Niña Carmen era hija de don Álvaro de Ibarra, y había nacido en la ciudad de Quito, antigua capital de la Provincia Norte del Imperio Incaico, en la que se decía que había nacido, también, fruto de los amores del emperador Huayna Capac con una nativa, el Príncipe Atahualpa, que más tarde le disputaría el trono a su hermano mayor, Huascar.

Huascar moriría a manos de Atahualpa, éste en el patíbulo de Pizarro, Pizarro bajo los puñales asesinos de los partidarios de su antiguo amigo Almagro, y Almagro había sido a su vez ajusticiado previamente por el propio Pizarro.

Se diría que aquella larga cadena de sangre, muertes y violencia, había marcado de un modo trágico a la ciudad de Quito y a la familia Ibarra, ya que el hermano mayor de Niña Carmen, Alejandro, había caído con el corazón atravesado de una cuchillada, en un estúpido duelo, y su tío Juan a manos de unos salteadores.

Y es que se aseguraba que, por parte de su abuela materna Carmen de Ibarra — Niña Carmen para los conocidos — llevaba en sus venas algo más que algunas gotas de sangre de la estirpe de Atahualpa, y una rama de los Ibarra estuvieron también emparentados con otra rama de los Pizarro.

El resultado de semejante mezcla de razas, había sido una muchacha no demasiado alta, pero de marcada y provocativa silueta, rostro alargado, nariz levemente aguileña y boca sensual y prometedora. Una mata de espeso cabello negrísimo le caía, liso, hasta casi la cintura, ocultándole a menudo la mitad del rostro; un rostro en el que brillaban dos ojos enormes, oscuros y enigmáticos, cuya forma de mirar estaba considerada como la más subyugante y misteriosa de la ciudad.

En conjunto, nadie se habría atrevido a clasificar a Niña Carmen como clásica belleza criolla, pero resultaba evidente que no existía en Quito, ni en todo lo que había sido en su tiempo Reino del Norte, una muchacha a la que pretendieran más hombres, ni que despertase, con su sola presencia, pasiones más ardientes.

Por todo ello, y como cabía esperar, a los dieciocho años Carmen de Ibarra eligió entre sus múltiples admiradores y decidió casarse con Rodrigo de San Antonio, el más guapo, arrogante, simpático, generoso, noble e inteligente de los ricos herederos de la región, cuyo padre poseía vastas haciendas en Ambato, Loja y Zamora.

La boda, fastuosa, atrajo a todo el que «era alguien» de Lima a Cartagena de Indias, y la pareja se estableció en San Agustín, una hermosa hacienda-palacio al pie del volcán Cotopaxi, a una jornada a caballo de la capital.

El lugar parecía elegido por los dioses para que disfrutaran de todo cuanto esos mismos dioses habían desparramado sobre la tierra para hacerles la vida más dichosa, y allí encerrados, sin mostrarse apenas, enamorados hasta un extremo casi enfermizo, vivían el uno para el otro en una suerte de mutua posesión obsesiva, convertidos en un ser único y perfecto que se alimentaba de sí mismo en una especie de maquiavélico rito de antropofagia amorosa.

Pero un día, justamente la mañana en que cumplía veintiún años, Niña Carmen descubrió que necesitaba sentirse libre, ser sólo ella misma, escapar de aquel círculo que había contribuido a crear, y demostrarse — o demostrar al mundo — que no había pasado a convertirse en propiedad privada de su esposo pese a que Rodrigo de San Antonio hubiera pasado a convertirse en su propiedad privada.

Lo meditó durante dos días y dos noches en las que una ronca voz parecía aconsejarle, decidió que le apetecía hacer el amor con su primo Roberto, del que siempre supo que estaba profundamente enamorado de ella pero al que nunca había hecho el menor caso, se fue a buscarle y se acostó con él.

Repitió la aventura cinco o seis veces en dos semanas, dejó pasar un mes y se lo contó a Rodrigo.

En un principio el pobre muchacho se negó a creerla. Al fin, ante su insistencia y el lujo de detalles, se rindió, abrumado, a la realidad, y trató, estupefacto, de comprender los motivos.

— Me apeteció — fue la respuesta.

— Pero ¿por qué…? — insistió angustiado —. ¿Es que ya no me amas? ¿Es que no he sabido hacerte feliz…?

