— Yo quería verlo.
— No te hubiera gustado.
— Era mi hijo.
— Y mío también. Te advertí que lo haría, y lo hice… Sus problemas ya han acabado.
— Nadie tiene derecho a disponer así de la vida de otro.
La observó con el ceño fruncido:
— Yo lo tengo… — aseguró —. En la antigua Grecia los espartanos arrojaban al abismo a los niños defectuosos… Muchos animales los matan también… Sólo nuestra especie se complace en dejarlos vivir para destruirlos luego poco a poco… Tengo ese derecho… — repitió —. Y no me arrepiento de haberlo ejercido.
— Pero yo necesitaba verlo… — insistió ella —. ¿Cómo puedo tener la seguridad de que no era normal…?
— ¿Por qué tendría que haberle matado en ese caso…?
— Porque no lo querías… porque un niño complica las cosas… porque tal vez me hubiera hecho diferente y tú no deseas que yo sea diferente… — se encogió de hombros —. Porque te gusta matar… ¡Hay tantas razones…!
Oberlus se encogió a su vez de hombros, pero ahora mucho más abiertamente, y su indiferencia parecía sincera:
— Puedes pensar lo que quieras… — dijo —. Me tiene sin cuidado… Ya está muerto, nadie va a resucitarlo, y no hay que darle más vueltas al asunto… Es mejor así. Mejor para todos.
Ella tardó en responder, y cuando lo hizo, dejó caer muy despacio las palabras.
— Nunca te lo perdonaré… — dijo.
Él la observó en silencio, meditabundo, y por último hizo un gesto de impotencia, alzando las manos como si una vez más se enfrentase a algo que estaba por completo fuera de su alcance:
— ¿Qué puede importarme un enemigo más o menos…? — inquirió —. Estoy acostumbrado a ellos desde siempre… Y recuerda: tal vez hubo un momento en que te quise, fui blando contigo y abrigué la esperanza de que tal vez mi suerte cambiaba y había encontrado una mujer que compartiría mi perra vida… Pero eso quedó atrás.
— ¿Me estás amenazando?
— Sí… — la afirmación fue rotunda —. Ya no eres para mí alguien a quien se puede amar, o la futura madre de mi hijo… Eres mi esclava, una cosa, y como te advertí en su día, tus obligaciones son mantener esto limpio, darme de comer, y abrir las piernas cuando te lo ordene… — señaló hacia afuera, hacia el abismo — Y si me fastidias, te juro que seguirás el camino de tu hijo.
Carmen de Ibarra — ¡qué absurdo que alguien la hubiera llamado Niña Carmen en algún tiempo! — nada dijo, porque abrigaba la seguridad de que él hablaba, como siempre, en serio. La tregua, si es que en algún momento llegó a existir esa tregua había concluido, y sintiéndose como se sentía, nervioso y acosado, la Iguana Oberlus no se lo pensaría mucho a la hora de lanzarla al abismo si se le antojaba hacerlo.
Si en alguna ocasión llegó a imaginar que lo había dominado, al igual que había dominado a tantos otros, aquella circunstancia había cambiado, y ahora, ni el vestido gris perla con encajes negros ni todas sus astucias femeninas, le valdrían frente a un ser que se había convertido nuevamente en lo que siempre fue: una bestia de agudísima inteligencia y corazón de hielo.
Una bestia que además, y en una perfecta demostración de refinado sadismo, ya ni siquiera se mostraba brutal y tiránico con ella y no la violaba maltratándola como antaño, sino que se limitaba a poseerla con la cansada autoridad del severo marido que exige sus derechos a la hora de regresar a casa fatigado tras una dura jornada de trabajo.
Se diría que su relación común, aquella particular y extraña «luna de miel» que habían vivido: violenta, desgarradora, repelente y casi espeluznante, había concluido, y penetraban, como tantas otras parejas, en el largo, oscuro y tortuoso sendero del hastío y el rencor compartidos.