La Iguana Oberlus no murió en aquella playa.
Capturado, malherido, por las autoridades de la ciudad de Paita, en Perú, fue juzgado por la muerte de un desconocido en las rocas del islote de Hood; muerte de la que habían sido testigos ochenta marineros ingleses, ninguno de los cuales acudió a testificar.
Sospechoso, además, de innumerables atrocidades que no se le pudieron probar, se dictó auto de detención, ingresando en prisión a la espera de la comparecencia de la única persona que podía atestiguar en su contra: Carmen de Ibarra.
Encerrado en una profunda y oscura mazmorra de dos metros cuadrados de superficie, en la que ni siquiera podía erguirse por completo, quedó por tanto a la espera de la aparición de Niña Carmen.
Olvidado por la justicia de los seres humanos contra los que siempre luchó, la Iguana Oberlus, aquel engendro; aquel genio del mal; aquel espíritu indomable, sobrevivió en semejante agujero sin que nadie volviera a ver su rostro, hasta que murió, de viejo, treinta y dos años más tarde.
LANZAROTE, ENERO 1982