— Sí… — admitió Carmen de Ibarra con naturalidad —. Te quiero más que a nada en este mundo, continúo enamorada de ti, y me haces muy feliz en todo… Pero quise hacerlo, y lo hice.

— ¿Así sin más…?

— Así sin más… — admitió —. Me sentía demasiado ligada a ti demasiado prisionera de nuestro amor, y necesitaba saber lo que significaba ser libre… — Hizo una pausa —. De pronto, descubrí que te pertenecía incluso en mis más secretos pensamientos, y habías invadido mi intimidad, aposentándote en ella como amo absoluto… — Apartó los visillos y contempló a través del amplio ventanal la cumbre del hermoso volcán eternamente nevado. Sin mirarle, añadió —: Y decidí demostrarme a mí misma que podía expulsarte cuando quisiera…

— Pero yo no hice eso a la fuerza… — protestó Rodrigo de San Antonio —. Y a cambio de ello consentí en que tú fueras también dueña absoluta de mí, mis secretos y mi intimidad…

— Saber que estoy en ti, no me compensa por el hecho de saber que estás en mí… — argumentó Niña Carmen con tranquilidad —. Es mi libertad la que me inquieta, no la tuya.

— Eso no tiene sentido.

— Sí que lo tiene para mí… Y soy yo quien decide. Acabo de cumplir veintiún años, y no quiero que un día, a los sesenta quizá, me detenga a pensar en mi vida v descubra, demasiado tarde, que me limité a ser esclava dé un hombre y unos sentimientos. Nací libre, y pretendo continuar sintiéndome libre, pese a quien pese…

— ¿Aunque a causa de ello pierdas cuanto amas…? — quiso saber él.

Asintió con firmeza:

— Aun así.

Fue la última frase que cruzaron en su vida. Rodrigo de San Antonio dio media vuelta, abandonó el amplio salón acristalado desde el que tantas veces había contemplado la puesta de sol sobre las laderas del Cotopaxi, y, ya en el exterior, se volvió a mirarla, en pie junto a su caballo, con la mano firmemente apretada sobre la culata de su pistola. Pero pareció comprender que no podía matar a quien tanto amaba, rompió a llorar, subió a la silla y se alejó para siempre de su casa.

Rodrigo de San Antonio vagó por Quito durante dos largos año como borracha sombra de sí mismo, se embarcó más tarde en una loca aventura amazónica a la búsqueda del fabuloso tesoro del general Rumiñahui, y murió, comido por los mosquitos y la malaria, a orillas del río Aguaruna, sin haber llegado a comprender aún en qué se había equivocado.

Por su parte, Carmen de Ibarra — aún seguía siendo Niña Carmen para algunos — regresó a casa de sus padres, se negó a dar cualquier clase de explicación sobre el fracaso de su matrimonio, ni aun a su hermana, viuda, con la que compartía las largas horas de soledad y silencio, y se negó, igualmente en redondo, a recibir las visitas de su ansioso y enamorado primo Roberto.

Al conocer la muerte de su esposo, se vistió de luto y asistió, impasible, a los funerales por su alma, pese a que su hermana comprobó, desconcertada, que pasó luego meses llorando silenciosamente en la soledad de su alcoba.

Su padre, el altivo y severo don Álvaro, se convirtió a partir de entonces en un ser desconcertado y mustio, encorvado y cabizbajo, que parecía vivir avergonzado ante el mundo por culpa de un delito cometido por su hija, y del que nadie sabía darle una auténtica explicación.

Año y medio más tarde, finalizado el luto por Rodrigo, Niña Carmen decidió emprender un largo viaje que le ayudara a olvidar, y embarcó en Guayaquil, con destino a Panamá para cruzar el istmo y seguir rumbo a España.

Allí, en un baile de la Corte, conoció a Germán de Arriaga, un maduro aventurero de dudosa moral y pasado algo turbio, del que se enamoró y al que se entregó en poco más de una semana.

De modo sorpresivo, y pese a su reconocida experiencia en asuntos de faldas y su fama de bribón en tal aspecto, el caballero de Arriaga perdió también la cabeza por la joven criolla, convirtiéndose muy pronto ambos en la pareja más desconcertante y al propio tiempo feliz de la capital del reino.

Afortunado en los negocios, dinámico y bien relacionado, Germán de Arriaga sentó cabeza, empezó a olvidar pasados devaneos que le impedían sacar un mejor provecho de sí mismo y concluyó por pronunciar una palabra que se había jurado que jamás escaparía de sus labios: matrimonio.

