispuso someterme a un ingenio cuya acción no fuera más que interna, y antes el maestro Gurloes lo desarmó para que yo no sufriera ningún daño real. Cuando me creyeras agonizante, yo debía pedirte algo que terminara con mi lastimosa existencia. Todo sucedió como estaba planeado. Tú me diste el cuchillo, me hice un corte superficial en el brazo, me arrastré cerca de la puerta para que corriera algo de sangre por debajo, y después me manché de sangre la garganta y me extendí sobre la cama para que me vieras así cuando miraras dentro de la celda.

¿Lo hiciste? Yo yacía con la quietud de la muerte. Tenía los ojos cerrados, pero me pareció sentir tu dolor cuando me viste allí. Estuve a punto de llorar, y ahora recuerdo el miedo que tuve de que vieras mis lágrimas. Al fin oí que te ibas. Me vendé el brazo y me lavé la cara y el cuello. Después de algún tiempo, el maestro Gurloes acudió y me sacó de allí. Perdóname.

Ahora he de verte de nuevo, y si el Padre Inire consigue el perdón para mí, como solemnemente se ha comprometido a hacerlo, no hay ninguna razón para que volvamos a separarnos. Pero acude en seguida a mí; estoy esperando a un mensajero, y si llega he de volar a la Casa Absoluta para arrojarme a los pies del Autarca, cuyo nombre sea un bálsamo tres veces loado para las abrasadas frentes de sus siervos.

No le hables a nadie de esto; ve desde Saltus hacia el noroeste hasta que encuentres un arroyo que avanza serpenteando hacia el Gyoll. Sigue la corriente, y verás que sale de la boca de una mina.

Aquí he de comunicarte un grave secreto, que en modo alguno has de revelar a los demás. En esta mina el Autarca esconde un tesoro: allí ha amontonado grandes sumas de monedas acuñadas, lingotes y gemas en previsión de que llegue un día en que se vea obligado a huir del Trono Fénix. El tesoro lo guardan ciertos servidores del Padre Inire, pero no debes tenerles miedo. Se les ha dado instrucciones para que me obedezcan y les he hablado de ti ordenándoles que te permitan pasar sin oponer resistencia. Así, pues, cuando entres en la mina sigue el curso de agua hasta que llegues a su fin, allí donde mana de una piedra. Ahí te espero y de ahí te escribo, con la esperanza de que perdones a tu

THECLA


Me siento incapaz de describir la alegría que sentí cuando leí y releí esta carta. Jonas, que miraba mi cara, saltó al principio de la silla, pensando quizá que iba a desmayarme; después se retiró como si huyera de un lunático. Cuando por fin doblé la carta y la metí en el bolsillo de mi cinturón, él no me hizo ninguna pregunta (pues Jonas era un verdadero amigo), aunque me indicó con la mirada que estaba dispuesto a ayudarme.

—Necesito tu animal —le dije—. ¿Me lo puedo llevar?

—Encantado. Pero…

Yo ya estaba abriendo la puerta.

—No puedes venir. Si todo va bien, procuraré devolvértelo.

Cuando bajé corriendo las escaleras y entré en el patio, la carta me hablaba con la voz misma de Thecla; y cuando entré en el establo ya me había convertido en un verdadero lunático. Busqué el petigallo de Jonas, pero en su lugar, ante mí, descubrí un gran corcel, la altura de cuyo lomo rebasaba la de mis ojos. No tenía ni idea de quién podía haberlo montado en esta villa pacífica, y no lo pensé. Sin dudarlo un momento, lo monté de un brinco, desenvainé Terminus Est, y de un tajo cercené las riendas que lo ataban.

Jamás he visto una montura mejor. En un salto estuvo fuera del establo, y en dos, arremetiendo hacia la calle de la villa. Durante el espacio de un aliento temí que tropezara en la cuerda de alguna tienda, pero en su galope tenía la seguridad de una bailarina. La calle corría hacia el este, hacia el río. Tan pronto como hubimos dejado atrás las casas, le hice ir hacia la izquierda. Saltó un muro como si nada, y me encontré atravesando a todo galope un prado donde los toros levantaban los cuernos a la verde luz de la luna.

