— Estoy embarazada.

Le miró con asombro.

— ¿ Estás segura…?

— Completamente.

— ¿Y es hijo mío…?

— ¿De quién si no…? — Su tono era sarcástico —. Llevo meses aquí y me haces el amor constantemente… ¿Cómo crees que nacen los niños?

— No quiero un hijo. No quiero que sufra lo que yo he sufrido.

— No tiene por qué parecerse a ti.

— ¿Cómo saberlo?

— Sólo podremos saberlo cuando nazca.

Se encontraban sentados en la roca de la cumbre del acantilado, observando cómo negros nubarrones se aproximaban desde el norte, amenazando tormenta. La Iguana Oberlus permaneció unos instantes en silencio, como si estudiara las nubes, ajeno a cualquier otro tema, pero, por ultimo, sin volverse, señaló:

— Si se parece a mí… Si no es un niño normal, lo tiraré por el acantilado.

— ¿Te hubiera gustado que lo hicieran contigo…?

— Desde luego.

— ¿No te basta con ser rey de una isla? Sus ojos relampaguearon de ira:

— Guarda tus ironías… — le advirtió —. A menudo tienes la mala costumbre de tomarme por estúpido, y no lo soy… Si no supiera que te gusta, te azotaría con más frecuencia… — Agitó la cabeza —. Tengo que encontrar una forma de castigarte que en verdad te desagrade… — Cambió el tono —. Sé muy bien que no soy rey de Hood, ni rey de nada… Tan sólo soy el hombre que mas ha sufrido en este mundo, y que no quiere que su hijo pase por lo mismo… — La miró significativamente —. Aunque sea hijo tuyo… — concluyó.

— ¿Qué quieres decir con eso de, «aunque sea hijo tuyo…»?

— ¿Necesito explicártelo…? — inquirió Oberlus a su vez —. Te conozco bien, porque te he estudiado desde el día en que llegaste a esta isla… Yo sé que soy un monstruo, y lo acepté hace años, porque se encargaron de convencerme de ello… Lo soy en todo: por dentro y por fuera. Pero tú también lo eres, aunque no lo demuestres exteriormente. — Se golpeó la sien derecha con el dedo —. Tu monstruosidad está aquí, en la cabeza, y no es como la mía, que está en el corazón y en las entrañas, fruto de la rabia por lo que me han hecho padecer, y por mi aspecto… — Adelantó las manos como si estuviera tratando de mostrarla en un amplio gesto —. Tú lo tenías todo para ser normal, y no has querido serlo… Nazca como nazca, nuestro hijo estará condenado a ser un monstruo. Estoy seguro.

— ¿Es ése el concepto que tienes de mí…?

Asintió en silencio, y ese silencio se mantuvo largo rato mientras los nubarrones se iban aproximando, y los primeros relámpagos surcaban el aire en la distancia. Los truenos llegaban luego, lentos y ceremoniosos, inquietando a las aves marinas que graznaban nerviosas en sus nidos.

Carmen de Ibarra no se sentía molesta, ni tan siquiera sorprendida por lo que le había dicho. Sabía desde tiempo atrás que tras aquella máscara repelente se ocultaba una brillante inteligencia, de la que recibiera abundantes pruebas, y no resultaba extraño, por tanto, que Oberlus hubiera sido capaz de captar cuanto ocurría en su interior. Había asistido muy de cerca a su profunda metamorfosis, y parecía haber ido registrando y clasificando cada uno de sus actos y reacciones. El resultado lógico, era que la conocía a fondo, y parecía adivinar sus más recónditas intenciones.

— No parece que te impresione haber descubierto cómo soy… — comentó por último.

Él se encogió de hombros.

— ¿Por qué había de impresionarme…? — inquirió —. No sé mucho sobre mujeres, y tal vez la mayoría sean como tú…

— Imagino que, en el fondo, muchas deben de serlo… — admitió Niña Carmen —. Pasan por la vida frustradas, incapaces de admitir, ni siquiera ante ellas mismas, a solas, la realidad de sus más íntimos deseos… Les aterraría descubrirlos, pero una vez que han aflorado, como en mi caso, hay que asumirlos, tal como se asume la homosexualidad cuando al fin sale al exterior, tras largos años de permanecer latente… Y no por eso me considera un monstruo… — continuó con voz serena y la vista clavada en un mar que iba tornando su color azul añil en un gris acerada a medida que las nubes avanzaban sobre él —. No he matado, ni robado, ni causado mal a nadie conscientemente… Mi problema se limita a una imperiosa necesidad de saberme poseída, protegida y dominada… Todo el mal me lo hago a mí misma, y si hubiese sabido descubrirlo a tiempo, nadie hubiera sufrido por mi culpa… — Se pasó una vez más la mano por el cabello con aquel gesto suyo tan personal y mecánico —. No creo, por tanto, que mi hijo tenga por qué heredar mis problemas, de igual modo que no creo que tenga que heredar, necesariamente, tus facciones. No será un monstruo… — concluyó segura de sí misma —. Será un niño sano y precioso.

Había comenzado a llover sobre la isla, y se advertía, con toda claridad, cómo el viento arrastraba hacia ellos una cortina de agua que dividía, en dos tonalidades muy distintas, el agreste paisaje de la desnuda roca.

— Será mejor que bajes a la cueva… — señalo él al fin —. No te conviene mojarte…

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