— Necesito pensarlo… — replicó Niña Carmen.

— ¿Pensar qué…? — protestó él vehemente —. Nos llevamos bien tanto en la alcoba como fuera de ella, y puedo ofrecerte una vida cómoda y holgada… ¿Qué más se necesita si los dos somos libres…?

— Eso… Ser libres…

Germán de Arriaga no lo entendió en un principio, imaginó que no era más que una frase hecha o una cierta coquetería femenina al no querer rendirse al primer embate, y dejó pasar un cierto tiempo, seguro como estaba de los sentimientos de ambos.

Grande fue su sorpresa, por tanto, cuando, al regresar de un corto viaje de negocios, Carmen de Ibarra le comunicó con absoluto desparpajo y naturalidad:

— El conde de Rioseco me ha invitado a conocer su hacienda en Sevilla y he aceptado… Nos vamos mañana.

Pese a su larga experiencia con respecto a las mujeres, y un reconocido aplomo que le había permitido en una ocasión ganar una fortuna a los naipes, el caballero de Arriaga tuvo que tomar asiento, desconcertado, y sacudir por dos veces la cabeza antes de balbucear incrédulo:

— ¿Cómo has dicho…?

— Que me voy a Sevilla con el conde de Rioseco.

— ¡No hablas en serio…!

— Completamente en serio… Tengo preparado el equipaje y me recogerá al amanecer…

— Pero ¿por qué…?

— Porque me apetece…

— ¿Qué quieres decir con eso de que te apetece…?

— Eso exactamente… Me apetece, y como soy libre de hacerlo, lo hago…

— Sin importarte lo que yo sienta o lo que yo piense…

— No tienes por qué pensar o sentir nada… El conde es un amigo, y voy con él porque me resulta ameno, interesante y divertido… — le observó con cierta sorpresa —. ¿Qué tiene de malo el viaje…?

— Que conozco al conde de Rioseco… — fue la respuesta —. Lo mismo se acuesta con la mujer de un amigo, que con su amigo, y su casa es famosa por las orgías que organiza…

— Lo sé — admitió ella —. Pero eso no quita para que su conversación me distraiga… Y te garantizo que no va a acostarse conmigo mientras yo no desee acostarme con él, lo que no es muy probable que ocurra… Como hombre no me atrae, puesto que estoy enamorada de ti…

La observó estupefacto.

— ¿Enamorada de mí y te vas con otro…?

— Por eso mismo lo hago. Necesito sentirme libre para hacerlo, saber que no dependo de ti; que, pese a quererte, desearte constantemente y necesitar que me hagas el amor a todas horas, continúo siendo dueña de mí misma y si me apetece hacer algo, lo hago.

— ¿Aunque eso me hiera…?

— Aun así…

— No consigo entenderte…

— Nunca te he pedido que me entiendas… — dijo —. Tan sólo que aceptes cómo soy… — le miró largamente, con aquella mirada suya, oscura, profunda y misteriosa —. Y ahora, lo que deseo es que me tomes en brazos, me lleves a la alcoba y me hagas el amor como tú sabes…

— No podré sabiendo que mañana te vas con otro.

— Sí podrás… Estoy segura. — Hizo una pausa —. Pero quiero que tengas bien presente. que el que te desee no me hace cambiar de idea. Mañana iré a Sevilla.

Hicieron el amor. Como nunca antes lo habían hecho, apasionada y casi desesperadamente, y ella repitió una y otra vez que le amaba, que era suya, y que nada podía existir más portentoso que vivir aquellos momentos.

Se durmieron satisfechos y agotados, pero a media mañana, al despertar, Germán de Arriaga descubrió, estupefacto, que en efecto, Niña Carmen se había marchado al amanecer.

Otro hombre con menos aplomo o experiencia tal vez hubiera acabado suicidándose, ya que vivió los días más exasperantes, vacíos y dolorosos de su vida pese a que trató de buscar, en sus antiguas amantes, consuelo a sus desdichas. Fue como un sueño o una amarga pesadilla de la que renació al fin un mes más tarde, seguro de sí mismo, y decidido a olvidar por completo a la criolla.