Ahora no soy un gran jinete y entonces lo era menos. A pesar de lo elevado de la silla de montar, creo que me hubiera caído de un animal más bajo antes de recorrer media legua, pero mi corcel robado se movía, a pesar de toda su velocidad, con la levedad de una sombra. Y, en verdad, una sombra debíamos parecer, él, con su piel negra, yo, con mi capa fulígina. No frenó su carrera hasta que atravesamos chapoteando el arroyo a que se refería la carta. Allí me detuve, en parte agarrando el ronzal, pero más con palabras, a las que él atendía como un hermano. No había sendero ni a uno ni a otro lado del río, y no lo seguimos mucho trecho cuando los árboles ocuparon las riberas. Entonces llevé al animal por el arroyo (aunque él se resistía), donde avanzamos por entre aguas agitadas y espumosas como si subiéramos por peldaños, y nadáramos en remansos profundos.

Durante más de una guardia de tiempo, vadeamos este arroyo pasando por un bosque muy parecido al que Jonas y yo habíamos atravesado cuando nos separamos de Dorcas, el doctor Talos y los demás en la Puerta de la Piedad. Después, las riberas se hicieron más anchas y accidentadas, los árboles más pequeños y retorcidos. En la corriente habían guijarros, de bordes rectos, y supe que habían sido hechos por manos humanas y que nos encontrábamos en la región de las minas, sobre las ruinas de una gran ciudad. Nuestro camino se hizo más empinado, y a pesar de todo su brío, el animal resbaló varias veces sobre las piedras, de modo que me vi obligado a desmontar. Atravesamos así una serie de pequeñas y extrañas oquedades, todas oscuras en los costados sombríos, pero también moteadas aquí y allá de luz verde de luna, todas sonoras con el sonido del agua, pero sólo con él, y por lo demás envueltas en silencio.


Por último, entramos en un valle más pequeño y estrecho que los otros, y en el extremo del valle, a una cadena de donde la luz de la luna rebosaba sobre una pronunciada elevación, vi la oscuridad de una abertura. Allí nacía el arroyo, de allí manaba como saliva de los labios de un titán petrificado. Junto al agua encontré una superficie de terreno bastante nivelada como para que mi montura se mantuviera erguida, y conseguí atarla allí, anudando lo que quedaba de las riendas a un árbol achaparrado.

No cabe duda que tiempo atrás se accedió a la mina con ayuda de un caballete de madera, que hacía ya tiempo se había podrido. Aunque a la luz de la luna la escalada parecía imposible, conseguí encontrar unos cuantos puntos de apoyo para los pies en el antiguo muro, y lo escalé por uno de los lados de la cascada de agua.

Ya tenía las manos dentro de la abertura cuando oí, o creí oír, un ruido que venía del arroyo, detrás de mí. Me detuve y volví la cabeza. La tromba de agua habría ahogado cualquier ruido menos perentorio que un toque de corneta o que una explosión; pero sin embargo yo había notado algo, la nota de una piedra que cae sobre otra, quizás, o el ruido de una zambullida.

El arroyo parecía tranquilo y silencioso. Entonces vi que mi corcel cambiaba de posición, y por un momento la orgullosa cabeza y las orejas empinadas hacia delante se irguieron a la luz. Imaginé que lo que había oído no era más que el golpe de las herraduras contra la piedra, y que el animal coceaba descontento por haber sido atado con una rienda corta. Me escurrí dentro del túnel, y más tarde supe que de este modo había salvado mi vida.


Por poco seso que tenga, cualquier hombre que, como yo, sabe que ha de internarse en un lugar semejante, habría llevado una linterna y una cierta cantidad de velas. Pero el pensamiento de que Thecla aún vivía me había arrebatado de tal manera que no disponía de ninguna, así que avancé arrastrándome en la oscuridad, y no hube dado aún doce pasos cuando la luz de la luna del valle desapareció detrás de mí. Mis botas estaban en el agua, así que caminé como cuando había conducido a mi diestrero por la corriente. Llevaba a Terminus Est colgada al hombro izquierdo, y no temía que la punta de la vaina pudiera mojarse en la corriente, ya que el techo del túnel era tan bajo que yo avanzaba inclinado hacia delante. Así continué durante largo rato, siempre temiendo haberme equivocado de camino y que Thecla me esperara en otro lugar, y que me siguiera esperando en vano.

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