Pero la criolla volvió a buscarle, le dijo que le amaba y le necesitaba; le aseguró que nada había ocurrido entre ella y el conde de Rioseco, y que estaba decidida a aceptar su proposición de matrimonio si aún la mantenía en pie.

Todo volvió a su cauce, y todo fue nuevamente hermoso y apasionado, olvidados los pasados nubarrones, hasta que quince días antes de la boda, ella anunció, inesperadamente, que el conde la había invitado a un nuevo viaje y se marchaba.

El caballero de Arriaga nada dijo. Mandó enganchar su carruaje, y emprendió un largo periplo por Europa, para ir a morir en Florencia, al verano siguiente, víctima de la peste.

Carmen de Ibarra — casi nadie la llamaba ya Niña Carmen — aguardó su regreso durante un año, pero al conocer la noticia de su muerte, se vistió nuevamente de luto y emprendió el regreso a Quito, donde se encerró en su casa a recordar al hombre que había amado, y a contemplar, impotente, la lenta agonía de su destruido padre, que se consumía, de tristeza y vergüenza, incapaz de reaccionar, arruinado y solo.

A veces, Carmen de Ibarra se preguntaba a sí misma si aquellas desesperadas ansias de escapar de todo y sentirse libre la compensaban por lo que sufría luego y hacía sufrir a los demás pero nunca encontró respuesta satisfactoria a tal pregunta.

Ni siquiera ella misma comprendía las razones de su rebeldía y del loco impulso incontrolable que la desquiciaba, cubriendo su mente con una especie de oscuro velo impenetrable a toda luz o todo razonamiento. Cuantas veces alcanzaba la felicidad, la rechazaba, y aunque más tarde se odiara por ello, no podía frenar su desbocada carrera hacia la autodestrucción, cuando aquella voz ronca y profunda gritaba en su interior ordenándole romper con todo y emprender una insensata huida hacia la libertad.

A solas en el abandonado jardín — su hermana se había vuelto a casar y vivía ahora en Latacunga —, pasaba revista una vez mas a sus recuerdos, evocando los rostros de los hombres que había amado, y retrocediendo a los días felices en la hacienda del Cotopaxi, o el hermoso viaje que hiciera con Germán de Arriaga a Aranjuez en primavera, cuando buscaban la escondida capilla en la que deseaban casarse.

Toda aquella dicha había quedado definitivamente atrás y lo sabía, pero aún no era capaz de explicarse, ella misma, por qué.

Casi un año después murió su padre, y durante el funeral conoció a Diego Ojeda, que le impresionó por su porte, y porque le recordaba de modo casi obsesivo, a su esposo, Rodrigo de San Antonio.

Por su parte, Diego Ojeda se enamoró de Carmen de Ibarra nada más verla, y lo que le enamoró fue su ahora delgadísima silueta, su triste mirada, y sobre todo, aquel aire de desamparo del que ni siquiera ella era consciente, pero que atraía aún más a los hombres.

Acudió a visitarla a menudo, pese a la oposición de su rígida familia, convencida de que aquella mujer traía la desgracia sobre los hombres que se le aproximaban, y deseosa de mantener las apariencias, ya que Diego Ojeda era casado aunque llevaba años separado de su esposa.

En una de aquellas visitas, habló del viaje que acababa de realizar al archipiélago de Las Encantadas, y a la intención que tenía de establecerse en él, fundando en la isla de Idefatigable, una factoría para la explotación del valioso aceite de tortuga.

— En las Galápagos fundaré un imperio para ti si vienes conmigo… — concluyó —. Allí viviremos en paz, lejos del mundo, tú y yo solos.

— ¿ Solos…?

— Me llevaré unas cuantas familias de indios otavaleños. Sé que puedo contar con ellos, y son fieles, honrados y trabajadores… Esas islas son el paraíso, y están ahí, esperando a que alguien decida hacerlas suyas…

— Lo pensaré… — prometió Carmen.

Y cumplió su promesa pensando en ello largo tiempo, haciéndose a la idea de que su vida en el archipiélago sería como un regresar a sus años en la hacienda del Cotopaxi.

Diego Ojeda era un hombre dulce, culto, atractivo y al parecer terriblemente sensual, y carecía del espíritu infantil y un tanto posesivo de Rodrigo o de la personalidad absorbente que le agobiaba en Arriaga. Era lo que Carmen de Ibarra necesitaba para rehacer su vida ahora que su padre había muerto y su madre se había ido a vivir también a Latacunga. No tenía por tanto a quién dar cuentas de sus actos, y la aventura de las Galápagos se le antojó como la más apetecible y lógica, dada su situación.

Acabó por tanto por aceptar la invitación, y dos meses más tarde embarcaron en el puerto de Guayaquil, en una grácil y elegante goleta blanca, la Ilusión, en compañía de un primer contingente de quince indios otavaleños, un taciturno capitán y seis miembros de la tripulación.

Hasta aquel momento, Diego Ojeda, caballeroso siempre, no se había decidido ni a tocarle una mano. La deseaba ardientemente, pero deseaba también que fuera ella quien decidiera el día y la hora en que quería entregársele…

Fue aquélla una inolvidable travesía pese a la penuria de espacio, cargados hasta las bordas como iban de todo cuanto necesitarían luego en las islas, con un mar en calma, como era costumbre en aquellas latitudes y casi nulo viento, empujados mas que nada por la suave corriente que llegaba desde las costas del Perú.

Esa misma corriente les desvió unos grados hacia el sur, apartándolos de la ruta prevista, pero, a mediados de la segunda semana, el vigía avistó tierra, y ante ellos comenzó a destacarse cada vez más nítido, un islote árido, rocoso y solitario, refugio de Iguanas, locas, alcatraces y albatros gigantes, que se elevaba con suavidad, desde las tranquilas playas y la ensenada del norte, a los agrestes acantilados cortados a cuchillo de su límite sur.

Mientras costeaban, muy cerca de tierra, una hora antes de oscurecer, a punto ya de que el capitán ordenara arriar las velas y lanzar el ancla, Niña Carmen, acodada en la borda junto a Ojeda, señaló una escondida playa de blanca arena y comentó:

— Me apetece darme un baño en esa playa, y que me hagas el amor, a la luz de una hoguera.



La Iguana Oberlus vio llegar a la goleta, encerró a sus hombres, tomó sus armas y desde el bosquecillo de cactus espió a la tripulación que botaba una lancha al agua, y a la pareja que saltaba a esa lancha, y se aproximaba, remando sin prisas, al desembarcadero.

Los siguió, casi reptando, como un tigre al acecho, hasta la diminuta playa del fondo, y observó cómo ella se desnudaba con tranquila parsimonia mientras caía la noche, para introducirse luego en el agua limpia y tibia.

El hombre se ocupó mientras tanto en encender una gran hoguera con ramas secas, extendió una manta sobre la arena, se desnudó a su vez para introducirse en el mar tan sólo unos instantes, y aguardó por último, ya cerrada la noche, a que ella viniera a su encuentro.

Con el negrísimo cabello empapado cayéndole por la espalda, la cobriza piel húmeda reflejando las llamas, y los inmensos ojos oscuros brillando de deseo, tanto a Diego Ojeda, como al hombre que acechaba desde las tinieblas, se le antojó que la visión de Niña Carmen en aquel momento era la más portentosa e increíble que imaginarse cupiera.

Se tumbó en la manta, inclinó la cabeza y sonrió a Diego Ojeda, que comenzó a acariciarla tembloroso, maravillado sin duda por el hecho de que aquella criatura irreal y casi divina fuera a ser suya.

Se inclinó luego a besarla, en un beso largo, dulce y tibio, a la vez tímido y apasionado que ella devolvió con amor, y por último, con toda la fuerza y la delicadeza de que se sintió capaz, comenzó a penetrarla.

Apenas lo había hecho, advirtió cómo una mano huesuda y poderosa, casi una garra, le aferraba del hombro y le empujaba hacia atrás, y tuvo el tiempo justo de distinguir el rostro demoníaco de un engendro surgido de los infiernos, antes de que un largo y afilado machete se le clavara en el estómago, atravesándole de parte a parte.

Con un estertor de agonía, Diego Ojeda se dobló sobre sí mismo al tiempo que Niña Carmen abría los ojos sorprendida al notar que había salido de ella, para descubrirle ensangrentado y moribundo, y descubrir, al propio tiempo, el terrorífico rostro de su asesino.

Quiso gritar, pero no llegó a hacerlo puesto que perdió el conocimiento.

La Iguana Oberlus apartó a un lado al herido, se despojó de sus mugrientos calzones y por primera vez en su vida penetró en una mujer, poseyéndola con furia demencial contemplado aún por los ojos de un hombre al que se le escapaba la vida por segundos.

Fue una muy larga noche. La noche más larga de la historia de las islas, probablemente; noche en que murió un hombre y otro no se cansaba nunca de violar a una mujer inerme, que cuantas veces recuperó el sentido, otras tantas lo perdió de nuevo, horrorizada.

Tan sólo media hora antes del amanecer, Oberlus se puso en pie, maniató fuertemente a su nueva víctima, y trepó con agilidad a la cumbre del acantilado, donde dejó al descubierto sus cañones.

Los cargó a tope, colocó al alcance de la mano nuevas municiones, y aguardó, paciente, la primera claridad del alba.

La tripulación y los pasajeros aún dormían cuando un proyectil silbó sobre sus cabezas. El segundo penetró por el costado de estribor, muy cerca de proa, y el tercero y el cuarto convirtieron la frágil goleta en un montón de astillas humeantes.

Los indios andinos no sabían nadar y se hundieron en el acto con la nave, y aunque dos marineros trataron de ganar la costa a duras penas, los persiguió a cañonazos hasta despanzurrarlos a mitad de camino.

A los quince minutos, el silencio se había apoderado una vez más del islote y las miles de aves marinas comenzaron a regresar, temblando, a sus hogares.



Cuando Niña Carmen despertó, pasado el mediodía, descubrió que se encontraba tumbada sobre una tosca cama, desnuda, y sujeta por una larga cadena a un garfio clavado en el centro de una inmensa caverna de altas paredes y luz difusa.

Tardó mucho tiempo en tomar conciencia de la realidad, y a su memoria fueron regresando, con horror, escenas que, como entre sueños, tenía la sensación de haber vivido la noche antes. Era como una loca confusión de imágenes en las que se entremezclaban la expresión de angustia y el ceniciento rostro de Diego Ojeda en el momento de caer atravesado por el machete, con la expresión bestial, inhumana y terrorífica de una extraña criatura; una especie de demonio nacido de las más densas tinieblas.

Nada de aquello podía en lógica ser verdad, y aguardó, con los ojos abiertos, observando el techo, como si confiara en que la absurda pesadilla iba a esfumarse y pasaría a encontrarse nuevamente acostada en su litera de la goleta o en su casa de Quito.

Pero no fue así.

Insistente, el áspero y ennegrecido techo de la cueva se mantenía sobre su cabeza, frente a sus ojos, y los objetos se le aparecían cada vez más concretos bajo una suave luz que penetraba a través de pequeños agujeros de las paredes, mientras el agudo grito de cientos de gaviotas y rabihorcados llegaba, nítido, desde el exterior.

Estaba despierta. Viva y despierta, y cuanto había ocurrido, no era fruto de un sueño o de su imaginación enferma, sino la más angustiosa realidad.

Aquella criatura repugnante era de carne y hueso, había asesinado brutalmente al que estaba a punto de convertirse en su amante, y la había violado una y otra vez a lo largo de toda una noche indescriptible.

Y ahora la mantenía allí, encadenada, amarrada a un poste como un perro desnudo, esclavizada, «ella», que siempre había amado su libertad por encima de todas las cosas de este mundo.

Trató de erguirse, y un grito de dolor subió a sus labios. Era como fuego lo que sentía en las entrañas y al bajar los ojos descubrió que aún sangraba como si la violación hubiera tenido lugar con un objeto punzante. Las piernas se negaron luego a mantenerla en pie en el primer momento, y comprendió al instante que también había sido sodomizada e igualmente sangraba por el ano.

Se mordió los labios para no gritar nuevamente, o para no estallar en un llanto incontenible porque había llorado ya demasiado en su vida por culpa de sus propios errores, y no iba a seguir haciéndolo ahora cuando se consideraba inocente de esta nueva desgracia.

Se limpió como pudo, conteniendo la hemorragia con un trozo de sábana ya sucia de por sí de sangre seca, y buscó agua para lavarse.

La cadena, sujeta a la pierna por medio de un grillete que cerraba un perno, le permitía una amplia libertad para deslizarse por el interior de la caverna excepto en su punto más alejado, en el que distinguió tres grandes arcones y un rústico catre.

De las estalactitas goteaba un agua muy limpia que iba a depositarse en un ingenioso recipiente construido con grandes conchas de galápago intercomunicantes, de las que bebió, lavándose luego a conciencia, esforzándose por contener el dolor. Por último, tomó asiento de nuevo al borde de la cama y lo observó todo a su alrededor mientras meditaba en su habitación.

Quién era aquella «cosa», y de dónde había salido, no podía imaginarlo, pero resultaba claro que, por lo que recordaba de él, más semejaba una bestia o un demonio que un ser humano, pese a que su comportamiento, a juzgar por los objetos que le rodeaban, era, sin lugar a dudas, el de un hombre.

Varios libros se amontonaban en un rincón de la tosca mesa, en cuyo centro. y abierto, descansaba lo que podría considerarse un Diario. Lo tomó. Las dos terceras partes aparecían escritas en francés, idioma que apenas entendía, por lo que, a duras penas, dedujo que se trataba del relato de los viajes y experiencias personales de un marino. Más adelante, casi al final, la minúscula y cuidada caligrafía daba paso a una letra grande y tosca que contrastaba violentamente con la anterior.

La primera frase, en español, pero escrita con pésima ortografía de difícil interpretación, resultaba, sin embargo, significativa: «Éste ha muerto y aquí acabó su historia. Murió porque se tropezó conmigo, yo, Oberlus, rey de Hood y de sus aguas, antes conocido por la Iguana…»

Evocó el rostro de sus pesadillas, y no le cupo duda de que, en efecto, su violador se asemejaba más a una iguana que a un auténtico ser humano. Aquél debía de ser por lo tanto Oberlus rey de Hood, y por lo que sabía del archipiélago, Hood era la más meridional de las islas, un islote tan minúsculo y aislado, que ni siquiera había entrado a formar parte de los planes de explotación de Diego Ojeda.

Cerró los ojos, dolida, al recordarle, y le asaltó, nítida, su expresión de sorpresa y agonía cuando comenzó a inclinarse con el cuerpo atravesado de parte a parte. Una vez más, su sino era atraer la desgracia sobre los seres que amaba, y era aquélla una maldición de la que jamás conseguiría liberarse, ya que estaba en ella misma y en su propia voluntad, sin depender de factores externos.

Durante cinco meses en Quito, una semana en Guayaquil y diez o doce días de navegación por las calmadas aguas del Pacífico, se había resistido a la idea de entregarse a Ojeda, pese a que deseaba hacerlo, le apetecía, y aun casi lo necesitaba. Podía, de igual modo, haber esperado una noche más, aguardando el arribo a una de las islas grandes en las que pensaban establecerse de forma definitiva, pero, sin embargo, sin saber por qué extraña razón, aquella vieja voz ronca y autoritaria parecía haberle gritado, al divisar la tranquila playa, que era allí, y en ningún otro lugar, donde debería hacer el amor con Ojeda la primera vez.

Allí, en el punto en que la bestia le estaría esperando.

No se había dado cuenta entonces de que era la misma voz que otra vez le había ordenado marcharse de viaje con el conde de Rioseco, o, mucho más atrás en el tiempo, hacer el amor con su primo Roberto.

Pero ahora sí, a solas en la cueva, reconocía el timbre de aquella voz, que no era, como ella había creído siempre, la voz que la empujaba hacia la libertad, sino la que había acabado por conducirla a concluir encadenada de aquel modo en el corazón del más desolado de los islotes, y en poder de la más repugnante criatura que hubiera existido nunca.

¿O se trataba tal vez de un castigo?

No le había bastado a los cielos, quizá, todo cuanto se había castigado a sí misma por haber menospreciado las oportunidades de ser feliz que se le concedieron, y decidían por tanto condenarla a una auténtica esclavitud, bien distinta desde luego a todas cuantas su estúpida fantasía había imaginado hasta el momento.

Pero, qué culpa tenía Ojeda? ¿ Por qué había tenido que pagar con su vida, al igual que Rodrigo o que Germán de Arriaga?

Cuatro muertes, pues le constaba que debía incluir también la de su anciano padre, eran demasiadas para que cayeran sobre su conciencia por el simple delito de haberse negado a pertenecer por completo a un hombre.

Desde que tenía apenas uso de razón, Niña Carmen se había acostumbrado a mirar a su alrededor, rebelándose contra la mansedumbre con que las demás mujeres — incluida su madre o su propia hermana — aceptaban convertirse en propiedad privada de sus esposos, sumisas y resignadas a un papel que no iba mucho más allá del de simples siervas de unos amos a menudo tiránicos, zafios, alcohólicos y brutales.

Su madre, una andaluza inteligente y delicada, había tenido que soportar, resignada, la altivez y el despotismo de don Álvaro, un marido inflexible al que bastó sin embargo la «deshonra» de su hija, para venirse abajo como lo que en realidad era: una burda estatuilla de arena y barro.

Ya antes de casarse, le asombró advertir cómo sus amigas temblaban a veces al hablar de sus esposos, y a una de sus primas — hermana de Roberto —, su ridículo novio le llamó la atención la noche de bodas porque advirtió que estaba comenzando a excitarse.

— ¿Cómo te atreves? — le había gritado —. ¿Es esto propio de una mujer casta de noble familia española? Pareces una india

— Deja entonces de moverte… — le había rogado ella con humildad —. No me es posible mantener mi castidad si te mueves de ese modo, arriba y abajo.

— Reza… — fue la respuesta que obtuvo del hidalgo extremeño —. Reza como es tu obligación, mientras yo me muevo con el fin de procrear un hijo, como es la mía.

Aquel energúmeno, al que siempre quiso que partiera un rayo y al que un rayo fulminó al cruzar los páramos del Cayambe, utilizaba a su prima como podía utilizar a su caballo, sus botas o la jarra en que bebía, y se permitía, además, hacerla callar en público, ridiculizándola, cuando era él, en verdad, el auténtico patán ignorante y bocazas que aguaba todas las reuniones.

Fueron quizás aquellas injusticias las que la marcaron en un tiempo, impidiéndole por lo tanto entregarse abiertamente, aun amando como había amado a Rodrigo de San Antonio, Germán de Arriaga, o incluso Diego Ojeda.

Y ahora se encontraba allí, sometida al fin a un hombre — ¿era realmente un hombre aquel engendro? — , encadenada, ofendida, utilizada y humillada, como no lo estuvieran nunca su prima, su madre, ni ninguna otra mujer de este mundo.

¡Oberlus, rey de Hood!

Escuchó un rumor en el exterior, advirtió cómo una sombra deforme y encorvada se proyectaba sobre el suelo de tierra apisonada de la entrada, y tuvo que apretar los dientes para no gritar de espanto, cuando su silueta se recortó contra el deslumbrante hueco de la entrada.

El permaneció allí unos instantes, sin duda para acostumbrar sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — a la penumbra y avanzó luego, cojeando levemente, para detenerse frente a ella y observarla con una mirada hiriente que parecía pretender hipnotizarla.

— ¿Cómo te llamas…? — inquirió autoritario.

— Carmen… Carmen de Ibarra.

— Carmen de Ibarra… — repitió —. Bien… De ahora en adelante no tienes nombre. Eres la única mujer en esta isla, y por lo tanto lo necesitas… Y escucha, porque solamente digo las cosas una vez… — le advirtió —. Aquí mando yo, el que me obedece vive, el que no, muere, aunque la muerte no es el peor de los castigos que puedo aplicar… Cada vez que hagas algo que me enoje, te daré veinte latigazos, y si la ofensa es grave te cortaré un dedo de una mano — sonrió, y la mueca de su boca, de dientes putrefactos, le espantó aún más, si ello era posible, que su indescriptible fealdad —. Puedo ser muy cruel cuando me lo propongo… — continuó —. Hazme caso por tanto: limítate a mantener la casa limpia, prepararme buenas comidas, y abrir las piernas cuando yo lo ordene y te garantizo que vivirás en paz hasta que me canse de ti… ¿Has entendido?

Asintió en silencio, convencida de que hablaba completamente en serio, y la Iguana Oberlus comenzó a despojarse de los pantalones mientras ordenaba:

— En ese caso, túmbate en la cama y abre las piernas.

Anonadada, incapaz de emitir una sola palabra, muda de terror, indefensa y entregada como un pájaro frente a la mirada de una anaconda, Carmen de Ibarra se tumbó en la cama, cerró los ojos, abrió las piernas y lanzó un alarido de dolor cuando penetraron en ella, desgarrándola y destrozando su sexo en carne viva.

Luego, perdió de nuevo el sentido al sentir sobre su cuerpo el contacto viscoso y repelente de aquel ser deforme que buscaba, además, besarla ansiosamente en la boca.

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